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Domingo 24 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos II - Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios procalamada en la Misa Dominical

Recursos adicionales para la  preparación

 

A su disposición

Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - Confesión de Pedro y Promesa de Cristo, (Lc 9, 18-21; Mc 8, 27-30; Mt 16, 13-20)

Comentario Teológico: P. José A. Marcone, I.V.E. - Los anuncios de la pasión

Aplicación: S. Juan Pablo II - El auténtico significado de la fe cristiana: la adhesión personal al Redentor del hombre.

Aplicación: SS. Benedicto XVI - ¿Quién es para ti Jesús de Nazaret?

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Saber llevar la cruz, Mc 8, 27-35

Ejemplos

Directorio Homilético

 

 

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo



Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - Confesión de Pedro y Promesa de Cristo, (Lc 9, 18-21; Mc 8, 27-30; Mt 16, 13-20)

Llegó el día en que Jesús, en cumplimiento de los designios de su Padre, había decidido poner en plena luz sus relaciones con sus discípulos. Éstos le seguían, eran fervorosos partidarios suyos y le amaban tiernamente; lo tenían por profeta poderoso en obras y palabras, por Hijo del hombre y por Hijo de Dios. Todo lo que en Él se observaba.

Caminando hacia el norte, habían llegado a los alrededores de Cesarea de Filipo, situada en los extremos del país de Israel, cerca de una de las fuentes del Jordán, peor en tierra que se había hecho paga-na. La fuente del río sagrado estaba consagrada por un templo al dios Pan, de donde su nombre Banias, que aún conserva este encantador lugar. Cesarea recordaba al emperador cuyo culto muy pronto iba a dominar a todos los otros: se la denominaba Cesarea de Filipo porque el tetrarca semipagano había edificado la ciudad en honor de César Augusto. No llegaba hasta allí la dura protesta de los fariseos, que, teniendo por centro a Jerusalén, perseguían a Jesús hasta en Galilea. Las muchedumbres no obstruían los caminos; los discípulos, sabiendo que su Maestro no predicaría el reino de Dios a los paganos, se preguntaban el motivo de esta correría en medio de un país muy poblado, pero en donde ellos vivían más aislados que en el desierto. Después de orar, como invitando a sus discípulos al recogimiento y para grabar mejor el carácter divino de lo que iba a hacer, en un apartado (Lc 9, 18) del camino (Mc 8, 27), lejos aún de la ciudad, Jesús le pone en ocasión de que abran su pecho confiándole todo su sentir. Para facilitárselo les pregunta primero qué piensan otros de él. Ellos responden: «Unos te tienen por Juan Bautista; otros, por Elías; otros, por Jeremías o por alguno de los grandes profetas». ¡Singulares conjeturas! La vida de Jesús estaba señalada por tantos milagros, que nadie lo tenía por un hombre ordinario. Agotada la savia de los grandes profetas con la muerte de Juan Bautista, no era de creer que en aquellos tristes días apareciese un nuevo profeta. Los ojos estaban puestos en el Mesías. Los más instruidos sabían que sería precedido y ungido por Elías. Jesús —que por lo que hasta allí se había visto no se manifestaba como el Mesías— podía ser Elías, su precursor. Otros atribuían esta misión a Jeremías o a cualquiera otro de los grandes profetas: era lo único que se sabía. En fin, la oscura muerte de Juan no podía ser ningún obstáculo insuperable a los evidentes designios de Dios. Juan resucitado empezaba ya su obra, y se daría claramente a conocer.


«Pero vosotros, insistió Jesús, ¿quién decís que soy yo?» Respondió Pedro: «¡Tú eres el Mesías!»

Todos habían sido consultados, Pedro respondió en nombre de todos, aunque sin tiempo para conocer sus pareceres. Sea que le fuese bien conocido su modo de pensar, sea por su carácter ardiente e irreflexivo, afirmó sin titubeos lo que le dictó su fe y su amor. Jesús, pues, era el Mesías anunciado y esperado: era lo que creía Pedro con toda su alma.

El relato de san Marcos nos dice más al igual que san Lucas, que, según su costumbre, lo siguió, pero se nota que está sin terminar. ¿Cómo se puede pensar que Jesús, después de haber preguntado a sus discípulos sobre lo que otros y ellos opinaban de Él, no les dijese a su vez lo que en realidad era? No preguntó ciertamente por saber, sino para instruir. Recomendarles que nada dijesen, lo mismo podría tomarse por desaprobación que por plena conformidad. Acaso san Marcos no quiso decir más, porque Pedro, según costumbre, no quisiera verse honrado por la suprema felicitación que Jesús le había dirigido.

La respuesta exigida por las circunstancias se halla en san Mateo y se adapta a la terminante confesión de Pedro. Pedro había dicho: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo». Era lo propio.

Después de la primera multiplicación de los panes, Jesús había hablado de su persona. Había rechazado el título real porque otro le convenía mejor, el de Hijo de Dios bajado del cielo. Y cuando casi todos se escandalizaban, Pedro, en nombre de los Doce, confesó que Jesús es el santo de Dios. Sólo san Juan ha contado los hechos y son precisamente la explicación de la segunda confesión de Pedro, más madura y más precisa, porque había recibido interiores luces. Además, los tres Evangelios sinópticos habían puesto el problema de conciencia sobre el Hijo de Dios, en las confesiones obligadas de los demonios (Mt 8, 29; Mc 3, 11; 5, 7; Lc 4, 41; 8, 28) o en la admiración de los hombres delante de un gran prodigio (ibíd. 14, 33). En este punto capital, la posición de Pedro es más clara y segura que ninguna otra, porque no solamente dice, como los testigos de la tempestad, calmada: «Verdaderamente eres un Hijo de Dios», sino: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo», mostrando así que ha comprendido el alcance de aquella palabra de Jesús: «Como mi Padre viviente me ha enviado» (Jn 6, 57).

