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Domingo 31 del Tiempo Ordinario C - 'Zaqueo' - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

Recursos adicionales para la preparación

 



A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Zaqueo (Lc.19,1-10)

Comentario Teológico: Xavier Leon-Dufour - Penitencia, conversión

Santos Padres: San Ambrosio - La entrada en Jericó: Zaqueo (Lc.19,1-10)

Santos Padres: San Agustín - Zaqueo

Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S.J. - La conversión

Aplicación: San Juan Pablo II - El encuentro con Cristo

Aplicación: Benedicto XVI - La misericordia de Jesús

Aplicación: Papa Francisco - El encuentro

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - “Hoy ha entrado la salvación a esta casa”

Directorio Homilético: Trigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario

EJEMPLOS

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

COMENTARIOS A Las Lecturas del Domingo



Exégesis: Alois Stöger - Zaqueo (Lc.19,1-10)

1 Entró en Jericó y atravesaba la ciudad. 2 Y había allí un hombre, llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos y muy rico, 3 el cual trataba de ver quién era Jesús, pero no podía por causa de la multitud, ya que él era pequeño de estatura. 4 Y echó a correr hacia delante y se subió a un sicómoro para ver a Jesús, pues tenía que pasar por allí.

Jesús va por la ciudad. Hay gran aglomeración. Un hombre de estatura pequeña, al que nadie hace sitio, se abre paso por entre la multitud. Echa a correr delante de la gente. Trepa a un sicómoro que se halla junto al camino. El hombrecillo se llama Zaqueo («Dios se ha acordado» = Zacarías). El hombre era jefe de publicanos. Tiene arrendados los impuestos de la aduana y del mercado y los recauda por medio de ayudantes. Jericó era ciudad aduanera lindante con la provincia de Arabia, era ciudad exportadora de bálsamo. En su calidad de publicano, era Zaqueo, para los judíos, pecador; como rico que era, presentaba también un «caso difícil» para el mensaje de Jesús (18,24).

En este hombre, que aparentemente sólo vive para el dinero, que ha prostituido su fidelidad al pueblo de Dios y su honor de pertenecerle, arde el deseo de ver a Jesús. El ciego quiere oír, el publicano quiere ver. Por la vista y por el oído llega la salvación al hombre. Los mensajeros del Bautista recibieron de Jesús el encargo: «Id a contar a Juan lo que habéis visto y oído» (7,22). Como el ciego tiene que superar el obstáculo de la multitud que acompaña a Jesús, así también el jefe de publicanos. El ciego grita, el publicano trepa al árbol, que tiene sus ramas extendidas. Zaqueo no se cuida de su dignidad, no teme el ridículo de su parapeto ni las miradas sarcásticas y hostiles de los que lo conocen. Entrar en contacto con Jesús le importa ante todo.

5 Cuando llegó Jesús a aquel sitio, miró hacia arriba y le dijo: Zaqueo, baja de prisa; porque conviene que hoy me quede en tu casa. 6 Bajó de prisa, y lo recibió en su casa muy contento.

Jesús, como profeta que es, conoce los corazones. Conoce también el deseo de Zaqueo. Mientras Jesús le mira hacia arriba, alborea para él el gran hoy de historia de la salvación. Hoy se cumple para él la Escritura que promete la buena nueva a los pobres y a los indigentes (4,18), hoy se le ha acercado el Salvador (2,11), hoy se encuentra en Jesús con la acción paradójica de Dios, que obtiene resultado allí donde humanamente no se esperaba (5,26).

El publicano es llamado por su nombre. Ahora se cumple en él lo que este nombre significa; Dios se acuerda de él y se compadece. Ha tomado bajo su amparo a su siervo, acordándose de su misericordia (1,55). En él se realiza lo que conviene, lo que ha sido decretado por la voluntad salvífica de Dios, que Jesús tiene que cumplir. Todo acontece con rapidez: la visita de Dios tiene que realizarse a su tiempo (1,39). La prisa, Jesús como huésped, la buena hospitalidad dispensada en casa del pecador, la alegría, la inesperada elección de Dios, el hacerse pequeño el grande… todo esto es indicio de lo que ha de aportar la subida a Jerusalén. Cuando Jesús sea «elevado», exaltado, se multiplicará lo que ahora tiene lugar en Jericó. Los apóstoles lo experimentarán constantemente en sus marchas apostólicas.

7 Al ver esto, todos murmuraban, comentando que había ido a hospedarse en casa de un pecador. 8 Pero Zaqueo se levantó y dijo al Señor: Mira, Señor; voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más.

El judío piadoso no se sienta a la mesa con publicanos y pecadores públicos (15,2). Todos se escandalizan y murmuran (5,30; 15,2). Israel murmura en el desierto cuando Dios no responde a sus exigencias. La voluntad salvífica de Dios tropieza con incomprensión y murmuración. Jesús cumple la voluntad de Dios y pasa por encima de las murmuraciones de los hombres. «Bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo» (7,23); conviene recordarlo, cuando él no procede como se había esperado.

El publicano captó el «hoy» del tiempo de la salvación, con su oferta divina (Deu_30:15-20), y se convirtió. Su sinceridad se manifiesta en su voluntad de cumplir radicalmente las prescripciones de la ley. No sólo restituyó el 120 % del valor que ha adquirido injustamente (Lev_5:20-26), sino que además piensa dar una compensación del cuádruplo (cf. Exo_21:37). Los doctores de la ley exigen que se dé también una cierta suma de dinero a los pobres si el arrepentimiento ha de mostrarse sincero. Ellos proponían un quinto del capital como primera prestación y la misma proporción de los ingresos anuales como prestación sucesiva (cf. Num_5:6 s). También esto tiene intención de cumplir el publicano. Esto ante todo, pues no consta si ha perjudicado a alguien con extorsión, que era el pecado de los publicanos. Como él ha oído interiormente el mensaje de la salvación, pone en práctica lo que exige la ley y todavía más. Como el amor de Dios le ha alcanzado en Jesús, rebasa él lo que exige la ley y lo que quiere la exposición de la ley. Dios santifica a su pueblo cuando Jesús se interesa por los pecadores.

9 Entonces le dijo Jesús: Hoy ha llegado la salvación a esta casa; pues también éste es hijo de Abraham. 10 Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.

Hoy ha llegado la salvación a la casa de Zaqueo. Lo que en el nacimiento de Jesús fue anunciado a los pastores, que entre la gente piadosa eran tenidos por pecadores, se realiza en el jefe de los publicanos por la palabra de Jesús. En efecto; allí se dijo: «Hoy os ha nacido un Salvador» (Lc_2:11). En el camino hacia Jerusalén se lleva a cabo lo que se había anunciado en el comienzo del tiempo de salvación. Al publicano no se le reconocía ya que era hijo de Abraham, pero su fe y su acogida por Jesús lo ha acreditado como verdadero hijo de Abraham. Él «espera contra toda esperanza» cuando le alcanza la oferta salvadora de Dios (Rom_4:18 ss). La descendencia de Abraham es ampliada, de modo que tengan participación en las promesas de Abraham incluso los que no son de su sangre. La misión de Jesús se cumple mediante la acogida de los pecadores. Dios lo envió para que aportara salvación, no perdición; salud, no condenación; vida, no muerte. «Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores» (1Ti_1:15). Por él se cumple lo que el profeta había anunciado acerca del tiempo de salvación: «Buscaré la oveja perdida, traeré la extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la enferma; guardaré y apacentaré con justicia las justas y robustas» (Eze_34:16). En Jesús sale Dios al encuentro a su pueblo como buen pastor: «Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reuniré» (Eze_34:11). Lo que se significó en las parábolas relativas al amor a los pecadores, se efectúa en la realidad de la vida. Jesús es el salvador de los que estaban perdidos.

