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Domingo 25 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos I  - Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa Dominical

Recursos adicionales  para  la preparación

 

A su disposición 
Exégesis: Rudolf Schnackenburg - Segundo anuncio de la Pasión(Mc 9, 30-50)

Comentario Teológico: José Ma. Solé Roma OMF - Comentario a las 3 Lecturas

Comentario Teológico: Mons. Fulton Sheen I - La segunda disputa: Cafarnaúm

Comentario Teológico: Mons. Fulton Sheen II - Orgullo y Humildad

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Nueva conversación sobre la Pasión

Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. La humildad

Aplicación: R.P. Alfonso Torres, S.J. - El anuncio de la Pasión

Aplicación: Mons. Enrique Díaz Díaz - ¡Qué contradicción!

Ejemplos Predicables

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo



Exégesis: Rudolf Schnackenburg - Segundo anuncio de la Pasión(Mc 9, 30-50)

El segundo vaticinio de los padecimientos y muerte de Jesús señala una nueva sección, cuyo destino a la comunidad resulta aún más claro. La conversación con los discípulos «en la casa» (9,33) viene a establecer el marco para una especie de catecismo comunitario, que contiene algunas sentencias de Jesús, diversas por su contenido pero homogéneas por su destino a la comunidad.

Los pequeños fragmentos están eslabonados mediante ciertas palabras nexo, procedimiento antiguo para recordar las sentencias de Jesús y transmitirlas a otros. Esta peculiar composición formada mediante palabras nexo (9,33-50), ciertamente anterior a Marcos, muestra cómo la comunidad recordaba «las palabras del Señor» (cf. Hec_20:35) y las aplicaba a su propia situación. Mateo dispone en parte del mismo material -aunque utiliza una fuente más amplia de sentencias- para redactar una «regla de la comunidad», una instrucción sobre la conducta fraterna en la comunidad de los discípulos (c. 18). La última disposición es ciertamente obra del evangelista.

A través de estas antiguas colecciones de sentencias y de su elaboración por parte de los evangelistas, logramos indirectamente ciertos atisbos sobre la vida de las primitivas comunidades cristianas y observamos cómo los predicadores y maestros -entre los que hay que contar también a los evangelistas- instruían y aconsejaban con palabras del Señor. Se podría estudiar la composición así formada, como un todo o en cada uno de sus elementos particulares; vamos a intentar un resumen con fines de meditación.


a) El segundo anuncio (Mc 9, 30-32)
30 Habiendo salido de allí, atravesaban Galilea, y él no quería que lo supiera nadie; 31 porque iba enseñando a sus discípulos, diciéndoles: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres, y le darán muerte; pero, después de muerto, resucitará a los tres días.» 32 Pero ellos no comprendían tales palabras; y sin embargo, les daba miedo de preguntarle.

Con la frase introductoria quiere el evangelista hacer el tránsito de los fragmentos que acaba de presentar a un nuevo material de tradición y anunciar la marcha de Jesús hacia Jerusalén. Pues en los capítulos siguientes acentúa la impresión, de una manera planificada, de que Jesús está en camino hacia la ciudad santa. Según 10,1, llega a la región de Judea y al Este del Jordán; en 10,17 continúa su camino; en 10,32 ya se dice expresamente que la meta es Jerusalén; en 10,46 llega a Jericó; en 11,1 se aproxima a la capital a través de Betfagé y de Betania, y finalmente penetra en Jerusalén y en el templo (11,1).

Los datos geográficos son poco precisos, a veces obscuros y hasta equívocos. Muchas piezas, como la instrucción a las turbas en 10,1, el diálogo con los fariseos en 10,2 ss, la bendición de los niños en 10,13 ss, no encajan en este cuadro; y el cambio de auditorio -el pueblo, los discípulos- confirma la impresión de que las perícopas más bien se han reunido desde unos puntos de vista teológicos. La subida a Jerusalén tiene un significado teológico porque allí debe cumplirse para Jesús el destino de muerte que Dios ha dispuesto sobre él. Los discípulos entran también en ese camino, «Jesús caminaba delante de ellos» (10,32); y la comunidad debe saber que todo esto se lo dice también a ella su Señor mientras se encamina hacia la cruz. Lo cual da a sus palabras una suma gravedad, especialmente si la comunidad debe reconocer en la incomprensión de los discípulos y en su actitud contraria al Espíritu su propia imagen.

Lucas ha dispuesto esta marcha de Jesús a Jerusalén, que el Señor emprende con plena conciencia y santa decisión (Luc_9:51), con una estructuración más vigorosa y mayor carga teológica, bajo la idea dominante de que en Jerusalén se ha cumplido el destino de los profetas y allí debe cumplirse también el del Mesías (cf. 13,32-35).

En el texto presente Marcos hace pasar a Jesús por Galilea, la patria del Evangelio y el escenario de sus obras poderosas, sin detenerse y procurando a toda costa no ser reconocido. Es el abandono definitivo de los lugares en que desarrolló su actividad, la interrupción de su proclama de la salvación, porque ha sonado la hora de que el Hijo del hombre sea entregado y muerto. «Y él no quería que lo supiera nadie.» Nadie puede impedir la marcha de Jesús, nadie puede hacerle volver atrás. A diferencia de lo que ocurría cuando imponía las órdenes de silencio, aquí no oímos nada sobre que se difunda la fama de sus propósitos. Si en los últimos capítulos se vuelve a mencionar o a presentar al pueblo repetidas veces, ello se debe a otras razones expositivas.

Comparado con el primero, sorprende que en este segundo anuncio de la pasión no se mencione el «es necesario», reflejo de la disposición divina. En lugar de eso, se dice categóricamente: «será entregado». El obscuro suceso se ha convertido en una realidad y empieza ahora a verificarse. Jesús ha tomado una decisión y se pone inmediatamente en camino. Pero el misterio, humanamente incomprensible, persiste en toda su dureza opresiva: el Hijo del hombre «será entregado en manos de los hombres». En 8,31 se dijo que sería rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; es decir, por las autoridades teocráticas del judaísmo. Ahora la forma de expresión es todavía más radical: el Hijo del hombre, llamado por Dios a la gloria (8,38), es entregado a los hombres.

El verbo griego (paradídomi: ser entregado) no indica aquí (9,31) expresamente la traición que llevó a cabo uno de los discípulos de Jesús -acción que describe el mismo verbo-, ni la simple entrega a un tribunal humano, sino algo más profundo y vasto: la entrega del Hijo del hombre a la violencia de los hombres... porque Dios lo permite y quiere. Eso es lo que indican la expresión semitizante «en manos de los hombres» y la forma pasiva. Es una fórmula preferida por la primitiva teología cristiana para expresar la muerte expiatoria que Dios dispuso para su Hijo. «Fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación» (/Rm/04/25). Entregado por Dios, Jesús se entrega personalmente a la muerte (cf. Rom_8:32; Gal_2:20; Efe_5:2). En estos textos late seguramente la idea de la muerte expiatoria y vicaria del siervo de Yahveh, del que se dice en Isa_53:6 : «El Señor le ha cargado sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros», y más adelante: «Su vida fue entregada a la muerte» (Isa_53:12 según la versión de los LXX).

En los anuncios de la pasión todavía no se encuentra el «por nosotros» o «por nuestros pecados»; estos anuncios gravitan por completo en torno a la idea del «rechazado y vilipendiado por los hombres», «entregado en manos de los hombres», lo que equivale a decir en manos de los pecadores (cf. Mar_14:41). La total impotencia del Hijo del hombre, el poder de la maldad humana sobre él, eso es lo que indica el «ser entregado», con alusión clara desde luego al cántico del siervo de Yahveh (cf. también 1Co_11:23).

Los hombres matarán al Hijo del hombre, pero cuando le hayan matado, Dios introducirá un cambio inmediato: le resucitará. La indicación temporal «a los tres días» expresa esta intervención inmediata de Dios (véase el comentario a 8,31). De nuevo los discípulos no comprenden absolutamente nada. Ya no contradicen a Jesús, ni siquiera se atreven a preguntarle, víctimas como son del terror y del pasmo. Sus palabras -el anuncio completo de la muerte por obra de los hombres y de la resurrección- es tan grande e incomprensible, que les invade el asombro, como les había ocurrido después del apaciguamiento de la tempestad (4,41). La palabra de Jesús es intangible, inevitable, como aquella otra que precedió a la negación de Pedro, y que este discípulo recordará amargamente después de su defección (14,72). La comunidad debe saber que Jesús la ha pronunciado refrendando el designio de Dios y descubriendo los pensamientos divinos. Según esta palabra, la muerte de Jesús es un recuerdo indeleble de la malicia de los hombres, y también del poder de Dios.


b) Discusión sobre el primer puesto (Mc 9, 33-37)

33 Llegaron a Cafarnaúm. Y estando ya él en la casa, les preguntaba. «¿De qué veníais discutiendo en el camino?» 34 Pero ellos guardaban silencio; porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién era el mayor. 35 Y sentándose, llamó a los doce y les dijo: «El que quiera ser primero, que sea último de todos y servidor de todos.» 36 Luego tomó a un niño y lo puso delante de ellos y, abrazándolo, les dijo: 37 «Todo el que acoge a uno de estos niños en mi nombre, es a mí a quien acoge; y quien me acoge a mí, no me acoge a mí» sino a aquel que me envió.»

A pesar de la subida a Jerusalén (cf. v. 30), nos encontramos de nuevo en Cafarnaúm, al Norte de Galilea. Pero el evangelista ha creado este marco para su colección de sentencias, porque Cafarnaúm es la ciudad en que Jesús se halla «en casa» (cf. 2,1), es decir, en la casa de Simón y de Andrés (1,29). Aquí la idea es también ésta: Jesús, en el viaje que ha emprendido hacia el lugar de su pasión y muerte, vuelve una vez más a la «casa» e imparte a sus discípulos nuevas e importantes enseñanzas. La comunidad sabe que es ella también la destinataria de estas palabras de Jesús a los doce.

