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Solemnidad María Madre de Dios -  Comentarios de Sabios y Santos I: Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración eucarística del 1er día del nuevo año (de precepto)

 

A su disposición

Exégesis: Alois Stöger - Jesús anunciado por los pastores (Lc 2, 15-20)

Comentario Teológico: San Juan Pablo II - María, Madre de Dios

Santos Padres: San Agustín - La Virgen ha dado a luz

Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Santa María Madre de Dios

Aplicación: Beato Columba Marmion - Santa María Madre de Dios

Aplicación: Benedicto XVI - La Theotókos

Aplicación: P. J. Loring S.J. - María es la Madre de Dios

Ejemplos


 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

con los comentarios de sabios y santos

 

Exégesis: Alois Stöger - Jesús anunciado por los pastores (Lc 2, 15-20)

15 Y cuando los ángeles los dejaron y se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Pasemos a Belén, a ver eso que ha sucedido, lo que el Señor nos ha dado a conocer. 16 Fueron con presteza y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.

El mensaje que transmitió Dios no es sólo palabra, sino, al mismo tiempo, acontecimiento: Mensaje que sucedió. Al acontecimiento sigue la palabra notificante. Pablo confiesa: «A mí, el menor de todo el pueblo santo, se me ha dado esta gracia: la de anunciar a los gentiles el Evangelio de la insondable riqueza de Cristo y dar luz sobre la economía del misterio escondido desde los siglos en Dios» (Efe 3:8s). La misma ley vige para Pablo que para los pastores. «A mí, el menor… el Evangelio de la insondable riqueza de Cristo… la economía del misterio» (la salvación que se da en Cristo); esto se aplica a todos los mensajeros que dan a conocer la economía y la realización de los divinos designios salvadores.

Una vez que los pastores hubieron recibido la buena nueva, habían de ser también testigos de lo que vieron. Creyeron y pudieron luego ver con sus propios ojos lo que habían creído. «Bienaventurada tú, que has creído…» Van con presteza, como María, a cumplir el encargo de Dios. El ofrecimiento de la salvación no sufre dilaciones. Los hombres comienzan a volverse hacia el niño en el pesebre. En Jesús está la salvación y la gloria de Dios.

Los pastores encontraron lo que buscaban conforme al signo y mediante la guía de Dios, que siempre guía de tal manera, que el hombre encuentra. Lo que vieron con los ojos fue a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Esto y nada más: nada de la madre virgen, nada de las grandezas que había expresado acerca de este niño el mensaje del ángel. Pero vieron a este niño, iluminados por la revelación de Dios. El signo de que la revelación de Dios se ha hecho realidad histórica, está delante de ellos en María y José, y en el niño acostado en el pesebre. El esplendor del Evangelio de navidad viene de la interpretación divina del nacimiento histórico de Jesús, pero el portador de este esplendor es el niño que ha nacido.


17 Al verlo, refirieron lo que se les había dicho acerca de este niño. 18 Y todos los que lo oyeron quedaron admirados de lo que les contaban los pastores. 19 María, por su parte, conservaba todas estas palabras en su corazón y las meditaba.

¿Qué efecto produce la vista con fe del hecho salvador? Los pastores han visto y refieren, dan a conocer lo que han visto. El contenido de su anuncio es éste: Lo que se les había dicho acerca de este niño; el hecho histórico del nacimiento de Jesús y las palabras que se les habían dicho acerca de este niño. Así se efectúa siempre el anuncio, la proclamación del Evangelio: «Os doy a conocer… el Evangelio…, que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras» (1Co 15:1-5).

No todos pueden ver con sus ojos el acontecimiento: sólo los testigos predestinados por Dios (Cf. Hec 10:40-43). Los otros oyen el mensaje de estos testigos. Como fruto inmediato del oír se recoge la admiración. Lucas es el evangelista que con más frecuencia hace notar que los hechos y palabras de Jesús despertaban admiración. El que experimenta la revelación de lo divino, se admira, sea que con fe y temor reverencial se asombre ante lo divino, o que admire lleno de presentimientos, o que rechace con crítica y sin comprensión. El que se asombra cuando se le presenta la revelación divina, todavía no cree: está en el atrio de la fe: ha recibido un impulso que puede suscitar fe, pero también provocar duda. ¿Puede originar más que asombro la predicación de los mensajeros de la fe? La decisión de creer es asunto personal de cada uno.

También María recibe de los pastores un mensaje sobre su hijo. Lo que le había dicho al ángel Gabriel y había sido confirmado por Isabel, es ahora profundizado por los pastores. No sólo se asombra, sino que conserva todas estas palabras en el corazón. Oyó la palabra de la manera que Dios quiere. En ella cae la semilla en buena tierra. La semilla que cae en «la tierra buena son los que oyen la palabra con un corazón noble y generoso, la retienen y por su constancia dan fruto» (8,15). Constantemente oye María algo nuevo sobre su niño. ¿Quién puede decir de una vez todas las riquezas que encierra este niño, de modo que el hombre comprenda? La riqueza que está contenida en la revelación de Cristo, sólo puede comunicarse cada vez por partes. Pero las partes deben compararse y combinarse. La fe madura combina los diferentes elementos, ordena y encuadra lo nuevo en lo que ya se posee. Lo que experimentó María en la anunciación, en la visita a Isabel y en el momento del nacimiento, fue para ella fuente inagotable de meditación, de sus decisiones, de oración, de alabanza, de gratitud, de gozo y de fidelidad. María es el prototipo de todos los que perciben la palabra y la acogen como es debido, el prototipo de los creyentes y consiguientemente el prototipo de la Iglesia, que acoge a Cristo con la fe y lo lleva en sí.


20 Y los pastores se volvieron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído, tal como se les había anunciado.

Dios había elegido a éstos, los más pobres de todos, que estaban en vela, para que recibieran el mensaje del nacimiento del Salvador. Los constituyó en testigos del Mesías recién nacido y los pertrechó para que fueran heraldos de la buena nueva. Ahora los hace volver a su vida cotidiana. Los pastores se volvieron.

A partir de entonces glorifican y alaban al Señor. Dios actúa mediante la venida y la acción de Jesús; pues Dios está con él. Realiza prodigios, milagros y signos por medio de Jesús. El asombro por los grandes hechos de Dios acompaña la entera vida de Jesús, en quien se reconoce la acción de Dios. Cuando Jesús recorre Palestina irrumpe un júbilo de alabanza de Dios (Luc 5:25s; Luc 7:16; Luc 9:43; Luc 13:13; Luc 17:15; Luc 18:42s). Incluso cuando muere en la cruz y clama con gran voz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», glorifica a Dios el centurión que lo había oído (Luc 23:47). Con tal glorificación de Dios comienza y termina el Evangelio. Después de la ascensión volvieron los discípulos a Jerusalén llenos de alegría y glorificaban a Dios continuamente en el templo (Luc 24:53). Cuando en la primitiva liturgia cristiana se hacían presentes los hechos de Jesús mediante la palabra y la fracción del pan, los creyentes terminaban respondiendo con alabanzas a Dios (Hec 2:47).

