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Domingo 22 del Tiempo Ordinario C - 'El que se humilla será ensalzado' - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

 



A SU DISPOSICIÓN
Exégesis: Alois Stöger - Comida en casa de un fariseo (Lc.14,1-24)

Comentario Teológico a la 1era Lectura: - La sabiduría es humilde

Comentario Teológico a la 2a. Lectura: Adrien Nocent - "Os habéis acercado...!

Comentario Teológico I: Xavier Leon-Dufour - Humildad

Comentario Teológico II: Santo Tomás de Aquino - Los doce grados de la humildad en la Regla de San Benito

Santos Padres: San Ambrosio - Lc 14, 1-24. La comida en casa del fariseo

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Los primeros puestos

Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - La humildad

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Lc 14, 1.7-14 La humildad y la santidad

Aplicación: San Juan Pablo II - el invitado

Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Vigésimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario - Año C

Directorio Homilético - Vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario C


EJEMPLOS

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo


Exégesis: Alois Stöger - Comida en casa de un fariseo (Lc.14,1-24)

Jesús da impronta y brillo a la comida del sábado; devuelve la salud a un enfermo, para todos tiene una palabra. La comida hace referencia a la comida de los últimos tiempos, en la que se representa el reino de Dios. Cuando los cristianos se reúnen el domingo para celebrar la «Cena del Señor», hacen memoria de estas comidas en común con él, de su presencia salvífica y del futuro tiempo de salvación.

a) Curación en sábado (Lc/14/01-06)

1 Un sábado entró él a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos, y éstos lo estaban acechando. 2 Precisamente había un hidrópico delante de él.

Jesús va a las ciudades y aldeas, a las sinagogas y a las casas para proclamar su doctrina. Ni siquiera esquiva las invitaciones de sus contrarios, pues ha venido para ofrecer a todos la salvación. El anfitrión que lo invita a la mesa, es jefe de los fariseos, un jefe de la sinagoga del partido de los fariseos (8,41) o quizá incluso miembro del sanedrín en Jerusalén (23,13.35; Jua_3:1). La casa en que entra Jesús rebosa devoción a la ley y un estilo de tradición rigurosamente observado.

Era sábado. En este día suelen los judíos comer de fiesta. Los días de la semana se comía dos veces; los sábados, tres. La comida principal -al mediodía- seguía al culto de la sinagoga. «Los días de fiesta se debe comer o beber o retirarse a estudiar.» Para celebrar la fiesta con alegría se tenían invitados, a los que se obsequiaba abundantemente. A pobres, huérfanos y forasteros se les debía hacer bien y saciar su hambre.

El sábado era un día en que se conmemoraban los grandes favores de Dios: la creación (Exo_20:8-11) y la liberación de la servidumbre do Egipto (Deu_5:12-15). Sobre el sábado flotaba una atmósfera de fiesta que nada en la fe en la elección de Israel por Dios: «El Señor bendijo el sábado; pero no consagró a ningún pueblo ni a ninguna nación para la celebración del sábado, sino a Israel; sólo a él le permitió comer y beber y celebrar el sábado en la tierra. Y el Altísimo bendijo este día, que creó para bendición, consagración y gloria con preferencia a todos los demás días» (Jubileos 2,31s). El sábado era signo de la fidelidad de Dios a la alianza. En él debía reconocerse que Dios es su Señor, que lo santifica (Exo_31:13). La gloria eterna se concebía como un sábado sin fin (Heb_4:9). En la comida del sábado había un ambiente de recuerdo de las grandes gestas de Dios, de esperanza del mundo venidero y de la participación en el reposo sabático de Dios. A tal comida fue invitado Jesús en casa de un fariseo. Jesús quiere llevar a término las grandes gestas de Dios en la historia de la salvación.

El invitado de honor en la comida era Jesús. Es invitado como doctor de la ley. Era costumbre hacer que en el culto de la sinagoga hablasen doctores renombrados de la ley e invitarlos a continuación a comer. La noticia de Jesús se había extendido por todo el país (Lc_7:17). El pueblo lo tenía por un gran profeta (Lc_7:16). También los fariseos se planteaban la cuestión de quién podía ser Jesús (Lc_7:39). Lo observaban. Cada vez que Jesús era huésped de un fariseo, se le observaba y se le examinaba y calibraba conforme a la norma de la religiosidad farisaica. El fariseo Simón se forma un juicio de él conforme a su trato con la pecadora; el fariseo innominado (Lc_11:37-53), conforme a su descuido de las prescripciones de pureza legal. Ahora va a ser enjuiciado conforme a su concepto de la santificación del sábado. El resultado es éste: No puede ser un profeta de Dios. No habla la palabra de Dios. Los fariseos constituyen su propia exposición de la ley en norma y medida de la voluntad y palabra de Dios. No creen que Jesús obre y hable por encargo de Dios, porque no responde a sus expectativas y a su doctrina.

Estaban invitados doctores de la ley, fariseos, hombres del mismo espíritu que el anfitrión. Jesús también se interesa por ellos. No se ha consumado la ruptura. Las palabras conminatorias dirigidas contra ellos son en Mateo (cap. 23) una sentencia condenatoria; en Lucas (Lc_11:42-52), son invitación a la penitencia y a la conversión. (…)


b) No ambicionar los primeros puestos (Lc/14/07-11).

7 Al notar cómo los invitados escogían los primeros puestos, les proponía una parábola: 8 Cuando seas invitado por alguien a un banquete de bodas, no te pongas en el primer puesto, no sea que otro más importante que tú haya sido invitado por él, 9 y cuando llegue el que te invitó a ti y al otro, te tenga que decir: Déjale el sitio a éste; y entonces, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. 10 Al contrario, cuando estés invitado, ve a ponerte en el último lugar, de suerte que, cuando llegue el que te invitó, te tenga que decir: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado delante de todos los comensales. 11 Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.

La comida de fiesta de los fariseos doctores de la ley está condimentada con discursos que conducen al debido conocimiento de Dios. Jesús habla como uno de ellos, no en el estilo de una amonestación profética. Sus palabras son discursos figurados, con moraleja, son parábolas. En ellos late su objetivo, su mensaje y su doctrina, el reino de Dios. Lo que él observa le sirve de imagen para exponer su doctrina de salvación.

Los invitados llegan y se sientan a la mesa. En ello hay que observar rigurosamente las precedencias. Según antigua usanza, se eligen los puestos no por razón de la edad, sino conforme a la dignidad y categoría de los invitados. Cada cual elige su puesto conforme a su rango, que él mismo se asigna. Jesús ve cómo los invitados se precipitan a los primeros puestos. Los fariseos cuidaban mucho de su honra, gustaban de ocupar los primeros puestos en las sinagogas y procuraban que se les saludase en las plazas públicas (11,43; 20,46; Mat_23:6; Mar_12:38) Reivindicaban su precedencia, pues estaban convencidos de tener derecho a los primeros puestos. Con la misma seguridad con que ocupaban los primeros puestos en la mesa juzgando que les correspondían como propios, creían también saber cuál es su puesto en la mesa de Dios. Estaban seguros del reino de Dios. ¿Con derecho?

Lo que en esta circunstancia observa Jesús le da pie para el diálogo. Comienza con una regla de urbanidad. En ella late un viejo aforismo: «No te alabes en presencia del rey y no te sientes en la silla de los grandes. Pues mejor es que te digan: Sube acá, que tener que ceder tu puesto a otro más grande» (Pro_25:6s). También los doctores de la ley conocen esta regla de prudencia: «Mantente alejado dos o tres asientos del puesto (que te corresponde), hasta que te digan: ¡Ven más arriba!, en lugar de decirte: ¡Más abajo, más abajo!» Para los doctores de la ley eran estas palabras no sólo reglas de prudencia con que librarse del bochorno; describen además una actitud que es fruto de sentimientos morales.

