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Domingo 28 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos I - Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa Dominical

 

 

A su disposición
Exégesis: R.P. Joseph M. Lagrange, O. P. - Un rico, amado de Jesús, que no tiene ánimo para seguirle (Lc 18, 18-23; Mc 17-22; Mt 19,16-22)

Exégesis: José Ma. Solé OFM - Comentario a las tres lecturas

Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Cristo habla con los jóvenes

Comentario Teológico: Dr. D. Isidro Gomá y Tomás - La pobreza voluntaria

Comentario Teológico: Giuseppe Ricciotti - Un Rico se presenta a Jesús. Consideraciones sobre la riqueza

Comentario Teológico: José M. Bover - El joven rico. Mt 19, 16-22. (Mc. 10, 17-22 Lc. 18, 18-23)

Comentario Teológico: Manuel De Tuya OP - Peligro de las riquezas. 10,17-27 (Mt 19,16-26; Lc 18,18-28) Cf. Comentario a Mt 19,16-26

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El joven que se acerca a Jesús

Aplicación: San Juan Pablo II (I) - La Vocación a la Vida Religiosa

Aplicación: Santo Tomás de Aquino El valor de la pobreza

Aplicación: San Juan Pablo II (II) Cristo y la respuesta a la pregunta moral

Aplicación: Mons. Fulton Sheen - Expiar, reparar y compensar el exceso de egoísmo

Aplicación: R. P. Raniero Cantalamessa OFMCap ¡Qué difícil es que un rico entre en el reino de los cielos

Aplicación: R. R. Jesús Álvarez SSP - ¿Felices los ricos?

Ejemplos Predicables

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo


Exégesis: R.P. Joseph M. Lagrange, O. P. - Un rico, amado de Jesús, que no tiene ánimo para seguirle (Lc 18, 18-23; Mc 17-22; Mt 19,16-22)1

Llegado el momento de emprender el camino, salió Jesús de la casa. Y vieron correr a uno que no había llegado a tiempo, y se puso de rodillas ante Jesús para obligarle a que le escuchara y para manifestarle su profundo respeto. No era costumbre arrodillarse delante de los doctores, y de ordinario no se le dirigían palabras tan respetuosas como éstas: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para obtener la vida eterna?" Casi era la única vez que Jesús había encontrado una persona tan dócil y tan exclusivamente preocupada de lo que Él recomendaba por encima de todo, los intereses eternos del alma. Había, empero, algo de excesivo en aquella efusión, por otra parte sincera. Jesús, que moraba entre los hombres y era realmente hombre, siempre atento a todo lo que fuera levantar las miradas del hombre a Dios, le respondió: " ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino Dios sólo"2. El desconocido calló. Si le hubiera contestado: " ¿No eres tú el Hijo de Dios?", acaso hubiera sido admitido más adelante en el misterio. Saludando a Jesús con frases demasiado lisonjeras, Jesús, el buen Maestro, le contestó dándole una amable lección.

Por lo demás, todos los judíos sabían que se llegaba a la vida eterna observando los mandamientos. Jesús se los recuerda omitiendo, no obstante, el principal, que es el amor de Dios, acaso porque es difícil darse cuenta de que se observa con perfección, o más bien porque es con toda seguridad guardado, si no se quebrantan los que miran al prójimo y no son más que otra función del primero y único mandamiento: "No mates, no cometas adulterio..., no hagas mal a nadie..." Este último precepto no estaba escrito en la Ley, pero dimanaba de su espíritu, que nadie comprendía mejor que Jesús, pues tenía la misión de perfeccionarla.

El hombre respondió: "Maestro, todo eso lo he observado desde mi juventud"3. Dijo esto con gallardía juvenil, no exenta de candor. Jesús, interpretando su mirada, vio a través de ella su buena voluntad y rectitud, y lo amó. Y porque lo amó, le propuso lo que san Mateo expresa más claramente: entrar en el camino de la perfección vendiendo todos los bienes para darlos a los pobres. ¿No había enseñado Él que eso era adquirir un tesoro en los cielos, donde está la vida eterna? En cuanto a lo que has de hacer en la vida presente: "Ven y sígueme".

El llamamiento de Jesús había sido eficaz para Pedro y Andrés, para Santiago y Juan, Mateo y los demás apóstoles; pero no era un encantamiento mágico que arrastra, la voluntad permanece libre. Tiene el temible poder de resistir. El rostro de aquel joven, hasta allí bañado de alegría, se oscureció; sintió no poder seguir a Jesús, puesto que se retiró muy triste. Pero, en fin, se marchó, porque poseía muchos bienes... " ¡Porque poseía!" ¡Razón tenía Jesús para enseñar a desconfiar de las riquezas!

Es muy difícil al rico y muy fácil al pobre voluntario obtener la vida eterna (Lc 18, 24-30; Mc 10, 23-31; Mt 19, 23-30)
El rico marchó triste, y su tristeza apenó también el corazón de Jesús y el de los discípulos. Por dos veces suspiró el Maestro: " ¡Qué difícil es al rico entrar en el reino de Dios!" Por dos veces también los discípulos se ven invadidos por una especie de estupor. ¡Eran tan fuertes sus palabras! " ¡Es más fácil a un camello entrar por el agujero de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios!" Es tanto como decir que hay imposibilidad absoluta. ¿Hay cosa más maciza que un camello ni más fina que el agujero de una aguja que difícilmente se enhebra como no se tenga muy buena vista? Los discípulos se miraron unos a los otros, sin atreverse a preguntar, pero diciéndose entre sí: "Entonces, ¿quién podrá salvarse?"

Lo sucedido con el rico, fiel a los mandamientos, pero detenido en el camino de la salvación a causa de sus muchos bienes, era aterrador. Puestos en la pendiente fatal de su amor a las riquezas, los ricos estaban perdidos, pero el atractivo de los bienes podía ser vencido. Así como antes Jesús había fijado su mirada en el rico, la dejó caer ahora sobre sus discípulos para grabar en sus corazones esta importante verdad: "A los hombres es imposible, pero no a Dios, porque a Dios todo es posible". Se salvarán, pues, los ricos mediante la gracia, pero sólo aquellos que sean dóciles a su llamamiento. Había ya pobres voluntarios.

Aquel ambiente oscuro se esclareció merced a una iniciativa de san Pedro, siempre espontáneo, ofreciendo su fidelidad a Jesús como consuelo a su afligida alma por la defección de aquel que hubiera querido amar siempre: "Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido"4. De repente se cambian las palabras graves, cargadas de presentimientos, en alentadoras frases que descubren un gozoso porvenir: " ¡En verdad os digo, que nadie habrá dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o herencias por causa mía o del Evangelio que no reciba el céntuplo desde ahora, desde este tiempo, en casas, hermanos, hermanas, madre, hijos y herencias!" Quedaba una sombra, porque nombrar el Evangelio es anunciar contradicciones. Preciso es, pues, contar con las persecuciones; pero la recompensa máxima será en el siglo futuro, que es la vida eterna.

Haciendo semejantes promesas a los suyos, les hablaba Jesús como Dios que dispone del porvenir, del don de la vida eterna, y aun de la asistencia y los consuelos ofrecidos a las familias espirituales a quienes lo han dejado todo por seguirle. Fielmente ha cumplido su palabra, como lo atestiguan tantos pobres voluntarios, reconocidos por su asistencia tan dulce, que les asegura asistencia y consuelos y que rara vez logran privarles las persecuciones. A pesar de esto, practicando verdaderamente la pobreza, son los últimos según el mundo, pero serán algún día los primeros, con aquellos que, teniendo riquezas, vivieron desprendidos de ellas y las administraron en conformidad con la voluntad de Dios. Por esto san Marcos cierra este episodio con estas palabras: "Muchos de los primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros".
(LAGRANGE, J. M., Vida de Jesucristo, Edibesa, Madrid, 2002, pp. 354-356)

[1] San Marcos, como de ordinario, es más natural; San Lucas lo siguió. Indicaremos algunos rasgos de San Mateo.
2 En San Mateo: "¿Qué bien haré para tener vida eterna?" Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Uno solo es bueno".
3 Según San Mateo, es un joven quien habla. Los jóvenes hablan muchas veces del pasado como si estuvieran ya entrados en años.
4 San Mateo pone aquí la recompensa especial prometida a los doce apóstoles, que San Lucas coloca mejor en el discurso de la cena.


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Exégesis: José Ma. Solé OFM - Comentario a las tres lecturas

Primera lectura: SABIDURÍA 7, 7-11
Salomón (por ficción literaria el Libro de la Sabiduría se atribuye a Salomón) nos dice del modo como él ha adquirido la Sabiduría: El plan y la acción de Dios en el universo y en la Historia:
- "Oré y me fue dada; imploré y vino a mí la Sabiduría".
- "La amé y preferí a todo: cetros, tronos y riquezas; oro, plata y perlas pospuse a ella" (8-9). La preferí a la salud, a la belleza, a la luz, a la felicidad. La Sabiduría lo es para mí todo. Todos los bienes tengo en ella.
- Estas intuiciones nos van preparando al misterio del Verbo o Sabiduría Encarnada, sumo don y riqueza de Dios. De Cristo, Sabiduría Encarnada, dirá San Pablo: "Todas las cosas las considero como una pérdida parangonadas con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús mi Señor, por cuyo amor me desposeí de todo. Y todo lo estimo como basura a cambio de ganar a Cristo. De suerte que alcance su conocimiento y participe la gloria de su Resurrección" (Flp 3, 8-10). Debemos orar y pedir al Padre nos de su mejor tesoro. Debemos buscar este tesoro y preferirlo a todo.


Segunda Lectura: HEBREOS 4, 12-13:
Los hagiógrafos, a veces, releen y profundizan páginas anteriores de la Biblia y nos dan de ellas un sentido más profundo y más pleno:
- Si Salomón nos ofrece el elogio de la "Sabiduría" y nos prepara para la revelación de la Sabiduría Encarnada Cristo, el autor de la Carta a los Hebreos nos ofrece en la misma línea y con estilo similar el elogio de la "Palabra" que ahora ya se nos ha revelado plenamente: Cristo. "Palabra" poderosa y eficiente, viva y vivificante, íntima y entrañable. Tan poderosa y eficaz que crea cielos y tierra (Sal 33, 6), que nunca es estéril y baldía (Is 55, l). Tan viva y vivificante, que de ella se nutren y viven los fieles (Dt 8, 3; Sab 16, 26), y por ella alcanzan salud y curación los enfermos y heridos de muerte (Sab 16, 12). Tan íntima y entrañable, que es la luz y el calor de todas las almas: "Nadie se sustrae a su calor" (Sal 19, 7).
- Esta "Palabra" es eterna como Dios: "La Palabra de Dios subsiste por siempre" (Sal 33, 11, 9, 89). Ahora San Juan puede ya darnos la teología plena de la "Palabra": "En el principio existía la Palabra; y la Palabra estaba en Dios. Y la Palabra era Dios. Y la Palabra se hizo carne. Y fijó entre nosotros su tabernáculo" (Jn 1, 1. 14). Cristo, el Verbo Encarnado, es la Palabra eterna, subsistente, creadora, poderosa, eficiente, vital, vivificante, íntima, entrañable.

- Como el sabio (Salomón) amó, buscó, pidió la "Sabiduría", la prefirió a todos los valores y riquezas, la tomó por esposa, nosotros, ahora que ya conocemos la Sabiduría, la Palabra de Dios plenamente revelada, Cristo Verbo Encarnado, debemos prestar plena fe y total amor a esta Palabra eterna que Dios nos habla: "Dios, que en los tiempos anteriores habló a los Padres en muchas ocasiones y de muchas formas por medio de los Profetas, en estos postreros días nos habló por su Hijo" (Heb 1, l), Abramos el corazón a Cristo: "Quien cree en El no será condenado. Mas quien no cree queda ya condenado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. La condenación está en esto: Vino la Luz al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la Luz" (Jn 3, 18). Nosotros buscamos, pedimos, amamos, elegimos, preferimos la Luz. La recibimos, la aceptamos, la deseamos, la meditamos. El cristiano fiel vive ahora de la luz, del calor, de la vida de Cristo, Palabra eterna de Dios encarnada. Y eternamente viviremos de la gloria de Cristo, Palabra de Dios encarnada y glorificada: "Concédenos, Dios Omnipotente, quedar embriagados y saciados del Sacramento que acabamos de recibir y con esto nos transformemos en lo que ha sido nuestro manjar; que nos hagas en virtud de este sacramento, consortes de la divina naturaleza" (Poscom.).


Evangelio: MARCOS 10, 17-30:
La escena del joven ilusionado que se llega a Jesús con ideales espirituales va a ser el marco de enseñanzas preciosas para la recta orientación cristiana:
- Jesús, tras desviar humildemente hacia el Padre la alabanza que le ha tributado el joven, abre a los ojos de éste horizontes inesperados. "Jesús fijó en él la mirada y quedó prendado de él". Esta mirada y este amor indican la gracia de una elección. Cristo propone al joven la vocación apostólica: "Vende cuanto tienes y dalo a los pobres; y vuelve; te quedarás conmigo". Respetemos este misterio de una gracia ofrecida a un alma que no la acepta. Reconozcamos que aquella vocación frustrada apenó a Jesús. Pero Jesús acaba de hacernos el don de una gran revelación: "La Herencia Mesiánica" (el joven le ha pedido cómo llegaría a la Herencia de la vida) es la "Pobreza". Quien esté más desasido estará mejor dispuesto para el "Reino Mesiánico".
- El joven, a pesar de ser perfecto cumplidor de la Ley, no está dispuesto. Tiene un gran obstáculo: su afición a las riquezas. La riqueza adquirida o poseída con egoísmo, avaricia y orgullo cierra herméticamente la entrada en el "Reino" (23-24). Jesús no predica la "miseria", sino el desprendimiento, la generosidad, la jerarquía de valores auténtica, la caridad generosa. El N. T. modifica la "escala de valores del Viejo". El Viejo consideró la riqueza como bendición de Dios y signo de su amor. En el Nuevo el valor es la "Pobreza" o desasimiento.
- Y para aquellos que tienen una vocación de total renuncia a lo terreno y de una total dedicación al "Reino", al apostolado; y responden valientes a esta vocación, Jesús les promete los mejores premios espirituales. Dejan la propia familia, pero entran más de lleno en la familia espiritual de Cristo; quedan remunerados con bienes espirituales (ciento por uno), a cambio de los bienes materiales que renunciaron por Cristo y por el Evangelio (28-31).
José Ma. Solé Roma (O.M.F .), Ministros de la Palabra, ciclo B, Herder, Barcelona 1979.



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Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Cristo habla con los jóvenes


Dios es amor

4. Cristo responde a su joven interlocutor del Evangelio. Él le dice: «Nadie es bueno sino sólo Dios». Hemos oído ya lo que el otro preguntaba. «Maestro bueno ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». ¿Cómo actuar, a fin de que mi vida tenga sentido, pleno sentido y valor? Nosotros podemos traducir así su pregunta en el lenguaje de nuestro tiempo. En este contexto la respuesta de Cristo quiere decir: sólo Dios es el último fundamento de todos los valores; sólo Él da sentido definitivo a nuestra existencia humana.

Sólo Dios es bueno, lo cual significa: en Él y sólo en Él todos los valores tienen su primera fuente y su cumplimiento final; en Él «el alfa y la omega, el principio y el fin». Solamente en Él hallan su autenticidad y confirmación definitiva. Sin Él –sin la referencia a Dios– todo el mundo de los valores creados queda como suspendido en un vacío absoluto, pierde su transparencia y expresividad. El mal se presenta como bien y el bien es descartado. ¿No nos indica esto mismo la experiencia de nuestro tiempo, donde quiera que Dios ha sido eliminado del horizonte de las valoraciones, de los criterios, de los actos?

¿Por qué sólo Dios es bueno? Porque Él es amor. Cristo da esta respuesta con las palabras del Evangelio, y sobre todo con el testimonio de la propia vida y muerte: «Porque tanto amó Dios al mundo, que lo dio su unigénito Hijo». Dios es bueno porque «es amor».

La pregunta sobre el valor, la pregunta sobre el sentido de la vida –lo hemos dicho– forma parte de la riqueza particular de la juventud. Brota de lo más profundo de las riquezas y de las inquietudes, que van unidas al proyecto de vida que se debe asumir y realizar. Más todavía cuando la juventud es probada por el sufrimiento personal o es profundamente consciente del sufrimiento ajeno; cuando experimenta una fuerte sacudida ante las diversas formas del mal que existe en el mundo; y finalmente cuando se pone frente al misterio del pecado, de la iniquidad humana (mysterium iniquitatis). La respuesta de Cristo equivale a: sólo Dios es bueno, sólo Dios es amor. Esta respuesta puede parecer difícil, pero a la vez es firme y verdadera; lleva en sí la solución definitiva. Ruego insistentemente, a fin de que vosotros, jóvenes amigos, escuchéis esta respuesta de Cristo de modo verdaderamente personal, para que encontréis el camino interior que os ayude a comprenderla, para aceptarla y hacerla realidad.

Así es Cristo en la conversación con el joven. Así es en el coloquio con cada uno y cada una de vosotros. Cuando le preguntáis: «Maestro bueno...», Él pregunta, «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios». Como si dijera: el hecho de que yo sea bueno da testimonio de Dios. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre». Así habla Cristo, maestro y amigo, Cristo crucificado y resucitado; el mismo ayer, hoy y por los siglos.

Éste es el núcleo, el punto esencial de la respuesta a las preguntas que vosotros, jóvenes, le hacéis a Él mediante la riqueza que hay en vosotros y que está arraigada en vuestra juventud. Ésta abre ante vosotros diversas perspectivas, os ofrece como tarea el proyecto de una vida entera. De ahí la pregunta sobre los valores; de ahí la pregunta sobre el sentido, sobre la verdad, sobre el bien y el mal. Cuando Cristo al responderos os manda referir todo esto a Dios, os indica a la vez cuál es la fuente de ello y el fundamento que está en vosotros. En efecto, cada uno de vosotros es imagen y semejanza de Dios por el hecho mismo de la creación. Tal imagen y semejanza hace precisamente que os pongáis estas preguntas que os debéis plantear. Ellas demuestran hasta qué punto el hombre sin Dios no puede comprenderse a sí mismo ni puede tampoco realizarse sin Dios. Jesucristo ha venido al mundo ante todo para hacer a cada uno de nosotros conscientes de ello. Sin Él esta dimensión fundamental de la verdad sobre el hombre caería fácilmente en la oscuridad. Sin embargo, «vino la luz al mundo», «pero las tinieblas no la acogieron».



