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Domingo 11 del Tiempo Ordinario B - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

 

 

A su disposición

El Directorio Homilético: La Homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica

Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por el Directorio Homilético: Undécimo domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Por qué habla el Señor en parábolas

Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - El grano de mostaza

Aplicación: San Juan Pablo II - El crecimiento del reino de Dios según las parábolas evangélicas

Aplicación: SS. Benedicto XVI - El misterio de la Palabra y del reino de Dios

Aplicación: P. Leonardo Castellani - Las parábolas (refutación de S. Butler: The Fair Heaven)

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - ¿Por qué Cristo habla en parábolas?

Aplicación: P. Jorge Loring S.I.: Domingo Décimo Primer del Tiempo Ordinario - Año B Mc 4: 26-34

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo

 

El Directorio Homilético: La Homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica

APÉNDICE I:

157. Una preocupación particular a la que con frecuencia se ha prestado atención en los años posteriores al Concilio Vaticano II, y de modo particular en los Sínodos de los Obispos, está relacionada con la necesidad de ofrecer una mayor doctrina en la predicación. El Catecismo de la Iglesia Católica representa, al respecto, un recurso ciertamente útil para el homileta, pero es importante que sea usado conforme a la finalidad de la homilía.

158. El Catecismo Romano fue publicado bajo la guía de los Padres del Concilio de Trento y, en algunas ediciones incluía también una Praxis Catechismi que dividía el contenido del Catecismo Romano en base a los Evangelios de los domingos del año. Por ello no sorprende el hecho de que, con la publicación de un nuevo Catecismo en la línea del Concilio Vaticano II, se haya presentado la propuesta de hacer algo similar con el Catecismo de la Iglesia Católica. Una iniciativa de este género debe afrontar diversos obstáculos de carácter práctico pero el más importante se refiere a la objeción fundamental según la cual la Liturgia dominical no es una «ocasión» para tener un sermón sobre un argumento que no es acorde al tiempo litúrgico y a sus temas. No obstante, pueden existir razones pastorales específicas que requieran exponer un particular aspecto de la instrucción doctrinal o moral. Estas decisiones exigen prudencia pastoral.

159. Por otro lado, las enseñanzas más importantes están relacionadas con el sentido más profundo de las Escrituras que, justamente, se manifiesta cuando la Palabra de Dios es proclamada en la asamblea litúrgica. La tarea del homileta no es la de adecuar las Lecturas de la Misa a un esquema temático predefinido sino invitar a los que le escuchan a reflexionar sobre la Fe de la Iglesia, como emerge de las Escrituras en el contexto de la Celebración Litúrgica.

160. Teniendo esto presente, en el Apéndice se ha dispuesto una tabla en la que se indican los números del Catecismo de la Iglesia Católica referidos en las lecturas bíblicas de los domingos y de las solemnidades. Los números han sido escogidos porque citan o aluden a lecturas específicas o porque tratan argumentos presentes en las lecturas. El homileta es así estimulado a consultar el Catecismo no de un modo simple y rápido sino meditando sobre cómo sus cuatro partes están muy relacionadas. Por ejemplo, en el V domingo A del Tiempo Ordinario, la primera lectura habla de la atención a los pobres, la segunda lectura de la locura de la Cruz y la tercera de los discípulos que son la sal de la tierra y la luz del mundo. Las citas del Catecismo las asocian con algunos temas fundamentales: Cristo crucificado es Sabiduría de Dios, contemplado en relación con el problema del mal y de la aparente impotencia de Dios (272); los cristianos están llamados a ser la luz del mundo, a pesar de la presencia del mal y su misión es la de ser semillas de unidad, de esperanza y de salvación para toda la humanidad (782); al compartir el Misterio Pascual de Cristo, significado por el cirio pascual, cuya luz es dada a los nuevos bautizados, nosotros mismos nos convertimos en esta luz (1243); «el mensaje de la salvación, para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos» (2044); testimonio que encuentra una expresión particular en nuestro amor por los pobres (2443-2449). Utilizando el Catecismo de la Iglesia Católica de esta manera, el homileta podrá ayudar al pueblo a integrar la Palabra de Dios, la fe de la Iglesia, las exigencias morales del Evangelio y su espiritualidad personal y litúrgica.

(Undécimo domingo del Tiempo Ordinario - CEC 543-546: el anuncio del Reino de Dios; CEC 2653-2654, 2660, 2716: escuchar la Palabra acrecienta el Reino de Dios)

 

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Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por el Directorio Homilético: Undécimo domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

CEC 543-546: el anuncio del Reino de Dios
CEC 2653-2654, 2660, 2716: escuchar la Palabra acrecienta el Reino de Dios

 
El anuncio del Reino de Dios
543 Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús: La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).

544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. 7, 22). Los declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).

545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).

546 Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino(cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).

La Palabra de Dios

2653 La Iglesia "recomienda insistentemente todos sus fieles... la lectura asidua de la Escritura para que adquieran 'la ciencia suprema de Jesucristo' (Flp 3,8)... Recuerden que a la lectura de la Santa Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues 'a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras' (San Ambrosio, off. 1, 88)" (DV 25).

2654 Los Padres espirituales parafraseando Mt 7, 7, resumen así las disposiciones del corazón alimentado por la palabra de Dios en la oración: "Buscad leyendo, y encontraréis meditando ; llamad orando, y se os abrirá por la contemplación" (cf El Cartujano, scala: PL 184, 476C).

2660 Orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de los secretos del Reino revelados a los "pequeños", a los servidores de Cristo, a los pobres de las bienaventuranzas. Es justo y bueno orar para que la venida del Reino de justicia y de paz influya en la marcha de la historia, pero también es importante amasar con la oración las humildes situaciones cotidianas. Todas las formas de oración pueden ser esa levadura con la que el Señor compara el Reino (cf Lc 13, 20-21).

2716 La contemplación es escucha de la palabra de Dios. Lejos de ser pasiva, esta escucha es la obediencia de la fe, acogida incondicional del siervo y adhesión amorosa del hijo. Participa en el "sí" del Hijo hecho siervo y en el "fiat" de su humilde esclava.



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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Por qué habla el Señor en parábolas


1. Bien es que admiremos ante todo cómo los discípulos, no obstante su deseo de saber, saben escoger el momento en que han de preguntar al Señor. Porque no le preguntan delante de todos; lo que dio a entender Mateo diciendo: Y acercándo­sele sus discípulos. Y que esto no es pura conjetura, lo mani­fiesta más claramente Marcos[4] al contarnos que se le acerca­ron en particular. Es lo que debieran haber hecho sus herma­nos y su madre, y no llamarle desde fuera, y hacer así un acto de ostentación. Considerad también la caridad de los discípulos y cuánta cuenta tienen de los demás. Antes, en efecto, buscan el interés de los otros que el suyo propio. ¿Por qué —dicen­— hablas en parábolas? No dijeron: "¿Por qué nos hablas a nosotros en parábolas?" A la verdad, en muchas otras ocasiones se ve en ellos este mismo espíritu de amor para con todos, como cuando le dicen al Señor: Despide a las muchedumbres[5]; y, hablando de los fariseos: ¿Sabes que se han escandalizado?[6] ¿Qué contesta, pues, Cristo? A vosotros se os ha dado—les dice—conocer los secretos del reino de los cielos; pero a ellos no se les ha dado. Al hablar así, no trata el Señor de sentar una necesidad ni una suerte o destino que se cumple sin razón ni motivo. No. Por una parte da a entender que son ellos los que tienen la culpa de todos sus males y, por otra, quiere dejar bien asentado que el conocimiento de los secretos del reino de los cielos es puro don de Dios y gracia concedida de lo alto. Sin embargo, no por ser don de Dios se suprime el libre albedrío, como se nos pone seguidamente de manifiesto. Mirad, si no, cómo, porque ni el pueblo se separara ni los discípu­los, al oír decir que es don de Dios, se descuidaran, a unos y otros hace ver el Señor que el principio depende de nosotros: Porque a todo el que tiene, se le dará y tendrá con más abun­dancia; más al que no tiene, aun lo que parece que tiene, se le quitará.