Una vez más se dejan notar los efectos de esta liturgia de la alabanza y de la glorificación. Lo que habían visto y oído, tal como se les había anunciado. Los hechos salvíficos y su interpretación divina, que forman el centro del culto cristiano, llevan a la glorificación y a la alabanza de Dios. Para esto se escribió el Evangelio de Lucas: para que Teófilo y con él la Iglesia se persuadan de la certeza de aquello sobre lo que se les había instruido y que en el culto cristiano se hace presente y se celebra: Dios que causa la salud por Jesús.


Imposición del nombre (Lc 2, 21)

Con el ni��o Jesús se procede conforme a las disposiciones de la ley (Cf. 2,21. 22-24. 27.39). «Nació de mujer, nació bajo la ley» (Gal 4:4). En la observancia de la obediencia a la ley se hace patente su gloria en la circuncisión (Gal 2:21) y en el templo (Gal 2:22-39).

El camino del niño Jesús en el seno de su madre va de Nazaret, la pequeña e insignificante ciudad de Galilea, donde fue concebido, a Belén, la ciudad de David, donde nació -en pobreza y gloria-, y de allí a Jerusalén, a la ciudad de su «elevación» (Gal 9:51). Con esto se llega al punto culminante del relato de la infancia. La actividad pública de Jesús seguirá el mismo camino: de Galilea a Jerusalén, donde muere y es glorificado.

Como Juan, en el momento de la imposición del nombre, es celebrado en las palabras proféticas de su padre, así también Jesús adquiere todavía mayor esplendor gracias al Espíritu Santo, que habla por boca del profeta y de la profetisa. Juan es celebrado en casa de Zacarías, Jesús, en cambio, en el templo. Jesús es mayor que Juan.

21 Cuando se cumplieron ocho días y hubo que circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de ser concebido en el seno materno.

Con su nacimiento fue introducido Jesús en la existencia humana («lo envolvió en pañales»), en la estirpe de José, en el pueblo israelita, en la historia de los pobres y de los pequeños, en la obligación de la ley...

La ley mosaica regula la vida del israelita, por días, semanas y años. Cuando se cumplieron ocho días y hubo que circuncidar al niño, recayó sobre Jesús por primera vez la obligación de la ley: Jesús era «obediente» (Flp 2:8).

El Evangelio no dice expresamente que se efectuó en Jesús la circuncisión. El orden de la ley y su cumplimiento es el marco en que se desarrolla la vida entera de Jesús. Con él se cumple la ley, se realiza su pleno sentido. Con esta obediencia irrumpe lo nuevo y grande. A la circuncisión está ligada la imposición del nombre. Dios mismo fijó el nombre de este niño pequeño. Se le llamó como había dicho el ángel. Con el nombre fija Dios también la misión de Jesús: Dios es Salvador. En Jesús trae Dios la salvación. «Jesús pasó haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hec 10:38).
(STÖGER, A., El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)



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Comentario Teológico: Beato Juan Pablo II - María, Madre de Dios


1. La contemplación del misterio del nacimiento del Salvador ha impulsado al pueblo cristiano no sólo a dirigirse a la Virgen santísima como a la Madre de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios. Esa verdad fue profundizada y percibida, ya desde los primeros siglos de la era cristiana, como parte integrante del patrimonio de la fe de la Iglesia, hasta el punto de que fue proclamada solemnemente en el año 431 por el concilio de Éfeso.

En la primera comunidad cristiana, mientras crece entre los discípulos la conciencia de que Jesús es el Hijo de Dios, resulta cada vez más claro que María es la Theotokos, la Madre de Dios. Se trata de un título que no aparece explícitamente en los textos evangélicos, aunque en ellos se habla de la "Madre de Jesús" y se afirma que él es Dios (Jn 20, 28, cf. 5, 18; 10, 30. 33). Por lo demás, presentan a María como Madre del Emmanuel, que significa Dios con nosotros (cf. Mt 1, 22-­23).

Ya en el siglo III, como se deduce de un antiguo testimonio escrito, los cristianos de Egipto se dirigían a María con esta oración: "Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita" (Liturgia de las Horas). En este antiguo testimonio aparece por primera vez de forma explícita la expresión Theotokos, "Madre de Dios".

En la mitología pagana a menudo alguna diosa era presentada como madre de algún dios. Por ejemplo, Zeus, dios supremo, tenía por madre a la diosa Rea. Ese contexto facilitó, tal vez, en los cristianos el uso del título Theotokos, "Madre de Dios", para la madre de Jesús. Con todo, conviene notar que este título no existía, sino que fue creado por los cristianos para expresar una fe que no tenía nada que ver con la mitología pagana, la fe en la concepción virginal, en el seno de María, de Aquel que era desde siempre el Verbo eterno de Dios.

2. En el siglo IV, el término Theotokos ya se usa con frecuencia tanto en Oriente como en Occidente. La piedad y la teología se refieren cada vez más a menudo a ese término, que ya había entrado a formar parte del patrimonio de fe de la Iglesia.

Por ello se comprende el gran movimiento de protesta que surgió en el siglo V cuando Nestorio puso en duda la legitimidad del título "Madre de Dios". En efecto, al pretender considerar a María sólo como madre del hombre Jesús, sostenía que sólo era correcta doctrinalmente la expresión "Madre de Cristo". Lo que indujo a Nestorio a ese error fue la dificultad que sentía para admitir la unidad de la persona de Cristo y su interpretación errónea de la distinción entre las dos naturalezas ?divina y humana? presentes en él.

El concilio de Éfeso, en el año 431, condenó sus tesis y, al afirmar la subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona del Hijo, proclamó a María Madre de Dios.

3. Las dificultades y las objeciones planteadas por Nestorio nos brindan la ocasión de hacer algunas reflexiones útiles para comprender e interpretar correctamente ese título. La expresión Theotokos, que literalmente significa "la que ha engendrado a Dios", a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere solo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz.

Así pues, al proclamar a María "Madre de Dios", la Iglesia desea afirmar que ella es la "Madre del Verbo encarnado, que es Dios". Su maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana.

La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la naturaleza humana a la persona de Jesús, que es persona divina, es Madre de Dios.

4. Cuando proclama a María "Madre de Dios", la Iglesia profesa con una única expresión su fe en el Hijo y en la Madre. Esta unión aparece ya en el concilio de Éfeso; con la definición de la maternidad divina de María los padres querían poner de relieve su fe en la divinidad de Cristo. A pesar de las objeciones, antiguas y recientes, sobre la oportunidad de reconocer a María ese título, los cristianos de todos los tiempos, interpretando correctamente el significado de esa maternidad, la han convertido en expresión privilegiada de su fe en la divinidad de Cristo y de su amor a la Virgen.