La pregunta sobre la vida eterna

5. ¿Qué he de hacer para que la vida tenga valor, tenga sentido? Esta pregunta apasionante, en boca del joven del Evangelio suena así: «¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». El hombre que pone la pregunta de esta manera ¿habla un leguaje comprensible para los hombres de hoy? ¿No somos nosotros la generación a la que el mundo y el progreso temporal llenan completamente el horizonte de la existencia? Nosotros pensamos ante todo con categorías terrenas. Si superamos los confines de nuestro planeta, lo hacemos para inaugurar los vuelos interplanetarios, para transmitir señales a otros planetas y enviarles sondas cósmicas.

Todo esto se ha convertido en el contenido de nuestra civilización moderna. La ciencia junto con la técnica ha descubierto de modo inigualable las posibilidades del hombre con respecto a la materia, y ha conseguido también dominar el mundo interior de su pensamiento, de sus capacidades, tendencias y pasiones.

Pero a la vez está claro que, cuando nos ponemos ante Cristo, cuando Él se convierte en el confidente de los interrogantes de nuestra juventud, no podemos poner una pregunta diversa de la del joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». Cualquier otra pregunta sobre el sentido y valor de nuestra vida sería, ante Cristo, insuficiente y no esencial.

En efecto, Cristo no sólo es el «maestro bueno» que indica los caminos de la vida sobre la tierra. Él es el testigo de aquellos destinos definitivos que el hombre tiene en Dios mismo. Él es el testigo de la inmortalidad del hombre. El Evangelio que Él anunciaba con su voz está sellado definitivamente con la cruz y la resurrección en el misterio pascual. «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él». En su resurrección Cristo se ha convertido también en un permanente «signo de contradicción» frente a todos los programas incapaces de conducir al hombre más allá de las fronteras de la muerte. Más aún, ellos con este confín eliminan toda pregunta del hombre sobre el valor y el sentido de la vida. Frente a todos estos programas, a los modos de ver el mundo y a las ideologías, Cristo repite constantemente: «Yo soy la resurrección y la vida».

Por tanto, si tú, querido hermano y querida hermana, quieres hablar con Cristo adhiriéndote a toda la verdad de su testimonio, por una parte has de «amar al mundo»; porque Dios «tanto amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito»; y al mismo tiempo, has de conseguir el desprendimiento interior respecto a toda esta realidad rica y apasionante que es «el mundo». Has de decidirte a plantearte la pregunta sobre la vida eterna. En efecto, «pasa la apariencia de este mundo», y cada uno de nosotros estamos sometidos a este pasar. El hombre nace con la perspectiva del día de su muerte en la dimensión del mundo visible; y al mismo tiempo el hombre, para quien la razón interior de ser consiste en superarse a sí mismo, lleva consigo también todo aquello con lo que supera al mundo.

Todo aquello con que el hombre supera en sí mismo al mundo –aun estando radicado en él– se explica por la imagen y semejanza de Dios que está inscrita en el ser humano desde el principio. Y todo esto con lo que el hombre supera al mundo no solamente justifica el interrogante sobre la vida eterna, sino que, incluso, lo hace indispensable. Ésta es la pregunta que los hombres se plantean desde hace tiempo, y no sólo en el ámbito del mundo cristiano, sino también fuera de él. Vosotros debéis tener también el valor de ponerla como el joven del Evangelio. El cristianismo nos enseña a comprender la temporalidad desde la perspectiva del Reino de Dios, desde la perspectiva de la vida eterna. Sin ella, la temporalidad, incluso la más rica o la más formada en todos los aspectos, al final lleva al hombre sólo a la inevitable necesidad de la muerte.

Ahora bien, existe una antinomia entre la juventud y la muerte. La muerte parece estar lejos de la juventud. Y así es. Más aún, dado que la juventud significa el proyecto de toda la vida, construido según el criterio del sentido y del valor, también durante la juventud se hace indispensable la pregunta sobre el final. La experiencia humana dejada a sí misma, da la misma respuesta que la Sagrada Escritura: «Está establecido morir una vez», y el escritor inspirado añade: «Después de esto viene el juicio». Y Cristo dice: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá». Preguntad por tanto a Cristo, como el joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?».



Sobre la moral y la conciencia

6. A este interrogante Jesús responde: «Ya sabes los mandamientos», y a continuación enumera dichos mandamientos que forman parte del Decálogo. Moisés los había recibido sobre el monte Sinaí en el momento de la Alianza entre Dios e Israel. Estos fueron escritos sobre tablas de piedra y constituían para todo israelita una diaria indicación del camino. El joven que habla con Cristo conoce naturalmente de memoria los mandamientos del Decálogo; es más, puede decir con alegría: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».

Hemos de suponer que en este diálogo que Cristo sostiene con cada uno de vosotros, jóvenes, se repita la misma pregunta: ¿Sabes los mandamientos? Ésta se repetirá infaliblemente, porque los mandamientos forman parte de la Alianza entre Dios y la humanidad. Los mandamientos determinan las bases esenciales del comportamiento, deciden el valor moral de los actos humanos, permanecen en relación orgánica con la vocación del hombre a la vida eterna, con la instauración del Reino de Dios en los hombres y entre los hombres. En la palabra de la Revelación divina está escrito con claridad el código de la moralidad del cual permanecen como punto clave las tablas del Decálogo del monte Sinaí y cuyo ápice se encuentra en el Evangelio: en el sermón de la montaña y en el mandamiento del amor.

Este código de moralidad encuentra al mismo tiempo otra redacción. Dicho código está inscrito en la conciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no conocen los mandamientos, esto es, la ley revelada por Dios, «son para sí mismos Ley». Así lo escribe San Pablo en la carta a los Romanos; y añade a continuación: «Con esto muestran que los preceptos de la Ley están inscritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia».

Tocamos aquí problemas de suma importancia para vuestra juventud y para el proyecto de vida que de ella emerge.

Dicho proyecto se conforma con la perspectiva de la vida eterna en primer lugar a través de la verdad de las obras sobre las que será construido. La verdad de las obras halla su fundamento en aquella doble redacción de la ley moral: la que se encuentra escrita en las tablas del Decálogo de Moisés y en el Evangelio, y la que está esculpida en la conciencia moral del hombre. Y la conciencia se presenta como testigo de aquella ley, como escribe San Pablo. Esta conciencia –según las palabras de la carta a los Romanos– son «las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan». Cada uno sabe hasta qué punto estas palabras corresponden a nuestra realidad interior; cada uno de nosotros desde la juventud experimenta la voz de la conciencia.

Por tanto, cuando Jesús en el coloquio con el joven enumera los mandamientos: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre», la recta conciencia responde a las respectivas obras del hombre con una reacción interior: ella acusa o excusa. Hace falta, sin embargo, que la conciencia no esté desviada; hace falta que la formulación fundamental de los principios de la moral no ceda a la deformación bajo la acción de cualquier tipo de relativismo o utilitarismo.

¡Queridos jóvenes amigos! La respuesta que Jesús da a su interlocutor del Evangelio se dirige a cada uno y a cada una de vosotros. Cristo os interroga sobre el estado de vuestra sensibilidad moral y pregunta al mismo tiempo sobre el estado de vuestras conciencias. Es ésta una pregunta clave para el hombre; es el interrogante fundamental de vuestra juventud, válido para todo el proyecto de vida que, precisamente, ha de construirse durante la juventud. Su valor es el que está más estrechamente unido a la relación que cada uno de vosotros tiene respecto al bien y al mal moral. El valor de este proyecto depende en modo esencial de la autenticidad y de la rectitud de vuestra conciencia. Depende también de su sensibilidad.

De esta manera nos hallamos aquí en un momento crucial, en el que temporalidad y eternidad se encuentran a cada paso a un nivel que es propio del hombre. Es el nivel de la conciencia, el nivel de los valores morales; ésta es la dimensión más importante de la temporalidad y de la historia. En efecto, la historia se escribe no sólo con los acontecimiento que se suceden en cierta manera «desde dentro»: es la historia de la conciencia humana, de las victorias o de las derrotas morales. Aquí encuentra también su fundamento la esencial grandeza del hombre; su dignidad auténticamente humana. Éste es el tesoro interior con el que el hombre se supera constantemente a sí mismo en dirección a la eternidad. Si es verdad que «está establecido que los hombres mueren una sola vez» es también verdad que el tesoro de la conciencia, el depósito del bien y del mal, lo lleva el hombre más allá de la frontera de la muerte para que, en presencia de Aquél que es la santidad misma, encuentre la última y definitiva verdad sobre toda su vida: «Después de esto viene el juicio».

Así sucede precisamente con la conciencia: en la verdad interior de nuestros actos se halla, en un cierto sentido, constantemente presente la dimensión de la vida eterna. Y a la vez la misma conciencia, a través de los valores morales, imprime el sello más expresivo en la vida de las generaciones, en la historia y en la cultura de los ambientes humanos, de la sociedad, de las naciones y de la humanidad entera.

¡Cuánto depende en este campo de cada uno y cada una de vosotros!


«Jesús, poniendo en él los ojos, le amó»

7. (…) Os deseo que experimentéis, tras el discernimiento de los problemas esenciales e importantes para vuestra juventud, para el proyecto de toda la vida que se abre ante vosotros, aquello de que habla el Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó». Deseo que experimentéis una mirada así. Deseo que experimentéis la verdad de que Cristo os mire con amor.

Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede también decir que en esta «mirada amorosa» de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva. Si buscamos el principio de esta mirada, es necesario volver atrás al libro del Génesis, a aquel instante en que, tras la creación del hombre «varón y mujer» Dios vio que «era muy bueno». Esta primera mirada del Creador se refleja en la mirada de Cristo que acompaña la conversación con el joven del Evangelio.

Sabemos que Cristo confirmará y sellará esta mirada con el sacrificio redentor de la Cruz, puesto que precisamente por medio de este sacrificio, aquella «mirada» ha alcanzado una particular profundidad de amor. En ella está contenida una tal afirmación del hombre y de la humanidad de la que sólo Cristo, Redentor y Esposo, es capaz. Solamente Él conoce lo que hay en el hombre: conoce su debilidad pero conoce también y sobre todo su dignidad.

Os deseo a cada uno y cada una de vosotros que descubráis esta mirada de Cristo y que la experimentéis hasta el fondo. No sé en qué momento de la vida. Pienso que el momento llegará cuando más falta haga; acaso en el sufrimiento, acaso también con el testimonio de una conciencia pura como en el caso del joven del Evangelio, o acaso precisamente en la situación opuesta: junto al sentimiento de culpa, con el remordimiento de conciencia. Cristo, de hecho, miró también a Pedro en la hora de su caída, cuando por tres veces había negado a su Maestro.

Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad. Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra humanidad esté casi borrada a los ojos de los hombres, cuando sea ultrajada y pisoteada; entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces, esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir.

Os deseo, pues, que experimentéis lo que sintió el joven del Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó».



«Sígueme»

8. Del examen del texto evangélico resulta que esta mirada fue, por así decirlo, la respuesta de Cristo al testimonio que el joven había dado de su vida hasta aquel momento, o sea, haber actuado según los mandamientos de Dios. «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».

A la vez, esta «mirada de amor» fue la introducción a la fase conclusiva de la conversación. Siguiendo la redacción de Mateo, fue el mismo joven quien inició esta fase, dado que no sólo constató su fidelidad respecto a los mandamientos del Decálogo, que caracterizaba su conducta anterior, sino que contemporáneamente formuló una nueva pregunta. De hecho preguntó: «¿Qué me queda aún?».

Esta pregunta es muy importante. Indica que en la conciencia moral del hombre y, concretamente del hombre joven, que forma el proyecto de toda su vida, está escondida la aspiración a «algo más». Este deseo se siente de diversos modos, y podemos advertirlo también entre aquellas personas que den la impresión de estar alejadas de nuestra religión.

(…)

El deseo a la perfección, a «algo más» encuentra su explícito punto de referencia en el Evangelio. Cristo, en el sermón de la montaña, confirma toda la ley moral, en cuyo centro están las tablas mosaicas de los diez mandamientos; pero al mismo tiempo da a estos mandamientos un sentido nuevo, evangélico. Todo esto se concentra –como se ha dicho precedentemente– alrededor de la caridad, no sólo como mandamiento, sino además como don: «... el amor de Dios se ha derramado en vuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado».

En este contexto nuevo se hace comprensible asimismo el programa de las ocho bienaventuranzas, con el que comienza el sermón de la montaña en el Evangelio según San Mateo.

En este mismo contexto el conjunto de los mandamientos, que constituyen el código fundamental de la moral cristiana, es completado por el conjunto de los consejos evangélicos, en los que se expresa y concreta, de modo especial, la llamada de Cristo a la perfección, que es una llamada a la santidad.

Cuando el joven pregunta sobre el «algo más»: «¿Qué me queda aún?», Jesús lo mira con amor y este amor encuentra aquí un nuevo significado. El hombre es conducido interiormente por el Espíritu Santo desde una vida según los mandamientos a otra vida consciente del don, y la mirada plena de amor por parte de Cristo expresa este «paso» interior. Jesús añade: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme».

¡Sí, mis queridos jóvenes! El hombre, el cristiano es capaz de vivir conforme a la dimensión del don. Más aún, esta dimensión no sólo es «superior» a la de las meras obligaciones morales conocidas por los mandamientos, sino que es también «más profunda» y fundamental. Esta dimensión testimonia una expresión más plena de aquel proyecto de vida que construimos ya en la juventud. La dimensión del don crea a la vez el perfil maduro de toda vocación humana y cristiana, como se dirá después.

Sin embargo, en este momento deseo hablaros del significado particular de las palabras que Cristo dijo a aquel joven. Y hago esto convencido de que Cristo las dirige en la Iglesia a algunos jóvenes interlocutores suyos de cada generación. También de la nuestra. Aquellas palabras significan en este caso una vocación particular dentro de la comunidad del Pueblo de Dios. La Iglesia halla el «sígueme» de Cristo al comienzo de toda llamada al servicio en el sacerdocio ministerial, que en la Iglesia católica de rito latino está unida simultáneamente a la responsable y libre elección del celibato. La Iglesia encuentra el mismo «sígueme» de Cristo al comienzo de la vocación religiosa en la que, mediante la profesión de los consejos evangélicos (castidad, pobreza y obediencia), un hombre o una mujer reconocen como suyo el programa de vida que el mismo Cristo realizó en la tierra por el reino de Dios. Al emitir los votos religiosos, estas personas se comprometen a dar un testimonio concreto del amor de Dios por encima de cualquier cosa y, a la vez, de aquella llamada a la unión con Dios en la eternidad que se dirige a todos. No obstante esto, es necesario que algunos den un testimonio excepcional de tal llamada ante los demás.

Me limito a mencionar estos temas en la presente Carta, dado que han sido ya presentados ampliamente en otro lugar y en más de una ocasión. Los recuerdo aquí porque en el contexto del coloquio de Cristo con el joven adquieren una claridad particular, especialmente el tema de la pobreza evangélica. Los recuerdo también, porque el «sígueme» de Cristo, precisamente en este sentido excepcional y carismático, se hace sentir la mayoría de las veces ya en la época de la juventud; y, a veces, se advierte incluso en la niñez.

Ésta es la razón por la que deseo decir a todos vosotros, jóvenes, en esta importante fase del desarrollo de vuestra personalidad masculina o femenina: si tal llamada llega a tu corazón, ¡no la acalles! Deja que se desarrolle hasta la madurez de una vocación. Colabora con esa llamada a través de la oración y la fidelidad a los mandamientos. «La mies es mucha». Hay una gran necesidad de que muchos oigan la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una gran necesidad de que a muchos llegue la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una enorme necesidad de sacerdotes según el corazón de Dios. La Iglesia y el mundo actual tienen urgente necesidad de un testimonio de vida entregada sin reserva a Dios, del testimonio de este amor esponsal de Cristo, que de modo particular haga presente el Reino de Dios entre los hombres y lo acerque al mundo.

Permitidme pues completar aún las palabras de Cristo el Señor sobre la mies que es abundante. Sí, es abundante la mies del Evangelio, la de la salvación... «pero los obreros son pocos». Tal vez hoy se note esto más que en el pasado, especialmente en algunos países, así como también en algunos Institutos de vida consagrada y similares.

«Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies», continúa diciendo Cristo. Estas palabras, especialmente en nuestro tiempo, se convierten en un programa de oración y acción en favor de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Con este programa la Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes. Rogad también vosotros. Y si el fruto de esta oración de la Iglesia nace en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad al Maestro que os dice: «Sígueme».
(San Juan Pablo II, Carta Apostólica Dilecti Amici, a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con ocasión del Año Internacional de la Juventud, 31 de marzo de 1985, nº 4 - 8)




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Comentario Teológico: Dr. D. Isidro Gomá y Tomás - La pobreza voluntaria  Mt 19, 16-30

Explicación. - Jesús había sentado las bases del matrimonio cristiano y recomendado las excelencias de la virginidad. Ha interrumpido su discurso el episodio de los niños, a quienes bendice. Ahora, con ocasión de la pregunta de un joven rico, sienta la verdadera doctrina cristiana sobre las riquezas y recomienda la pobreza voluntaria. Es un consejo evangélico, como el de la virginidad. El fragmento se reduce a tres pensamientos capitales: Recomendación de la pobreza voluntaria (16-22); peligro moral de las riquezas (23-26); premio al renunciamiento de las riquezas por Cristo (27-30).

EL JOVEN RICO (16-22). - Habíase Jesús recogido en una casa después de su respuesta a los fariseos sobre el matrimonio (Mc. 10, 10); allí había tenido lugar el episodio de los niños, relatado en el número anterior. Y cuando salió para ponerse en camino, he aquí que un (hombre) principal acercósele y, arrodillado delante de él, dícele... Es un joven, según Mateo, que revela su bonísima índole, y que está deseoso de alcanzar la vida eterna: Maestro bueno, ¿qué de bueno haré para conseguir la vida eterna? Había ya obrado bien, sin que hallara la paz de su espíritu; cree que habrá alguna obra buena especial que cumplir aún para que des canse su alma y le dé la seguridad de la vida eterna: Jesús, a quien tiene el joven por excelente maestro, se lo dirá.

Jesús le responde poniendo ante sus ojos la regla única y suprema de la bondad: Y él le dijo: ¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? ¿Por qué me llamas bueno? Debieras saber (y sin duda lo sabía el joven) que no hay más que un Sumo Bien, que es al propio tiempo el infinitamente Bueno y santo; mira qué bondad me atribuyes, si la participada de puro hombre o la que corresponde sólo a Dios: Uno solo es bueno: Dios, bueno por esencia, como causa de todo bien, como ejemplar de toda acción buena, como fin de todo bien. Pero la suma Bondad ha señalado al hombre una norma para que seamos partícipes de su bondad: son sus mandamientos, expresión de su voluntad santa; quien se amolda a ellos, logrará la vida eterna: Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.