En el relato de la conversión de Zaqueo están reunidas todas las palabras y conceptos preferidos del Evangelio de los pobres: hoy, salvación; para salvar lo que estaba perdido; pequeño, pecador, publicano; el «convenía» de la voluntad salvadora de Dios, la prisa, la acogida en la casa, la alegría. Gracia rebosante de Dios y buena voluntad rebosante del hombre se manifiestan en Jericó, ciudad sobre la que pesaba una antigua maldición (Jos_6:26), en casa del jefe de los publicanos y pecador, que es rico. Jericó es la ciudad de donde Jesús emprende la subida a Jerusalén, es como la puerta para la ciudad en la que aguarda la consumación de la historia de la salud, de la que proviene la salvación.
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)

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Comentario Teológico: Xavier Leon-Dufour - Penitencia, conversión

Dios llama a los hombres a entrar en comunión con él. Ahora bien, se trata de hombres pecadores. Pecadores de nacimiento (Sal 51,7): por la falta del primer padre entró el *pecado en el mundo (Rom 5.12) y desde entonces habita en lo más íntimo de su “yo” (7,20). Pecadores por culpabilidad personal, pues cada uno de ellos, “vendido al poder del pecado” (7,14), ha aceptado voluntariamente este yugo de las pasiones pecadoras (cf. 7,5). La respuesta al llamamiento de Dios les exigirá por tanto en el punto de partida una conversión, y luego, a todo lo largo de la vida, una actitud penitente. Por esto la conversión y la penitencia ocupan un lugar considerable en la revelación bíblica..

Sin embargo, el vocabulario que las expresa adquirió sólo lentamente su plenitud de sentido a medida que se iba profundizando la noción del pecado. Algunas fórmulas evocan la actitud del hombre que se ordena deliberadamente a Dios: “buscar a Yahveh” (Am 5,4; Os 10,12), “buscar su rostro” (Os 5,15; Sal 24,6; 27, 8), “humillarse delante de él” (lRe 21,29; 2Re 22,19), “fijar su corazón en él” (ISa 7,3)… Pero el término más empleado, el verbo silb, traduce la idea de cambiar de rumbo, de volver, de hacer marcha atrás, de volver uno sobre sus pasos. En contexto religioso significa que uno se desvía de lo que es malo y se vuelve a Dios. Esto define lo esencial de la conversión, que implica un cambio de conducta, una nueva orientación de todo el comportamiento. En época tardía se distinguió más entre el aspecto interior de la penitencia y los actos exteriores que determina. Así la Biblia griega emplea conjuntamente el verbo epistrephein, que connota cambio de la conducta práctica, y el verbo metanoein, que atiende más a la vuelta interior (la metanoia es el arrepentimiento, la penitencia). Analizando los textos bíblicos hay que considerar estos dos aspectos distintos, pero estrechamente complementarios.

(…)

NT. I. EL ÚLTIMO DE LOS PROFETAS. En el umbral del NT el mensaje de conversión de los profetas reaparece en toda su pureza en la predicación de *Juan Bautista, el último de ellos. Lucas resume así su misión: “reducirá numerosos hijos de Israel al Señor su Dios” (Lc 1,16s; cf. Mal 3,24). Una frase condensa su mensaje: Convertíos, pues el reino de los cielos está cerca” (Mt 3,2). La venida del reino abre una perspectiva de esperanza; pero Juan subraya sobre todo el *juicio que debe precederla. Nadie podrá sustraerse a la *ira que se manifestará el *día de Yahveh (Mt 3,7.10.12). De nada servirá pertenecer a la raza de *Abraham (Mt 3,9). Todos los hombres deben reconocerse pecadores, producir un *fruto que sea digno del arrepentimiento (Mt 3,8), adoptar un comportamiento nuevo apropiado a su estado (Lc 3,10-14). Como signo de esta conversión da Juan un *bautismo de agua, que debe preparar a los penitentes para el bautismo de fuego y del Espíritu Santo que dará el Mesías (Mt 3,11 p).

II. CONVERSIÓN Y ENTRADA EN EL REINO DE DlOS. 1. Jesús no se contenta con anunciar la proximidad del *reino de Dios. Comienza por realizarla con poder: con él se inaugura el reino, si bien está todavía orientado hacia misteriosas realizaciones. Pero el llamamiento a la conversión lanzado por el Bautista no pierde por esto nada de su actualidad: Jesús lo reasume en propios términos al comienzo de su ministerio (Mc 1,15; Mt 4,17). Si ha venido, ha sido para “llamar a los pecadores a la conversión” (Lc 5,32); éste es un aspecto esencial del Evangelio del reino. Por lo demás, el hombre que toma conciencia de su estado de pecador, puede volverse a Jesús con confianza, pues “el *Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados” (Mt 9,6 p). Pero el mensaje de conversión tropieza con la suficiencia humana bajo todas sus formas, desde el apego a las *riquezas (Mc 10,21-25) hasta la soberbia seguridad de los *fariseos (Lc 18,9). Jesús se alza como el “signo de Jonás” en medio de una *generación mala, con disposiciones menos buenas para con Dios que en otro tiempo Nínive (Lc 11, 29-32 p). Así eleva contra ella una requisitoria llena de amenazas; los hombres de Nínive la condenarán el día del juicio (Lc 11,32); Tiro y Sidón tendrán una suerte menos rigurosa que las ciudades del Lago (Lc 10,13ss p). La impenitencia actual de Israel es, en efecto, señal del *endurecimiento de su corazón (Mt 13, 15 p; cf. Is 6,10). Si los oyentes impenitentes de Jesús no cambian de conducta, perecerán (Lc 13,1-5) a semejanza de la higuera *estéril (Lc 13,6-9; cf. Mt 21,18-22 p).

2. Cuando Jesús reclama la conversión no hace alusión alguna a las liturgias penitenciales. Hasta desconfía de los signos demasiado vistosos (Mt 6,16ss). Lo que cuenta es la conversión del corazón que hace que uno vuelva a ser como un *niño pequeño (Mt 18,3 p). Luego, el esfuerzo continuo por “buscar el reino de Dios y su *justicia” (Mt 6,33). es decir, por regular la propia vida según la *nueva ley. El acto mismo de la conversión se evoca con palabras muy expresivas. Si bien Implica una voluntad de transformación moral, es, sobre todo, llamamiento humilde, acto de confianza : “Dios mío, tened piedad de mí, que soy pecador” (Lc 18,13). La conversión es una *gracia preparada siempre por la iniciativa divina, por el *pastor que sale en busca de la oveja perdida (Lc 15,4ss; cf. 15,8). La respuesta humana a esta gracia se analiza concretamente en la parábola del hijo pródigo, que pone en estupendo relieve la *misericordia del Padre (Lc 15,11-32). En efecto, el Evangelio del reino implica esta revelación desconcertante: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencian (Lc 15,7.10). Así también Jesús manifiesta a los pecadores una actitud acogedora que escandaliza a los fariseos (Mt 9,10-13 p; Lc 15,2), pero provoca conversiones; y el Evangelio de Lucas se complace en referir en detalle algunas de estas vueltas a Dios, como la de la pecadora (Lc 7,36-50) y la de Zaqueo (19,5-9).

III. CONVERSIÓN Y BAUTISMO, Mientras vivía Jesús había ya enviado a sus *apóstoles a predicar la conversión anunciando el Evangelio del reino (Mc 6,12). Después de su resurrección les renueva esta *misión: irán a proclamar en su nombre el arrepentimiento a todas las naciones con miras a la remisión de los pecados (Lc 24,47), pues los pecados serán remitidos a los que ellos los remitan (Jn 20,23). Los Hechos y las Epístolas nos hacen asistir al cumplimiento de esta orden. Pero, con todo, la conversión adopta diferente cariz según se trate de judíos o de paganos. 1. Lo que se exige a los judíos es ante todo la conversión moral, a la que los había llamado ya Jesús. A este arrepentimiento (metanoia) responderá Dios otorgando el *perdón de los pecadores (Act 2,38; 3,19: 5,31); la misma quedará sellada con la recepción del *bautismo y el don del Espíritu Santo (Act 2,38). Sin embargo, la conversión debe incluir, al mismo tiempo que una transformación moral, un acto positivo de *fe en Cristo: los judíos se volverán (epistrephein) hacia el Señor (Act 3. 19; 9,35). Ahora bien, como lo experimenta bien san Pablo, tal adhesión a Cristo es la cosa más difícil de obtener. Los judíos tienen un velo sobre el corazón. Si se convirtieran, caería el velo (2Cor 3,16). Pero, conforme al texto de Isaías Os 6,9s), su *endurecimiento los clava en la *incredulidad (Act 28,24-27). Pecadores al igual que los paganos, amenazados como ellos por la *ira divina, no comprenden que Dios da prueba de *paciencia para inducirlos al arrepentimiento (Rom 2,4). Sólo un *resto responde a la predicación apostólica (Rom 11,1-5).

