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Domingo 19 del Tiempo Ordinario C - 'con las lámparas encendidas' - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

 

Recursos adicionales para la prepración

 

 

A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Vigilancia y fidelidad

Comentario Teológico: Xavier Léon Dufour - Velar

Santos Padres: San Agustín - Paralelo entre Lc.12,35-36 y Sal.33,13-15

Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - La esperanza cristiana

Aplicación: Benedicto XVI - El creyente permanece despierto y vigilante

Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. “Estad preparados” (Lc.12,32-48)

Directorio Homilético - Decimonoveno domingo del Tiempo Ordinario

Ejemplos

 

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo

Exégesis: Alois Stöger - Vigilancia y fidelidad

32 No temas, pequeño rebaño: que vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.

El grupo de los discípulos es un pequeño rebaño. El pueblo de Dios de los últimos tiempos se compara con un rebaño. A pesar de su pequeño número, de su insignificancia, de su impotencia y de su pobreza, ha de recibir de Dios el reino, el poder y el señorío sobre todos los reinos. Porque es el pueblo santo del Altísimo (Dan_7:27). Este pequeño rebaño vive en el amor de Dios, que es su Padre. Por el designio de Dios, que tiene su más profunda y única razón en el beneplácito de Dios, este pequeño rebaño está llamado a lo más grande. Jesús dijo que el reino debe ser la única preocupación del discípulo; pero tampoco esta preocupación ha de ser angustiosa. No temas. El amor eterno del Padre asegura el reino a los discípulos. «¿Qué me separará del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús?» (Rom_8:39). La seguridad de la vida está en manos del Padre, en su beneplácito, en su amor: Paz a los hombres, objeto del amor de Dios.

33 Vended vuestros bienes para darlos de limosna. Haceos de bolsas que no se desgastan, de un tesoro inagotable en los cielos, donde no hay ladrón que se acerque ni polilla que corroa. 34 Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.

Ha quedado pendiente la cuestión de cómo han de atesorarse riquezas con vistas a Dios (Lc.12:21). Vended vuestros bienes y con lo que obtengáis dad limosna, con lo cual acumularéis un tesoro en el cielo. Este tesoro no se pierde. De él no se puede decir: Todo lo que has preparado, ¿para quién va a ser? El arca no será agujereada ni agrietada, el tesoro mismo no disminuye, no está expuesto a ladrones y a fuerzas destructoras. Lo que amenaza los tesoros de la tierra, el dinero, los vestidos preciosos y cosas semejantes, no puede dañar al tesoro del cielo. Lo que hace el hombre con vistas a Dios, no se pierde; una vida que se ha vivido con la mira puesta en Dios se convierte en vida eterna.

El hombre tiene el corazón apegado a aquello por lo que ha aventurado mucho. El que ha vivido con la mira puesta en Dios, tiene el corazón puesto en Dios; el que ha expuesto mucho por el reino de Dios, piensa en el reino de Dios. El que tiene su tesoro y su riqueza en el cielo, está en el cielo con su corazón y con sus anhelos. Para quien mediante limosnas se procura un tesoro en el cielo, el reino de Dios representa el centro de su vida.

d) Vigilancia y fidelidad (Lc/12/35-53)

El discípulo de Jesús tiene la mira puesta en la venida de su Señor. En la época en que Lucas escribía su Evangelio, no esperaban ya los cristianos la próxima venida de Jesús, sino que contaban ya con espacios más largos de tiempo. Entre el tiempo de la acción salvífica de Jesús y su venida gloriosa transcurre el tiempo de la Iglesia. Los cristianos que viven en este tiempo de la Iglesia miran retrospectivamente a la vida de Jesús en la tierra, y prospectivamente a su futura manifestación. Las preocupaciones fundamentales del tiempo final del cristiano que aguarda la pronta venida de Cristo, no deben faltar tampoco al cristiano que vive en el tiempo de la Iglesia, puesto que nadie sabe cuándo vendrá el Señor. Lucas habla de algunas de estas actitudes fundamentales: el cristiano debe ser vigilante (Lc.12:35-40); en particular, los dirigentes de la Iglesia son exhortados a la fidelidad (Lc.12:41-48). Como el tiempo de la primera venida de Cristo fue un tiempo de decisión, así también el cristiano debe concebir su vida como decisión por la voluntad de Dios (Lc.12:49-53).

35 Tened bien ceñida la cintura y encendidas las lámparas 36 y sed como los que están esperando a que su señor regrese del banquete de bodas, para abrirle inmediatamente cuando vuelva y llame. 37 Dichosos aquellos criados a quienes el señor, al volver, los encuentre velando. Os lo aseguro: él también se ceñirá la cintura, los hará ponerse a la mesa y se acercará a servirlos. 38 Y aun si llega a la segunda o a la tercera vigilia de la noche, y los encuentra así, ¡dichosos aquellos! 39 Entended bien esto: si el dueño de casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, no dejaría perforar su casa. 40 Estad también vosotros preparados, que a la hora en que menos lo penséis vendrá el Hijo del hombre.

Los discípulos deben estar en vela y preparados para la venida de Jesús, cuya hora nadie conoce. Una imagen de tales disposiciones se halla en un criado que aguarda a su señor, que ha de volver de un banquete de bodas a alguna hora de la noche. Cuando llame el señor, deberá estar ya el criado a la puerta para abrir, dejar pasar y conducir al señor a su casa. Para esto está allí el criado y lleva la túnica recogida; como cuando se está de camino, se trabaja o se combate, tiene ceñida la cintura y sostiene en la mano una lámpara encendida. Si no llevase la túnica recogida no podría ir prontamente a la puerta, y si tuviera que ir primero a buscar la lámpara y encenderla, pondría de mal humor a su señor. Esto, aplicado al discípulo, significa que a cada momento debe estar equipado moralmente de tal forma que pueda inmediatamente acudir a la llamada del Señor cuando venga a juzgar, que debe ser claro y luminoso como el sol y sin tropiezo moral, cargado de frutos de justicia por Jesucristo para gloria y alabanza de Dios (Flp_1:10 s).

El discípulo que está pronto es felicitado, es llamado dichoso por Jesús. Entre dos bienaventuranzas se expresan los bienes que aguardan al siervo que está siempre en vela, incansable y fiel. El Señor le servirá a la mesa (Lc.22:27). Cambio completo de la situación: el siervo es señor, y el Señor es siervo. Dios hace participar de su gloria a los que velan. La gloria del reino de Dios se compara con frecuencia con un banquete de bodas, que Dios prepara para los que acoge en su reino. Dios honra a los invitados sirviéndolos y les da participación en su gloria.

Una tercera pareja de sentencias exhorta a estar prontos constantemente. El ladrón cava un corredor debajo de las paredes de la casa que se levanta sobre la tierra sin cimientos. Si el dueño de la casa supiera cuándo va a venir el ladrón, impediría la perforación. Si el discípulo de Cristo supiera exactamente cuándo va a venir el Señor, se prepararía para salirle al encuentro. Nosotros sabemos con seguridad que el Señor ha de venir, pero no sabemos cuándo. ¿Qué se sigue de esto?