Se le ocurre al joven que quizá se refiera Cristo a mandatos especiales que él desconoce; quizá se le ofrecen en aquellos momentos los seiscientos trece preceptos que los escribas habían contado en la ley mosaica; por esto él le dijo: ¿Cuáles? Y Jesús dijo, poniéndole por vía de ejemplo cinco preceptos de la segunda tabla, por donde puede colegir la necesidad de observar los análogos a ellos: Conoces los mandamientos: no matarás, no adulterarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no cometerás fraude. Honra a tu padre y a tu madre; añadiendo el precepto general del amor al prójimo: Y amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Es bueno el joven, cuidadoso guardador de los mandamientos: Dícele el joven: Maestro, yo he guardado todos éstos desde mi juventud. Y sintiendo que hay algo aún que pueda moralmente elevarle sobre la común perfección que importa la observancia de aquellos preceptos generales, añade con ansia: ¿Qué me falta aún? Al oír esto, Jesús, mirándole de hito en hito, le mostró agrado, le manifestó amor por las generosas ansias de mayor perfección que significó. Y a la amorosa mirada, sigue la apremiante invitación a seguir el consejo evangélico de la pobreza: Y le dijo: Aún te falta una cosa: si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes, y dalo a los pobres; ello es cosa difícil, pero el premio es grande: Y tendrás un tesoro en el cielo, que te compense con creces de lo que habrás dejado en la tierra. Pero no hay bastante aún: obedéceme: Y ven, sígueme.

En estas palabras se encierran los consejos evangélicos de pobreza, por la renunciación voluntaria de los bienes; de castidad, porque, pobre voluntario desposeído de todo, ya no podrá pensar en desposarse; la obediencia, por el apremiante llamamiento al ejercicio del apostolado. Son los dos estados de la vida cristiana: el general: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos"; y el de perfección religiosa: "Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes..., y sígueme."

Cuando deseamos algo y no podemos lograrlo, caemos en la tristeza; así le sucede al joven: desea la perfección, pero tiene más fuerza el amor a las riquezas, que es el que definitivamente le vence: Habiendo oído el joven esta razón, se marchó triste, efecto de la lucha de afectos: Porque era muy rico, tenía muchas posesiones, y la lucha interior desgarra su alma.

PELIGRO MORAL DE LAS RIQUEZAS (23-63). - Toma Jesús ocasión de la tristeza del joven para aleccionar a sus discípulos sobre los grandes peligros que las riquezas ofrecen en el orden espiritual: Y Jesús, viéndole sobrecogido de tristeza, mirando en derredor, dijo a sus discípulos, para dar a entender la gravedad de la amonestación que iba a hacerles: En verdad os digo que con dificultad entrará un rico en el Reino de los cielos: porque las riquezas son las que fomentan la soberbia, la gula, la lujuria y demás vicios; y siendo la naturaleza humana inclinada al mal, crece el peligro cuando crece la facilidad de cometerlo, aun cuando las riquezas no son malas por su naturaleza.

Los discípulos, que participaban de las ideas de su pueblo acerca del esplendor temporal del Reino mesiánico y del carácter del premio a la virtud atribuido a las riqueza asombráronse, queda ron estupefactos, de sus palabras, al oírle decir que las riquezas eran más bien estorbo para entrar en el Reino de los cielos.

Mas Jesús, no por eso corrige o atenúa su afirmación, sino que, recalcándola y completando su pensamiento, les dice de nuevo, en tono paternal: ¡Hijitos!, otra vez os digo: ¡Cuán difícil es que en tren en el Reino de Dios los que tienen puesta su confianza en el dinero! Para más inculcar lección tan grave y trascendental, Jesús vacía su pensamiento en una hipérbole extraordinaria, especie de refrán popular usado por los escribas y pueblo de su tiempo para expresar la imposibilidad de algo: Más fácil cosa es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el Reino de los cielos: trátase de una imposibilidad moral para aquellos que están pegados a las riquezas, como un fin de la vida, o como medio para satisfacer sus concupiscencias. La imaginación oriental gusta tales metáforas (Cf. Prov. 12, 17; Jer. 13, 27) para expresar un imposible. No hay, pues, necesidad de sustituir "camello" por "sable" o maroma, como han hecho algunos intérpretes, fundándose en la semejanza de las voces griegas equivalentes.

Los discípulos, cuando oyeron estas palabras, se maravillaron mucho: llevan ya en sus entrañas el amor de caridad para con todo el mundo, y se duelen de la universal ruina, porque son raros los hombres que no se dejen llevar de la atracción de las riquezas.

Al proponerles Jesús la hipérbole del camello, oídas estas cosas, se admiraban los discípulos mucho más, y se decían los unos a los otros: ¿Quién, pues, podrá salvarse? Jesús les sosiega, primero con su dulce mirada: Y mirándoles Jesús: y luego tempera la terribilidad de su afirmación proponiéndoles la eficacia de la gracia con lo que abre su corazón a la esperanza: Les dijo: Esto es imposible a los hombres como tales, dejados a sus solas fuerzas: Mas no a Dios, pues a Dios todas las cosas le son posibles, y todo lo puede el hombre si la gracia de Dios le conforta.

PREMIOS DE LA POBREZA VOLUNTARIA ABRAZADA POR CRISTO (27-30).

Entonces, tomando Pedro la palabra en nombre de todos, como solía, y tomando ocasión de la pregunta del joven rico, respondiendo, dijo: He aquí que nosotros todo lo hemos dejado; y te hemos seguido: lo que has pedido al joven, nosotros ha tiempo lo hemos cumplid; por ello Pedro está lleno de un santo optimismo: ¿Qué, pues, nos espera? ¿Qué recompensa nos darás? Y Jesús les dijo, dejándoles entrever el magnífico premio: En Verdad os digo, es una confirmación jurada, que vosotros, que me habéis seguido, no solo dejándolo todo, sino yendo por el mismo camino de justicia y de la verdad, de la misericordia y de la paz, cuando en la regeneración, en la renovación universal y en la transformación que tendrá lugar en el fin de los tiempos ( Is. 65,17; 66,22; Rom. 8,17 sigs. ; 2 Pe. 3,13; Apoc. 21,1), se sentará el Hijo del hombre en el trono de su Majestad, vosotros también os sentaréis sobre doce tronos, en calidad de asesores de Jesucristo, de cuya potestad judicial serán príncipes, como fueron partícipes, como fueron con él cofundadores de su Reino en la tierra: para juzgar a las doce tribus de Israel, en lo que se expresa la sobreeminencia de la autoridad y dignidad apostólica. Y juzgarán a las doce tribus, en el sentido estricto, en cuanto a la salvación estaba prometida ante todo Israel, siendo por ello los Apóstoles constituidos sobre todo patriarcado y magistratura de su pueblo, y en el sentido más amplio de jueces de todas las naciones, ya que todas ellas, al convertirse a Cristo, se injertarán por él en Abraham, padre de los creyentes (Gal. 3,29; Rom. 4,12; 11,17).

De los apóstoles pasa Jesús a todos los que siendo a ellos inferiores, renuncian como ellos sus bienes por seguir a Cristo: y cualquiera que dejare casa, o hermanos, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras por mi nombre o persona, por el Evangelio o doctrina mía, por el Reino de Dios, objetivo de mi misión, recibirá el ciento por uno, muchas cosas más, ahora en este tiempo, casas, y hermanos, y hermanas, y madres, e hijos, campos, con persecuciones: son los premios que ya en esta vida recibirán los pobres de Cristo. De hecho, ya en los comienzos de la Iglesia, junto con las persecuciones recibirían los seguidores de Cristo el premio de los hermanos de la fe que en todas partes cuidaban de ellos; San Pablo llama madre suya a la de Rufo (Rom.16, 13); a los fieles de Corinto (1Cor. 4,14) y a los de Galacia (Gal. 4,19) les dice hijos suyos; la Iglesia era su madre; las tierras de los cristianos alimentaba a todos. Huelga decir que los que actualmente profesan la vida religiosa tienen asimismo todas esas ventajas: nada tienen y de nada carecen. El premio máximo se lo reserva Cristo: y en el siglo venidero poseerá la vida eterna, la felicidad para siempre perdurable. Pero todo ellos está sujeto a una condición: la perseverancia: Mas muchos primeros, en tiempo y dignidad, porque claudicaron o fueron remisos, serán postreros: y postreros, que siguieron a Cristo más tarde o tuvieron lugares inferiores, porque redimieron el tiempo y se mantuvieron en fervor, serán los primeros.

Lecciones morales. - A) v. 17. - Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. - No dice Jesús, según San Agustín: " Si quieres venir a la vida eterna", sino: "Si quieres entrar en la vida", así, en absoluto: porque esta vida no es la vida, sino un simulacro de vida, un rápido viaje a la muerte. La vida que únicamente merece el nombre de tal, es la eterna; vida concorde con la vida de Dios, que se apacienta en la visión y en el amor y el goce de Dios: Veremos, amaremos, gozaremos en aquella vida, dice el mismo Santo. Pero desgraciadamente hay una manera de no ir camino de esta vida, de estar fuera de la vida aun teniendo vida, dice Orígenes; y es no guardar los mandamientos, que son la vía que lleva a la vida. Si tanto amamos esta vida fugaz y desgraciada, ¡cuánto debiéramos amar y desear la eterna y feliz! Y si sólo los mandamientos nos conducen a ella, ¡qué terror debiera causarnos su infracción, que puede excluirnos de aquella vida y condenarnos a la eterna muerte!

B) v. 20. - ¿Qué me falta aún? - Son palabras que expresan el vehemente deseo del joven de salvarse. Si guardamos los mandamientos y estamos en gracia de Dios, ¿entramos con frecuencia dentro de nosotros mismos para preguntarnos si nos falta algo aún? ¡Y nos falta tanto para ser perfectos! Y, sobre todo, nos falta la base para serlo, que es la ninguna estima en que debiéramos tener nuestras pobres justicias: nos creemos buenos porque no nos hallamos malos; y esto puede ser motivo de presunción y camino de dejar de ser buenos y hacernos malos. Y nos falta conocer el punto flaco por donde podemos dejar de ser justos y llegar a ser pecadores. A los pies de Jesús debiéramos decir todos los días: ¿Me falta algo aún, Maestro bueno? ¿Qué es lo que me falta? Decídmelo, como lo dijisteis al joven rico.

C) v. 21. - Anda, vende cuanto tienes, y dalo a los pobres... - Bueno es poseer riquezas y administrarlas en favor de los pobres; pero es mejor desposeerse totalmente de ellas y, libres de cuidados, seguir a Cristo en pobreza, a Cristo pobre. El mundo no comprende esto; pero lo han comprendido miles de almas que no han sentido con el mundo, que han visto los peligros del mundo por el mal uso de las riquezas, que han penetrado en el secreto de la riqueza de los pobres de Cristo y por Cristo, y han dejado todas sus posesiones para poseer mejor a Cristo. Todavía son millares estas almas de privilegio. Se santifican ellas y llenan la tierra del aroma de esta santa virtud de la pobreza, que llena de Dios a quienes la cultivan y acerca a Dios, porque aleja del mundo, a quienes desapasionadamente la contemplan. ¡Feliz pobreza, que a los que son llamados a ella franquea las riquezas incorruptibles y eternas del cielo!

D) v. 23. - Con dificultad entrará un rico en el Reino de los cielos. - No es un crimen tener riquezas, dice San Hilario, pero deben poseerse, con medida: porque, ¿cómo podremos socorrer las necesidades de los santos, de los cristianos, hermanos nuestros, si nuestra avaricia no deja con qué socorrerlos? No es lo mismo tener riquezas que amarlas, dice Rábano Mauro: en manos de quien ame más sus deberes cristianos y los derechos de los pobres, las riquezas son un verdadero tesoro, en la tierra y para el cielo; pero administradas por quien, lejos de invertirlas en el bien, las hace colaboradoras del mal, son la ruina d los hombres que las malversan y quizá de sus hermanos a quienes corrompen.

E) y. 27. - ¿Qué, pues, nos espera? - Los desheredados de la fortuna; los que pasaron por el mundo agotando las riquezas de su energía para hacerse con la pobreza del pan de cada día; los dadivosos que se empobrecieron para socorrer a sus hermanos o para ayudar a las obras de celo; los que han hecho profesión de vida pobre, siguiendo las pisadas de Cristo pobre, ¡y son tantos en conjunto que forman la inmensa mayoría de los mortales! ¿Qué tendrán? ¿Qué tendremos? Ahora, quizás el desprecio, las privaciones, quizá las burlas de los ricos o de los que no compren den el desamor a las riquezas; desde luego, la paz y la alegría de conciencia si hemos ayudado al hermano, si hemos colaborado a la expansión de la verdad, a la solemnidad del divino culto, etc.; una vida feliz los que, siendo llamados por Dios, han abandonado todo lo suyo para seguir a Cristo; el pobre obrero, la satisfacción del deber cumplido, si lo ha cumplido sin odios ni codicias. Y más tarde, pasada esta vida, que para todos es de gran trabajo, la felicidad eterna: "Bienaventurados los pobres de espíritu..." Si no se piensa así, ¿puede haber paz en las conciencias y en el mundo?
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1967, p. 304-310)



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Comentario Teológico: Giuseppe Ricciotti - Un Rico se presenta a Jesús. Consideraciones sobre la riqueza

Cuando Jesús iba a alejarse del lugar donde le fueran presentados los niños, acercósele, presuroso, un joven, quien, arrodillándose, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué haré, para poder heredar la vida eterna?" Mas Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Ninguno (es) bueno sino uno, Dios" (Marcos, 10, 17-18). Ya observamos que los términos de este dialogo, confirmados por Lucas, aparecen en Mateo de manera diversa. En efecto, temiéndose que los términos, tal corno eran empleados por Marcos y Lucas, ofreciesen fundamento de escándalo, pudiendo ser interpretados como, negación de la bondad y divinidad de Jesús, el traductor griego del Mateo arameo, aunque conservando materialmente los términos, los empleó de modo diferente, para impedir cualquier posibilidad de equívoco por parte de los lectores. Pero, precisamente como más difícil, el texto de Marcos y Lucas tiene en su favor toda la probabilidad de ser más antiguo y exacto en su cita de las palabras de Jesús. El texto de Mateo, más fácil, refleja mejor el empleo que del diálogo hacía la catequesis cristiana posteriormente a la publicación de los evangelios de Marcos y Lucas.

Ateniéndonos a las circunstancias históricas, los términos del diálogo se explican fácilmente. El apelativo Maestro bueno (Rabbi tàbà) no se usaba nunca hablando a rabinos, ni aún a los más autorizados, por parecer exagerada adulación. Un rabino se consideraba suficientemente honrado con el título de Maestro, en tanto que a quien correspondía el apelativo bueno era únicamente a Dios. Aquí el joven, que ha visto a Jesús acariciar y abrazar a los niños, le llama bueno, más en el sentido humano y familiar que en el académico y filosófico. Jesús aprovecha la ocasión para ofrecer oportunidad al joven de profundizar en el conocimiento del Maestro a quien se dirige, y así, descendiendo al mismo plano de su interlocutor (como ya hiciera con la samaritana, Juan, 4, 22), dice en sustancia al joven: "Tú me llamas Maestro como a cualquier otro doctor de la Ley y además me calificas de bueno. ¿Por qué me das este apelativo? ¿No sabes que, según el uso común, este adjetivo está reservado a Dios?" - El joven habría podido justificarse contestando: Pero tú eres el hijo de Dios. - Más no contestó ¿Esperaba Jesús tal cosa del joven, acaso ignaro, o más bien quiso provocarle en cierto modo para que sus allí presentes discípulos, no ignaros, respondiesen en sus corazones?

Como el joven no dijo nada, Jesús, para satisfacer su requerimiento continuó: Si quieres entrar en la vida (eterna), observa los mandamientos. El joven preguntó: ¿Cuáles? Jesús, entonces, confirmando una vez más la Ley hebrea, le recitó el Decálogo: No matarás, no cometerás adulterio, etc. El joven, asombrado, repuso: " ¡Pero todo eso lo vengo observando desde mi primera juventud! Y quiero saber si me falta aún hacer alguna otra cosa." Después de esta confiada y anhelosa respuesta, Jesús, en frase de Marcos (10, 21) mirándole le amó, o sea que le contempló con señalada expresión de benevolencia, y luego le dijo: "Te falta una cosa. Si quieres ser perfecto, ve, vende todos tus bienes, distribuye el producto a los pobres con lo que tendrás un tesoro en los cielos, y luego sígueme." - A este requerimiento se produjo según resulta en conjunto de los tres Sinópticos - un cambio de escena: el joven antes tan fervoroso y entusiasta, quedó de pronto helado y muy afligido (Lucas, 18, 23), porque poseía muchos bienes y era muy rico. Y así apesadumbrado se alejó.

La amarga propuesta de vender todos sus bienes había sido suavizada con la promesa de un tesoro en los cielos, conforme a la sanción universal de la doctrina de Jesús pero el paladar del joven sintió poco o nada lo dulce y muchísimo lo amargo. El tesoro de los cielos parecióle demasiado remoto para preferirlo a sus grandes ánforas llenas de brillantes siclos y guardadas cuidadosamente en algún escondrijo secreto. Era joven bueno, sin duda, pero con una bondad común y a ras de tierra, mientras Jesús había advertido que a sus seguidores se les podía pedir en todo momento ser titanes de heroísmo. Aquel joven habría sido ciertamente un óptimo magistrado del imperio romano, pero al primer examen para optar a alto, magistrado del reino de los cielos, resultó deficiente. Respecto a este reino no tenía el ánimo tan noble como aquel innoble publicano de Leví, que había poseído tal vez menos siclos, pero más generosidad.

Después de partir el joven, Jesús hizo, a propósito de él, algunas consideraciones hablando con sus discípulos. Exclamó, pues: "¡Cuán difícilmente los que tienen riquezas entrarán en el reino de Dios!" Y los discípulos quedaban maravillados de sus palabras. Empero Jesús, respondiendo de nuevo, les dice: "Hijos, ¡cuán difícil es entrar en el reino de Dios! Es más fácil para un camello pasar por el ojo de la aguja que para un rico entrar en el reino de Dios". Y ellos estaban cada vez mas estupefactos, diciendo entre sí: "Entonces, ¿quién puede salvarse?" Mirándoles, Jesús dice: "Para los hombres, imposible, pero no para Dios" (Marcos, 10, 23-27). La imagen del camello es perfectamente oriental. Son infundadas las interpretaciones de que el nombre griego de camello haya sido confundido con el nombre semejante de una gruesa cuerda o de que con el apelativo ojo de la aguja se designase un ignorado portillo, estrecho y bajo, de la muralla de Jerusalén. Jesús habla de un verdadero camello y un verdadero ojo de aguja, como más tarde se hablaría en el Talmud de ciertos rabinos que a fuerza de sutilezas hacían pasar un elefante por el ojo de una aguja. Ni hay por qué atenuar tampoco la fuerza del parangón. Jesús lo emplea, no para señalar una dificultad, sino una verdadera imposibilidad. El rico no puede entrar en el reino de Dios por lo mismo que un hombre no puede servir a Dios y a Mammón: ambos monarcas, en su lucha implacable, no se dan cuartel, y el uno no permite a los súbditos del otro penetrar en su propio reino bajo pretexto alguno.