De camino, mientras el pensamiento de Jesús se sumergía por completo en su pasión, los discípulos han discutido entre sí sobre quién era el mayor; tan lejos estaban del Maestro, tan poco habían comprendido lo que significaba el seguimiento de Jesús. Es el mismo contraste que media entre el primer anuncio de la pasión que hace Jesús y la oposición de Pedro (8,31 ss). Todos los discípulos son presa de la ideología humana llegando incluso a disputarse el primer puesto. Pero Jesús -eso es lo que indica el evangelista con la pregunta que les dirige- los conoce, y ellos permanecen callados. (…) La observación inmediata de que se sentó -postura propia del maestro (cf. 4,1s; 13,3)- y llamó a los doce, (…) indica (…) que tiene algo especial que decir (cf. 6,7) a los representantes del pueblo de Dios (3,13 ss). Los doce aparecen varias veces como sus compañeros en el camino que le lleva a la muerte (10,32; 11,11; 14,17). Jesús los introduce espiritualmente -y con ellos la comunidad- en ese camino. Se crea así el marco para las palabras que siguen, que el evangelista toma de la tradición.

La sentencia de que el discípulo de Jesús que aspire al primer puesto debe ser justamente el último y el servidor de todos, nos la transmiten los Evangelios en una quíntuple redacción; tan importante era para la Iglesia primitiva. En Marcos presenta aún otro tenor literal (grande-servidor, primero-esclavo de todos) después del anuncio tercero de la pasión, cuando los hijos de Zebedeo solicitan de Jesús los primeros puestos en su reino (10,43). Allí presenta un cierto clímax: todavía los discípulos no han aprendido nada, sino que se irritan por la pretensión de sus compañeros (10,41). El logion se repite en aquel pasaje -escogido también con particular intención- de una forma más explícita y fuerte, adquiriendo una motivación más grave al remitirse al ejemplo del Hijo del hombre que ha venido para servir y dar su vida en rescate (10,45). Mateo ha comentado la palabra a su manera (18,14)1, mientras que Lucas traslada la disputa sobre la primacía al lugar de la última cena (/Lc/22/24-27), con lo que la comunidad puede comprender mejor que esta ley del servicio mira a su propia vida, y muy concretamente a sus reuniones, al banquete del amor con el servicio de la mesa.

En el pasaje que nos ocupa la sentencia no presenta una construcción totalmente regular. «Primero» y «último» ofrece el máximo contraste; pero todavía se añade, a modo de aclaración, «y servidor de todos». Este motivo del servicio aparece en todos los textos, exceptuando Luc_9:48c. La exigencia que Jesús presenta de este modo a cuantos quieran pertenecer a la comunidad de sus discípulos y pertenecerle a él, ataca en lo más profundo el afán de orgullo y poder en el hombre, y trastorna el orden que tantas veces prevalece entre los hombres (cf. 10,42).

Por provocante que pueda resultar la palabra de Jesús, no pretende desencadenar una revolución contra los gobernantes terrenos, sino crear un orden nuevo que refleje el dominio de Dios y permita entrever su reino venidero. Pues, Dios domina por medio de su amor misericordioso, y Jesús ejerce el poder que Dios le ha confiado mediante su servicio. La sociedad de los discípulos y la comunidad futura quedan puestas así bajo una nueva ley, que parece contradecir los hechos de la convivencia humana tal como los presenta a menudo la historia; pero que, sin embargo, constituye la auténtica liberación en la lucha incesante de los hombres entre sí, en la batalla de los intereses de grupo, en la guerra por el dominio y el poder. (...)

Jesús toma a un niño y le pone en medio de los discípulos; le abraza y le acaricia, detalle que Marcos también anota en la otra escena de niños, cuando Jesús los bendice (Rom_10:16). (….) Llama especialmente la atención en nuestro pasaje que un niño sea el representante de Jesús (v. 37b). Atendiendo al verdadero sentido, la escena presentaría una estrecha semejanza con la del juicio final en que Jesús se identifica con los atribulados y los que padecen necesidad (Mat_25:31-46). La Iglesia primitiva ha debido entenderlo así, siendo esto un testimonio en favor de cómo había juzgado la acogida de un niño indefenso y necesitado de protección.

En el contexto actual (…), en que se pone a un niño ante los ojos de los discípulos, no como símbolo de la pequeñez y humildad cual ocurre en Mateo (18,3s), sino como objeto de sus cuidados, la sentencia adquiere un significado distinto. Jesús quiere y acaricia a dicho niño y se declara en favor suyo, cual si quisiera decir a los discípulos: Vosotros aspiráis al primer puesto, pero quien desea pertenecerme debe respetar lo pequeño e insignificante, pues, en un niño así encuentro yo al hombre mismo. Jesús es amigo de los hombres pequeños y despreciados, para quienes el niño es como un símbolo. En consecuencia, Jesús habría puesto aquí ante los ojos de los discípulos de un modo indirecto su propio ejemplo, su propia postura y sus sentimientos personales (de modo parecido a como lo hace en 10,45).
(SCHNACKENBURG, R., El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder)

[1] Mateo habla a su comunidad de una forma nueva; para él el «reino de los cielos» tal vez está ya referido a la Iglesia, al menos en el sentido de que ella es la imagen presente y el campo de operaciones del reino futuro. Al niño se le presentó ya como símbolo del sentimiento humilde (v. 4).



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Comentario Teológico: José Ma. Solé Roma OMF - Comentario a las 3 Lecturas

Primera lectura: Sabiduría 2, 12-20:
Es un cuadro de emocionado dramatismo que describe el odio que los impíos profesan a los justos, la guerra implacable que les hacen y el triunfo aparente del mal:

- El justo por su sola presencia incomoda (12); su conducta es un continuo reproche para el impío (14); y lo más imperdonable es el amor y confianza que tiene el justo en Dios.

- Declarada la guerra abierta, faltos los impíos de todo escrúpulo, se desatan contra los justos implacablemente: "Probémosle con el ultraje y la tortura. Condenémosle a una muerte vergonzosa" (20). Y dado que el proyecto se realiza, puede la impiedad dar por definitivo su triunfo: "Veamos si sus palabras son verdaderas, veamos qué fin tiene el justo" (17). Si bien este cuadro puede ser la historia de infinitos justos, los Evangelistas lo tienen presente cuando describen la Pasión de Cristo, el "Justo" por excelencia. La doctrina y la conducta de Jesús eran un reproche incómodo para los dirigentes políticos y religiosos de Israel instalados en sus vicios. Planean la supresión del Justo. Se mofan de El en su agonía. Al pie de la letra le lanzan a la cara el sarcasmo: "Puso en Dios su confianza; líbrele ahora, si de verdad se complace en El; pues El lo ha dicho: Soy Hijo de Dios" (Mt 27, 43; cfr Sab 2, 13).


Segunda Lectura: Santiago 3, 16-4, 3:
Santiago trata en esta perícopa tres diversos temas, los tres muy prácticos:
- Santiago, que al "discípulo" de la Sabiduría le exige sea dócil y manso de corazón (1, 21); ahora el "Maestro" de la Sabiduría (al Misionero, al Sacerdote, diríamos hoy) le recuerda asimismo cómo la mansedumbre y benignidad son el signo y el fruto y el clima de la auténtica Sabiduría. Y así debe mostrarse en la conducta y en las obras. Si carece de mansedumbre es: terrena, animal, diabólica (14). Es decir, no nace de Dios, sino del mundo, de las pasiones, del demonio. De ahí que sus frutos sean: celos, ambiciones, turbulencias y banderías (16). La auténtica produce la justicia en clima de paz (17): Celo sin humildad y bondad es: terreno-animal-diabólico.

- Otro punto interesante: ¿De dónde nacen en las comunidades y grupos las guerras y altercados? Y responde Santiago: "De las concupiscencias (codicia de dinero, honores y placeres) instaladas en nuestro interior" (4, l). Las codicias acuciadas, las ambiciones desatadas, la sensualidad desenfrenada, producen necesariamente altercados, envidias, guerras fraticidas (4, 2). Esto es aplicable en mayor grado a personas que en la sociedad civil o en la comunidad eclesial tienen cargos de magisterio o de gobierno.

- Santiago nos muestra el camino que de verdad conduce a los valores seguros: La oración (3). No poseemos estos valores porque no los pedimos (2b). Y si los pedimos y no los obtenemos es porque pedimos mal (3). Aun la oración podemos convertirla en instrumento de nuestras pasiones. Cuántas cosas se piden a Dios que sólo servirían para fomentar nuestro egoísmo, nuestro orgullo o nuestro comodismo. Sólo son dádivas dignas de Dios las que nos hacen mejores; éstas debemos pedir: " Quos tuis, Domine, reficis sacramentis, continuis attolle benignus auxiliis, ut redemptionis effectum et mysteriis capiamus et moribus " (Poscom.). La hora de la comunión es hora de gracias. Pidámosle al Señor las que nos hagan vivir más ricamente el misterio de la Redención; las que nos hagan mejores cristianos.


Evangelio: Marcos 9, 29-36:
Son insistentes e intencionadas las aclaraciones que hace Jesús de su Mesianismo. Un Mesías-Redentor no encajaba en la mentalidad de Israel:
- Jesús en sus instrucciones a los Apóstoles y discípulos insiste en que es el Mesías-Redentor; el Mesías en cruz. Todos los Evangelistas nos han dejado testimonio de cuán impermeables son los Apóstoles a este Mesianismo. Aquí Marcos nos advierte cómo tras una de estas instrucciones, con ser tan clara, nada han comprendido. Y añade el Evangelista: "Ni se atrevían a preguntarle" (31). Rehuían aquel tema. Es una precisión psicológica interesante. Aún hoy en muchos temarios de catequesis y de misión, y no hay que decir en muchos programas de vida cristiana, la cruz de Cristo es silenciada, rehuida, marginada. Pero un Cristo sin cruz es un Mesías sin redención.

- No es menos interesante la precisión psicológica el "silencio" ante la pregunta de Jesús (33). Aquellos Apóstoles de Jesús ni mejores ni peores que nosotros, hombres con toda la carga de egoísmo, ambición y orgullo que arrastramos nosotros, se habían pasado la jornada discutiendo sobre primacías y cargos. Imaginaban el "Reino" Mesiánico al estilo de los reinos políticos. Pero el "Reino" de Cristo, por ser espiritual y divino, va al revés de todos los imperios y poderíos terrenos y humanos. En el Reino Mesiánico es primero el que busca el último lugar y se hace servidor de todos (35). Esta lección de Jesús pone en crisis todos nuestros conceptos y es un reproche a todas nuestras actitudes.