2. El Evangelio halla mejor acogida en las *naciones paganas. Desde el bautismo del centurión Cornelio los cristianos de origen judío comprueban con sorpresa que “el arrepentimiento que conduce a la vida se ofrece a los paganos lo mismo que a ellos” (Act 11,18; cf. 17,30). En realidad se anuncia con éxito en Antioquía y en otras partes (Act 11. 21; 15,3.19); hasta es ése el objeto especial de la misión de Pablo (Act 26.18.20). Pero en este caso, la conversión exige, al mismo tiempo que el arrepentimiento moral (rnetanoia), abandono de los *ídolos para volverse (epistrephein) hacia el Dios vivo (Act 14,15; 26,18; ITes 1,9), según un tipo de conversión que contemplaba ya el segundo Isaías. Una vez dado este primer paso, los paganos como los judíos son inducidos a “volverse a Cristo, pastor y guardián de sus almas” (IPe 2,25).

IV. PECADO Y PENITENCIA EN LA IGLESIA. 1. El acto de conversión sellado con el bautismo se cumple de una vez para siempre; su gracia no se puede renovar (Heb 6,6). Ahora bien, los bautizados pueden todavía recaer en el pecado: la comunidad apostólica no tardó en experimentarlo. En este caso el arrepentimiento es todavía necesario si, a pesar de todo, se quiere tener parte en la salvación. Pedro invita a ello a Simón mago (Act 822), Santiago apremia a los cristianos fervientes para que hagan volver a los pecadores de su extravío (Sant 5,19s). Pablo se regocija de que se hayan arrepentido los corintios (2Cor 7,9s), al mismo tiempo que teme que no lo hayan hecho ciertos pecadores (12,21). Urge a Timoteo para que corrija a los recalcitrantes, esperando que Dios les otorgue la gracia del arrepentimiento (2Tim 2,25). En fin, en los mensajes a las siete Iglesias que abren el Apocalipsis se leen claras invitaciones al arrepentimiento, que suponen destinatarios decaídos del primitivo fervor (Ap 2,5.16.21s; 3;3.19). Sin hablar explícitamente del sacramento de penitencia muestran estos textos que la virtud de penitencia debe tener un lugar en la vida cristiana como prolongación de la conversión bautismal.

2. En efecto, sólo la penitencia prepara al hombre para afrontar el *juicio de Dios (cf. Act 17,30s). Ahora bien, la historia está en marcha hacia este juicio. Si su llegada parece tardar, es únicamente porque Dios “usa de *paciencia. Queriendo que no perezca nadie y que todos, si es posible, lleguen al arrepentimiento” (2Pe 3,9). Pero así como Israel se endureció en la impenitencia en tiempo de Cristo y frente a la predicación apostólica, así también, según el Apocalipsis, los hombres se obstinarán en no comprender el significado de las *calamidades que atraviesa su historia y que anuncian el *día de la ira: también ellos se endurecerán en la impenitencia (Ap 9,20s), *blasfemando el nombre de Dios en lugar de arrepentirse y de darle gloria (16,9.11). No se trata de los miembros de la Iglesia, sino únicamente de los paganos y de los renegados (cf. 21,8). Sombría perspectiva, que el juicio de Dios vendrá a cerrar. Así también urge que los cristianos, por la penitencia, “se salven de esta *generación extraviada” (Act 2,40).
(LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001)

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Santos Padres: San Ambrosio - La entrada en Jericó: Zaqueo (Lc.19,1-10)

80. Aconteció que, acercándose a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino. En el evangelio según Mateo (20, 29) aparecen dos ciegos; aquí solamente uno; en aquél, mientras salía de Jericó; en éste, cuando se acercaba. Pero no hay opo­sición, ya que ambos son una misma figura del pueblo gentil, que recuperó la luz de la vista perdida gracias a los misterios del Señor, por lo cual poco importa que haya recibido la cura­ción en la persona de uno o de dos, puesto que ya desde el tiempo de Cam y Jafet, los hijos de Noé, los dos ciegos eran el símbolo de los progenitores de su raza.

81. Tampoco Lucas parece haberlo omitido, puesto que ha­bla en seguida de Zaqueo, un hombre pequeño de estatura, es decir, desprovisto de la dignidad de una noble cuna, pobre en méritos, como el pueblo gentil, habiendo oído que se acercaba la venida del Dios Salvador, deseaba ver a Ese que no habían querido recibir los suyos (Jn 1, 2). Pero es cierto que nadie puede ver fácilmente a Jesús; nadie, en verdad, que esté atado a la tierra puede ver a Jesús. Y como él no se apoya ni en los pro­fetas ni en el reino como sobre una gracia y belleza puramen­te naturales, se subió a un sicómoro, es decir, puso bajo sus plan­tas, de modo simbólico, la vanidad de los judíos, corrigiendo al mismo tiempo los errores de su vida pasada; y ésta es la razón por la que pudo recibir a Jesús en el interior de su casa. Realmente convenía que subiese al árbol, para que el árbol bueno diese buenos frutos (Mt 7, 17) y para que, subido a ese árbol salvaje e injertado aun contra su modo de ser en el buen olivo, produjese el fruto de la ley (Rm 11, 24); porque la raíz es santa, aunque sean inútiles los sarmientos, cuyo ornato infructuoso logró transcender el pueblo gentil por medio de la fe en la resurrección, que resulta ser una especie de ascensión de su cuerpo.

82. Y allí había un hombre llamado Zaqueo. Zaqueo se encuentra subido en el sicómoro, y el ciego permanece en el cami­no. El Señor mira a uno y se compadece de él, mientras que al otro le hace el honor de hospedarse en su casa. A uno le pregunta para curarlo, en casa del otro se invita a sí mismo sin ser invitado; pues sabía que el que le reciba como huésped percibiría una abundante recompensa, y es que, aunque no había oído aún su invitación, ya había leído en su corazón.

83. Más para que no parezca que en seguida apartamos nuestra mente de este ciego y comenzamos a hablar del rico, como si nos disgustasen los pobres, detengámonos a examinarlo, ya que así lo hizo el Señor, e interroguémosle, puesto que también Él le preguntó. Nosotros le vamos a preguntar porque no sabemos, Él le interrogó, aunque lo conocía todo; preguntémosle para sa­ber cómo obtuvo su curación. Él le preguntó con el fin de que con este solo ejemplo aprendiésemos todos el método exigido para merecer ver al Señor; es decir, que le interrogó para que creyé­semos que uno no puede sanar si no hace profesión de fe.

84. Y al punto comenzó a ver —dice— y le seguía glorifi­cando al Señor. Y andaba por Jericó. Y es que, si no hubiera seguido a Cristo, si no hubiera glorificado al Señor, despreciando al mundo, no hubiera podido ver. Pasemos ahora a hacer algunas reflexiones sobre los ricos; puesto que no queremos ofenderlos, ya que deseamos, si es posible, salvar a todos, cosa que hacemos para que, por si acongojados por la parábola del camello y postergados más de lo conveniente en la persona de Zaqueo, no se sientan como sujetos a quienes va dirigido ese aviso y esa ofensa.

85. Han de saber que ser rico no es ningún pecado, sólo se da éste cuando usan mal de las riquezas; porque los bienes sir­ven tanto de impedimento para los malos como de una gran ayuda para la virtud de los buenos. Rico era, en efecto, Zaqueo, elegido por Cristo, más dando la mitad de sus bienes a los pobres y, devolviendo también el cuádruplo de todo lo que había obtenido por fraude —en verdad, una sola de esas dos cosas no era suficiente, ya que la liberalidad no tiene valor si subsiste la injusticia, puesto que lo que se pide aquí no son las cosas roba­das, sino el donar algo propio—, recibió una recompensa mucho más abundante que su largueza.