¿Entonces ningún rico podrá en ningún caso entrar en el reino de Dios? Sí, podrá entrar siempre que primero se despoje de la vestidura de súbdito de Mammón, volviéndose pobre de hecho o, equivalentemente, pobre en espíritu. ¿Será posible que los súbditos de Mammón deserten para serlo de Dios? No: esta deserción, tan paradójica, es humanamente imposible, porque los hombres preferirán siempre el palpable oro terrestre al impalpable tesoro celeste. Sin embargo, lo que es, para los hombres, imposible, no lo es para Dios, y Dios obrará el milagro de que un rico prefiera el tesoro lejano al oro vecino.

Estas ideas, en sustancia, no eran nuevas, habiendo sido ya expresadas por Jesús, ora en el Sermón de la Montaña, ora en su reciente disputa con los fariseos a propósito de las riquezas. Un elemento nuevo introducido aquí es la afirmación de que el abandono de las riquezas para entrar en el reino de Dios no sería efecto de la industria humana, sino del poder divino.

Oyendo las palabras de Jesús y aplicándoselas a sí mismos, los apóstoles encontraron que ellos estaban en ventaja sobre los demás hombres. Pedro, como de costumbre, interpretó los sentimientos de los demás, diciendo a Jesús: He aquí que nosotros lo dejamos todo y te seguimos. Ya que se habían hecho pobres voluntarios por Jesús y por el reino de los cielos, estando en regla con condiciones acabadas de dictar por el Maestro. Siguió una pregunta sólo mencionada por un sinóptico: ¿Qué tendremos, pues? (Mateo, 19, 27). Jesús contestó refiriéndose tanto a los apóstoles, sus particulares secuaces y colaboradores, como a todos los demás seguidores presentes y futuros que no tenían la calidad de apóstoles.

La parte de la respuesta relativa a los apóstoles sólo es incluida aquí por Mateo (19, 28), en tanto que Marcos la calla y Lucas (22, 28-30) la refiere entre los discursos de la última cena. La parte relativa a los demás discípulos de Jesús es mencionada por los tres Sinópticos, pero Marcos y Lucas la dan con una particular distinción cronológica.

A los apóstoles habló así Jesús: En verdad os digo que vosotros que me seguisteis, en la regeneración cuando el hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos, juzgando a las doce tribus de Israel. Esto ocurrirá, pues, en la regeneración o palingenesia, la cual renovará "ab imis" el siglo presente: entonces, sobre aquel trono de gloria que los rabinos reservaban a Dios se sentaría el hijo del hombre como en su propio trono, y, teniendo a su lado los doce apóstoles sentados en tronos menores, juzgará, en unión con ellos, a aquellas doce tribus de Israel a las que había dedicado exclusiva mente su misión personal. Con esta solemne asamblea judicial se cerrará el "siglo" presente y se iniciará el "siglo" futuro.

Lo prometido por Jesús a sus demás discípulos no apóstoles, suena así en Marcos (10, 29-31): En verdad os digo, no hay ninguno que dejó casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos a campos por mí y por la buena nueva, que no reciba centuplicados ahora en este tiempo casas, y hermanos y hermanas, y madres e hijos, y campos, junto con persecuciones, y en el siglo venidero, (la) vida eterna. Aquí la recompensa no se pone en relación con el solemne juicio de las doce tribus, sino que se divide netamente en dos tiempos: la segunda parte se obtendrá en el siglo venidero y consistirá en la vida eterna; la primera, ahora en este tiempo, que es el "siglo" presente. En la recompensa del "siglo" presente se promete a los seguidores de Jesús el céntuplo de cuanto hayan dejado. Ahora bien, este céntuplo ¿se refiere sólo a bienes espirituales o también materiales?

Sabido es que, así como los escritos apocalíptico-mesiánicos del judaísmo tardío se desahogaron en describir los bienes materiales que el futuro Mesías habría preparado en su reino, así algunos escritores cristianos de los dos primeros siglos se apoyaron en las citadas palabras de Jesús para describir a su vez el reino futuro del Mesías Jesús casi como un país de Jauja: en aquel reino cada vid tendrá diez mil sarmientos, cada sarmiento diez mil ramas, cada rama diez mil pimpollos, cada pimpollo diez mil racimos, cada racimo diez mil granos y de cada grano se sacarán veinticinco medidas de vino, y otro tanto sucederá con el trigo y los demás productos de la tierra(v. Ireneo. V.33, 3-4) Y aquel reino durará mil años (v. Apocalipsis, 20, 3 y sigs.). Igual concepción materialista debía tener desde fuera de la Iglesia Juliano el Apóstata cuando preguntaba burlescamente a los cristianos si su Jesús les devolvería también centuplicadas las esposas que habían dejado para seguirle. Pero este milenarismo material recibió ya en el siglo III rudos golpes asestados por Orígenes. Más tarde San Jerónimo había de repetir: Con ocasión de este pasaje (el de la recompensa centuplicada) algunos introducen mil años después de la resurrección, diciendo que entonces se concederá el céntuplo de todas las cosas materiales que dejamos, y la vida eterna; no comprendiendo, empero, que, si en las otras cosas la promesa es digna, en lo de las mujeres resulta una indecencia, ya que quien hubiere dejado una por el Señor debería recibir ciento en el futuro. El sentido, pues, es este: quien ha dejado por el Salvador cosas carnales, recibirá cosas espirituales, las cuales, en cotejo y por valor intrínseco, serán como si se compara el cien con un número pequeño. Así, pues, para San Jerónimo, como para otros padres, el céntuplo tiene un valor espiritual.

La explicación es substancialmente justa, pero desde el punto de vista histórico no parece completa y debe completarse atribuyendo al céntuplo prometido también un valor material subordinado. En efecto, incluso en ese sentido, la promesa de Jesús se ve inmediatamente realizada entre los primitivos cristianos, quienes constituían una familia en que se reencontraban, multiplicados, los bienes materiales y los afectos naturales abandonados por amor de Cristo. Narran los Hechos (2, 44-45) que todos los creyentes juntos tenían todas las cosas en común, y vendían las propiedades y bienes, y los repartían entre todos según las necesidades de cada uno, y poco después (4, 32) confirman que la multitud de los creyentes tenía un corazón, y un alma sola, y ninguno decía ser cosa propia cualquiera de las que tenía, sino que todas las cosas tenían en común. Así, tanto de los Hechos como de las varias Epístolas se desprende que los cristianos, incluso en comunidades remotas, se consideraban ligados por vínculos de caridad tan fuertes que podían sentirse, incluso en el campo afectivo, ampliamente recompensados por vínculos naturales acaso rotos para seguir a Cristo. Si los primitivos cristianos habían dejado una casa y un corazón, encontraban, en trueque, cien casas y cien corazones. Precisamente en esos beneficios materiales, fruto de la fraternidad religiosa, ven los: eruditos modernos de diversas tendencias el céntuplo prometido por Jesús ahora en este tiempo, como, por lo demás, los historiadores de las épocas posteriores de la Iglesia habían de encontrar la realización de la misma promesa en aquellas numerosas asociaciones cuyos miembros, por acercarse mejor al espíritu de Cristo, vivieron y viven de bienes en común, de modo que les cabe afirmar, con San Pablo (II Cor., 6, 10), que son como quienes nada tienen y todo lo poseen.

Pero nótese bien que este céntuplo material es prometido por Jesús junto con persecuciones. Los discípulos del Mesías crucificado debían asemejarse a él en algún modo y seguirle como dice igualmente San Pablo (ibid., 6, 4... 10) con mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidad, en angustias, en golpes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en velas, en ayunos; pero incluso en medio de estas vicisitudes podían afirmar, con el enumerador de las mismas, que eran como castigados y no sometidos a muerte, como entristecidos, pero siempre jubilosos.
(Giuseppe Ricciotti, Vida de Jesucristo, Ed. Miracle, 3ª Ed., Barcelona, 1948, Pág. 528-533)



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Comentario Teológico: José M. Bover - El joven rico. Mt 19, 16-22. (Mc. 10, 17-22 Lc. 18, 18-23).

Y he aquí que uno llegándosele dijo:

-Maestro. ¿Qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna?
17 Él le dijo:
-EA qué me preguntas sobre lo que es bueno? uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.
18 Dícele:
- ¿Cuáles?
Jesús dijo:
-Lo de "No matarás, no adulterarás, no robarás, no darás falso testimonio; 19 honra al padre y a la madre", y "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Ex, 20. 12-16: Lv. 19. 18: Deut. 5, 16-20).
Dícele el joven:
-Todo esto lo he guardado: ¿qué más necesito?
21 Díjole Jesús:
-Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto posees, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; y vuelto acá, sígueme.
22 Como oyó el joven esta palabra, se fue entristecido; por que era persona que poseía muchos bienes

16 "Uno": que por el contexto y por los pasajes paralelos de San Marcos y San Lucas, era joven y extremadamente rico. - La pregunta del joven es diferente en San Mateo y en los otros dos Sinópticos. En el primero es: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para...?" En los otros dos es: "Maestro bueno, qué he de hacer para...? " Suponiendo que tal es el texto auténtico de los Evangelistas, la conciliación de las diferentes expresiones puede hacerse de dos maneras, por lo menos. Primera: suponiendo que las palabras reales pronunciadas por el joven son las que se leen en San Marcos y San Lucas, habrá que decir que San Mateo, sin faltar a la verdad, omite el calificativo de bueno dado por el joven al Maestro, y explica o desentraña el objeto de la pregunta con la adición de bueno, que estaba sin duda en la mente del joven. Segunda: suponiendo que la pregunta completa del joven, según la Vulgata y la inmensa mayoría de los códices griegos de San Mateo, fue: "Maestro bueno, qué he de hacer de bueno para...", habrá que decir que tanto San Marcos y San Lucas como San Mateo abreviaron la pregunta. Pero además de estas dos fórmulas de conciliación existe otra solución, bastante probable, sugerida por los testimonios de Justino, Taciano e Ireneo, y es que el texto primitivo y auténtico de San Mateo era idéntico al de San Marcos y San Lucas, pero que fue intencionadamente retocado en el siglo II para evitar la dificultad aparente que ofrece contra la bondad o la divinidad del Maestro, y fue sustituido por otro dogmáticamente menos dificultoso (aunque literariamente menos coherente), que es el que han adoptado los críticos modernos. No es fácil determinar cuál de estas soluciones sea la preferible; pero cualquiera de ellas basta para el objeto principal, que es demostrar que no existe verdadera contradicción entre los Evangelistas.

17 Aquí también existe cierta discrepancia entre San Mateo y los otros dos Sinópticos. Donde San Mateo dice: " qué me preguntas sobre lo bueno?", dicen los otros dos: "Por qué me llamas bueno?". Para conciliar o suprimir esta incoherencia caben tres soluciones, análogas a las dadas anteriormente. Primera: en la hipótesis de que la respuesta real y completa del Maestro es la consignada por San Marcos y San Lucas, habrá que reconoce que el traductor griego del original arameo de San Mateo tradujo de un modo oscuro o deficiente la expresión original, que, aunque ambigua o menos nítida, coincidiría sustancialmente con la de los otros dos Sinópticos. No es inverosímil que San Mateo atribuyese al Maestro una pregunta como ésta: "qué viene ahora decirme eso de que soy bueno?": la cual el traductor no acertó a reproducir exactamente. Segunda: en la hipótesis de que la pregunta completa del joven fue la que se lee en la Vulgata, es natural que la respuesta interrogativa completa del Maestro fuera doble: de la cual San Marcos y San Lucas reproducirían la primera parte; San Mateo, la segunda. Tercera: es probable que la fórmula auténtica de la pregunta del Maestro en San Mateo no sea la que adoptan los críticos conforme al testimonio de unos pocos códices, si bien excelentes, sino más bien la conservada por la inmensa mayoría de los códices, idéntica a la de San Marcos y San Lucas, atestiguada ya por San Justino, Taciano y San Ireneo. De hecho, después de esta pregunta sobre lo bueno no es muy coherente la afirmación que sigue, de que "uno sólo es el bueno". El querer explicar la variante de casi todos los códices por el fenómeno de la armonización o contaminación, es una solución más cómoda que fundada. La armonización, cuando se da, procede generalmente en sentido inverso: va de San Mateo, más conocido y usado, a San Marcos y San Lucas, no de éstos a San Mateo. Y habría que explicar además en este caso no sólo el hecho de que el texto de San Marcos y San Lucas haya contaminado el de San Mateo, sino el mucho más extraño de que el texto crítico de San Mateo no haya contaminado a uno sólo de los códices griegos de San Marcos y San Lucas.

21 "Si quieres ser perfecto": sobre la observancia de los preceptos o mandamientos de la ley de Dios, suficiente "para obtener la vida eterna", está la perfección evangélica. Esta perfección o consumación de la justicia no se impone a todos: es empresa de voluntarios: "Si quieres", dice el Señor. Y en el caso concreto de este joven la perfección recomendada por el Maestro abarca dos cosas: el desprendimiento real de todos sus bienes, dándolos a los pobres, y el seguimiento efectivo del Maestro, haciéndose discípulo suyo. De ahí no sería lícito concluir que el llamamiento a la perfección lleve necesariamente el desprendimiento efectivo de todos los bienes ni una forma determinada de vida que exteriormente se presente como seguimiento profesional de Cristo; pero tampoco puede negarse que semejante efectividad y exteriorización, recomendadas por el Maestro y adoptadas por él mismo, y aprobadas bajo diferentes formas concretas por la Santa Iglesia, son dignas de toda estima para todos los fieles, como que constituyen el modo normal y tradicional de realizar los deseos de perfección evangélica. Quien se sienta llamado solamente al desprendimiento espiritual dentro de la vida común y ordinaria, siga este divino llamamiento, pero no puede pretender imponer su criterio a los demás, ni menos pensar que la forma concreta de su vocación sea la única ni la más perfecta.

22 Es triste ver cómo en este joven el amor a la riqueza agostó en flor sus deseos de perfección y el amoroso llamamiento del divino Maestro. Es cierto que no son las riquezas en sí mismas las que impiden la perfección, sino el desordenado apego a ellas; pero no es menos cierto que ordinaria y normalmente posesión de riquezas y total despego de ellas no suelen andar juntos. En la mayoría de los casos suele ser imposible o ilusoria la perfecta pobreza espiritual, necesaria para la perfección, si no va acompañada de cierto grado de pobreza real y efectiva, o libremente elegida o voluntariamente aceptada.
(José M. Bover, S.J., El Evangelio de San Mateo, Editorial Balmes., Barcelona, 1946, Pág. 356-359)



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Comentario Teológico: Manuel De Tuya OP - Peligro de las riquezas. 10,17-27 (Mt 19,16-26; Lc 18,18-28) Cf. Comentario a Mt 19,16-26.

Mc y Lc recalcan bien la pregunta de Cristo al joven, algo modificada en Mt. Al subrayarle que le llama "bueno" y que sólo Dios es el bueno, está atrayendo a este joven hacia sí, significándole su esfera divina.

Mc es el único que destaca que el Señor le "amó" y le "miró con cariño". Es un rasgo de la exquisitez de Cristo.

El pedirle que venda su hacienda y la dé a los pobres no es enunciar una doctrina universal, sino dirigirse a un caso concreto y a una meta libre de perfección.

Premio a lo que se renuncia por Cristo. 10,28-31 (Mt 19,27-30; Lc 18,28-30) Cf. Comentario a Mt 19,27-30.

Probablemente, por una conexión lógica con lo anterior-el joven que no dejó sus riquezas-, Pedro dice que ellos lo dejaron todo por seguirle. En Mc falta explícitamente la pregunta que está en Mt sobre el premio.

V. En la respuesta de Cristo especificando todo lo que se deje, Mc añade "persecuciones" No exige esto, probablemente, una ampliación del evangelista en vista de las persecuciones que experimentaba ya la Iglesia. Ya estaba supuesto en el programa anunciado por Cristo, por parte del fariseísmo: "si a mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán" (Jn).

La síntesis de las persecuciones por "el Evangelio" es, sin duda, explicitación de Mc o de la catequesis.

Estos premios son espirituales, como se ve al decirse que, por dejar, a su madre, recibirá aquí el "céntuplo ahora en este tiempo en... madre". Es la clásica hipérbole y paradoja oriental, que hace ver por su misma forma el sentido espiritual de lo que pretende decirse. Aparte que, de no ser así, sería todo ello una contradicción, porque era dejar todo por Cristo, para, más desocupado, poder seguirle, y como premio aquí le venía el céntuplo de lo dejado, que sería el céntuplo de complicaciones para no poder seguirle.
(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, p. 699-701)



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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El joven que se acerca a Jesús

Y he aquí que, acercándosele uno, le dijo: " Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?" (Mt 19,16 ss.)
Hay quienes hablan mal de este joven, como si hubiera sido un taimado y perverso que se acercó a Jesús para tentarle. Por mi parte, no tendría inconveniente en decir que fue avaro y estaba dominado por el dinero, puesto que Cristo mismo demostró que así era; pero en manera alguna taimado. Primero, porque no es cosa segura lanzarse a juzgar de lo incierto, mayormente tratándose de culpas; y, segundo, porque Marcos nos quita totalmente esa sospecha. Marcos dice, en efecto, que, corriendo hacia Jesús, se le postró y le suplicaba. Y que luego, dirigiéndole Jesús una mirada, le amó. Pero es muy grande la tiranía de la riqueza, y bien se ve por el hecho de que, aun siendo en todo lo demás virtuosos, ella sola lo echa todo a perder. Con razón, pues, la llamaba también Pablo la raíz le todos los males. Porque: Raíz-dice-de todos los males es la avaricia. Ahora bien, ¿por qué le respondió Cristo, diciendo: Nadie hay bueno? Porque como el otro le miraba como a puro hombre, como a uno de tantos, como a simple maestro judío, también el Señor habla con él como hombre. En realidad, en muchas ocasiones vemos que Jesús responde de acuerdo con las ideas de sus interlocutores, como cuando dice: Nosotros adoramos lo que sabemos. Y: Si yo, doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio no es verdadero. Así, pues, al decir ahora: Nadie es bueno, no se excluye a sí mismo de ser bueno, ni mucho menos. Porque no dijo: "¿A qué me llaman bueno? Yo no soy bueno", sino: Nadie es bueno, es decir, nadie entre los hombres. Y aun, al decir esto, no pretende negar absolutamente la bondad de los hombres, sino sólo en parangón con la bondad de Dios. De ahí lo que añade: Sino sólo uno: Dios.