- Y Jesús explica con un gesto o ejemplo su gran lección: Pone en medio del grupo de los Apóstoles un párvulo. Lo estrecha contra su pecho; y les dice: "El que se convierte y se torna como este niño, éste es el mayor en el Reino de los cielos" (38). El niño simboliza bien la ingenuidad y sencillez. El niño es, sobre todo, la pequeñez, la debilidad, la fragilidad: la humildad: "Puesta la humildad por fundamento, puede el arquitecto construir sobre ella el edificio. Pero si éste se quita, por más que su santidad parezca tocar el cielo, todo se vendrá abajo al instante y terminará en catástrofe" ( in Mt 15, 2). Todo cuanto en la Iglesia o en la propia perfección se edifica sin humildad acaba en catástrofe. El cristiano genuino ora siempre: "Señor, purifica y protege a tu Iglesia con misericordia continua; y pues sin tu ayuda no puede mantener su firmeza, que tu protección la dirija y la sostenga siempre" (Lunes 3ª semana cuaresma- Colecta). La misericordia de Dios es nuestro universal refugio. Siempre la necesitamos. Siempre la pedimos. Ante Dios somos indigentes todos. Acudamos a él con la humildad y la confianza con que los niños acuden a sus padres.
(José Ma. Solé Roma OMF,"Ministros de la Palabra", ciclo "B", Herder, Barcelona 1979.


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Comentario Teológico: Mons. Fulton Sheen I - La segunda disputa - Cafarnaúm

El segundo anuncio de su muerte, hecho de una manera abierta, tuvo efecto después de la transfiguración y tras haber expulsado a un demonio del cuerpo del muchacho obseso. El Maestro y los apóstoles se dirigían a Cafarnaúm. Los numerosos milagros que el Señor había obrado entre Cesarea de Fillpos y Cafarnaúm habían puesto a los apóstoles en un gran estado do excitación,
Todos estaban atónitos ante la grandeza de Dios (Lc 9, 43)

Los apóstoles empezaron a convertir el poder divino en la esperanza de un reino terrestre y en una soberanía humana, a despecho de las graves lecciones recibidas acerca de la cruz. A nuestro Señor le pareció mal aquella especie de excitación religiosa que quería dejar a la humanidad sin redimir.

Y maravillándose todos de todas las cosas que hacía,
Jesús dijo a sus discípulos: “Poned en estas palabras en vuestros oídos:
Porque el Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres. (Lc 9, 43-44)

Le matarán, y al tercer día resucitará.”(Mc 9, 30)

Nuestro Señor repitió claramente la predicción del Calvario a fin de que cuando tuviera efecto sus discípulos no flaquearan en su fe o le abandonaran. Con estas declaraciones repetidas quería también asegurarles que no iba a la cruz por coacción, sino como un sacrificio ofrecido voluntariamente. Ellos miraban con aversión la perspectiva que el Señor ponía antes sus ojos acerca de su muerte; no sólo rehusaba prestar atención a ello, sino que incluso desdeñaban preguntar nada a nuestro Señor.

Más ellos no entendían esta palabra y les era encubierta, para que no la entendiese; y sucitóse entre ellos una disputa. (Lc 9, 45)

El Segundo anuncio de su muerte y gloria provocó la segunda disputa. Mientras regresaban de Cafarnaúm, estaban discutiendo entre ellos a una distancia tal del Maestro, que éste podía oir lo que decían.

Y sucitóse entre ellos una disputa, sobre cuál de ellos sería el mayor. (Lc 9, 46)

¡Cuán superficial debía ser la impresión que les causó la alusión que nuestro Señor hizo acerca de su muerte, puesto que todavía discutían acerca de cuál tendría la preeminencia en lo que imaginaban sería una organización política y económica denominada «reino de Dios»! Habían oído al Señor hablarles de sus padecimientos, pero ellos se empeñaban en discutir y disputarse los primeros puestos. Es posible que acentuara esta disputa el hecho de que a Pedro se le hubiera conferido un puesto preeminente entre ellos en Cesarea de Filipos ; tal vez el hecho de que Pedro, Santiago y Juan hubieran sido elegidos como testigos de la transfiguración suscitó también cierto resentimiento entre los apóstoles. El caso es que estaban discutiendo como hacían cada vez que el Señor les revelaba algo concerniente a la cruz.

Conociendo que era inminente la crisis en el momento en que estableciera el reino, se sentían movidos por la ambición. Pero nuestro Señor leía en sus corazones; y cuando llegaron a la casa donde, en Cafarnaúm, solían hospedarse, probablemente la de Pedro,

Les preguntó: ¿Qué estabais disputando en el camino?
Mas ellos callaron; porque en el camino habían disputado entre sí quién era el mayor.(Mc 9, 32)

Aquellas lenguas tan elocuentes por el camino, mientras estaban disputando, permanecían ahora silenciosas al leer el Señor los pensamientos de estos hombres, en tanto sus conciencias los acusaban. La poca atención que habían prestado a las palabras que el Maestro les había dirigido acerca de la cruz podían ser la razón de que no hubieran comprendido por qué aquel hombre lleno de poder —que ellos habían podido observar en sus milagros y en la resurrección de muertos—había de parecerles tan falto de poder. ¿Por qué había de someterse a una muerte de que podía librarse en cualquier momento? Era un misterio imposible de comprender hasta que se hubiera cumplido siguió siendo un escándalo para los incrédulos, entre los judíos y los griegos. Tal como san Pablo escribió a los corintios:

Porque los judíos piden señales, y los griegos buscan la sabiduría ;
mas nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos,
y locura para los gentiles, mas para los que son llamados de Dios,
así judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios (1Cor 1, 23 ss)

Evidentemente, el hombre natural o carnal tendía a recibirle como uno que había venido a dar un código de moralidad; pero aceptarle como uno que venía al mundo como «rescate» por la humanidad requería una sabiduría más elevada. Como sugirió san Pablo:

El hombre natural no acoge las cosas del Espíritu de Dios;
porque para él son locura y no las puede conocer,
por cuanto se disciernen espiritualmente. (1Cor 2, 14)

Esta vez, con objeto de corregir las equivocadas ideas de supe­rioridad de ellos, llamó a sí solamente a un niño.
Y le tomó en sus brazos. (Mc 9, 33)

Puesto que los apóstoles habían estado disputando sobre quién era el mayor en el reino, nuestro Señor les daba ahora una res­puesta a sus ambiciosos pensamientos:

En verdad os digo que, si no os volviereis
Y fuereis como niños,
No entraréis en el reino de los cielos.
Cualquiera, pues, que se humillare como este niño,
Ése es el Mayor en el reino de los cielos. (Mt 8, 3 ss.)

Los mayores de todos sus discípulos serían aquellos que se hi­cieran como niños pequeños; puesto que un niño es como un repre­sentante de Dios y de su divino Hijo sobre la tierra. En su reino existía una nobleza, pero opuesta a la del mundo. En su reino uno ascendía cuanto más se abajaba, crecía al disminuirse. Él dijo que no había venido para que le sirvieran, sino para servir. En su pro­pia persona ponía un ejemplo de humillación, consistente en as­cender hasta las honduras de la derrota de la cruz. Y como no com­prendían la cruz, les invitaba a que aprendieran de un niño a quien Él estrechaba contra su pecho. Los más grandes son los más pequeños, y los más pequeños son los más grandes. El honor y el prestigio no son de aquel se sienta en el lugar principal de la mesa, sino del que se ciñe con una toalla y se poner a lavar los pies de los que son siervos suyos. El es Dios se hizo hombre: el que es Señor de los cielos y la tierra se humilló hasta la cruz; tal era el acto incomparable de humildad que ellos tenían que aprender. Si de momento no podían aprender de Él esta lección, tendrían que aprenderla de un niño.
(MONS. FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Herder, Barcelona, 1996, pp. 180- 183)

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Comentario Teológico: Mons. Fulton Sheen II - Orgullo y Humildad

El hombre puede creer que se eleva sobre sus semejantes y sentirse superior a ellos en dos formas: por su sabiduría o por su poder, es decir, alabándose de lo que conoce, o usando dinero e influencia para alcanzar la supremacía. Tales formas de conducta siempre nacen del orgullo.

El orgullo de la primera clase, que es el orgullo intelectual, cambia de expresión según la moda de la época. En ciertos períodos de la Historia (cuando los ídolos públicos eran los hombres cultos y estimados por su intelectualidad) los soberbios pretendían poseer vastos conocimientos que realmente no eran suyos. Eran comunes los defraudadores intelectuales. Los que siempre desean parecer más que ser, pueden ser aplaudidos en su tiempo, fingiendo una intelectualidad que no les corresponde.

Esos defraudadores intelectuales son menos comunes hoy, porque nuestra sociedad no recompensa a los cultos con suficiente publicidad ni esplendor. Por ello, los mentecatos imitadores no ganan nada con fingirse intelectuales. Quedan trazas de esos elementos antiguos en ciertos círculos intelectuales donde se pregunta si uno ha leído tal libro o tal otro como prueba de si uno está culturalmente bien situado.

Hoy la forma más común del orgullo intelectual es negativa. El orgulloso no se exalta a sí mismo, pero procura humillar a los otros y así cumple al fin el mismo objetivo, que es el de encontrarse superior a sus compañeros. El cínico y el burlón constituyen ejemplos comunes del orgullo moderno. No fingen compartir la sabiduría de los cultos y se limitan a decirnos que lo que los sabios saben es falso, que las grandes disciplinas de la mente son un compuesto de absurdos pasados de moda, y que nada vale aprenderse porque todo es anticuado. El ignorante, al jactarse de su ignorancia, procura hacerse pasar por superior a los que saben más que él y da por hecho que conoce lo que ellos no, añadiendo que el estudio sólo sirve para perder el tiempo.

El ególatra de este tipo, que desprecia la ajena sabiduría, incurre en tanta culpa de orgullo como el pseudo-intelectual a la antigua, que fingía una sabiduría que no se ha molestado en adquirir.

Los dos errores, el viejo y el nuevo, serían más raros si la educación insistiera más, que lo hace, en la receptividad. El niño se humilla ante los hechos y se sume en admiración de lo que ve. El maduro, muy a menudo, pregunta acerca de todo: "¿usaré esto para extender mi ego, para distinguirme entre todos y para hacer que la gente me admire más? " La ambición de usar el conocimiento para nuestros fines egoístas elimina la humildad necesaria en nosotros antes de aprender nada.