Cuando Jesús se declaró Hijo de Dios en presencia de sus jueces, el gran sacerdote rasgó escandalizado sus vestiduras. Si Él realmente no lo fuese, debió manifestar una piadosa indignación a oír las atrevidas palabras de Pedro. De cualquier manera, debía responder.

Nosotros tenemos su respuesta, que aún resuena de día en día y de siglo en siglo ¿Por qué no anunciar el cumplimiento de aquella profecía y ver claramente su realización en la historia?

Saludado como Hijo de Dios, Jesús nombra también al padre de su interlocutor, haciendo inmortal el nombre de Jonás. Simón, hijo de Jonás, no ha aprendido de su padre ni de pariente alguno según la carne y la sangre la verdad que acaba de afirmar; fue el amor a Jesús lo que le introdujo en la amistad del Padre celestial, el cual se la había revelado. Jesús, pues, confirma, en nombre de su Padre, lo que Simón ha dicho de su persona. Ahora dirá Él a su vez lo que piensa de su discípulo. Antes de escoger a Jesús por su Maestro, se llamaba Simón, pero Jesús ya había manifestado (Jn 1, 42) su voluntad de llamarle Cefas, palabra aramea que significa piedra. No se sabe si este vocablo ya había sido usado como nombre propio, o si Jesús lo creó para expresar su designio. Apoyándose en esta significación declara: «Y yo te digo que tú eres Pedro (Kepha) y sobre esta piedra (Kepha) edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella».

Contra ella, es decir, contra la Iglesia, palabra que no podemos pronunciar sin investirla de una grandeza inconmensurable, aunque entonces no afirmaba la extensión inmensa de los congregados que debían seguir a Cristo. Restringida o universal, esta comunidad fue comparada a un edificio levantado sobre roca. La roca era aquel que había publicado el misterio de la filiación divina de Jesús: Pedro, pues, sería el fundamento, el órgano de la verdad revelada. Frente a este edificio se veían las puertas de otra ciudadela guarnecida de torres y convertida en baluarte de una potencia enemiga. Estas puertas son las del Hades, nombre tomado del paganismo para designar la estancia de los muertos, y empleada por los judíos para señalar el lugar de suplicio de los condenados. El reino, pues, de Satanás se levantaría contra el reino terrestre de Cristo, sin poder jamás vencerle ni siquiera conmover la base sobre la que está edificado.

Pedro sería el jefe espiritual del reino: su maestro de la verdad. Otro símbolo indica también el carácter universal de su poder. El jefe del reino terrestre de Cristo recibirá de él las llaves que todos los amos de la casa confían siempre al mayordomo fiel durante su ausencia. Y porque el reino de la tierra sólo se funda en orden al reino de los cielos, las decisiones tomadas por Pedro en la tierra serán ratificadas en el cielo. Lo que él ate en la tierra será atado en el cielo, y lo que desate en la tierra, quedará desatado en el cielo. Atar y desatar son como dos extremos que abarcan todos los actos de la administración de aquel que tiene las llaves de este reino, comenzando acá abajo y consumado allá arriba, delante de Dios.

Esto fue lo dicho a Simón-Pedro; Jesús no dijo: «Yo te doy este poder a ti y a tus sucesores». Hubiera sido necesario explicar el modo de ser de los sucesores, y Jesús no quería dar noticia alguna que sirviera de indicio de la duración del reino por Él fundado. El historiador, que da a las palabras su justo valor, se guarda mucho de adelantar el sentido de ellas; concede de buen grado a todas las confesiones protestantes, que la promesa no nombra más que a Pedro, pero no sin exigir que reconozcan sinceramente que Jesús se dirigía muy a las claras a él y que no se trata de un juego de palabras. Jesús no ha acudido a un equívoco interpelando a Pedro para decirle: «Cosa singular es que te llames Pedro, pues yo edificaré mi Iglesia sobre una Piedra, y esa piedra soy yo mismo». No, es sobre Pedro sobre quien es edificada la Iglesia, es decir, que Pedro es el jefe de ella. Así lo entendió Pedro, y los apóstoles respetaron su autoridad. Fue a Roma, allí padeció el martirio y allí está levantada su tumba. La Iglesia le sobrevivía. ¿No tendría ya jefe? Sí, otro ocupó el puesto de Pedro como pastor del rebaño romano, y heredó su poder sobre el rebaño. Pero, entonces, preguntemos una vez más: la Iglesia, que tenía el sentimiento tan fuertemente inculcado por san Pablo, de ser una, de ser el cuerpo de Cristo, ¿no tendrá fundamento alguno? Cristo designó a Pedro como el fundamento de ella; el edificio subsistía, los mismos adversarios lucharán en su contra; se mantendrá firme, merced a la roca sobre la que está edificada. Era siempre Pedro quien se sostuvo, pero no Pedro en persona, era su oficio delegado a aquel que ocupara su puesto. La promesa de Cristo no podrá quedar incumplida: su objeto está señalado por el hecho de la sucesión. Aunque en términos encubiertos, aparece evidente cuando las realidades obligaron a revelar toda la verdad en ella encerrada.