Y no dijo: "Sino sólo mi Padre", por que nos demos cuenta que no se quiso revelar a este joven. Por modo semejante había anteriormente llamado malos a los hombres, diciendo: Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos._ Y tampoco en este pasaje llamó malos a los hombres porque quisiera condenar la maldad de toda la naturaleza humana (dice "vosotros", no todos los hombres), sino que, en comparación de la bondad de Dios, bien pudo llamar malos a los hombres. De ahí que también aquí añadió: ¡Cuánto más vuestro Padre dará bienes a quienes se los pidan! Mas ¿qué interés, qué utilidad tenía -me dirás en responder así a aquel joven? -Es que quería levantarlo poco a poco y enseñarle a huir de toda adulación y desprenderle de la tierra y unirlo a Dios; quería, en fin, persuadirle a buscar lo venidero y saber quién es el verdaderamente bueno y raíz y fuente de todos los
bienes y que a Él refiriera todo el honor. Lo mismo cuando dice: No llaméis a nadie maestro sobre la tierra, lo dice en parangón con Él y porque se den cuenta quién es el principio primero de todos los seres.

El joven se acerca al Señor con noble intención
Por lo demás, nos dio aquel joven pruebas de pequeño fervor, siquiera de momento, por el solo hecho de tener aquel deseo. Cuando de los otros, unos iban a tentar al Señor, otros sólo le pedían curaciones o de sus propias enfermedades o de las de sus familiares, sólo él se le acercó a preguntarle sobre la vida eterna. La tierra era realmente blanda y feraz, pero la muchedumbre de espinas ahogaba la semilla. Considerad, si no, qué bien preparado se presentaba de pronto para obedecer a lo que se le mandara. Porque: ¿Qué tengo que hacer - dice - para heredar la vida eterna? Tan animoso se sentía para cumplir lo que se le dijera. Ahora bien, si se hubiera acercado para tentar al Señor, nos lo hubiera manifestado el evangelista, como lo hace en otras ocasiones, por ejemplo, cuando el doctor de la ley. Y aun cuando el evangelista lo hubiera callado, Cristo no le hubiera consentido al joven obrar a escondidas, sino que le habría claramente confundido o, por lo menos, aludido a sus intentos, por que no se figurara que engañaba y no se le descubría, lo que hubiera redundado en su propio daño.

Por otra parte, si hubiera ido a tentarle, no se habría retirado triste al oír la respuesta del Señor. Por lo menos; no sabemos de fariseo ninguno que sintiera tristeza semejante. Todos, al tapárseles la boca, se retiraban enfurecidos. No así éste, que: se va triste. Lo cual no es pequeña señal de que no se acercó al Señor con mala intención, sí con alma débil. Desea, cierto, la vida eterna, pero se siente dominado por otra pasión más fuerte. Como quiera, Cristo le respondió: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Y el joven le dice: ¿Qué mandamientos? Con lo que no intenta tentarle, ni mucho menos. Lo que pasa es que se imagina han de ser otros, distintos de los de la ley, los mandamientos que han de conducirle a la vida. Señal de que su deseo era muy ardiente. Luego le recitó Jesús los mandamientos de la ley, a lo que el otro le dijo: Todo eso lo he guardado desde mi juventud. Y ni siquiera ahí se detuvo, sino que siguió preguntando: ¿Qué me falta todavía? Lo cual era otra señal de su vehemente deseo. Y no era poco pensar que aún le faltaba algo y no creer que bastaba lo dicho para alcanzar lo que deseaba. ¿Qué responde ahora Cristo? Como iba a mandarle algo grande, pone por delante los premios y dice: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme.

Los premios que el Señor promete al joven que le quiere seguir
Mirad cuántos premios, cuántas coronas propone el Señor para este estadio. Ahora bien, si el joven hubiera querido tentarle, Jesús no le hubiera dicho eso. Pero lo cierto es que se lo dice, y, con el fin de atraérselo, no sólo le muestra la grande recompensa que le espera, sino que lo deja todo a su libre determinación, dejando por todos esos modos en la penumbra lo que de pesado parecía contener su invitación. De ahí que antes de hablarle del trabajo y combate, ya le señala el premio, diciéndole: Si quieres ser perfecto. Y entonces es cuando añade: Vende tus bienes y dalos a los pobres. E inmediatamente vuelve a los premios: Y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme. A la verdad, también el seguirle era una grande recompensa. Y tendrás un tesoro en el cielo. Como la cuestión giraba en torno a las riquezas y le mandaba desprenderse de todas, para hacerle ver que no se le quitaba lo que tenia, sino que más bien se le acrecentaba, el Señor le dio más de lo que le mandaba dejar. Y no sólo más, sino cosas tanto mayores cuanto va del cielo a la tierra, y aún más. Y lo llamó tesoro para significar la abundancia de la recompensa y, a par, lo seguro, lo inviolable que estaba, en cuanto todo ello podía declararse a su joven oyente por comparación con lo humano.

El joven se retira triste
No basta, pues, con despreciar las riquezas, sino que hay también que alimentar a los pobres, y principalmente hay que seguir a Cristo, es decir, hacer cuanto Él nos ha mandado: estar dispuestos a derramar la sangre y soportar la muerte cotidiana. Porque: Si alguno-dice-quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame'. Este Mandamiento, el de estar siempre preparados a derramar nuestra sangre, es mayor que el otro de tirar nuestras riquezas. Sin embargo, el desprendimiento de ellas no contribuye poco a estar dispuestos a derramar también la sangre. Mas, oído que lo oyó el joven, se marchó triste. Y el evangelista, como si quisiera explicarnos que nada había en ello de sorprendente, dice: Porque tenía muchos bienes. Y, en efecto, no se sienten por modo igual dominados por la riqueza los que poco tienen que los que nadan en la opulencia. En este caso el amor al dinero es más tiránico. Es lo que yo no me canso de repetir: el acrecentamiento de los ingresos no hace sino encender más el fuego, y cuanto mayor es la riqueza, más pobre es el que la posee, pues más vivamente ansía lo que le falta. Mirad, por ejemplo, en este caso la fuerza que demostró esa pasión. El que con tanta alegría y fervor se había acercado a Cristo, apenas oyó que éste le mandaba dejar sus riquezas, de tal modo le hundió su amor a ellas y tanto pesaron sobre él, que no le dejaron fuerzas ni para responder sobre ello al Señor. Silencioso, cabizbajo y triste, se alejó de su presencia.

El camello por el ojo de la aguja
¿Qué dice a esto Cristo? ¡Qué difícilmente entrarán los ricos en el reino de los cielos' Lo cual no es hablar contra las riquezas, sino contra los que se dejan dominar por ellas. Ahora bien, si los ricos entrarán con dificultad en el reino de los cielos, con mayor dificultad entrarán los avaros. Porque, si no dar de lo propio es obstáculo para entrar en el reino de los cielos, considerad el fuego que amontona quien encima toma lo ajeno. -Mas ¿qué razón tenia el Señor para decirles a sus discípulos que difícilmente entraría un rico en el reino de los cielos, cuando ellos eran todos pobres y nada poseían? -Es que quería enseñarles a no avergonzarse de la pobreza y casi, casi justificarse Él mismo de no permitirles poseer nada. Ahora, pues, ya que dijo que era difícil entrar un rico en el reino de los cielos, sigue más adelante y hace ver que es imposible, y no como quiera imposible, sino por todo extremo imposible, como bien lo puso de manifiesto por el ejemplo de que se vale, es decir, el del camello y la aguja. Porque: Más fácil es - dice - que un camello entre por el ojo de una aguja que no que un rico entre en el reino de los cielos. De donde se sigue que no será como quiera el premio de aquellos ricos que han sido capaces de vivir filosóficamente. Por eso dijo el Señor que eso era obra de Dios, que es decir la grande gracia de que necesita quien haya de llevar a cabo esa hazaña. Y es así que, como los discípulos se sintieran turbados por sus palabras, dijo: Para los hombres, eso es imposible; pero para Dios, todas las cosas son posibles.

- ¿Y por qué se turban los discípulos, si ellos eran pobres y por extremo pobres? ¿A qué inquietarse ellos? - Se duelen por la salvación de los otros: primero. Porque ya tienen grande amor para con todos, y luego porque se sienten ya con entrañas de maestros. Lo cierto es que de tal modo temían y temblaban por la tierra entera ante esta sentencia del Señor, que realmente necesitaban de particular consuelo. Por eso, después de dirigirles su mirada, les dijo Jesús: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Después de consolarlos con su blanda y mansa mirada y disipar su angustia-eso quiere decir el evangelista al escribir: Después de haberlos mirado, los levanta también con sus palabras, aduciéndoles la omnipotencia de Dios, y volviéndoles así la confianza. Ahora, si queréis saber el modo como eso es posible, seguid escuchándome. Porque si dijo el Señor: Lo imposible para los hombres es posible para Dios, no fue para que os desalentarais y, como de empresa imposible, os alejarais de ello, sino para que, considerando la grandeza de la obra, saltarais más fácilmente a ella y, con la invocación de la ayuda de Dios, alcancéis tan altos premios y la vida eterna.


El premio a la pobreza
- ¿Cómo puede, pues, ser eso posible? -Desprendiéndose de lo que se tiene, renunciando al dinero, apartándose de toda codicia mala. No todo en esta obra ha de atribuirse a Dios, y si el Señor habló así, fue para hacernos ver la grandeza de la hazaña a que nos invita. Escuchad en prueba de ello lo que sigue. Como Pedro le hubiera dicho muy resueltamente.: Mira que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, y le preguntara: ¿Qué habrá, pues, para nosotros?, el Señor, después de señalarles su paga, prosiguió: Y todo el que dejare casas, o campos, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, recibirá ciento por uno en este tiempo y heredará la vida eterna. De este modo lo imposible se hace posible. -Pero ¿cómo-me dirás-puede realizarse el abandono mismo de la riqueza? ¿Cómo es posible que quien una vez se ha visto envuelto en esa codicia lo soporte? - Empezando por desprenderse de lo que tiene, y en esto, empezando a su vez por cortar lo superfluo. De este modo, irá adelantando más y más y correrá con más facilidad lo restante. No pretendas hacer todo de un golpe, no. Si de golpe te parece difícil, sube poco a poco esta escalera que ha de conducirte al cielo. Los que sufren alta fiebre o tienen dentro abundante bilis amarga, si ingieren alimento o bebida, no sólo no apagan su sed, sino que encienden más y más su ardor. Así los que aman el dinero, si sobre esta mala codicia, y más amarga que las bilis del enfermo, arrojan más dinero, no hacen sino encender más y más su codicia. Para calmarla, no hay como abstenerse por un tiempo de toda ganancia, como para; calmar la bilis amarga no hay como comer poco y evacuar de vientre. Mas esto mismo, ¿cómo conseguirlo? Considerando que, siendo rico, jamás se calmará tu sed de riquezas, siempre estarás consumido por la codicia de tener más; mas si te desprendes de lo que tienes, podrás detener también esta enfermedad. No amontones, pues, más y más, no sea que vayas corriendo tras lo inasible, y tu enfermedad se haga incurable y, sufriendo de esa rabia, seas el, hombre más miserable.

Respóndeme, en efecto: ¿Quién diríamos que es atormentado y sufre: el que desea ardientemente comidas y bebidas preciosas y no puede gozar de ellas como quiere, o el que, no conozca semejante deseo? Es evidente que el que desea y no puede tener lo que desea. Es, efectivamente, tan doloroso desear y no gozar de lo que se desea, tener sed y no beber, que, queriendo Cristo describirnos el infierno, nos lo describe por ese tormento y nos presenta al rico glotón abrasado de ese modo. Su tormento era justamente desear una gota de agua y no lograrla. Luego el que desprecia las riquezas, calma su pasión; pero el que busca enriquecerse y acrecentar más y más lo que tiene, no hace sino encenderla más y jamás se detiene. Si gana mil talentos, desea otros tantos; si éstos consigue, luego codiciará dos veces más: y, avanzando más y más, querrá que los montes, la tierra y el mar y todas las cosas se le conviertan en oro. ¡Nueva y espantosa locura y que ya no hay medio de detener! Comprende que, no añadiendo, sino quitando, es posible contener ese mal. Si te viniera el absurdo deseo de volar y andarte por esos aires, ¿cómo extinguirías ese absurdo deseo: entreteniéndote en fabricarte alas y preparar otros aprestos de vuelo, o persuadiendo a tu razón que su deseo es imposible y que no hay que intentar empresas semejantes? Evidentemente, persuadiendo de ello a tu razón. -Pero es que aquí-me dices- se trata de algo imposible. -Pues más imposible todavía resulta poner un límite a la codicia. Porque más fácil es que los hombres vuelen que no, añadiendo dinero, matar el amor al dinero. Cuando se desea algo posible, posible es calmar el deseo cuando se logra; mas cuando se desea lo imposible, no hay otro remedio que apartarnos de semejante deseo, pues no cabe recuperar de otro modo nuestra alma. No suframos, pues, inútiles dolores; dejemos ese amor a las riquezas que nos pone en rabia continua y no sufre calmarse ni un momento; anclemos el corazón en otro amor capaz de hacernos felices y que es además por extremo fácil: deseemos los tesoros del cielo. Aquí no es tan grande el trabajo, la ganancia es indecible y, por poco que vigilemos y estemos alerta y despreciemos lo presente, no cabe que los perdamos; así como quien es esclavo de los tesoros de la tienda y se dejó una vez encadenar por ellos es de toda necesidad forzoso que un día los pierda

La codicia, fuente de males y pecados
Considerando todo esto, desecha de ti la perversa codicia de riquezas. Porque ni siquiera puedes decir que, si te priva de los bienes venideros, por lo menos te procura los presentes. A la verdad, si así fuera, ello sería el supremo castigo y suplicio. Mas lo cierto es que ni eso se cumple. No. Aparte del infierno, y aun antes del infierno, aquí también te lleva al más duro suplicio. Cuántas casas, en efecto, no ha trastornado la codicia, cuántas guerras no ha encendido, a cuántos no ha obligado a poner término violento a su vida! Y aun antes de esos peligros, la codicia destruye toda nobleza de alma y hace muchas veces, a quien ella domina, esclavo, cobarde, atrevido, embustero, sicofanta, ladrón, tacaño y cuanto de más bajo pueda imaginarse. Mas tal vez te quedas como enhechizado al contemplar el brillo de la plata, la muchedumbre de los (esclavos, la' hermosura de los edificios, la pleitesía que se rinde a los ricos en plena ágora.

¿Qué remedio, pues, cabe para una herida tan grave como ésa? -Que consideres cómo dejan esas cosas a tu alma: qué tenebrosa, qué solitaria, qué fea, qué deforme. Que reflexiones, a costa de cuántos males adquiriste todo eso; con cuántos trabajos, con cuántos peligros lo guardas. Y, a decir verdad, ni siquiera lo guardas hasta el fin. Porque, si logras burlar los asaltos de todo el mundo, viene por fin la muerte, y muchas veces tus riquezas pasarán a manos de tus mismos enemigos, y a ti se te llevará solo, sin que lleves otra cosa contigo sino las heridas que se hizo tu alma justamente con aquellas riquezas. Cuando veas, pues, a alguien que brilla extremadamente por sus vestidos y por su numerosa escolta, despliega su conciencia, y la verás por dentro llena de telas de araña, llena de mucho polvo. Piensa en Pedro y Pablo. Piensa en Juan y en Elías. Piensa más bien en el Hijo mismo de Dios, que no tenía dónde reclinar su cabeza. Imítale a Él, imita a los que fueron siervos suyos y represéntate la inefable riqueza que éstos consiguieron. Mas si, después de recobrar un poco tu vista por estas consideraciones, nuevamente te ves entre tinieblas, como en un naufragio al estallar violenta tormenta, escucha entonces la sentencia de Cristo, que dice ser imposible que un rico entre en el reino de los cielos. Junto a esta sentencia del Señor, pon las montañas, la tierra y el mar; haz, si te place, que todo eso se te convierta por el pensamiento en oro, y nada hallarás comparable al daño que de ello se había de seguir.

Tú me hablarás de tantas y tantas huebras de tierra, de diez, de veinte, de más de veinte casas, de otros tantos baños, de mil esclavos, de dos mil si te place; de coches forrados de oro y plata; yo por mi parte te digo que si, dejando toda esa miseria-pues miseria es para lo que voy a decir -, cada uno de vosotros, los ricos, poseyerais el mundo entero; si fuerais señores de tantos hombres como ahora hay en la tierra, en el mar, en el universo entero; si fuera vuestra la tierra y el mar y tuvierais en todas partes edificios y ciudades y provincias, y de todas partes os manara oro en lugar del agua de las fuentes; si con todo eso perdíais el reino de los cielos, yo no daría tres óbolos por toda vuestra riqueza. Porque si ahora los que codician esas riquezas perecederas así son atormentados cuando no las consiguen, ¿qué consuelo tendrán cuando se den cuenta de haber perdido aquellos bienes inefables? Ninguno absolutamente. No me hables, pues, de la abundancia de riquezas. Considera más bien el daño que sufren los amadores de ellas, pues por ellas pierden el cielo. Es como si uno que ha perdido un máximo honor en el palacio imperial, luego se enorgulleciera de poseer un montón de estiércol. No es ciertamente mejor un montón de dinero, o, por mejor decir, más vale el estiércol que el dinero. El estiércol vale por lo menos para abonar las tierras, y para calentar los baños, y para otras cosas por el estilo; mas el oro escondido bajo tierra, para nada de eso vale. ¡Y ojalá fuera sólo inútil! Pero lo cierto es que enciende muchos hornos contra el que lo posee, si no usa de él como es debido, y de él nacen infinitos males. De ahí que los escritores profanos llamaron a la codicia la ciudadela, y el bienaventurado Pablo, mejor y más expresivamente, la raíz de todos los males.

