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Solemnidad de la Epifanía del Señor (Ciclo A-B-C) - Comentarios de Sabios y Santos: Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la Celebración Eucarística

 

Páginas adicionales para preparar la Epifanía

 

A su disposición

Exégesis: W. Trilling - Unos sabios de Oriente adoran al Niño (Mt 2, 1-12)

Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Las distintas Epifanías de Dios

Santos Padres: San Ambrosio - La Epifanía del Señor

Santos Padres: San Gregorio Magno . Los Magos de oriente

Aplicación; P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Seguidores

Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - Sagrada Familia

Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - La adoración de los magos

Aplicación: Benedicto XVI - “Cayendo de rodillas lo adoraron”

Aplicación: Benedicto XVI - La gran luz de Epifanía

Directorio Homilético - Solemnidad de la Epifanía del Señor

Ejemplos

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo



Exégesis: W. Trilling - Unos sabios de Oriente adoran al Niño (Mt 2, 1-12)


1 Después de nacer Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos sabios llegaron de Oriente a Jerusalén, 2 preguntando: ¿Donde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarlo.

El árbol genealógico y el relato del nacimiento de Jesús quedaron en el ámbito de la nación y del pueblo judío. Ahora la vista se amplía al gran mundo de las naciones y de los reinos. En el árbol genealógico habíamos ido tentando el camino de la historia hasta David y Abraham. Sigue luego un pasaje (1,18-25) en que resuena la profecía de que un niño hijo de una virgen será el «Dios con nosotros». Todo esto se ha logrado con una creyente mirada retrospectiva, que se dirige al tiempo pasado desde el tiempo presente consumado. El acontecimiento de la adoración de unos sabios de Oriente de nuevo parece que realiza grandes profecías, con la diferencia de que aquí sucede con una publicidad mucho mayor, algo que antes sólo podía conocer la mirada de la fe: la venida del verdadero Mesías. Por primera vez, nos enteramos en san Mateo de que el nacimiento de Jesús tuvo lugar en Belén, en el país de Judá. Ambas circunstancias cumplen la profecía, según la cual solamente entra en consideración el país real de Judá y una ciudad que se encuentra en este país. Ambas indicaciones del versículo primero ya anticipan la cita del Antiguo Testamento, que se aduce por extenso en el v. 6.

El profeta Miqueas sobre esta pequeña ciudad había hecho el oráculo de que de ella debe salir el soberano del tiempo final, que ha de gobernar a todo el pueblo de Israel. El lugar del nacimiento ha sido designado por el profeta, así como el nombre del niño ha sido determinado por Dios. Se dice en general: «En tiempos del rey Herodes», sin que podamos conocer una determinación más próxima del tiempo. Se alude a Herodes el Grande, que a pesar de apreciables méritos, como extranjero (idumeo) y dependiente de los favores de Roma, ejerció el mando arbitraria y horriblemente, sin escrúpulos y con desenfreno. Es verdad que había arreglado suntuosamente el templo y que hizo mucho bien al pueblo, no obstante las agrupaciones piadosas de los judíos tienen la sensación de que es un dominador extranjero. Aunque su poder era pequeño, usaba el título de «rey». que Roma le había concedido. Aquí se usa muchas veces este título, en contraste con el rey que buscan los sabios. En el Evangelio sólo dos veces se habla de Jesús como el «rey de los judíos»: aquí en contraste con el tirano Herodes, y hacia el fin en el proceso usan este título el pagano Pilato (27,11), los soldados que hacen escarnio de Jesús (27,29) y la inscripción en la cruz (27,37). Jesús respondió afirmativamente a la pregunta de Pilatos (27,11), pero el título no era expresión de la verdadera dignidad de Jesús ni una profesión de fe. Aquí se ha de considerar que quien pretende ser rey de los judíos está sentado tembloroso en el trono, y el verdadero rey viene con la debilidad del niño. Los sabios vienen de oriente. No se indica qué país era su patria, tampoco se dice el número de ellos. Las circunstancias externas permanecen ocultas ante la sola pregunta que les mueve: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Son personas instruidas, probablemente sacerdotes babilonios, familiarizados con el curso y las apariciones de las estrellas. La notable aparición de una estrella les ha movido a partir. A esta estrella estos sabios la llaman «su estrella», la del rey de los judíos. Es la estrella del nuevo rey infante. Según persuasión del antiguo Oriente los movimientos de las estrellas y el destino de los hombres están interiormente relacionados. (Pero hasta hoy día no se han aclarado todas las investigaciones y cálculos ingeniosos sobre esta estrella, si designa una constelación determinada, un cometa o una aparición enteramente prodigiosa. Aquí dejamos aparte la cuestión y solamente vemos la estrella según el significado que tiene para aquellos sabios. También hubiera podido moverlos a emprender su expedición otra señal.) Lo que es seguro es que la aparición de la estrella no podía explicarse de una forma puramente natural, sino que era un suceso prodigioso (v 9). Una señal es dada por Dios, el Dios de las naciones y del mundo. Lo principal no son las circunstancias externas de la aparición, sino su finalidad interna. Pero ¿qué significa la señal para la gente instruida? Para ésta el país de los judíos es ridículamente pequeño, carece de importancia desde el punto de vista político, desde hace siglos ya no se hace sentir por su función independiente dentro del próximo Oriente.

¿Cómo se explica que no les baste un mensaje, una averiguación por medio de emisarios? ¿Por qué les estimula el deseo de ir a ver y de adorar? La Sagrada Escritura no contesta a estas preguntas, sino que solamente informa sobre lo que ha sucedido. Pero el asombro que nos causan estas preguntas, nos conduce a descubrir el profundo sentido de este relato... Dios no solamente había elegido a su pueblo sacándolo de la servidumbre de Egipto, sino que había elegido para sí una ciudad santa: Jerusalén, y había escogido, por así decir, como domicilio un monte santo: el monte de Sión. Para el comienzo de la salvación Israel no solamente espera la llegada del Mesías y el establecimiento del reino davídico, sino mucho más: la bendición de todas las naciones por medio de Israel. La ciudad y el monte son la sede y el origen de la salvación, que ha deparado Dios a las naciones. Allí resplandece la luz, allí se tiene que adorar. El monte-Sión se convierte en el monte de todos los montes, en el más alto y más santo de todos. En los últimos días muchos pueblos se ponen en marcha desde los cuatro vientos y van en romería a Jerusalén, para que Dios les enseñe sus caminos, y anden por las sendas de Dios (cf. Isa 2:2 s). Allá van reyes y príncipes de todo el mundo y llevan sus dones a la ciudad de Jerusalén iluminada por el fulgor de la luz: «Y a tu luz caminarán las gentes, y los reyes al resplandor de tu claridad naciente. Tiende tu vista alrededor tuyo, y mira; todos ésos se han congregado para venir a ti; vendrán de lejos tus hijos, y tus hijas acudirán a ti de todas partes. Entonces te verás en la abundancia; se asombrará tu corazón, y se ensanchará, cuando vengan hacia ti los tesoros del mar; cuando a ti afluyan las riquezas de los pueblos. Te verás inundada de una muchedumbre de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá; todos los sabeos vendrán a traerte oro e incienso, y publicarán las alabanzas del Señor» (Isa 60:3-6; cf. Sal 71:10 s). (La peregrinación de los pueblos al fin del tiempo. ¿Tiene el evangelista esta escena ante su mirada? ¿Ve cumplido el «fin de los días»? Jesús no vino al mundo en la ciudad real de David, sino en la pequeña y mucho menos importante ciudad de Belén. ¿Cómo puede explicarse que todos los demás indicios de la expectación señalen a Belén? ¿Y cómo es posible que el Mesías no nazca en el palacio real de Herodes, sino en cualquier parte, desconocido e ignorado? ¿Puede ser este niño el verdadero Mesías? Es difícil responder a estas preguntas. La respuesta tenía preocupada a la primitiva Iglesia, especialmente entre los judíos. Hasta que un día el Espíritu Santo también le indicó el camino. Todo esto también lo atestigua la Escritura).

El profeta Miqueas nombra y ensalza adrede este pueblo de Belén, que es poco importante y pequeño, pero que es grande a causa de que de él debe salir el dominador de Israel. San Mateo ha reproducido con alguna libertad el texto del profeta Miqueas. El texto original dice así: «Y tú, Belén, Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti saldrá el que ha de ser dominador de Israel; su origen es desde tiempos remotos, desde días muy antiguos... Y él permanecerá firme, y apacentará la grey con la fortaleza del Señor. En el nombre altísimo del Señor Dios suyo, y ellos se establecerán, porque ahora será glorificado él hasta los últimos términos del mundo. Y él será paz» (Miq 5:1.3-4). Efratá era una estirpe numéricamente pequeña de Israel, de la cual procedía David (lSam 17,12). Dios eligió una vez lo que era débil, y volverá a hacerlo en la consumación del tiempo.


3 Cuando lo oyó el rey Herodes, se sobresaltó, y toda Jerusalén con él. 4 Y convocando a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, les estuvo preguntando dónde había de nacer el Cristo. 5 Ellos le respondieron: En Belén de Judea; pues así está escrito por el profeta: 6 y tú, Belén, tierra de Judá, de ningún modo eres la menor entre las grandes ciudades de Judá; porque de ti saldrá un jefe que gobernará a mi pueblo Israel. 7 Entonces Herodes llamó en secreto a los sabios y averiguó cuidadosamente el tiempo transcurrido desde la aparición de la estrella. 8 y encaminándolos hacia Belén, les dijo: Id e informaos puntualmente acerca de ese niño; y cuando lo encontréis, avisadme, para que también yo vaya a adorarlo.