AL QUE TIENE SE LE DARÁ

Esta sentencia del Señor está llena de oscuridad; sin em­bargo, en ella se nos muestra una inefable justicia. Lo que, en efecto, quiere decir es esto: Al que es diligente y fervoroso, se le dará también todo lo que depende de Dios; más al que no tiene diligencia y fervor ni hace lo que de él depende, tampoco se le dará lo que depende de Dios. Porque aun lo que parece tener—dice el Señor—, se le quitará; no porque Dios se lo qui­te, sino porque ya no le tiene por digno de sus gracias. Es lo mismo que hacemos nosotros: si vemos que se nos escucha flo­jamente y, por mucho que roguemos que se nos preste atención, no lo conseguimos, optamos por guardar silencio, puesto que, de obstinarnos en hablar, sólo lograríamos aumentar la inaten­ción. Más cuando hay quien tiene interés en saber, a ése, sí, nos le atraemos y sobre él derramamos cuanto tenemos. Y muy bien dijo el Señor: Lo que parece tener, puesto que ni siquiera eso lo tiene de verdad. Seguidamente, aún pone más claro qué quiere decir que al que tiene se le dará, diciendo: Mas al que no tiene, aun lo que parece tener, se le quitará. Si les hablo en parábolas—quiere decir el Señor—es porque, mirando, no ven. —Luego, si no veían —me objetarás—, lo que había que hacer era abrirles los ojos. —Si la ceguera hubiera sido natural, habría habido que abrirles los ojos; mas como aquí se trata de ceguera voluntaria y querida, no dice el Señor simplemente: "No ven", sino: Mirando no ven. Luego de su malicia les viene la ceguera. Vieron, en efecto, expulsados los demonios y dijeron: Por vir­tud de Belcebú, príncipe de los demonios, expulsa éste a los demonios[7]. Le habían oído cómo los llevaba a Dios y cómo se mostraba en acuerdo absoluto con Él, y dijeron: Este no viene de Dios[8]. Como quiera, pues, que afirmaban lo contrario de lo que veían y oían, de ahí—dice el Señor—que les voy a quitar la vista y el oído; porque ningún provecho sacan de ver y oír, sino más grave condenación. No sólo no creían, sino que injuriaban al Señor, le acusaban y tendían asechanzas. Sin embargo, a nada de esto alude ahora, pues no quiere acusarlos demasia­do duramente. Al comienzo, desde luego, no les hablaba así, sino con mucha claridad. Más ya que ellos mismos se desvia­ron, el Señor les habla en adelante por parábolas.

Luego, porque no pensaran que sus palabras eran pura acu­sación; porque no pudieran decir: "Este es un enemigo nues­tro, no quiere sino acusarnos y calumniamos", adúceles el Se­ñor el testimonio del profeta, que pronuncia contra ellos la mis­ma sentencia. Porque en ellos se cumple—dice—la profecía de Isaías, que dice: Con oído oiréis y no entenderéis; y con ojos miraréis y no veréis. ¡Mirad con qué precisión los acusa el profeta! Porque tampoco éste dijo: "No veis", sino: Miraréis y no veréis; ni: "No oiréis", sino: Oiréis y no entenderéis. Ellos fueron, pues, los que primero se quitaron vista y oído, tapán­dose las orejas y cegándose los ojos y endureciendo su cora­zón. Porque no sólo no oían, sino que oían mal. Y así lo hicieron—prosigue el Señor—por temor de que se conviertan y yo los cure; con lo que significa su extrema malicia y cómo muy de propósito se apartaban de Dios[9].


EL SEÑOR QUIERE LA CONVERSIÓN

2. Más si el Señor habla de este modo es porque quiere atraérselos, y a ello los incitó, haciéndoles ver que, si se conver­tían, Él los curaría. Es como se dice: "No me quiso venir a ver y se lo agradezco; pues de haber venido, yo estaba dispuesto a ceder inmediatamente". Es un modo de decir cómo se hubiera llegado a la reconciliación. Es exactamente lo que aquí dice el Señor: No sea que se conviertan y yo los cure; que es dar­les a entender la posibilidad de la conversión y que todo el que se arrepiente se salva. Que se dieran, en fin, cuenta que Él lo hacía todo, no por su propia gloria, sino para salvarlos a ellos. Y es así que, de no haber querido oírlos y salvarlos, tenía que haber guardado silencio y no hablarles en parábolas. Más lo cierto es que con el mismo lenguaje parabólico, con ese mis­mo dejar entre penumbra su pensamiento, trata de excitar su curiosidad. Porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva[10].


EL PECADO NO SE COMETE POR NECESIDAD

Porque que el pecado no viene de la naturaleza ni se co­mete por fuerza y necesidad, oye cómo lo dice a los apóstoles: Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen; en que no tanto se refiere a la vista y al oído del cuerpo, cuanto a los del espíritu. Porque también ellos eran ju­díos y se habían educado en las mismas leyes que el resto del pueblo; y, sin embargo, no les alcanzaba en absoluto el daño predicho por Isaías, pues conservaban sana la raíz de todos los bienes, es decir, la voluntad y la intención. ¿Veis cómo decir: se os ha dado, no es lo mismo que hablar de necesidad? Porque de no haber habido en ello merecimiento alguno de parte de los apóstoles, no los hubiera el Señor proclamado bienaventu­rados. No me vengas, en efecto, con que el Señor hablaba oscu­ramente, pues podían todos acercársele y preguntarle como sus discípulos; pero no lo hicieron por ser desidiosos e indiferentes. Mas ¿qué digo que no quisieron preguntarle? Se declararon ade­más contrarios suyos. Porque no sólo no creían, no sólo no le oían, sino que le hacían la guerra y se molestaban gravemente de sus palabras; cosa de que les acusa el profeta cuando dice que oían de mala gana[11]. No así los apóstoles, que fueron por eso proclamados bienaventurados.


MUCHOS JUSTOS Y PROFETAS DESEARON VER

De otro modo confirma ahora el Señor a los suyos, dicién­doles: Porque en verdad os digo: Muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron. Ver mi venida—quiere decir—, contemplar mis milagros y oír mi voz y mi enseñanza. Porque aquí no pone el Señor a sus discípulos por encima sólo de aque­llos corrompidos escribas y fariseos, sino por encima de los mismos que practicaron la virtud, puesto que afirma haber sido más bienaventurados que ellos. ¿Por qué? Porque no sólo veían, lo que no veían los judíos, sino lo que aquellos antiguos justos y profetas habían deseado ver. Porque éstos sólo pudieron verlo por la fe; los discípulos, empero, lo contemplaron con sus ojos y con entera claridad. Mirad cómo nuevamente enlaza el Señor el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues no sólo ma­nifiesta que aquellos justos y profetas vieron lo por venir, sino que ardientemente lo desearon ver; y no lo hubieran de­seado si se hubiera tratado de un dios extraño y contrario a su propio Dios.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía 45, 1 y 2, BAC Madrid 1955, 855-61)



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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - El grano de mostaza


El evangelio de hoy nos presenta dos parábolas de Jesús: la de la semilla que crece, y la del grano de mostaza. Ambas parábolas pueden ser aplicadas sea a la vida de la Iglesia tomada en su conjunto, sea a la vida del alma considerada en particular.

1. LA IGLESIA ES EL ÁRBOL

Detengámonos en la primera de estas aplicaciones. "El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra". ¿Quién es este sembrador? Nada menos que Dios. El Señor ha querido compararse con un agricultor, según hemos escuchado en la primera lectura, es El quien arroja la semilla. ¿Cuál es esta semilla? Jesucristo nuestro Señor. El es el grano de trigo, que vino del cielo y cayó en la tierra, molido por los golpes de sus verdugos, triturado en la cruz, depositado en el surco del sepulcro, pero al fin resucitado y hecho espiga. Porque, como nos los recordara el mismo Jesús, si el grano de trigo no muere es incapaz de producir fruto. Su misterio pascual, misterio de muerte y de resurrección, es el misterio de un grano que muere y de un grano que resucita, que brota, y que va creciendo. ¿En dónde va creciendo? En la Iglesia. La Iglesia es el fruto de la muerte de Cristo, regada con su agua, vivificada con su sangre, agua y sangre que manaron del hueco que la lanza abriera en el costado de Jesús muerto en la cruz.

Si miramos a la Iglesia el día en que el Señor ascendió a los cielos, nos espantamos por su pequeñez. Era el primer tallo, débil, tembloroso, brotado del surco de la Pasión del Señor. La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés hizo que ese grupo reducido —pequeño rebaño, lo llamó Jesús— tuviera el coraje de salir a la luz pública. Y allí comenzaron las conversiones. Los apóstoles se repartieron por todo el mundo, siguiendo las señoriales rutas del Imperio Romano, por tierra y por agua. Brotaron, entonces, las pequeñas cristiandades, plantadas generalmente —ellas también— sobre la sangre de los mártires. Y así esa Iglesia, que vimos tan pequeña en el Cenáculo, se fue extendiendo, creciendo, de día y de noche, hasta hacerse inmensa. Es lo que dice la parábola que nos ocupa: "La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga".