La soberbia intelectual destruye nuestra cultura y coloca una nube de egolatría ante nuestros ojos, lo que nos impide gozar de la vida que nos rodea. Cuando estamos ocupados en nosotros mismos no prestamos plena atención a las cosas o personas que cruzan nuestro camino, por lo cual no conseguimos en ninguna experiencia el regocijo que os pudiera dar. El niño pequeño sabe que lo es y acepta el hecho sin fingir ser grande, por lo que su mundo es un mundo de maravilla. Para todo chiquillo pequeño, su padre es un gigante.

La capacidad de maravillarse ha sido extinguida en muchas universidades. El hombre empieza interesándose en si es el primero o el último de la clase, o en si figura entre los medianos y pretende elevarse o no. Ese interés en si propio y en la calibración moral que tiene, envenena la vida de los orgullosos, porque pensar demasiado en uno mismo es siempre una forma de la soberbia.

El deseo de aprender, de cambiar y de crecer es una cualidad propia de quien se olvida a sí mismo y es realmente humilde.

El orgullo y el exhibicionismo nos imposibilitan el aprender, y hasta nos impiden enseñar lo que sabemos. Sólo el ánimo que se humilla ante la verdad desea transmitir su sabiduría a otras mentalidades. El mundo nunca ha conocido educador más humilde que Dios mismo, que enseñaba con parábolas sencillas y ejemplos comunes que se referían a ovejas, cabras y lirios del campo, sin olvidar los remiendos de las ropas gastadas, ni el vino de las botas nuevas.

El orgullo es como un perro guardián de la mente, que aleja la prudencia y la alegría de la vida. El orgullo puede reducir todo el vasto universo a la dimensión de un solo yo restringido a sí mismo y que no desea expandirse.
(Fulton J. Sheen, Paz interior, Ed. Planeta, Madrid, 1966, cap. 18, pp. 113-115)



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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Nueva conversación sobre la Pasión

A fin de que sus discípulos no le dijeran: "¿Por qué estamos aquí, en Galilea, continuamente?", el Señor les habla nuevamente de su pasión, pues con sólo oír eso no querían n1 ver Jerusalén. Mirad, si no, cómo, aun después de reprendido Pedro, aun después que Moisés y Elías habían hablado sobre ella y la habían calificado: de "gloria", a despecho de la voz del Padre, emitida desde la nube, y de tantos milagros y de la resurrección inmediata i(pues no les dijo que había de durar mucho tiempo en la muerte, sino que al tercer día resucitaría), a despecho de todo esto, no pudieron soportar el nuevo anun­cio de la pasión, sino que se entristecieron, y no como quiera, sino profundamente. Tristeza qué procedía de ignorar la fuerza las palabras del Señor. Así lo dan a entender Marcos y Luc­as al decirnos: Marcos, que ignoraban la palabra y tenían miedo de preguntarle; y Lucas, que aquella palabra era para ellos oculta, para no comprender su sentido, y temían preguntarle sobre ella. —Pero si lo ignoraban, ¿cómo se entristecieron? —Porque no todo lo ignoraban. Que había de morir, lo sabían perfectamente, pues se lo estaban oyendo a la continua; mas qué muerte había de ser aquélla y cómo había de terminar rápidamente y los bienes inmensos que había de producir, todo eso sí que no lo sabían aún a ciencia cierta, como ignoraban en absoluto qué cosa fuera, en fin, la resurrección. De ahí su tristeza, pues no hay duda que amaban profundamente a su Maestro.

Celos entre los apóstoles
En aquel momento, se acercaron a Jesús sus discípulos y le dijeron: ¿Quién es, pues, el mayor en el reino de los cielos? Sin duda los discípulos habían experimentado algún sentimien­to demasiado humano, que es lo que viene a significar el evan­gelista al decir: En aquel momento, es decir, cuando el Señor había honrado preferentemente a Pedro. Sin embargo, de Santia­go y Juan, uno tenía que ser primogénito, y, sin embargo, nada semejante había hecho con ellos. Luego, por vergüenza de confesar la pasión de que eran víctimas, no le dicen clara­mente al Señor: "¿Por qué razón has preferido a Pedro a nosotros? ¿Es que es mayor que nosotros? El pudor les vedaba plantear así la pregunta, y lo hacen de modo indeterminado: Quién es, pues, el mayor? Cuando vieron preferidos a los tres —Pedro, Santiago y Juan—, no debieron de sentir nada de eso; pero cuando ven que el honor se concentra en uno solo, entonc­es es cuando les duele. Y no fue eso solo, sino que sin duda se juntaron muchos otros motivos para encender su pasión. A Pedro, en efecto, le había dicho el Señor: A ti te daré las laves... Y: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás. Y ahora: Dáselo por mí y por ti. Y lo mismo había de picarles ver tanta confianza como tenía con el Señor. Y si Marcos cuenta que no le preguntaron, sino que lo pensaron dentro de sí, no hay en ello contradicción con lo que aquí cuenta Mateo, Lo probable es que se diera lo uno y lo otro. Y es probable también que esos celillos los sintieran ya antes en otra oca­sión, una o dos veces; pero ahora lo manifestaron y lo an­daban revolviendo dentro de sí mismos. Vosotros, empero, os ruego que no miréis solamente la culpa de los apóstoles, sino considerad también estos dos puntos: primero, que nada terreno buscan, y, segundo, que aun esta pasión la dejaron más adelante y unos a otros se daban la preferencia. Nos­otros, en cambio, no llegamos ni a los defectos de los apóstoles, y no preguntamos quién sea el mayor en el reino de los cielos, sino quién sea el mayor, quién el más rico, quién el más pode­roso en el reino de la tierra.


Lección de humildad
¿Qué les responde, pues, Cristo? El Señor les descubre su conciencia, y no tanto responde a sus palabras cuanto a su pasión. Porque: Llamando a sí—dice el evangelista—a un niño pequeño, les dijo: Si no os cambiáis y os hacéis como este niño pequeño, no entraréis en el reino de los cielos. Vosotros me preguntáis quién es el mayor y andáis porfiando sobre prima­cías; pero yo os digo que quien no se hiciere el más pequeño de todos, no merece ni entrar en el reino de los cielos. Y a fe de todos pone un hermoso ejemplo; y no es sólo ejemplo lo que pone, sino que hace salir al medio al niño mismo, a fin de confundirlos con su misma vista y persuadirles así a ser humildes y sencillos. A la verdad, puro está el niño de envidia, y de vanagloria, y de ambición de primeros puestos. El niño posee la mayor de las virtudes: la sencillez, la sinceridad, la humil­dad. No necesitamos, pues, sólo la fortaleza, ni sólo la prudencia: también es menester esta otra virtud, la sencillez, digo, humildad. A la verdad, si estas virtudes nos faltan, nuestra salvación anda coja también en lo más importante. Un niño, se le injurie, ora se le alabe, ya se le pegue, ya se le honre ni por lo uno se irrita ni por lo otro se exalta.


El escándalo de los pequeñuelos
Luego, con el fin de dar más energía a su palabra, no sólo la encarece por el premio que promete, sino también por el castigo que amenaza, y así prosigue diciendo: Y el que escan­dalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le va­liera que le colgaran al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno y ser hundido en lo profundo del mar. Así como los que honran a los niños—dice—por amor mío tienen el cielo y hasta una distinción mayor que el mismo reino de los cielos, así los que los deshonran (porque esto es escandalizarlos) ten­drán que sufrir el último suplicio. Y no es de maravillarse que llame escándalo a la deshonra, pues muchos pusilánimes se han escandalizado, y no como quiera, al verse despreciados y des­honrados. Queriendo, pues, el Señor hacer resaltar y encarecer esta culpa, póneles delante el daño que de ella se sigue. Ese daño, sin embargo, no nos lo declara ya por los mismos tér­minos que el premio, sino que, tomando pie de hechos para nosotros conocidos, nos hace ver lo insoportable del castigo con que amenaza a los escandalizadores de los pequeños. Y es así que siempre que el Señor quiere impresionar más vivamente a gentes rudas, se vale de ejemplos sensibles. Así aquí, que­riéndonos poner ante los ojos el grande castigo que habrán de sufrir quienes desprecien a los niños, y herir también la sober­bia de esos despreciadores, nos presenta un suplicio sensible: de la muela de molino para hundir al culpable en el mar. En realidad, la ilación de las ideas hubiera sido: "El que no recibiere a uno de estos pequeños, tampoco a mí me recibe". Lo cual ciertamente era peor que el más duro, de los suplicios. Mas como esto, con ser tan espantoso, no había de conmover tanto a sus discípulos, tan insensibles y rudos, les pone la imagen de la piedra de molino y de la sumersión en el mar. Y no dijo que se le colgaría y una piedra de molino al cuello, sino: Más le valiera que se le colgara, con lo que da a entender que castigo que le espera es más grave que eso. Y si eso es ya incomportable, mucho más lo otro. Mirad cómo por uno y otro lado presenta el Señor lo terrible de su amenaza. Primero, haciéndonosla más patente por la comparación con un hecho para nosotros conocido, y luego, por la ponderación que sigue, hacié­ndonos pensar que su castigo ha de ser mucho mayor que otro visible. Mirad también cómo arranca de raíz todo pensamiento de orgullo, cómo cura todo tumor de vanagloria, cómo enseña a no ambicionar jamás los primeros puestos y cómo, en fin, a quienes los ambicionan les persuade a que busquen último de todos.


Ridiculeces del orgullo
Nada hay, en efecto, peor que el orgullo. Éste hace al hombre perder su razón natural y le pone fama de loco; o, más bien; él hace al hombre totalmente insensato. Si viéramos a un enano de tres codos que se empeñara en pasar con su talla las montañas y hasta se imaginara que las pasaba y se estirara o si efectivamente sobrepujara ya sus más altas cimas, no tendríamos por qué buscar otra prueba de que el pobre hombre estaba loco. Pues del mismo modo, cuando veamos a un hombre que se hincha de orgullo, que se tiene a sí mismo por mejor que los demás y que considera como agravio tener que vivir entre las gentes, no busquemos ya tampoco nueva demostración de que ese hombre es un insensato. Y hasta es mu­cho más ridículo que los naturalmente necios, pues él se fabrica voluntariamente para sí esa enfermedad. Y no sólo por esa razón es miserable, sino también porque estúpidamente se pre­cipita en el abismo mismo de la maldad. Porque ¿cuándo ese orgulloso reconocerá como debe sus pecados? ¿Cuándo ten­drá conciencia de sus culpas? A la verdad, el diablo se apodera de él y se lo lleva cautivo como a un vil esclavo, y le trae y le lleva, abofeteándole por todas partes, y le cubre de igno­minias sin cuento.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, Homilía 58, Ed. BAC, Madrid, 1966, pp. 221-226)





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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. La humildad


El comienzo del evangelio de hoy nos trae el recuerdo del texto que escuchamos el domingo pasado donde Jesús nos anunciaba su futura pasión, muerte y resurrección. Aquí, como allá, se nos dice que los discípulos nada comprendieron de ese lenguaje, tan duro para la razón, y tan decepcionante para sus esperanzas mesiánicas entendidas en un sentido puramente horizontalista y temporal.