Precisamente Herodes es interrogado acerca del lugar. La pregunta le estremece, porque ahora ha de temer a un nuevo competidor, y la pregunta estremece a la ciudad, porque tiembla por el miedo de nuevas medidas de terror. Puesto que Herodes no sabe el lugar (¿qué sabe de la Escritura el rey de sangre extranjera y amigo de los paganos?), tiene que convocar un consejo de personas constituidas en dignidad: sumos sacerdotes y escribas, para que oficialmente le den respuesta. El lugar, pues, no lo han inventado los cristianos creyentes ni lo han dispuesto posteriormente. Los judíos e incluso Herodes tienen que testificar que Belén es la ciudad del Mesías. Por la mediación de Dios la romería de los sabios no termina en Jerusalén, sino más allá de la ciudad, en la cercana Belén. ¡Singular providencia! Jerusalén no es la ciudad de la luz, en la que los pueblos pueden disponer del derecho y de la salvación. Jerusalén está en pecado, es la ciudad de los asesinos de los profetas (23,37-39), la ciudad de la desobediencia y de la sublevación, del desprecio de la voluntad de Dios. El Mesías no viene a Jerusalén, a no ser para morir en ella. Entonces también sale la luz de esta ciudad, pero de una forma muy distinta de la que se esperaba.


9 Después de oir al rey, se fueron, y la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño. 10 Al ver la estrella, sintieron inmensa alegría. 11 Y entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre y, postrados en tierra, lo adoraron; abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. 12 y advertidos en sueños que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.

Con toda pobreza y estrechez ocurre en Belén algo de la gran promesa: los hombres doctos encuentran al niño y a María su madre, le presentan su homenaje y sus valiosos regalos, propios de reyes: oro, incienso y mirra. Su alegría sobrepasa toda medida: sintieron inmensa alegría, la alegría del hallazgo, del anhelo cumplido. Es un comienzo, el principio de la adoración de todos los pueblos en la presencia del único Señor. La luz no sólo brilla para los judíos; el dominador no solamente «gobernará a mi pueblo Israel» (v. 6), los gentiles también participan de la luz; antes que los demás, antes que un solo judío haya logrado la fe. Mientras Herodes se queda inmovilizado con sombríos pensamientos homicidas, estos gentiles venidos de Oriente se arrodillan delante del niño.

Se atestigua que en Jesús vino la salvación para todo el mundo. No podía ser atestiguado de una forma más solemne que mediante este grandioso acontecimiento. Empieza a llegar el fin de los tiempos. Se presentan las primeras grandes señales. Herodes no consigue su objetivo. Su intención hipócrita de ir a adorarlo es desbaratada: con un medio fácil Dios ordena que regresen por otro camino. Se requiere solamente una indicación, y el mal queda alejado...

(TRILLING, W., El Evangelio de San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)



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Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Las distintas Epifanías de Dios

1. El designio salvífico de Dios se manifiesta, durante el período navideño que estamos viviendo intensamente, con una cadena de festividades litúrgicas muy idóneas para presentarnos a lo largo de pocos días una amplia visión de conjunto. De la contemplación del Hijo de Dios, que se hizo Niño por nosotros en la gruta de Belén, pasamos a través del modelo inalcanzable de la Sagrada Familia, y así sucesivamente hasta llegar al acontecimiento del Bautismo del Señor, al comienzo de su vida pública.

La audiencia general de este miércoles cae en medio de dos festividades características: La Maternidad divina de María, y la Epifanía. Son dos misterios altamente significativos, que tienen entre ellos una profunda vinculación, sobre la cual hay que reflexionar.

2. El término “epifanía” significa manifestación: en ella se celebra la primera manifestación al mundo pagano del Salvador recién nacido.

En la historia de la Iglesia, la Epifanía aparece como una de las fiestas más antiguas, con vestigios ya en el siglo II, y es vivida como el día “teofánico” por excelencia, “dies sanctus”. En los primeros tiempos, la celebración estuvo sobre todo vinculada al recuerdo del Bautismo del Señor, cuando el Padre celestial dio testimonio público de su Hijo en la tierra, invitando a todos a escuchar su Palabra. Pero muy pronto prevaleció la visita de los Magos, en los cuales se reconocen los representantes de los pueblos, llamados a conocer a Cristo desde fuera de la comunidad de Israel.

San Agustín, testigo atento de la tradición eclesial, explica sus razones de alcance universal afirmando que los Magos, primeros paganos en conocer al Redentor, merecieron significar la salvación de todas las gentes (cf. Hom. 203). Y así, en el arte cristiano primitivo, la escena fascinante de hombres doctos, ricos y poderosos, que hablan venido de lejos para arrodillarse ante el Niño, mereció el honor de ser la más representada de entre los acontecimientos de la infancia de Jesús.

Más tarde, en la misma festividad, se empezó a celebrar también la teofanía de las Bodas de Caná, cuando Jesús, al realizar su primer milagro, se manifestó públicamente como Dios. Muchas son, pues, las epifanías, porque son varios los caminos por los que Dios se manifiesta a los hombres. Hoy quiero subrayar cómo una de ellas, más aún, la que es fundamento de todas las demás, es la Maternidad de María.

3. En la antiquísima profesión de fe, llamada “Símbolo Apostólico”, el cristiano proclama que Jesús nació “de” la Virgen María. En este artículo del “Credo” están contenidas dos Verdades esenciales del Evangelio.

La primera es que Dios nació de una Mujer (Gál 4, 4). Él quiso ser concebido, permanecer nueve meses en el seno de la Madre y nacer de Ella de modo virginal. Todo esto indica claramente que la Maternidad de María entra como parte integrante en el misterio de Cristo para el plan divino de salvación.

La segunda es que la concepción de Jesús en el seno de María sucedió por obra del Espíritu Santo, es decir, sin colaboración de padre humano. “No conozco varón” (Lc 1, 34), puntualiza María al enviado del Señor, y el arcángel le asegura que nada hay imposible para Dios (Lc 1, 37). María es el único origen humano del Verbo Encarnado.

4. En este contexto dogmático no es difícil ver cómo la Maternidad de María constituye una epifanía nueva y totalmente característica de Dios en el mundo.

En efecto, la misma opción de virginidad perpetua que hizo María antes de la Anunciación, tiene ya un valor “epifánico” como llamada a las realidades escatológicas, que están más allá de los horizontes de la vida terrena. Pues esa opción indica una voluntad decidida de consagración total a Dios y a su amor, capaz por si solo de apagar plenamente las exigencias del corazón humano. Y el hecho de la concepción del Hijo, que sucede fuera del contexto de las leyes biológicas naturales, es otra manifestación de la presencia activa de Dios. Finalmente, el alegre suceso del nacimiento de Jesús constituye el culmen de la revelación de Dios al mundo en María y por medio de María.

Es significativo que el Evangelio ponga también a la Virgen en el centro de la visita de los Magos, cuando dice que ellos “entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre y, postrándose, lo adoraron” (Mt 2, 11).

A la luz de la fe, la Maternidad de la Virgen aparece de este modo como signo elocuente de la divinidad de Jesús, que se hace hombre en el seno de una Mujer, sin renunciar a la personalidad de Hijo de Dios. Ya los Santos Padres, como San Juan Damasceno, habían hecho notar que la Maternidad de la Santa Virgen de Nazaret contiene en sí todo el misterio de la salvación, que es puro don proveniente de Dios.

María es la Theotokos, como proclamó el Concilio de Éfeso, pues en su seno virginal se hizo carne el Verbo para revelarse al mundo. Ella es el lugar privilegiado escogido por Dios para hacerse visiblemente presente entre los hombres.

Al mirar a la Virgen Santísima estos días de Navidad, cada uno ha de sentir un interés más vivo en acoger, como Ella, a Cristo en su vida, para convertirse luego en su portador al mundo. Cada uno ha de esforzarse, dentro de su familia y en su ambiente de trabajo, por ser una pequeña, pero luminosa, “epifanía de Cristo”.

Este es el deseo que dirijo a todos vosotros, amadísimos, en esta primera audiencia general del año nuevo.
(BEATO JUAN PABLO II, Audiencia General del miércoles 4 de enero de 1989)

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Santos Padres: San Ambrosio - La Epifanía del Señor

San Mateo nos ha enseñado un misterio que no podemos pasar por alto. San Lucas, al encontrarlo ya relatado extensamente, ha creído callar, juzgándose bastante rico si entre los demás reivindica para sí el pesebre de su Señor.

A este Niño pequeño que la falta de fe te hace encontrar despreciable, los Magos de Oriente lo han seguido durante un largo camino, se postran para adorarle, le llaman rey y reco­nocen que El resucitará, al ofrecerle de sus tesoros oro, incienso y mirra. ¿Qué son estos dones de una fe verdadera? El oro por el rey, el incienso por Dios y la mirra por la muerte; uno es, en efecto, el signo de la realeza, otro el sacrificio ofrecido al poder divino, otro el honor de la sepultura que, lejos de descom­poner el cuerpo del difunto, lo conserva. También nosotros, que hemos escuchado y leído estas cosas, saquemos de nuestros tesoros, hermanos míos, dones semejantes; pues nosotros tenemos un te­soro en vasos frágiles (2 Cor 4,7). Si, pues, aun en ti, no debes considerar lo que eres como procedente de ti, sino de Cristo, ¿cuánto más has de considerar en Cristo no lo que es tuyo, sino lo que es de Cristo?

Los Magos ofrecieron sus dones de sus tesoros. ¿Quieres conocer qué recompensa recibieron ellos? La estrella es visible para ellos, pero invisible donde está Herodes; donde está Cristo se hace de nuevo visible y muestra el camino. Luego esta es­trella es camino, y el camino es Cristo (Jn 14,6), porque, según el misterio de la Encarnación, Cristo es la estrella: pues saldrá una estrella de Jacob, y un hombre surgirá de Israel (Num 24,17). En fin, donde está Cristo, está también la estrella, pues él es la estrella brillante de la mañana (Apoc 22,16). El mismo se indica, pues, con su propia luz.