La regla dada por Jesús no es de pura cortesía y de prudencia mundana, no es una exhortación moral general a ser modestos, sino una parábola sugerida por la búsqueda ansiosa de los primeros puestos y que expresa una verdad concerniente al reino de Dios: quien quiera entrar en el reino de Dios, ha de ser pequeño, ha de hacerse pequeño, no debe formular falsas pretensiones teniéndose por justo. La sentencia final da la clave: Dios humillará al que se ensalce. Al que se tiene por justo, que quiere hacer valer sus derechos delante de Dios, Dios mismo lo excluye de su reino; al pequeño, que no se tiene por digno de los dones de Dios, le hace Dios entrar en su reino. «Dios revela su secreto a los pequeños» (Eco_3:20). Ser pequeño es la primera condición para ser uno admitido en el reino de Dios (Eco_6:20). Con la misma sentencia se cierra también el relato del fariseo y del publicano en el templo. Allí reivindica el fariseo el primer puesto delante de Dios, como aquí en la comida; el publicano, en cambio, que no se estima digno del primer puesto, queda justificado delante de Dios.

El comportamiento en la comida descubre también quién puede participar en el banquete del reino de Dios. Para los cristianos no hay sólo reglas de pura urbanidad o de conveniencias cortesanas; para ellos, incluso el comportamiento en una comida corriente está significativamente envuelto en la sombra del misterio del reino de Dios. El reino de Dios lo abarca todo: el hombre, su comida, su comportamiento en la mesa, todas las esferas de su vida y de su ser. Dios lo es todo en todo. Nada se le puede sustraer; el Evangelio del reino reclama conversión.

Durante la última cena surge una disputa entre los discípulos acerca de las precedencias. «Surgió entre ellos una discusión sobre cuál de ellos debía ser tenido por mayor» (Eco_22:24). Jesús exige que uno se haga pequeño: «EI mayor entre vosotros pórtese como el menor; y el que manda, como quien sirve» (Eco_22:26). Jesús mismo se convierte en servidor: «¿Quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como quien sirve» (Eco_22:27). La celebración de la eucaristía se efectúa en el marco de servir y ser pequeño. De nuevo se tiende un arco que va del banquete terreno al banquete de los últimos tiempos, y entre ambos está el banquete sagrado de la comunidad. El arco que reúne a los tres es la actitud de ser pequeño: el Señor que se ha hecho servidor, Jesús en camino hacia Jerusalén, donde él, sirviendo, dará su vida como rescate por los muchos, esperando la exaltación. El camino de la salvación es el de hacerse pequeños.

c) La elección de invitados (Lc/14/12-14).

12 Decía también al que lo había invitado: Cuando des una comida o una cena, no convides a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que también ellos a su vez te inviten, y ello te sirva de recompensa. 13 Al contrario, cuando des un banquete, invita a pobres, tullidos, cojos, ciegos. 14 Dichoso tú entonces, pues ellos no tienen con qué recompensarte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos.

También el anfitrión, el que había invitado a la comida es implicado en el diálogo. Las palabras que se le dirigen no pueden considerarse una parábola. Jesús formula una verdad de vigencia perpetua mediante un imperativo aplicable a un determinado caso de la vida. La alocución dirigida al anfitrión quiere ser obligatoria. Jesús quiere que se cumpla lo que él dice, pero no sólo esto, sino algo más, como apunta él mismo.

La palabra dirigida al anfitrión está adaptada a él. Invitar es cuidado del anfitrión. Jesús no habla de esta comida presente, sino de una comida o de una cena, que éstas eran las dos refecciones del día. A la comida durante la cual está hablando Jesús, están invitados no sólo amigos, hermanos, parientes y vecinos ricos, sino también Jesús y quizá sus discípulos. La exhortación profética se expresa con consideraciones y afabilidad. ¿Por qué son invitados amigos, hermanos, parientes, vecinos ricos? Jesús, con sus palabras, quiere hacer reflexionar. Con amigos se está a gusto; los hermanos y los parientes pertenecen a la gran familia, y con su invitación «todo queda en casa». De los vecinos ricos se espera abundante compensación. La invitación está regida por el amor al propio yo. «Si amáis a los que os aman, ¿Qué gracia tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿qué gracia tenéis? También los pecadores hacen lo mismo» (6,32s). El distintivo del amor de los discípulos es: sin esperar nada a cambio (6,35). Su amor no debe ser sólo un amor que espera ser correspondido. Jesús no se contenta con un comportamiento basado en conveniencias o en esperanza de compensación. Hay que invitar a los más pobres entre los pobres: los tullidos, los cojos, los ciegos. De ellos no hay nada que esperar. No pueden invitar por su parte, no acarrean acrecentamiento del honor o de la influencia. Tampoco es un placer comer con ellos. Nadie los ve a gusto. En la comunidad de Qumrán no se admitían tullidos de pies o manos, cojos, sordos o mudos. El sordomudo, el ciego y el idiota no podían, en determinados sacrificios en el templo, poner sus manos sobre la cabeza de la víctima; a estas gentes se las excluía del culto oficial del templo. Precisamente a éstos es a los que hay que invitar, a fin de que se borre toda idea de compensación. En el sermón de la Montaña se pide todavía más a los discípulos: el amor de los enemigos. El amor a los enemigos no supone la menor esperanza de contracambio y compensación. «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada» (/Lc/06/35).

Quien está penetrado de tal desinterés y altruismo, tendrá participación en el reino de Dios. Dios le dará la compensación. El que en sus obras sólo busca a Dios, recibirá de él gracia, agradecimiento y recompensa. «Tened cuidado de no hacer vuestras buenas obras delante de la gente para que os vean; de lo contrario, no tendréis recompensa ante vuestro Padre que está en los cielos» (Mat_6:1).

En la comida que se celebró en casa del fariseo se hizo manifiesta la bondad munífica de Dios cuando el hidrópico obtuvo la curación en sábado. Dios se glorificó a sí mismo haciendo bien al más pobre. «Es bueno aun con los desagradecidos y malvados» (Mat_6:35). En la parábola del gran banquete dirige Dios mismo su invitación a los tullidos, a los ciegos y a los cojos (Mat_14:21). El discípulo representa la imagen de Dios. «Sed misericordiosos, como (y porque) vuestro Padre es misericordioso» (Mat_6:36); el discípulo da sin esperar compensación, su pensamiento está puesto en Dios. Dios se le revela (cf. Mat_5:16).

Las reglas del convite se convierten en reglas del banquete celestial del reino de Dios. La Iglesia primitiva puso empeño en que la regla de la invitación se viviera también en el banquete del Señor. ¿Lo logró? Pablo se queja de la comunidad de Corinto que se reúne para el banquete del Señor, de que cada uno toma anticipadamente su comida, que uno no tiene hambre y otro está ebrio: «¿Tenéis en tan poco las asambleas de Dios, que avergonzáis a los que no tienen?» (1Co_11:20-22). En la carta de Santiago se lee: «Suponed que en vuestra asamblea entra un hombre con anillo de oro y con vestido elegante, y que entra también un pobre con vestido sucio. Si atendéis al que lleva el vestido elegante y le decís: Tú siéntate aquí en lugar preferente; y al pobre le decís: Tú quédate allí de pie, o siéntate bajo mi escabel, ¿no juzgáis con parcialidad en vuestro interior y os hacéis jueces de pensamientos inicuos?» (Stg_2:2-4). ¿Dónde es más grande la gracia que se da, que en la mesa de la eucaristía? ¿Dónde es el hombre más mendigo que en esta mesa, en la que se le da comida y bebida «para perdón de los pecados» (Mat_26:28)? Como la parábola, también el imperativo termina con una mirada sobre los acontecimientos del fin de los tiempos, En aquella se prometía la exaltación, aquí la resurrección de los justos. Allí el camino pasaba por el abajamiento, aquí por el desinterés. Servir con amor desinteresado, dándolo todo, sin esperar nada: esto constituye al verdadero discípulo, que sigue a Jesús en el camino hacia Jerusalén, donde le aguarda la «elevación».