Pero el evangelio de este domingo nos aporta nuevos ele­mentos. En él se nos dice que, luego de atravesar la Galilea, Jesús y sus discípulos llegaron a Cafarnaúm. Y entonces Jesús les preguntó de qué habían estado hablando durante el camino. Ellos callaron, porque les daba un poco de vergüenza declarar; que habían estado discutiendo sobre quién de ellos era el más grande. Es que seguían entendiendo la misión de Cristo como si fiera una empresa política o social. Entonces se trataba de ver cuál de ellos ocuparía el puesto de primer ministro.

1. La autoridad como servicio
Jesús es paciente. Nos dice el evangelio que se sentó, llamó junto a sí a los Doce, y los aleccionó: "El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de todos". Lo que dice el Señor acaece en todos los ámbitos. El que pretende ejercer el mando, en cualquier orden de la actividad humana, debe saberse en función de servicio. Porque tener autoridad no es una cosa mala, como a veces parece insinuarse. No implica una actitud de orgullo. Por el contrario. Es estar para los demás. El que, por ejemplo, preside una familia, lo hace en beneficio de quienes integran su hogar. El que preside los destinos de una Nación, es alguien que debe ponerse al servicio de su pueblo. Por lo demás, estar en actitud de servicio en modo alguno significa abdicar la propia autoridad, sino, por el contra­rio, ejercerla. Porque el servicio específico que le corresponde prestar a la autoridad es precisamente ser tal, ser autoridad de veras. El que no tiene a nadie bajo su mando fácilmente se torna egoísta, fácilmente piensa sólo en sí mismo. En cambio quien tiene a su cargo a otras personas, debe salir de sí, debe pensar en ellos, debe ponerse a su disposición, debe poner su talento de conductor en favor de los conducidos.

Si esto acontece en todos los campos del quehacer humano, con mucha mayor razón debe suceder en la Iglesia, la cual, por lo demás, sigue también en esto el ejemplo de Cristo. El Señor era bien consciente de su señorío, de su autoridad. "¿Tú eres Rey?", le preguntó Pilatos. "Yo para eso nací —le respon­dió—, para eso vine al mundo". Y, sin embargo, no rehuyó las humillaciones. No desdeñó vivir para los demás, servir a los demás. Por eso el Papa, vicario de Cristo en la tierra, gusta llamarse a sí mismo "siervo de los siervos de Dios". Porque está en función de servicio respecto de todos los miembros de la Iglesia, de todos sus integrantes, que son, también ellos, servi­dores de Dios.

2. La virtud de la humildad
Pero al decimos hoy el Señor: "El que quiera ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de los demás", implícitamente nos está exhortando, a todos, a la virtud de la humildad esa virtud tan hermosa, pero cuya adquisición...tanto nos cuesta. Dediquemos, pues, el tiempo que nos resta para decir algo acerca de esta virtud.

La humildad está en el punto de partida de todas las virtudes. Implica tomar conciencia de que lo que tengo de bueno procede de la bondad de Dios. Si acaso soy grato a Dios, es porque primero Él me amó gratuitamente. Por el hecho de que el Señor me ama, por eso me encuentra amable, me ve amable. Decía San Agustín que lo que el hombre hace de malo, eso sí que es propiedad suya; en cambio, lo que hace de bueno se lo debe a Dios; cuando comiences a obrar bien, no lo atribuyas a ti mismo, y al reconocer que no es de ti, dale gracias a Dios que te ha concedido obrar así. De nosotros mismos, principalmente en el orden sobrenatural, no somos capaces de nada. Ni siquiera de decir "Señor Jesús", sin la ayuda del Espíritu, como enseña San Pablo.

Preciosa joya esta virtud de la humildad, cuyo nombre proviene de "humus", tierra, porque supone el sabernos por derecho propio ciudadanos de la llanura, pequeños delante de Dios, como los niños que en todo dependen de sus padres.

Reconocernos pobres, niños y desvalidos, como realmente lo somos delante de Dios: eso es la humildad. "Humildad es andar en verdad" decía Santa Teresa, ubicarse donde corresponde. "Conocerte a ti, Señor, conocerme a mí", anhelaba San Agustín. Para conocerme a mí, nada mejor que conocer a Dios. Mirando su grandeza, mediré el abismo de mi miseria. Humildad que no es pusilanimidad, o sea el reverso de la magnanimidad, sino al contrario, su presupuesto fundamental. Aspirar a cosas grandes confiando en nuestras propias fuerzas, puede que sea contrario a la humildad, pero no lo es que tendamos a ellas poniendo nuestra confianza en el auxilio divino. El hombre se exalta tanto más ante Dios cuanto más se somete a Él por la humildad. Una cosa es ser exaltado por Dios, y otra muy distinta levantarse en contra de Dios: quien ante Él se postra, por Él es exaltado; quien se yergue contra Dios, por Él es derribado.

La humildad consiste, como enseña también Santa Teresa, “en quitar de nosotros y poner". Hacer en nuestro interior un vacío de nosotros mismos para que Dios pueda llenarlo con su presencia. ¿Quién lo hizo mejor que nuestra Madre, la Santísima Virgen María, que de tal modo se vació de sí misma, de tal modo que hizo de sí un pozo, un abismo de humildad, que atrajo no sólo la mirada de Dios sino la presencia misma, la presencia física del Señor? Dios sintió el vértigo de la humildad de María entonces se anidó en su seno, se encarnó en sus entrañas. Por eso Ella es la primera de las creaturas, la reina de todo lo creado. Se hizo la última, la servidora de todos, la esclava del Señor. Y en atención a ello Dios la constituyó primera.

Volvemos así a lo que decía Jesús a sus discípulos: el que quiera ser el primero, habrá de hacerse el último de todos y el servidor de los demás. Puesto que sólo aquel que se haya vaciado de sí mismo y se haya llenado de Dios, será digno de ser el primero. Si tiene que gobernar, lo hará entonces con espíritu de servicio. Ya no se buscará a sí mismo, porque habrá desertado de sus propios gustos, pasiones y ambiciones. Y así será enteramente apto para entregarse a los demás, para ponerse al servicio de los demás. Como la Virgen María, que vacía de sí misma, supo ofrecer al mundo el servicio más extraordinario: dio carne al Verbo y se asoció estrechamente con Él para la redención del mundo. No fue otro sino ella la puerta por la cual Dios entró en nuestro mundo pecador.

Sin duda que a todos nos cuesta mucho la humildad. Casi inconscientemente estamos siempre buscando ser los primeros. Pues bien, si queremos ser realmente los primeros, sigamos el consejo de Jesús, vaciémonos de nosotros mismos, seamos los últimos en espíritu, pongámonos al servicio de los demás.

Al término de este evangelio hemos escuchado cómo Jesús, luego de haber incitado a la humildad, tomando a un niño, lo puso en medio de los discípulos vanidosos y, abrazándolo, les dijo: "El que reciba a uno de estos pequeños en mi nombre me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado". Al identificarse con ese niño, implícitamente estaba haciendo el elogio de la niñez. Nos estaba invitando a hacernos pequeños, a hacernos como niños, a la infancia espiritual. Nos estaba exhortando a deponer el orgullo, que es causa de estragos en la vida espiritual. Y a revestirnos de entrañas de humildad.

Vamos a continuar el Santo Sacrificio de la Misa, renova­ción del sacrificio de la Cruz. Precisamente allí, en la Cruz, el Señor, en el más radical de los despojos, vaciado de sí mismo, desnudado por los soldados, ofreció el sacrificio de nuestra redención, que ahora se renueva sobre el altar. Unamos nuestro sacrificio a su Sacrificio. Vaciémonos de nosotros mismos, despojémonos de nuestro orgullo y de nuestros egoísmos. De modo que luego podamos acercarnos a recibir el Cuerpo del Señor que se nos ofrece bajo las humildes apariencias de pan y de vino, así como antaño se mostró a los pastores envuelto en pañales. Cuando penetre en nuestro corazón, pidámosle que allí contemple el espectáculo de nuestra miseria, que experimente el vértigo de nuestro vacío, de modo tal que se sienta inclinado a llenarlo con su plenitud.
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida, Homilías dominicales y festivas, Ed. Gladius, 1993, pp. 255-260)



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Aplicación: R.P. Alfonso Torres, S.J. - El anuncio de la Pasión


Hay en los tres evangelistas sinópticos una breve narra­ción que sigue inmediatamente al exordio que comentábamos en las últimas lecciones sacras. Aunque esa narración es tan breve, contiene graves y profundas verdades. Quisiera yo que ella nos bastara para la lección sacra de hoy. Aunque en sus­tancia los tres evangelistas narran lo mismo, cada uno de ellos añade ciertos pormenores propios.

Por esta causa y porque la narración es más breve, vamos a leer lo que nos dice cada uno de ellos. El evangelista San Mateo, en el capítulo 17 de su evangelio, versículos 22 y 23, dice de esta manera:

Y como ellos conversasen en la Galilea, díjoles Jesús: El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres. Y le han de quitar la vida y al tercer día resucitará. Y se contristaron en gran ma­nera.

El evangelista San Marcos trae la misma narración de este modo:

Y habiendo salido de allí, iban caminan­do por la Galilea, y no querían que nadie se enterase. Porque enseñaba a sus dis­cípulos, y les decía que el Hijo del hom­bre será entregado en manos de los hom­bres y le quitarán la vida, y, quitada que le fuera la vida, tres días después resuci­tará. Pero ellos no entendían lo dicho y temían preguntarle (9,30-32).

La misma narración en el sagrado evangelio de San Lu­cas, capítulo 9, versículos 44 y 45, dice de esta manera:

Dijo a sus discípulos: Poned vosotros en vuestros oídos estas palabras, porque el Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no en­tendían este dicho y estaba para ellos cu­bierto de un velo, de modo que no per­cibiesen su sentido; y temían preguntarle sobre el dicho ese.