Exhortación final: emulemos lo digno de emulación
Considerando, pues, todas estas cosas, sepamos emular lo digno de emulación: no los espléndidos edificios, no los pingües campos, sino a los hombres que ganaron inmenso crédito delante de Dios, a los que son ricos en el cielo, a los que son dueños de aquellos tesoros, a los que son verdaderamente ricos, a los pobres por amor de Cristo. Así alcanzaremos los bienes eternos, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, con quien sea Padre y al Espíritu Santo gloria, poder, honor y adoración ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, Homilía 63, Ed. BAC, Madrid, 1966, pp. 303-316)


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Aplicación: San Juan Pablo II (I) - La Vocación a la Vida Religiosa

"Jesús, poniendo en él los ojos, le amó".
3. "Jesús, poniendo en él los ojos, le amó"(1) y le dijo: "Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme"(2). Aunque sabemos que estas palabras, dichas al joven rico, no fueron acogidas por él, sin embargo su contenido merece una atenta reflexión; éstas nos presentan efectivamente la estructura interior de la vocación.
"Jesús, poniendo en él los ojos, le amó". Este es el amor del Redentor: un amor que brota de toda la profundidad divino-humana de la Redención. En él se refleja el eterno amor del Padre, que "tanto amó... al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna"(3). El Hijo, lleno de ese amor, aceptó la misión del Padre en el Espíritu Santo, y se hizo Redentor del mundo. El amor del Padre se reveló en el Hijo como amor que salva. Precisamente este amor constituye el verdadero precio de la Redención del hombre y del mundo. Los Apóstoles de Cristo hablan del precio de la Redención con una profunda emoción: "habéis sido rescatados... no con plata y oro, corruptibles..., sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha", escribe San Pedro(4). "Habéis sido comprados a precio", afirma San Pablo(5).

La llamada al camino de los consejos evangélicos nace del encuentro interior con el amor de Cristo, que es amor redentor. Cristo llama precisamente mediante este amor suyo. En la estructura de la vocación, el encuentro con este amor resulta algo específicamente personal. Cuando Cristo "después de haber puesto los ojos en vosotros, os amó", llamando a cada uno y a cada una de vosotros, queridos Religiosos y Religiosas, aquel amor suyo redentor se dirigió a una determinada persona, tomando al mismo tiempo características esponsales: se hizo amor de elección. Tal amor abarca a toda la persona, espíritu y cuerpo, sea hombre o mujer, en su único e irrepetible "yo" personal. Aquél que, dándose eternamente al Padre, se "da" a sí mismo en el misterio de la Redención, ha llamado al hombre a fin de que éste, a su vez, se entregue enteramente a un particular servicio a la obra de la Redención mediante su pertenencia a una Comunidad fraterna, reconocida y aprobada por la Iglesia. Acaso no son eco precisamente de esta llamada las palabras de San Pablo: "¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo... y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados a precio"(6).

Sí, el amor de Cristo ha alcanzado a cada uno y cada una de vosotros, queridos Hermanos y Hermanas, con aquel mismo "precio" de la Redención. Como consecuencia de esto, os habéis dado cuenta de que ya no os pertenecéis a vosotros mismos, sino a Él. Esta nueva conciencia ha sido el fruto de la "mirada amorosa" de Cristo en el secreto de vuestro corazón. Habéis respondido a esta mirada, escogiendo a Aquél que antes ha elegido a cada uno y cada una de vosotros, llamándoos con la inmensidad de su amor redentor. Llamando "por nombre", su llamada se dirige siempre a la libertad del hombre. Cristo dice: "si quieres...". La respuesta a esta llamada es, pues, una opción libre. Habéis escogido a Jesús de Nazaret, el Redentor del mundo, escogiendo el camino que El os ha indicado.

"Si quieres ser perfecto..."
4. Este camino se llama también el camino de perfección. Conversando con el joven, Cristo dice: "Si quieres ser perfecto..."; de modo que el concepto de "camino de perfección" tiene su motivación en la misma fuente evangélica. ¿No escuchamos, por otra parte, en el discurso de la montaña: "Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial"?(7). La llamada del hombre a la perfección ha sido de alguna manera percibida por pensadores y moralistas del mundo antiguo y también posteriormente en las diversas épocas de la historia. Pero la llamada bíblica posee una característica totalmente original: es particularmente exigente cuando indica al hombre la perfección, a semejanza de Dios mismo(8). Precisamente de esta forma la llamada corresponde a toda la lógica interna de la Revelación, según la cual el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios mismo. Por tanto él debe buscar la perfección que le es propia en la línea de esta imagen y semejanza. Escribe San Pablo en la Carta a los Efesios: "Sed... imitadores de Dios, como hijos amados, y caminad en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio de fragante y suave olor"(9).

Así pues, la llamada a la perfección pertenece a la esencia misma de la vocación cristiana. En base a esta llamada conviene comprender también las palabras de Cristo dirigidas al joven del Evangelio. Estas están unidas de modo particular al misterio de la Redención del hombre en el mundo. En efecto, ésta devuelve a Dios la obra de la creación contaminada por el pecado, indicando la perfección que la creación entera, y concretamente el hombre, poseen en la mente y en el plan de Dios mismo. Especialmente el hombre debe ser entregado y devuelto a Dios, si debe ser plenamente devuelto a sí mismo. Por eso la llamada eterna: "Vuelve a mí, que yo te he rescatado"(10). Las palabras de Cristo: "si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres..." nos introducen sin duda en el ámbito del consejo evangélico de la pobreza, que pertenece a la esencia misma de la vocación y de la profesión religiosa.

Al mismo tiempo estas palabras se pueden entender de manera más amplia y en un cierto sentido esencial. El Maestro de Nazaret invita a su interlocutor a renunciar a un programa de vida en cuyo primer plano está la categoría de la posesión, la del "tener", y en cambio le invita a aceptar en su lugar un programa centrado sobre el valor de la persona humana: sobre el "ser" personal, con toda la trascendencia que le caracteriza.

Tal comprensión de las palabras de Cristo constituye casi un más amplio trasfondo para el ideal de pobreza evangélica, especialmente de aquella pobreza que, como consejo evangélico, pertenece al contenido esencial de vuestras bodas místicas con el Esposo divino en la Iglesia. Leyendo las palabras de Cristo a la luz del principio de la superioridad del "ser" sobre el "tener", especialmente si éste último se entiende en un sentido materialista y utilitarista, llegamos casi a las mismas bases antropológicas de la vocación en el Evangelio. En el panorama del desarrollo de la civilización contemporánea, esto es un descubrimiento particularmente actual. Por eso se ha hecho actual la misma vocación "al camino de perfección", tal como lo ha marcado Cristo. Si en el ámbito de la civilización actual, especialmente en el contexto del mundo del bienestar consumista, el hombre siente dolorosamente la deficiencia esencial de "ser" personal que viene a su humanidad de la abundancia del multiforme "tener", entonces él está más expuesto a acoger esta verdad sobre la vocación, que fue pronunciada de una vez para siempre en el Evangelio. Sí, la llamada que vosotros, queridos Hermanos y Hermanas, acogéis entrando en el camino de la profesión religiosa, llega a las raíces mismas de la humanidad, las raíces del destino del hombre en el mundo temporal. El evangélico "estado de perfección" no os separa de estas raíces. Al contrario, os permite aferraros más fuertemente a aquello por lo que el hombre es hombre, enriqueciendo esta humanidad, agravada de diversos modos por el pecado, con el fermento divino-humano del misterio de la Redención.

"Tendrás un tesoro en el cielo"
5. La vocación trae consigo la respuesta a la pregunta: ¿para qué ser hombre y cómo serlo? Esta respuesta da una nueva dimensión a toda la vida y establece su sentido definitivo. Tal sentido emerge en el horizonte de la paradoja evangélica sobre la vida que se pierde queriendo salvarla, y que, por el contrario, se salva perdiéndola "por Cristo y el Evangelio", como leemos en Marcos(11).
A la luz de estas palabras adquiere plena evidencia la llamada de Cristo: "ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme"(12). Entre este "ve" y el siguiente "ven y sígueme" se establece una relación estrecha. Puede decirse que estas últimas palabras determinan la esencia misma de la vocación; se trata, en efecto, de seguir las huellas de Cristo ("sequi", de lo que deriva la "sequela Christi"). Los términos "ve... vende... dalo" parecen definir la condición que precede a la vocación. Por otra parte, esta condición no está "fuera" de la vocación, sino que se encuentra "dentro" de la misma. En efecto, el hombre hace el descubrimiento del nuevo sentido de la propia humanidad, no sólo para "seguir" a Cristo, sino en tanto en cuanto lo sigue. Cuando el hombre "vende lo que posee" y "lo da a los pobres", entonces descubre que aquellos bienes y aquellas comodidades que poseía no eran el tesoro junto al cual permanecer; el tesoro está en su corazón, hecho por Cristo capaz de "dar" a los demás, dándose a sí mismo. Rico no es aquél que posee sino aquél que da, aquel que es capaz de dar.

Entonces la paradoja evangélica adquiere una particular expresividad. Se hace un programa del ser. Ser pobre, en el sentido dado por el Maestro de Nazaret a un tal modo de "ser", significa hacerse en la propia humanidad un dispensador de bien. Esto quiere decir igualmente descubrir "el tesoro". Este tesoro es indestructible. Pasa junto con el hombre en la dimensión de la eternidad, pertenece a la escatología divina del hombre. Gracias a este tesoro el hombre tiene su futuro definitivo en Dios. Cristo dice: "tendrás un tesoro en el cielo". Este tesoro no es tanto "un premio" después de la muerte por las obras realizadas según el ejemplo del divino Maestro, cuanto más bien el cumplimiento escatológico de lo que se escondía detrás de estas obras, ya aquí en la tierra, en el "tesoro" interior del corazón. En efecto, el mismo Cristo invitando en el Discurso de la Montaña(13) a acumular tesoros en el cielo añadió: "Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón"(14). Estas palabras indican el carácter escatológico de la vocación cristiana, y más aún el carácter escatológico de la vocación que se realiza en el ámbito de las bodas espirituales con Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos.

6. La estructura de esta vocación, tal como se deduce de las palabras dirigidas al joven en los Evangelios sinópticos(15), se manifiesta a medida que se descubre el tesoro fundamental de la propia humanidad en la perspectiva de aquel "tesoro" que el hombre "tiene en el cielo". En esta perspectiva el tesoro fundamental de la propia humanidad se relaciona con el hecho de "ser, dándose a sí mismo". El punto directo de referencia a una vocación así es la persona viva de Jesucristo. La llamada al camino de perfección toma forma de Él y por El en el Espíritu Santo el cual -a nuevas personas, hombres y mujeres, en diversos momentos de su vida y principalmente en la juventud- "recuerda" todo lo que Cristo "dijo"(16) y en concreto lo que "dijo" al joven que le preguntaba: "Maestro, ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna?" (17). Mediante la respuesta de Cristo, que "mira con amor" a su interlocutor, el intenso fermento del misterio de la Redención penetra en la conciencia, en el corazón y la voluntad de un hombre que busca con seriedad y sinceridad.

De este modo la llamada al camino de los consejos evangélicos tiene siempre su inicio en Dios: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca"(18). La vocación en la que el hombre descubre hasta el fondo la ley evangélica del don, inscrita en la propia humanidad, es ella misma un don. Es un don henchido el contenido más profundo del Evangelio, un don en el que se refleja el perfil divino-humano del misterio de la Redención del mundo. "En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(19).
(BEATO JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Redemptionis Donum, a los Religiosos y Religiosas sobre su consagración a la luz del misterio de la redención, 25 de marzo de 1984, capítulo II, nº 3-6)
(1) Mc. 10, 21.
(2) Mt. 19, 21.
(3) Jn. 3, 16.
(4) 1 Pe. 1, 18.
(5) 1 Cor. 6, 20.
(6) 1 Cor. 6, 19-20.
(7) Mt. 5, 48.
(8) Cfr. Lev. 19, 2; 11, 44.
(9) Ef. 5, 1-2.

(10) Is. 44, 22.
(11) Mc. 8, 35; cfr. Mt. 10, 39; Lc. 9, 24.
(12) Mt. 19, 21.
(13) Cfr. Mt. 6, 19-20.
(14) Mt. 6, 21.
(15) Cfr. Mt. 19, 21; Mc. 10, 21; Lc. 18, 22.
(16) Cfr. Jn. 14, 26.
(17) Mt. 19, 16.
(18) Jn. 15, 16.
(19) 1 Jn. 4, 10.


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Aplicación: Santo Tomás de Aquino El valor de la pobreza

El fin de la religión cristiana consiste principalmente, a nuestro parecer, en apartar a los hombres de las cosas terrenas y hacerlos tender a las espirituales. De ahí que Jesús, autor y término de la fe, al venir a este mundo predicara a sus fieles con el ejemplo y la palabra, el desprecio de las cosas del siglo. Con el ejemplo, pues como dice San Agustín, el Señor Jesús hecho hombre despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos a despreciarlos, y soportó todos los males terrenos que mandaba soportar, para que ni en aquéllos se busque la felicidad, ni en éstos se tema la infelicidad. Nació de una madre que, aunque haya concebido sin conocer varón y permaneciendo siempre virgen, estaba desposada con un obrero, borrando así todo título de nobleza según la carne. Nació en Belén, la más pequeña entre las ciudades de Judá, para que nadie se gloriase de la grandeza de la ciudad terrena. Se hizo pobre aquél cuyas son todas las cosas y por quien todas las cosas fueron hechas, para que nadie se enorgullezca de las riquezas terrenas. No quiso ser proclamado rey por los hombres, para mostrarnos el camino de la humildad. Tuvo hambre el que a todos alimenta; tuvo sed el que creó toda bebida; se cansó de caminar quien se hizo por nosotros camino del cielo; fue crucificado quien puso término a nuestros tormentos; murió quien resucitó a los muertos.

Todo esto lo enseñó también de palabra, puesto que al comenzar su predicación, no prometió reino terreno alguno, sino el reino de los cielos para los que hicieran penitencia.
Fundó la felicidad primera de sus discípulos en la pobreza de espíritu, a la cual señala como el camino de la perfección al responder a la pregunta del joven: Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; ven, después, y sígueme (Mt 19,21) y éste es el camino que siguieron los discípulos, como si nada poseyesen temporalmente, pero poseyéndolo todo espiritualmente por la virtud. Con tener lo necesario para alimentarse y vestirse, ya estaban contentos.

Pero el diablo, el enemigo de la salvación humana, desde tiempos antiguos procura por medio de los hombres carnales, enemigos de la Cruz de Cristo, aficionados a lo terreno, estorbar tan piadosas como saludables aspiraciones.

Dice San Agustín: "Los hombres, las mujeres, toda edad y toda dignidad han sido transformados en vista a la vida eterna. Unos, desechando los bienes temporales, vuelan a los divinos. Otros aprueban las virtudes de quienes así proceden y alaban lo que no se atreven a imitar. Pero existen aún unos pocos murmuradores, atormentados por una envidia tonta, son los que buscan en la Iglesia sus propios intereses aunque en apariencia sean católicos; o buscan su gloria valiéndose del nombre de Cristo siendo en realidad herejes". Y bien, herejes de esta clase surgieron muchos desde antiguo y en diversos lugares, sobresaliendo con igual extravagancia Joviniano en Roma y Vigilancio en la Galia, lugares que se habían visto anteriormente libres del monstruo del error. Con manifiesta perfidia pretendía el primero equiparar el matrimonio a la virginidad, y el segundo las riquezas a la pobreza, desautorizando, en cuanto estuviese en sus manos, los consejos del Evangelio y de los Apóstoles. En efecto, si las riquezas se han de equiparar a la pobreza y el matrimonio a la virginidad, Nuestro Señor hubiese aconsejado en vano practicar la pobreza y su Apóstol guardar la castidad.

El insigne doctor San Jerónimo refutó eficazmente a ambos. Pero, como se lee en el Apocalipsis, una de las cabezas de la bestia que parecía muerta, se ha curado de su herida mortal, porque surgen en la Galia nuevos Vigilancios que de mil maneras y con toda astucia alejan a los hombres de la observancia de los consejos. He aquí sus doctrinas:

1) Ninguno debe obligarse por el ingreso a la vida religiosa, a la observancia de los consejos, sin haberse ejercitado antes en la observancia de los mandamientos.
Y con esto obstruyen el camino de la perfección a los niños, a los pecadores y a los recién convertidos a la fe.

2) Nadie debe seguir el camino de los consejos sin haber requerido el consejo de muchos.
A nadie que piense rectamente puede pasar inadvertido el grave obstáculo que acarrea esto a quienes desean alcanzar la perfección, teniendo en cuenta que los consejos de los hombres carnales, que tan numerosos son, alejan a los hombres de las cosas espirituales con mayor facilidad que para atraerlos.

3) Sus esfuerzos se dirigen sobre todo a impedir que los hombres se obliguen a ingresar a la vida religiosa.
Con lo cual quitan de por medio esa obligación que afianza al alma en su propósito de abrazar el camino de la perfección.

4) Por último procuran de mil maneras y sin ningún escrúpulo, rebajar la perfección de la pobreza.

Este malvado intento tiene un antecedente en la actitud de Faraón, quien reprendiendo a Moisés y a Aarón que querían sacar de Egipto al pueblo de Dios les dijo: "¿Cómo es que vosotros, Moisés y Aarón, distraéis al pueblo de sus tareas?" Y Orígenes comenta: "Hoy también si Moisés y Aarón, es decir, una voz profética y sacerdotal, indujese a un alma al servicio de Dios, a salir del mundo, a renunciar a todo lo que posee, a consagrarse al estudio de la ley y de la palabra de Dios, al punto oiréis decir a los amigos de Faraón, que piensan como él: Ved cómo seducen a los hombres y pervierten a los adolescentes... Estas eran entonces las palabras de Faraón; éstas repiten hoy sus amigos". Estos son los consejos, con los que no pretenden otra cosa que interrumpir la marcha de los que tienden a la perfección.

Decía Salomón que no hay consejo que valga contra Dios. Confiados, pues, en su auxilio, con armas espirituales confirmadas con el poder de Dios, procuremos rebatir estas opiniones y su arrogante presunción de levantarse contra la ciencia de Dios.
Por lo tanto, en cada uno de los puntos propuestos, procederemos en el siguiente orden: Primero expondremos las razones en que quieren fundar su doctrina.
Procuraremos después demostrar por qué y cómo cada uno de estos puntos van contra la verdad -que es conforme a la piedad-.

Por último probaremos que las razones invocadas para confirmar sus opiniones son ineficaces y sin sentido.
(SANTO TOMÁS DE AQUINO, Contra Retrahentes, contra la errónea y perjudicial doctrina de aquellos que apartan a los hombres del ingreso a la vida religiosa, Opúsculo 17, año 1270, capítulo I, Prefacio. Este opúsculo puede bajarse completo de la siguiente página web: http://www.mercaba.org/DOCTORES/AQUINO/02.htm)

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Aplicación: San Juan Pablo II (II) Cristo y la respuesta a la pregunta moral

"Se le acercó uno..." (Mt 19, 16)
6. El diálogo de Jesús con el joven rico, relatado por san Mateo en el capítulo 19 de su evangelio, puede constituir un elemento útil para volver a escuchar de modo vivo y penetrante su enseñanza moral: "Se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?". Él le dijo: "¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos". "¿Cuáles?" le dice él. Y Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo". Dícele el joven: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?". Jesús le dijo: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme"" (Mt 19, 16-21) 13.