86. Ciertamente está muy a propósito puesto el detalle de señalarle como jefe de los publicanos; porque ¿quién podrá desesperar de sí mismo cuando logró llevar a cabo su conver­sión ese mismo que hizo fortuna a base de fraudes? Y continúa: Él era rico; date cuenta, por tanto, de que no todos los ricos son avaros.

87. ¿Qué querrá decir el hecho de que la Escritura no da la estatura de ningún otro, sino la de éste: porque era pe­queño de estatura. Examina a ver si tal vez era pequeño en malicia o de muy poca estatura en la fe, porque, cuando decidió subirse (al sicómoro), nada había prometido todavía, aún no ha­bía visto a Cristo, y por eso entonces era pequeño. Lo mismo hay que decir de ese gran hombre que fue Juan, puesto que también él vio a Cristo y a su Espíritu, que reposaba sobre El en forma de paloma, como él mismo dijo: He contemplado al Espíritu que descendía en forma de paloma y reposaba sobre El (Jn 1, 32).

88. Y ¿qué significa la turba sino ese estado de confusión de la muchedumbre ignorante que no es capaz de contemplar las alturas de la sabiduría? Por eso Zaqueo, mientras estuvo confun­dido entre la gente, no vio a Cristo; más cuando se elevó sobre la turba, le vio, con lo que nos indica que, cuando trascendió la ignorancia propia del hombre, mereció ver al que deseaba.

89. Por lo cual con mucha razón añadió: porque el Señor debía pasar por ese lugar, sitio donde estaba el sicómoro, o el que habría de creer, y de este modo pudiera observar el misterio y sembrar la gracia; pues Él había venido para pasar de los judíos a los gentiles.

90. Vio, pues, a Zaqueo, en lo alto; y es que, por la ele­vación de su fe, sobresalía entre los frutos de las nuevas obras, a la manera que el fruto maduro brota en lo alto de un árbol fecundo. Y como quiera que debemos pasar de la figura a la aplicación moral, diremos que resulta de gran alivio el que nues­tra alma pueda descansar el domingo en medio de la buena voluntad de unos creyentes tan numerosos, para poder tomar parte en la fiesta. Zaqueo en sicómoro es esa figura del fruto nuevo del nuevo tiempo; en él se realiza aquello de que la higuera produjo sus primeros frutos (Ct 2, 13). Esta es, pues, la misión de Cristo: que de los árboles nazcan no frutos, sino hombres. En otro lugar hemos leído: Cuando estabas bajo la higuera, Yo te vi (Jn 1, 48). Natanael estaba bajo el árbol, es decir, sobre la raíz, porque era justo —y la raíz es santa (Rm 11, 16)—, en otras palabras, Natanael estaba bajo el árbol porque militaba bajo la Ley, Zaqueo, por el contrario, estaba sobre el árbol, ya que había sido constituido sobre la Ley; aquél defendió al Señor en secre­to, éste le predicó públicamente; el primero buscaba todavía a Cristo en la Ley; el segundo, militando ya sobre la ley, aban­donaba sus bienes y seguía al Señor.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.8, 80-90, BAC Madrid 1966, pág. 523-27)

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Santos Padres: San Agustín - Zaqueo

3. Pero vas a decir: «Si soy como Zaqueo no podré ver a Jesús a causa de la muchedumbre». No te entristezcas, sube al árbol del que Jesús estuvo colgado por ti y verás. ¿Y a qué clase de árbol subió Zaqueo? A un sicómoro. En nuestra región o no existe o es muy raro que surja en algún lugar, pero en aquella zona se da mucho este tipo de árbol y fruto. Reciben el nombre de sicómoros ciertos frutos semejantes a los higos, pero que se diferencian bastante, como saben quienes los han visto y gustado. Por lo que indica la etimología del nombre, los sicómoros son higueras necias. Pon ahora los ojos en mi Zaqueo, mírale, te suplico, queriendo ver a Jesús en medio de la muchedumbre sin conseguirlo. Él era humilde, mientras que la turba era soberbia; y la misma turba, como suele ser frecuente, se convertía en impedimento para ver bien al Señor.

Se levantó sobre la muchedumbre y vio a Jesús sin que ella se lo impidiese. En efecto, a los humildes, a los que siguen el camino de la humildad, a los que dejan en manos de Dios las injurias recibidas y no piden venganza para sus enemigos, a ésos los insulta la turba y les dice: « ¡Inútil, que eres incapaz de vengarte! » La turba te impide ver a Jesús; la turba, que se gloría y exulta de gozo cuando ha podido vengarse, impide la visión de quien, pendiente de un madero, dijo: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen. Por eso Zaqueo, que quería verle, simbolizando a las personas humildes, no pone su mirada en la turba, que es impedimento, sino que sube a un sicómoro, como al árbol de fruto necio. Pues nosotros, dice el Apóstol, predicamos a Cristo crucificado, escándalo ciertamente para los judíos y —contempla el sicómoro— necedad, en cambio, para los gentiles. Finalmente, los sabios de este mundo nos insultan a propósito de la cruz de Cristo y dicen: «¿Qué corazón tenéis quienes adoráis a un Dios crucificado?» «¿Qué corazón tenemos?», preguntas.

Ciertamente, no el vuestro. La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. No tenemos, pues, un corazón como el vuestro. Decís que nuestro corazón es necio. Decid lo que queráis; nosotros subimos al sicómoro para ver a Jesús. Vosotros no podéis ver a Jesús porque os avergonzáis de subir al sicómoro. Alcance Zaqueo el sicómoro, suba el humilde a la cruz. Poca cosa es subir; para no avergonzarse de la cruz de Cristo, póngala en la frente, donde está el asiento del pudor; allí precisamente donde antes se nota el rubor; póngala allí para no avergonzarse de ella, Pienso que te ríes del sicómoro, pero también él me hizo ver a Jesús. Tú te ríes del sicómoro porque eres hombre, pero lo necio de Dios es más sabio que la sabiduría de los hombres.

4. También el Señor vio a Zaqueo. Fue visto y vio; pero si no hubiese sido visto, no hubiera visto. Pues a los que predestinó los llamó. Él es quien dijo a Natanael que con su testimonio prestaba ayuda al Evangelio al preguntar: ¿Puede salir algo bueno de Nazaret? Antes de que Felipe te llamara, te vi cuando estabas bajo la higuera.

Sabéis de qué se hicieron sus túnicas los primeros pecadores, Adán y Eva. Cuando pecaron se hicieron unos cinturones de hojas de higuera y con ellos cubrieron las partes vergonzosas, siendo el pecado el causante de esa vergüenza. Por tanto, si los primeros pecadores de quienes descendemos y en quienes habíamos perecido, de forma que vino él a buscar y salvar lo que había perecido, se hicieron esos cinturones de hojas de higuera para cubrir las partes vergonzosas, ¿qué otra cosa se indicaba con las palabras: Te vi cuando estabas bajo la higuera, sino que no hubieras venido a quien quita el pecado si antes no te hubiese visto él bajo la sombra del pecado? Fuimos vistos para que pudiésemos ver; para que amáramos, fuimos amados. Él es mi Dios y su misericordia irá delante de mí.

5. El Señor, que había recibido a Zaqueo en su corazón, se dignó ser recibido en casa de él. Le dice: Zaqueo, apresúrate a bajar, pues conviene que yo me quede en tu casa. Gran dicha consideraba él ver a Cristo. Quien tenía por grande e inefable dicha el verle pasar, mereció inmediatamente tenerle en casa. Se infunde la gracia, actúa la fe por medio del amor, se recibe en casa a Cristo, que habitaba ya en el corazón. Zaqueo dice a Cristo: Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres, y si a alguien he defraudado le devolveré el cuádruplo. Como si dijera: «Me quedo con la otra mitad, no para poseerla, sino para tener con qué restituir». He aquí, en verdad, en qué consiste recibir a Jesús, recibirle en el corazón. Allí, en efecto, estaba Cristo; estaba en Zaqueo, y por su inspiración se decía a sí mismo lo que escuchaba de su boca. Es lo que dice el Apóstol: Que Cristo habite en vuestros corazones por la fe.