Vamos a reunir nosotros estas tres narraciones aprovechan­do todos los pormenores que nos han conservado los sagrados evangelistas. Para introducción de esta lección sacra vienen muy bien unas palabras que el apóstol San Pablo escribió en la primera epístola a los fieles de Corinto. Les decía de esta manera: La palabra de la cruz, para los que se pierden, es de­cir, para los que van camino de perdición, es necedad; mas para los que se salvan, o, lo que es igual, para los que van camino de salvarse, y añadía el Apóstol, esto es, para nosotros, es la virtud o el poder de Dios (1 Cor 1,18).

Están estas palabras de San Pablo entre aquellas doctri­nas que él dio acerca de su predicación. Como el Apóstol se gloriara que Él no había querido enseñar otra cosa en Corinto, sino a Cristo, y éste crucificado, justificaba su propia predicación mostrando a los fieles la importancia que te­nía la palabra de la cruz.

Al oírle a San Pablo la importancia de ese misterio dolo­rosísimo y terrible, comprendemos nosotros muy bien, prime­ro, que Jesucristo nuestro Señor quisiera repetir tantas veces esta enseñanza y quisiera inculcarla con tanta insistencia; y segundo, que el misterio de la cruz deba ser tema predilecto de nuestras predicaciones, o sea, de las predicaciones de aque­llos que tienen que anunciar el santo evangelio.

Vamos a ir comentando esas palabras tan graves, paso a paso, por el mismo orden con que las hemos encontrado en los evangelistas y enlazando los tres que nos las han conser­vado.

Apuntan dos evangelistas, San Mateo y San Marcos, que el Señor dijo estas palabras en la intimidad a sus propios apóstoles. Había salido de aquella pequeña población situada al pie del monte Tabor, donde, según una tradición antigua, había sanado al joven lunático. Comenzó a caminar por Gali­lea, pero ocultándose de los hombres. El Señor entonces era perseguido, como ya tuvimos ocasión de ver, y huía de aque­llos a los cuales antes había buscado con tanta misericordia y con tanto amor.

En este viaje reservado, oculto, sin que podamos nosotros precisar ni el momento ni el lugar de este episodio que co­mentamos, dijo el Señor las sentencias gravísimas que hemos oído a sus propios discípulos. Es una de aquellas palabras que todavía no podía mostrar diáfanamente a las muchedum­bres, porque no estaban éstas dispuestas a recibirlas; una de esas palabras que, como las pronunciadas en la noche de la cena en la intimidad, forman, por decirlo así, lo más delicado y lo más profundo de las predicaciones del Señor.

Antes de enseñar a sus apóstoles las verdades a que ahora aludimos, les llamó poderosamente la atención. Comenzó su propia frase con estas palabras: Poned estas cosas en vuestros oídos. Frases que el traductor latino del evangelio expresó con esta otra: Poned estas cosas en vuestro corazón, sin que sepamos nosotros si el traductor latino encontró en el original la frase que él ha puesto o si la confesión de San Pedro o a lo que debieron decir las muche­dumbres cuando el Señor libró del demonio al joven lunático.

Aunque estas opiniones sean respetables, parece la más acertada al evangelio aquella otra según la cual el Señor se refiere a lo que va a decirles en seguida. Invita a sus discípu­los en aquella intimidad a que presten la mayor atención a un anuncio, a una sentencia gravísima que Él les va a decir, o, si queréis mejor, que Él les va a repetir. Quería el Señor que aquellas almas percibieran toda la importancia de una enseñanza semejante y que guardaran las enseñanzas en el propio corazón como un gran tesoro.

En la intimidad, llamándoles poderosamente la atención, dice a los suyos que el Hijo del hombre va a ser entregado a los hombres. Va a ser llevado a la muerte, y, después de con­ducido a la muerte, al tercer día resucitará. No hace más que descubrir, de una manera llana, el misterio de la cruz y de la resurrección. Repite el Señor aquí lo mismo que había dicho a los suyos en otras varias ocasiones, y particularmente después de la confesión de San Pedro. Un anuncio semejante fue el que dio ocasión al santo apóstol para protestar, en cierto modo, de la palabra de Jesucristo; y esa protesta fue laque dio ocasión a una severa reprensión del divino Maestro.

Insiste el Señor en este anuncio por razones que a todos nosotros, que ya hemos recibido la santa fe, nos son fáciles de alcanzar. Se acercaba la hora de la pasión; había que disponer los ánimos para aquel instante a fin de que no flaquearan en la fe y, sobre todo, no faltaran en el amor. Con ese fin de disponer los ánimos, el Señor ahora, cuando se acerca la pa­sión, repite con más insistencia este anuncio. Además, llevaban aquellos hombres escuchando a Jesús, en público y en privado, más de dos años. Al cabo de ese tiempo debían de estar preparados para aprender esa lección tan difícil, y por eso comienza Jesús a enseñar. Todavía no la aprendieron, y llegará el momento de la crucifixión, y ellos se apartarán de este misterio; pero va el Señor echando una semilla que después, cuan­do el Espíritu Santo descienda sobre aquellos corazones, germi­nará y dará gloriosísimos frutos.

Esta es otra razón de anunciarles nuevamente el misterio de la cruz y el misterio de la resurrección. Lo anuncia el Señor con palabras terminantes. Habla de que Él será entregado en manos de los hombres, o lo que es igual, en manos de sus enemigos; y emplea una palabra vaga: será entregado, como para dejarnos a nosotros pensar que Jesús es entregado de muchas maneras. Porque le entrega a la muerte el Padre ce­lestial para la salvación de los hombres; se entrega Él mismo por el amor que tiene a las almas; le entrega un discípulo infiel, traicionándole vilmente; le entregan los judíos, su pueblo escogido, por cuya salvación se afanaba Él principalmente en su predicación, y le entregará, últimamente, un representante de Roma cuando le ponga en manos de los verdugos para ser crucificado.

No huirá de las manos de sus enemigos. Allí pacientemente aceptará todo cuanto el Padre celestial quiera, y llegará hasta la muerte, hasta el supremo sacrificio de su vida, y ese supremo sacrificio, entre dolores y humillaciones profundísimas. Pero, cuando haya bajado a ese abismo de las humillaciones y del sacrificio, cuando haya expirado en la cruz, se habrá echado la semilla para la resurrección, y al tercer día, gloriosamente, abandonará el sepulcro y aparecerá refulgente a los ojos de los suyos.

Son palabras, recordadlas bien, porque nos van a servir luego, en que no cabe ni la menor tergiversación y en que no hay oscuridad. No anuncia el Señor su propia muerte y su pro­pia resurrección valiéndose de un símbolo misterioso o de unas palabras figuradas. Anuncia el Señor su propia muerte y su propia resurrección con palabras las más propias y expresivas, como quien ya quiere acabar de descubrir aquellos misterios divinos, como quien quiere rasgar el velo de sombras que hay ante los ojos de los discípulos, como quien quiere que éstos entiendan cuál es la sabiduría de Dios, cuáles son los designios de la Providencia y cómo ha de terminar aquella obra que Él ha comenzado sembrando la verdad en los corazones de los judíos.

¿Qué aconteció ante este anuncio tan terminante de la muerte y de la resurrección?

Dicen dos evangelistas, San Mar­cos y San Lucas, que los discípulos no entendieron aquella pa­labra. Esta afirmación para nosotros es una afirmación oscura, y es oscura porque no entendemos cómo unas palabras tan ter­minantes pudieran ser desconocidas de los íntimos de Jesús y porque, además, el evangelista San Mateo nos dice que, de oír esas palabras, los apóstoles se entristecieron en gran ma­nera. Si se entristecieron, habían entendido lo que semejantes palabras decían, habían entendido que se hablaba allí de mis­terios dolorosos de la muerte de su divino Maestro. ¿Cómo, pues, dicen dos evangelistas que los apóstoles no entendieron aquellas palabras?

Los comentadores del evangelio han dado a esta frase evan­gélica varias interpretaciones. Algunos dicen que entendieron parte de esas palabras, pero no las entendieron todas. Enten­dieron las palabras en que anunciaba su muerte, pero no en­tendieron las palabras en que anunciaba su resurrección.

Semejante comentario parece poco probable, porque con la misma claridad con que el Señor habló de su muerte, habló de su resurrección. ¿Cómo entendieron los apóstoles una de esas palabras y no entendieron la otra? Parece una de esas soluciones forzadas como para solventar de cualquier manera una dificultad cuyo nudo no se acaba de entender. Otros piensan que los apóstoles entendieron que el Señor les anunciaba su muerte y su resurrección, pero no entendieron ni los frutos de la muerte ni los frutos de la resurrección; con lo cual, aunque en algún modo entendían esas palabras lo suficientemente para entristecerse, en otro modo no las entendían, porque no pro­fundizaban el misterio que en ellas estaba escondido. Algo más probable parece esta solución; pero como el evangelio no dice que no entendieron los frutos de la muerte ni entendieron los frutos de la resurrección, sino que dice simplemente no en­tendieron esas palabras, también parece la solución algo vio­lenta.

Piensan algunos que, como los apóstoles estaban acostum­brados a oír a Jesucristo hablar en un lenguaje figurado, qui­sieron tomar estas palabras en ese mismo lenguaje figurado, y por eso se les hicieron oscuras, no las entendieron; pero es algo inverosímil que unas palabras tan determinadas y precisas pudieran parecer a los apóstoles como palabras llenas de figu­ras y de misterio, en este sentido que digo.

Parece la solución mejor la que expone uno de los comen­tadores más doctos del evangelio de San Lucas. Dice así: En toda Escritura hay algo que se llama la letra y hay algo que se llama el espíritu. Así lo hay también en esta palabra del Señor. La letra estaba al alcance de todos; los apóstoles la entendieron; por eso se contristaron; entendieron que se ha­blaba de morir, y ésta fue la causa de que les invadiera la tristeza. Pero el espíritu era más recóndito, y ese espíritu no lo alcanzaron los apóstoles. Cuando el Señor reprendió a San Pe­dro después de aquellas palabras suyas en que protestaba de la enseñanza de Cristo relativa a su pasión y a su muerte, apuntó esta idea: que había escuchado el anuncio, no con verdadero espíritu, como guiado por el espíritu del Señor, sino más bien dejándose llevar de la carne y de la sangre.