En la Theotokos la Iglesia, por una parte, encuentra la garantía de la realidad de la Encarnación, porque, como afirma san Agustín, "si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne (...) y serían ficticias también las cicatrices de la resurrección" (Tract. in Ev. Ioannis, 8, 6­7). Y, por otra, contempla con asombro y celebra con veneración la inmensa grandeza que confirió a María Aquel que quiso ser hijo suyo. La expresión "Madre de Dios" nos dirige al Verbo de Dios, que en la Encarnación asumió la humildad de la condición humana para elevar al hombre a la filiación divina. Pero ese título, a la luz de la sublime dignidad concedida a la Virgen de Nazaret, proclama también la nobleza de la mujer y su altísima vocación. En efecto, Dios trata a María como persona libre y responsable y no realiza la encarnación de su Hijo sino después de haber obtenido su consentimiento.

Siguiendo el ejemplo de los antiguos cristianos de Egipto, los fieles se encomiendan a Aquella que, siendo Madre de Dios, puede obtener de su Hijo divino las gracias de la liberación de los peligros y de la salvación.
(BEATO JUAN PABLO II, Audiencia General del día miércoles 27 de noviembre de 1996)



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Santos Padres: San Agustín - La Virgen ha dado a luz


1. Un año más ha brillado para nosotros —y hemos de celebrarlo— el nacimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; en él la verdad ha brotado de la tierra; el día del día ha venido a nuestro día: alegrémonos y regocijémonos en él. La fe de los cristianos conoce lo que nos ha aportado la humildad de tan gran excelsitud; de ello se mantiene alejado el corazón de los impíos, pues Dios escondió estas cosas a los sabios y prudentes y las reveló a los pequeños. Posean, por tanto, los humildes la humildad de Dios para llegar a la altura también de Dios con tan grande ayuda, cual jumento que soporta su debilidad. Aquellos sabios y prudentes, en cambio, cuando buscan lo excelso de Dios y no creen lo humilde, al pasar por alto esto y, en consecuencia, no alcanzar aquello debido a su vaciedad y ligereza, a su hinchazón y orgullo, quedaron como colgados entre el cielo y la tierra, en el espacio propio del viento. Son, ciertamente, sabios y prudentes, pero según este mundo, no según el que hizo al mundo. En efecto, si habitase en ellos la verdadera sabiduría, la que es de Dios y es Dios mismo, comprenderían que Dios pudo asumir la carne sin que él pudiese transformarse en carne; comprenderían que él asumió lo que no era permaneciendo en lo que era; que vino a nosotros como hombre sin separarse del Padre; que perseveró junto al Padre en su ser y se presentó ante nosotros en el nuestro y que su potencia reposó en un cuerpo infantil y no se sustrajo al esfuerzo humano. Quien hizo el mundo entero cuando permanecía junto al Padre, él mismo es el autor del parto de una virgen cuando vino a nosotros. La virgen madre nos dejó una prueba de la majestad del hijo; tan virgen fue después de parirlo como antes de concebirlo; su esposo la encontró embarazada, no la dejó embarazada él; embarazada de varón, mas no por obra de varón; tanto más feliz y digna de admiración cuanto que, sin perder la integridad, se le añadió la fecundidad. Tan gran milagro prefieren aquéllos declararlo ficción y no realidad. Así, por lo que se refiere a Cristo, hombre y Dios, como no pueden creer lo humano, lo desprecian, y como no pueden despreciar lo divino, no lo creen. Para nosotros, en cambio, el cuerpo humano que tomó la humildad de Dios ha de sernos cosa tan grata como para ellos es abyecta, y el parto virginal en el nacimiento humano, cosa tanto más divina cuanto más imposible es para ellos.

2. Por tanto, celebremos el nacimiento del Señor con la asistencia y aire de fiesta que merece. Exulten de gozo los varones, exulten las mujeres: Cristo nació varón, pero nació de mujer; ambos sexos quedan honrados. Pase, pues, ya al segundo hombre quien había sido condenado con anterioridad en el primero. Una mujer nos indujo a la muerte: una mujer nos alumbró la vida. Nació la semejanza de carne de pecado con la que se purificaría la carne de pecado. Así, pues, no se culpe a la carne, más para que viva la naturaleza muera la culpa, pues nació sin culpa para que renaciera en él quien se hallaba en la culpa. Exultad, jóvenes santos, los que elegisteis seguir ante todo a Cristo, los que no buscáis el matrimonio. No llegó hasta vosotros por vía del matrimonio aquel a quien encontrasteis digno de seguimiento para concederos menospreciar el camino por donde vinisteis vosotros. En efecto, vosotros vinisteis mediante el matrimonio carnal, sin el cual vino él al matrimonio espiritual. Y os concedió el menospreciar el matrimonio a vosotros, a los que, ante todo, os llamó al matrimonio. En consecuencia, no buscáis lo que fue origen de vuestro nacimiento, porque amáis más que los demás a aquel que no nació de esa forma. Exultad, vírgenes santas: la virgen os parió a aquel con quien podéis casaros sin corrupción alguna, vosotras que no podéis perder lo que amáis ni concibiendo ni pariendo. Exultad, justos: ha nacido el justificador. Exultad, débiles y enfermos: ha nacido el salvador. Exultad, cautivos: ha nacido el redentor. Exultad, siervos: ha nacido el señor. Exultad, hombres libres: ha nacido el libertador. Exultad todos los cristianos: ha nacido Cristo.

3. El que, nacido del Padre, creó todos los siglos, consagró este día naciendo aquí de una madre. Ni en aquel nacimiento pudo tener madre ni en éste buscó padre humano. En pocas palabras: nació Cristo de padre y de madre y, al mismo tiempo, sin padre y sin madre. En cuanto Dios, de padre; en cuanto hombre, de madre; en cuanto Dios, sin madre, y en cuanto hombre, sin padre. Pues ¿quién narrará su generación? Tanto aquélla, fuera del tiempo, como ésta, sin semen; aquélla, sin comienzo; ésta, sin otra igual; aquélla, que existió siempre; ésta, que no tuvo repetición ni antes ni después; aquélla, que no tiene fin; ésta, que tiene el comienzo donde el fin. Con razón, pues, los profetas anunciaron que había de nacer, y los cielos y los ángeles, en cambio, que había nacido. El que contiene el mundo yacía en un pesebre; no hablaba, y era la Palabra. Al que no contienen los cielos, lo llevaba el seno de una sola mujer: ella gobernaba a nuestro rey; ella llevaba a aquel en quien existimos; ella amamantaba a nuestro pan. ¡Oh debilidad manifiesta y humildad maravillosa, en la que de tal modo se ocultó la divinidad! Gobernaba con el poder a la madre, a la que estaba sometida su infancia, y alimentaba con la verdad a aquella cuyos pechos le amamantaban. Complete en nosotros sus dones el que no desdeñó asumir también nuestros comienzos; háganos también hijos de Dios el que por nosotros quiso ser hijo del hombre.
(SAN AGUSTÍN, Sermón 184, o.c. (XXIV), BAC, Madrid, 1983, pp. 3-6)