Recibe otra enseñanza. Los Magos han venido por un camino y regresan por otro; pues, después de haber visto a Cristo y de haberle entendido, ellos vuelven mejores de cómo habían venido. Hay, pues, dos caminos: uno que conduce a la muerte y otro que lleva al Reino: aquél es el de los pecadores, que con­duce a Herodes; éste es el de Cristo, y por él se va a la patria; pues aquí abajo no hay más que un destierro pasajero, como está escrito: Mi alma ha sido desterrada mucho tiempo (Ps 119,6). Guardémonos, pues, de Herodes y de los que tienen sólo por un tiempo el poder de este mundo, para que consigamos una morada eterna en la patria celeste.

No se han ofrecido sólo estas recompensas a los elegi­dos, porque Cristo está todo y en todos (Col 3,11). Observa, en efecto, que no en vano, entre los caldeos, que pasan por ser los más peritos en los misterios de los números, Abrahán ha creído en Dios, o que los magos, que se entregan a los artificios de la magia por el deseo de ser favorables a la divinidad, han creído en el nacimiento del Señor sobre la tierra; no en vano, he dicho, sino a fin de que los pueblos enemigos diesen un testimonio de la santa religión y un ejemplo del temor de Dios.

Sin embargo, ¿ quiénes son estos magos, sino, como nos lo enseña una historia, los descendientes de Balaán, que ha pro­fetizado: Una estrella saldrá de Jacob (Num 24,17). Ellos son sus herederos por la fe no menos que por su descendencia. Aquél vio la estrella en espíritu, éstos la han visto con sus ojos y han creído. Ellos vieron una estrella que no se había visto desde la creación del mundo; ellos han visto una nueva criatura y buscaban, no sobre la tierra, sino en el cielo, la gracia del hombre nuevo, según el texto profético de Moisés: Una estrella saldrá de Jacob, y un hombre surgirá de Israel; y ellos han reconocido que esta estrella era la que indica al Hombre-Dios. Ellos han adorado al niño chiquito; y, ciertamente, no le hubieran adorado si hu­bieran creído que sólo era un niño de pecho. El mago compren­dió que sus artificios habían terminado; ¿y no comprendes tú que han venido tus riquezas? El rinde homenaje a un extraño; y ¿tú no reconoces al que había sido prometido? El creyó contra sí, ¿tú no piensas que has de creer en favor tuyo?

Los magos anuncian el nacimiento de un rey: Herodes se turba, reúne a los escribas y príncipes de los sacerdotes y les pregunta dónde ha de aparecer Cristo. Los magos anuncian sim­plemente un rey; Herodes requiere a Cristo; reconoce, pues, que es rey aquel por el cual preguntan. En fin, si preguntan dónde ha de nacer, es señal que había sido anunciado: no se le hubiera po­dido buscar si no hubiera sido anunciado. ¡Oh judíos insensatos!, ¡no creéis en la venida de Aquel que veis, no creéis en la venida de Aquel que vosotros mismos afirmáis que ha de venir!

Informadme, dice, para que yo mismo vaya a adorarle. Herodes tiende una trampa, pero no niega la divinidad del que quiere adorar. Finalmente, manda matar a los niños. ¿A qué otro sino a Dios convenía un tal sacrificio? Aunque privada de sentimien­to, la infancia rinde homenaje a Dios por el cual es inmolada. Hemos presentado algunos pasajes de San Mateo para poner en evidencia que el tiempo de la infancia no ha sido desprovisto de obras de la divinidad. Si la edad de su carne era incapaz de obrar, mas allí estaba Dios, que empleaba en las obras de la divi­nidad la edad de su carne, que hacía velar en aquella región a los pastores, que guardaban la vigilia de la noche sobre su rebaño.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nº 44-49, BAC, Madrid, 1966, pp. 111-115)

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Santos Padres: San Gregorio Magno . Los Magos de oriente

Habéis oído, hermanos carísimos, en la lectura del Evangelio de este día, que, habiendo nacido el Rey del cielo, se turbó el rey de la tierra; porque la grandeza de este mundo se anonada en el momento que aparece la majestad del cielo. Más se nos ocurre preguntar: ¿qué razones hubo para que inmediatamente que nació a este mundo nuestro Redentor fuera anunciado por los ángeles a los pastores de la Judea, y a los magos del Oriente no fuera anunciado por los ángeles, sino por una estrella, para que viniesen a adorarle? Porque a los judíos, como criaturas que usaban de su razón, debía anunciarles esta nueva un ser racional, esto es, un ángel; y los gentiles, que no sabían hacer uso de su razón, debían ser guiados al conocimiento de Dios, no por medio de palabras, sino por medio de señales. De aquí que dijera San Pablo: «Las profecías fueron dadas a los fieles, no a los infieles; las señales a los infieles, no a los fieles» , porque a aquéllos se les han dado las profecías como fieles, no a los infieles, y a éstos se les han dado señales como infieles, no a los fieles. Es de advertir también que los Apóstoles predicaron a los gentiles a nuestro Redentor cuando era ya de edad perfecta; y que mientras fue niño, que no podía hablar naturalmente, es una estrella la que le anuncia; la razón es porque el orden racional exigía que los predicadores nos dieran a conocer con su palabra al Señor que ya hablaba, y cuando todavía no hablaba le predicasen muchos elementos.

Debemos considerar en todas estas señales que fueron dadas tanto al nacer como al morir el Señor, cuánta debió ser la dureza de corazón de algunos judíos, que no llegaron a conocerle ni por el don de profecía, ni por los milagros. Todos los elementos han dado testimonio de que ha venido su Autor. Porque, en cierto modo, los cielos le reconocieron como Dios, pues inmediatamente que nació lo manifestaron por medio de una estrella. El mar le reconoció sosteniéndole en sus olas; la tierra le conoció porque se estremeció al ocurrir su muerte; el sol le conoció ocultando a la hora de su muerte el resplandor de sus rayos; los peñascos y los muros le conocieron porque al tiempo de su muerte se rompieron; el infierno le reconoció restituyendo los muertos que conservaba en su poder. Y al que habían reconocido como Dios todos los elementos insensibles, no le quisieron reconocer los corazones de los judíos infieles y más duros que los mismos peñascos, los cuales aún hoy no quieren romperse para penitencia y rehúsan confesar al que los elementos, con sus señales, declaraban como Dios. Aun ellos, para colmo de su condenación, sabían mucho antes que había de nacer el que despreciaron cuando nació; y no sólo sabían que había de nacer, sino también el lugar de su nacimiento. Porqué preguntados por Herodes, manifestaron este lugar que habían aprendido por la autoridad de las Escrituras. Refirieron el testimonio en que se manifiesta que Belén sería honrada con el nacimiento de este nuevo caudillo; para que su misma ciencia les sirviera a ellos de condenación y a nosotros de auxilio para que creyéramos. Perfectamente los designó Isaac cuando bendijo a Jacob su hijo , pues estando ciego y profetizando, no vio en aquel momento a su hijo, a quien tantas cosas predijo para lo sucesivo; esto es, porque el pueblo judío, lleno del espíritu de profecía y ciego de corazón, no quiso reconocer presente a aquel de quien tanto se había predicho.

Inmediatamente que supo Herodes el nacimiento de nuestro Rey, recurre a la astucia con el fin de no ser privado de su reino terreno. Suplica a los magos que le anunciasen a su vuelta el lugar en que estaba el Niño; simula que quiere ir también a adorarle, para si pudiera haberle a las manos, quitarle la vida. ¿Más qué vale la malicia de los hombres contra los designios de Dios? Escrito está: «No hay sabiduría, ni prudencia, ni consejo contra el Señor» . Así la estrella que apareciera guio a los Magos, que hallan al Rey recién nacido, le ofrecen sus dones y son avisados en sueños para que no volviesen a ver a Herodes, y de esta manera sucedió que Herodes no pudiera encontrar a Jesús, a quien buscaba. ¿Quiénes están representados en la persona de Herodes sino los hipócritas, los cuales, pareciendo que con sus obras buscan al Señor, nunca merecen hallarle?

Los Magos ofrecen oro, incienso y mirra; el oro conviene al rey, el incienso se ponía en los sacrificios ofrecidos a Dios; con la mirra eran embalsamados los cuerpos de los difuntos. Por consiguiente, con sus ofrendas místicas predican los Magos al que adoran: con el oro, como rey; con el incienso, como Dios, y con la mirra, como hombre mortal. Hay algunos herejes que creen en Jesús como Dios, pero niegan su reino universal; éstos le ofrecen incienso, pero no quieren ofrecerle también el oro. Hay otros que le consideran como rey, pero no le reconocen como Dios: éstos le ofrecen el oro y rehúsan ofrecerle el incienso. Y hay algunos que le confiesan como Dios y como rey, pero niegan que tomase carne mortal: éstos le ofrecen incienso y oro, y rehúsan ofrecerle la mirra de la mortalidad. Ofrezcamos nosotros al Señor recién nacido oro, confesando que reina en todas partes; ofrezcámosle incienso, creyendo que Aquel que se dignó aparecer en el tiempo era Dios antes de todos los siglos; ofrezcámosle mirra, confesando que Aquel de quien creemos que fue impasible en su divinidad, fue mortal por haber tomado nuestra carne.

En el oro, incienso y mirra puede darse otro sentido. Con el oro se designa la sabiduría, según Salomón, el cual dice: «Un tesoro codiciable descansa en boca del sabio» . Con el incienso que se quema en honor de Dios se expresa la virtud de la oración, según el Salmista, el cual dice: «Diríjase mi oración a tu presencia a la manera del incienso» . Por la mirra se representa la mortificación de nuestra carne; de, aquí que la Santa Iglesia diga de los operarios que trabajan hasta la muerte por Dios: «Mis manos destilaron mirra» .