Tan evidente es esto, que numerosos críticos, los más independientes, pretenden que la misma Iglesia romana compuso esas líneas que han sido su credencial en todos los siglos.

Es bien sabido que no ejerció su derecho sin que le saliesen al camino sus enemigos. Cuando el Papa Víctor impuso su voluntad en la cuestión de los cuartodecímanos, se opuso el obispo de Éfeso. Si el dichoso texto hubiera sido recientemente redactado, ¿habría nada más sencillo que publicar la impostura?

Por otra parte, en los cuatro Evangelios no hay pasaje más claramente arameo por sus términos, por sus metáforas y por su construcción. Por eso se ha acudido a últimas fechas a atribuir su redacción algún judío cristiano para sostener las pretensiones de Pedro en Palestina. Pero el haber prevalecido estas pretensiones, ¿no será porque sencillamente se apoya en la palabra auténtica de Cristo? Cuanto más nos acercamos a su origen, resulta más fácil la explicación de los hechos. Después de la resurrección, Pedro toma el gobierno de todo. En el Evangelio figura ya como jefe. Esto no podía ser a espaldas de Jesús; y si era Él verdaderamente el jefe, debió explicarlo. Y lo explicó en términos grandemente honrosos para Pedro, mirando al porvenir, a un porvenir entonces velado, pero su palabra domina aún con claridad cada día más intensa y una fuerza que crece en eficacia.
(Lagrange, J. M., Vida de Jesucristo, EDIBESA, Madrid, 2002, p. 222 – 227)



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Comentario Teológico: P. José A. Marcone, I.V.E. - Los anuncios de la pasión


Inmediatamente después de que Pedro confesara a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, Jesucristo les anuncia que va a morir asesinado por los judíos. Por lo tanto, esto sucedió en julio o agosto del 781 U.c. El evangelio dice: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21).

La ocasión en que Jesús anuncia su muerte tiene mucha importancia. Al hacerlo inmediatamente después de la confesión de Pedro quería aclarar cuál era la naturaleza del Mesías. Los judíos, y por contagio también los Apóstoles y los discípulos, esperaban un Mesías poderoso en obras, que iba a liberar al pueblo judío con poder humano, un Mesías espectacular y político, que con fuerzas humanas iba a acabar con los enemigos del pueblo judío. Esta concepción estaba originada en la corrupción teológica de los fariseos. Ellos habían falseado la interpretación de la Sagrada Escritura y habían cercenado todo lo que en ellas se decía del Mesías sufriente. En efecto, Isaías presenta al Mesías como el Siervo sufriente, aquel que carga sobre sus hombros el pecado del mundo y es llevado al matadero como un cordero manso (cf. Is 53,1-12). Pero los fariseos habían borrado de un plumazo todo el aspecto doloroso de las profecías sobre el Mesías, para poder maquillar la verdadera fisonomía del Mesías y presentar un Mesías más aceptable para la sensibilidad humana, quitando de esa manera lo esencial del Mesías, es decir, su misión de redimir al hombre del pecado a través de su sufrimiento. Esto también estaba profetizado en Isaías: “¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! (…) Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. (…) Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó sobre sí los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre, porque se entregó a sí mismo a la muerte y fue contado entre los malhechores; él tomó sobre sí el pecado de las multitudes e intercedió por los pecadores” (Is 53,4-6; 11-12).

Ahora que Pedro (y junto con él todos los Apóstoles) había declarado con toda claridad cuál era la personalidad de Cristo, Dios y Mesías, era necesario aclarar qué tipo de Mesías era. En el evangelio de San Marcos se indica las cuatro experiencias que el Mesías debe pasar para configurarse como el Mesías del sufrimiento: padecer mucho, ser rechazado, ser muerto y resucitar (Mc 8,31). Y esto es presentado con una necesidad teológica: es necesario que el Hijo del hombre padezca; el Hijo del hombre debe padecer. Esta es una expresión técnica en teología y en exégesis llamada pasivo teológico. La frase ‘es necesario’ está en voz pasiva, y expresa una voluntad absoluta de Dios que no puede dejar de cumplirse. Por lo tanto, el hecho de que Cristo la exprese de esta manera indica que se trata de una revelación divina. Al presentar la necesidad de su sufrimiento con esa frase está expresando que es Dios quien le ha comunicado esa verdad y Él se la manifiesta a sus Apóstoles como una verdad divina que debe ser aceptada porque viene directamente de Dios.

Y es precisamente aquí donde Pedro muestra sus limitaciones. Si antes había manifestado una gran delicadeza para identificar una revelación del Padre indicándole que Jesucristo es Dios y es el Mesías, ahora equivoca el rumbo interpretando la frase de Jesús como no venida de Dios; es decir, no acepta la palabra de Cristo acerca de su sufrimiento como una revelación de Dios. Su concepción humana del Mesías y su repugnancia natural al sufrimiento lo hacen rechazar el aspecto doloroso del Mesías y lo hacen desconocer una revelación divina.

El verbo que usa Pedro para amonestar a Jesús es el verbo reprender (en griego: epitimán); y Jesús usa el mismo verbo para reprender a Pedro. “Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Ve detrás de mí, satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres»” (Mc 8,32-33). Y el verbo epitimán es el que usa el evangelista San Marcos para describir la expulsión de un espíritu impuro (Mc 1,25; 3,12; 9,25). Por lo tanto, es como si Pedro, al escuchar las palabras de Jesús sobre el sufrimiento y la muerte, viera en Jesús un mal espíritu que es necesario arrojarlo de Jesús. Y Jesús lo mismo respecto a Pedro. Uno quiere liberar al otro de su espíritu. Pero la frase de Jesús quita toda incertidumbre. Es Pedro el que, al rechazar el sufrimiento, se ha puesto en la línea del Mesías que satanás deseaba: un Mesías que rechazara la cruz y la muerte, tal como el mismo demonio trató de hacer con Jesús en las tentaciones del desierto.