Aunque estas distinciones de letra y de espíritu para las almas muy carnales no parece que tengan una gran claridad, para vosotros, ciertamente, la tienen. Sabéis muy bien que las palabras de la Escritura siempre ofrecen ese doble aspecto y que se puede conocer perfectamente la letra de la Escritura sin pro­fundizar en el espíritu de la misma, y, si esto acontece en cualquier página de la Biblia, mucho más en las palabras que comentamos, puesto que, si hay algún misterio hondo, difícil de alcanzar para nosotros, contrario a nuestra prudencia y a lo que llamamos nuestra sabiduría, es el misterio profundísimo de la cruz. Tan difícil es sondear este misterio, que aun aquellos que llevan tanto tiempo buscando el modo de servir a Dios, de entregarse a Dios, después de entender otras muchas verdades relativas a la vida espiritual, están completamente a oscuras en el santo misterio de la cruz. Y, aunque ellos no se atrevan a pronunciar con los labios esta sentencia: el miste­rio de la cruz es necedad, de tal suerte lo van dejando de lado en su vida, de tal suerte van interpretando las cruces que nues­tro Señor les envía, que prácticamente van poniendo el mismo comentario que ponen los que están destinados a perecer a esa salvadora palabra de la cruz de Cristo.

Siendo esto así, se explica la frase del evangelio de este modo: los apóstoles entendieron que el Señor les hablaba de su propia muerte; pero no entendieron el espíritu de esas pa­labras, porque todavía estaban lejos de la sabiduría con que de­be entenderse el misterio divino de la cruz. Los apóstoles no alcanzan esa sabiduría después de haber estado más de dos años escuchando al Señor, y de haber insistido varias veces en una doctrina semejante, y haberles dicho que para seguirle a Él no había más que un camino: el camino de negarse cada uno a sí mismo y de tomar su cruz sobre los hombros, y así ir pisando sobre las huellas del Redentor.

Así se explica que los apóstoles no entendieran aquellas palabras; por eso se entristecieron. Precisamente la armonía entre las dos cosas que parecen contrarias en el evangelio está ahí. Si ellos hubieran entendido que, al anunciarles el misterio de la cruz, les anunciaba el gran misterio de las misericordias divinas y del amor divino, que aquellas palabras significaban la suprema efusión de amor que había en el corazón de Jesucris­to, es verdad que hubieran sentido alguna tristeza, pero esa tristeza hubiera sido el fundamento para la mayor de las con­solaciones. Porque no hay consolación que pueda compararse con la consolación de sentirse amado de Cristo y de ver que las misericordias del Señor son para los hombres. ¿Hay algo que así pueda alegrar nuestro corazón como esta consideración de las misericordias divinas y del amor divino?

Este no entender, que es el propio de los apóstoles, nos alcanza a todos. ¡El misterio de la cruz! ¿Cuántas almas lo en­tienden? Sólo el soportar con relativa paciencia y mansedum­bre, con la indispensable humildad, las cruces que el Señor nos envía, es para nosotros un enorme trabajo. ¿Qué será penetrar en este misterio de la cruz hasta descubrir ahí la sabiduría de Dios, la virtud y el poder de Dios que nos salva, la mise­ricordia divina, el amor de Dios, de tal manera que el alma haga su nido en ese árbol santo de la cruz? Pocas almas acaban por sondear ese misterio profundísimo, que es el misterio coro­na de la vida de Jesucristo y de la obra de nuestra redención.

Los apóstoles, además, estaban ciegos y no entendían, y dice el sagrado evangelio que esta palabra estaba para ellos como cubierta por un velo. Dios nuestro Señor les predicaba esa palabra. Todavía no llegaba a iluminarles el corazón, como lo iluminó el día de Pentecostés, para que ya penetraran en esa divina sabiduría; pero no les ilumina Dios el corazón por­que aquellos corazones no estaban dispuestos. Para entender el misterio de la cruz hace falta ir despojando antes el propio corazón de todo aquello que al misterio de la cruz se oponga. Mientras el corazón no se va ejercitando con la gracia divina en ese amoroso despojo, el corazón no entenderá el misterio sacrosanto de que ahora hablamos. Y los corazones de los dis­cípulos todavía eran corazones mundanos, corazones llenos de vanidad, corazones que tenían fe en las cosas que el mundo ama. Todavía confiaban en esas cosas incluso para la obra del apostolado, y pronto les hemos de ver discutiendo entre sí acerca de primacías muy opuestas al espíritu del Evangelio. Eso era como un velo que les cubría los ojos, como una nube que los oscurecía; eso era algo que estorbaba para que penetra­se en sus corazones la palabra salvadora de la cruz de Cristo.

Pero, cuando estaban tratando de interpretar estas palabras de Jesucristo, pensaron interrogarle acerca de ese misterio que tan tenebroso les parecía y que tantas veces les había descu­bierto el Señor, y dice el sagrado evangelio que no se atrevían a interrogarle. No le interrogaron; y, sin duda, no le interro­garon por todas estas causas que vais a oír: primero, porque temían decir alguna inconveniencia. Cuando San Pedro contes­tó al Señor a su anuncio de la pasión, mereció ser reprendido. Segundo, porque temían encontrar allí algo muy doloroso. Aunque ellos no profundizaban aquel misterio, entendían lo suficiente para saber que aquello era sacrificio y dolor, y, ante el temor de que se les revelara algo muy doloroso, que les hiciera sufrir y sacrificarse, huían de interrogar. Tercero, por­que les faltaba amor. Si hubieran tenido amor a Jesucristo, al ver que Él insistía tantas veces en el anuncio de su cruz y que lo tenía tan grabado en su corazón, no hubieran podido vivir tan lejos de su divino Maestro, tan apartados espiritualmente de Él, ignorando lo que El tanto amaba y tan frecuentemente les predicaba. Que es lo que acontece con frecuencia a las almas.

Mirad esta verdad: nuestra santificación está en la cruz. Es una verdad que naturalmente entendemos todos y que na­turalmente repetimos todos, y todos la repetimos de continuo. La santidad está en la cruz; y, aun las personas que hablan menos de la cruz y tienen menos de esta sabiduría celestial que en la cruz se encierra, cuando tienen que hablar en el evan­gelio de Jesucristo de la palabra de la cruz, anuncian esa ce­guera y tibieza. Oímos muchas veces esa palabra, creemos entenderla; se nos habla del Calvario, se nos habla del amor de Jesucristo, pero notamos en nuestra vida que esa palabra no ha entrado en nuestro corazón. Si hubiera entrado, no huiría­mos con tanto horror de la cruz, no la recibiríamos con tantas protestas, con tan poca humildad y con tan poca mansedumbre. Si entendiéramos esa palabra, la amaríamos como la han amado todos los que la entendieron, recorreríamos siempre el camino fervoroso de los santos y no sabríamos vivir fuera de la cruz de Cristo; anunciaríamos a Él y le amaríamos a Él, pero siempre crucificado. Y, como estamos tan lejos de estas cosas, ellas nos dan a entender que comprendemos la letra de esa palabra, pero no hemos conseguido todavía penetrar en su espíritu con sabiduría celestial.

¿Qué han de hacer entonces las almas? ¿Enmudecer por el temor de que Jesucristo les anuncie algo muy doloroso y que signifique sacrificio? ¿Huir de la palabra de Cristo y no pe­dirle que la esclarezca, para librarse así de los tormentos y de los dolores? Este es el camino absurdo de las almas sin amor y de las almas cobardes. Lo que han de hacer las almas es penetrar ese misterio. Porque el misterio de la cruz es tan im­penetrable, y al mismo tiempo es tan fundamental y tan divino; porque el misterio de la cruz es palabra de sabiduría y es vir­tud de Dios para aquellos que se salvan, como diría San Pa­blo hablando de sí mismo y de sus hijos; pero nosotros, por­que sabemos que éste es el supremo amor que hay en el cora­zón de Cristo, no deberíamos descansar, y deberíamos estar in­terrogando siempre al Señor, interrogando con insistencia in­saciable, hasta que el Señor se dignara descubrirnos ese mis­terio salvador y amorosísimo.

¡Ah si las almas que oyen tantas veces hablar del misterio de la cruz no tomaran estas palabras como una de tantas fórmulas espirituales que hay que repetir cuando se habla de Je­sucristo! ¡Ah si las almas no se contentaran con conocer la letra de esa frase divina, y con ansia, con afán, buscarán pe­netrar en ese misterio del amor y alcanzar esa sabiduría divina que les descubriera ese misterio! ¡Cómo hallarían el camino corto para llegar en seguida a la santidad; cómo aprenderían a negarse a sí mismas; qué vida espiritual tan fundada, y tan sólida, y tan incontrastable sería la suya; qué cerca se encontra­rían de Jesús!

Si alguna vez puede decirse que nuestro corazón late a impulsos del amor de Jesucristo y que hay en nosotros los mismos sentimientos que había en Cristo Jesús, es cuando en nosotros hay el amor a la cruz que en el corazón de Cristo palpitaba. No hay nada que se acerque a Jesucristo como ese entender y ese amar su divina cruz, y hasta podemos decir que ésa es nuestra gloria. Porque el Señor quiso juntar en este anuncio la muerte y la resurrección, no sólo para dar fortaleza a los suyos, sino para hacerles entender que la semilla de la re­surrección es la cruz y la semilla de nuestra gloria es nuestra cruz. De modo que, al hablarnos de la cruz y de la muerte de nosotros mismos, nos está hablando de corona y de triunfo, de misericordias y de amor infinito; y quien levanta los ojos y contempla ese amor infinito y esas misericordias, esas coronas y esos triunfos, aunque en su camino se atraviese la cruz de Cristo, no se detiene: toma esa cruz sobre los hombros, co­mienza a caminar con ardimiento por las sendas de la verda­dera virtud, y no descansa hasta haber penetrado en el corazón de nuestro Redentor divino y hasta que llegue el día de ir triunfalmente a recibir el premio de esa cruz en los cielos.
(ALFONSO TORRES, SJ, Lecciones Sacras, Lección IV, BAC, Madrid, 1968, pp. 522-322)

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Aplicación: Mons. Enrique Díaz Díaz- ¡Qué contradicción!