Por consiguiente, ofrecemos oro a nuestro rey recién nacido si resplandecemos en su presencia con la claridad de la sabiduría celestial. Le ofrecemos incienso, si consumimos los pensamientos carnales, por medio de la oración, en el ara de nuestro corazón, para que podamos ofrecer al Señor un aroma suave por medio de deseos celestiales. Le ofrecemos mirra, si mortificamos los vicios de la carne por medio de la abstinencia. La mirra, como hemos dicho, es un preservativo contra la putrefacción de la carne muerte. La putrefacción de la carne muerta significa la sumisión de este nuestro cuerpo mortal al ardor de la impureza, como dice el profeta de algunos: «Pudriéronse los jumentos en su estiércol» . El entrar en putrefacción los jumentos en su estiércol significa terminar los hombres su vida en el hedor de la lujuria. Por consiguiente, ofrecemos la mirra a Dios cuando preservamos a este nuestro cuerpo mortal de la podredumbre de la impureza por medio de la continencia.

Al volver los Magos a su país por otro camino distinto del que trajeron nos manifiestan una cosa que es de suma importancia. Poniendo por obra la advertencia que recibieron en sueños, nos indican qué es lo que nosotros debemos hacer. Nuestra patria es el paraíso, al que no podemos llegar, conocido Jesús, por el camino por donde vinimos. Nos hemos separado de nuestra patria por la soberbia, por la desobediencia, siguiendo el señuelo de las cosas terrenas y gustando el manjar prohibido; es necesario que volvamos a ella, llorando, obedeciendo, despreciando las cosas terrenas y refrenando los apetitos de nuestra carne. Por consiguiente, volvemos a nuestra patria por un camino muy distinto, porque los que nos hemos separado de los goces del paraíso con los deleites de la carne, volvemos a ellos por medio de nuestros lamentos. De aquí que sea necesario, hermanos carísimos, que con mucho temor y temblor pongamos siempre ante nuestra vista, por una parte las culpas de nuestras obras, y por otra el estrecho juicio a que se nos ha de someter. Pensemos en la severidad con que ha de venir el justo juez, que nos amenaza con un estrechísimo juicio y ahora está oculto a nuestra vista; que amenaza con severos castigos a los pecadores, y, no obstante, todavía los espera: que está dilatando su segunda venida para encontrar menos a quienes condenar. Castiguemos con el llanto nuestras culpas, y prevengamos su presencia por medio de la confesión, poniendo por obra lo que dice el Salmista . No nos dejemos engañar por fugaces placeres, ni tampoco nos dejemos seducir por vanas alegrías. No tardaremos en ver al juez que dijo: « ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis»! Por eso dijo Salomón: «La risa será mezclada con el dolor, y el fin de los goces será ocupado por el llanto» .

Y en otro lugar dice: «He considerado la risa como un error, y he dicho al gozo: ¿por qué engañas en vano?» . Temamos mucho los preceptos de Dios, si con sinceridad celebramos las fiestas de Dios; porque es un sacrificio muy grato a Dios la aflicción de los pecados, como dice el Salmista: «Es un sacrificio a Dios el espíritu atribulado» . Nuestros pecados antiguos quedaron borrados al recibir el bautismo; más después de recibido hemos cometido muchísimos, pero no nos podemos volver a lavar con su agua. Puesto que hemos manchado nuestra vida después de recibido el bautismo, bauticemos con lágrimas nuestra conciencia, para que, volviendo a nuestra patria por distinto camino del que llevamos, los que nos hemos separado de él atraídos por los bienes terrenales volvamos a él llenos de amargura por los males que hemos obrado, con el auxilio de Nuestro Señor Jesucristo.
(San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, Rialp)

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Aplicación; P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Seguidores

“Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón”.
Una cosa, entre otras, en las que María meditaba:
+ Su Hijo pobre adorado por unos reyes venidos de Oriente.

María recordaba cuando estaba en Belén, en una casa con el Niño y como de pronto entraron en la casa unos reyes magos y se postraron ante el Niño y lo adoraron y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Ellos comenzaron a contarle porque estaban allí. La aparición de la estrella, su largo viaje, la llegada a Jerusalén y su entrevista con Herodes y los sumos sacerdotes, la detención de la estrella sobre la casa. Después de contarle todo se marcharon.

La Virgen comprende muchas cosas pero principalmente el valor de la fe. Con mucha razón su prima la felicitó “feliz la que ha creído”. Los magos llegaron a adorar al Niño movidos por la fe.

La estrella es la fe. San Agustín dice “hemos visto su estrella en el Oriente. Dan la buena nueva y al mismo tiempo preguntan; creen y buscan a imagen de aquellos que caminan en la fe y desean la realidad”. Y San León: “Además de esta aparición de la estrella que hirió su vista corporal, el rayo más resplandeciente de la verdad instruyó sus corazones, lo cual correspondía a la iluminación de la fe”. Y la Glosa: “La estrella es la fe iluminando nuestras almas, llevándolas a Cristo”.

El camino de los magos y nuestro itinerario en la fe

+ La fe es una gracia.
Es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por El.

Los magos conocen la revelación confusamente, han visto el signo de Dios en la estrella y son movidos interiormente a emprender el viaje.

Dios toma la iniciativa y se manifiesta a los magos.

+ La fe es un acto humano.
Creer no es contrario ni a la libertad, ni a la inteligencia del hombre. En el caso de los Magos, sus estudios astrológicos le sirvieron para creer. Dice San Agustín “creo para entender, entiendo para creer”. Los magos indagan al llegar a Jerusalén a semejanza de María en la anunciación.
Dice San Juan Crisóstomo: “Dios al movernos a bien obrar no nos quita la libertad” y hace ver como los magos superaron todos los obstáculos del viaje y de los personajes en los que hallaron tropiezos al seguimiento de la estrella. Su libertad en el obrar los hizo superar todo.

Los magos creen que la estrella es manifestación de la divinidad y se ponen en camino porque “la fe, la inteligencia y la voluntad humana cooperan con la gracia divina”.

En todo acto de fe es necesario arrojarse en manos de Dios, poner la confianza en Dios “que es el motivo de creer”. Creemos por la autoridad de Dios que se revela.

Los magos dejaron su ciudad y sus comodidades confiados en que encontrarían al rey universal, movidos por la luz de la estrella y de la gracia interior.

Vivir en la fe, que es la conversión, implica una nueva vida, significa dejar atrás un montón de cosas pero principalmente la vida mundana en el pensar, en el hablar y en el obrar.

La tentación de volver estará siempre. Los magos habrán tenido la tentación de volver a su patria. Si volvemos atrás, a vivir como el hombre viejo perderemos la fe. “La trasgresión continua y culpable de la ley de Dios produce en el alma del pecador un desasosiego cada vez mayor contra la ley de Dios, que le prohíbe entregarse con tranquilidad a sus desórdenes. Esta situación psicológica tiene que desembocar lógicamente, tarde o temprano, en una de estas dos soluciones: el abandono del pecado o el abandono de la fe”.

+ La fe es comienzo de la vida eterna, es comienzo de la visión. El peregrinar de los magos siguiendo la estrella de la fe terminó en la visión del Niño Dios “creen y buscan a imagen de aquellos que caminan en la fe y desean la realidad” (San Agustín) aunque el termino de nuestro peregrinar en la fe termina en una visión mucho más perfecta.

La fe es a la vez luminosa porque es preludio de la visión pero es oscura porque todavía no es la visión. Y por eso “la fe puede ser puesta a prueba” como la de los magos.

Renuncian a Babilonia o a su ciudad, caminan por el desierto que es la experiencia de la cruz en nuestra vida.

Su encuentro con Herodes, príncipe de Judea, nos recuerda la decepción que experimentamos al ver las leyes, las doctrinas, la descristianización del mundo y de sus príncipes. Esto produce desaliento. Y ante esta tentación recordemos las palabras del Papa Juan Pablo II: “sois los preferidos, los íntimos del Señor. No olvidéis esta realidad […] saber que en medio de las dificultades, está con nosotros. Aquel que nos comprende, nos ayuda y recoge el valor de cada esfuerzo hecho por El”.

Herodes tiene falta de rectitud. Quiere averiguar donde había nacido el Niño pero no con el fin de adorarlo sino de matarlo. También en nuestras vidas nos encontraremos con personas que piden que les demos razón de nuestra fe, pero no para creer sino para destruirla. Debemos estar atentos para no echar las perlas a los puercos, como Jesús que ante el otro Herodes calló.

Nuestra fe choca contra los malos ejemplos en la Iglesia. El más terrible, el escepticismo religioso, la fe muerta, el conocimiento cadavérico de la fe. Los judíos de Jerusalén conocían el lugar donde nacería el Niño, lo dicen a Herodes, pero no se mueven de su comodidad para ir a buscar al Niño.

Dice el Apóstol Santiago hablando de la fe muerta: “muéstrame tu fe sin obras y yo te mostraré por las obras mi fe”. De los fariseos decía el Señor “dicen y no hacen”. Este puede ser un escándalo grande para nuestra fe.

¿Nuestra fe la trasmitimos con convicción? ¿Buscamos a Jesús después de haber enseñado donde esta Jesús? Dice San Pablo en la carta a los Gálatas “la fe que actúa por la caridad”. Así debe ser nuestra fe.
También se ve en los judíos de Jerusalén un desconocimiento de los signos de los tiempos que es resultado de la falta de oración. Dice San Agustín: “en esto, los judíos fueron semejantes a los artífices que construyeron el arca de Noé y que perecieron en el diluvio, después de haber preparado a otros los medios de salvarse”.

Por eso la fe es permanentemente atacada por los escándalos de los malos cristianos y del mundo con sus respectivos jefes, en los cuales, los escándalos se magnifican.