En ningún paso del evangelio se narra un disenso tan fuerte entre Jesús y Pedro. Pedro no siente que esa sea la disposición de Dios, no está abierto a la revelación del Padre que Jesús les proclama: “Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho y sea matado”. Jesús no acepta la situación confidencial y privada que Pedro busca, sino que, implicando a los otros discípulos, lo reprende abiertamente. En realidad, la frase que usa Jesús para indicar a Pedro lo que debe hacer es, literalmente, “ve detrás de mí” (en griego: hupáge opíso mou). Son las mismas palabras que usó Jesús para llamarlos a su vocación de discípulos. Quiere decir que Jesús reubica a Pedro en el lugar que le corresponde. Pedro no se había colocado como discípulo, sino como maestro de Jesús, como maestro del Maestro. Y esto Jesús no lo acepta de ninguna manera. Jesús ha hecho una verdadera revelación de la voluntad de Dios y Pedro, al oponerse a las palabras de su Maestro, se contrapuso a Dios mismo, se comportó exactamente como satanás, que es el opositor de Dios por antonomasia.

Otro aspecto que demuestra la ceguedad de Pedro y su horror por el sufrimiento es que no capta que Jesús también está revelando y anunciando su resurrección: “El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado (…), y ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días” (Mc 8,31). También la resurrección formaba parte de esta revelación de la voluntad de Dios. Pero el temor al dolor y a la prueba había enajenado completamente sus espíritus.

De esta manera Jesús completa la revelación acerca del Mesías. Había aceptado como venidas del Padre las palabras de Pedro con las que lo reconocía Dios y Mesías. Ahora completa esa revelación precisando cómo sería el Mesías: no un Mesías espectacular y triunfador con medios humanos, sino un Mesías sufriente, lleno de dolor, que ofrecería su sufrimiento por la salvación del mundo.

Esto sucede casi al fin de la segunda etapa de la su vida pública, la etapa más larga, la que Él consagra a formar a sus discípulos, a darles su doctrina, a formar la Iglesia; en otra palabras, la etapa de Galilea. En la tercera etapa, que veremos dentro de poco, la etapa de la subida a Jerusalén, Jesús vuelve a anunciar sus sufrimientos, su muerte y su resurrección otras dos veces. Con el anuncio que acabamos de presentar son tres las veces que Jesús anuncia su muerte. El número tres implica plenitud e insistencia. Jesús quiere dejar muy claro en qué consiste su mesianidad, la mesianidad del dolor, y de esta manera prepara a sus discípulos para el escándalo de la cruz (cf. 1Cor 1-2).

En Mc 9,31 Jesús dice otra vez: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días”.

Y de nuevo vuelve a repetir más adelante, en Mc 10,33-34, de una manera mucho más detallada: “Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero después de tres días resucitará”.

A este tercer anuncio de su muerte sigue otra incomprensión de sus discípulos; una vez más el mensaje de la cruz crea oposición. Esta la vez la oposición se manifiesta a través del pedido de Juan y Santiago, hijos del Zebedeo, de sentarse a la derecha del Hijo del hombre cuando Él esté en su reino. Jesús habla de sufrimiento y ellos hablan de poder. Esto dará ocasión a Jesucristo para enseñarles que el mensaje central del evangelio y la actitud correcta de todo discípulo es, en todo momento, el servicio a los más pobres y a los más necesitados: “Quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos” (Mc 10,43-44).

Y con este motivo Jesucristo dirá una frase que es esencial para entender todo el evangelio y para entender el tipo de Mesías que será Jesús: “Porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos” (Mc 10,44). ¿A qué redención se refiere? A la redención del pecado. Ya lo había dicho Juan Bautista: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). De esta manera Jesucristo completa toda su doctrina respecto a sí mismo: es Dios hecho hombre y es el Mesías, pero un Mesías que morirá en la cruz para salvar a los hombres de sus pecados; su sangre será el precio de nuestra redención. La misión del Mesías es una misión espiritual, ordenada a la consecución de la vida eterna; no es una misión temporal, circunscripta a esta tierra. Y esa misión encuentra su culmen y su núcleo más importante en su pasión, muerte y resurrección.

Con esto Jesucristo completa todo aquello que quería revelarles a sus discípulos sobre sí mismo: es Dios, es el Mesías y un Mesías sufriente por el perdón de los pecados. Nos acercamos al final de esta segunda e importante etapa. Sólo queda considerar el misterio de su Transfiguración, que será el ápice de esta segunda etapa y la preparación para la tercera.
Cf. Stock, K., Vangelo secondo Marco…, p. 139 – 140.



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Aplicación: S. Juan Pablo II - El auténtico significado de la fe cristiana: la adhesión personal al Redentor del hombre.


1. “¿Qué aprovecha, hermanos míos, si alguien dice que tiene fe, pero no tiene obras?” (Sant 2, 14).
Con esta pregunta, Santiago hoy nos invita a reflexionar seriamente sobre el contenido de la fe y la necesidad de expresarla en obras de justicia y caridad.
Es ciertamente necesario tener fe - observa el apóstol -, pero ¿qué fe? ¿de qué fe se trata?
“Si no tiene ninguna obra (la fe) está muerta en sí misma” (Sant 2, 17).