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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Santa María Madre de Dios

Terminamos ayer un año más. Sabemos que el mismo no ha de retornar. Para aquellos que lo vivieron en amistad con Dios será un año de méritos, aunque de igual forma habrá que decir con el Apóstol: "siervos inútiles somos", hicimos lo que teníamos que hacer. Para aquellos que no lo vivieron en amistad con el Señor, será bueno proponerse en el presente año, estrechar verdaderos vínculos sobrenaturales con Jesús y con María, los únicos vínculos salvadores.

Este es el momento de agradecimiento por un año más de vida, así como de petición y de súplica por el que comienza. La Santa Madre Iglesia nos hace mirar a Belén. Allí están la Madre y su Hijo. Vayamos una vez más, juntamente con los pastores, hacia el pesebre, para aprender de ambos.

La Madre de Dios

¿Quién será capaz de captar plenamente la grandeza de esta Madre de Belén? Cuenta la historia que cuando murió Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, el orador que tuvo a su cargo el panegírico, al llegar al momento culminante, exclamó: "Baste decir esto para tu gloria, que tuviste por hijo a Alejandro". Con cuánta mayor razón se podrá decir, para exaltar la dignidad de esta Madre: "Baste para tu gloria afirmar esto: que tuviste por Hijo a Jesús". ¿Puede uno imaginarse una gloria más excelsa?

Este honor de ser la Madre de Dios, honor único e inconmen­surable, hace de María la Mujer más bendita de la humanidad y de todos los tiempos. Realmente el Poderoso realizó en Ella grandes cosas...

Por esta razón el Doctor Angélico, admirado de la grandeza de tal Madre, no dudó en decir que su grandeza era "quasi Infinita". Ella quedó ligada por una relación única con el Niño: su maternidad qué hizo de Ella la Madre de Dios. En María no se verifica otro título más grande que éste: Todas las otras prerrogativas que adornan a su persona, tienen como funda­mento ésta: su maternidad divina.

El Paraíso original, grandiosamente proyectado por Dios, lleno de agua, flores y frutos de toda especie, fue creado por puro amor, para que en él habitase Adán. Aquel primer Paraíso es figura de este nuevo Paraíso viviente que es María Santísima. Ella es el universo nuevo paradisíaco, creado por el amor de Dios, para que en él se recreara y habitara el nuevo Adán: Cristo Jesús. María es la inundada de gracia, la llena de flores por sus virtudes, la colmada de frutos por sus méritos; es, en síntesis, la delicia de Jesús, a punto tal que el Hijo puede decir con sus labios humanos: este Paraíso es mío, porque es mi Madre.

¡Cuán grandiosa la figura de María! Su única razón de existir fue la de ser Madre de Dios. La idea primera del Padre fue dar a su Hijo una Madre; no porque ello fuera absolutamente nece­sario, si bien quiso que así fuese en orden a la salvación de los hombres. Admiremos este Misterio: Dios resolvió depender del ftat de une creatura para realizar la obra restauradora. Todas las cosas creadas, incluso el hombre, rey del cosmos, dependen en su existencia de las tres Divinas Personas, quienes en el principio se movieron por Amor para llevar a cabo la Creación. Pero ha­bida cuenta del pecado, para la recreación del hombre, quiso la Santísima Trinidad contar con la ayuda y colaboración de una persona humana.

Asociada por designio divino a la obra reden­tora, María pasa a ser la representante de toda la humanidad para decir sí al plan de Dios. De alguna manera, todo depende de Ella en el momento de la Encarnación. El universo entero está pendiente, como en vívido suspenso, de su sí a Dios. La Santísi­ma Trinidad prevé este fíat; los ángeles silencian al cosmos pa­ra oírlo; y los hombres, inconscientes por aquel entonces de este momento crucial, hoy felicitan a María por su respuesta.

María, la siempre Virgen, es llamada por los evangelios "la Madre de Jesús", y aclamada por Isabel, divinamente inspirada por el Espíritu Santo, como la "Madre de mi Señor". Así es Ella, la Madre de Cristo por obra del Espíritu Santo. Por eso la Iglesia confiesa que es verdaderamente Madre de Dios: la "theotokos". He ahí su grandeza, he ahí su real dignidad.

Por eso tanto el Padre eterno como la Madre humana de Jesús pueden afirmar ambos: "Tenemos un mismo Hijo en común". Aquello que dice el Padre a través del salmo: "Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy", también lo pudo decir María Santísi­ma el día de la Anunciación. Por que Ella dio su carne al Hijo de Dios, queda en relación de Maternidad divina con el Hijo de Dios.

La Madre de la Iglesia

El pensamiento único del Padre es el Verbo y en Él todas las cosas. En este pensamiento se incluye a Jesús, en cuanto Verbo hecho carne, y a María su Madre. Ella fue querida desde toda la eternidad para ser Madre del Verbo Encamado. Y por ser Madre de la Cabeza de la Iglesia, lo es también de su Cuerpo Místico.

Una de las mejores figuras de la doble maternidad de María es la de Raquel, esposa de Jacob. El hijo de Raquel, José, que fue vendido por sus hermanos, llegó después a la cumbre de la gloria y resultó salvador de sus propios hermanos y de todo el pueblo de Israel. El Hijo de María, vendido también por treinta monedas, y crucificado por sus hermanos, gracias a la Resurrec­ción fue supremamente exaltado, logrando un Nombre sobre todo nombre, y así resultó Salvador de sus hermanos y de todo el género humano. Raquel, al dar a luz a su primogénito, experimentó gozo y alegría, de manera semejante María Santísima, al dar a luz a Jesús no padeció ningún dolor, sino sólo gozo. La misma Raquel, al dar a luz a su hijo menor Benjamín, experimen­tó grandes dolores, por lo que lo llamó Benoní, o sea hijo del dolor; de manera análoga María, al dar a luz al pie de la Cruz a toda la Iglesia, experimentó gravísimos sufrimientos. Nosotros que conformamos el Cuerpo Místico, hemos costado a nuestra Madre dolores indecibles en el drama de la Pasión.

Desde la Cruz el Señor nos entregó a su Madre por Madre nuestra en la persona de San Juan. Y desde entonces el discípulo amado la recibió en su casa. Así también hemos de hacer nosotros: recibir a María como Madre en nuestros hogares, en nuestro corazón.