6. Como se trataba de Zaqueo, el jefe de los publícanos y gran pecador, aquella turba, que se creía sana y le impedía ver a Jesús, se llenó de admiración y encontró reprochable el que Jesús entrase en casa de un pecador, que equivale a reprochar al médico el que entre en casa del enfermo. Puesto que Zaqueo se convirtió en objeto de burla en cuanto pecador v se mofaban de él, ya sano, los enfermos, respondió el Señor a esos burlones: Hoy ha llegado la salvación a esta casa.

He aquí el motivo de mi entrada: Hoy ha llegado la salvación. Ciertamente, si el Salvador no hubiese entrado no hubiese llegado la salvación a aquella casa. ¿De qué te extrañas, enfermo? Llama también tú a Jesús, no te creas sano. El enfermo que recibe al médico es un enfermo con esperanza; pero es un caso desesperado quien en su locura da muerte al médico. ¡Qué locura la de aquel que da muerte al médico!

En cambio, ¡qué bondad y poder el del médico que de su sangre preparó la medicina para su demente asesino! No decía sin motivo: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen, quien había venido a buscar y salvar lo que había perecido. «Ellos son dementes, yo soy el médico; se enfurecen, los soporto con paciencia; cuando me hayan dado muerte, entonces los curaré». Hallémonos entre aquellos a quienes sana. Es palabra humana y digna de todo crédito que Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores. A salvar a los pecadores, sean grandes o pequeños. Vino el hijo del hombre a buscar y salvar lo que había perecido.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 174, 3-6, BAC Madrid 1983, 700-704)


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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S.J. - La conversión

La Redención, fruto de la Misericordia de Dios, es la obra divina por excelencia. En ella se manifiesta no sólo el poder y la sabiduría de Dios sino su amor sin medida, amor en que consiste el ser mismo de Dios, según dice San Juan: “Dios es Amor”.

Lo que la Redención es en el plano general, lo es la conversión en el orden individual: la convergencia de la iniciativa divina y de la aceptación del hombre.

El evangelio de hoy nos muestra, precisamente, cómo obra la gracia divina en la regeneración del corazón humano.

La misericordia de Cristo

Lo que primero se destaca en este relato es la misericordia del Señor, el Buen Pastor, como Él mismo quiso llamarse, venido en pos de la oveja perdida. Rodeado por la multitud que se amontonaba a su paso, su Corazón sabía descubrir al necesitado. Así como al entrar en la ciudad de Jericó había devuelto la vista a un pobre ciego, va ahora a otorgar la salud del alma a un rico publicano.

Y es precisamente en el perdón de los pecados donde mejor se manifiesta la omnipotencia de Dios, como lo dice la primera lectura, del libro de la Sabiduría: “Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, y apartas los ojos de los pecados de los hombres para que ellos se conviertan”.

Nunca se agradecerá demasiado a Dios la inconmensurable obra de misericordia que realizara con la Redención. La vida de cada uno de los que han sido regenerados por la sangre de Cristo debiera ser un canto de alabanza y gratitud a la infinita bondad del Padre para con nosotros. Pero esta actitud de agradecimiento no debe quedar recluida en lo íntimo de nuestra experiencia individual. Sólo manifiesta haber recibido con fruto los beneficios del amor de Dios y comprender su corazón paterno, quien se esfuerza por testimoniar ante los demás lo que Dios ha hecho con él, invitándolos a acercarse “confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia”, como se exhorta en la epístola a los Hebreos. ¡Gustad y ved qué bueno es el Señor!

Quien conoce de veras a Dios, sabe cuánto ansía derramar el torrente de sus gracias sobre las almas que se han vuelto áridas y estériles por el pecado. Por eso, si verdaderamente la gracia ha obrado en su interior, debe también él tener entrañas de misericordia, no sucumbiendo a la tentación de aprovechar para sí solo el perdón de Dios, como ocurrió con el siervo implacable de la parábola. Por el contrario, el recuerdo del perdón de las propias faltas es el mejor remedio contra aquel nocivo celo indiscreto que aleja de Cristo a quienes más necesitados andan de Él. Pero para esto es necesario el humilde reconocimiento de las propias miserias: “No son los sanos los que necesitan de médico”.

La conversión

El efecto de la obra de Cristo es la conversión. Por el pecado, el hombre da las espaldas a Dios y se vuelve sobre sí y hacia las creaturas. El perseverar en esta actitud lo expone al endurecimiento de corazón, inhabilitándolo para cumplir con su vocación. Sin embargo, la gracia de Dios puede vencer esa obstinación, irrumpiendo con su luz, y venciendo las tinieblas del pecado. Con la conversión, Dios da al hombre una nueva oportunidad de responder a su vocación, o como dice San Pablo, le ofrece su poder “para llevar a término todo buen propósito y toda acción inspirada en la fe”.

Pero la acción de la gracia de Dios pide necesariamente el concurso del hombre. Entra aquí en juego la libertad de éste. Nunca dejará de ser un misterio la iniciativa divina, que precede siempre a todo movimiento del corazón humano. Sin embargo, es innegable que se trata, de parte del hombre, de una aceptación: quien se salva o quien se condena es porque él libremente así lo ha querido. Estremece pensar las honduras de la ingratitud de la creatura, que a causa de su crecida soberbia, puede labrarse su propia perdición. El mismo Dios ha dicho en la Escritura: “El corazón es lo más retorcido: no tiene arreglo. ¿Quién lo conoce? Yo, el Señor, exploro el corazón”.

Hay, entonces, un remedio para superar la eterna fluctuación de nuestro espíritu: acudir humildemente a Quien conoce nuestro mal, al único Médico que puede curarnos, y entregarnos totalmente a Él. Justamente eso es la conversión: la donación total. Cierto que es este carácter de extremosidad lo que retrae nuestra alma de lanzarse al abismo del Amor de Dios. Quien habla de conversión habla de desasimiento, de renuncia, de transformación; habla de dar la espalda a lo que no es Dios, de abrir lo íntimo del corazón, descubrir sus llagas y orientar toda la existencia hacia la eternidad. En esto consiste la radicalidad de la conversión, de la cual tenemos un hermoso modelo en la figura del publicano Zaqueo.

El ejemplo de Zaqueo

San Lucas, el evangelista de la mansedumbre del Salvador (scriba mansuetudinis Christi), como lo llamó San Jerónimo, es el único que nos ha conservado el retrato del publicano Zaqueo así como el relato de su conversión, de la cual es modelo.

Modelo, en primer lugar, por su fe. No se instala en la comodidad de su bienestar material, sino que, acicateado por la fama del Maestro, manso con los pecadores, exigente con sus discípulos, e implacable con los fariseos hipócritas, quiere ver a Jesús.

Modelo también en la audacia de su amor incipiente. No teme exponerse a las probables burlas e insultos del gentío por su doble condición de hombre de baja estatura y de jefe de los publicanos. Al contrario, dice el evangelio que se adelantó corriendo y trepó como un niño, él, hombre mayor y con familia, a un sicómoro. Quizá este rasgo casi infantil es el que sedujo el corazón del Divino Maestro, que se complacía en hallar almas sedientas del tesoro de sus misericordias.

Modelo, finalmente, por su liberalidad y magnificencia. Reconociendo haber obrado injustamente, repara abundantemente los daños inferidos, devolviendo “cuatro veces más”; no contento con eso, extiende los frutos de su conversión a las necesidades de los pobres, dándoles “la mitad de sus bienes”.

Hay dos conversiones que deben darse en la vida de todo hombre: de lo malo a lo bueno y de lo bueno a lo perfecto. Muchos hay que se detienen en la primera, y creen haber hecho un gran favor a Dios. Tal fue la actitud del joven rico, que San Lucas nos describe en el capítulo anterior: se acercó a Cristo para preguntarle qué había de hacer para heredar la vida eterna. Pero ante la invitación del Señor a venderlo todo y seguirlo, “se entristeció, porque era muy rico”.

¡Qué contraste con la actitud de Zaqueo, el cual “bajó rápidamente [del sicómoro] y lo recibió [a Jesús] con alegría“! Y estando ya el Salvador en su casa, “resueltamente”, como señala el texto evangélico, hace su generosa oferta, que tiene como respuesta esas palabras de Cristo que son una bienaventuranza: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham”. Así manifiesta que Zaqueo, de un solo salto –y a pesar de su estatura– ha pasado de la primera a la segunda conversión. Probablemente, si Cristo hubiese previsto que Zaqueo no habría de dar este paso, no se habría molestado en mirar hacia el sicómoro e invitarse a su casa. Con lo del joven rico bastaba para escarmiento.