2. Evangelio de hoy nos ayuda a comprender el auténtico significado de la fe cristiana: la adhesión personal al Redentor del hombre.
Jesús, en el camino a Cesarea de Filipo, interroga a los discípulos, “¿quién dicen los hombres que soy yo?” (Mc 8, 27). Responden que para algunos es Juan Bautista resucitado, para otros es Elías o uno de los grandes profetas. La gente estima a Jesús de Nazaret, tienen de él un concepto indudablemente positivo: muchos lo consideran un “enviado de Dios”, pero aún no lo reconocen como el Mesías anunciado y esperado.
“¿Y ustedes, quién dicen que soy yo?” (Mc 8, 29). Aquí están las preguntas con las que Jesús responde a las diferentes respuestas. Esta vez, en una manera clara y decidida, se dirige a ellos, a los apóstoles; los obliga a tomar una postura personal.
Peter siempre impetuoso y corajudo, exclama con clara sinceridad en nombre de todos: “tú eres el Cristo”. (Mc 8, 29).

3. “¿quién decís que soy yo?”.
Voz de Cristo resuena en la historia, a lo largo de la incesante sucesión de acontecimientos. Se hace sentir en la iglesia; se dirige todos y nadie puede permanecer indiferente. ¿Cuál es nuestra respuesta?
"Tú eres el Cristo".
Como Pedro y con él, la comunidad eclesial repite la misma profesión de fe y señala a la humanidad el Salvador, que "al morir dio vida al mundo" (del rito de la Misa).
La nuestra, por lo tanto, no es una fe cualquiera.
Es escucha humilde de la palabra divina; es profesión de fidelidad a Aquel que se define el Camino, la Verdad y la Vida; es proclamación gozosa de su victoria sobre el pecado y la muerte; es aceptación incondicional de su ley.
La fe es anuncio de un Mesías sufriente - el siervo de Yahvé -, que para redimir a la humanidad se sometió sin resistencia a la prueba humillante de la pasión, como había sido predicho por el profeta Isaías: “Ofrecí mi espalda a los que golpeaban, y mis mejillas a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían” (Is 50, 6).

4. El Señor mismo hace una pausa para explicar el significado de su misión mesiánica: él tiene que sufrir, ser rechazado y muerto, mas resucitar después de tres días.
Su discurso permanece oscuro a sus oyentes, ya que tienen en mente la idea de un Mesías poderoso y glorioso. Entonces Pedro llevándole aparte, lo regaña. El Señor responde con firmeza: “Detrás de mí, satanás! Porque no piensas según Dios, sino según los hombres!” (Mc 8, 33).
La naturaleza humana se rebela ante la perspectiva de la pasión. El discípulo fiel, todavía, no puede hacer otra cosa que seguir a su Maestro, abandonando la seguridad aparente de certezas racionales y aceptando libremente los planes de Dios. Este tipo de proyectos, incluso cuando parecen incomprensibles, es siempre para nuestro bien. Llevan a cumplimiento el plan de misericordia y salvación preparado para nosotros desde toda la eternidad.


5. A la humanidad que se debate en la duda, en la indiferencia, en la desesperada búsqueda de bienestar, a menudo confundida con la sola satisfacción material de los deseos humanos, la Iglesia sigue proclamando esta impactante novedad: el misterio Pascual. "Cristo, muerto y resucitado por todos, siempre le da al hombre, a través de su Espíritu, la luz y la fuerza para responder a su altísima vocación, y no ha sido dado en la tierra otro nombre entre los hombres, mediante el cual podamos ser salvados” (Gaudium et spes, 10).
Cristo es la respuesta plena y definitiva a cada aspiración nuestra. Y él nos llama a seguirlo en el camino de la Cruz.
“Quien persevere hasta el fin se salvará" (Mt 10, 22).

¿6. Queridos hermanos y hermanas, no es la liturgia de hoy una vibrante exhortación a redescubrir el don de la fe que hemos recibido gratuitamente?¿No es una invitación a hacer activo y operante nuestro testimonio evangélico?
La contemplación del misterio de la cruz nos guía al humilde y dócil seguimiento de Cristo. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá...” (Mc 8, 34-35).
En la escuela del Verbo Encarnado, entendemos que es sabiduría divina aceptar con amor la Cruz: la Cruz de la humildad de la razón ante el Misterio; la Cruz de la voluntad en la práctica fiel de toda la ley moral, natural y revelada; la Cruz del propio deber, a veces pesado y poco gratificante; la Cruz de la paciencia en la enfermedad y en las dificultades de cada día; la Cruz del compromiso sin cesar por responder a la propia vocación; la Cruz de la lucha contra las pasiones y las insidias del mal.

7. Mirando el crucifijo -y hoy la fiesta de la exaltación de la cruz nos ha recordado que la Cruz es la gloria y exaltación de Cristo- nos animamos a negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz diariamente y caminar detrás de él.
De la muerte nace la vida: “Quien pierda su vida por causa mía, la salvará”.
“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos; porque por tu santa cruz redimiste al mundo” (de la liturgia de la fiesta de la exaltación de la Cruz).