41 Dijo entonces Pedro: Señor, ¿a quién diriges esta parábola a nosotros o a todos? 42 El Señor contestó: Quién es, pues, el administrador fiel y sensato, a quien el Señor pondría al frente de sus criados, para darles la ración de trigo a su debido tiempo? 43 Dichoso aquel criado a quien su señor, al volver, lo encuentra haciéndolo así. 44 De verdad os digo: lo pondrá al frente de todos sus bienes. 45 Pero si aquel criado dijera para sí: Mi señor está tardando en llegar, y se pusiera a pegar a los criados y a las criadas, a comer y a beber y a embriagarse, 46 llegará el señor de ese criado el día que menos lo espera y a la hora en que menos lo piensa, lo partirá en dos y le asignará la misma suerte que a los desleales. 47 Aquel criado que, habiendo conocido la voluntad de su señor, no preparó o no actuó conforme a esa voluntad, será castigado muy severamente. 48 En cambio, el que no la conoció, pero hizo cosas dignas de castigo, será castigado con menos severidad. Pues a aquel a quien mucho se le dio, mucho se le ha de exigir, y al que mucho se le ha confiado, mucho más se le ha de pedir.

Pedro es portavoz del grupo de los discípulos. Como tal lleva también su nombre de oficio, Pedro, piedra. Con su pregunta distingue entre los discípulos y el pueblo. Los apóstoles tienen una posición particular en la casa de Jesús, en su comunidad, pero también tienen una responsabilidad particular. La posición responsable de los jefes en la Iglesia se considera con vistas a la venida del Señor como juez: «A los presbíteros que están entre vosotros, exhorto yo, presbítero como ellos, con ellos testigo de los padecimientos de Cristo y con ellos participante de la gloria que se ha de revelar: Apacentad el rebaño de Dios que está entre vosotros… Y cuando se manifieste el jefe de los pastores, conseguiréis la corona inmarchitable de la gloria» (1Pe_5:1-4).

Lo que se exige a los apóstoles se expresa con una parábola. EI Señor de una casa está ausente, lejos. Durante el tiempo de su ausencia encarga a un capataz que cuide de atender con justicia y puntualidad a la servidumbre. Para este cargo se requiere fidelidad y sensatez: fidelidad porque el capataz sólo es administrador, no señor, por lo cual debe obrar conforme la voluntad del señor; sensatez, porque no debe perder de vista que el señor puede venir de repente y pedirle cuentas. Si este capataz obra con conciencia, es felicitado, pues el señor quiere encomendarle la administración de todos sus bienes. Si, en cambio, obra sin conciencia e indebidamente, maltrata a la servidumbre y explota su posición de manera egoísta para llevar una vida sibarítica, le espera duro castigo. Según la usanza persa, se le parte el cuerpo con una espada.

La interpretación de la parábola, tal como la entendía Lucas, se desprende ya de la descripción del cuadro. El criado es administrador. Los apóstoles están al frente de la casa del Señor y llevan las llaves (11,52). «Que los hombres vean en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1Co_4:1). En el administrador se busca «que sea fiel» (1Co_4:2). Los apóstoles se comportarán con fidelidad y prudencia si tienen presente la venida del Señor, si cuentan con que el Señor puede venir a cada momento, si no olvidan que tienen que rendir cuentas al Señor.

La tentación puede consistir para el administrador en que se diga: El Señor está tardando, todavía no viene. Los instintos egoístas y los impulsos del capricho le seducen llevándolo a la infidelidad. (…) La venida del Señor en un plazo próximo no se había cumplido. Entonces se pensaba: A lo mejor ni siquiera viene. El hecho de que Jesús ha de venir es cierto. Cuándo ha de venir, es cosa que se ignora. Con la venida de Jesús está asociado el juicio, en el que cada cual ha de rendir cuentas de su administración. En comparación con la certeza de que ha de venir el Señor y de los bienes que aportará su venida, pasa a segundo término el conocimiento de la fecha exacta de su venida. Al Evangelio no le interesa precisamente la descripción de los hechos del tiempo final, sino la certeza de que han de tener lugar. Los dirigentes de la comunidad no deben ceder a la tentación por el retraso de la parusía.

Al siervo fiel y prudente se le pone al frente de todo lo que posee el Señor. La gloria del tiempo final consiste en una actividad intensificada, en un reinar juntamente con el Señor. En cambio, el siervo malo es castigado; se le asignará la misma suerte que a los desleales: será entregado a las penas del infierno.

¿Nos dices esta parábola a nosotros o a todos? Así había preguntado Pedro, porque pensaba que los apóstoles tenían la promesa segura y que no estaban en peligro. Había oído lo que había dicho el Maestro sobre el pequeño rebaño, al que Dios se había complacido en dar el reino. También el apóstol debe dar buena cuenta de sí con fidelidad y sensatez, si quiere tener participación en el reino. También para él existe la posibilidad de castigo. La sentencia depende de la medida y gravedad de la culpa, del conocimiento de la obligación, y de la responsabilidad. Los apóstoles han sido dotados de mayor conocimiento que los otros, por lo cual también se les exige más y también es mayor su castigo si se hacen culpables. El que no habiendo conocido la voluntad del Señor hace algo que merece azotes, recibirá menos golpes. No estaba iniciado en los planes y designios del Señor, y por ello no será tan severa la sentencia de castigo. Pero será también alcanzado por el castigo, aunque menos, pues al fin y al cabo conocía cosas que hubiera debido hacer, pero no las ha hecho. Todo hombre es considerado punible, pues nadie ha obrado completamente conforme a su saber y a su conciencia. La medida de la exigencia de Dios a los hombres se regula conforme a la medida de los dones que se han otorgado a cada uno. Todo lo que recibe el hombre es un capital que se le confía para que trabaje con él.
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)

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Comentario Teológico: Xavier Léon Dufour - Velar

Velar, en sentido propio, significa renunciar al *sueño de la noche; se puede hacer para prolongar el trabajo (Sab 6,15) o para evitar ser sorprendido por el enemigo (Sal 127,1s). De ahí resulta un sentido metafórico: velar es ser vigilante, luchar contra el torpor y la negligencia a fin de llegar al fin que se persigue (Prov 8, 34). Para el creyente el fin es estar pronto a recibir al Señor cuando llegue su *día; por eso vela y es vigilante, a fin de vivir en la noche sin ser de la *noche.

I. VELAR: ESTAR APERCIBIDOS PARA EL RETORNO DEL SEÑOR. 1. En los evangelios sinópticos la exhortación a la vigilancia es la principal recomendación que dirige Jesús a sus discípulos como conclusión del sermón sobre las postrimerías y el advenimiento del Hijo del hombre (Mc 13, 33-37). “Velad, pues, porque no sabéis qué día ha de venir vuestro Señor” (Mt 24,42). Jesús, para expresar que su retorno es imprevisible, utiliza diferentes comparaciones y parábolas que dan origen al empleo del verbo velar (abstenerse de dormir). La venida del Hijo del hombre será imprevista como la de un ladrón nocturno (Mt 24,43s), como la de un amo que vuelve durante la noche sin haber avisado a sus servidores (Mc 13,35s). El cristiano, al igual que el padre de familia avisado o que el buen servidor, no debe dejarse vencer por el *sueño, debe velar, es decir, estar en guardia y apercibido para recibir al Señor. La vigilancia caracteriza por tanto la actitud del discípulo que *espera y aguarda el retorno de Jesús; consiste ante todo en mantenerse en estado de alerta y por el hecho mismo exige desapego de los placeres y de los bienes terrestres (Le 21,34ss). Como es imprevisible la hora de la parusía, hay que tomar sus medidas para el caso en que se haga esperar: tal es la enseñanza de la parábola de las vírgenes (Mt 25,1-13).