Jesús habla de retribución y recompensa. La idea de la recompensa no es la que determina la acción del discípulo, sino el Padre que está en los cielos. Quien así proceda, será recompensado misericordiosamente con la comunión con Dios en el reino de Dios. La recompensa se dará en la resurrección de los justos. No sólo los justos, sino también los pecadores han de resucitar (Hec_24:15). La suerte de Tiro y de Sidón en el juicio será más llevadera que la de las ciudades galileas, que rehusaron la fe a Jesús (Hec_10:14; Hec_11:31). Resucitarán para el juicio. «Los que hicieron el bien saldrán para resurrección de vida; los que hicieron el mal, para resurrección de condena» (Jua_5:29). La resurrección quiere ser promesa de felicidad, quiere cimentar bienaventuranzas.
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)



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Comentario Teológico a la 1era Lectura: M. Gallart - La sabiduría es humilde

Una cosa es lo que uno querría y otra lo que puede tener. Hay cosas «ocultas» que uno quisiera saber, pero no puede. Las palabras del Eclesiástico contienen hoy una exhortación a aprender a vivir ignorando las cosas «ocultas» (3,21-24). En efecto, hay cosas que al hombre "le vienen muy grandes" y, por tanto, no tiene por qué afanarse en comprenderlas.

Es señal de sensatez conocer las propias limitaciones. Por eso es humilde la sabiduría, porque sabe que la realidad es mucho más rica que su capacidad de abarcarla. El sabio se da cuenta de que ha recibido «más de lo que puede entender el espíritu humano» (23). El hombre, aunque lo olvide con frecuencia, es un desconocido para él mismo, ya que -a pesar de sus conocimientos- nunca sabe cuánto le queda por conocer. El sabio sabe muy bien cuán ignorante sería si hiciese de su conocimiento la medida de las cosas, cuando en realidad ni siquiera puede medirse a si mismo.

La cuestión más urgente del hombre, en cada momento, es qué ha de hacer. No es que el Eclesiástico desconfíe del saber y del pensamiento, de la ciencia. Lo que manifiesta es más bien que no comprende cómo hay hombres que se pierden en lucubraciones e imaginaciones vanas sobre cosas inalcanzables, mientras en su interior -contra la propia coherencia- son obstinados y orgullosos, amantes del peligro y pecadores. Y frente a esa obstinación injustificable, el texto leído pondera la ductilidad interior, el «corazón sensato» que, en lugar de encastillarse, sabe plegarse fácilmente a la persuasión y a la instrucción meditando los proverbios de los sabios. Por tanto, no es sabio el que sabe cosas o tiene muchos conocimientos, sino el que sabe vivir como conviene, siempre dispuesto a aprender, abierto y acogedor ante cualquiera que se le acerque. Así, es sabio el que hace limosna y ayuda a quien pasa necesidad o vive en la miseria; el que acoge las súplicas de los indigentes y escucha a los pobres, el que se esfuerza por liberar al oprimido y hace justicia con firmeza, no dando a nadie ocasión de maldecirlo. Por eso será «como hijo del Altísimo» (4,11), ya que Dios se comporta siempre así.
(M. GALLART, LA BIBLIA DIA A DIA, Ediciones CRISTIANDAD.MADRID-1981.Pág. 380 s)

 

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Comentario Teológico a la 2a. Lectura: Adrien Nocent - "Os habéis acercado...!

-Vosotros os habéis acercado al Mediador de la nueva alianza, Jesús (Heb 12, 18-24) El texto nos presenta una comparación entre la constitución del antiguo pueblo de Dios y la del nuevo pueblo de los bautizados. En el Sinaí había realidades y señales materiales que se ofrecían a los israelitas, fenómenos, por otra parte, terribles, puesto que los hijos de Israel pidieron no seguir oyendo las palabras pronunciadas por una voz que los amedrentaba. Aquí, se trata de un encuentro totalmente diferente. En la nueva historia, la del nuevo pueblo, no hay fenómenos semejantes.

Los bautizados se han acercado "al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo..., a la congregación de los primogénitos inscritos en el cielo". Sin aquellas manifestaciones externas y temibles de la Divinidad, los creyentes se han encaminado hacia el Señor, al grupo de bautizados, a la Iglesia, ese grupo de hombres que han venido a ser una sola cosa en el único Bautismo de un solo y único Espíritu, y cuyos nombres están inscritos en el cielo. Son primogénitos, porque todos participan íntimamente en la vida de Jesucristo, primogénito de todas las criaturas. Los cristianos se han dirigido a Dios mismo, juez de todos los hombres.

Los cristianos, pues, han entrado en contacto con el Señor mismo, y aunque el Señor juzga y sondea los riñones y los corazones, no se han aterrorizado al acercarse a él; han entrado, asimismo, en contacto con las almas de los justos, con sus difuntos que han llegado a su destino y son justos ante Dios; toda la Iglesia, terrestre y celeste, se hallaba presente y hacia ella se han dirigido los bautizados, todos los cristianos. Pero ante todo, es hacia Jesús, mediador de una nueva alianza, hacia donde se han dirigido. Precisamente por Jesús, el Mediador, se han atrevido a franquear esa distancia que separa a la condición humana del Señor de la gloria. Transformados por el bautismo en el Padre, el Hijo y el Espíritu, pueden vivir en íntima unión con la Trinidad. Tal es la situación del cristiano en el nuevo pueblo de Dios.
(ADRIEN NOCENT EL AÑO LITURGICO, SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 121 s.)

 

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Comentario Teológico I: Xavier Leon-Dufour - Humildad

I. LA HUMILDAD Y SUS GRADOS. La humildad bíblica es primeramente la modestia que se opone a la vanidad. El modesto, sin pretensiones irrazonables, no se fía de su propio juicio (Prov 3,7; Rom 12,3.16; cf. Sal 131,1). La humildad que se opone a la soberbia se halla a un nivel más Profundo: es la actitud de la criatura pecadora ante el omnipotente y el tres veces santo: el humilde reconoce que ha recibido de Dios todo lo que tiene (ICor 4,7); siervo inútil (Lc 17,10), no es nada por sí mismo (Gál 6,3), sino pecador (Is 6,3ss; Le 5,8). A este humilde que se abre a la gracia (Sant 4,6 = Prov 3,34), Dios le glorificará (1Sa 2,7s: Prov 15,33).

Incomparablemente más profunda todavía es la humildad de Cristo, que por su rebajamiento nos salva y que invita a sus discípulos a servir a sus hermanos por amor (Lc 22,26s) a fin de que Dios sea glorificado en todos (IPe 4,10s).


II. LA HUMILDAD DEL PUEBLO DE Dios. Israel aprende primeramente la humildad haciendo la experiencia de la omnipotencia (*poder) del Dios que le salva y que es el único altísimo. Conserva viva esta experiencia conmemorando las gestas de Dios en su *culto; este culto es una escuela de humildad; el israelita, al alabar y dar gracias imita la humildad de David que danza delante del arca (2Sa 6, 16.22) para glorificar a Dios, al que todo le debe (Sal 103).

Israel hizo también la experiencia de la pobreza en la prueba colectiva de la derrota y del *exilio o en la prueba individual de la *enfermedad y de la opresión de los débiles. Estas humillaciones le hicieron adquirir conciencia de la impotencia radical del hombre y de la miseria del pecador que se separa de Dios. Así se inclina el hombre a volverse a Dios con corazón contrito (Sal 51, 19), con esa humildad, hecha de dependencia total y de docilidad confiada, que inspira las súplicas de los salmos (Sal 25; 106; 130; 131). Los que alaban a Dios y le suplican que los salve se dan con frecuencia el nombre de "*pobres" (Sal 22,25.27; 34,7; 69,33s); esta palabra que designaba primeramente la clase social de los infortunados, adopta un sentido religioso a partir de Sofonías: *buscar a Dios es buscar la pobreza, que es la humildad (Sof 2,3). Después del día de Yahveh, el "resto" del pueblo de Dios será "humilde y pobre" (Sof 3,12; gr. praus y tapeinos; cf. Mt 11,29; Ef 4,2).