8. Caminad en la presencia del Señor!
«Amo al Señor, porque escucha el clamor de mi plegaria...!» (PS 114, 1).
El salmo responsorial nos invita a alabar a Dios porque nos ha escuchado en el momento de la necesidad.
Él es bueno y justo: ¡nuestro Dios es misericordioso!
No nos abandona en la prueba. Nos apoya en el esfuerzo. Nos libre del mal.
Por esto podemos afirmar con San Pablo: « Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo.» (aclamación al Evangelio).
De ninguna otra cosa queremos gloriarnos si no de la Cruz de Cristo. Señora de los Dolores, que hoy veneramos con especial devoción, ayúdanos a amar la Cruz. Ayúdanos a seguir a Jesús.
"Fac ut ardeat cor meum in amando Christum Deum ut sibi complaceam!". Amén!
(Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castel Gandolfo, Domingo, 15 de septiembre de 1991)



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Aplicación: SS. Benedicto XVI - ¿Quién es para ti Jesús de Nazaret?


Queridos hermanos y hermanas:

Este domingo —XXIV del tiempo ordinario— la Palabra de Dios nos interpela con dos cuestiones cruciales que resumiría así: "¿Quién es para ti Jesús de Nazaret?". Y a continuación: "¿Tu fe se traduce en obras o no?". El primer interrogante lo encontramos en el Evangelio de hoy, cuando Jesús pregunta a sus discípulos: "Vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mc 8, 29). La respuesta de Pedro es clara e inmediata: "Tú eres el Cristo", esto es, el Mesías, el consagrado de Dios enviado a salvar a su pueblo. Así pues, Pedro y los demás Apóstoles, a diferencia de la mayor parte de la gente, creen que Jesús no es sólo un gran maestro o un profeta, sino mucho más. Tienen fe: creen que en él está presente y actúa Dios. Inmediatamente después de esta profesión de fe, sin embargo, cuando Jesús por primera vez anuncia abiertamente que tendrá que padecer y morir, el propio Pedro se opone a la perspectiva de sufrimiento y de muerte. Entonces Jesús tiene que reprocharle con fuerza para hacerle comprender que no basta creer que él es Dios, sino que, impulsados por la caridad, es necesario seguirlo por su mismo camino, el de la cruz (cf. Mc 8, 31-33). Jesús no vino a enseñarnos una filosofía, sino a mostrarnos una senda; más aún, la senda que conduce a la vida.

Esta senda es el amor, que es la expresión de la verdadera fe. Si uno ama al prójimo con corazón puro y generoso, quiere decir que conoce verdaderamente a Dios. En cambio, si alguien dice que tiene fe, pero no ama a los hermanos, no es un verdadero creyente. Dios no habita en él. Lo afirma claramente Santiago en la segunda lectura de la misa de este domingo: "La fe, si no tiene obras, está realmente muerta" (St 2, 17). Al respecto me agrada citar un escrito de san Juan Crisóstomo, uno de los grandes Padres de la Iglesia que el calendario litúrgico nos invita hoy a recordar. Justamente comentando el pasaje citado de la carta de Santiago, escribe: "Uno puede incluso tener una recta fe en el Padre y en el Hijo, como en el Espíritu Santo, pero si carece de una vida recta, su fe no le servirá para la salvación. Así que cuando lees en el Evangelio: "Esta es la vida eterna: que te conozcan ti, el único Dios verdadero" (Jn 17, 3), no pienses que este versículo basta para salvarnos: se necesitan una vida y un comportamiento purísimos" (cit. en J.A. Cramer, Catenae graecorum Patrum in N.T., vol. VIII: In Epist. Cath. et Apoc., Oxford 1844).

Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, y al día siguiente la Virgen de los Dolores. La Virgen María, que creyó en la Palabra del Señor, no perdió su fe en Dios cuando vio a su Hijo rechazado, ultrajado y crucificado. Antes bien, permaneció junto a Jesús, sufriendo y orando, hasta el final. Y vio el alba radiante de su Resurrección. Aprendamos de ella a testimoniar nuestra fe con una vida de humilde servicio, dispuestos a sufrir en carne propia por permanecer fieles al Evangelio de la caridad y de la verdad, seguros de que nada de cuanto hagamos se pierde.
(Castelgandolfo, Ángelus del Domingo 13 de septiembre de 2009)

 


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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Saber llevar la cruz, Mc 8, 27-35


El pasaje que nos narra Marcos ocurrió en Cesarea de Filipo.

Jesús le pregunta a sus discípulos qué opina la gente de su persona y la gente no da una respuesta precisa sobre quién es Cristo.

Les pregunta a ellos y Pedro en nombre de todos, da la respuesta acertada: “Tu eres el Cristo” y Jesús felicita a Pedro: “Bienaventurado” porque su respuesta es una gracia divina.

Luego Jesús le revela que al que han confesado como Hijo de Dios tiene que sufrir por parte de las autoridades judías, morir y resucitar al tercer día.

Pedro lo lleva aparte y comienza a increparle: “¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!” Jesús reprende a Pedro diciéndole que se aparte de Él, llamándolo “Satanás” y le da la razón de sus palabras: sus pensamientos son de los hombres, no de Dios.

Antes lo felicita porque su pensamiento es de Dios, ahora lo maldice porque su pensamiento es mundano.

La gente no sabía quién era Jesús, actualmente tampoco. El pensamiento de Pedro, que era en cierta manera como el de la gente, rechazaba la muerte y la cruz, actualmente también.

Hay que purificar el conocimiento de Jesús. Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre y ha venido para redimirnos por su muerte y resurrección. También tienen que purificar el conocimiento de Cristo los mismos que siguen a Jesús. Ya Jesús le había prometido a Pedro el Papado.

Jesús llama a todos y les dice que si quieren seguirlo deben negarse a sí mismo y tomar su cruz cada día. El que quiera salvar la vida, según los criterios mundanos, la perderá, para el cielo, y el que pierda su vida por su causa y por el Evangelio la salvará.