2. En las primeras epístolas paulinas, dominadas por la perspectiva escatológicas, hallamos el eco de la exhortación evangélica a la vigilancia, especialmente en ITes 5,1-7. “Nos-otros no somos de la noche ni de las tinieblas; no durmamos, pues, como los otros; vigilemos más bien, seamos sobrios” (5,5s). El cristiano, habiéndose convertido a Dios, es “hijo de *luz”, debe estar .despierto y resistir a las tinieblas, símbolo del mal: de lo contrario se expone a verse sorprendido por la parusía. Esta actitud vigilante exige la sobriedad, es decir, la renuncia a los excesos “nocturnos” y a todo lo que puede distraer de la espera del Señor; reclama al mismo tiempo que uno se revista de las armas espirituales: “revistámonos de la coraza de la fe y de la caridad, y del yelmo de la esperanza en la salvación” (5,8). En una carta posterior, temiendo san Pablo que los cristianos abandonen el fervor primero, les invita a despertarse, a salir de su *sueño y a prepararse para recibir la salud definitiva (Rom 13,11-14).


3. En el Apocalipsis, el mensaje que dirige el juez del fin de los tiempos a la comunidad de Sardes es una exhortación apremiante a la vigilancia (3,lss). Esta Iglesia olvida que Cristo ha de retornar; si no se despierta, la sorprenderá como un ladrón. Por el contrario, bienaventurado “el que vela y guarda sus vestidos” (16,15), pues podrá participar en el cortejo triunfal del Señor.

II. VELAR: ESTAR EN GUARDIA CONTRA LAS TENTACIONES COTIDIANAS. La vigilancia, que es espera perseverante del retorno de Jesús, debe ejercerse a todo lo largo de la vida cristiana en la lucha contra las tentaciones cotidianas que anticipan el gran combate escatológico.

1. Jesús, en el momento en que va a realizar la *voluntad salvífica del Padre, debe sostener en Getsemaní un doloroso combate (agonia), que es una anticipación del combate del fin de los tiempos. El relato sinóptico muestra en Jesús el modelo de la vigilancia en el momento de la *tentación, modelo que resalta tanto más cuanto que los discípulos, indóciles a la exhortación del maestro, sucumbieron. “Velad y orad para que no entréis en la tentación” (Mt 26,41): la recomendación desborda el marco de Getsemaní y se dirige a todos los cristianos. A ella corresponde la última petición del padrenuestro: reclama el socorro divino, no sólo en el momento del combate escatológico, sino también a todo lo largo del combate de la vida cristiana.

2. La exhortación a la vigilancia por razón de los peligros de la vida presente se repite diversas veces en las epístolas apostólicas (lCor 16,13; Col 4,2; Ef 6,10-20); está formulada en manera particularmente expresiva en un pasaje que se lee todas las tardes en completas: “Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar” (1Pe 5,8). Aquí, como en Ef 6,10ss, se designa claramente al enemigo; *Satán y sus adláteres, que con un odio implacable, acechan continuamente al discípulo para inducirle a renegar a Cristo. Esté siempre en guardia el cristiano, ore con fe y evite con su renuncia los lazos del adversario. Esta vigilancia se recomienda particularmente a los jefes que tienen responsabilidad de la comunidad ; la deben defender contra los “temibles lobos” (Act 20,28-31).

III. VELAR: PASAR LA NOCHE EN ORACIÓN. En Ef 6,18 y Col 4,2 hace san Pablo probablemente alusión a una práctica de las comunidades primitivas, las vigilias de oración. “Haced en todo tiempo por el Espíritu oraciones y plegarias. Ocupad en ello vuestras vigilias con una perseverancia infatigable” (Ef 6,18). La celebración de la vigilia es una realización concreta de la vigilancia cristiana y una imitación de lo que había hecho Jesús (Lc 6,12; Mc 14,38).

Conclusión. - La vigilancia, exigida por la fe en el día del Señor, caracteriza, pues, al cristiano que debe resistir a la apostasía de los últimos días y estar apercibido para recibir a Cristo que viene. Por otra parte, dado que las tentaciones de la vida presente anticipan la tribulación escatológica, la vigilancia cristiana debe ejercerse día tras día en la lucha contra el maligno; exige al discípulo una oración y una sobriedad continuas: “Velad, orad y sed sobrios.”
LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001

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Santos Padres: San Agustín - Paralelo entre Lc.12,35-36 y Sal.33,13-15

1. Nuestro Señor Jesucristo vino a los hombres, se alejó de ellos y a ellos ha de volver. Con todo, aquí estaba cuando vino y no se alejó cuando se retiró, y ha de volver a aquellos a quienes dijo: He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos. Según la forma de siervo que tomó por nosotros, en un determinado tiempo, nació, murió y resucitó y ya no morirá ni la muerte se enseñoreará en adelante de él. Pero según la divinidad por la que es igual al Padre, estaba en este mundo, el mundo fue hecho por él y el mundo no le conoció. Sobre esto acabáis de oír lo que nos advierte el Evangelio precaviéndonos y queriendo que estemos dispuestos y preparados en la espera del último día. De forma que, después de este último día que ha de temerse en este mundo, llegue el descanso que no tiene fin. Bienaventurados quienes los consigan. Entonces estarán seguros quienes ahora carecen de seguridad, y entonces temerán quienes ahora no quieren temer. Este deseo y esta esperanza es lo que nos hace cristianos. ¿Acaso nuestra esperanza es una esperanza mundana? No amemos el mundo. Del amor de este siglo fuimos llamados para amar y esperar otro siglo. En éste debemos abstenernos de todos los deseos ilícitos, es decir, debemos ceñir nuestros lomos y hervir y brillar en buenas obras, que equivale a tener encendidas las lámparas. Pues en otro lugar del Evangelio dijo el Señor a sus discípulos: Nadie enciende una lámpara y la coloca bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Y para indicar por qué lo decía, añadió estas palabras: Luzca así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.