María es Madre del Cristo Total, esto es, de la Cabeza y de sus miembros. "Es verdaderamente la Madre de sus miembros –en­seña San Agustín– porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza".

Gracias a la maternidad de María, el Padre suscitó hijos en el Hijo. Gracias a la maternidad de María, el Espíritu Santo congregó a los hombres para formar un solo cuerpo. Por la maternidad de María, el Hijo de Dios se encontró con una multitud de hermanos que vienen de su propia vida divina. ¡Cuán grande es el oficio de esta Madre a los ojos de Dios!

La misión de la mujer

En la historia de los pueblos es dable constatar la influencia Que frecuentemente tuvieron las mujeres en la obra de la evangelización. En las Galias, por ejemplo, fue Clotilde la que convir­tió al rey Clodoveo. En Italia, Teodolinda hizo bautizar a su hijo; la conversión de Italia del norte se debe a la acción de esta mujer. Teodosia, en España, fue la que logró la conversión de Leovigildo. Unos veinte años más tarde, hacia el 597, Berta de Kent, en Inglaterra, conseguiría que el rey Etelberto se hiciera bautizar. También en Rusia la primera bautizada fue Olga, la princesa de Kiev. Más tarde los países del Báltico deberán su conversión a Eduviges de Polonia. Vemos que en todas partes este acontecer se repite. Quizás la Providencia siguió su plan inaugural. Por una Mujer entró la Salvación al mundo; por tantas mujeres católicas, se fundamentaron las distintas patrias en la fe de Jesucristo.

A la luz de la maternidad de María parece oportuno ahondar en el verdadero significado de la misión maternal. La mujer, como María, está llamada a ser madre. Desde que la Virgen Santísima santificó la maternidad no se puede hablar de la madre sino en un sentido mariano. Las mujeres cristianas no conciben a sus hijos de la misma manera que lo hacen los paganos. Una mujer cristiana sabe que el hijo que conciba será futuro hijo de Dios. Dará a luz a un futuro templo del Espíritu Santo. Por esto mismo ella queda ligada a la exigencia de educarlo según la fe. Este es y debe ser el propósito grande de los padres.

La reestructuración de la humanidad dependió del fíat de María Santísima. La conversión de muchos estados a la fe de­pendió del grupo de mujeres decididas que abrazaron con entu­siasmo la causa evangelizadora. Así como del sí de María se derivaron consecuencias trascendentes, de manera semejante grandes cosas dependerán del sí de la mujer en su cometido maternal y cristiano, dependerá quizás la restauración de la Patria y la superación de la crisis de la Iglesia. Por eso la madre encuentra su paradigma en la Madre del Señor.

Es cierto que la vida moderna exige a veces que la mujer tenga que salir de su hogar para buscar el sustento, ayudando de esta Manera a su marido. Pero debe ser consciente de que su misión como madre es insustituible. No reside en el mero bienestar ma­terial el pleno desarrollo de sus hijos. Será preferible vivir en po­breza, pero resguardando lo principal para su prole. Lo primero es buscar el Reino de Dios, luego todo lo demás vendrá como añadidura.

Belén es el espejo donde debe reflejarse toda familia cristiana: "Navidad es la gran fiesta de las familias –decía Juan XXIII–. Jesús al venir a la tierra para salvar a la sociedad humana y para de nuevo conducirla a sus altos destinos, se hizo presente con María su Madre... La gran restauración del mundo comenzó en Belén; la familia no podrá lograr más influencia que volviendo a los nuevos tiempos de Belén".

¡Cuánto puede el poder de Dios, que ha transformado un establo perdido en el campo y escondido a los ojos de tantos, en un verdadero cielo! ¡Cuánto puede su Omnipotencia que hizo de una Mujer su propia Madre! Hemos de ponderar, como María, todas estas cosas en nuestro corazón, y dejamos maravillar por ellas como los pastores.

Comencemos serenos y confiados a desgranar los días de este año que se inicia. Hagámoslo de manos de María Santísima, Nuestra Madre. Ella sabrá protegernos y bendecimos. Acudamos taus brazos con la confianza de un verdadero hijo, y juntamente con los pastores, permanezcamos en un continuo Belén.
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C, Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, PP. 43-50)



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Apllcación: Beato Columba Marmion - Santa María Madre de Dios

Por cualquier parte que dirijamos la mirada de nuestra fe considerando este comercio, y sean cuales fueren los detalles en que nos fijemos, siempre nos parecerá admirable.

¿Acaso no es admirable el parto de una Virgen? Natus ineffabilier ex virgine. Una madre jovencita ha dado a luz al Rey cuyo nombre es eterno, uniendo la honra de la virginidad a las alegrías de la maternidad: nadie antes de ella vio tal prodigio, ni verá tampoco después otro semejante. ¿Por qué me admiráis, Hijas de Jerusalén? El misterio que en mí veis realizado es del todo divino”.

Admirable, por cierto, se nos presenta esta unión indisoluble, aunque sin confusión de la divinidad y de la humanidad en la persona única del Verbo: Mirabile mysterium: innovantur naturae. Admirable es este trueque divino, por los contrastes que caracterizan su reali­zación: Dios nos da parte en su divinidad, si bien la humanidad que Él toma para comunicarnos su vida di­vida, es débil y flaca, sensible al dolor, homo sciens infirmitatem (Is. 53,3), accesible a la muerte, para que esta muerte nos devuelva la vida. Admirable es este cambio en su origen, que no es otro sino el amor infinito que Dios nos profesa. Sic Deus dilexit mundum, et suum Filius Unigenitum daret (Jn 3, 16). Tanto amó Dios al mun­do, que le dio su Hijo unigénito. Dejemos rebosar' de gozo a nuestras almas, cantando con la Iglesia: Parvulus natus est nobis et Filius datus est nobis

Mas ¿de qué modo se nos hace esta donación? “En semejanza de carne pecadora”. Por eso el amor que nos da en nuestra humanidad pasible con el fin de expiar el pecado, es un amor sin límites ni medida. Propter nimiam caritatem tuam, qua dilexit nos Deus, misit Filium suum in similitudi­nem carnis peccati.

Admirable, es, por fin este cambio en sus frutos y efectos, pues por él, Dios nos devuelve su amistad y con ella el derecho de entrar en posesión de la herencia eter­na, mirando de nuevo a la santa humanidad de su Hijo con amor y agrado infinitos. —De ahí que el gozo es uno de los sentimientos más característicos de la cele­bración de este misterio. Invítanos constantemente la Iglesia a la alegría, recordando las palabras del Ángel a los pastores: “Vengo a traer una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo, y es que hoy os ha nacido el Salvador" (Lc 2, 10-11). Este gozo es el gozo de la libertad, de la herencia reconquistada, de la paz nuevamente encontra­da, y, sobre todo, de la visión de Dios mírelo, comuni­cada a los hombres: Et vocabitur nomen ejus Enmanuel (Is. 7, 14) . Y no será gozo seguro, si no permanecemos firmes en la gracia que nos viene del Salvador, y nos constituye en hermanos suyos.