Nos impresiona considerar cómo el Señor escogió a un grupito de personas débiles para convertir al Imperio más imponente de la historia, que extendía sus añosas ramas por todo el mundo civilizado de aquella época. Dice San Pablo que Dios eligió a los necios del mundo para confundir a los fuertes. Los apóstoles eran humildes y pequeños, pescadores y publicanos, eran la semilla de mostaza que, cuando se la siembra, es la más diminuta de las semillas de la tierra, pero después crece y llega a ser la más grande de las legumbres. Ya en el año 150 pudo decir Tertuliano: "Somos de ayer y llenamos el mundo". Y esto a pesar de tantas dificultades: las pasiones de los hombres, la moral decadente de la época, el poder del Estado adversario, la filosofía pagana, los templos de los ídolos, las terribles persecuciones. Grandes tempestades contra una semillita que apenas si encontraba espacio de tierra para germinar.

Es lo que queremos significar cuando afirmamos en nuestro Credo: Creo en la Iglesia que es católica. Católica quiere decir universal. No una religión más, una religión entre otras, que tan sólo pediría convivir en paz con las demás. La Iglesia, por su mismo nombre, protesta contra esa idea, de cuño liberal. Se sabe la única Esposa de Cristo —Cristo no tiene muchas Esposas—, la única verdadera, la que pretende nada menos que coincidir con la humanidad. Y si algún día apareciera un pueblo nuevo, desconocido hasta entonces, la Católica sentiría la imperiosa necesidad de enviar allí a sus misioneros, aunque fuese en detrimento de las cristiandades ya establecidas. Así, arrasando con todos los cálculos de una estrategia puramente humana, la historia nos muestra cómo envió misioneros incluso a pueblos en decadencia, en vías de desaparición. Si, por un absurdo, la Iglesia renunciara un día a estar en todas partes, a llegar a todos los ambientes, dejaría de ser lo que es, católica.

Claro que no es cuestión de geografía o de estadísticas. Ya la Iglesia era católica en la sala de Pentecostés. Y lo seguiría siendo también si en el futuro, apostasías masivas le hicieran perder la mayor parte de sus fieles. Es católica por esencia, es decir, que posee en sí algo de tal naturaleza que la vuelca a la totalidad, y le impide reposar mientras no logre coincidir con el todo. Tiene el acuciante dinamismo de una semilla que tiende a ser árbol. Un árbol que, como dice el Señor, "extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra".


2. EL ALMA ES EL SUELO DEL ARBOL

Esto que hemos considerado refiriéndolo a la Iglesia universal o católica, podemos también aplicarlo a cada uno de nosotros. El día en que fuimos llevados, en brazos de nuestros padres, a la pila bautismal, Dios sembró la fe en nuestro interior. La fe es un don de Dios, viene de Dios, el sembrador de la vida divina. Una fe tenue, sin duda, como el grano de mostaza. Pero, a partir del día en que adquirimos el uso de la razón, esa fe comenzó a crecer. Porque nuestra fe tiene una historia, con sus altos y sus bajos. Considerando las cosas con la perspectiva que nos da el transcurso del tiempo, nos impresiona pensar ahora en lo que fue esa plantita de nuestra fe inicial, sembrada en la tierra de nuestra alma, cómo frente a ella, a lo largo de los años, se fueron coaligando y se siguen aliando tantos enemigos, que hubieran querido y quieren arrancarla de cuajo: nuestras pasiones, nuestra tendencia a racionalizarlo todo, el ambiente hedonista y naturalista en que nos movemos, los medios de comunicación francamente corruptores, los poderes que odian esa fe o que la desprecian, y en último término el demonio. Una tempestad, un verdadero huracán contra esa planta de nuestra fe. Y sin embargo, si somos fieles —¡qué linda palabra ésta: fieles!— nuestra fe tiende a crecer contra viento y marca hasta hacerse un árbol sólido donde aniden los pájaros, con sus flores y sus frutos. Las flores y los frutos de las virtudes que, en última instancia, brotan de esa misma fe inicial.

La fe es, pues, una semilla en nuestra alma, comparable a un grano de mostaza. También lo es la palabra de Dios, gracias a la cual nuestra fe es exhortada a crecer. "La fe es por la predicación —dice San Pablo—, y la predicación por la palabra de Cristo". El mismo Jesús comparó la palabra con una semilla que se anida en el surco del corazón. Cuando la escuchamos, sobre todo en la iglesia, sea a través de las lecturas bíblicas, sea mediante la voz del sacerdote, cae en nuestro interior una semilla, una gracia. Porque esa palabra de Dios, que es viva, eficaz y tajante, que penetra hasta la coyuntura de la médula, para discernir los pensamientos y las intenciones del corazón, no quiere permanecer estéril. Esa palabra está allí para destruir y arrancar viejos vicios, para edificar e implantar nuevas virtudes. Si la ahogamos con nuestras preocupaciones terrenas, con nuestros egoísmos, con nuestras deslealtades, esa semilla queda sofocada y perece. En el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos esta hermosa expresión: "la palabra del Señor crecía". Así debe suceder en el interior de cada uno de nosotros. Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica.

Tales son las resonancias que suscitan en nosotros las dos parábolas de hoy. Pronto nos vamos a acercar a recibir el Cuerpo de Jesús, de ese Jesús que se hizo semilla por nosotros, grano de trigo molido en la pasión, vuelto árbol en la cruz, y florecido en la Eucaristía para alimento de las almas. Cuando se recline sobre nuestra lengua podemos quizás decirle: "Señor, tú has penetrado por primera vez en mi corazón el día de mi Bautismo. Desde entonces, has obrado en mí a la manera de una semilla, pequeña pero fecunda, que tiende a invadir toda mi vida y no permitir que región alguna de mi alma permanezca infructuosa en su esterilidad. Hoy, una vez más, vuelves a entrar en mi interior para transformarme por adentro. Tú, Señor, eres el grano de mostaza, grano ferviente, sembrado en mi alma. Te pido que crezcas cada día más en mí, que desbordes los diques de mis egoísmos, hasta tomar la medida de un árbol sobre el cual pueda reposar la paloma del Espíritu Santo, con sus dones y virtudes. Que tu Eucaristía se derrame en mí, Señor, al modo de levadura que haga fermentar la harina de mi vida, para que pueda convertirme en el trigal de tu hostia. Y que mi corazón enamorado de ti, sea un fiel reflejo, en pequeño, de la catolicidad de tu Iglesia. Así sea".
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p. 182-186)



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Aplicación: San Juan Pablo II - El crecimiento del reino de Dios según las parábolas evangélicas


1. Como dijimos en la catequesis anterior, no es posible comprender el origen de la Iglesia sin tener en cuenta todo lo que Jesús predicó y realizó (cf. Hch 1, 1). Precisamente de este tema habló a sus discípulos, y nos ha dejado su enseñanza fundamental en las parábolas del reino de Dios. Entre éstas, revisten importancia particular las que enuncian y nos permiten descubrir el carácter de desarrollo histórico y espiritual que es propio de la Iglesia según el proyecto de su mismo Fundador.


2. Jesús dice: «El reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega» (Mc 4, 26-29). Por tanto, el reino de Dios crece aquí en la tierra, en la historia de la humanidad, en virtud de una siembra inicial, es decir, de una fundación que viene de Dios, y de uno obrar misterioso de Dios mismo, que la Iglesia sigue cultivando a lo largo de los siglos. En la acción de Dios en relación con el Reino también está presente la «hoz» del sacrificio: el desarrollo del Reino no se realiza sin sufrimiento. Éste es el sentido de la parábola que narra el evangelio de Marcos.


3. Volvemos a encontrar el mismo concepto también en otras parábolas, especialmente en las que están agrupadas en el texto de Mateo (13, 3-50).

«El reino de los cielos - leemos en este evangelio - es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mt 13, 31-32). Se trata del crecimiento del Reino en sentido «extensivo».

Por el contrario, otra parábola muestra su crecimiento en sentido «intensivo» o cualitativo, comparándolo a la «levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Mt 13, 33).


4. En la parábola del sembrador y la semilla, el crecimiento del reino de Dios se presenta ciertamente como fruto de la acción del sembrador; pero la siembra produce fruto en relación con el terreno y con las condiciones climáticas: «una ciento, otra sesenta, otra treinta» (Mt 13, 8). El terreno representa la disponibilidad interior de los hombres. Por consiguiente, a juicio de Jesús, también el hombre condiciona el crecimiento del reino de Dios. La voluntad libre del hombre es responsable de este crecimiento. Por eso Jesús recomienda que todos oren: «Venga tu Reino» (cf. Mt 6, 10; Lc 11, 2). Es una de las primeras peticiones del Pater noster.