2. Por tanto, quiso que tuviésemos ceñidos nuestros lomos y encendidas las lámparas. ¿Qué significa ceñir los lomos? Apártate del mal. ¿Qué significa lucir? ¿Qué tener encendidas las lámparas? Y haz el bien. ¿Y qué significa lo añadido: Y vosotros sed semejantes a los hombres que esperan a su Señor cuando regrese de las bodas, sino lo que se consigna en el salmo: Busca la paz y persíguela Estas tres cosas, a saber: el abstenerse del mal, el obrar el bien y el esperar el premio eterno se mencionan en los Hechos de los Apóstoles, donde se escribe que San Pablo les enseñaba la continencia, la justicia y la esperanza de la vida eterna. A la continencia corresponde tener los lomos ceñidos; a la justicia, las lámparas encendidas y a la expectación del Señor la esperanza de la vida eterna. Luego, apártate del mal es la continencia, es decir, tener los lomos ceñidos. Haz el bien es la justicia, o sea, tener las lámparas encendidas. Busca la paz y persigúela es la expectación del siglo futuro. Por tanto, sed semejantes a los hombres que esperan a su Señor cuando regrese de las bodas.

3. Teniendo estos mandatos y promesas, ¿por qué buscamos días buenos en la tierra donde no podemos encontrarlos?
Sé que los buscáis al menos cuando estáis enfermos u os halláis en medio de las tribulaciones que abundan en este mundo. Porque cuando la edad toca a su fin, el anciano está lleno de achaques y sin gozo alguno. En medio de las tribulaciones que torturan al género humano, los hombres no hacen otra cosa que buscar días buenos y desear una vida larga que no pueden conseguir aquí. La vida larga del hombre, en efecto, es tan corta en comparación con la duración de aquel siglo universal como una gota de agua lo es en comparación con la inmensidad del mar. Pues ¿qué es la vida del hombre, incluso la que se denomina larga? Llaman vida larga a la que ya en este siglo es breve y a la que, como dije, está llena de gemidos hasta la decrépita vejez. Aquí todo es corto y breve y, sin embargo, ¿con qué afán la buscan los hombres? ¡Con cuánto esmero, con cuánto trabajo, con cuántos cuidados y desvelos, con cuántos esfuerzos buscan los hombres vivir largos años y llegar a viejos! Y el mismo vivir largo tiempo, ¿qué es sino correr hacia el fin de la vida? Viviste el día de ayer y quieres vivir el de mañana. Pero al pasar el de hoy y el de mañana, ésos tendrás de menos. De aquí que cuando deseas que brille un día nuevo, deseas al mismo tiempo que se acerque aquel otro al que no quieres llegar. Invitas a tus amigos a un alegre aniversario y a quienes te felicitan les oyes decir: «Que vivas muchos años». Y tú deseas que acontezca según ellos dijeron. Pero ¿qué deseas? Que se sucedan unos a otros y que, sin embargo, no llegue el último. Tus deseos se contradicen: quieres andar y no quieres llegar.

4. Si, como dije, a pesar de las fatigas diarias, perpetuas y gigantescas, ponen los hombres tanto cuidado en morir lo más tarde posible, ¿cuánto mayor no debe ser el esmero para no morir nunca? Más en esto nadie quiere pensar. A diario se buscan días buenos en este siglo en que no los hay y nadie quiere vivir de modo adecuado para llegar a donde se encuentran. Por ello nos amonesta la Escritura con estas palabras: ¿Quién es el hombre que ama la vida y quiere ver días buenos? La pregunta la hizo la Escritura, que sabía ya lo que se iba a responder. Sabe, en efecto, que todos los hombres buscan la vida y los días buenos. De la misma manera, vosotros, al hablaros y decir: ¿Quién es el hombre que ama la vida y quiere ver días buenos?, todos respondisteis en vuestro corazón: «Yo». Porque también yo que os hablo amo la vida y los días buenos. Lo que buscáis vosotros, eso busco yo también.

5. Si todos necesitáramos oro y yo quisiera conseguirlo en vuestra compañía; si se hallare en cualquier sitio de vuestro campo, en cualquier posesión vuestra y viéndoos buscarlo os preguntase: «¿Qué buscáis?», me responderíais: «Oro». «Yo también, os diría: ¿Buscáis oro? También yo lo busco. Lo que vosotros buscáis también yo lo busco, pero advertid que no lo buscáis donde podemos encontrarlo. Por tanto, escuchad de mi boca dónde podemos hallarle. Yo no os lo quito; os muestro el yacimiento; más aún, sigamos todos a quien conoce dónde se encuentra lo que buscamos». Así también ahora, puesto que deseáis la vida y los días buenos, no os podemos decir: «No deseéis la vida y los días buenos», sino que os decimos: «No busquéis la vida y los días buenos aquí en este siglo en el que no pueden ser buenos». ¿Por ventura no es semejante esta vida a la muerte? Estos días pasan corriendo, porque el día de hoy echó fuera al de ayer; el de mañana nace para excluir al de hoy; es más, si ni los días permanecen, ¿por qué, entonces, quieres tú permanecer con ellos? Por tanto, no sólo no coarto vuestro deseo de vida y días buenos, sino que lo excito con mayor vehemencia. Buscad, pues, la vida; buscad los días buenos, pero buscadlos donde pueden encontrarse.

6. ¿Queréis oír conmigo el consejo de quien conoce dónde se hallan los días buenos y la vida? Oídlo, no de mi boca, sino en mi compañía. Hay alguien que nos dice: Venid, hijos, oídme. Acudamos juntos, plantémonos en pie, prestemos atención y con el corazón comprendamos lo que dice el Padre: Venid, hijos, oídme; os enseñaré el temor de Dios. Qué pretende enseñarnos y a quién es útil el temor de Dios, lo explica a continuación con estas palabras: ¿Quién es el hombre que ama la vida y quiere ver días buenos? Todos respondemos: «Nosotros». Pero oigamos lo que sigue: Reprime tu lengua del mal y no hablen tus labios mentira. Di ahora: «Yo». Nada más preguntar: ¿Quién es el hombre que ama la vida y quiere ver días buenos?, respondíamos todos al instante: «Yo». ¡Ea, pues!; que alguien me diga ahora: «Yo». Por tanto, Reprime tu lengua del mal y no digan mentira tus labios. Y ahora di: «Yo». Luego, ¿amas la vida y los días buenos y no quieres reprimir tu lengua del mal y tus labios para que no hablen mentira? ¡Qué diligente eres para el premio y cuan perezoso para el trabajo! ¿A quién se le da el salario sin haber trabajado? ¡Ojalá pagues el jornal a quien trabaja en tu casa! Pues estoy seguro de que a quien no trabaja no se lo pagas. ¿Por qué? Porque al que no trabaja nada le debes. También Dios prometió un salario. ¿Cuál? La vida y los días buenos, que todos deseamos y a los que todos intentamos llegar. Y nos dará la recompensa prometida. ¿Qué recompensa? La vida y los días buenos. ¿Qué son los días buenos? La vida sin fin y el descanso sin trabajo.