¿Puede perderse la fe sin haber pecado contra ella? Si. Dios castiga a algunos hombres los pecados contra algunas virtudes que no son la fe dejándolos en tinieblas y entonces sobreviene la pérdida de la fe. Cuando se da un largo período de descristianización surgen necesariamente multitud de dudas contra la fe que producen la lejanía de Dios.

Lo que es del todo claro es que nadie puede perder la fe sin culpa propia, porque “los dones y la vocación de Dios son irrevocable” (Rm 11,29).

Siguiendo el ejemplo de los magos debemos perseverar en la fe.

San Pablo le dice a Timoteo: “combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe”. Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios (estudio de la fe en general), debemos pedir al Señor que la aumente (oración); debe actuar por la caridad, ser sostenida por la esperanza y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La fe tiene (como antes dijimos) luces y sombras. Desierto y consolación. A los magos en su camino se les desapareció la estrella, pero también se les apareció nuevamente y por eso “al ver la estrella sintieron grandísimo gozo”. La fe nos da alegría. Dice comentando el pasaje San Juan Crisóstomo “se regocijaron porque en vez de ver fallidas sus esperanzas, fueron por el contrario, confirmadas más y más, y porque veían recompensadas las penalidades de un camino largo”.

La fe verdadera termina en la visión.

Encontraron a Jesús y lo adoraron, reconocieron en Él a un Rey y por eso le ofrecieron oro, el Rey de las naciones; lo reconocieron Dios y le ofrecieron incienso y hombre verdadero por eso le dieron mirra. Creyeron con pureza de fe: “aunque ellos no comprendieron que misterio era este ni que significaba cada uno de sus dones, poco importaba, porque la misma gracia que los inducía a hacer estas cosas; lo tenía todo dispuesto y ordenado” (San Juan Crisóstomo).

También debemos alegrarnos en los magos de Oriente, primicias de nuestro llamado a la fe católica. “Los tres hombres que ofrecen a Dios sus dones representan a sus pies, las naciones venidas de las tres partes del mundo: mientras abren sus tesoros, hacen salir del fondo del corazón la confesión de la fe” (La glosa).

La Virgen vio en aquellos magos las primicias de las naciones a las cuales también se iba a manifestar su Hijo según habían dicho los profetas y también el homenaje de las naciones a su Hijo rey.
María va contemplando con más claridad el misterio de su Hijo, el Verbo Encarnado.

La Virgen recuerda a aquellos seguidores perseverantes de la estrella que desde Oriente vinieron buscando incansablemente al rey universal y no se detuvieron hasta alcanzar su fin, ver al Niño Dios. En ellos María seguirá viendo a través del tiempo muchos hijos suyos buscadores incansables de su Hijo.

Notas
Lc 2, 51
Cf. Mt 2, 11
Cf. Mt 2, 1-11
Lc 1, 45
Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea, comentario a Mt 2,2. En adelante Catena Áurea…
Cat. Ig. Cat., 153
Cat. Ig. Cat, 154
Cat. Ig. Cat, 155
Ct. Ig. Ct, 156
Royo Marín, Teología Moral para Seglares (I), BAC Madrid 1973, 253.
Ct. Ig. Cat, 163
Ct. Ig. Cat, 164
A los sacerdotes del seminario de Moncada, 21-09-1982, Valencia (España).
Cf. Mt 7,6
Cf. Lc 23, 7-9
St 2, 18
Mt 23, 3
5, 6
Cf. Royo Marín, Teología Moral para Seglares (I)…, 246-47.
1 Tim 1, 18-19
Cf. Cat. Ig. Cat, 162
Mt 2, 10
Las citas de los Santos Padres son de la Catena Áurea, comentario a Mt 2, 1-12 y de San Juan Crisóstomo, comentario a Mt 2, 1-12.
Jr 23, 5 ss.; 33, 15; Is 11.32 y 60; Ez 37, 23 ss.
Nm 24,17; Is 49, 23; 60, 5 ss.; Sal 77, 10-15

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Directorio Homilético - Solemnidad de la Epifanía del Señor

CEC 528, 724: la Epifanía del Señor
CEC 280, 529, 748, 1165, 2466, 2715: Cristo, luz de las naciones
CEC 60, 442, 674, 755, 767, 774-776, 781, 831: la Iglesia, el sacramento de la unidad del
género humano

528 La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná (cf. LH Antífona del Magnificat de las segundas vísperas de Epifanía), la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos "magos" venidos de Oriente (Mt 2, 1) En estos "magos", representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de los magos a Jerusalén para "rendir homenaje al rey de los Judíos" (Mt 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David (cf. Nm 24, 17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones (cf. Nm 24, 17-19). Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos (cf. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento (cf. Mt 2, 4-6). La Epifanía manifiesta que "la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas"(S. León Magno, serm.23 ) y adquiere la "israelitica dignitas" (MR, Vigilia pascual 26: oración después de la tercera lectura).

724 En María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre hecho Hijo de la Virgen. Ella es la zarza ardiente de la teofanía definitiva: llena del Espíritu Santo, presenta al Verbo en la humildad de su carne dándolo a conocer a los pobres (cf. Lc 2, 15-19) y a las primicias de las naciones (cf. Mt 2, 11).

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Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - Sagrada Familia

Los Padres de la Iglesia han visto en el llamamiento de los Magos, a la cuna de Jesús, la vocación de los pueblos paganos a la luz de la fe. Esta es la característica del misterio, explícitamente señalada por la Iglesia en la oración en que resume los votos de sus hijos en esta solemnidad: Dios que en este día revelaste a tu Hijo Único a los pueblos paganos, guiándolos por medio de una estrella, conduce a quienes te conocemos por la fe, a la contemplación de la hermosura de tu grandeza.

El Verbo encarnado se manifestase primero a los judíos en la persona de los pastores, por ser ellos el pueblo escogido, del cual debía salir el Mesías, hijo de David; a él se habían hecho las magníficas promesas cuya realización constituiría el reino mesiánico; a él le tenía Dios confiadas las Escrituras y la Ley; aquella Ley cuyos elementos no eran sino figura de la gracia que debía traernos Jesucristo. Por tanto parecía justo que el Verbo Encarnado se manifestase primero a los judíos.

Los pastores, gente sencilla y de recto corazón, re­presentaron en el pesebre al pueblo escogido: Evangeli­zo vobis gaudium magnum quia natus vobis hodie Salvator (Lc 2, 10-11).

Más tarde, en su vida pública, se manifestaría Nues­tro Señor a los judíos por la sabiduría de su doctrina y por la aureola de sus milagros. En efecto, podemos comprobar que su predicación se ciñó a los judíos.—Ved, por ejemplo, qué responde Jesucristo a sus discípulos cuando abogan en favor de la mujer cananea, natural de las regiones infieles de Tiro y Sidón, al presentarse ella a Jesús pidiéndole un favor: "No he venido sino para las ovejas descarriadas de Israel" (Mt 15, 24). Se necesitaba, en verdad, la fe viva y profunda humildad de aquella pobre pagana, para arrancar, por decirlo así, a Jesús la gracia que imploraba. —Cuando, en su vida pública, enviaba Nuestro Señor a sus Apóstoles a predicar como Él la buena nueva, les decía asimismo: "No vayáis a tierras de gentiles, ni os distingáis entre los samaritanos; antes por lo contrarío, buscad las ovejas extraviadas de Israel" (Mt 10, 5-6). ¿Por qué encargo tan extraño? ¿Acaso habían sido excluidos los paganos de la gracia de la redención y de la salvación obtenida por Jesucristo? Ciertamente que no; pero es que, según el trazado del plan divino, esta­ba reservada a los Apóstoles la evangelización de las na­ciones paganas, después que los judíos, crucificando al Mesías, hubieron desechado definitivamente al Hijo de Dios; lo cual se cumplió al morir Nuestro Señor en la cruz, cuando el velo del templo se rasgó en dos partes, en señal de que había cesado la Alianza Antigua con el pueblo hebreo.

A ellos aludía San Juan cuando dijo: "La luz brilló en las tinieblas y las tinieblas no la vieron; bajó a su here­dad y. los suyos no le recibieron" (Jn 1, 5,11). Por eso decía Nuestro Señor a los judíos incrédulos: "El reino de Dios os será quitado y transferido a los gentiles'' (Mt 21, 43).

Las naciones paganas fueron llamadas a ocupar la he­rencia prometida por el Padre Eterno a su Hijo Jesús: Postula a me, et dabo tibi gentes hcereditatem tuam (Sal. 2,4). Nuestro. Señor se decía a Sí mismo “el buen pastor que entrega su vida por sus ovejas”, y añadía luego: “No tengo solamente ovejas entre mi pueblo, tengo también otras que no pertenecen a este aprisco”; “es nece­sario que las traiga a mí; ellas oirán mi voz y no habrá sino un solo rebaño y un solo pastor” (Jn 10, 11,16). Por eso. antes de subir al cielo, envía a sus Apóstoles a continuar su misión salvadora, no sólo entre las ovejas perdidas de Israel, sino en todos los pueblos, dirigiéndoles las si­guientes palabras: “Id, predicad a toda criatura y ense­ñad a todas las gentes. Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglo” ( Mt 28, 19-20) .

Con todo eso, no esperó el Verbo encarnado a su as­censión para derramar entre la gentilidad la gracia de la buena Nueva. Ya desde su aparición en este mundo, la invita al establo en la persona de los Magos. La Sabidu­ría eterna, como Él es, quiso mostrarnos así que era el portador de la paz. Pax hominibus bonae voluntatis (Lc 2,14), “no sólo a los que se hallaban cabe él”—los judíos fieles representados por los pastores,— sino también a los de lejanos países, cuales eran los paganos representados por los Magos. De este modo, "de dos pueblos, al decir de San Pablo, no resultaba sino uno solo": Qui fecit utraque unum, por ser Él uno, por la unión de su humanidad a la divinidad el medianero perfecto, y "por quien Únicamente tenemos entrada ante el Padre en un solo y único Espíritu.