Reconoce ¡oh cristiano, tu dignidad!, exclama San León en un sermón que lee la Iglesia en esta santa noche: Agnosce, o christiane, dignitatem tuam, y una vez hecho participante de la divinidad; ¡guárdate bien de decaer de tan sublime estado!

¡Si conocieseis el don de Dios, decía Nuestro Señor, si supieseis quién es el Hijo que os ha sido dado! ¡Si le recibieseis sobre todo cual Él se merece! No se diga de nosotros: In propria venit et sui eum non receperunt: “Vino a sus propios dominios, y los suyos no le recibieron".

Todos somos, por efecto de la creación, del dominio divino y pertenencia suya; pero hay quienes no quisie­ron recibirle en este mundo. ¿Cuántos judíos y paganos rechazaron a Cristo tan sólo por verle en la humildad de una carne pasible! Almas sumidas en las tinieblas del orgullo y de los sentidos: Lux in tenebris lucet, et tene­brae eam non comprehenderunt!

Pues ¿cómo hemos de recibirle? Con fe: His qui cre­dunt in nomine ejus. Aquellos que creyeron en su per­sona, en su palabra, en sus obras, aceptaron a este Niño como Dios, y por Él les fue dado ser hijos de Dios: Ex Deo nati sunt.

Tal es, en efecto, la disposición fundamental en que debemos estar para que este admirable comercio produz­ca en nosotros todos sus frutos. Únicamente la fe nos hará conocer los términos y el modo con que se realiza, y ahondar en las profundidades de este misterio: ella sola nos dará el conocimiento verdadero y digno de su Dios.

“El buey y el asno conocieron a su amo", escribía Isaías (Cf. Is 1,3), columbrando ya este misterio. Esos brutos veían al Niño reclinado en el pesebre, pero sólo como lo podía ver un animal: veían, su color, los movimientos del Niño, etc.: conocimiento, al fin, muy rudimentario, que no rebasó los límites de la ruda sensación, sin tras­cender más allá de lo que alcanzan los sentidos. Los transeúntes y cuantos llevados por la curiosidad se apro­ximaron a la gruta, vieron, sí, al Niño, mas les pareció una de tantas criaturitas, no descubriendo en Él nada de extraordinario y sobrenatural.

Acaso les causó admiración la hermosura singular del Niño, tal vez se compadecieron de su pobreza y desnu­dez, mas este sentimiento no fue muy profundo, y pron­to lo vemos reemplazado por la indiferencia.

Allí se hallaban los pastores en su sencillez de corazón ilustrados por celestial resplandor: Claritas Dei circumfulsit illos (Lc 2,9) , y sin duda le comprendieron mejor, reconociendo en aquel Niño al Mesías prometido y deseado: Expectatio gentium (Gen. 49, 10) ; y tributáronle los homenajes de sus fe y de amor, con que almas quedaron henchidas por mucho tiempo de santa paz y de alegría.

Los ángeles asimismo, contemplaban al recién nacido, en el que veían a su Dios; al verlo se llenaban de estupor y admiración, considerando tan incomprensible abatimiento, pues no quiso unirse a su naturaleza: Nusquam angelos, sino a la humana, sed semen Abrahae apprehendit. ( Heb. 2, 16).

¿Qué diremos de la Virgen cuando miraba a Jesús?

¿Cómo penetraba aquella mirada tan pura, tan hu­milde, tan tierna, tan llena de complacencia, en lo más recóndito de aquel misterio! No hay palabras para describir los esplendores divinos con que el alma de Jesús inundaba entonces el alma de su Madre, y las sublimes adoraciones, los perfectos homenajes, tributados por todos en Dios, en todos los estados y misterios cuya sustancia y raíz es la Encarnación.

Finalmente, se puede considerar al Padre Eterno mirando a su Hijo hecho carne por nosotros —si bien esto es inenarrable y excede a toda humana inteligencia.— El Padre celestial veía lo que jamás hombre alguno, ni ángel, ni siquiera la misma Virgen podrán jamás comprender: veía las perfecciones infinitas de la divinidad, ocultas bajo los velos de la infancia y esta contemplación era venero de un gozo indecible: "Tú eres mi Hijo, mi Hijo muy amado, el Hijo de mi amor, en quien tengo puestas todas mis complacencias" (Mc. 1, 11; Lc. 4, 22).

Cuando contemplamos en Belén al Verbo encarna­do, debemos elevarnos sobre nuestros sentidos, para no mirar sino con los ojos de la fe, la cual nos hace participantes, aún desde esta vida, del conocimiento que mutuamente se comunican las Personas divinas, sin que en este concepto haya exageración alguna. En efecto, la gracia santificante nos hace partícipes de la naturaleza divina. Ahora bien, la actividad de la naturaleza divina consiste en el conocimiento y amor recíproco de las Per­sonas divinas; luego participamos de su mismo conocimiento. —Y así como la gracia santificante, al dilatarse en la gloria, nos dará el derecho a contemplar a Dios como Él es, de igual manera, en este mundo, por entre las penumbras de la fe, la gracia nos permitirá penetrar con los ojos de Dios en las reconditeces de sus misterios. Lux tuae claritatis infulsit.

Cuando nuestra fe se aviva y perfecciona, no se de­tiene en lo exterior, en la corteza del misterio, sino que se interna en lo más secreto para contemplarlo con ojos divinos; pasa por la humanidad para penetrar hasta la divinidad, que aquélla unas veces encubre y otras nos manifiesta, y así vemos los misterios divinos en la luz divina.

Pasmada al considerar tamaña humillación, cae de hinojos el alma vivificada por esa fe, se entrega sin re­serva, ansiosa de procurar la gloria de un Dios que, por amor a sus criaturas, oculta, bajo el velo de la humani­dad, la magnificencia de sus insondables perfecciones. Adórale; no descansa hasta haberle adueñado de todo y aún de sí misma, a trueque de llevar a cabo el cambio que quiere contratar con ella; hasta que no se lo someta todo, su ser y su actividad, a este su Rey pacífico, que viene con tanta magnificencia a salvarla, a santifi­carla y, en cierto modo a deificarla.