7. Prometió un salario altísimo. Veamos lo que exige para conseguirlo. Inflamados de amor por tal promesa dispongamos ya nuestras fuerzas, nuestros hombros y nuestros brazos para cumplir su mandato. Pero ¿qué?, ¿nos ha de mandar llevar una gran carga, quizá tomar pico y pala, o, tal vez, levantar un edificio? Nada difícil te mandó; sólo que reprimas el miembro que entre todos mueves con más rapidez; éste es el que te manda reprimir: Reprime tu lengua del mal. No es trabajo levantar un edificio, y ¿lo es contener la lengua? Reprime tu lengua del mal. No digas mentiras, no recrimines, no calumnies, no profieras falsos testimonios, no blasfemes. Reprime tu lengua del mal. Considera tu enojo cuando alguien habla mal de ti. Como te enojas contra quien habló mal de ti, enójate así contigo mismo cuando hables mal de otro. No hablen mentira tus labios. Lo que hay dentro de tu corazón, eso dígase fuera. Que no se oculte una cosa en el corazón y profiera otra la lengua. Apártate del mal y obra el bien. Pues ¿cómo he de decir «Viste al desnudo» a quien todavía quiere desnudar al vestido? ¿Cómo es posible que reciba a un peregrino quien oprime a un conciudadano? Luego, siguiendo el orden, ante todo apártate del mal y haz el bien; primero ciñe tus lomos y luego enciende la lámpara. Y cuando hayas hecho esto, espera tranquilo la vida y los días buenos. Busca la paz y persigúela y entonces, con la frente levantada, dirás al Señor: «Hice lo que ordenaste; dame lo que prometiste».
SAN AGUSTÍN, Sermones (X), Sermón 108, 1-7, BAC Madrid 1983, pág. 770-77

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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - La esperanza cristiana

Muchas veces en el Evangelio se nos habla del “reino de Dios”, es decir, del dominio divino sobre el mundo creado, y especialmente sobre el hombre. Con la fuerza de su poder sobrenatural, Dios derrama su amor sobre la tierra para salvar a los que lo reciben de buen grado y juzgar a quienes lo rechazan. Este “reino” se predica a veces ya presente en la persona y en la obra de Cristo, como nos lo dice San Lucas más adelante: “El reino de Dios ya está entre vosotros”. En otras ocasiones se anuncia como algo futuro, pero cercano, que vendrá dentro de la presente generación; se trata de una admirable expansión de la Iglesia, esposa de Cristo, y prolongación a lo largo de los siglos de su acción salvadora. El “reino” también es el advenimiento de la escatología con el triunfo total y absoluto de Jesús sobre sus adversarios, y la confirmación en la gloria de los que fueron fieles. Cada hombre, al alcanzar el momento de su muerte, comienza ya a insertarse en el misterio de la parusía, que quedará consumado cuando el Hijo de Dios vuelva a la tierra sobre las nubes, como anunciaron los ángeles de la ascensión, para tomar posesión definitiva de su reino y poner a todos los enemigos bajo sus pies. A este último sentido parece referirse aquí San Lucas, y abarca tanto el aspecto más particular de la muerte de cada hombre, como el universal, último y definitivo, de la segunda venida de Cristo.
El texto evangélico que acabamos de leer pone ante los ojos de nuestra fe “el tesoro inagotable en el cielo” que nos espera al final de la existencia, si somos capaces de vivir de modo tal que merezcamos el premio eterno.

Jesucristo nos insiste ante todo el desprendimiento de los bienes de la tierra, desprendimiento que es necesario para poder alcanzar las riquezas del cielo. Esa alternativa ya aparece en el evangelio de San Lucas, en los versículos anteriores a la perícopa de hoy, donde se nos previene contra “toda avaricia” y se nos exhorta a confiar en la providencia divina, como lo hacen “los lirios del campo” y “las aves del cielo”. Ahora se la afirma con fuerza, al modo de una condición para alcanzar el reino y ser felices junto a Dios. “Donde está tu tesoro estará tu corazón”, dice el Señor. Si estás volcado con el afecto hacia las cosas materiales, ellas serán tu tesoro, y quedarás inhibido para alcanzar el del cielo; si, en cambio, deseas la gloria eterna, tendrás que aprender a desprenderte de la carga de las riquezas, para que tu alma pueda volar junto a Dios, tu tesoro eterno.

Al desprendimiento se une la caridad –”vended vuestros bienes y dadlos como limosna”–, la llave maestra, universal, que nos permitirá ingresar en el cielo. Cuando Jesús nos adelanta lo que será el juicio, y nos dice las palabras que allí dirigirá a los salvados: “Venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer… tuve sed,… estaba desnudo”, nos enseña claramente que el ejercicio práctico de la caridad será lo que se tendrá en cuenta para entrar en el gozo de Dios y, al contrario, la falta de amor será la causa de reprobación. Hoy se nos aconseja preparamos para ese encuentro definitivo, haciendo “bolsas que no se desgasten”, con nuestro amor a los pobres en el cuerpo y en el alma. Porque la limosna no sólo ha de ser material, sino que también debe socorrer la necesidad espiritual de los demás. Será preciso que brindemos gustosos nuestro tiempo para consolar al triste, confortar al enfermo, visitar al preso, y sobre todo para ofrecer el bien insuperable de nuestra caridad apostólica, ayudando al prójimo a encontrar a Dios y salvar su alma. Todo esto, verdaderamente, es acumular un tesoro inagotable en el cielo, donde “no se acerca el ladrón ni la polilla destruye”.

Es evidente que esta actitud de despojo de los bienes materiales, que tan atractivos se presentan a nuestra sensibilidad, y de adhesión a los espirituales, que no podemos ver, resultaría imposible sin la fe, que “es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven”, según escuchamos en la segunda lectura. También nosotros, como Abraham, como Isaac, como Jacob, y como Sara, de quienes se nos ha hablado en la segunda lectura, debemos consideramos “peregrinos en la tierra”, que vamos buscando “una patria mejor”, nada menos que la ciudad “preparada” por Dios.
Precisamente la falta de fe que se advierte en nuestro tiempo es lo que explica el materialismo inmanentista que domina hoy la vida de la humanidad.

Se rechaza al Dios que nos creó y nos redimió, y aparecen por todos lados los ídolos modernos como el dinero, el poder, el sexo, la democracia absoluta, la libertad ilimitada, falsos dioses actuales que, al igual que el verdadero y con la misma fuerza, exigen culto, adoración, sacrificios, y la entrega incondicional del alma, del cuerpo y del corazón. El hombre de hoy ha ahogado la fe recibida, y tras volver las espaldas al Padre celestial, consume sus energías y dones en construir ídolos que luego adorará.

Podemos asimismo darle a las palabras de Jesucristo una aplicación más universal, refiriéndolas a su parusía. Porque Él no solo juzgará a cada hombre en particular sino que también vendrá al fin de los tiempos para juzgar a las naciones. Esta segunda venida de Cristo, triunfante y gloriosa, va a requerir de todos los pueblos el desprendimiento y sumisión que se exige a cada hombre en particular.
El llamado del evangelio de hoy parece especialmente dirigido al mundo actual, que con su insolente autosuficiencia cree poder ser feliz sin Dios, disfrutando ilimitadamente de todos los placeres, derramándose cada vez más hacia las realidades temporales, y negándose a reconocer la soberanía suprema de Cristo Rey.