Sabiduría 2, 12. 17-20: “Condenemos al justo a una muerte ignominiosa”
Salmo 53: “El Señor es quien me ayuda”
Santiago 3, 16-4, 3: “Los pacíficos siembran la paz y cosechan frutos de justicia”
San Marcos 9, 30-37: “El Hijo del hombre va a ser entregado.- Si alguno quiere ser el primero, que sea el servidor de todos”

Abdiel ya no entiende lo que sucede en la comunidad. Le han contado la historia y no lo puede creer. Originalmente todos eran católicos, priistas y, según ellos, tenían una gran unidad. Cuando alguien comprendió que estaban a manos de los caciques, que los explotaban y que sólo ellos sacaban provecho, comenzaron los problemas, sobre todo en cuestión de tierras. Para darse más fuerza y ánimo un gran grupo se hizo protestante y del nuevo partido. Pasado el tiempo, hermanos de sangre pelearon entre sí, crearon una nueva iglesia y colocaron su templo frente al templo protestante anterior. Así han continuado pleitos y graves divisiones y todo por la ambición del poder. Es pequeña la comunidad, sin embargo ya tiene doce ermitas y cada tiempo de elección se distribuyen entre todos los partidos simplemente por llevarse la contraria. Venganzas, ambiciones y chismes, están destruyendo la comunidad muy contrario a lo que dice San Pablo: “Los pacíficos siembran la paz y cosechan frutos de justicia”.

¡Qué contradicción! Mientras Jesús está anunciando que se entregará en manos de los hombres y que su amor y servicio lo llevarán hasta la muerte, pero que habrá resurrección, sus discípulos, los que más se han empapado de su doctrina y enseñanzas, los que han visto su ejemplo, ¡vienen peleando por los primeros lugares! Así son de contrastantes los caminos de Dios y los caminos del hombre. Hoy también, aunque parece que estamos cerca de Jesús, caemos en la tentación de arrebatar y pleitear por los primeros lugares. Así “el Hombre de la Cruz” continúa siendo condenado a “una muerte” infame. Su presencia y sus palabras son motivo de embarazo y desconcierto para quien pretende tener un campo libre para sus propias operaciones no tan transparentes. Los dueños del poder, del saber y del haber, los promotores de instrumentos de la muerte, los adictos al mercado del sexo y el éxito, no soportan ninguna crítica ni cuestionamiento. Y Jesús, con su simple presencia, cuestiona toda injusticia y hace brotar la sentencia que lo condena: “Tendamos una trampa al justo porque nos molesta y se opone a lo que hacemos”.

Es muy elocuente San Marcos: los discípulos “ no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones”. La incomprensión al mensaje de Jesús continúa a través de toda la historia. Y también hoy debemos reconocer que no hemos entendido estas palabras y tenemos miedo de pedir explicaciones que nos comprometan. Es cierto que hemos llenado de cruces las cimas de las montañas, es cierto que no faltan hermosos crucifijos en nuestros lugares, pero no podemos decir que hemos aprendido la lógica del crucificado. Las discusiones por los primeros lugares, las luchas y los celos, las envidias y las zancadillas, son elementos que aparecen en nuestras comunidades. Es el arma de los políticos para ganar los votos, es táctica de las grandes empresas, es el camino que siguen muchos para salir adelante: derribar al hermano para pasar sobre él. Cristo trastoca los esquemas de la sociedad, siempre dispuesta a encumbrar al primero y despreciar al último, en virtud de la vanidad, del orgullo y de la ambición. La exigencia de ser el último y el servidor de todos, contradice ciertamente la historia de la convivencia humana pero es el ejemplo de Jesús. Acoger y servir a Dios, pertenecer a la comunidad de Jesús, implica acoger y servir al último, al que no cuenta. Es la opción por los pobres el criterio para sabernos discípulos de Jesús.

De repente en algún negocio o firma comercial escuchamos estas acogedoras palabras: “Estamos a sus órdenes, servirle es nuestro gusto…”. O bien, en las campañas políticas los candidatos siempre se postulan para “servir al pueblo”. Pero para ellos significa “servirse del pueblo”, que no es lo mismo. Se entra en un plan de comercialización y se obliga a los pequeños a ser los sirvientes del poderoso, servir de tapete que se pisa, se les utiliza en aras de una ganancia mejor. Cuando Cristo nos dice: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”, lo dice en serio, no es apariencia, ni política de negocio. No es el servilismo que se exige a los empleados y subalternos para que puedan ganarse unos cuantos pesos. El servicio es un impulso vital de toda comunidad cristiana. El verdadero discípulo mira a Jesús, lo contempla sirviendo con toda libertad, llevando su servicio hasta la radicalidad de dar la vida, y decide seguir su ejemplo. No es una persona que “presta servicios”, sino hace de sí mismo una entrega generosa en búsqueda del bien integral de la persona, del crecimiento de la comunidad y del surgimiento del Reino.

Los discípulos de Jesús no acertaban a entender su comportamiento, pero finalmente se dejan cuestionar. Hoy también nosotros tendremos que dejarnos interpelar y revisar por Jesús. Dejar que, con su mirada amorosa, mire nuestro interior, que nos analice, nos impulse a tomar esta nueva vida. Quizás debamos revisar a cuántos pequeños y desamparados recibimos en nuestra casa, quiénes son nuestros amigos, en quién tenemos confianza y cuáles son nuestros proyectos. ¿Estamos en el camino de Jesús? Revisemos también esa especie de cobranza que vamos pasando a todos los que están cerca de nosotros. Miremos si somos generosos o estamos exigiendo pagos, directos o indirectos, a Dios, a los amigos, a la familia, a los desconocidos, a amigos y enemigos. Intentemos vivir hoy haciendo nuestras obras “gratis”. ¿Nos parecemos a Jesús en nuestra forma de servir?

Dios nuestro, que en el amor a ti y a nuestro prójimo has querido resumir toda tu ley, concédenos descubrirte, amarte y servirte en nuestros hermanos para que podamos alcanzar la vida eterna. Amén.
(Aplicación: Mons. Enrique Díaz Díaz, San Cristóbal de las Casas - ¡Qué contradicción! zenit)


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Ejemplos Predicables
"La humidad es andar en verdad" - Santa Teresa de Ávila

¿Quién como Dios?

El Titanic, el barco que se decía era indestructible

La humildad escapa a los lazos del demonio (San Antonio Abad)

Nuestra humildad

Quiero ser el más importante, quiero ser el primero

El rey quiere ver a Dios


"La humildad es andar en verdad" - Santa Teresa de Ávila.
El humilde ve las cosas como son, lo bueno como bueno, lo malo como malo. En la medida en que un hombre es más humilde, tiene una visión mas correcta de la realidad.
"El grado mas perfecto de humildad es complacerse en los menosprecios y humillaciones. Vale mas delante de Dios un menosprecio sufrido pacientemente por su amor, que mil ayunos y mil disciplinas." -San Francisco de Sales, 1567

¿Quien como Dios?
La tentación de creernos dioses es fatal. Ante la arrogancia de Satanás, San Miguel exclamó: "¿Quien como Dios?". La arrogancia ha contaminado a toda la humanidad y todos debemos examinarnos de ella y pedir a Jesús que nos haga humildes.

EL TITANIC, el barco que se decía indestructible
Fue en su tiempo el mayor y mas fuertemente construido barco de pasajeros. Al emprender su primer viaje, un periodista preguntó al constructor: "¿Que tiene usted que decir de su navío en cuestiones de seguridad?". Y el constructor le respondió: "Ni si quisiera Dios podría hundirlo". En ese primer viaje el soberbio Titanic naufragó al chocar con un iceberg. Y el gigantesco barco, que se jactaba de ser indestructible, yace humillado en las profundidades del mar.

La humildad escapa a los lazos del demonio
Se cuenta en la vida de San Antonio Abad que Dios le hizo ver el mundo sembrado de los lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a los hombres. El santo, después de esta visión, quedó lleno de espanto, y preguntó: "Señor, ¿Quién podrá escapar de tantos lazos?". Y oyó una voz que le contestaba: "Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria, mientras los soberbios van cayendo en todas las trampas que el demonio les tiende". www. corazones .org


Nuestra humildad
Nuestra humildad es muchas veces la humildad del tordo. Al tordo le preguntaba una vez un pájaro y le decía:
- "¿Es verdad lo que dice todo el pueblo, que eres un aprovechado, y pones tus huevos para no trabajar en nidos que no son tuyos?"
- "¡Qué barbaridad! –respondía el tordo-; ¿qué va a ser verdad? ¿es posible que hagas caso de habladurías de pueblo?"
- "Pues también dice todo el pueblo que eres un profeta y anuncias con tu canto los años que va a vivir cada uno. ¿Es verdad?"
- "Claro que lo es –respondía el tordo- ¿Es posible que lo dudes? Cuando todo el pueblo lo dice será cierto".
Humildad del tordo suele ser la nuestra, mis hermanos: si nos alaban, es verdad; cuando lo dice la gente…Pero si nos sacan los defectos, nada es verdad; ¡quién hace caso de habladurías de pueblo!
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 105)

 

Quiero ser el más importante, quiero ser el primero
Recuerdo haber visto una película de dibujos animados que presentaba a un señor que construyó su casa y luego se sentó feliz en la puerta para descansar, mirar su jardín y tomarse una cerveza. Aparece otro hombre. El primero le ofrece una cerveza. Conversan y al otro le gusta el paisaje. Así que construye una casa al lado del primero, pero… tiene un piso más. El primero se amarga, deshizo el techo de su casa y añade dos pisos más. Entonces el otro también aumenta varios pisos de su casa. Comienza una competencia despiadada. Construyen pisos y pisos hasta llegar a las nubes. Al final el primero mira desde su ventana del último piso y se da cuenta que su casa es más alta que la del otro, se inclina hacia el otro y le saca la lengua. Su casa comienza a tambalearse, cae encima de la casa del otro y los dos vecinos se caen con sus casas al abismo.

El rey quiere ver a Dios
Un rey muy poderoso quería ver a Dios pero nadie le podía ayudarle para conseguirlo. Por fin le hablaban de un pastor que era muy sabio. Lo hizo llamar y le dijo: "Quiero ver a Dios y quiero saber por qué no hay nada antes que Dios". El pastor lo sacó afuera y le dijo que mirase el sol que estaba brillando. El rey cerraba los ojos. El pastor le dijo: "¿Cómo pretendes querer ver a Dios si ni siquiera puedes mirar el sol. Y no hay nada antes que Dios porque no hay nada antes del número 1. Pero si quieres en verdad darte cuenta cómo es Dios, entonces quítate tu corona, el cetro y tu manto con todo su ornato y ponte mis vestidos". Cambiaron de vestimenta y el pastor se sentó en el trono diciendo: "Mira, así es Dios, él baja para que los pequeños puedan subir al cielo".


(cortesia: iveargentina.org et alii)

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