La vocación de los Magos y su santificación significan el llamamiento de la gentilidad a la fe y a la salvación. Dios envía un ángel a los pastores, parque el pueblo escogido estaba avezado a las apariciones de los espíritus celestiales; pero a los Magos, observadores de los astros, se les parece una maravillosa estrella, símbolo, de la iluminación interior que irradia sobre las almas para llamarlas a Dios. Cada una de las almas de los adultos es alumbrada a lo menos una vez, como los Magos, por la estrella de la vocación de la salvación eterna. A todos se da luz suficiente, y dogma de nuestra fe es que “Dios quiere salvar a todos los hombres”:(I Tm 2,4). “Que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”

En el día del juicio, todos, sin dejar uno, reclamarán con la convicción arrancada por la evidencia, la justicia infinita de Dios y la perfecta rectitud de sus sentencias: Justus es, Domine, et rectum juidicum tuum. (Sal 118). “Justo eres Señor, y rectos tus juicios”. Los que por toda la eternidad haya Dios arrojado de Sí, reconocerán que ellos han sido los causantes de su perdición.

Pero no fuera esto verdadero si los precitos no hubiesen tenido la posibilidad de conocer y recibir la luz divina de la fe pues repugna no sólo a la bondad infinita de Dios, sino también a su justicia el condenar a un alma sumida en invencible ignorancia.

Sin duda, la estrella conductora de los hombres a la fe, no es una misma para todos; tiene destellos y matices varios: pero su fulgor es asaz visible para que los corazones de buena voluntad puedan reconocerla y descubrir en ella la señal de la vocación divina. Dios, en su providencia sapientísima, varía incesantemente su acción. Incomprensible como El mismo, la cambia, siguiendo las reales esplendideces, siempre activas, de su amor, y las exigencias, siempre santas, de su justicia. Aquí debemos adorar, con San Pablo, "la profundidad insondable de los caminos de Dios, y proclamar cómo trasciende infinitamente a todo cuanto puede alcanzar el ojo humano". -¿Quién penetró jamás en los arcanos del Señor o fue su consejero?" O altitudo divitiarum sapientiae et scientiae­ Dei! Quam incomprehensibilia sunt judicia ejus et investigabiles viae. ejus! (Rm 11,33).

Nosotros hemos tenido la dicha de haber "visto la estrella" y de haber reconocido por Dios nuestro al Niño en el pesebre, y nos ha cabido la suerte de pertenecer a la. Iglesia, cuyas primicias fueron los Magos.

En el oficio de la festividad, la liturgia denomina esta vocación de todo el género humano a la fe y a la salva­ción en la persona de los Magos, "las bodas de la Iglesia con el Esposo". Mirad con qué alegría, y en qué térmi­nos tan magníficos y simbólicos, extractados del profeta Isaías, proclama, en la epístola de la misa, el esplendor y gloria de esta Jerusalén espiritual, que debe acoger en su maternal regazo a las naciones: “Levántate y resplan­dece, Jerusalén, porque ha venido tu deseada luz y se ha manifestado sobre ti, la gloria del Señor. Cuando las tinieblas cubran la tierra y la obscuridad los pueblos, nacerá sobre ti el Señor y veráse en ti su gloria. Las gentes caminarán guiadas de tu luz y los reyes al resplan­dor de tu aurora. Alza tus ojos en derredor y mira: todos se han juntado y vienen a ti: de lejos vendrán tus hijos, y del lado surgirán tus hijas. Entonces verás y quedarás radiante de alegría y tu corazón se maravillará, y dilatará. porque te traerán las riquezas de la mar y los tesoros de las naciones” (Is 9,1-5).

Demos incesantemente acción de gracias por. “haber­nos hecho dignos de compartir la herencia de los santos en la luz, al librarnos del poder de las tinieblas para tras­ladarnos al reino de su Hijo” (Col 1, 13), es decir, su Iglesia.

El llamamiento a la fe es un insigne beneficio, porque contiene en germen la vocación a la eterna bienaventu­ranza de la visión divina. No olvidemos que ella ha sido la alborada de todas las misericordias de Dios, y que la felicidad del hombre se resume en la fidelidad a esta vocación: la fe ha de conducirnos hasta la visión bea­tífica (Oración colecta de la fiesta).

Debemos agradecer a Dios esta singular gracia de la fe cristiana, y esforzarnos en ser cada día más dignos de ella, defendiéndola contra todos los peligros a que la provoca el naturalismo, el escepticismo, la indiferencia o el respeto humano de nuestro siglo, y procurando ser siempre fieles en nuestra vida práctica a los dictados y normas de nuestra santa fe.

Pidamos también a Dios que otorgue este don pre­ciadísimo de la fe a todas las almas que “de asiento yacen en las tinieblas y sombras de la muerte”; suplique­mos al Señor que las ilumine con su estrella y que Él mismo sea “el Sol que las visite desde lo alto con su dulce misericordia”: Per viscera misericordiae Dei nos­tri in quibus visitavit…Oriens ex alto (Lc 1, 78-79).

Mucho agrada a Nuestro Señor que pidamos sea conocido y glorificado como el Salvador de todos los hombres y Rey de los que dominan. Lo es asimismo al Padre eterno, pues no desea otra cosa sino la glorificación de su Hijo.

Repitamos muy a menudo, en estos santos días, la ora­ción que el mismo Verbo encarnado ha puesto en nues­tros labios: Oh Padre Celestial, "Padre de las luces" haced que llegue vuestro reino, el reino que tiene por jefea vuestro Hijo Jesús: ¡Adveniat regnum tuum! Sea vuestro Hijo cada vez más y más conocido, amado, ser­vido y glorificado, para que a su vez, manifestándoos más aún a los hombres, os glorifique en la unidad de vuestro común Espíritu: Pater, clarifica Filium tuum, ut Filius tuus clarificet te!
(COLUMBA MARMION, Cristo en sus misterios, Ed. LUMEN, Chile, pp. 171-177)

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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - La adoración de los magos

Acerquémonos juntamente con los Magos al pesebre, para adorar al Niño Dios. Ellos vinieron desde tierras muy lejanas, llamados por el Amor eterno para la gran cita de Belén. Eran hombres importantes, sabios y filósofos, dedicados a la ciencia, en especial a la medicina y a la astrología. El Martirologio los ha colocado en el catálogo de los santos.

Vinieron desde Oriente a Jerusalén con un designio, el de preguntar dónde estaba el Rey de los judíos que había nacido. Sin duda que era Dios quien les había revelado el hecho del Na­cimiento de Cristo. Ellos no eran judíos, eran paganos. Por eso en el día de hoy festejamos con gran júbilo, la epifanía o manifes­tación del Señor, no a los judíos, sino a los pueblos gentiles. Los Magos sabían que aquel en cuya busca estaban era un Rey, y por lo que se lee en el texto de la Escritura, que tal Rey era a su vez Dios, ya que aseguran haber venido con el propósito de adorarle.

Sabemos que el pueblo elegido, al menos en sus dirigentes, no quiso recibir al Enviado. Por eso en el momento crucial de la Pasión de Cristo, afirmaron decididamente: "No queremos que éste reine sobre nosotros". Fueron, pues, los suyos quienes se negaron a recibirlo. Pero Dios, rico en misericordia, no sólo había invitado a los judíos a la salvación, sino que quiso extender su llamado a todas las naciones. Por eso Jesús Resucitado enviaría a los Apóstoles a predicar en todas las direcciones, hasta los confines del mundo. La semilla de la Palabra no es exclusividad del campo judío. Quiso el Señor esparcirla por todos lados, en cada lugar y sobre cada alma. Señala al respecto San Ireneo: "Del mismo modo que el sol, creatura de Dios, es uno e idéntico en todo el mundo, así también la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los hombres que quieren llegar al conocimiento de la verdad".

San Pablo será el vaso de elección de Dios, llamado a ser como un morral esparcidor de la semilla de la Palabra sobre tierra de paganos. Por eso se lo llama, por eminencia, Apóstol de los gentiles. Es él quien en la lectura de hoy a los efesios nos afirma que los gentiles "participan de una misma herencia, son miem­bros de un mismo Cuerpo y beneficiarios de la misma promesa en Cristo Jesús, por medio del Evangelio".

Pero volvamos a los que nos ocupa. Los Magos son represen­tantes conspicuos de los pueblos paganos, la primicia de lo que los antiguos llamaban "las naciones", es decir, los pueblos que no pertenecían a la nación especialmente elegida. Valiéndose de las profecías hechas por Dios durante tantos siglos al pueblo elegido, se servirán de ellas para allegarse a Belén y adorar al Niño. Cuando preguntan dónde estaba el Rey de los judíos que acababa de nacer, los sacerdotes y escribas les respondieron, por voz del profeta Miqueas, que según estaba escrito había de nacer en la humilde aldea de Belén en Judá. El Mesías no debía ser engendrado entre los poderosos de este mundo. Porque en la debilidad se mostraría su grandeza; por eso quiso nacer en un lugar pobre y despreciado, y en un paraje tan desolado como lo ea une gruta de animales. Eligió todo lo pobre y humilde, para que no hubiese duda que era el Poder Divino el que venía a transformar el Universo entero.

Los judíos tenían en sus manos la posibilidad de interpretar las Escritura y sus profecías. Pero no supieron barruntar los signos de los tiempos mesiánicos. "Dios –dice San Teófilo de Antioquía–se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abier­tos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen bañados en tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no porque los ciegos no la vean deja por eso de brillar la luz solar, sino que ha de atribuirse esta oscuridad a su defecto de visión. Así tú tienes los ojos entenebrecidos por tus pecados y malas acciones". Hay en los judíos un defecto de visión. Tienen todo para creer en el Mesías: la revelación, las profecías referidas a Él, los hechos portentosos, la Ley como guía moral. Pero están como ciegos...