7. "Se le acercó uno...". En el joven, que el evangelio de Mateo no nombra, podemos reconocer a todo hombre que, conscientemente o no, se acerca a Cristo, redentor del hombre, y le formula la pregunta moral. Para el joven, más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre. Precisamente con esta perspectiva, el concilio Vaticano II ha invitado a perfeccionar la teología moral, de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo 14, única respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón humano.

Para que los hombres puedan realizar este "encuentro" con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella "desea servir solamente para este fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida" 15.

"Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" (Mt 19, 16)
8. Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. Él es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la sombra de la Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús, podemos imaginar que no lo hace porque ignora la respuesta contenida en la Ley. Es más probable que la fascinación por la persona de Jesús haya hecho que surgieran en él nuevos interrogantes en torno al bien moral. Siente la necesidad de confrontarse con aquel que había iniciado su predicación con este nuevo y decisivo anuncio: "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena nueva" (Mc 1, 15).
Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. Él es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es él quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y, revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por esto, "el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes-, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en él con todo su ser, debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo" 16.

Si queremos, pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven rico del evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por él. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena.

"Uno solo es el Bueno" (Mt 19, 17)
g. Jesús dice: "¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19, 17). En las versiones de los evangelistas Marcos y Lucas la pregunta es formulada así: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19).

Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo interpela. El "Maestro bueno" indica a su interlocutor -y a todos nosotros- que la respuesta a la pregunta, "¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?", sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón al único que es Bueno: "Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque él es el Bien. En efecto, interrogarse sobre el bien significa, en último término, dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta del joven es, en realidad, una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: el Único que es digno de ser amado "con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente" (cf. Mt 22, 37).

Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús relaciona la cuestión de la acción moralmente buena con sus raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta.

10. La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser "alabanza de la gloria" de Dios (cf. Ef 1, 12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor. "Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios -escribe san Ambrosio-. Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la gloria de Dios (1 Co 11, 7). Escucha de qué modo eres su gloria. Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa para mí (Sal 138, 6), es decir: tu majestad es más admirable en mi obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras me considero a mí mismo, a quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto, conócete a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti..." 17.

Aquello que es el hombre y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en el cual Dios se revela a sí mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta sobre estas palabras: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20, 2-3). En las "diez palabras" de la Alianza con Israel, y en toda la Ley, Dios se hace conocer y reconocer como el único que es "Bueno"; como aquel que, a pesar del pecado del hombre, continúa siendo el modelo del obrar moral, según su misma llamada: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo" (Lv 19, 2); como Aquel que, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley (cf. Ex 19, 9-24; 20, 18-21) para restablecer la armonía originaria con el Creador y todo lo creado, y aún más, para introducirlo en su amor: "Caminaré en medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo" (Lv 26, 12).

La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental que hace el Deuteronomio: "Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estos preceptos que yo te dicto hoy. Se los repetirás a tus hijos" (Dt 6, 4-7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de Dios, está llamada a reflejar su gloria: "Para quien ama a Dios es suficiente agradar a Aquel que él ama, ya que no debe buscarse ninguna otra recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios de tal manera que Dios mismo es caridad" 18.

11. La afirmación de que "uno solo es el Bueno" nos remite así a la "primera tabla" de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a él porque es infinitamente santo (cf. Ex 20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con él practicando la justicia y amando la piedad (cf. Mi 6, 8).Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque sólo Dios es aquel que es "Bueno". Éste es el testimonio de la sagrada Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta santidad de Dios: "Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos" (Is 6, 3).

Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra cumplir la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a él solo es debida (cf. Mt 4, 10). El "cumplimiento" puede lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación en la bondad divina que se revela y se comunica en Jesús, aquel a quien el joven rico llama con las palabras "Maestro bueno" (Mc 10, 17; Lc 18, 18). Lo que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación "ven, y sígueme" (Mt 19, 21).

"Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19, 17)
12. Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque él es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rm 2, 15), la "ley natural". Ésta "no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación" 19. Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las "diez palabras", o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales él fundó el pueblo de la Alianza (cf. Ex 24) y lo llamó a ser su "propiedad personal entre todos los pueblos", "una nación santa" (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las naciones (cf. Sb 18, 4; Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es promesa y signo de la alianza nueva, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (cf. Jr 31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón (cf. Jr 17, 1). Entonces será dado "un corazón nuevo" porque en él habitará "un espíritu nuevo", el Espíritu de Dios (cf. Ez 36, 24-28) 20.

Por esto, y tras precisar que "uno solo es el Bueno", Jesús responde al joven: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; él mismo los confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en la antigua alianza el objeto de la promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia (cf. Dt 6, 20-25); en la nueva alianza el objeto de la promesa es el "reino de los cielos", tal como lo afirma Jesús al comienzo del "Sermón de la montaña" -discurso que contiene la formulación más amplia y completa de la Ley nueva (cf. Mt 5-7)-, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad del reino se refiere la expresión vida eterna, que es participación en la vida misma de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del encuentro con el joven rico: "Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19, 29).

13. La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando al Maestro sobre los mandamientos que hay que observar: ""¿Cuáles?", le dice él" (Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo". (Mt 19, 18-19).

Por el contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con las perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para "entrar en la vida" sino, más bien, indicar al joven la "centralidad" del Decálogo respecto a cualquier otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa "Yo soy el Señor tu Dios". Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son determinados preceptos que pertenecen a la llamada "segunda tabla" del Decálogo, cuyo compendio (cf. Rm 13, 8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31). En este precepto se expresa precisamente la singular dignidad de la persona humana, la cual es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma" 21.

En efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia católica, "los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana" 22.

Los mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados a tutelar el bien de la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares. El "no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio", son normas morales formuladas en términos de prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama.

Los mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al prójimo y al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio. "La primera libertad -dice san Agustín- consiste en estar exentos de crímenes..., como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta..." 23.

14. Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al prójimo o separarlo del amor a Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor de la ley, el cual hace una pregunta muy parecida a la del joven. Jesús le remite a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo (cf. Lc 10, 25-27) y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna: "Haz eso y vivirás" (Lc 10, 28). Es, pues, significativo que sea precisamente el segundo de estos mandamientos el que suscite la curiosidad y la pregunta del doctor de la ley: "¿Quién es mi prójimo?" (Lc 10, 29). El Maestro responde con la parábola del buen samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10, 30-37).

Los dos mandamientos, de los cuales "penden toda la Ley y los profetas" (Mt 22, 40), están profundamente unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la cruz que redime (cf. Jn 3, 14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad (cf. Jn 13, 1).

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se concreta en la observancia de los mandamientos, no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor: "Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (Jn 4, 20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el "discurso" sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46).

15. En el "Sermón de la montaña", que constituye la carta magna de la moral evangélica 24, Jesús dice: "No penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento" (Mt 5, 17). Cristo es la clave de las Escrituras: "Vosotros investigáis las Escrituras, ellas son las que dan testimonio de mí" (cf. Jn 5, 39); él es el centro de la economía de la salvación, la recapitulación del Antiguo y del Nuevo Testamento, de las promesas de la Ley y de su cumplimiento en el Evangelio; él es el vínculo viviente y eterno entre la antigua y la nueva alianza. Por su parte, san Ambrosio, comentando el texto de Pablo en que dice: "el fin de la ley es Cristo" (Rm 10, 4), afirma que es "fin no en cuanto defecto, sino en cuanto plenitud de la ley; la cual se cumple en Cristo (plenitudo legis in Christo est), porque él no vino a abolir la ley, sino a darle cumplimiento. Al igual que, aunque existe un Antiguo Testamento, toda verdad está contenida en el Nuevo, así ocurre con la ley: la que fue dada por medio de Moisés es figura de la verdadera ley. Por tanto, la mosaica es imagen de la verdad" 25.

Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios -en particular, el mandamiento del amor al prójimo-, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3, 14). Así, el mandamiento "No matarás", se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo: "Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal... Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón" (Mt 5, 21-22. 27-28). Jesús mismo es el "cumplimiento" vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con el don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35). "Si quieres ser perfecto" (Mt 19, 21)

16. La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?" (Mt 19, 20). No es fácil decir con la conciencia tranquila "todo eso lo he guardado", si se comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo, aunque el joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya puesto en práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la persona de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo. Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa conciencia de que aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos, el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme" (Mt 19, 21).

Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo el mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermón de la montaña, de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la primera de las cuales es precisamente la de los pobres, los "pobres de espíritu", como precisa san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este sentido, se puede decir que también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el amplio espacio que se abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del joven: "¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?". En efecto, cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete precisamente aquel bien que abre al hombre a la vida eterna; más aún, que es la misma vida eterna.

Las bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón de la montaña comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Éstas son, ante todo, promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él 26.

17. No sabemos hasta qué punto el joven del evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la primera respuesta dada por Jesús: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos"; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura ("si quieres") y el don divino de la gracia ("ven, y sígueme").

La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una propuesta: "Si quieres...". La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. "Hermanos, habéis sido llamados a la libertad" (Ga 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: "No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros" (ib.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la "liberación" del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del amor: "Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley.

En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Rm 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: "¿Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque "siento en mis miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón"... Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de la misericordia del liberador?... Mas, como nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos" 27.

18. Quien "vive según la carne" siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y "vive según el Espíritu" (Ga 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia necesidad, y no ya una constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su plenitud. Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena "libertad de los hijos de Dios" (cf. Rm 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser "hijos en el Hijo".

Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La invitación: "anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres", junto con la promesa: "tendrás un tesoro en los cielos", se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación: "ven y sígueme", es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: "Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa aún más el sentido de esta perfección: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6, 36).

"Ven, y sígueme" (Mt 19, 21)
19. El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la sequela Christi, en el seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismos. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de Jesús con el joven: "luego ven, y sígueme" (Mt 19, 21). Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf. Hch 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44).

No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, "imagen de Dios invisible" (Col 1, 15), significa imitar al Padre.
20.

Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios: "Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12). Este "como" exige la imitación de Jesús, la imitación de su amor, cuyo signo es el lavatorio de los pies: "Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Éste es el amor que Jesús pide que imiten cuantos le siguen. Es el mandamiento "nuevo": "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 34-35).

Este como indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho: "Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida en la cruz, como testimonio de un amor "hasta el extremo" (Jn 13, 1): "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13).

Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el mandamiento del amor, en su mandamiento: que se inserte en el movimiento de su entrega total, que imite y reviva el mismo amor del Maestro bueno, de aquel que ha amado hasta el extremo. Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24).

21. Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros.

Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1 Co 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo "reviste" de Cristo (cf. Ga 3, 27): "Felicitémonos y demos gracias -dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados-: hemos llegado a ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo (...). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!" 28. El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva (cf. Rm 6, 3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (cf. Ga 5, 16-25). La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza (cf. 1 Co 11, 23-2g), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de "vida eterna" (cf. Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús -según el testimonio dado por Pablo- manda hacer memoria en la celebración y en la vida: "Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Co 11, 26).

"Para Dios todo es posible" (Mt 1g, 26)
22. La conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico es amarga: "Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes" (Mt 1g, 22). No sólo el hombre rico, sino también los mismos discípulos se asustan de la llamada de Jesús al seguimiento, cuyas exigencias superan las aspiraciones y las fuerzas humanas: "Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: "Entonces, ¿quién se podrá salvar?"" (Mt 1g, 25). Pero el Maestro pone ante los ojos el poder de Dios: "Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible" (Mt 1g, 26).

En el mismo capítulo del evangelio de Mateo (1g, 3-10), Jesús, interpretando la ley mosaica sobre el matrimonio, rechaza el derecho al repudio, apelando a un principio más originario y autorizado respecto a la ley de Moisés: el designio primordial de Dios sobre el hombre, un designio al que el hombre se ha incapacitado después del pecado: "Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así" (Mt 1g, 8). La apelación al principio asusta a los discípulos, que comentan con estas palabras: "Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse" (Mt 1g, 10). Y Jesús, refiriéndose específicamente al carisma del celibato "por el reino de los cielos" (Mt 1g, 12), pero enunciando ahora una ley general, remite a la nueva y sorprendente posibilidad abierta al hombre por la gracia de Dios: "Él les dijo: "No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido"" (Mt 1g, 11).

Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15, g). El don de Cristo es su Espíritu, cuyo primer "fruto" (cf. Ga 5, 22) es la caridad: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5). San Agustín se pregunta: "¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?". Y responde: "Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos" 29.

23. "La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8, 2). Con estas palabras el apóstol Pablo nos introduce a considerar en la perspectiva de la historia de la salvación que se cumple en Cristo la relación entre la ley (antigua) y la gracia (ley nueva). Él reconoce la función pedagógica de la ley, la cual, al permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la "vida en el Espíritu". Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos justificados (cf. Rm 3, 28): la justicia que la ley exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo san Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: "Por esto, la ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la ley" 30.

El amor y la vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios, que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: "Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1, 17). Por esto, la promesa de la vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos recibido es ya "prenda de nuestra herencia" (Ef 1, 14).

24. De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento del amor y de la perfección a la que está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al hombre exclusivamente por la gracia, por el don de Dios, por su amor. Por otra parte, precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer en Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta responsable de un amor pleno hacia Dios y entre los hermanos, como recuerda con insistencia el apóstol san Juan en su primera carta: "Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor... Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros... Nosotros amemos, porque él nos amó primero" (1 Jn 4, 7-8. 11. 19).

Esta relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea, ha sido expresada en términos sencillos y profundos por san Agustín, que oraba de esta manera: "Da quod iubes et iube quod vis" (Da lo que mandas y manda lo que quieras) 31.

El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: "Éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó" (1 Jn 3, 23). Se puede permanecer en el amor sólo bajo la condición de que se observen los mandamientos, como afirma Jesús: "Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor" (Jn 15, 10).

Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de Occidente -en particular san Agustín 32-, santo Tomás afirma que la Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo 33. Los preceptos externos, de los que también habla el evangelio, preparan para esta gracia o difunden sus efectos en la vida. En efecto, la Ley nueva no se contenta con decir lo que se debe hacer, sino que otorga también la fuerza para "obrar la verdad" (cf. Jn 3, 21). Al mismo tiempo, san Juan Crisóstomo observa que la Ley nueva fue promulgada precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo el día de Pentecostés y que los Apóstoles "no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones..., convertidos, mediante su gracia, en una ley viva, en un libro animado" 34.

"He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20)
25. El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también hoy. La pregunta: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva. El Maestro que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto el Señor prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les "recordaría" y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rm 8, 1-13).

Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas en la nueva y eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad: "Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (Lc 10, 16). Con la luz y la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles cumplieron la misión de predicar el Evangelio y señalar el "camino" del Señor (cf. Hch 18, 25), enseñando ante todo el seguimiento y la imitación de Cristo: "Para mí la vida es Cristo" (Flp 1, 21).

26. En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge en sus cartas, que contienen la interpretación -bajo la guía del Espíritu Santo- de los preceptos del Señor que hay que vivir en las diversas circunstancias culturales (cf. Rm 12, 15; 1 Co 11-14; Ga 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 P y St ). Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos 35, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos 36. Los primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley nueva37. En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es "la fe que actúa por la caridad" (Ga 5, 6).

Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13). Los Apóstoles rechazaron con decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las acciones que lo expresan y demuestran (cf. 1 Jn 2, 3-6). Y desde los tiempos apostólicos, los pastores de la Iglesia han denunciado con claridad los modos de actuar de aquellos que eran instigadores de divisiones con sus enseñanzas o sus comportamientos 38.

27. Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la Tradición viva, mediante la cual -como afirma el concilio Vaticano II- "la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo" 39. En el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la Escritura como testimonio de las maravillas que Dios ha hecho en la historia (cf. Lc 1, 49), confiesa la verdad del Verbo hecho carne con los labios de los Padres y de los doctores, practica sus preceptos y la caridad en la vida de los santos y de las santas, y en el sacrificio de los mártires, celebra su esperanza en la liturgia. Mediante la Tradición los cristianos reciben "la voz viva del Evangelio" 40, como expresión fiel de la sabiduría y de la voluntad divina.

Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias. Esta actualización de los mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación y de una comprensión de las nuevas situaciones históricas y culturales bajo la luz de la fe. Sin embargo, aquélla no puede más que confirmar la validez permanente de la revelación e insertarse en la estela de la interpretación que de ella da la gran tradición de enseñanzas y vida de la Iglesia, de lo cual son testigos la doctrina de los Padres, la vida de los santos, la liturgia de la Iglesia y la enseñanza del Magisterio.

Además, como afirma de modo particular el Concilio, "el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo" 41. De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como "columna y fundamento de la verdad" (1 Tm 3, 15), también de la verdad sobre el obrar moral. En efecto, "compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas" 42. Quién vive esa tradición de la Iglesia, siente más urgente el deber de ofrecer el propio discernimiento y enseñanza, para ayudar al hombre en su camino hacia la verdadera libertad.
(BEATO JUAN PABLO II, Carta Encíclica Veritatis Splendor, sobre alguna cuestiones fundamentales de la Enseñanza Moral de la Iglesia, 6 de agosto de 1993, capítulo I, nº 6-27)


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Aplicación: Mons. Fulton Sheen - Expiar, reparar y compensar el exceso de egoísmo

Del mismo modo que el sexo es un instinto dado por Dios para la perpetuación del linaje humano, así el deseo de adquirir bienes como prolongación del propio yo es un derecho natural sancionado por la ley natural. Una persona es libre interiormente porque puede decir que su alma le pertenece; es libre externamente porque puede decir que lo que posee le pertenece. La libertad interna se basa en el hecho de que "yo soy"; la libertad externa se basa en el hecho de que "yo tengo". Pero de la misma manera que los excesos de la carne producen la lujuria, ya que la lujuria es el sexo desordenado, puede haber también un desorden en el deseo de propiedad, hasta convertirse en codicia, avaricia y agresión capitalista.

Con el propósito de expiar, reparar y compensar el exceso de avaricia y egoísmo, nuestro Señor dio ahora una segunda lección de interés a sus discípulos. La ocasión de la primera lección la facilitó una pregunta que los fariseos hicieron acerca del matrimonio; la ocasión de la segunda lección la ofreció una pregunta formulada por lo revela el hecho de que corrió tras Él y cayó a sus pies. No podía haber duda de la rectitud de aquel joven; la pregunta que hizo fue la siguiente:
Maestro bueno, ¿qué cosa buena debo hacer para tener vida eterna ? Mt 19, 16

A diferencia de Nicodemo, no vino de noche, sino que abiertamente proclamó la bondad del Maestro. El joven creía no estar muy lejos de alcanzar la vida eterna, y que lo único que le faltaba era un poco más de instrucción y doctrina. El Señor aludió en su respuesta al hecho de que las personas sabían bastante, pero no siempre era bastante lo que hacían. Y para que el joven no se quedara con alguna idea incompleta acerca de la bondad, le preguntó:
¿Por qué me llamas bueno? Ninguno es bueno, sino uno solo: Dios Mc 10, 18

Nuestro Señor no estaba poniendo reparos a que se le llamara bueno, sino a que se le considerara meramente un buen maestro. El joven se había dirigido a Él como a un gran maestro, pero todavía considerándole simplemente como un hombre; había admitido la bondad, pero todavía al nivel de la bondad humana. Si Él hubiera sido simplemente un hombre, el título de la bondad esencial no le habría correspondido. En su respuesta se escondía una afirmación de su divinidad; sólo Dios es bueno. Estaba, por tanto, invitando al joven a que proclamara en voz alta: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo".