Acerquémonos, pues, al Niño-Dios, con fe ardiente, y sin echar de menos el no haber vivido en Belén para recibirle, pues Él mismo se nos entrega realmente en la Sagrada Comunión, aunque nuestros sentidos no le re­conozcan. En el tabernáculo y en el pesebre encontrarnos el mismo Dios, llenó de poder y majestad, el único Salvador lleno de bondad:

Ahora bien, si nosotros queremos, todavía se reproducirá el ''admirable comercio'', pues también en la sagrada mesa nos infunde Jesucristo la vida divina me­diante su humanidad. Porque al comer su cuerpo y be­ber su sangre, uniéndonos a su humanidad, bebemos en la fuente misma de la vida eterna: Qui manducat meam, carnem, et bilit meum sanguinem, habet vitam aeternam (Jn 6, 55).

De este modo, cada día se estrechará más y más la unión entre Dios y el hombre por el misterio de la En­carnación. Al dársenos en la Comunión, acrecienta Jesucristo en el alma fiel y generosa la vida de la gracia, que se vuelve más activa y se desarrolla pujante y vigo­rosa, confiriéndole además las prendas de aquella feliz inmortalidad cuyo germen es la gracia, y en la que el mismo Dios se nos comunicará en toda su plenitud y descorridos todos los velos: Ut natus hodie Salvator mundi, sicut divinae nobis generationís est auctor, ita et immortalitatis sit IPSE largítor .

Este será el coronamiento, magnífico y glorioso, del inefable comercio inaugurado en Belén, en medio de la pobreza y las humillaciones del establo.
(COLUMBA MARMION, Cristo en sus misterios, Ed. LUMEN, Chile, PP. 162-167)



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Aplicación: Benedicto XVI - La Theotókos

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades mesiánicas, pero la atención se concentra de modo especial en María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la Theotókos, la "Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos" (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del "pueblo nuevo" por medio de María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium, 60-61).

Comenzamos un nuevo año solar, que es un período ulterior de tiempo que nos ofrece la divina Providencia en el contexto de la salvación inaugurada por Cristo. Pero ¿el Verbo eterno no entró en el tiempo precisamente por medio de María? Lo recuerda en la segunda lectura, que acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo, afirmando que Jesús nació "de una mujer" (cf. Ga 4, 4). En la liturgia de hoy destaca la figura de María, verdadera Madre de Jesús, hombre-Dios. Por tanto, en esta solemnidad no se celebra una idea abstracta, sino un misterio y un acontecimiento histórico: Jesucristo, persona divina, nació de María Virgen, la cual es, en el sentido más pleno, su madre.

Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. María, Madre de Cristo, es también Madre de la Iglesia, como mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI proclamó el 21 de noviembre de 1964, durante el concilio Vaticano II. María es, por último, Madre espiritual de toda la humanidad, porque en la cruz Jesús dio su sangre por todos, y desde la cruz a todos encomendó a sus cuidados maternos.

Así pues, contemplando a María comenzamos este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un "talento" precioso que hemos de hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios. En este clima de oración y de gratitud al Señor por el don de un nuevo año, me alegra dirigir mi cordial saludo a los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han querido participar en esta solemne celebración.

(Saludo cordialmente al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado. Saludo al cardenal Renato Raffaele Martino y a los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz, expresándoles mi profunda gratitud por el empeño con que promueven a diario estos valores tan fundamentales para la vida de la sociedad. Con ocasión de la actual Jornada mundial de la paz, dirigí a los gobernantes y a los responsables de las naciones, así como a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, el tradicional Mensaje, que este año tiene por tema: "La persona humana, corazón de la paz".)

Estoy profundamente convencido de que "respetando a la persona se promueve la paz, y de que construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo integral" (Mensaje, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 5). Este compromiso compete de modo peculiar al cristiano, llamado "a ser un incansable artífice de paz y un valiente defensor de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables" (ib., n. 16). Precisamente por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27), todo individuo humano, sin distinción de raza, cultura y religión, está revestido de la misma dignidad de persona. Por eso ha de ser respetado, y ninguna razón puede justificar jamás que se disponga de él a placer, como si fuera un objeto.

Ante las amenazas contra la paz, lamentablemente siempre presentes; ante las situaciones de injusticia y de violencia, que permanecen en varias regiones de la tierra; ante la persistencia de conflictos armados, a menudo olvidados por la mayor parte de la opinión pública; y ante el peligro del terrorismo, que perturba la seguridad de los pueblos, resulta más necesario que nunca trabajar juntos en favor de la paz. Como recordé en el Mensaje, la paz es "al mismo tiempo un don y una tarea" (n. 3): un don que es preciso invocar con la oración, y una tarea que hay que realizar con valentía, sin cansarse jamás.

El relato evangélico que hemos escuchado muestra la escena de los pastores de Belén que se dirigen a la cueva para adorar al Niño, después de recibir el anuncio del ángel (cf. Lc 2, 16).

¿Cómo no dirigir la mirada una vez más a la dramática situación que caracteriza precisamente esa Tierra donde nació Jesús? ¿Cómo no implorar con oración insistente que también a esa región llegue cuanto antes el día de la paz, el día en que se resuelva definitivamente el conflicto actual, que persiste ya desde hace demasiado tiempo? Un acuerdo de paz, para ser duradero, debe apoyarse en el respeto de la dignidad y de los derechos de toda persona.

El deseo que formulo ante los representantes de las naciones aquí presentes es que la comunidad internacional aúne sus esfuerzos para que en nombre de Dios se construya un mundo en el que los derechos esenciales del hombre sean respetados por todos. Sin embargo, para que esto acontezca, es necesario que el fundamento de esos derechos sea reconocido no en simples pactos humanos, sino "en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad inalienable de persona creada por Dios" (Mensaje, n. 13).

En efecto, si los elementos constitutivos de la dignidad humana quedan dependiendo de opiniones humanas mudables, también sus derechos, aunque sean proclamados solemnemente, acaban por debilitarse y por interpretarse de modos diversos. "Por tanto, es importante que los Organismos internacionales no pierdan de vista el fundamento natural de los derechos del hombre. Eso los pondría a salvo del peligro, por desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación meramente positivista de los mismos" (ib.).

"El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24. 26). Esta es la fórmula de bendición que hemos escuchado en la primera lectura. Está tomada del libro de los Números; en ella se repite tres veces el nombre del Señor, para significar la intensidad y la fuerza de la bendición, cuya última palabra es "paz".

El término bíblico shalom, que traducimos por "paz", indica el conjunto de bienes en que consiste "la salvación" traída por Cristo, el Mesías anunciado por los profetas. Por eso los cristianos reconocemos en él al Príncipe de la paz. Se hizo hombre y nació en una cueva, en Belén, para traer su paz a los hombres de buena voluntad, a los que lo acogen con fe y amor. Así, la paz es verdaderamente el don y el compromiso de la Navidad: un don, que es preciso acoger con humilde docilidad e invocar constantemente con oración confiada; y un compromiso que convierte a toda persona de buena voluntad en un "canal de paz".

Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz.