En el AT los modelos de esta humildad son *Moisés, el más humilde de los hombres (Núm 12,3) y el misterioso *siervo que, por su humilde sumisión hasta la muerte, realiza el designio de Dios (Is 53,4-10). Al retorno del exilio, profetas y sabios predicarán la humildad. El Altísimo habita con aquél que es humilde de espíritu y tiene corazón contrito (Is 57,15; 66,2). "El fruto de la humildad es el temor de Dios, riqueza, gloria y vida" (Prov 22,4). "Cuanto más grande seas, más debes abajarte para hallar gracia delante del Señor" (Eclo 3,18; cf. Dan 3,39: la oración del ofertorio "In spiritu humilitatis"). Finalmente, al decir del último profeta, el Mesías será un rey humilde; entrará en Sión montado en un pollino (Zac 9,9). Verdaderamente el Dios de Israel, rey de la creación, es el "Dios de los humildes" (Jdt 9,1ls).

III. LA HUMILDAD DEL HIJO DE DIOS. Jesús es el Mesías humilde anunciado por Zacarías (Mt 21,5). Es el Mesías de los humildes, a los que proclama bienaventurados (Mt 5,4= Sal 37,11; gr. praus = el humilde al que su sumisión a Dios hace *paciente y *manso). Jesús bendice a los *niños y los presenta como modelos (Mc 10,15s). Para ser como uno de esos pequeñuelos, a quienes Dios se revela y que son los únicos que entrarán en el *reino (Mt 11, 25; I8,3s), hay que aprender de Cristo, "maestro manso y humilde de corazón" (Mt 11,29) Ahora bien, este maestro no es solamente un hombre; es el Señor venido a salvar a los pecadores tomando una carne semejante a la suya (Rom 8, 3). Lejos de buscar su gloria (Jn 8,50), se humilla hasta lavar los pies a sus discípulos (Jn 13,14ss); él, igual a Dios, se anonada hasta morir en cruz por nuestra redención (Flp 2,6ss; Mc 10,45; cf. Is 53). En Jesús no sólo se revela el poder divino, sin el cual no existiríamos, sino también la caridad divina, sin la cual estaríamos perdidos (Lc 19,10).

Esta humildad ("signo de Cristo", dice san Agustín) es la del Hijo de Dios, la de la caridad. Hay que seguir el camino de esta humildad "nueva" para practicar el mandamiento nuevo de la caridad (Ef 4, 2; IPe 3,8s; "donde está la humildad, allí está la caridad,>, dice san Agustín). Los que "se revisten de humildad en sus relaciones mutuas" (IPe 5,5; Col 3,12) buscan los intereses de los otros y se ponen en el último lugar (Flp 2,3s; ICor 13,4s). En la serie de los *frutos del Espíritu pone Pablo la humildad al lado de la fe (Gál 5,22s); estas dos actitudes (rasgos esenciales de Moisés, según Eclo 45,4) están, en efecto, conexas, siendo ambas actitudes de abertura a Dios, de sumisión confiada a su gracia y a su palabra.

IV. LA OBRA DE Dios EN LOS HUMILDES. Dios mira a los humildes y se inclina hacia ellos (Sal 138,6; 113, 6s); en efecto, no gloriándose sino en su flaqueza (2Cor 12,9), se abren al poder de la gracia, que no es en ellos estéril (ICor 15,10). No sólo el humilde obtiene el perdón de sus pecados (Lc 18,14), sino que la *sabiduría del todopoderoso gusta de manifestarse por medio de los humildes, a los que el mundo desprecia (ICor 1,25.28s). De una virgen humilde, que sólo quiere ser su sierva, hace Dios la madre de su Hijo. nuestro Señor (Lc 1,38.43).

El que se humilla en la prueba bajo la omnipotencia del Dios de toda gracia y participa en las humillaciones de Cristo crucificado, será, como Jesús, exaltado por Dios a su hora y participará de la gloria del Hijo de Dios (Mt 23,12: Rom 8. 17; Flp 2,9ss; IPe 5,6-10). Con todos los humildes cantará eternamente la santidad y el amor del Señor, que ha hecho en ellos cosas grandes (Lc 1,46-53: Ap 4.8-II; 5,11-14).

En el AT la palabra de Dios lleva al hombre a la gloria por el camino de una humilde sumisión a Dios, su creador y su salvador. En el NT, la palabra de Dios se hace carne para conducir al hombre a la cima de la humildad que consiste en servir a Dios en los hombres, en humillarse por amor para glorificar a Dios salvando a los hombres.
(LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001)



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Comentario Teológico II: Santo Tomás de Aquino - Los doce grados de la humildad en la Regla de San Benito

La distinción de doce grados en la humildad conforme a la Regla de San Benito es adecuada. Son éstos: primero, tener siempre los ojos bajos y manifestar humildad interior y exterior; segundo, hablar poco, cosas razonables y en voz baja; tercero, no ser muy propenso a la risa; cuarto, callarse hasta ser interrogado; quinto, observar lo prescrito por la regla común del monasterio; sexto, creerse y mostrarse como el más indigno de todos; séptimo, creerse sinceramente indigno e inútil para todo; octavo, confesar los propios pecados; noveno, llevar con paciencia la obediencia en cosas ásperas y difíciles; décimo, someterse a los mayores por obediencia; undécimo, no tratar de satisfacer la propia voluntad; duodécimo, temer a Dios y acordarse de todos sus mandamientos.

Argumento: Como es evidente por lo que se ha dicho (a.2), la humildad se ocupa principalmente del apetito, en cuanto que el hombre refrena el ímpetu de su ánimo para que no busque desordenadamente las cosas grandes. Pero tiene en el conocimiento su norma, la cual consiste en que nadie se sobreestime. Y de la disposición interna de la humildad proceden algunos signos externos en palabras, actos y gestos, que dan a conocer lo que está interiormente oculto, al igual que sucede en las otras virtudes, puesto que, como se dice en Eclo 19,26, por su aspecto se conoce el hombre y por su semblante el prudente. Por eso en los grados anteriores (obj.1) de humildad figura algo que pertenece a la raíz de la humildad: el grado duodécimo, es decir, temer a Dios y conservar vivo el recuerdo de todos sus mandamientos.

Figura, igualmente, algo propio del apetito: el no buscar desordenadamente la propia excelencia. Esto tiene lugar de tres modos. En primer lugar, no siguiendo la propia voluntad, lo cual pertenece al grado undécimo. En segundo lugar, regulándola según el juicio del superior, lo cual constituye el grado décimo. En tercer lugar, no arredrándose ante las cosas duras y ásperas, lo cual constituye el noveno.

Figuran también elementos pertenecientes al juicio del hombre que conoce sus defectos. Esto, bajo tres aspectos: Primero, reconociendo y confesando los defectos propios, lo cual constituye el octavo grado. En segundo lugar, considerándose insuficiente para las cosas altas debido a los propios defectos, lo cual pertenece al séptimo grado. En tercer lugar, considerando a los demás mejores que uno mismo, lo cual constituye el sexto grado.

Figuran también cosas pertenecientes a los signos externos. En primer lugar, en los hechos, es decir, que el hombre no se aparte, en su modo de obrar, del camino común, lo cual pertenece al quinto grado. Las otras dos, en las palabras: el que el hombre no gaste el tiempo en palabras vanas, que es el cuarto grado, ni se exceda en el modo de hablar, lo cual constituye el segundo. Otras consisten en gestos exteriores: reprimir la altanería de la vista, lo cual pertenece al primero, y cohibir la risa y otros signos de alegría necia, que constituyen el tercer grado.
(Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 160, a. 6)



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Santos Padres: San Ambrosio - Lc 14, 1-24. La comida en casa del fariseo

195. Y después de todo eso se nos cuenta en primer lugar la curación de un hidrópico, en quien un flujo vehemente del cuerpo dificultaba las operaciones del alma y extinguía el vigor del espíritu. Y a continuación, cuando en aquel convite fue reprimido el deseo de un puesto más elevado, se nos da una lección de humildad; esta reprensión, sin embargo, está hecha con dulzura, para que la fuerza de la persuasión lograra suavizar la aspereza de la corrección y también con el fin de que la razón viera provechoso el deseo de la persuasión y la advertencia corrigiera el mal deseo. Y a ella precisamente se unió como vecino inmediato la bondad, que ha sido distinguida por la misma pa­labra divina al definirla como un ejercicio para con los pobres y débiles; ya que el ser misericordioso con los que nos van a devolver el beneficio, es una actitud propia de la avaricia.