5. Una de las parábolas que narra Jesús acerca del crecimiento del reino de Dios en la tierra, nos permite descubrir con mucho realismo el carácter de lucha que entraña el Reino a causa de la presencia y la acción de un «enemigo» que «siembra cizaña (gramínea) en medio del grano». Dice Jesús que cuando «brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña». Los siervos del amo del campo querrían arrancarla, pero éste no se lo permite, «no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero» (Mt 13, 24-30). Esta parábola explica la coexistencia y, con frecuencia, el entrelazamiento del bien y del mal en el mundo, en nuestra vida y en la misma historia de la Iglesia. Jesús nos enseña a ver las cosas con realismo cristiano y a afrontar cada problema con claridad de principios, pero también con prudencia y paciencia. Esto supone una visión trascendente de la historia, en la que se sabe que todo pertenece a Dios y que todo resultado final es obra de su Providencia. Como quiera que sea, no se nos oculta aquí el destino final ?de dimensión escatológica? de los buenos y los malos; está simbolizado por la recogida del grano en el granero y la quema de la cizaña.


6. Jesús mismo da la explicación de la parábola del sembrador a petición de sus discípulos (cf. Mt 13, 36-43). En sus palabras se transparenta la dimensión temporal y escatológica del reino de Dios.

Dice a los suyos: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios» (Mc 4, 11). Los instruye acerca de este misterio y, al mismo tiempo, con su palabra y su obra «prepara un Reino para ellos, así como el Padre lo preparó para él [el Hijo]» (cf. Lc 22, 29). Esta preparación se lleva a cabo incluso después de su resurrección. En efecto, leemos en los Hechos de los Apóstoles que «se les apareció durante cuarenta días y les hablaba acerca de lo referente al reino de Dios» (cf. Hch 1, 3) hasta el día en que «fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). Eran las últimas instrucciones y disposiciones para los Apóstoles sobre lo que debían hacer después de la Ascensión y Pentecostés, a fin de que comenzara concretamente el reino de Dios en los orígenes de la Iglesia.


7. También las palabras dirigidas a Pedro en Cesarea de Filipo se inscriben en el ámbito de la predicación sobre el Reino. En efecto, le dice: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 19), inmediatamente después de haberlo llamado piedra, sobre la que edificará su Iglesia, que será invencible para las «puertas del Hades» (cf. Mt 16, 18). Es una promesa que en ese momento se formula con el verbo en futuro, «edificaré», porque la fundación definitiva del reino de Dios en este mundo todavía tenía que realizarse a través del sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Después de este hecho, Pedro y los demás Apóstoles tendrán viva conciencia de su vocación a «anunciar las alabanzas de Aquel que les ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (cf. 1 Pe 2, 9). Al mismo tiempo, todos tendrán también conciencia de la verdad que brota de la parábola del sembrador, es decir, que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer», como escribió san Pablo (1 Cor 3, 7).


8. El autor del Apocalipsis da voz a esta misma conciencia del Reino cuando afirma en el canto al Cordero: «Porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes» (Ap 5, 9. 10). El apóstol Pedro precisa que fueron hechos tales «para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (cf. 1 P 2, 5). Todas éstas son expresiones de la verdad aprendida de Jesús quien, en las parábolas del sembrador y la semilla, del grano bueno y la cizaña, y del grano de mostaza que se siembra y luego se convierte en un árbol, hablaba de un reino de Dios que, bajo la acción del Espíritu, crece en las almas gracias a la fuerza vital que deriva de su muerte y su resurrección; un Reino que crecerá hasta el tiempo que Dios mismo previó.


9. «Luego, el fin anuncia san Pablo, cuando [Cristo] entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad» (1 Cor 15, 24). En realidad, «cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 28).

Desde el principio hasta el fin, la existencia de la Iglesia se inscribe en la admirable perspectiva escatológica del reino de Dios, y su historia se despliega desde el primero hasta el último día.
(Audiencia General del Miércoles 25 de septiembre de 1991, Lectura de evangelio de san Marcos, capítulo 4, versículos 26-29)



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Aplicación: SS. Benedicto XVI - El misterio de la Palabra y del reino de Dios

Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26-34). A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.

En la primera parábola la atención se centra en el dinamismo de la siembra: la semilla que se echa en la tierra, tanto si el agricultor duerme como si está despierto, brota y crece por sí misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la confianza en la fuerza de la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la redención, de la obra fecunda de Dios en la historia. Él es el Señor del Reino; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se alegra de la acción creadora divina y espera pacientemente sus frutos. La cosecha final nos hace pensar en la intervención conclusiva de Dios al final de los tiempos, cuando él realizará plenamente su reino. Ahora es el tiempo de la siembra, y el Señor asegura su crecimiento. Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. A este propósito escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cf. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).

La segunda parábola utiliza también la imagen de la siembra. Aquí, sin embargo, se trata de una semilla específica, el grano de mostaza, considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.

La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del reino de Dios. En las dos parábolas de hoy ese misterio representa un «crecimiento» y un «contraste»: el crecimiento que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 17 de junio de 2012)


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Aplicación: P. Leonardo Castellani - Las parábolas (refutación)

Hemos dicho en este libro que la parábola es un género creado por Jesucristo, que ni antes ni después de El fue usado por nadie. Esta afirmación es nueva, y conviene justificarla.

Parecería que la parábola de los Evangelios pertenece al género griego del apólogo; que es una fábula (mythos) cuyos personajes son humanos en vez de imaginarios nos, como por ejemplo El Viejo y la Muerte de Esopo. No es así, sin embargo: el apólogo griego es una narración más sencilla en su contextura que termina en una conclusión de moral corriente, que llamamos en español moraleja; y muy bien llamada: es una moralidad chiquita: como por ejemplo:

Tenga paciencia quien se cré infelice,
Que aun de la situación más lamentable,
Es la vida del hombre siempre amable:
El viejo de la leña nos lo dice,
en el susodicho apólogo de Esopo, traducido por Samaniego.

La parábola evangélica es más bien que narración un cuadro, con más elemento dramático que épico; y presenta casi sin excepción una especie de distorsión, como la hecha por un espejo convexo, que desconcertó desde el principio a los intérpretes, y sobre todo a los retóricos paganos, como Celso, que las tachó de extravagantes; y en nuestros días han sido tratadas hasta de “criminales” o ''inmorales''.

Esta distorsión de rasgos responde al propósito, como está dicho, de aludir al misterio, a lo teológico, a lo infinito; y ha sido comparada no sin propiedad por Chesterton al soplo impetuoso que en la plástica barroca hincha los ropajes, tuerce los miembros y agita las líneas arquitectónicas, haciéndolas danzar a veces; como en los cuadros del Greco, las estatuas del Bernini y los altares del Vignola.

En suma, la parábola pertenece al género símbolo; que es más que un género literario, el modo de expresión más primitivo y fundamental de la poesía; mezclado con humorismo, como diríamos hoy, un humorismo teológico o trascendental –como ha sido bautizado–, no una cualquiera jocosidad o ironía. Archibald Cronin escribió al final de su novela Las Llaves del Reino: “El Cristo es más grande que Buda; pero Buda tenía más sentido del humor”. Se equivoca. Chesterton en su libro Orthodoxy notó que esta singular exageración que se encuentra en las parábolas, no es otra cosa que humorismo; aunque omite allí el explicarse más claramente.

En la literatura cristiana posterior a Cristo no encontramos parábolas: el Pilgrim Progress de Bunyan, el Pilgrim Regress de Lewis y las tremendas novelas satíricas del Deán Swift, por ejemplo, son propiamente alegorías. Tampoco puede llamarse parábola sublime, como la calificó Macaulay, la Divina Comedia de Dante; ésta es un poema épico de una creación enteramente nueva, una epopeya espiritual, que preside toda la literatura romántica. En todo caso, lo que más se parecería a la parábola son los actuales relatos monstruosos de Kafka, o algunas de las últimas novelas de Hemingway.

En el Viejo Testamento se habla de las parábolas (o “semejanzas”) de Salomón y se dice que el Rey Sabio compuso 3.000 dellas. Pero las parábolas de Salomón que se han conservado no son sino comparaciones brevísimas, de contenido moral casi siempre, que tienen uno o dos dísticos solamente. Verdad es que aquí se encuentra el embrión del género que en los rabbíes posteriores se desarrolló; y en Cristo se consumó. En los rabbíes anteriores a Cristo se encuentran parábolas más extensas (como las que hemos citado de Elisha-ben-Abuyah y de Josef-Bar-Iudah en p. 60) pero todas las que conocemos tienen el carácter ya definido de “apólogos”.