Mirando hacia lo alto, dice San Ambrosio, el Señor vio a Zaqueo en la rama, como el fruto entre las hojas, fruto maduro para la conversión. “Zaqueo en el sicómoro es esa figura del fruto nuevo del nuevo tiempo”.

Por el Bautismo nosotros hemos sido injertados en Cristo, y mientras no pongamos el obstáculo del pecado grave, recibimos constantemente la savia de su vida divina. Sin embargo, esta adhesión habitual del alma a Dios, de ninguna manera nos dispensa de la tarea de convertimos; al contrario, la hace más apremiante, si cabe. De una manera especial, cada encuentro con Cristo en la Eucaristía debe imprimir a nuestra vida una nueva corrección en la orientación hacia Él.
Pidamos a Nuestra Señora que cuando recibamos el Cuerpo de su Hijo, nuestro corazón se sienta impelido al progreso espiritual, hasta alcanzar la plena identificación con El.
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 296-300)


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Aplicación: San Juan Pablo II - El encuentro con Cristo

1- Cristo se hace siempre el encontradizo con todos

El fragmento del Evangelio de San Lucas, que la liturgia de hoy propone para meditar recuerda el episodio que tuvo lugar mientras Jesús estaba atravesando la ciudad de Jericó. Fue un acontecimiento tan significativo que, aunque ya lo sabemos de memoria, es preciso meditar otra vez con atención en cada uno de sus elementos. Zaqueo era no sólo un publicano (igual que lo había sido Leví, después el Apóstol Mateo), sino un “jefe de publicanos”, y era muy “rico”. Cuando Jesús pasaba cerca de su casa, Zaqueo, a toda costa, “hacía por ver a Jesús” (Lc 19,3), y para ello -por ser pequeño de estatura- ese día se subió a un árbol (el Evangelista dice a un sicómoro), “para verle” (Lc 19,4).

Cristo vio de este modo a Zaqueo y se dirigió a él con las palabras que nos hacen pensar tanto. Efectivamente, Cristo no sólo le dio a entender que le había visto (a él, jefe de publicanos, por lo tanto, hombre de una cierta posición) sobre el árbol, sino que además manifestó ante todo que quería “hospedarse en su casa” (Cf. Lc 19,5). Lo que suscitó alegría en Zaqueo y, a la vez, murmuraciones entre aquellos a quienes evidentemente no agradan estas manifestaciones de las relaciones del Maestro de Nazaret con “los publicanos y pecadores”.

2- Necesidad de querer ver a Cristo

Esta es la primera parte de la perícopa, que merece una reflexión. Sobre todo, es necesario detenerse en la afirmación de que Zaqueo “hacía por ver a Jesús” (Lc 19,3). Se trata de una frase muy importante que debemos referir a cada uno de nosotros aquí presentes. Más aún, indirectamente, a cada uno de los hombres. ¿Quiero yo “ver a Cristo”? ¿Hago todo para “poder verlo”? Este problema, después de dos mil años, es tan actual como entonces, cuando Jesús atravesaba las ciudades y los poblados de su tierra. Es el problema actual para cada uno de nosotros personalmente: ¿quiero?, ¿quiero verdaderamente? O, quizá más bien, ¿evito el encuentro con Él? ¿Prefiero no verlo o prefiero que Él no me vea (al menos a mi modo de pensar y de sentir)? Y si ya lo veo de algún modo, ¿prefiero entonces verlo de lejos, no acercándome demasiado, no poniéndome ante sus ojos para no llamar la atención demasiado…, para no tener que aceptar toda la verdad que hay en Él, que proviene de Él, de Cristo?

Esta es una dimensión del problema que encierran las palabras del Evangelio de hoy sobre Zaqueo.

En la segunda lectura de la Misa, tomadas de la Carta de San Pablo a los Tesalonicenses: Hermanos… “rogamos en todo tiempo por vosotros: que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y lleve a término con su poder todo vuestro deseo de hacer el bien y la actividad de la fe, para que así, el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo” (2 Tes 1,11-12). Es decir -hablando con el lenguaje del pasaje evangélico de hoy-, oremos para que vosotros tratéis de ver a Cristo (Cf. Lc 19,3), para que vayáis a su encuentro, como Zaqueo… y que, si sois pequeños de estatura, subáis, por este motivo, un árbol.

3- El encuentro con Cristo provoca la conversión

Y Pablo continúa desarrollando su oración, pidiendo a los destinatarios de su carta que no se dejen demasiado fácilmente confundir y turbar, por supuestas inspiraciones de este mundo… (Cf. 2 Tes 2,2). ¿Por qué “inspiraciones”? Acaso sencillamente por las “inspiraciones de este mundo”. Digámoslo con lenguaje de hoy: por una oleada de secularización e indiferencia respecto a los mayores valores divinos y humanos. Después dice Pablo: “ni por palabras”. Efectivamente, no faltan hoy palabras que tienden a “confundir” o a “turbar” a los cristianos.

Zaqueo no se dejó confundir ni turbar. No se asustó que la acogida de Cristo en la propia casa pudiera amenazar, por ejemplo, su carrera profesional o hacer difíciles algunas acciones, ligadas con su actividad de jefe de publicanos. Acogió a Cristo en su casa y dijo: “Señor doy la mitad de mis bienes a los pobres y, si a alguien he defraudado en algo, le devuelvo el cuádruplo” (Lc 19,8).

En este punto se hace evidente que no sólo Zaqueo “ha visto a Cristo”, sino que, al mismo tiempo, Cristo ha escrutado su corazón y su conciencia; lo ha radiografiado hasta el fondo. Y he aquí que se realiza lo que constituye el fruto propio de “ver” a Cristo, del encuentro con Él en la verdad plena: se realiza la apertura del corazón, se realiza la conversión. Se realiza la obra de la salvación. Lo manifiesta el mismo Cristo cuando dice: “Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,9-10). Y ésta es una de las expresiones más bellas del Evangelio.

Estas últimas palabras tienen una importancia particular. Descubren el universalismo de la misión salvífica de Cristo. De la misión que permanece en la Iglesia. Sin estas palabras sería difícil comprender la enseñanza del Vaticano II y en particular sería difícil comprender la Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen gentium”.

Renovemos la fe y la esperanza de la vida eterna: porque “el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).
(Homilía de San Juan Pablo II en la parroquia del Santísimo Sacramento y de los mártires canadienses)



Aplicación: Benedicto XVI - La misericordia de Jesús

Queridos hermanos y hermanas: El evangelista san Lucas presta una atención particular al tema de la misericordia de Jesús. De hecho, en su narración encontramos algunos episodios que ponen de relieve el amor misericordioso de Dios y de Cristo, el cual afirma que no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Lc 5, 32).

Entre los relatos típicos de san Lucas se encuentra el de la conversión de Zaqueo, que se lee en la liturgia de este domingo. Zaqueo es un «publicano», más aún, el jefe de los publicanos de Jericó, importante ciudad situada junto al río Jordán. Los publicanos eran los recaudadores de los impuestos que los judíos debían pagar al emperador romano y, por este motivo, ya eran considerados pecadores públicos.

Además, aprovechaban con frecuencia su posición para sacar dinero a la gente mediante chantaje. Por eso Zaqueo era muy rico, pero sus conciudadanos lo despreciaban. Así, cuando Jesús, al atravesar Jericó, se detuvo precisamente en casa de Zaqueo, suscitó un escándalo general, pero el Señor sabía muy bien lo que hacía.

Por decirlo así, quiso arriesgar y ganó la apuesta: Zaqueo, profundamente impresionado por la visita de Jesús, decide cambiar de vida, y promete restituir el cuádruplo de lo que ha robado. «Hoy ha llegado la salvación a esta casa», dice Jesús y concluye: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

Dios no excluye a nadie, ni a pobres y ni a ricos. Dios no se deja condicionar por nuestros prejuicios humanos, sino que ve en cada uno un alma que es preciso salvar, y le atraen especialmente aquellas almas a las que se considera perdidas y que así lo piensan ellas mismas. Jesucristo, encarnación de Dios, demostró esta inmensa misericordia, que no quita nada a la gravedad del pecado, sino que busca siempre salvar al pecador, ofrecerle la posibilidad de rescatarse, de volver a comenzar, de convertirse.