Duras palabras si no se presta atención a lo que dijo Jesús o no se entiende. Jesús dijo que al tercer día resucitaría. Los apóstoles no sabían, no entendían, lo que era resucitar. Nosotros sí lo sabemos.

La muerte lleva a la vida. La cruz a la resurrección y la vida eterna.

La cruz nos asusta pero la resurrección nos alienta.

La opción es clara en los labios de Jesús pero se enturbia, muchas veces, en nuestra voluntad que quiere huir de la cruz.

Los pensamientos mundanos son del diablo y nos llevan a rechazar la cruz. Los pensamientos de Dios son claros como sus inspiraciones y nos llevan a la verdad completa y a querer su voluntad: morir al hombre viejo para resucitar al hombre cristificado.

Ignorar quién es Jesús por no molestarse en averiguarlo es algo que viene del maligno.

¿Quién es Jesús para mí? ¿Es en verdad alguien central en mi vida? ¿Es el capitán que sigo? Muchas veces el demonio disfrazado de ángel nos engaña respecto al conocimiento verdadero de Jesús y seguiremos, si no estamos atentos, sus máximas en vez de las de Jesús.

Jesús nos predica pobreza, humillaciones, humildad, amor a la cruz, muerte, para imitarlo y ser de su bando. El diablo nos predica riqueza, vanidad, soberbia, amor al libertinaje, vida mundana, para ser de su bando.

Nosotros, muchas veces, decimos que amamos a Jesús y lo conocemos, pero hacemos lo que nos predica el mal caudillo.

El que rechaza la cruz está bajo el poder del diablo. La cruz es el camino elegido por Dios para Jesús y para los que quieran imitar a Jesús. ¡Qué distintos los pensamientos de Dios a los de los hombres!

El diablo quiere que rechacemos la cruz prometiéndonos una libertad absoluta, lo cual es libertinaje. Libres hasta de los mandamientos de Dios porque ese fue su pecado que lo condujo a la eterna esclavitud.

El mundo está bajo esta consigna del diablo: libertad para todos y de todo, sin darse cuenta que es esclavo, no ya de Dios, sino, del padre de la mentira.

Hago esto porque me apetece aunque a Jesús le desagrade. Es lo que quiero yo aunque Jesús quiera otra cosa de mí.
La cruz que quiere Dios que llevemos es hacer lo que Él quiere que hagamos desde toda la eternidad. Su voluntad en toda nuestra vida y a cada instante. Dios quiere que seamos fieles a nuestro deber de estado. Esa es la cruz que Jesús quiere para mí. Y no me deja solo… Él va delante llevando su cruz…y también la mía conmigo.



* * *


¿Qué dice la gente sobre mí? Dijo Jesús a sus apóstoles. ¿Qué dices tú sobre mí? Tú eres el Cristo. El Cristo. Pocos entienden quién es el Cristo, Verbo Encarnado, y menos entienden su redención.

La mayoría de nosotros ve en Jesús alguien extraordinario. Confesamos su divinidad pero se nos escapa muchas veces el motivo y el medio de su Encarnación: Dios se ha hecho hombre para morir por nuestros pecados y llevarnos al cielo.

Pedro acierta la respuesta sobre la Persona de Jesús pero se le escapa su misión y se escandaliza de ella cuando Jesús se la manifiesta.

El hijo del hombre tiene que morir y resucitar. Pedro quiere que Jesús se manifieste poderoso y que no sufra y menos que muera. Jesús le hace ver que sus pensamientos son mundanos y no cristianos.

Jesús manifiesta una conciencia clara de su misión. Sabe cuál es la voluntad del Padre sobre su misión, sobre su vida sobre la tierra y El la acepta. Ha venido a morir en una cruz y resucitar al tercer día para nuestra salvación. Jesús rechaza la propuesta de Pedro de una redención sin cruz, sin sufrimiento. La rechaza porque quiere hacer la voluntad del Padre, porque lo ama y porque nos ama a nosotros. También en el desierto rechazó la propuesta de Satanás de una redención triunfalista. Y en Getsemaní también murió a su propio querer para entregarse incondicionalmente al querer del Padre: “Padre, si puede ser aparta de mí este cáliz pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.

Preguntémonos. Tenemos clara conciencia de la voluntad de Dios sobre nosotros. La aceptamos como Cristo o buscamos atajos a cargar con la cruz que nos ha tocado en suerte.

Muchas veces buscamos atajos a la cruz. Rechazamos la cruz y buscamos nuestro propio gusto. Rechazamos la cruz que Dios nos ha dado y sin darnos cuentas por rechazarla cargamos una cruz más pesada. La cruz que nos ha tocado en suerte es una cruz a nuestra medida, pensada por Dios desde toda la eternidad. Una cruz que no excede nuestras fuerzas porque procede de la sabiduría y del amor de Dios. Esa cruz tenemos que aceptarla con mansedumbre y humildad porque aceptada nos hace felices y se nos hace liviana. “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré. Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. Tenemos que aprender de Jesús a aceptar la cruz que amorosamente Dios nos ha dado y mantenernos fieles a su voluntad.

La tentación mundana de Pedro siempre se nos presentará y se hará más fuerte en la medida en que nos salgamos de la voluntad de Dios. Cuando nos vamos apartando de la voluntad de Dios, de la verdad de su querer divino, es muy fácil que aceptemos un atajo a la cruz y caigamos en un ámbito distinto del querer de Dios, caeremos en nuestro propio querer y en definitiva en el querer del Diablo.