El joven admitió que había guardado los mandamientos desde su infancia. Entonces nuestro Señor fijó en él su mirada y concibió un tierno afecto hacia aquel joven.
Cuando éste preguntó: ¿ Qué más me falta ? Mt 19, 20
Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo ; y ven, sígueme. Mt 19, 21

En estas palabras no se condenaba en modo alguno la riqueza, como tampoco se había condenado anteriormente el matrimonio; pero existía una perfección superior a la meramente humana. Del mismo modo que un hombre podía dejar a su esposa, podía también dejar su propiedad. La cruz exigiría que las almas cedieran lo que más habían amado en vida y se contentaran con el tesoro que hallarían en manos de Dios. Puede que alguien pregunte por qué pedía el Señor semejante sacrificio. El Salvador permitió a Zaqueo, el recaudador de impuestos, que conservara la mitad de sus bienes; a José de Arimatea, después de la crucifixión, se le designa como un hombre rico; los bienes de Ananías eran de su propiedad; nuestro Señor comió en la casa de sus amigos ricos de Betania. Pero ahora se trataba de un joven que estaba preguntando qué faltaba todavía en el camino de la perfección. Al proponerle el Señor el camino ordinario de la salvación, es decir, el de guardar los mandamientos, el joven no se dio por satisfecho. Buscaba algo que fuese más perfecto; pero cuando se le propuso el camino perfecto, es decir, la renunciación, el joven se fue triste, porque tenía grandes posesiones. Mt 19, 22

En el amor a Dios existen grados; un grado común y otro heroico. El común consistía en guardar los mandamientos; el heroico era la renunciación, tomar la cruz de la pobreza voluntaria. El deseo de perfección que animaba al joven se desvaneció; conservó sus bienes, pero perdió al que le habría dado la cruz; y aunque el joven conservó sus posesiones, alejóse en actitud triste.

Cuando el joven se hubo marchado, dijo nuestro Señor a los apóstoles: ¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!... Mas fácil le es a un camello entrar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. Mc 10, 23-25

Nuestro Señor se volvió entonces a sus seguidores, a los que había llamado al camino de la perfección, y utilizó este incidente para hablarles de las virtudes de la pobreza. Así como anteriormente se habían estado preguntando los discípulos si era conveniente que alguien se casara, ahora se estaban preguntando si habría alguien que pudiera salvarse. Los discípulos estaban "atónitos", y por ello preguntaron:
¿Quién, entonces, podrá salvarse? Mc 10, 26

Uno se pregunta cuáles debían ser entonces las ideas que cruzaban por la mente de uno de los discípulos, el cual incluso en aquellos momentos estaba ya sisando de la bolsa en que se guardaba el dinero destinado a los pobres. Los discípulos eran aquellos que, por lo menos de una manera implícita, habían asociado las riquezas con las bendiciones del cielo, de la misma manera que en la historia moderna no faltan quienes consideran la prosperidad económica de una nación como indicio de que goza del favor del cielo. Los ricos prosperan, se dice, porque Dios les ha concedido su bendición, y los pobres se hunden porque Dios no los favorece.

Ahora, al decir que la riqueza constituía un obstáculo para entrar en el reino de Dios, aparecía en otra forma el "escándalo de la cruz". Los apóstoles sabían que habían abandonado sus barcas de pesca y sus redes, pero aún no se sentían bastante liberados de la avaricia para que pudieran ser salvos. Este aguijón que sentían en su conciencia era lo que los impulsaba a preguntarse quién se salvaría, de la misma manera que cada uno de ellos preguntaría en la noche de la última cena: "¿ Acaso soy yo ?", refiriéndose a quién traicionaría a Jesús. Cuando los ojos del Maestro se posaban en ellos, ellos se hacían preguntas en relación con el estado de sus almas. Pero el divino Maestro no les decía que se juzgaban a sí mismos con demasiado rigor. En respuesta a su pregunta acerca de la salvación,

Fijando Jesús con ellos la vista, les dijo:
Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todas las cosas son hacederas. Mt 19, 26

Por el hecho de que un camello no pueda pasar por el ojo de una aguja, habría sido demasiada severidad afirmar que la misma posibilidad existía en el camino de la salvación humana, puesto que siempre existe la posibilidad divina.

Entonces, actuando Pedro nuevamente como portavoz de los apóstoles, pidió al Maestro que les aclarara un poco más este problema económico de entregar la propiedad de uno. Había oído hablar a nuestro Señor de lo grande que era el galardón reservado a los que le seguían. Sabiendo que habían dejado su negocio de la pesca con objeto de seguirle, Pedro le hizo esta pregunta:
He aquí que nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido, ¿ qué, pues, tendremos nosotros ? Mt 19, 27

Evidentemente, los apóstoles no habían dejado tanto como lo que podía haber dejado aquel joven rico; pero lo que importa no es la cantidad, sino el hecho de que se abandone cuanto se posee. La caridad no ha de medirse por la cantidad que uno entrega, sino por aquello a que uno renuncia. En ambos casos, todos habrían renunciado a cuanto poseían. Los que escogen a Cristo deben escogerle por Él mismo, no pensando en ninguna recompensa. Cuando se hubieron comprometido completamente a seguirle fue cuando Él les habló de compensación. Les había recomendado la cruz; ahora les hablaría de la gloria que sería consecuencia inevitable de ella.

En verdad os digo que vosotros que me habéis seguido, cuando en la regeneración el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, vosotros también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Mt 19, 28

Los invitó a que esperaran una gran regeneración, un nuevo orden divino de cosas. El Hijo del hombre, que tendría la cruz en la tierra, poseería la gloria en el cielo.
En cuanto a ellos, serían las piedras fundamentales de este nuevo orden. Israel había sido fundado en los doce hijos de Jacob; así también este nuevo orden sería fundado a base de aquellos doce apóstoles que todo lo habían dejado para seguirle. En este nuevo reino se les daría una gloria particular como patriarcas de dicho nuevo orden. Juan, que se hallaba presente en aquellos momentos, escribiría más adelante:
Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y en ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Ap 21, 14

Desarrollando más la idea de la recompensa que había de darse a los que abandonaran sus bienes, Jesús añadió:
En verdad os digo que ninguno hay que haya dejado casa o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi causa y el evangelio, que no reciba cien veces tanto ahora en este tiempo, casas y hermanos, y hermanas, y madre e hijos, y tierras con persecuciones; y en el siglo venidero vida terna. Mc 10, 29-31

En la lista de los galardones se incluyen las persecuciones, no como si.se tratara de una pérdida, sino de una ganancia. La céntuple recompensa no vendría tanto a pesar de la persecución como debido a ella. Si eran fieles hasta la muerte, recibirían la corona de la vida; ya que las tribulaciones de este mundo no podían compararse con los goces venideros. Así, el Maestro marcaba como con fuego el Calvario en la carne y en las posesiones de ellos, diciéndoles que abandonaran las cosas que los demás querían retener. A Pedro, que había preguntado qué se le daría a cambio de haber dejado su barca de pescador, se le acababa de decir que sería el timonel en la nave de la Iglesia. Pero aquel día en que nuestro Señor habló de bendiciones y puso a las persecuciones en medio de éstas, Pedro recibió una lección que no olvidaría jamás. Más adelante, entre gozos y tribulaciones, escribiría:
Si sois vituperados por el nombre de Cristo, bienaventurados sois, porque el espíritu de gloria y de Diosdescansa sobre vosotros. I Pe 4, 14
(MONS. FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Herder, Barcelona, 1996, pp. 157-161)


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Aplicación: R. P. Raniero Cantalamessa OFMCap ¡Qué difícil es que un rico entre en el reino de los cielo.

Una observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos al leer lo que el Evangelio de este domingo dice de la riqueza. Jesús jamás condena la riqueza ni los bienes terrenos por sí mismos. Entre sus amigos está también José de Arimatea, "hombre rico"; Zaqueo es declarado "salvado", aunque retenga para sí la mitad de sus bienes, que, visto el oficio de recaudador de impuestos que desempeñaba, debían ser considerables. Lo que condena es el apegamiento exagerado al dinero y a los bienes, hacer depender de ellos la propia vida y acumular tesoros sólo para uno (Lc 12, 13-21).

La Palabra de Dios llama al apegamiento excesivo al dinero "idolatría" (Col 3, 5; Ef 5, 5). El dinero no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia. Literalmente "dios de fundición" (Ex 34, 17). Es el anti-dios porque crea una especie de mundo alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se realiza una siniestra inversión de todos los valores. "Nada es imposible para Dios", dice la Escritura, y también: "Todo es posible para quien cree". Pero el mundo dice: "Todo es posible para quien tiene dinero".

La avaricia, además de la idolatría, es asimismo fuente de infelicidad. El avaro es un hombre infeliz. Desconfiado de todos, se aísla. No tiene afectos, ni siquiera entre los de su misma carne, a quienes ve siempre como aprovechados y quienes, a su vez, alimentan con frecuencia respecto a él un solo deseo de verdad: que muera pronto para heredar sus riquezas. Tenso hasta el espasmo para ahorrar, se niega todo en la vida y así no disfruta ni de este mundo ni de Dios, pues sus renuncias no se hacen por Él. En vez de obtener seguridad y tranquilidad, es un eterno rehén de su dinero.

Pero Jesús no deja a nadie sin esperanza de salvación, tampoco al rico. Cuando los discípulos, después de lo dicho sobre el camello y el ojo de la aguja, preocupados le preguntaron a Jesús: "Entonces ¿quién podrá salvarse?", Él respondió: "Para los hombres, imposible; pero no para Dios". Dios puede salvar también al rico. La cuestión no es "si el rico se salva" (esto no ha estado jamás en discusión en la tradición cristiana), sino "qué rico se salva".

Jesús señala a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: "Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan" (Mt 6, 20); "Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas" (Lc 16, 9).

¡Se diría que Jesús aconseja a los ricos transferir su capital al exterior! Pero no a Suiza, ¡al cielo! Muchos -dice Agustín- se afanan en meter su propio dinero bajo tierra, privándose hasta del placer de verlo, a veces durante toda la vida, con tal de saberlo seguro. ¿Por qué no ponerlo nada menos que en el cielo, donde estaría mucho más seguro y donde se volverá a encontrar, un día, para siempre? ¿Cómo hacerlo? Es sencillo, prosigue San Agustín: Dios te ofrece, en los pobres, a los porteadores. Ellos van allí donde tú esperas ir un día. La necesidad de Dios está aquí, en el pobre, y te lo devolverá cuando vayas allí.

Pero está claro que la limosna de calderilla y la beneficencia ya no es hoy el único modo de emplear la riqueza para el bien común, ni probablemente el más recomendable. Existe también el de pagar honestamente los impuestos, crear nuevos puestos de trabajo, dar un salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, poner en marcha empresas locales en los países en vías de desarrollo. En resumen, poner a rendir el dinero, hacerlo fluir. Ser canales que hacen circular el agua, no lagos artificiales que la retienen sólo para sí.
(R. P. Raniero Cantalamessa OFMCap, domingo 28 b)


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Aplicación: R. R. Jesús Álvarez SSP - ¿Felices los ricos?


El joven rico estaba dispuesto cumplir la ley, las prácticas religiosas y tal vez a dar alguna parte de sus riquezas para ganar el cielo o para acallar su conciencia. Pero Jesús se las pide todas a cambio de la riqueza suprema: la vida eterna que pretende asegurar. Mas él se queda triste con sus riquezas, renunciando a la alegría en este mundo y a la felicidad plena en la eternidad, a donde no se llevará ni un centavo de sus grandes riquezas.

A tantos adinerados de todos los tiempos les sucede lo mismo: están dispuestos a hacer algunas obras, dar unas limosnitas, etc., pero pocos decididos a emplear en el bien sus riquezas y a cargar con amor la cruz inevitable que lleva a la suprema riqueza: el reino de Dios, la resurrección y la vida eterna.

Jesús afirma que es muy difícil que se salven quienes ponen su confianza en el dinero, ricos o pobres, cuando dejan que este ídolo suplante en su corazón y en su vida a Dios y al prójimo necesitado de ayuda.

Viene de nuevo a la mente la definición que del rico verdadero y santo nos ofrece la beata Teresa de Calcuta: “Rico no es quien más tiene, sino el que menos necesita”, y se puede añadir: “y que da el resto a los pobres”. El auténtico rico es el que da de lo que tiene y de lo que es, “hasta que duela”. No solo bienes económicos, sino también personales: tiempo, inteligencia, corazón, profesionalidad, testimonio, fe, oración…

El dinero y los bienes materiales no son una maldición, sino bendiciones de Dios para compartir. Sin embargo, el hombre sí puede convertirlos en maldición por el egoísmo, pero también en un cúmulo de bendiciones por el amor. El beato Santiago Alberione comentaba: “Dicen que el dinero es el excremento del diablo..., ¡pero qué bien abona las obras de Dios!

Dios concede el don de la solidaridad y el desprendimiento también a los ricos que se lo piden. Dios escucha al rico que con las riquezas materiales compra la riqueza eterna, que no puede ser roída por la polilla ni arrebatada por los ladrones. Y Él mismo inscribe sus nombres en el Libro de la Vida.

Cuántos reyes, poderosos y ricos, usando sus bienes y su persona como Dios quiere, han llegado a una gran santidad. Pensemos en Moisés, en José, virrey de Egipto; en san Mateo, Zaqueo, Nicodemo, san Esteban de Hungría..., a los que han imitado innumerables reyes, poderosos, empresarios a través de la historia. ¡Felices los que son ricos así, pues con sus riquezas compran el reino de Dios en la tierra y en el cielo, para ellos y para muchos!

 

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Ejemplos Predicables

Riquezas ¿para qué me sirven?

San Francisco

Música de la reconciliación


Riquezas ¿para qué me sirven?
Cuenta San Agustín una historia muy singular:
"Una vez había un rico que estaba a punto de morir y mandó a que le pusieran sobre el lecho de la agonía todas sus riquezas. Allí le trajeron el oro, la plata y un montón de piedras preciosas, y él les decía:
- "Riquezas mías, me han dicho que servís para todo, pues ¿por qué no me das la salud que me falta? ¿por qué no me cerras las puertas de la tumba que me espera?"
Y viendo cuán de poco le servían en aquella hora aquellas riquezas que con tanto trabajo había amontonado, desesperado por tener que dejarlas, hundiendo los brazos hasta el codo en aquel inútil montón de hojarasca, ¡así se murió!".
¡Cuántos ricos, mis hermanos, morirán así! Por no haberse persuadido a tiempo de que aquellas riquezas se la había dado Dios sólo para una cosa: para poder comprar con ellas, empapándolas en caridad, el Reino de los Cielos.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 629)

 

San Francisco

Les voy a contar ahora de un santo que quiso seguir a Jesús. Al escuchar el Evangelio de hoy pensaba que no debería tener riquezas. Repartió todo lo que tenía y no sólo su propia plata sino también la de su padre que era un rico mercadero y negociante. Esto no le gustó a su padre que lo acusó delante del obispo de Asís, exigiendo que se la devuelva. Toda la gente se reunió en la plaza de armas para escuchar el fallo que iba a dar el obispo. Pero antes de que pudiese decir algo, Francisco comenzó a quitarse la ropa que llevaba puesta y se la devolvió a su padre. No quiso tener nada que el impidiese seguir a Jesús. Ya que se quedó desnudo el obispo tenía que cubrirlo con su manto. Francisco desde entonces se vistió sólo de un costal y cuentan que era el hombre más feliz del mundo siempre cantando y alegre porque estaba siguiendo a Jesús.



Música de la reconciliación

El Cardenal Luciani, patriarca de Venecia, luego Juan Pablo I, en una de sus populares cartas cristianas, publicadas en la revista popular y cristiana, el Messagero di San Antonio escribe a Casella, músico y valioso compositor, amigo de Dante Allegheri. A lo largo de esta carta que titula "La música de la reconciliación" dice: ... "Música de la buena es el reconciliarse con Dios y abandonar el camino torcido, ancho y espacioso, que conduce a la perdición. Por este camino galopan todas las pasiones humanas a la grupa de aquellos caballos del Apocalipsis, que tienen su nombre: ansia y avidez extrema, insaciable de placeres, de riquezas y de honores. El que va por ahí no puede sentirse bien.

El gran Tolstoi habla de un caballo que, en una cuesta abajo, se planta y se rebela, diciendo: " ¡Ya estoy harto de tirar del coche y obedecer al cochero; no doy un paso más! " Es muy dueño de hacer, pero lo va a pagar caro. Desde ese instante todos están contra él: el cochero, que lo fustiga; el coche, que se le viene encima; los pasajeros, que, dentro del coche, protestan y le insultan.

Así son las cosas. Cuando tomamos el camino torcido y enfilamos contra Dios, subvertimos el orden, rompemos el pacto de alianza con el Señor, renunciamos a su amor y nos enfadamos con nos otros mismos, defraudados de lo que hemos tramado y roídos por los remordimientos.

Mi querido Casella, es verdad que hay quien dice la música se canta y se toca muy bien incluso los caminos torcidos, desprecia la anécdota de Tólstoi y asegura que él en el pecado se siente más libre que nunca. Me permito llevarle la contraria con estas dos solas palabras: "amo" y "enfermedad".

Sí; quiérase o no, el pecado se convierte en el del pecador. Puede que, en un primer momento, le haga reverencias y caricias, pero el pecador sigue siendo su esclavo y tarde o temprano probará su látigo.

En cuanto a "enfermedad", hay dos clases: oculta y patente. Una herida viva y lacerante hace daño, pero sabemos que existe y tratamos de curarla. Piensa, en cambio, en un tumor escondido: se desarrolla, se propaga; tú no lo sabes y te diviertes y aseguras a tus amigos que estás estupendamente; pero, de pronto, la metástasis, y ya no hay remedio. Es el caso de quien, cargado de pecados, afirma que no los tiene ni los siente. En cambio, tener un montón de pecados, pero sentir su peso, decidir cambiar seriamente de camino, convertirse seriamente, echarse seriamente en brazos de Cristo, ¡qué música tan maravillosa, mi buen Casella!
(Albino Luciani, Ilustrísimos Señores, B.A.C., Madrid, 1978, Pág. 199-200)


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