Los Magos suman a la fe que ya tienen, las profecías sobre el Mesías, y creen aún más, disponiéndose a adorar a Aquel que, a no dudarlo, es Dios que ha venido a habitar entre nosotros.


La estrella de la fe
El llamado a creer en Cristo es universal. Dios es quien invi­ta, de Él es la iniciativa. El hombre, poseedor del libre albedrío puede responderle que sí, con lo cual se acerca a la luz, o puede negarse a la convocatoria, en cuyo caso permanece en la noche tenebrosa.

La estrella de Belén invitó a los Magos a seguirla a través de un largo y dificultoso camino. Fatigas, hambre, vigilias, acecha­ron el itinerario. Pero ellos no se amedentrarón, deseosos como estaban de encontrar a quien ya no se hallaba lejos de sus cora­zones. La estrella de la fe brilla en la oscuridad de este mundo, haciéndonos buscar a Dios incansablemente. Ella no sólo será la luz que nos ilumina para poder ver, sino la guía del camino. Tal es el cometido de la estrella, figura de la fe, conducimos por el sendero de la vida, hasta el encuentro definitivo con Cristo.

Los Magos la siguieron, y encontraron efectivamente al Señor. Su "orientadora" no les falló. Así también la fe, luz que guía nuestra inteligencia, no nos defraudará. Nos llevará hasta el final, y hasta el término en el camino de este peregrinar, que no es otro que el descanso en la contemplación del Verbo Encama­do, y a través de Él, de la Santísima Trinidad.

Escribe San Juan de la Cruz: "La fe y el amor serán los lazarillos que te llevarán a Dios por donde tú no sabes ir. La fe son los pies que llevan a Dios al alma. El amor es el orientador que la encamina".

Cuando los Magos llegaron a Belén, al final de tantas fatigas, de tanto buscar al que con Amor eterno ya los había llamado y germinalmente encontrado, por fin descansaron. Quizás esperaban hallar un palacio, riquezas, lujo y ostentación. Sólo vieron a un Niño en brazos de su Madre. Sin embargo, la luz que los tra­jo, suscitó en su interior un sagrado deber de piedad y religiosi­dad. Se arrodillaron entonces, ante el Niño, para expresar con tal postura su tributo de adoración. Habían encontrado, por fin, a su Dios y Señor. La fe, infatigable en su labor de alfarero sobre las almas, había consumado su labor, haciendo que estos hom­bres acabasen por descubrir detrás de la presencia de un Niño encantador el Misterio insondable de la divinidad del Dios todo­poderoso. Se encontraron con Cristo, verdadero Dios y verda­dero hombre. Es claro que en el marco de la fe. Detrás de lo que sus ojos carnales veían, estaba la nube que ocultaba la divini­dad. Era una captación claroscuro, ya que todavía caminaban en la fe y no en la visión. La fe es luminosa porque enfoca a Aquel en quien se cree, pero a su vez deja escapar algo. Cuando se cierre el telón del primer acto de la vida, y se abra el de las ver­daderas realidades, entonces veremos a Dios cara a cara, y en Él todo lo demás.


"Hallaron al niño con María su madre"
Dónde más podían reconocer al Mesías sino en brazos de su Medre? Fieles continuadores de la descendencia de Abraham según la fe, los Magos vieron juntos al Niño y a su Madre, inescindiblemente unidos. Así "las naciones" fueron evangelizadas en Cristo y en María. Así nació la fe en nuestra América indígena y gentil. Heredera de esta fe, por designio de la Providencia, se puso detrás de los Magos para adorar al Niño de Belén. Ella también supo utilizar las profecías del pueblo de Dios, y hoy es Mundo Nuevo y Nación Santa.

Sigue diciendo el evangelio que los Magos ofrecieron dones diversos al Niño: "oro, incienso y mirra", el oro de la fe y las buenas obras, el incienso de la oración y la piedad, y la mirra de la mortificación y la castidad. Tres dones que la Iglesia ofrece constantemente a su Divino Esposo. El oro de la fe, que refulge hasta palidecer frente al Sol de la Gloria. El incienso de la oración, que se levanta de la tierra al cielo, en espera de la consumación total de los tiempos. La mirra de la mortificación, hasta que todos los hombres que han contemplado lo que falta a la pasión de Cristo, reciban el premio de la corona por sus esfuerzos y luchas.

Cuenta una tradición antigua que Herodes, al enterarse de que los Magos habían vuelto por otro camino, mandó esbirros en su persecución para matarlos. Ignoramos si esto se concretó. No sería extraño, ya que quien odia a Cristo, quiere perseguir y matar a sus seguidores. Pero el Señor también les dice a los Magos, a través de la estrella de la fe que los fortifica: "No temáis, Yo he vencido al mundo".

Festejamos hoy en la figura de los Magos nuestro nacimiento a la luz de Dios. Ellos vieron con sus ojos carnales al Niño Jesús, nosotros los vemos con los solos ojos de la fe. En este tiempo de Navidad que se nos escapa, retornemos al pesebre para agradecerle a Jesús el nacimiento nuestro a la vida de la gracia. Pidámosle al Niño que nos afirme en este camino, guiados por la fe, y que toda América cristiana y los antiguos pueblos gentiles que hoy rezan a Jesucristo, no se aparten de la estrella que conduce a la definitiva manifestación del Señor en su gloria.
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C, Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, pp. 32-37)

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Aplicación: Benedicto XVI - “Cayendo de rodillas lo adoraron”

Queridos jóvenes:
En nuestra peregrinación con los misteriosos Magos de Oriente hemos llegado al momento que san Mateo describe así en su evangelio: "Entraron en la casa (sobre la que se había detenido la estrella), vieron al niño con María, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). El camino exterior de aquellos hombres terminó. Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo camino para ellos, una peregrinación interior que cambia toda su vida. Porque seguramente se habían imaginado de modo diferente a este Rey recién nacido. Se habían detenido precisamente en Jerusalén para obtener del rey local información sobre el Rey prometido que había nacido. Sabían que el mundo estaba desordenado y por eso estaban inquietos. Estaban convencidos de que Dios existía, y que era un Dios justo y bondadoso. Tal vez habían oído hablar también de las grandes profecías en las que los profetas de Israel habían anunciado un Rey que estaría en íntima armonía con Dios y que, en su nombre y de parte suya, restablecería el orden en el mundo. Se habían puesto en camino para encontrar a este Rey; en lo más hondo de su ser buscaban el derecho, la justicia que debía venir de Dios, y querían servir a ese Rey, postrarse a sus pies, y así servir también ellos a la renovación del mundo. Eran de esas personas que "tienen hambre y sed de justicia" (Mt 5, 6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se hicieron peregrinos para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para ponerse a su servicio.

Aunque otros se quedaran en casa y les consideraban utópicos y soñadores, en realidad eran seres con los pies en tierra, y sabían que para cambiar el mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían buscar al niño de la promesa sino en el palacio del Rey. No obstante, ahora se postran ante una criatura de gente pobre, y pronto se enterarán de que Herodes -el rey al que habían acudido- le acechaba con su poder, de modo que a la familia no le quedaba otra opción que la fuga y el exilio. El nuevo Rey ante el que se postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían, pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo.

Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos.

Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto: el poder de Dios es diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder. No contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt 26, 53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el poder inerme del amor, que en la cruz -y después siempre en la historia- sucumbe y, sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios.

Habían venido para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su majestad sobre la suya. Este era el sentido de su gesto de acatamiento, de su adoración. Una adoración que comprendía también sus presentes -oro, incienso y mirra-, dones que se hacían a un Rey considerado divino. La adoración tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que este es poco para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán: ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús.

Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo esto significa para nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de Dios, que ha de orientar nuestra vida, suena bien, pero queda algo vago y difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos- mediante los cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha dejado en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, que está aquí con nosotros en este momento, beatificó y canonizó a un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos. Con estos ejemplos quiso demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo.

De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: "Y era muy bueno". Basta pensar en figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de nuestro tiempo: Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío. Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa "adorar" y lo que quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de Dios mismo.

Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún: sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?

Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos breves ideas. Muchos hablan de Dios; en el nombre de Dios se predica también el odio y se practica la violencia. Por tanto, es importante descubrir el verdadero rostro de Dios. Los Magos de Oriente lo encontraron cuando se postraron ante el niño de Belén. "Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre", dijo Jesús a Felipe (Jn 14, 9). En Jesucristo, que por nosotros permitió que su corazón fuera traspasado, se ha manifestado el verdadero rostro de Dios. Lo seguiremos junto con la muchedumbre de los que nos han precedido. Entonces iremos por el camino justo.

Esto significa que no nos construimos un Dios privado, un Jesús privado, sino que creemos y nos postramos ante el Jesús que nos muestran las sagradas Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada Iglesia se manifiesta viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante nosotros. Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo nos lo dijo: es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y cizaña. El Papa Juan Pablo II, que nos mostró el verdadero rostro de la Iglesia en los numerosos beatos y santos que proclamó, también pidió perdón por el mal causado en el transcurso de la historia por las palabras o los actos de hombres de la Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó a formarse con los Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores. La Iglesia es como una familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran familia de Dios, mediante la cual él establece un espacio de comunión y unidad en todos los continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta gran familia que vemos aquí; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justo aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una familia tan grande como el mundo, que comprende el cielo y la tierra, el pasado, el presente y el futuro de todas las partes de la tierra. En esta gran comitiva de peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos con la estrella que ilumina la historia.

"Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). Queridos amigos, esta no es una historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe. Amén.
(BENEDICTO XVI, Discurso con motivo de la XX Jornada Mundial de la Juventud, Vigilia con los jóvenes, Colonia, Explanada de Marienfeld, Sábado 20 de agosto de 2005)

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Aplicación: Benedicto XVI - La gran luz de Epifanía

Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, solemnidad de la Epifanía, la gran luz que irradia desde la cueva de Belén, a través de los Magos procedentes de Oriente inunda a toda la humanidad. La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, y el pasaje del Evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, ponen la promesa junto a su cumplimiento, en la tensión particular que se produce cuando se leen sucesivamente pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Así se nos presenta la espléndida visión del profeta Isaías, el cual, tras las humillaciones infligidas al pueblo de Israel por las potencias de este mundo, ve el momento en el que la gran luz de Dios, aparentemente sin poder e incapaz de proteger a su pueblo, surgirá sobre toda la tierra, de modo que los reyes de las naciones se inclinarán ante él, vendrán desde todos los confines de la tierra y depositarán a sus pies sus tesoros más preciosos. Y el corazón del pueblo se estremecerá de alegría.

En comparación con esa visión, la que nos presenta el evangelista san Mateo es pobre y humilde: nos parece imposible reconocer allí el cumplimiento de las palabras del profeta Isaías. En efecto, no llegan a Belén los poderosos y los reyes de la tierra, sino unos Magos, personajes desconocidos, tal vez vistos con sospecha; en cualquier caso, no merecen particular atención. Los habitantes de Jerusalén son informados de lo sucedido, pero no consideran necesario molestarse, y parece que ni siquiera en Belén hay alguien que se preocupe del nacimiento de este Niño, al que los Magos llaman Rey de los judíos, o de estos hombres venidos de Oriente que van a visitarlo. De hecho, poco después, cuando el rey Herodes da a entender quién tiene efectivamente el poder obligando a la Sagrada Familia a huir a Egipto y ofreciendo una prueba de su crueldad con la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13-18), el episodio de los Magos parece haberse borrado y olvidado. Por tanto, es comprensible que el corazón y el alma de los creyentes de todos los siglos se hayan sentido más atraídos por la visión del profeta que por el sobrio relato del evangelista, como atestiguan también las representaciones de esta visita en nuestros belenes, donde aparecen los camellos, los dromedarios, los reyes poderosos de este mundo que se arrodillan ante el Niño y depositan a sus pies sus dones en cofres preciosos. Pero conviene prestar más atención a lo que los dos textos nos comunican.

En realidad, ¿qué vio Isaías con su mirada profética? En un solo momento, vislumbra una realidad destinada a marcar toda la historia. Pero el acontecimiento que san Mateo nos narra no es un breve episodio intrascendente, que se concluye con el regreso apresurado de los Magos a sus tierras. Al contrario, es un comienzo. Esos personajes procedentes de Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a lo largo de todas las épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben avanzar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquel que aparentemente es débil y frágil, pero que en cambio puede dar la alegría más grande y más profunda al corazón del hombre. De hecho, en él se manifiesta la realidad estupenda de que Dios nos conoce y está cerca de nosotros, de que su grandeza y su poder no se manifiestan en la lógica del mundo, sino en la lógica de un niño inerme, cuya fuerza es sólo la del amor que se confía a nosotros. A lo largo de la historia siempre hay personas que son iluminadas por la luz de la estrella, que encuentran el camino y llegan a él.

Todas viven, cada una a su manera, la misma experiencia que los Magos. Llevaron oro, incienso y mirra. Esos dones, ciertamente, no responden a necesidades primarias o cotidianas. En ese momento la Sagrada Familia habría tenido mucha más necesidad de algo distinto del incienso y la mirra, y tampoco el oro podía serle inmediatamente útil. Pero estos dones tienen un significado profundo: son un acto de justicia. De hecho, según la mentalidad vigente en aquel tiempo en Oriente, representan el reconocimiento de una persona como Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión. Quieren decir que desde aquel momento los donadores pertenecen al soberano y reconocen su autoridad. La consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos ya no pueden proseguir por su camino, ya no pueden volver a Herodes, ya no pueden ser aliados de aquel soberano poderoso y cruel. Han sido llevados para siempre al camino del Niño, al camino que les hará desentenderse de los grandes y los poderosos de este mundo y los llevará a Aquel que nos espera entre los pobres, al camino del amor, el único que puede transformar el mundo.

Así pues, no sólo los Magos se pusieron en camino, sino que desde aquel acto comenzó algo nuevo, se trazó una nueva senda, bajó al mundo una nueva luz, que no se ha apagado. La visión del profeta se ha realizado: esa luz ya no puede ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia aquel Niño y serán iluminados por la alegría que sólo él sabe dar. La luz de Belén sigue resplandeciendo en todo el mundo. San Agustín recuerda a cuantos la acogen:
"También nosotros, reconociendo en Cristo a nuestro rey y sacerdote muerto por nosotros, lo honramos como si le hubiéramos ofrecido oro, incienso y mirra; sólo nos falta dar testimonio de él tomando un camino distinto del que hemos seguido para venir" (Sermo 202. In Epiphania Domini, 3, 4).

Por consiguiente, si leemos juntamente la promesa del profeta Isaías y su cumplimiento en el Evangelio de san Mateo en el gran contexto de toda la historia, resulta evidente que lo que se nos dice, y lo que en el belén tratamos de reproducir, no es un sueño ni tampoco un juego vano de sensaciones y emociones, sin vigor ni realidad, sino que es la Verdad que se irradia en el mundo, a pesar de que Herodes parece siempre más fuerte y de que ese Niño parece que puede ser relegado entre aquellos que no tienen importancia, o incluso pisoteado. Pero solamente en ese Niño se manifiesta la fuerza de Dios, que reúne a los hombres de todos los siglos, para que bajo su señorío recorran el camino del amor, que transfigura el mundo. Sin embargo, aunque los pocos de Belén se han convertido en muchos, los creyentes en Jesucristo parecen siempre pocos. Muchos han visto la estrella, pero son pocos los que han entendido su mensaje. Los estudiosos de la Escritura del tiempo de Jesús conocían perfectamente la Palabra de Dios. Eran capaces de decir sin dificultad alguna qué se podía encontrar en ella acerca del lugar en el que habría de nacer el Mesías, pero, como dice san Agustín: "Les sucedió como a los hitos (que indican el camino): mientras dan indicaciones a los caminantes, ellos se quedan inertes e inmóviles" (Sermo 199. In Epiphania Domini, 1, 2).

Entonces podemos preguntarnos: ¿cuál es la razón por la que unos ven y encuentran, y otros no? ¿Qué es lo que abre los ojos y el corazón? ¿Qué les falta a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos que indican el camino pero no se mueven? Podemos responder: la excesiva seguridad en sí mismos, la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de haber formulado ya un juicio definitivo sobre las cosas hacen que su corazón se cierre y se vuelva insensible a la novedad de Dios. Están seguros de la idea que se han hecho del mundo y ya no se dejan conmover en lo más profundo por la aventura de un Dios que quiere encontrarse con ellos. Ponen su confianza más en sí mismos que en él, y no creen posible que Dios sea tan grande que pueda hacerse pequeño, que se pueda acercar verdaderamente a nosotros.

Al final, lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que es más grande, pero también la valentía auténtica, que lleva a creer en lo que es verdaderamente grande, aunque se manifieste en un Niño inerme. Falta la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de asombrarse y de salir de sí para avanzar por el camino que indica la estrella, el camino de Dios. Sin embargo, el Señor tiene el poder de hacernos capaces de ver y de salvarnos. Así pues, pidámosle que nos dé un corazón sabio e inocente, que nos permita ver la estrella de su misericordia, seguir su camino, para encontrarlo y ser inundados por la gran luz y por la verdadera alegría que él ha traído a este mundo. Amén.
(Basílica Vaticana, Martes 6 de enero de 2010)

 

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Ejemplos Predicables


Buscando a Dios

Había una vez un niño que quería conocer a Dios. Pensaba que sería un largo viaje para llegar a donde vivía Dios. Empacó su pequeña maleta, con panecillos y una media docena de jugos y emprendió la partida.
Apenas había recorrido tres cuadras, cuando vio a una viejecita sentada en el parque, observando las palomas. El niño se sentó a su lado y abrió su maletita. Estaba a punto de tomar su jugo, cuando le pareció que la viejecita tenía hambre, así que le ofreció un panecillo. Ella, agradecida, lo aceptó y sonrió. Su sonrisa era tan hermosa que el niño quiso verla nuevamente. Entonces, le ofreció un jugo y la viejita volvió a sonreír.
¡El niño estaba encantado! Ambos se quedaron sentados toda la tarde, comiendo y sonriendo, pero no intercambiaron una sola palabra. Al oscurecer, el niño estaba cansado y se levantó para irse. Se dio la vuelta y le dio un abrazo a la viejecita. Ella le devolvió entonces una hermosa sonrisa como nunca antes había sonreído.
El niño regresó a su casa y cuando abrió la puerta, su madre, sorprendida por la cara de felicidad que tenía su hijo, le preguntó:
- "¿Qué hiciste en el día de hoy que te ha hecho tan feliz?".
- "He comido con Dios. Y sabes qué? Tiene la sonrisa más bella que he visto!".
Mientras tanto, la viejecita, también con mucha felicidad, radiante, regresó a su casa. Su hijo quedó anonadado por la paz que se pintaba en el rostro de su madre y preguntó:
- "Mamá, ¿qué hiciste el día de hoy, que te hizo tan feliz?".
Ella contestó:
- "Comí panecillos en el parque, con Dios. Y ¿sabes qué? Es más joven de lo que yo esperaba".
Podemos estar seguros de que Dios está presente en cada uno de nosotros, como nos enseña esta linda historia.


(cortesía: ive.org et alii)



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