En otro pasaje del Evangelio Jesús afirma que es muy difícil para un rico entrar en el reino de los cielos (cf. Mt 19, 23). En el caso de Zaqueo vemos precisamente que lo que parece imposible se realiza: «Él — comenta san Jerónimo— entregó su riqueza e inmediatamente la sustituyó con la riqueza del reino de los cielos» (Homilía sobre el Salmo 83, 3). Y san Máximo de Turín añade: «Para los necios, las riquezas son un alimento para la deshonestidad; sin embargo, para los sabios son una ayuda para la virtud; a estos se les ofrece una oportunidad para la salvación; a aquellos se les provoca un tropiezo que los arruina» (Sermones, 95).

Queridos amigos, Zaqueo acogió a Jesús y se convirtió, porque Jesús lo había acogido antes a él. No lo había condenado, sino que había respondido a su deseo de salvación. Pidamos a la Virgen María, modelo perfecto de comunión con Jesús, que también nosotros experimentemos la alegría de recibir la visita del Hijo de Dios, de quedar renovados por su amor y transmitir a los demás su misericordia.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 31 de octubre de 2010)

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Aplicación: Papa Francisco - El encuentro

Queridos jóvenes: habéis venido a Cracovia para encontraros con Jesús. Y el Evangelio de hoy nos habla precisamente del encuentro entre Jesús y un hombre, Zaqueo, en Jericó (cf. Lc 19,1-10). Allí Jesús no se limita a predicar, o a saludar a alguien, sino que quiere —nos dice el Evangelista— cruzar la ciudad (cf. v. 1). Con otras palabras, Jesús desea acercarse a la vida de cada uno, recorrer nuestro camino hasta el final, para que su vida y la nuestra se encuentren realmente.

Tiene lugar así el encuentro más sorprendente, el encuentro con Zaqueo, jefe de los «publicanos», es decir, de los recaudadores de impuestos. Así que Zaqueo era un rico colaborador de los odiados ocupantes romanos; era un explotador de su pueblo, uno que debido a su mala fama no podía ni siquiera acercarse al Maestro. Sin embargo, el encuentro con Jesús cambió su vida, como sucedió, y cada día puede suceder, con cada uno de nosotros. Pero Zaqueo tuvo que superar algunos obstáculos para encontrarse con Jesús: al menos tres, que también pueden enseñarnos algo a nosotros.

El primero es la baja estatura: Zaqueo no conseguía ver al Maestro, porque era bajo. También nosotros podemos hoy caer en el peligro de quedarnos lejos de Jesús porque no nos sentimos a la altura, porque tenemos una baja consideración de nosotros mismos. Esta es una gran tentación, que no sólo tiene que ver con la autoestima, sino que afecta también la fe. Porque la fe nos dice que somos «hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1): hemos sido creados a su imagen; Jesús hizo suya nuestra humanidad y su corazón nunca se separará de nosotros; el Espíritu Santo quiere habitar en nosotros; estamos llamados a la alegría eterna con Dios. Esta es nuestra «estatura», esta es nuestra identidad espiritual: somos los hijos amados de Dios, siempre. Entendéis entonces que no aceptarse, vivir infelices y pensar en negativo significa no reconocer nuestra identidad más auténtica: es como darse la vuelta cuando Dios quiere fijar sus ojos en mí; significa querer impedir que se cumpla su sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto o error que lo haga cambiar de idea. Para Jesús —nos lo muestra el Evangelio—, nadie es inferior y distante, nadie es insignificante, sino que todos somos predilectos e importantes: ¡Tú eres importante! Y Dios cuenta contigo por lo que eres, no por lo que tienes: ante él, nada vale la ropa que llevas o el teléfono móvil que utilizas; no le importa si vas a la moda, le importas tú. A sus ojos, vales, y lo que vales no tiene precio.

Cuando en la vida sucede que apuntamos bajo en vez de a lo alto, nos puede ser de ayuda esta gran verdad: Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ayudará pensar que nos ama más de lo que nosotros nos amamos, que cree en nosotros más que nosotros mismos, que está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los «hinchas». Siempre nos espera con esperanza, incluso cuando nos encerramos en nuestras tristezas, rumiando continuamente los males sufridos y el pasado. Pero complacerse en la tristeza no es digno de nuestra estatura espiritual. Es más, es un virus que infecta y paraliza todo, que cierra cualquier puerta, que impide que la vida se reavive, que recomience. Dios, sin embargo, es obstinadamente esperanzado: siempre cree que podemos levantarnos y no se resigna a vernos apagados y sin alegría. Porque somos siempre sus hijos amados. Recordemos esto al comienzo de cada día. Nos hará bien decir todas las mañanas en la oración: «Señor, te doy gracias porque me amas; haz que me enamore de mi vida». No de mis defectos, que hay que corregir, sino de la vida, que es un gran regalo: es el tiempo para amar y ser amado.

Zaqueo tenía un segundo obstáculo en el camino del encuentro con Jesús: la vergüenza paralizante. Podemos imaginar lo que sucedió en el corazón de Zaqueo antes de subir a aquella higuera, habrá tenido una lucha afanosa: por un lado, la curiosidad buena de conocer a Jesús; por otro, el riesgo de hacer una figura bochornosa. Zaqueo era un personaje público; sabía que, al intentar subir al árbol, haría el ridículo delante de todos, él, un jefe, un hombre de poder. Pero superó la vergüenza, porque la atracción de Jesús era más fuerte. Habréis experimentado lo que sucede cuando una persona se siente tan atraída por otra que se enamora: entonces sucede que se hacen de buena gana cosas que nunca se habrían hecho. Algo similar ocurrió en el corazón de Zaqueo, cuando sintió que Jesús era de tal manera importante que habría hecho cualquier cosa por él, porque él era el único que podía sacarlo de las arenas movedizas del pecado y de la infelicidad. Y así, la vergüenza paralizante no triunfó: Zaqueo —nos dice el Evangelio— «corrió más adelante», «subió» y luego, cuando Jesús lo llamó, «se dio prisa en bajar» (vv. 4.6.). Se arriesgó y actuó. Esto es también para nosotros el secreto de la alegría: no apagar la buena curiosidad, sino participar, porque la vida no hay que encerrarla en un cajón. Ante Jesús no podemos quedarnos sentados esperando con los brazos cruzados; a él, que nos da la vida, no podemos responderle con un pensamiento o un simple «mensajito».

Queridos jóvenes, no os avergoncéis de llevarle todo, especialmente las debilidades, las dificultades y los pecados, en la confesión: Él sabrá sorprenderos con su perdón y su paz. No tengáis miedo de decirle «sí» con toda la fuerza del corazón, de responder con generosidad, de seguirlo. No os dejéis anestesiar el alma, sino aspirad a la meta del amor hermoso, que exige también renuncia, y un «no» fuerte al doping del éxito a cualquier precio y a la droga de pensar sólo en sí mismo y en la propia comodidad.

Después de la baja estatura y la vergüenza paralizante, hay un tercer obstáculo que Zaqueo tuvo que enfrentar, ya no en su interior sino a su alrededor. Es la multitud que murmura, que primero lo bloqueó y luego lo criticó: Jesús no tenía que entrar en su casa, en la casa de un pecador. ¿Qué difícil es acoger realmente a Jesús, qué duro es aceptar a un «Dios, rico en misericordia» (Ef 2,4). Puede que os bloqueen, tratando de haceros creer que Dios es distante, rígido y poco sensible, bueno con los buenos y malo con los malos. En cambio, nuestro Padre «hace salir su sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45), y nos invita al valor verdadero: ser más fuertes que el mal amando a todos, incluso a los enemigos. Puede que se rían de vosotros, porque creéis en la fuerza mansa y humilde de la misericordia. No tengáis miedo, pensad en cambio en las palabras de estos días: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). Puede que os juzguen como unos soñadores, porque creéis en una nueva humanidad, que no acepta el odio entre los pueblos, ni ve las fronteras de los países como una barrera y custodia las propias tradiciones sin egoísmo y resentimiento. No os desaniméis: con vuestra sonrisa y vuestros brazos abiertos predicáis la esperanza y sois una bendición para la única familia humana, tan bien representada por vosotros aquí.