196. Y al fin, como si se tratara de un veterano que ha ter­minado su servicio, se le pide que desprecie las riquezas. Y es que es absolutamente cierto que el que por estar dominado por bajos instintos, se esfuerza por adquirir bienes terrenos, no podrá conseguir el reino de los cielos, ya que dice el Señor : Vende todos los bienes y sígueme (Mt 19, 21); ni tampoco lo podrá conseguir el que compra los bueyes, puesto que Eliseo mató los que tenía o los distribuyó entre el pueblo (1 R 19, 21); como tampoco el que se casa, puesto que ese tal piensa en las cosas del mundo y no en las de Dios; y no es que con esto se quiera condenar el matrimonio, pero sí que la virginidad es considerada como un estado más glorioso, puesto que la mujer soltera y la viuda se preocupan de las cosas del Señor, es decir, procura ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Más la casada se preocupa de las cosas del mundo, es decir, a ver cómo agradará a su marido (1 Co 7, 34).

197. Pero con el fin de que podamos tratar ahora con un poco más de delicadeza a los esposos, como ya antes lo hemos hecho con las viudas, nos adheriremos a esa opinión seguida por muchos, según la cual, hay tres clases de hombres que son excluidos de aquel gran banquete, a saber: los gentiles, los judíos y los herejes.

198. Y por eso el Apóstol afirma que hay que huir de la avaricia (Rm 1, 29), no vaya a ser que, impedidos como los gentiles por la iniquidad, por la maldad, impureza y avaricia, no podamos llegar al reino de Cristo; pues todo el que es avaro, impuro —que equivale a idólatra—, no tiene parte en la heren­cia del reino de Cristo y de Dios (Ef 5, 5).

199. Los judíos, en verdad, por atender a las observancias materiales, se impusieron las cargas de la Ley, por lo cual, como dice el profeta: Hemos de romper sus lazos y arrojar de nosotros sus coyundas (Sal 2, 3); ya que nosotros hemos recibido a Cristo, que ha puesto sobre nuestros hombros el suave yugo de su gracia. Los cinco yugos representan a los diez mandamientos o a los cinco libros de la Ley antigua, de los cuales parece hablar el Evangelio cuando se lee que dice (el Señor) a la samaritana: Tú has tenido cinco maridos (Jn 4, 18).

200. En verdad, la herejía, como otra Eva, tienta la orto­doxia de la fe con su femenino sentimentalismo, y, dejándose caer con suma facilidad por la pendiente, se une a una aparien­cia de hermosura, rechazando la belleza sin mancha de la ver­dad. Y ésta es la razón por la que se excusan (los invitados), ya que el reino no está cerrado más que para aquel que, por el testimonio de su propia voz, se quiera excluir; con todo, el Señor invita a todos con dulzura, pero nuestra pereza o error nos aparta.

201. En efecto, aquel que compró la granja quedó excluido del reino —ya que en tiempo de Noé, como has leído, el diluvio acabó con los que compraban y vendían (Mt 24, 37-39), como lo quedó asimismo el que prefirió el yugo de la Ley al don de la gracia y el que se excusó por razón de haber contraído matrimonio; porque está escrito: Si alguno quiere venir a Mí y no odia a su padre, a su madre y esposa, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26). Y, si el Señor, por ti, renuncia a su madre, diciendo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (Mt 12, 48), ¿por qué razón tú los vas a poner delante del Señor en tu afecto? Ahora bien, el Señor no manda ni renunciar a la naturaleza ni tampoco ser su esclavo, sino tratarla de tal manera, que dé su merecido culto al Autor de ella y nunca, por el amor a tus padres, te apartes de Dios.

202. Y por eso, al ver que el orgullo de los ricos le rechaza, se entrega a los gentiles y ordena que tanto los buenos como los malos entren a tomar parte en el banquete, con el fin de hacer progresar a los primeros y atraer hacia el bien las malas disposiciones de los segundos, para que se cumpla lo que hoy hemos leído: Entonces los lobos y los corderos apacentarán juntos (Is 65, 25). El invita a los pobres, a los enfermos, a los ciegos mostrándonos con ello o que la enfermedad corporal a nadie excluye del reino, o también que el que tiene menos incentivos para pecar, peca más raras veces, o, finalmente, que la misericordia del Señor es la que cura la enfermedad de los pecados, con el fin de que el que se vea rescatado de su falta se dé cuenta que lo ha sido, no por sus obras, sino por la fe, para que, cuando se quiera gloriar, se gloríe en el Señor (Rm 9, 32; 1 Co 1, 31).

203. Y envía a sus criados a las afueras de los caminos, ya que la prudencia grita en las calles (Pr 1, 20). Les envía a las plazas, porque quiere decir a los pecadores que cambien sus anchos caminos por la vía estrecha que conduce a la vida (Mt 7, 13ss). Y los manda también por los caminos y cercados, porque allí, ciertamente, se hacen aptos para el reino de los cielos todos aquellos que, lejos de las preocupaciones de los placeres de este mundo, se elevan hacia las cosas futuras, como si estuvieran fuer­temente arraigados en el camino de la buena voluntad y, aseme­jándose a un cercado, que es el encargado de separar los terrenos cultivados de los incultos, saben distinguir el bien del mal y oponer a las tentaciones del espíritu malvado la valla de la fe. Así el Señor, para demostrar que su viña había sido defendida, dijo: Yo la he cercado y la he rodeado de una fosa (Mt 21, 33). Y el Apóstol dice que se ha levantado un muro en medio del cercado para romper la monotonía de la cerca (Ef 2, 4). Y es que, en verdad, hay que buscar la fe y la razón y a éstas se las busca en las plazas, es decir, en los lugares más recónditos de los pensamientos íntimos, porque está escrito: Que tus aguas se derramen sobre tus plazas (Pr 5, 16).

204. Pero no están cumplidos todos los requisitos con en­trar el que es llamado, es necesario que tenga el vestido propio de la boda, es decir, la fe y la caridad. Y por eso todo el que no lleve al altar de Cristo la paz y la caridad, será atado de pies y manos y arrojado a las tinieblas exteriores. Allí habrá llanto y crujir de dientes. ¿Qué representan estas tinieblas exteriores? ¿Acaso será que algunos tendrán que soportar allí también la cárcel y los trabajos forzados? No. Pero todos los que están excluidos de lo que prometen los mandamientos celestiales, se encuentran en las tinieblas exteriores, ya que los mandamientos de Dios son luz (Jn 12, 35), y todo el que vive sin Cristo, yace en las tinieblas, porque Cristo es la luz del alma.

205. Por tanto, aquí no se trata de un crujir de dientes en sentido material, ni de un fuego perpetuo de llamas mate­riales, ni de un gusano como los de este mundo. Pero de la misma manera que, por una abundancia excesiva de alimentos, se originan fiebres y aparecen gusanos, así también, si uno no hace de sus pecados una especie de cocción por medio de la sobriedad y de la abstinencia, y, en lugar de eso, va sumando a los pecados de antes otros nuevos, dando así lugar a una indi­gestión, debida a la unión de las faltas nuevas amontonadas so­bre las viejas, será consumido por su propio fuego y devorado por sus propios gusanos. Por eso dijo Isaías: Caminad a la luz de vuestro fuego y a la luz de la llama que encendisteis (Is 50, 11). El fuego es quien engendra la tristeza de los pecados; el gusano viene a significar que los pecados del alma, que son algo tan irracional, atacan la mente y los sentidos del culpable y roen las entrañas de la conciencia (Sb 12, 5); esos pecados nacen del cuerpo del pecador de un modo análogo a como aparecen los gusanos. Y así lo declaró el Señor por Isaías, diciendo: Y ve­rán los miembros de los hombres que pecaron contra mí; y, en verdad, su gusano no morirá ni se extinguirá su fuego (Is 66, 24).