El escritor modernista Samuel Butler –no S. Butler el satírico, sino S. Butler el pintor– y otros después de él, califica a las parábolas de Cristo de ''inmoralistas”. La aseveración es típica del escritor más impío que conocemos, al lado del cual Voltaire y su epígono Anatole France parecen simples nenes bocasucias. ¿Por qué? Porque, según el autor de The Way of All Flesh, las parábolas principales del Nazareno insinuarían máximas contrarias a la moral natural. Ignoraba el escritor inglés que su blasfema afirmación, que trasunta una ignorancia monumental, había sido refutada de antemano por un contemporáneo suyo, el danés Kirkegor, en su profunda doctrina de la distinción entre la “instancia ética” y la “instancia religiosa”, y en la sutil observación de que la “instancia religiosa” comporta una especie de “suspensión de la moral”, provisoria desde luego; y en el fondo sólo aparente.

Por lo demás, cualquier hombre con cultura artística sabe que cuando el artista crea símbolos o imágenes no por eso los aprueba o recomienda; se reduce a retratar una realidad. Que existen Mayordomos Pícaros, por ejemplo, es una realidad; y la conclusión de la parábola que dice que “los pícaros son más pícaros en sus negocios que los Buenos en los suyos” es una ironía de Cristo, como está dicho en su lugar, o como dijo exactamente Cristo que “los hijos de las tinieblas ven mas en sus cosas que en las propias los hijos de la luz”, lo cual es una verdad que tiene su justificación teológica, y que incluso se puede apoyar con Aristóteles. Aristóteles dijo que para las cosas divinas los ojos humanos son como los ojos del murciélago para el sol: a causa no de la deficiencia sino de la excelencia del objeto. Y así es justo que los fieles vean menos en sus cosas propias, que son las divinas, que no los pícaros en las suyas, que son las picardías. Mas Aristóteles añade, que ese conocimiento, aunque sea fragmentario y oscuro por exceso de luz tiene infinito más valor que el conocimiento de lo terreno, aunque sea mayor y más claro. Que un pagano tenga que enseñarle al hijo del clérigo Butler estas cosas...

Este dicho de Cristo funda la doctrina de la fe, de la que enseñan los teólogos que es obscura, y que desde el respecto de la claridad, la facilidad y el gozo de conocer, es inferior a la ciencia; pero no desde el respecto de su valor.

El libro The Fair Haven –que se puede traducir El Puerto de Salvación–, de Samuel Butler el Pintor, es el libro más pérfido que se ha escrito en el mundo. Como dije, Voltaire y Anatole France son dos nenes al lado de este superadulto frío y culebroso, dueño de una malicia calculada y dosificada, y un odio contenido, el cual funde la mofa volteriana con el sarcasmo helado del Deán Swift y la información y sutileza teológica de un Newman.

Nada me extrañaría que Samuel Butler haya sido un demoníaco, en el sentido kirkegordiano. Ciertamente es uno de los heraldos del Anticristo. Es el escritor antirreligioso más eficaz de los tiempos modernos; lo cual es decir de todos los tiempos; porque no ataca al cristianismo, sino que lo “traiciona”: lo mata con un beso, como Judas. Su método es la perfidia, llevada a una perfección tal que llega a la obra de arte.

El libro constituye una defensa fingida de la resurrección de Cristo, y de lo fundamental del Cristianismo (que es Lo Sobrenatural) hecha al revés; es decir, hecha de modo que no pruebe, sino que pruebe lo contrario. Pertenece pues al género parodia; pero no es una parodia ordinaria, lo cual pertenece a la comedia, sino una parodia sardónica, y fríamente satánica.

Butler atribuyó su libro –y en forma tan hábil que al principio engañó a muchos– a dos pastores protestantes hermanos que llamó Tohn Pickard Owen y William Bickersteth Owen. Este último publica la obra de su “her­mano mayor” y la prolonga con una “memoria” acerca de la vida religiosa (la educación, la caída en la incredulidad, y la conversión final) del otro, que es de una astucia extraordinaria (humor al tercer grado) y enmarca al libro supuesto del otro pastor supuesto con toda eficacia. La religión cristiana es expuesta allí (to expose: poner en picota, en inglés) desde tres ángulos adversos, a la vez: el autor de la memoria es un cristiano bobo; el hermano es un cristiano ingenioso que exhibe una defensa extravagante y disparatada del dogma, y concede al adversario, como de paso y sin llamar la atención justamente lo que el adversario desea; y las objeciones del adversario son las reales y serias, y puestas en la forma más hábil, mientras los argumentos del Defensor-Fídei están deliberadamente y también hábilmente viciados. Y los tres ataques (mejor dicho, calumnias) están envueltos en un odio solapado, que se filtra a veces directamente en sarcasmos repentinos, como brotes de lava, que Butler no sabe esconder ni contener; y traicionan, bajo el disfraz, el ánimo verdadero: o sea el “foul play”, que dicen ellos: juego sucio.

Como dije, la primera edición de la parodia engañó a algunos reviewers, o críticos, a no ser que mienta también Samuel Butler en las citas que pone al prólogo de la segunda edición, firmado con el seudónimo de Gerald Bullet. Según él, un crítico escribió: “To the sincerely inquiring doubter, the striking way in wich the truth of the Resurrection is exhibited, must be most benefical”. Es decir: “para los dudantes que inquieren de buena fe la estupenda manera en que la verdad de la Resurrección está expuesta, tiene que hacerles un provecho enorme”.

Eso es mucho peor que creer que Cide Hamete Benengueli existió realmente y que Cervantes fue moro de modo que es probable que sea una mofa más de Butler y no un tropezón de un crítico; cuyo nombre, por lo demás, no se da.

Uno quisiera ser benigno con este libro –como con todos– y clasificarlo de sátira a la mala apologética y a la apologética en general, protestante o católica, pero como dije, no es posible. Butler no es un ingenuo burlón o sarcástico cualquiera, sino que realmente es protervo. El retrato que hace de su madre (de la madre de los dos Owen) es sublevante. Pretendiendo pintarla como un modelo de piedad y de bondad y exhibiendo felonamente los signos del cariño filial, la deja en realidad hecha un trapo sucio, con la sugestión implícita de que eso son en realidad las mujeres llamadas “muy religiosas”. Para los antiguos la palabra pietas significaba en primer término el amor filial, el sentimiento de los hijos para con sus padres; de donde impío en latín significaba lo que el criollo llama desmadrado, que luego por extensión se aplicaba a Dios, de modo que en castellano la impiedad conservó solamente ese segundo sen­tido de animadversión contra Dios; con lo cual la sabiduría de los pueblos aludía quizá a un lazo misterioso que existe entre el amor a los padres y la reverencia a Dios. De hecho, el 5º Mandamiento del Decálogo –4º para nosotros–, “Honrar padre y madre”, está colocado en la primera tabla de la Ley, que contiene las obligaciones del hombre para con Dios; porque los padres son representantes vivientes de Dios.

Ningún mejor ejemplo de esta relación misteriosa que este Butler: Butler odió a sus padres, lo mismo que a Dios; antes o después que a Dios, no lo sé. Además del odioso retrato de su madre que hace en este libro “re­ligioso”, escribió una novela autobiográfica llamada The Way of All Flesh, en que deja a sus dos genitores de oro y azul, a su padre sobre todo, que fue pastor protestante.

En el penúltimo capítulo de este libro, el XXV, Butler habla de su propia obra literaria, pintándola con bastante exactitud, aunque muy ventajosamente; y defiende el núcleo de su pensamiento. Este núcleo pertenece a la herejía cristiana que se llama técnicamente modernismo –que Newman calificó en su nacimiento de “liberalismo religioso”– condenada por San Pío X. El espíritu de esta herejía actual y hoy sumamente difundida está allí expuesto con gran nitidez: no es extraño que Bernard Shaw, Beresford, B. Nichols, Huxley y demás modernistas actuales, tengan a Butler como su autor de cabecera.

El criterio supremo de la verdad religiosa consiste en la buena crianza (!). Así lo dice, en p. 460 de la edición Penguin del año 1941: “Que un hombre haya sido bien criado y críe a otros bien; que su figura, cabeza, manos, pies, voz, manera e indumento sean convincentes en este punto; de modo que ninguno pueda mirarlo sin caer en la cuenta de que viene de buen tronco y constituirá un buen tronco, esto es el “desiderandum”. Y lo mismo las mujeres. El mayor número de esta gente bien criada y la mayor felicidad de ellos, éste es el bien supremo; hacia este Bien, todo el gobierno, todas las reglas sociales, todo el arte, literatura y ciencia, tiene que estar directa o indirectamente dirigido. Hombres santos y mujeres santas son los que tienen esto en vista automáticamente todos los momentos, sean de pasatiempo, sean de trabajo...”.