Junto al desprendimiento, el Señor nos exhorta a la vigilancia, “porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. Como los que esperan con lámparas el regreso del Señor, como el dueño de casa que no quiere ser sorprendido por el ladrón, también nosotros debemos estar alertas, porque no sabemos cuándo el Señor nos pedirá cuenta de nuestra vida. Pocas cosas hay más seguras que la muerte y pocas también más inciertas que el momento en que ella llegará. Es lo que quiere grabar Jesús en nuestra alma con estas parábolas, a fin de que estemos siempre preparados. Recordemos a este respecto la famosa poesía atribuida a Lope de Vega:
Yo, ¿para qué nací? Para salvarme.
Que tengo que morir, es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme,
triste cosa será pero posible.

¡Posible! ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¡Posible! ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto?
¡Loco debo de ser, pues no soy santo!
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 239-242.

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Aplicación: Benedicto XVI - El creyente permanece despierto y vigilante a fin de estar preparado para acoger a Jesús

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de este XIX domingo del tiempo ordinario nos prepara, de algún modo, a la solemnidad de la Asunción de María al cielo, que celebraremos el próximo 15 de agosto. En efecto, está totalmente orientada al futuro, al cielo, donde la Virgen santísima nos ha precedido en la alegría del paraíso. En particular, la página evangélica, prosiguiendo el mensaje del domingo pasado, invita a los cristianos a desapegarse de los bienes materiales, en gran parte ilusorios, y a cumplir fielmente su deber tendiendo siempre hacia lo alto.

El creyente permanece despierto y vigilante a fin de estar preparado para acoger a Jesús cuando venga en su gloria. Con ejemplos tomados de la vida diaria, el Señor exhorta a sus discípulos, es decir, a nosotros, a vivir con esta disposición interior, como los criados de la parábola, que esperan la vuelta de su señor. “Dichosos los criados a quienes el Señor, al llegar, encuentre en vela” (Lc 12, 37). Por tanto, debemos velar, orando y haciendo el bien.

Es verdad, en la tierra todos estamos de paso, como oportunamente nos lo recuerda la segunda lectura de la liturgia de hoy, tomada de la carta a los Hebreos. Nos presenta a Abraham, vestido de peregrino, como un nómada que vive en una tienda y habita en una región extranjera. Lo guía la fe. “Por fe — escribe el autor sagrado— obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba” (Hb 11, 8). En efecto, su verdadera meta era “la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hb 11, 10). La ciudad a la que se alude no está en este mundo, sino que es la Jerusalén celestial, el paraíso. Era muy consciente de ello la comunidad cristiana primitiva, que se consideraba “forastera” en la tierra y llamaba a sus núcleos residentes en las ciudades “parroquias”, que significa precisamente colonias de extranjeros (en griego, pàroikoi) (cf. 1 P 2, 11).

De este modo, los primeros cristianos expresaban la característica más importante de la Iglesia, que es precisamente la tensión hacia el cielo. Por tanto, la liturgia de la Palabra de hoy quiere invitarnos a pensar “en la vida del mundo futuro”, como repetimos cada vez que con el Credo hacemos nuestra profesión de fe. Una invitación a gastar nuestra existencia de modo sabio y previdente, a considerar atentamente nuestro destino, es decir, las realidades que llamamos últimas: la muerte, el juicio final, la eternidad, el infierno y el paraíso. Precisamente así asumimos nuestra responsabilidad ante el mundo y construimos un mundo mejor.

La Virgen María, que desde el cielo vela sobre nosotros, nos ayude a no olvidar que aquí, en la tierra, estamos sólo de paso, y nos enseñe a prepararnos para encontrar a Jesús, que “está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”.
Ángelus del Santo Padre, Benedicto XVI el Domingo 12 de agosto de 2007


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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. -  “Estad preparados” (Lc.12,32-48)

Introducción

El tema clave de las lecturas de hoy es la ausencia visible de Dios. La ausencia visible de Dios hace que nuestra unión con Él se debilite. Nosotros debemos saltar este obstáculo de la ausencia del Señor con la presencia del Señor, una presencia intensa y muy cercana. “Nosotros los hombres tenemos necesidad de la presencia del Otro, del continuo encuentro con Él, si queremos que nuestra relación permanezca fuerte y viva. El hecho que en al parábola se exijan constante vigilancia y constante prontitud, indica la orientación intensa y viva hacia el Señor. Aún cuando esté lejano de los ojos, debe estar en el corazón; nuestro corazón debe estar lleno de Él”.[1]

Para alcanzar este objetivo hacen falta tres cosas: la fe, la oración y la vigilancia

1. La fe

Lo primero que hace falta para vencer la ausencia de Dios es la fe, tal como nos lo dice la carta a los Hebreos hoy: “La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza, de las realidades que no se ven” (11,1). “Ojos que no ven corazón que no siente”, dice el refrán. Nuestros ojos deben ‘ver’ a través de la fe; así nuestro corazón sentirá, es decir, estará traspasado de amor por todo los planes a favor nuestro, y traspasado de dolor por todo lo que el Señor sufrió por nosotros.

La fe nos dice que Dios es nuestro Creador y Padre y que está siempre presente a través de su acción providente y bondadosa, llenándonos de bienes. Pero además N. S. Jesucristo ha querido dejarnos ‘presencias’ suyas en esta tierra, presencias reales, aunque siempre reconocibles solo por la fe: 1. La eucaristía, presencia real y sustancial de Cristo, pero no visible: “En la cruz estaba escondida solo la divinidad; aquí está escondida, además de la divinidad, también la humanidad. La vista, el gusto y el tacto fallan si quieren conocerte; solo el oído nos ayuda, porque a través de él podemos creer”. 2. La Palabra de Dios, la Biblia, la Sagrada Escritura. Por la fe creemos que es su Palabra, que Él es su autor. 3. La comunidad cristiana, la Iglesia: “Cuando uno dos están reunidos en mi nombre, allí estoy yo”. 4. La cabeza de esa comunidad cristiana, el Papa, el Vicario de Cristo, el que haces las veces de Cristo, “el dulce Cristo en la tierra”. 5. En los pobres: “Cuando lo hicisteis con uno de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis”.

2. La oración

La oración es la relación íntima con el que es Invisible, con el que es nuestro Creador y Padre, nuestro Salvador y hermano. La oración dice relación estrecha con la fe: sin fe no puede haber oración. Pero al mismo tiempo la oración fortalece la fe. Por eso podemos decir que se retroalimentan, se alimentan mutuamente: la fe hace posible la oración, y la oración hace que la fe no disminuya y la aumenta. Por eso es que la oración tiene una relación especial con las cinco presencias del Señor en la tierra. 1. La oración alcanza su objeto cuando se une al Señor en la Eucaristía. La oración más hermosa es la oración de alabanza ante la presencia real y sustancial de Jesús Eucaristía. 2. El contenido de la oración debe siempre tomarse de la misma Palabra de Dios, para que sea auténtica. Los hechos de la vida de Cristo son el contenido esencial, la obra de nuestra salvación. Los salmos interpretan muy bien los distintos sentimientos que brotan de nuestro corazón, y los lanzan hacia Dios. Jesucristo mismo nos enseña a orar cuando nos enseña, en su Palabra escrita, el Padre Nuestro. 3-4. La Iglesia, con el Papa a la cabeza, es la que nos interpreta y explica correctamente la Palabra de Dios, para que podamos creer y orar con rectitud. 5. La oración debe dar como fruto el crecimiento de amor hacia los pobres, que debe manifestarse en acciones concretas de ayuda hacia ellos.