206. El crujir de los dientes es también una señal de un estado de indignación, y es que uno se arrepiente, llora y se aíra, aunque ya demasiado tarde, de haber pecado con una mali­cia tan pertinaz.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 195-206, BAC Madrid 1966, pág. 443-49)

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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Los primeros puestos

Más escribas y fariseos no sufrían de vanagloria sólo en esas cosas, sino en otras también tan sin tomo como ésas. Porque quieren—dice el Señor—el primer diván en los banquetes y las primeras sillas en las sinagogas y que los saluden en las plazas y los llame la gente..."Rabbi". Todo esto, que parecen minucias, es causa de grandes males. Estas minucias han trastornado a ciudades e iglesias. A mí me vienen ahora ganas de llorar al oír hablar de primeras sillas y de saludos, pues considero cuán grandes males se han seguido de ahí a las iglesias de Dios. No hay por qué os lo explique aquí a vosotros ahora y, por otra parte, los que son viejos no necesitan enterarse de ellos por nosotros. Y considerad, os ruego, dónde se dejaban dominar de la vanagloria: allí donde se les mandaba vencerla, en las sinagogas, adonde entraban para instruir a los demás. Porque tener vanidad en los convites, no parece, hasta cierto punto, tan gran mal, si bien el maestro aun en los convites ha de ser admirado.

No sólo en la iglesia, sino en todas partes. Porque al modo que el hombre, dondequiera que aparezca, es diferente de los animales, así, el maestro ha de manifestarse maestro tanto cuando habla como cuando calla, cuando come o cuando hace otra cosa cualquiera. Su andar, su mirar, su talle, todo, en una palabra, ha de mostrar quién es. Ellos, empero, eran en todas partes ridículos, se cubrían dondequiera de oprobio, afanosos de buscar lo mismo que habían de huir. Porque aman—dice—los primeros puestos. Y si el amor es culpa, ¿qué será el hacer? ¿Qué mal no será andar a caza de esos puestos y no cejar en el empeño hasta alcanzarlos?

CONTRA SOBERBIA, HUMILDAD

Ya que el Señor les ha prohibido la ambición de primeros puestos, ya que los ha curado de esta grave enfermedad, les enseña seguidamente cómo han de huirla por medio de la humildad. De ahí que añada: El mayor entre vosotros, sea vuestro ministro. Porque todo el que se exaltare, será humillado, y todo el que se humillare, será exaltado. Nada hay comparable a la humildad; de ahí que el Señor está continuamente recordando a sus discípulos esta virtud. Cuando puso en medio de ellos a unos niños pequeños y ahora; cuando proclamó las bienaventuranzas, por la humildad empezó, y ahora de raíz arranca el orgullo diciendo: El que se humillare será exaltado. Mirad cómo lleva el Señor a sus oyentes a lo diametralmente opuesto. Porque no sólo prohíbe ambicionar los primeros puestos, sino que manda buscar los últimos. Así—parece decirnos—alcanzaréis vuestro deseo. De ahí que quien desee los primeros puestos, ha de ponerse en el último lugar. Porque: El que se humillare será exaltado.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (II), homilía 72, 2-3, BAC Madrid 1956, 456-59)

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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - La humildad

Al considerar el evangelio de este domingo, donde Jesús nos deja una lección sobre la humildad, debemos recordar que en la Sagrada Escritura la idea de banquete se asocia, entre otras cosas, a la esperanza del cielo. La alegría y la saciedad que producen la buena comida y el vino del convite prefiguran el gozo sin límites de la gloria celestial. No en vano Isaías profetizó: "El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos... destruirá la muerte para siempre... alegrémonos y regocijémonos de su salvación".

A semejanza de tantos otros lugares del evangelio, acá se nos habla del fin del hombre, que es la unión definitiva con Dios y la participación en su gloria, al tiempo que se nos indica cómo llegar a ese cielo prometido, recomendándonos hoy la virtud de la humildad.

Observemos antes, sin embargo, cómo el dueño de casa no sólo es el que invita al banquete y franquea las puertas de la sala, sino también quien dispone el lugar que corresponde a cada uno. La salvación no es algo que podamos alcanzar por nosotros mismos sino que es preciso contar ineludiblemente con el auxilio de la gracia de Dios, pues, como enseña Santo Tomás de Aquino "la gracia y la gloria son del mismo género, porque la gracia no es otra cosa que el comienzo de la gloria en nosotros... y la gracia que poseemos contiene en germen todo lo que es necesario para la gloria". No podemos llegar al cielo con nuestras solas fuerzas humanas. Necesitamos la ayuda de la gracia que sólo nos brinda Aquel que dijo: "Sin mí nada podéis hacer". No podemos, por ejemplo, sin la gracia, conocer a Dios con la luz de la fe, amarlo sobre todas las cosas, perseverar por largo tiempo en la vida virtuosa o rechazar todas las tentaciones, y evitar los pecados o arrepentimos de ellos después de haberlos cometido. Bien ha dicho Santa Teresa: "Mirad que lo puede todo y que nosotras no podemos nada, sino que Él nos hace poder".

Dios nos invita a gozar de Él en el cielo y ofrece la gracia que nos permite llegar a la ansiada meta, pero esa gracia no podemos alcanzarla sin la humildad. ¿Por qué es esta virtud necesaria para recibir los dones divinos? Porque el verdaderamente humilde sabe que es insignificante delante de Dios, reconociendo que sólo Él es grande, y que en comparación a la suya todas las grandezas humanas son como polvo y ceniza, ya que según nos enseña también Santa Teresa, "la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada". Semejante anonadamiento va despojando al alma de sus imaginadas perfecciones, y al vaciarse ésta de sí misma, prepara el terreno para recibir el influjo bienhechor del amor divino que nos salva: "Cuanto más grande seas, más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor", hemos oído hoy en la lectura del libro del Eclesiástico.

Qué bien entendemos ahora la lección de Jesús que nos exhorta a evitar los primeros puestos porque "los últimos serán los primeros". Si nos dejamos arrastrar por la soberbia, que es mortal para la vida espiritual, "no hay remedio para el mal del orgulloso", según lo escuchamos en la primera lectura; si permitimos, en cambio, que el Señor actúe en nuestro corazón humilde, escucharemos la consoladora voz que nos invitará a ascender, a acercarnos más a ese Dios que es nuestra recompensa.

Debemos, primeramente, ser humildes delante de nuestro Padre del cielo, reconociendo que nada seríamos si Él no nos hubiera amado primero con su amor creador que nos sacó de la nada, y con su amor redentor que nos levantó y nos levanta del pecado y nos conduce a la Vida eterna. Es difícil, para nuestra naturaleza orgullosa, aceptar esta sumisión total, pero podemos ayudarnos para ello mirando el ejemplo de Jesucristo que siendo Dios "tomó la condición de esclavo y se humilló hasta la muerte", como escribe San Pablo a los filipenses. Nadie como Él supo humillarse y nadie tampoco como Él fue "ensalzado" de modo más eminente.

La humildad frente a Dios debe llevarnos también a vivir esta virtud en nuestro trato con los demás. Si todos hemos recibido de lo alto nuestra vida natural y sobrenatural, tenemos un Padre común, y así nace la necesidad de ser humildes con el prójimo.

Ni siquiera la convicción de que somos moralmente superiores a otra persona, debido a la comparación de nuestra conducta y la suya, puede alimentar el orgullo, ya que "no hay pecado ni crimen cometido por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de mi fragilidad; y si aún no lo he cometido, es porque Dios, en su misericordia, no lo ha permitido y me ha preservado en el bien", según nos enseña San Agustín.