Ese es pues el fin de la religión verdadera. ¿Y cuál es la religión verdadera? Ninguna y todas. “Cualquier secta que muestre superioridad a este respecto debe llevarse a las demás por delante'' dice Butler. “El Cristianismo fue verdadero en tanto cuando fomentó la belleza; y él fomentó mucha belleza. Fue falso en cuanto fomentó la fealdad, y él fomentó mucha fealdad...”.

“Hay que ser cristiano, pero lo más mal cristiano [”lukewarm - tibio”] posible...”.

Finalmente, el fondo y el espíritu de la última herejía está expresado así:

“Sería inconveniente cambiar las palabras de nuestro misal [”Prayer book”] y de nuestro Credo [”Articles”] pero sería conveniente cambiar en una forma silenciosa los significados que ponemos debajo...”. La Iglesia debería hacer eso, según Butler.

Ésta fue exactamente la política de los eclesiásticos y laicos tocados de modernismo a principios del siglo, antes de ser desenmascarados por Pío X: vaciar de su contenido sobrenatural o trascendente los dogmas cris­tianos, conservando la cáscara, en definitiva, convertirlos en “mitos”... de la adoración del hombre en lugar de Dios. Ese trabajo continúa hoy día en vasta escala y en diversas formas; no es sino prolongación proterva de lo que se llamó el siglo pasado catolicismo liberal, hoy día enteramente puesto al desnudo en España y en Italia, pero no todavía en la Argentina, donde cuando esto escribo sufrimos un rebrote de él sumamente crudo; y bien atrasado por cierto.

Hemos querido caracterizar a este escritor modernista antes de copiar su brulote contra las parábolas de Cristo y en realidad contra toda su doctrina, que dice así. “Ninguna de las parábolas puede ser interpretada literalmente con ventaja para el bienestar humano, excepto quizás la del buen Samaritano; ni tampoco el Sermón de la Montaña, salvo en algunos pasajes que eran en realidad patrimonio común de la Humanidad antes de la venida de Cristo. Las parábolas que todos aplauden son en realidad muy malas: el Mayordomo Pícaro, Los Operarios de la Viña, el Hijo Pródigo, El Rico y Lázaro, el Sembrador, las Vírgenes Cuerdas y Locas, la Vestidura Nupcial, el Hombre que planto una Viña... todas son groseramente inmorales, o tienden a engendrar un concepto muy bajo del carácter de Dios, un concepto muy por debajo del promedio de los buenos reyes terrenales. Y cuando no gon inmorales o no tienden a degradar el carácter de Dios, Son las más simples paparruchas ima­ginables, tal que uno se asombra de ver que “eso” haya sido aceptado como predicado primigeniamente por el Cristo. Algunas máximas como las que inculcan la concordia y un cierto perdón de las injurias –con tal que sean practicables– son ciertamente buenas; pero el mundo no debe su descubrimiento a Jesucristo; y no tienen mucha influencia por cierto en la vida práctica de sus seguidores...”[The Fair Haven, London, Watts and Co., 1938, p. 34]

Claramente se ve aquí cómo esa permanente alusión a lo sobrenatural o irrupción de lo teológico en las parábolas, que les dan su sello propio y único en toda la literatura del mundo, ha sido malentendido por Butler, lo mismo que por los fariseos. Cristo lo sabía perfectamente: que su predicación tenía que ser “piedra de escándalo”, y “dichoso aquel que en mí no escandalice”, es decir, no tropiece. Y por eso contestó con divina iro­nía a los que le observaban:

“–¿Por qué les hablas en parábolas, si ya ves que no te entienden?

“–Para eso, para que no entiendan... y se pierdan”.

Respuesta de previsión, lucidez y dolor –que Butler calificará sin duda de “ferocidad”–, respuesta que quiere decir lo contrario de lo que dice, como es propio de la ironía.

Vamos a ver para terminar nuestro trabajo la exégesis de cualquiera de las parábolas tan incriminadas por Butler; por ejemplo, el Hijo Pródigo (Lc. XV, 11).

Es una narración sencilla del Descarrío, la Conversión y la Vuelta Gloriosa de un mal muchacho cualquiera, hecha con suma sobriedad y un toque sutil de humorismo, sin la menor babura de retórica: como todos los grandes artistas, Jesús-ben-Nazareth compone más con cosas que con palabras.

Un hombre tenía dos hijos
Y el Hijo Menor dijo al Padre:
Padre, dáme mi parte de la hacienda
La parte que me corresponde
Y el Padre partió entre los dos la Hacienda”.

Las dos primeras partes no tienen dificultad ninguna, y el exegeta puede limitarse a notar si quiere, además de los graciosos paralelismos, antítesis y broches propios del ritmo oral, los toques sutiles de inteligencia y las ironías no apoyadas del cuentito: lo del “que me corres­ponde' que en realidad no le correspondía, la total su­misión del Padre al albedrío del Hijo Menor; la escapa­da de éste a una “región grandota”, el Mundo, en contraposición al recinto pequeño y cerrado del hogar, la vida “licenciosa”, que la Vulgata traduce “lujuriosa” pero que el griego dice, “akóotoos” que significa algo como despatarrado, o alocado, la crisis que cayó sobre la región “grande”; la dureza del “propietario” de aquella región; el lamentable “pastor de cerdos”, la desolación el hambre, las bellotas o algarrobas. Los Santos Padres han decantado bastante sobre todos los pormenores; y han hecho de ellos todos los símbolos posibles imaginables. Pero para los oyentes de Cristo, eso era una especie de chimento común, sumamente lógico y verosímil verisimilior vero, aunque transfigurado por un foco de inteligencia y un patetismo extraordinario. El “Padre”... Padres como éste de aquí, se dan pocos.

La pintura del arrepentimiento genuino, la decisión absoluta, y el retorno incondicional e inmediato del muchachito a su casa, se cierra con el gesto igualmente absoluto del Padre que todo el tiempo observaba el camino desde su torre, y le sale al encuentro a mitad del camino, y hace él más de la mitad del dificultoso encuentro. La magnanimidad, el amor y la alegría paternales no han sido jamás logradas en tan breves líneas y tan decisivos rasgos por ningún poeta del mundo.

Viene luego la Fiesta del Buen Retorno, que es lo que Butler encuentra inmoral, Y Gide ha intentado torcer en otra dirección, haciendo desarrepentir al Hijo Pródigo, y pintando al Hijo Mayor como un Puritano hipócrita y repelente Pero las cosas que dice el Hermano Mayor son verdaderos y razonables –aunque no quizás su teatral enojo– y el Menor guarda silencio delante del “justo”; mas el Padre cubre a los dos con una misericordia que se levanta sobre la común moral de los hom­bres sin anularla, como el cielo sobre la tierra, pues pertenece al plano religioso que está por encima del plano ético; y es el Instante, el punto de inserción de la eternidad en el tiempo. No es de extrañar que Butler y Gide, ciegos a la eternidad, aquí ya no vean nada; o vean al revés, que es peor.

El Hijo Mayor no es el pueblo judío –y el Menor el Gentilismo– como interpreta San Agustín alegóricamente, eso no calza bien con la narración. Tampoco es el Fariseo, el Puritano Hipócrita, aquel que se dice justo sin serlo, como indica San Jerónimo. El Padre no lo trata de hipócrita ni de gazmoño; al contrario, le dice cariñosamente: “Vives Conmigo y todas mis cosas son tuyas”.

El Hijo Mayor es simplemente el Justo de este mundo, el Hombre Moral, el Consejero de la Corona, que diría Kirkegor: el Juez de la Corte Suprema, el Obispo, el Cura, la Señorona Marquesa Pontificia, yo, y el portero Bernardo: los que nunca hemos sacado los pies del plato, y tenemos que hacer un gran trabajo de investigación para confesarnos cada semana. Cristo aludió irónicamente a nuestra justicia (o nuestra corrección) de la que estamos un poquito demasiado ufanos. “Todas nuestras justicias son una cosa sucia”, dice la Escritura; y la palabra que pone allí Isaías en el Canto XIV es mucho más fuerte que sucia; y hoy día chocaría. Y que por eso “hay más gozo en el cielo por un pecador que vuelve a penitencia [rotundamente, descendiendo hasta el tope de la más extrema humildad] que por 99 justos... que no tienen necesidad de penitencia”, añadió con malicia Cristo; supuesto que sus oyentes, esos hebreos analfabetos, pero pasados de Escritura Sacra, sabían perfecta­mente que todos tenemos necesidad de penitencia. “Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente”.