3. La vigilancia

Es decir, vigilancia sobre nuestras propias acciones. También puede decirse: prontitud, estar listos. Se refiere a no hacer obras malas y al cumplimiento de las buenas obras. Por eso dice ‘vigilancia’, que quiere decir ‘estar despiertos’, ‘estar en vigilia’.

¿Porqué, a veces, en nuestra vida hay peleas, asperezas, disgustos, amarguras? Porque vivimos en la ausencia permanente de Dios y no sabemos hacerlo presente a nosotros. Porque no vivimos en su presencia. ¡Cómo cambia una familia en la cual se reza y sus miembros viven la presencia de Dios! ¡Cómo cambia una familia en la que sus miembros viven como empapados de la presencia de Dios, impregnados de la presencia de Cristo! Porque la presencia de Dios para el alma es la paz, es suave, es sabrosa, rica, de buen gusto; es dulce. Pero esta presencia de Dios solamente puede darse cuando se vive de la fe, cuando se reza y cuando se es vigilante.

Conclusión

La reacción del patrón es descripta de un modo inaudito. Él mismo se va a ceñir la cintura y va a tomar el lugar del esclavo. Y el esclavo va a tomar el lugar del patrón. Y el patrón se va a alegrar enormemente que sus siervos sean servidos por él mismo. ¿Cómo no recordar aquí lo que Jesucristo hizo en la última cena? Me refiero al lavatorio de los pies. ¡Ese es Dios para nosotros! Pero no me refiero solamente a ese acontecimiento, ya que no solamente se hizo servidor del banquete de sus esclavos, sino también se hizo banquete mismo de sus esclavos, cuando se escondió detrás de las especies del pan para que sea comido por nosotros. Y esto que en la tierra, en la Eucaristía sucede en la fe, en el cielo sucederá en la visión directa, gozando de Dios tal como Él se goza en el interior de la Trinidad. Por eso, estar en el cielo será como comer permanentemente a Dios sin saciarnos nunca. ¿Acaso no dijo Jesucristo “el que come mi sangre y bebe mi sangre tiene vida eterna”? ¿Acaso podemos pensar que ese “comer y beber” era solo para la tierra? Era para la tierra, pero para preparar el del cielo. ¿Acaso no dijo Jesucristo “si alguno tiene sed, venga a mi, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva” (Jn.7,37-38)?

Pedro hace una pregunta y Jesucristo no responde directamente, pero sin embargo su respuesta es clara: “Sí, la digo por ustedes especialmente, aunque no únicamente”.

“Todos los siervos deben estar despiertos y vigilantes cuando viene el patrón. Sin embargo, como será aclarado después de la pregunta de Pedro, hay siervos que tienen una particular responsabilidad”.[2]

Se refiere a los que han sido constituidos en autoridad, es decir, obispos y sacerdotes. En ellos hay una particular obligación de llevar una vida de fe, de oración y vigilancia. El castigo será mayor, como también el premio, si son fieles.

Los que no cumplan con el deber de la fe, de la oración y de la vigilancia por culpa de los capataces, tendrán menos culpa y serán castigados menos gravemente. Son los fieles que, a causa de las faltas de la jerarquía, de obra o de omisión, no cumplen con estos compromisos.

Pidámosle a la Virgen María la gracia de esperar anhelantes la venida de Jesucristo a través de la fe, de la oración y la vigilancia. Que siempre podamos repetir con gozo “¡Ven Señor Jesús!”.


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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - “Donde esté tu tesoro allí estará tu corazón” (Lc 12, 32-48)

“Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”[3].
El corazón se va tras lo que ama y primeramente sobre lo que ama más. ¿En qué pienso durante el día? ¿De qué hablo? ¿Qué hago?

El tesoro escondido[4] es Jesús. Es el tesoro, único y verdadero, que tenemos que adquirir para que nuestro corazón este con Él.

El tesoro de nuestro corazón debe ser Jesús y no sólo debemos esperarlo preparados porque nos castigará si nos encuentra desobedeciendo su mandato sino que el que lo tiene por tesoro, el que tiene su corazón en Él, lo espera con ansias sin cansarse de esperar. Anhelante quiere encontrarse con Él.

El que tiene a Jesús por tesoro tiene su corazón en Él porque lo ve a cada momento, lo contempla y esto lo hace feliz. La felicidad consiste en poseer, de alguna manera, nuestro tesoro. Si el tesoro es verdadero, como lo es Jesús, nuestra felicidad aunque imperfecta es plena.

Lo primero es buscar el verdadero tesoro y una vez encontrado aceptarlo con todo lo que ello implica. Adecuarnos a las exigencias que lleva consigo la posesión de este tesoro, esto es, la renuncia a todo lo demás. El hombre que encontró el tesoro vendió todo lo demás para adquirir el tesoro.

San Pablo en la carta a los Colosenses dice “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra”[5]. El que tiene a Jesús por tesoro piensa en las cosas del cielo, su corazón se dirige allí y se olvida de las cosas de la tierra, “buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”[6].

Pero es más fácil amar lo que se ve que lo que no se ve. Ojos que no ven corazón que no siente y las cosas de la tierra son visibles y por tanto son más fáciles de amar. Las cosas del cielo no se ven y por tanto es más difícil amarlas. A Jesús no lo vemos por la vista de nuestros ojos pero sí con una vista mejor que es la visión de la fe.

“La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve”[7]. La fe es la que nos hace ver a Jesús como alguien real que está junto a nosotros y que podemos poseer y amar. Con el cual podemos compartir nuestro tiempo, nuestros problemas y alegrías, alguien, al cual, nuestro corazón puede unirse. La unión con Jesús desde esta vida nos anticipa la vida eterna. Estando unidos desde ya a Jesús tenemos seguridad de alcanzar la vida eterna esperada.

A Jesús lo tenemos presente en el Sacramento y allí lo podemos contemplar y con Él nos podemos unir al recibirlo, pero también, lo tenemos presente al lado nuestro a cada instante y debe ser nuestro mejor amigo, nuestro amigo íntimo.

La carta a los Hebreos[8] alaba a los antiguos patriarcas por haber dejado las cosas de la tierra y llevados de la fe haber buscado las cosas del cielo. Dejaron hasta sus patrias queridas, la tierra de sus padres, con la fe puesta en la patria celestial y también por la fe creyeron en las promesas futuras, en especial en Jesús, el Mesías, aunque tampoco lo vieron, fundados en la promesa que Dios les hacía, fundados en el mismo Dios y entregados sin reservas a Él.

El pensamiento de nuestro encuentro con Jesús nos debe hacer vivir una vida santa, nos debe hacer fieles servidores suyos. Es de temer un encuentro con Jesús Juez si no estamos preparados, por lo cual, debemos prepararnos. Si estamos fallando en la fidelidad hay que comenzar a ser fieles y cumplir la voluntad de Jesús. Y si estamos preparados ser constantes en su servicio, añorando cada día más ese encuentro por el que late el corazón que tiene su tesoro en Jesús.