También el trato con los pobres es una escuela de humildad que Jesús hoy nos recomienda. El orgullo inclina generalmente a frecuentar a los grandes del mundo, porque nos creemos también grandes, y así entonces se nos hace difícil la conquista de la humildad. Por eso Jesús, después de habernos indicado el camino del anonadamiento y del desprecio de nosotros mismos, nos enseña en este evangelio a no desdeñar a los pobres sino, al contrario, a tratarlos y agasajarlos, porque serán ellos los mejores guardianes de nuestra humildad. Su indigencia los tiene habituados a considerarse vacíos y despojados, experimentando cada día la necesidad del auxilio ajeno para poder vivir, y así pueden enseñamos con su ejemplo a practicar esta virtud tan valiosa pero tan ardua. Con el Cardenal Merry del Val podemos repetir:

Jesús, hazme la gracia de desear:
Que los otros sean más amados que yo,
Que los otros sean más estimados que yo,
Que los otros se engrandezcan en la opinión del mundo y yo disminuya.

Que los otros sean escogidos y yo no.
Que los otros sean ensalzados y yo desdeñado.
Que los otros puedan serme preferidos en todo.
Que los otros sean más santos que yo, con tal que yo sea lo más santo que pueda ser.

Ahora vamos a continuar el Santo Sacrificio de la Misa donde Jesús, no contento con los oprobios de la Pasión, que vamos a renovar sobre el altar, se ofrece como alimento para ser comido y bebido por los indignos pecadores, dejándonos la suprema lección de la humildad hasta el fin.
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed. Gladius, 1994, pp. 252-255).


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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Lc 14, 1.7-14 La humildad y la santidad


Dice Lucas que en el banquete al que fue Cristo invitado por un jefe de los fariseos “lo observaban”… pero paradójicamente Cristo fue, como en muchas ocasiones, más observador que ellos.

Aprovecha la situación y les enseña parábolas en donde se habla de un banquete, además, una se refiere a lo que acontecía con los invitados en ese momento “elegían los primeros puestos”, la segunda parábola va dirigida al dueño de casa[1] y la tercera es en respuesta a lo que le pregunta un comensal, pero esta no está en el presente Evangelio.

De la parábola de los que se pelean por los primeros puestos, un hecho bastante patético, Cristo saca una enseñanza de sentido común, diríamos de urbanidad, al asistir a un banquete. Pero la enseñanza es más profunda que una norma de urbanidad. Se halla encerrada en el último versículo y se refiere a la humildad: “el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado”.

Jesús conoce a los fariseos y aprovecha la oportunidad para llamar la atención sobre su ambición. Buscaban las apariencias y que los tuvieran por grandes, se ensalzaban hinchados de soberbia.

La humildad es la base del edificio espiritual y consiste en el reconocimiento de nuestra creaturidad herida por el pecado y consecuentemente en la misión o vocación que Dios ha asignado a nuestra existencia terrena. La humildad es la virtud de nuestra verdad existencial. ¡Qué son los cargos, los dones naturales, los conocimientos terrenos, las distinciones, el poder, la posesión de bienes, las riquezas! Siempre seremos criaturas.

Esta humildad es la que nos hace cumplir todos los mandamientos de Dios, de Cristo y de la Iglesia. Humillarnos bajo la poderosa mano de Dios para que Él nos eleve a su tiempo siguiendo el ejemplo de Jesús que se humilló voluntariamente a sí mismo y por eso Dios lo exaltó[2]. Y esta humillación voluntaria es la que nos hace humildes en todo y para con todos: “servíos por amor los unos a los otros”[3] y termina en la exaltación de la justificación.

La santidad no se alcanza sino por la humildad y a mayor humildad mayor santidad. Decía San Agustín que cuanto más alto queramos el edificio de la vida espiritual más hondos cimientos de humildad debemos cavar.

Jesús quiere que nos hagamos como niños, que nos distingamos por el servicio a nuestros hermanos, que busquemos los últimos lugares y ser los últimos según el mundo, que nos hagamos pequeños para conocer sus misterios, que obedezcamos como Él, que aceptemos nuestra vocación con alegría y humildad. Jesús quiere que desde el primer momento nos pongamos en el último lugar. Probablemente Él en el banquete llegó y se colocó en el último lugar y luego lo llamaron junto al dueño de casa.

¡Humillarnos para ser ensalzados! Sí, aquí en la tierra ya Dios nos recompensará, el ciento por uno, pero busquemos la exaltación eterna, el cielo, ver a Dios.

Para ser humildes hay que saber sufrir humillaciones, decía el Cardenal Del Vals en sus letanías de la humildad. La humillación de obedecer a nuestros superiores, a los que ha puesto Dios como cabeza nuestra. En la familia el esposo, en la ciudad las autoridades legítimas, en las comunidades los superiores o responsables. ¿Y cuando no tiene razón? Mayor humillación para nosotros y mayor humildad de nuestra parte si obedecemos, salvo el caso que nos manden pecar. En este caso no debemos obedecer porque el superior deja de representar a Dios.

La humildad es amiga de la paz, de la obediencia, de la mansedumbre. No está reñida con la fortaleza ni con la libertad, tiene por compañera la paciencia. Da vía libre a la realización de las personas y no excluye, sino por el contrario, da seguridad al alma grande.

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Aplicación: San Juan Pablo II - El invitado

La liturgia de hoy -y sobre todo el Evangelio- nos dice a cada uno, a cada hombre, que es “invitado”. A lo largo de la historia se ha tratado de distintos modos -y se trata actualmente- de expresar la verdad sobre el hombre, y de una respuesta a esta pregunta: ¿Quién es el hombre?

Cristo llama al hombre “el invitado” y lo manifiesta directamente en algunas parábolas e indirectamente en todo el Evangelio. El hombre es un “invitado” por Dios. No sólo ha sido llamado a la existencia como todas las demás criaturas del mundo visible, sino que desde el primer momento de su existencia y para todo el tiempo de su vida terrena, ha sido invitado; invitado a un “banquete”, o sea, a la intimidad y comunión con el mismo Dios, más allá del ámbito de esta existencia terrena.


Esta invitación es decisiva por lo que respecta a la dimensión cabal de la vida humana.
Al aceptar el hecho de ser “invitado”, el hombre vuelve a encontrar la verdad plena sobre sí. Y descubre asimismo su puesto justo entre los demás hombres. En esto consiste el significado fundamental de la humildad de que habla Cristo en el Evangelio de hoy, cuando recomienda a los invitados a la “boda” que no ocupen el primer puesto, sino el último, en espera del puesto definitivo que les señalará el amo.

"En esta parábola está oculto un principio fundamental, o sea, que para descubrir que ser hombre significa ser invitado, es necesario dejarse guiar por la humildad. El juicio desatinado sobre sí mismo ofusca en el hombre lo que está inscrito profundamente en su humildad, es decir el misterio de la invitación que viene de Dios.

En la oración que rezaremos dentro de poco se repetirán las palabras de María de Nazaret: “Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum”. Que estas palabras nos ayuden siempre a volver a descubrir continuamente esta verdad que cada uno de nosotros está “invitado” en Jesucristo. Y nos ayuden a responder a esta invitación que nos hace Dios, en la que se sintetiza la justa dignidad del hombre.
(Ángelus, 31 de agosto 1980)


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Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Vigésimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario - Año C


1.- En el Evangelio de hoy Cristo nos dice que seamos humildes. Que nos pongamos los últimos.

2.- Las personas que siempre quieren ocupar los primeros puestos resultan repelentes. Van por la vida dando codazos y pisotones.

3.- La soberbia es el peor de los pecados. Es el pecado que convirtió a los ángeles en demonios.

4.- Por otra parte, la humildad hace agradables a las personas. La persona humilde es apreciada por todo el mundo.

5.- Pero quiero advertir que la humildad es la verdad.

6.- No es humilde el que piensa que no sirve para nada. Sino el que reconoce con verdad sus cualidades y sus defectos.

7.- Hay que agradecer a Dios las cualidades que nos ha dado. El no reconocerlo es una ingratitud a Dios.

8.- Pero sin envanecernos. Dice San Pablo: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿de qué te engríes»? Por eso la persona humilde procura poner sus cualidades a disposición de los demás.

9.- Y también reconocer nuestras limitaciones y defectos. Tampoco creernos más de lo que somos.