Y así podríamos recorrer fácilmente todas las parábolas que chocaron a Butler y todas las 120 que hay en el Evangelio: Muchas están “hecha” ya en el cuerpo de este libro, y para muestra hay ya de sobra botones.

El Rico Epulón (Lucas, XVI, 9). Aquí hay una cosa muy brava, que es nada menos que el Infierno: Butler, Gide, Shaw y Cía. no quieren ni oírlo nombrar. “El hombre que cree en el infierno no puede ser religioso”.

Había un Hombre Rico, que se vestía de purpura y holanda
Banqueteando en grande cada día
Y había un pobre llamado Lázaro, que yacía ante su puerta
Cubierto de llagas
Y ansiaba con los restos que caían de su mesa hartarse
Y ninguno se los daba.

El mismo procedimiento narrativo, el planteo despo­jado de la historia en unas pocas frases directas, cósicas y cromáticas, trabadas en balanceo y antítesis; el dramático encuentro del Leproso y el Magnate en la otra vida y el breve y golpeado diálogo con su exageración oriental, y la resuelta conclusión de que “Si no creen a Moisés y a los Profetas –Tampoco se dejarán persua­dir– Aunque uno resucite de entre los muertos”; lo cual se verificó literalmente en la resurrección del “otro Lázaro –y la coincidencia de los dos nombres no debe ser casual– y en la del propio Cristo.

Lo que debe haber de “inmoral” en esta parábola –según Butler– será sin duda la poca misericordia de Abraham, que responde negativa al Epulón, primero acerca del darle una gota de agua por medio de Lázaro, y, des­pués, en hacer que Lázaro resucite para ir a avisarle a sus cinco hermanos que hay otra vida, y que en ella las cosas van a veces al revés que en esta. Pero Abraham dio allí una razón muy buena de su negativa; y dentro de las convenciones del género, exacta; que no lo hacía pura y simplemente porque era imposible: pues “un abismo infranqueable existe de necesidad entre nosotros” Ese abismo, que nuestro Samuel Butler –Borges– calificaría de “mitología de conventillo”, es una obvia verdad teológica; y aún si se quiere filosófica. Pero para saberla hay que aprenderla: no está en la Enciclopedia Hispano-Americana.

Cristo cree en el Infierno y habla mucho de él –unas 14 veces– simplemente porque era un hombre muy reli­gioso; y en consecuencia sabe que el Infierno existe y tiene grandísimo miedo de que vayamos a él. Una vez había leído yo un libro de Borges contra el Infierno; mejor dicho, contra una cantidad de cosas, casi todas malas, que se llama Discusión. El libro me hizo pensar, cosa que no me pasa con todos los libros de Borges; y con ninguno de Mallea: pensar en las cosas de mi oficio. Borges se documentó acerca del Infierno en el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano y refuta victoriosamente todos los argumentos que no prueban la existencia del Infierno, dándose el lujo de ignorar el único que lo prueba, que es la Sagrada Escritura aceptada como revelación –un poco como Samuel Butler, al cual admira–, para concluir con la blasfemia de que todo el que cree en el Infierno “es irreligioso”, con lo cual caen en la Irreligión casi toda la Humanidad menos Borges; e inclusive Jesucristo...

La primera blasfemia que estampó Borges en su vida después ha hecho otras, más o menos ingeniosas. “Borges es un escritor inglés que se va a los suburbios a blasfemar”, me dijo un cura irlandés.

Estaba en Mar del Plata entonces, y un día apareció según parece en la playa una ballena; y Martita mi sobrina, que tenía 5 años, se empinaba y se desesperaba por ver la ballena detrás de un nudo de gente que exclamaba con entusiasmo: “¡La ballena, la ballena!”. Unos días después vi que el padre de la criatura, mi finado hermano, le decía: “–Martita, si no obedeces, llamo a la ballena: está ahí en el cuarto de al lado”. La deducción obvia de este hecho, en la filosofía borgiana, sería que el doctor Luis O. Castellani era un hombre irreligioso; porque, primero, mentía, y, segundo, asustaba a una criatura.

Pero la verdad es que era muy religioso, porque la ballena existe; en la forma de todos los males que caen sobre el adulto, si de chico es malcriado; y si asustaba un poco a su hija, era por piedad paterna; que ojalá la hubiesen tenido también con Borges. Claro que su mitología era un poco “de conventillo”; pero también lo es la de Cristo, a juicio de Borges; pues el Salvador habla de fuego, de sed, de tinieblas, de cárcel y del “gusano que nunca muere”. Así que estos grandes escritores de cuentos que son “cuentos”, harían bien en estudiar un poco –si quieren hablar de Él– al recitador galileo autor de cuentos que son verdades.

Bien sé cuán “dura es esta palabra” del Infierno, que a mí como a todo hombre religioso anonada; pero existen demasiadas cosas duras en la realidad para que podamos decir a puro capricho que es imposible. Esperamos que Borges se documentará mejor ahora que tiene en la Biblioteca Nacional mucho tiempo y plenty of books; y que se librará de la Ballena.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 477-490)



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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - ¿Por qué Cristo habla en parábolas?


La respuesta está en el mismo Evangelio:

Les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías: Oír, oiréis, pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, Han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane[13].

Jesús les responde con una ironía, es decir, en estilo indirecto. No quiere Jesús la condenación de sus oyentes sino que cambien pero mientras mantengan su corazón endurecido no entenderán. Es una profecía conminatoria. Jesús no quiere que permanezcan en su actitud de llevarlo a Dios a flor de labios y no en el corazón pero si permanecen endurecidos ciertamente que sus parábolas serán motivo de escándalo y condenación. Jesús les habla irónicamente porque sabe que es la mejor manera de hablarles, mejor que decirles las cosas directamente. Si indirectamente se escandalizan, cuánto más si les dijera las cosas directamente. Quizá no entendiendo del todo busquen al maestro para que los ilumine como le ocurrió a Nicodemo (Cf. Jn 3, 1s)[14].

El Evangelio de Mateo muestra claramente el endurecimiento de los judíos antes de comenzar el discurso parabólico, endurecimiento culpable. “A estos espíritus oscurecidos, a los que la plena luz sobre el carácter humilde y oculto del verdadero mesianismo no haría sino cegar más, no les podrá dar Jesús más que una luz tamizada por los símbolos: luz a medias que también será una gracia, una invitación a pedir mejor y recibir más”[15].

En cuanto a este estilo de enseñar, que según la sabiduría divina es el más acertado para enseñarles, dice Santo Tomás que: “exponía en parábolas los misterios que no eran capaces o dignos de recibir. Sin embargo, todavía le era mejor recibirlos así y bajo el velo de parábolas oír la doctrina espiritual que del todo quedar privados de ella. Y aún exponía luego la verdad clara y desnuda de las parábolas a los discípulos, por medio de las cuales había de llegar a otros que fueran capaces de recibirlas, según lo que el Apóstol dice a Timoteo: “Lo que de mi recibiste en presencia de muchos testigos, encomiéndalo a otros que sean capaces de enseñarlo a los demás”[16].

Jesús usa humor en sus parábolas para que sus oyentes desconcertados o sorprendidos por sus enseñanzas lo busquen y Él les enseñe. Así los corazones de los hombres llamados al Reino, y quizá endurecidos en un principio, al oír las parábolas del Maestro terminaron haciéndose sus discípulos. Las parábolas que son un estilo indirecto de hablar conducen a la conversión. Jesús parte de la realidad, de la vida cotidiana de su pueblo e inserta intencionados desfasajes en la retórica para producir una chispa momentánea de algo inmenso y profundo. El oyente o se escandaliza, como pasó con los fariseos voluntariamente endurecidos en su corazón, o sigue al Maestro, para que le explique a solas lo que acaba de oír, y se hace discípulo suyo.

Así ocurrió con los apóstoles que recibían una explicación de las parábolas en privado[17].

Además, las parábolas persiguen un doble fin:


+ Didáctico

Es ésta una idea muy reiterada por los Padres. San Cirilo de Alejandría, por ejemplo, dice que las parábolas son imágenes de cosas no visibles, de cosas sublimes y espirituales; lo que los ojos del cuerpo son incapaces de percibir, lo muestra la parábola a los ojos de la mente, ofreciendo bajo una forma bella, hecha de imágenes sensibles y casi tangibles, el contenido de las realidades superiores. Tal es la finalidad primordial y más universal de la parábola: hacer comprensible, mediante imágenes del contorno familiar, verdades de suyo difíciles y abstractas, de acuerdo a la capacidad de los oyentes. Dicho intento está expresamente indicado en el Evangelio: “Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según lo que podían entender”[18]. San Jerónimo[19] explica así la adaptación del Verbo divino a la pobre inteligencia humana:

No hay unanimidad en la multitud, hay tantas disposiciones cuantos individuos. Por eso les habla con numerosas parábolas, para que reciban una enseñanza apropiada a la diversidad de sus disposiciones. Notemos que no todo lo dijo en parábolas, sino “muchas cosas”. Si todo lo hubiera dicho en parábolas, la gente se hubiera retirado sin provecho. Mezcla la claridad con la oscuridad para que lo que comprenden los incite a conocer lo que no comprenden.