Jesús después de rechazar la tentación diabólica que Pedro le presenta y de rechazarla en público para que quedará manifiesta y aprendiesen todos a discernir los espíritus: el de Dios y el del hombre habla sobre la condición principal para ser su discípulo.

Si alguien quiere ser discípulo de Cristo tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirlo. Aceptar la voluntad de Dios es renunciar, muchas veces, a nuestro propio querer porque, muchas veces, nuestros gustos y criterios no son los de Dios. Si queremos ser buenos seguidores de Cristo tenemos que imitarlo en ser fieles a la voluntad de Dios y cargar la cruz que nos ha dado. La cruz del cumplimiento de los mandamientos, de nuestro deber de estado, de nuestra vocación, de las enfermedades, dolores y angustias que El permite en nuestra vida.

Ser fieles a la voluntad de Dios, cargar nuestra cruz, es morir a nosotros mismos para vivir en Cristo. Por el contrario, hacer nuestra propia voluntad, seguir nuestro querer y rechazar el querer de Dios, es vivir a nosotros mismos y rechazar a Cristo.

La cruz de Cristo es suave y su carga es ligera, si nos abrazamos a ella. Cada uno tiene su cruz, una cruz a su medida, una cruz que Dios le ha elegido por amor. En la aceptación de la cruz que Dios nos ha dado esta nuestra santificación. Llevémosla tras de Cristo que la llevó por nosotros. En la cruz de Cristo está incluida nuestra cruz. Él ya la llevó por nosotros y hoy nosotros la tenemos que llevar pero sin olvidarnos que Él nos acompaña. Y cuando se nos haga pesada la cruz digámosle a nuestro Señor que sea nuestro Cireneo. Él nos cargará a nosotros junto con nuestra cruz.

En Mateo la respuesta es más expresiva “Tu eres el Cristo el Hijo de Dios vivo” (16, 16)
Mt 16, 17
Mt 16, 22
Lc 9, 23
Cf. E.E. nº 139-146, 239-240
Mt 11, 28-19



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Ejemplos


Dios entre las bombas
Quiero transcribir a continuación un episodio, que desborda una espontaneidad y fe al tratar con Dios envidiables.
“Escucha, Dios... Yo nunca he hablado contigo. Hoy quiero saludarte: ¿Cómo estás? ¿Tú sabes...? Me decían que no existías y yo... -¡tonto de mí!- creí que era verdad. Yo nunca había mirado tu gran obra, y anoche, desde el cráter que cavó una granada, ví tu cielo estrellado. Y comprendí que había sido engañado.
“Yo no sé si Tú, Dios, estrechas mi mano, pero, voy a explicarte y comprenderás... Es bien curioso: en este horrible infierno he encontrado la luz para mirar tu faz. Después de esto, mucho qué decirte no tengo. Tan sólo me alegro de haberte conocido...
“¡La señal...! Bueno, Dios, ya debo irme... Me encariñé contigo... Aún quería decirte que, como Tú sabes, habrá lucha cruenta... Y quizá esta misma noche llamaré a tu puerta. Aunque no fuimos nunca amigos, ¿me dejarás entrar, si hasta ti llego?
“Pero... ¡si estoy llorando! ¿Ves, Dios mío? Se me ocurre que ya no soy tan impío... Bueno, Dios, debo irme. ¡Buena suerte! Es raro, pero ya no temo a la muerte”.
(Carta encontrada en el bolsillo de un soldado americano destrozado por una granada durante la 2ª Guerra Mundial).



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Directorio Homilético

Vigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario
CEC 713-716: la descripción del Mesías viene revelada en los cantos del Siervo
CEC 440, 571-572, 601: Jesús sufrió y murió por nuestra salvación
CEC 618: nuestra participación en el sacrificio de Cristo
CEC 2044-2046: las obras buenas manifiestan la fe


713 Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra "condición de esclavos" (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.


714 Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2):


El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.


715 Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del "amor y de la fidelidad" (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los "últimos tiempos", el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.

716 El Pueblo de los "pobres" (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor "un pueblo bien dispuesto" (cf. Lc 1, 17).

440 Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre "que ha bajado del cielo" (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Hch 2, 36).


Artículo 4 “JESUCRISTO PADECIO BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTOY SEPULTADO”

571 El Misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstole s, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de "una vez por todas" (Hb 9, 26) por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo.

572 La Iglesia permanece fiel a "la interpretación de todas las Escrituras" dada por Jesús mismo, tanto antes como después de su Pascua: "¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" (Lc 24, 26-27, 44-45). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica concreta por el hecho de haber sido "reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas" (Mc 8, 31), que lo "entregaron a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle" (Mt 20, 19).


"Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"

601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S. Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3) que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras" (ibidem: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).


Nuestra participación en el sacrificio de Cristo

618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22, 2), él "ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual" (GS 22, 5). El llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a seguirle" (Mt 16, 24) porque él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas" (1 P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios(cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):

Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo

(Sta. Rosa de Lima, vida)

III VIDA MORAL Y TESTIMONIO MISIONERO

2044 La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. "El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios" (AA 6).

2045 Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo (cf Ef 1,22), contribuyen, mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres, a la edificación de la Iglesia. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles (cf LG 39), "hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo" (Ef 4,13).

2046 Mediante un vivir según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, "Reino de justicia, de verdad y de paz" (MR, Prefacio de Jesucristo Rey). Sin embargo, no abandonan sus tareas terrenas; fieles al Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

(cortestía ive-argentina.org)

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