10.- Es curioso que con frecuencia reconocemos que tenemos tal o cual limitación; pero si alguien nos lo dice, nos sentimos dolidos. El humilde acepta con gusto los defectos que otra persona le señala, si se trata de una persona bien informada y que quiere ayudarnos.

11.- El humilde también valora a los demás. Se alegra de las cualidades que tienen. No siente envidia de los que son superiores.

 

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Directorio Homilético - Vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario C


CEC 525-526: la Encarnación, un misterio de humildad
CEC 2535-2540: el desorden de las concupiscencias
CEC 2546, 2559, 2631, 2713: la oración nos llama a la humildad y a la pobreza de espíritu
CEC1090, 1137-1139: nuestra participación en la Liturgia celeste
CEC 2188: el domingo nos hace partícipes en la asamblea festiva del cielo

525 Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre (cf. Lc 2, 6-7); unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo (cf. Lc 2, 8-20). La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche:

La Virgen da hoy a luz al Eterno
Y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible.
Los ángeles y los pastores le alaban
Y los magos avanzan con la estrella.
Porque Tú has nacido para nosotros,
Niño pequeño, ¡Dios eterno!

(Kontakion, de Romanos el Melódico)

526 "Hacerse niño" con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (cf. Mt 18, 3-4); para eso es necesario abajarse (cf. Mt 23, 12), hacerse pequeño; más todavía: es necesario "nacer de lo alto" (Jn 3,7), "nacer de Dios" (Jn 1, 13) para "hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12). El Misterio de Navidad se realiza en nosotros cuando Cristo "toma forma" en nosotros (Ga 4, 19). Navidad es el Misterio de este "admirable intercambio":

O admirabile commercium! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad (LH, antífona de la octava de Navidad).


I EL DESORDEN DE LA CODICIA

2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no tenemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido a otro.

2536 El décimo mandamiento proscribe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de lo pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:

Cuando la Ley nos dice: "No codiciarás", nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed del bien del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: "El ojo del avaro no se satisface con su suerte" (Si 14,9) (Catec. R. 3,37)

2537 No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por justos medios. La catequesis tradicional señala con realismo "quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas" y a los que, por tanto, es preciso "exhortar más a observar este precepto":

Los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles...Los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos... (Cat. R. 3,37).

2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (cf 2 S 12,1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4,3-7; 1 R 21,1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2,24).

Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros...Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo...Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras (S. Juan Crisóstomo, hom. in 2 Co, 28,3-4).

2539 La envidia es un pecado capital. Designa la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea indebidamente. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:

San Agustín veía en la envidia el "pecado diabólico por excelencia" (ctech. 4,8). "De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad" (s. Gregorio Magno, mor. 31,45).

2540 La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:

¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado -se dirá- porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros (S. Juan Crisóstomo, hom. in Rom. 7,3).

2546 "Bienaventurados los pobres en el espíritu" (Mt 5,3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres de quienes es ya el Reino (Lc 6,20):

El Verbo llama "pobreza en el Espíritu" a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el Apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: "Se hizo pobre por nosotros" (2 Co 8,9) (S. Gregorio de Nisa, beat, 1).

2559 "La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes"(San Juan Damasceno, f. o. 3, 24). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde "lo más profundo" (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. "Nosotros no sabemos pedir como conviene"(Rom 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (cf San Agustín, serm 56, 6, 9).

2631 La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf el publicano: "ten compasión de mí que soy pecador": Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf 1 Jn 1, 7-2, 2): entonces "cuanto pidamos lo recibimos de El" (1 Jn 3, 22). Tanto la celebración de la eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.

2713 Así, la contemplación es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza. La oración contemplativa es una relación de alianza establecida por Dios en el fondo de nuestro ser (cf Jr 31, 33). Es comunión: en ella, la Santísima Trinidad conforma al hombre, imagen de Dios, "a su semejanza".

1090 "En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra Vida, y nosotros nos manifestamos con El en la gloria" (SC 8; cf. LG 50).

I ¿QUIEN CELEBRA?

1136 La Liturgia es "acción" del "Cristo total" (Christus totus). Por tanto, quienes celebran esta "acción", independientemente de la existencia o no de signos sacramentales, participan ya de la Liturgia del cielo, allí donde la celebración es enteramente Comunión y Fiesta.


La celebración de la Liturgia celestial

1137 El Apocalipsis de S. Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que "un trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono" (Ap 4,2): "el Señor Dios" (Is 6,1; cf Ez 1,26-28). Luego revela al Cordero, "inmolado y de pie" (Ap 5,6; cf Jn 1,29): Cristo crucificado y resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4,14-15; 10, 19-21; etc), el mismo "que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado" (Liturgia de San Juan Crisóstomo, Anáfora). Y por último, revela "el río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero" (Ap 22,1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4,10-14; Ap 21,6).

1138 "Recapitulados" en Cristo, participan en el servicio de la alabanza de Dios y en la realización de su designio: las Potencias celestiales (cf Ap 4-5; Is 6,2-3), toda la creación (los cuatro Vivientes), los servidores de la Antigua y de la Nueva Alianza (los veinticuatro ancianos), el nuevo Pueblo de Dios (los ciento cuarenta y cuatro mil, cf Ap 7,1-8; 14,1), en particular los mártires "degollados a causa de la Palabra de Dios", Ap 6,9-11), y la Santísima Madre de Dios (la Mujer, cf Ap 12, la Esposa del Cordero, cf Ap 21,9), finalmente "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7,9).

1139 En esta Liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el Misterio de la salvación en los sacramentos.

2188 En el respeto de la libertad religiosa y del bien común de todos, los cristianos deben reclamar el reconocimiento de los domingos y días de fiesta de la Iglesia como días festivos legales. Deben dar a todos un ejemplo público de oración, de respeto y de alegría, y defender sus tradiciones como una contribución preciosa a la vida espiritual de la sociedad humana. Si la legislación del país u otras razones obligan a trabajar el domingo, este día debe ser al menos vivido como el día de nuestra liberación que nos hace participar en esta "reunión de fiesta", en esta "asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos" (Hb 12,22-23).

 



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EJEMPLOS


Humillación
Una señora devota se quejó un día ante el Padre Liebermann de una humillación que había sufrido injustamente. El sacerdote le contestó suavemente: "Nuestro Señor tenía que humillarse mucho más esta mañana, en la sagrada comunión, al entrar en el corazón de usted".


Como pese el papel
Hubo en Valencia un sacerdote llamado Mosén Simón que ha hecho llegar hasta nuestros días la fama de su santidad y de su caridad con los pobres. Un día una pobre viuda, hecha un mar de lágrimas, le pidió que le diera cien escudos para casar a una hija, cuya honestidad peligraba, y que sin esa cantidad perdía casamiento.

Se afligió el sacerdote, porque no los tenía, y cortando dos dedos de papel escribió a un amigo, rico comerciante, estas palabras: “Mi señor, por las entrañas de la misericordia de Dios, ruego a usted que le dé a esa pobre para una grave necesidad que padece tantas monedas como pese ese papel”.

Leyó la carta el rico, y pensó que si no había de dar más monedas que las que aquel papel pesara, pocas monedas necesitaría para socorrer la necesidad. Pero conociendo la santidad de su amigo, puso en un platillo del peso el papel, y el platillo se fue a fondo. Empieza el otro a echar monedas, y el papel no subía; fue añadiendo, y cuando hubo echado los cien escudos, subió el otro platillo y la balanza quedó en el fiel. Socorrió la necesidad y cundió por todas partes la fama del prodigio.

¡Cómo pesa en la balanza de Dios, mis hermanos, todo lo que se hace con los pobres! En el día del Juicio de Dios todas vuestras obras de caridad pesarán en aquella balanza de la justicia más que vuestros propios pecados, y el Señor tendrá misericordia de aquel que hiciere misericordia. Entonces oiréis las dulces palabras del premio: tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; lo que con ellos hicisteis, conmigo lo hicisteis. Entrad ahora por vuestra caridad al santo gozo de vuestro Señor.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 47)

 

(Cortesía: iveargentina.org et alii)

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