Pidámosle que ilumine nuestros ojos, para que sepamos reconocer el rostro de Cristo en el rostro de toda persona humana, corazón de la paz.
(BENEDICTO XVI, Homilía del lunes 1 de enero de 2007)

 

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Aplicación: Padre Jorge Loring S.I. - María es la Madre de Dios

1.- Celebramos hoy la Fiesta de María Madre de Dios.

2.- Los Testigos de Jehová que van engañando a los ingenuos que les escuchan les dicen: «¿Cómo María va a ser Madre de Dios si Dios es antes que María. Dios es eterno y María no. ¿Puede un hijo ser anterior a su madre?

3.- Con falacias como ésta quitan la fe a muchos católicos.

4.- Cuando sabes la solución, no te influyen; pero muchos no saben qué responder y su fe se tambalea.

5.- María es MADRE DE DIOS porque es madre de Jesús, y si Jesús es Dios, Ella es Madre de Dios.

6.- Como si a uno le hacen alcalde: su madre es madre del alcalde. Ella no le dio la alcaldía, pero como él es alcalde y ella es su madre, con todo derecho es madre del alcalde.

7.- María no le da la divinidad, pero como lo que nace de Ella es Dios, con todo derecho se la puede llamar MADRE DE DIOS.

8.- Al ser madre de Dios, Es la joya de la humanidad, la perla de la creación, pues Dios la proyectó para ser su Madre.

9.- Pío XII la llamó sol de la Iglesia, lo mismo que la madre es el sol de la familia; pues la madre calienta con su amor, la ilumina con su luz orientándola a la unión y la paz, y en su ocaso se oculta para que brillen otras estrellas: sus hijos.

10.- Y Juan Pablo II la presenta como modelo de fe. Por eso Isabel la llama bienaventurada, porque creyó. Al revés que Zacarías. Las dos respuestas son similares. Pero María no dudó del hecho. Preguntó sobre el modo, aclara San Agustín.



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Ejemplos Predicables



El heredero
Érase una vez, de acuerdo con la leyenda, que un reino europeo estaba regido por un rey muy cristiano, y con fama de santidad, que no tenía hijos.
El monarca envió a sus heraldos a colocar un anuncio en todos los pueblos y aldeas de sus dominios. Este decía, que cualquier joven que reuniera los requisitos exigidos para aspirar a ser posible sucesor al trono, debería solicitar una entrevista con el Rey.
Esos dos requisitos que se exigían a todo candidato eran:
- Amar a Dios.
- Amar a su prójimo.
En una aldea muy lejana, un joven leyó el anuncio real y reflexionó sobre si él cumplía esos requisitos, y vio que sí, pues amaba a Dios, a sus familiares, amigos, vecinos e, incluso, a sus enemigos. Pero sólo una cosa podía impedirle ir, pues era tan pobre que no contaba con un vestido digno para presentarse ante el santo monarca y carecía también de los fondos necesarios para adquirir las provisiones necesarias para tan largo viaje hasta el castillo real.

Pero de todas maneras estaba dispuesto a pasar sobre cualquier obstáculo, por ello su pobreza no sería un impedimento para conocer a tan afamado y santo rey. Así que trabajó de día y noche, ahorró al máximo sus gastos y cuando tuvo una cantidad suficiente para el viaje, vendió sus escasas pertenencias, compró ropas finas, algunas joyas, las provisiones necesarias y emprendió el viaje.

Algunas semanas después, habiendo agotado casi todo su dinero y estando casi a las puertas de la ciudad, se acercó a un pobre mendigo que tiritando de frío y cubierto sólo por harapos tendía su mano e imploraba con una débil y ronca voz:
- "Estoy hambriento y tengo frío, por favor ayúdeme... ¡por favor!".

El joven quedó tan conmovido ante el mendigo, que de inmediato se deshizo de sus ropas nuevas y de su abrigo y después de vestirlo con ellas, tomando los harapos de éste se vistió con ellos y sin pensarlo dos veces le dio también parte de las provisiones que llevaba y siguió su camino.

Pero no había acabado de cruzar los umbrales de la ciudad, cuando una mujer con dos niñas tan pobres y sucias como ella, se le acercó y agarrándole la mano le suplicaba:
- "¡Mis niñas tienen hambre y yo no tengo trabajo, ¡ayúdenos, por favor!".

Sin pensarlo dos veces, el joven se sacó el anillo del dedo y la cadena de oro del cuello y junto con el resto de las provisiones se los entregó a la pobre mujer.

Entonces, en forma titubeante, continuó su marcha hacia al castillo vestido con harapos y carente de provisiones para regresar a su aldea.

A su llegada al castillo, fue recibido por un asistente del Rey que le acompañó hasta un grande y lujoso salón y después de una breve pausa, por fin fue admitido a la sala del trono. El joven se inclinó ante el monarca, pero cuál no sería su sorpresa cuando al alzar los ojos se encontró con los del Rey.

Atónito y sin poder apenas pronunciar palabra dijo:
- "¡Usted es el mendigo que encontré cerca de la ciudad, Majestad".
En ese mismo instante entró en el salón una asistenta y dos niñas, trayéndole agua al cansado viajero, para que se lavara y saciara su sed. Su sorpresa fue también mayúscula y exclamó:
- "¡Ustedes son las que estaban a la puerta de la ciudad!".
- "Sí -replicó el Soberano- con una amplia sonrisa yo era ese mendigo, y mi fiel asistenta y sus hijas las pobres a las que ayudaste".
Después de ganar un poco de confianza, le dijo tartamudeando mientras tragaba saliva:
- "Pero... pe... pero... ¡usted es el Rey! ¿Por qué me hizo eso majestad?".
- "Porque necesitaba descubrir si tus intenciones son auténticas, si es auténtico tu amor a Dios y a tu prójimo -dijo el Monarca. Sabía que si me acercaba a ti como Rey, podrías fingir y actuar no siendo sincero en tus actos ni en tus motivaciones, de ese modo me hubiera resultado imposible descubrir lo que realmente hay en tu corazón. Como mendigo no sólo descubrí que de verdad amas a Dios y a tu prójimo, sino que habiendo superado la prueba, eres el único digno de ser mi heredero. ¡Tú serás mi heredero! -sentenció el Rey- ¡Tú heredaras mi reino!".

También Jesús Rey y Señor, se cruza muchas veces en el camino de nuestra vida, muchas veces "disfrazado"... Y también Él sólo pide que cumplan dos requisitos los que con Él están llamados y quieran heredar su Reino: Amar a Dios y Amar al prójimo; en estos dos Mandamientos están resumidos todos los demás. Pero para vivirlos en plenitud, hay que aprender a asemejarse a este Rey a través del conocimiento de sus palabras y de sus hechos: para vivir como Él, con Él y después poder "reinar" con Él en el Reino de su Padre por toda la eternidad...

cortesía de  ive.org et alii

 

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