Cuando lleguemos a la presencia de Dios, se nos preguntarán dos cosas: si estábamos en la Iglesia y si trabajábamos en la Iglesia. Todo lo demás no tiene valor. Si hemos sido ricos o pobres, si nos hemos ilustrado o no, si hemos sido dichosos o desgraciados, si hemos estado enfermos o sanos, si hemos tenido buen nombre o malo. Todo esto estará lejos del asunto de ese día. La única pregunta será: ¿Sois católicos y buenos católicos? Si no lo hemos sido no valdrá nada que hayamos tenido aquí tantos honores, tanto éxito, que hayamos tenido siempre tan buen nombre. No importará nada que hayamos sido siempre tan despreciados, siempre tan pobres, siempre tan duramente oprimidos, siempre tan atribulados y tan abandonados. Cristo nos compensará de todo si le hemos sido fieles y nos lo quitará todo si hemos vivido para el mundo[9].

Tener a Cristo por tesoro implica tratar de imitarlo y eso es responder a nuestra vocación sublime de hijos de Dios. Somos hijos de Dios porque Jesús nos ha redimido y lo hizo por amor “Él nos amó primero”[10] y debemos corresponder porque amor con amor se paga. Nuestra vida debe consistir en un acercamiento continuo al modelo de hijo de Dios, Jesús. Él es la imagen del hombre nuevo, del hombre resucitado y en imitarlo consiste nuestra felicidad. Tener a Jesús por tesoro implica agradecer y vivir nuestra vocación de hijos de Dios.

[1] Klemens Stock S.I., La Liturgia della Parola. Spiegazione dei Vangeli domenicali e festivi, Anno C (Luca), ADP, Roma 2003, 270-273.
[2] Klemens Stock, ibídem.
[3] Mt 6, 21
[4] Cf. Mt 13, 44
[5] Col 3, 1-2
[6] Mt 6, 33
[7] Hb 11, 1
[8] Hb 11
[9] Cf. Newman, Sermones católicos, Ed. Nebli Madrid 1959, 81-94
[10] 1 Jn 4, 19

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Directorio Homilético: Decimonoveno domingo del Tiempo Ordinario


CEC 144-149: la obediencia de la fe
CEC 1817-1821: la virtud de la esperanza
CEC 2729-2733: la oración, humilde vigilancia del corazón
CEC 144-146, 165, 2572, 2676: Abrahán, modelo de fe

Artículo 1 CREO

I LA OBEDIENCIA DE LA FE

143Obedecer ("ob-audire") en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

Abraham, "el padre de todos los creyentes"

144La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: "Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba" (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).

145Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11,1). "Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia" (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta "fe poderosa" (Rom 4,20), Abraham vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rom 4,11.18; cf. Gn 15,15).

146El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe ejemplar de los antiguos, por la cual "fueron alabados" (Hb 11,2.39). Sin embargo, "Dios tenía ya dispuesto algo mejor": la gracia de creer en su Hijo Jesús, "el que inicia y consuma la fe" (Hb 11,40; 12,2).

María : "Dichosa la que ha creído"

147La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que "nada es imposible para Dios" (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Isabel la saludó: "¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).

Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el "cumplimiento" de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

La esperanza

1817 La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramo s al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. "Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa" (Hb 10,23). "El Espíritu Santo que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna" (Tt 3,6-7).

1818 La virtud de la esperanza responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

1819 La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham, colmada en Isaac, de las promesas de Dios y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17,4-8; 22,1-18). "Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones" (Rm 4,18).

1820 La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en "la esperanza que no falla" (Rom 5,5). La esperanza es "el ancla del alma", segura y firme, "que penetra...adonde entró por nosotros como precursor Jesús" (Hb 6,19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: "Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación" (1 Ts 5,8). Nos procura el gozo en la prueba misma: "Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación" (Rm 12,12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

1821 Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8,28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7,21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, "perseverar hasta el fin" (cf Mt 10,22; cf Cc de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que "todos los hombres se salven" (1 Tm 2,4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:

Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin (S. Teresa de Jesús, excl. 15,3).


II NECESIDAD DE UNA HUMILDE VIGILANCIA

Frente a las dificultades de la oración

2729 La dificultad habitual de la oración es la distracción. En la oración vocal, la distracción puede referirse a las palabras y al sentido de éstas. La distracción, de un modo más profundo, puede referirse a Aquel al que oramos, tanto en la oración vocal (litúrgica o personal), como en la meditación y en la oración contemplativa. Salir a la caza de la distracción es caer en sus redes; basta volver a concentrarse en la oración: la distracción descubre al que ora aquello a lo que su corazón está apegado. Esta toma de conciencia debe empujar al orante a ofrecerse al Señor para ser purificado. El combate se decide cuando se elige a quién se desea servir (cf Mt 6,21.24).

2730 Mirado positivamente, el combate contra el yo posesivo y dominador consiste en la vigilancia. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a El, a su Venida, al último día y al "hoy". El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: "Dice de ti mi corazón: busca su rostro" (Sal 27, 8).

2731 Otra dificultad, especialmente para los que quieren sinceramente orar, es la sequedad. Forma parte de la contemplación en la que el corazón está seco, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro. "El grano de trigo, si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Si la sequedad se debe a falta de raíz, porque la Palabra ha caído sobre roca, no hay éxito en el combate sin una mayor conversión (cf Lc 8, 6. 13).


Frente a las tentaciones en la oración

2732 La tentación más frecuente, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Se empieza a orar y se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes.

2733 Otra tentación a la que abre la puerta la presunción es la acedia. Los Padres espirituales entienden por ella una forma de aspereza o de desabrimiento debidos al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón. "El espíritu está pronto pero la carne es débil" (Mt 26, 41). El desaliento, doloroso, es el reverso de la presunción. Quien es humilde no se extraña de su miseria; ésta le lleva a una mayor confianza, a mantenerse firme en la constancia.

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Ejemplos


El niño ciego


A la última hora
Acababan de dar las doce de la noche cuando un monje ya anciano oyó que daban golpes a la puerta de su celda. Una voz lastimera le llama, pero el monje vacila y no se atreve a abrir. Levántase al fin y abre la puerta. Es un peregrino que pide hospitalidad.
El monje ofrece una cama al huésped, y vuelve a acostarse en la suya. Mas apenas había cerrado los ojos, ve al peregrino al pie de su lecho diciéndole por señas que le siga. Salen juntos y se dirigen a la Iglesia. La puerta se abre y vuelve a cerrarse detrás de ellos. Un sacerdote estaba celebrando los divinos oficios. Llegados al pie del altar se quita el peregrino la capucha, y enseña al monje su rostro: era una calavera.
- Tú me has dado un lugar a tu lado; yo te doy otro en mi lecho de ceniza y tierra.

¿Esperamos así, mis hermanos, la visita de la muerte? Vendrá y dichosos nosotros si nos dice: Tú has vivido conmigo en tu pensamiento y has ajustado a mis lecciones tu conducta; ven a recibir el premio que merecen tus obras en el cielo.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 412)

(Cortesía: iveargentina.org et alii)


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