Cristo predileccionó semejante método didáctico, parte, sin duda, de su propia kénosis, del anonadamiento del Verbo que se abrevió para hacerse inteligible y volverse nuestra leche doctrinal. Así como Dios no trepidó en hacerse hombre, de manera semejante su lenguaje sublime, divino e intratrinitario, se volvió lenguaje humano, abajándose a nuestro modo de entender y a nuestro hablar cotidiano.

Algunos Padres señalan otra ventaja de este modo de enseñanza elegido por el Maestro divino encarnado, y es su especial aptitud para suscitar preguntas, al mejor modo socrático, de modo que los oyentes se interesasen personalmente en el tema planteado. El Señor deseaba despertar su curiosidad, para que se le acercasen y le interrogasen.


+ Mistagógico

Por medio de las parábolas Dios nos quiere elevar a alturas vertiginosas, al mundo de los misterios y arcanos eternos de la divinidad. Por eso, como observa Clemente de Alejandría[20], ni los profetas del Antiguo Testamento ni el mismo Cristo expusieron de manera directa y con absoluta claridad los divinos misterios, de modo que cualquiera los pudiese captar sin mayor dificultad ni esfuerzo. El recurso de la parábola no sólo sirve para manifestar la verdad, lo que logra por su sencillez, sino también para evocar la sublimidad e inefabilidad del misterio, lo que explica su oscuridad.

No son tan sencillas como parecen a primera vista. Emerge de ellas un claroscuro muy particular, y en esto se parecen al género enigmático y simbólico de los libros sapienciales y proféticos.

¿Por qué Cristo quiso expresarse no de manera llana y directa sino por sombras y enigmas, que no habían de ser penetradas ni siquiera por sus mismos discípulos, los cuales parecieron alegrarse cuando sin velo de figuras les anunció su procedencia del Padre y su retorno al principio de donde había salido: “ahora sí que hablas claro”, le dijeron[21]?

Podemos responder a esto diciendo que, más allá de la libertad divina con que la Providencia determina el modo de revelarse a los hombres, hay que señalar que la oscuridad de las parábolas no reside precisamente en la imagen, en la semejanza que, como ya vimos, es clara y natural y al alcance de todos, sino en su punto de enlace con el mundo sobrenatural. Por eso no hay que extrañarse que, sin una ayuda especial del Señor, permanezca inaccesible al entendimiento la significación más profunda de la parábola.

No hemos de extrañarnos por la falta de claridad con que a veces se presentan las parábolas del Evangelio. Ese ocultamiento -que es la otra cara de la develación de la verdad- parece solicitar de nuestra parte, como dice Clemente de Alejandría, un permanente esfuerzo indagatorio, en la seguridad de que jamás seremos capaces de agotar el contenido insondable de la enseñanza evangélica[22]. Bien señala el P. Antonio Orbe que dicha forma de lenguaje, al tiempo que mostraba en el Maestro singular delicadeza, resultó provechosa a los discípulos, ya que la dificultad misma de la comprensión los impulsaba a una averiguación loable, de mayor mérito que la aceptación lisa y llana de su magisterio claro y directo. “Al método por símiles responde el creyente una fe operosa, capaz de vencer la oscuridad que -por la esencia misma de la parábola- media entre la expresión oral y el misterio. En tal sentido, las parábolas resultan singularmente beneficiosas no sólo para el hombre de fe, sino para el teólogo que al amparo de la fe busca adentrarse en el misterio. Los símiles que cegaron a los incrédulos, provocan en el santo un hambre de luz, tanto más apetecida cuanto mejor encubierta”[23].

San Jerónimo, por su parte, destaca la predilección que Cristo mostró por los apóstoles al posibilitarles una especial penetración en el sentido de la parábolas: Ellos eran dignos de oír aparte los misterios, por el profundo respeto que les inspiraba la sabiduría, estando como estaban en la soledad de las virtudes, lejos del tumulto de los malos pensamientos; es en el reposo donde se percibe la sabiduría[24].

Entonces el Señor adoptó un procedimiento que, a los bien dispuestos, les acuciara a conocer los misterios del Reino; y a los incrédulos, les indujese a mayor ceguera. De este modo, una misma enseñanza, en nuestro caso a través de parábolas, actuaba en bien sobre los buenos, y en mal sobre los malos.

A aquellos que no creen, y por eso huyen de su luz, con justicia (el Señor) los recluye en las tinieblas que ellos mismos eligieron para sí[25].

Los bien dispuestos, la entienden; los mal dispuestos, la escuchan y no la entienden, o la entienden mal. La diferencia radica en los hombres, no en el Señor.

Así, pues, las parábolas, que se caracterizan literalmente por exponer la verdad a través de un relato de índole simbólica, solicitan a cuantos las oyen de buena fe a inquirir. Dirigidas a fariseos y a judíos incrédulos, no logran su objetivo sin que les den nueva ocasión para cerrarse culpablemente a la verdad. Dirigidas a los discípulos y, a través de ellos, a los creyentes de todos los siglos, aunque no siempre de momento las comprendan, acaban siempre por iluminarlos.

Con buena voluntad, las parábolas hubiesen resultado inteligibles para todos sus oyentes. Pero, según señala San Cirilo de Alejandría, ya que muchos eran indignos de conocer los misterios del Reino, el lenguaje se les volvía oscuro; ellos, por cierto, nada hacían por disipar la oscuridad, más aún, se resistían impíamente a la predicación del Señor, e incluso se encolerizaban cuando veían que alguno adhería a Cristo, como cuando dijeron: “Tiene un demonio y está loco. ¿Por qué le escucháis?” (Jn 10, 20)[26].


Notas
[13] Mt 13, 13-15
[14] Cf. Castellani, El Evangelio de Jesucristo…, 145
[15] Nota de la Biblia de Jerusalén a Mt 13, 13. En adelante Jsalén.
[16] Cf. Santo Tomás, Suma Teológica, IIIª, q. 42, a. 3c. En adelante III, 42, 3c
[17] Cf. Mc 4, 33-34
[18] Mc 4, 33
[19] Comment. In Mt. 13, 3
[20] Cf. Strom., lib. VI, 15.
[21] Jn 16, 29
[22] Cf. Ibíd.
[23] A. Orbe, Parábolas evangélicas en San Ireneo, tomo I, BAC Madrid 1972, 30-31
[24] Cf. Sáenz A., Las Parábolas del Evangelio según los padres de la Iglesia. La misericordia de Dios…, 29-38
[25] Cf. San Ireneo, Adv. Haer. IV, 6, 5.
[26] Cf. Sáenz A., Las Parábolas del Evangelio según los padres de la Iglesia. La misericordia de Dios…, 46-9



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Aplicación: P. Jorge Loring S.I.: Domingo Décimo Primer del Tiempo Ordinario - Año B Mc 4: 26-34

1.- En este Evangelio se nos narra la parábola de que el Reino de los Cielos es como un grano de mostaza.

2.- Son muchas las veces que Cristo nos dice que el Reino de los Cielos empieza siendo muy poca cosa aquí en la tierra pero luego se convierte en algo maravilloso después de la muerte.

3.- Esto me sugiere hablar del valor de las obras hechas en estado de gracia.

4.- Estando en GRACIA DE DIOS las cosas que hacemos adquieren un valor sobrenatural incalculable.

5.- Una cosa insignificante, por ejemplo barrer, realizada en gracia de Dios tiene un valor superior a una conferencia científica de enorme altura intelectual, realizada por una persona que no está en gracia de Dios.

6.- Porque esa maravillosa conferencia científica es una obra humana, que se queda en el nivel humano; pero la obra realizada en gracia de Dios se eleva a un plano sobrenatural, que atesora méritos para la vida eterna. Son joyas que enriquecen nuestra corona celestial que vamos a disfrutar eternamente.

7.- Por eso es tan importante vivir siempre en gracia de Dios, porque así todo lo que hacemos nos enriquece sobrenaturalmente. Es como el que va navegando, que mientras trabaja, come o duerme sigue avanzando a su destino.

8.- Es muy recomendable hacer el OFRECIMIENTO DE OBRAS DEL APOSTOLADO DE LA ORACIÓN.



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