Aquel día, la multitud juzgó a Zaqueo, lo miró con desprecio; Jesús, en cambio, hizo lo contrario: levantó los ojos hacia él (v. 5). La mirada de Jesús va más allá de los defectos para ver a la persona; no se detiene en el mal del pasado, sino que divisa el bien en el futuro; no se resigna frente a la cerrazón, sino que busca el camino de la unidad y de la comunión; en medio de todos, no se detiene en las apariencias, sino que mira al corazón. Jesús mira nuestro corazón, tu corazón, mi corazón. Con esta mirada de Jesús, podéis hacer surgir una humanidad diferente, sin esperar a que os digan «qué buenos sois», sino buscando el bien por sí mismo, felices de conservar el corazón limpio y de luchar pacíficamente por la honestidad y la justicia. No os detengáis en la superficie de las cosas y desconfiad de las liturgias mundanas de la apariencia, del maquillaje del alma para aparentar ser mejores. Por el contrario, instalad bien la conexión más estable, la de un corazón que ve y transmite el bien sin cansarse. Y esa alegría que habéis recibido gratis de Dios, dadla gratis (cf. Mt 10,8), porque son muchos los que la esperan.

Escuchamos por último las palabras de Jesús a Zaqueo, que parecen dichas a propósito para nosotros en este momento: «Date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (v. 5). Date prisa, porque hoy es necesario que me quede en tu casa. Ábrele la puerta de tu corazón.

Jesús te dirige la misma invitación: «Hoy tengo que alojarme en tu casa». La Jornada Mundial de la Juventud, podríamos decir, comienza hoy y continúa mañana, en casa, porque es allí donde Jesús quiere encontrarnos a partir de ahora. El Señor no quiere quedarse solamente en esta hermosa ciudad o en los recuerdos entrañables, sino que quiere venir a tu casa, vivir tu vida cotidiana: el estudio y los primeros años de trabajo, las amistades y los afectos, los proyectos y los sueños. Cómo le gusta que todo esto se lo llevemos en la oración. Él espera que, entre tantos contactos y chats de cada día, el primer puesto lo ocupe el hilo de oro de la oración. Cuánto desea que su Palabra hable a cada una de tus jornadas, que su Evangelio sea tuyo, y se convierta en tu «navegador» en el camino de la vida.

Jesús, a la vez que te pide de ir a tu casa, como hizo con Zaqueo, te llama por tu nombre. Tu nombre es precioso para él. El nombre de Zaqueo evocaba, en la lengua de la época, el recuerdo de Dios.

Fiaros del recuerdo de Dios: su memoria no es un «disco duro» que registra y almacena todos nuestros datos, sino un corazón tierno de compasión, que se regocija eliminando definitivamente cualquier vestigio del mal. Procuremos también nosotros ahora imitar la memoria fiel de Dios y custodiar el bien que hemos recibido en estos días. En silencio hagamos memoria de este encuentro, custodiemos el recuerdo de la presencia de Dios y de su Palabra, reavivemos en nosotros la voz de Jesús que nos llama por nuestro nombre. Así pues, recemos en silencio, recordando, dando gracias al Señor que nos ha traído aquí y ha querido encontrarnos.
(Homilía del Papa Francisco en la Misa de Clasura de la JMJ Cracovia 2016)

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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - “Hoy ha entrado la salvación a esta casa”

La escena sucede en Jericó. Zaqueo era publicano y rico. No podía ver a Jesús porque era pequeño de estatura.
Los hombres como Zaqueo que viven en las cosas del mundo son cortos de estatura para ver a Jesús. Hay que levantarse sobre las cosas del mundo para poder ver bien a Jesús y para que Él nos llame. En el mundo, entre la gente de mundo, no se puede ver bien a Jesús, se ve otro Jesús distinto al verdadero, un Jesús light. En el mundo y entre las cosas del mundo nos volvemos bajos de estatura, bajamos y hasta perdemos el tono espiritual.

Zaqueo se da cuenta de esto y procura elevarse sobre las cosas del mundo. Prevé la forma de ver a Jesús y corre más adelante para subirse a una higuera. Hay que prever, en la medida de lo posible, la forma de crecer en la vida espiritual, sabiendo que es gracia de Dios el que nos mire y nos llame. Dios ve nuestra buena voluntad. Muchas veces, no avanzamos en la vida espiritual por falta de propósitos, por falta de metas, por falta de prevención respecto al crecimiento espiritual.

Para ver a Jesús hay que elevar la mirada de las cosas materiales a las espirituales.

Zaqueo no podía ver a causa de la gente que lo rodeaba. Para ver a Jesús hay que vencer los obstáculos, principalmente el obstáculo del afecto desordenado a las creaturas que nos distrae y nos ciega para ver las cosas celestiales.

Zaqueo se sube a un árbol. Hace un esfuerzo voluntario y levanta la mirada de las cosas terrenas y ve a Jesús.

Zaqueo ha dispuesto su alma para que Jesús entre en contacto con él.
La Providencia no está reñida con la previsión. Tenemos que prever, en lo natural y especialmente en nuestra vida espiritual.

La previsión sobre lo espiritual, a modo dispositivo, la tenemos que hacer en los momentos de consolación, cuando el alma es movida por Dios, en especial en los retiros o ejercicios espirituales, cuando el alma está libre de apegos, de afectos desordenados, cuando el alma también movida por la gracia actual se ha subido al sicómoro, elevándose sobre los obstáculos que le impiden el encuentro con el Señor.

La gracia actual que llevó a Zaqueo a subirse al árbol manifiesta la iniciativa de Dios en la conversión. Zaqueo secunda la moción divina. Así nosotros encontremos a Cristo que pasa por nuestras vidas y proyectemos, en la medida de lo posible, la perseverancia en la unión con Él.

Jesús lo ve, ve su alma dispuesta, y le dice que va a ir a su casa. Jesús entra en la casa de Zaqueo y con El la salvación. Zaqueo dispuso su alma y la gracia entró en su alma.

Le recibió con alegría. Es que la presencia de Jesús alegra y da paz, mucho más, si lo recibimos en el alma.

Jesús transforma el alma de Zaqueo, pues, restituye lo que había conseguido injustamente, se arrepiente y cambia de vida. Cuando Cristo lo llamó bajó para que lo aloje en su casa y de camino proyectó su cambio que comenzó en el umbral de su casa haciendo limosna y restableciendo la justicia.

Por eso Jesús dijo: “hoy ha entrado la salvación a esta casa”.

Zaqueo previó el encuentro con el Señor y previó su cambio de vida y su perseverancia en el estado de salud.

Todo es gracia, pero Dios también cuenta con nuestra inteligencia y voluntad para darnos algunas gracias porque así lo tiene predeterminado. La previsión de los momentos críticos de nuestra vida espiritual, el conocimiento de nuestras flaquezas y los remedios sobrenaturales que Dios nos pone, la aplicación práctica y protegida de nuestros propósitos para que no se transformen en veleidades, el aprovechamiento de los obstáculos que se nos presentan y que por experiencia conocemos que pueden ser buenos si nos disponemos, etc. son de mucha ayuda para perseverar.

Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio nos ayudan a proyectar nuestra vida espiritual, “son medios eficaces para procurarse a designio profundas y poderosas resoluciones para cumplir la voluntad de Dios” decía San Francisco de Sales[1] y su finalidad que es ordenar la vida consiste en tomar una “resolución crucial y durable en la medida en que se pueda hacer y prever”[2].

En los encuentros con Cristo, momentos de consolación donde nos conocemos a nosotros mismos, tenemos que proyectar las tácticas para vencer el hombre viejo y crecer en la vida del hombre nuevo según Cristo.

Jesús dice delante de todos que Zaqueo también es hijo de Abrahán a pesar de la profesión que ejerce porque la salvación que trae Jesús es para todos los hombres, “porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.
(P. Gustavo Pascual, I.V.E.)
Notas
[1] Cf. Castellani, La Catarsis Católica en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Epheta Buenos Aires 1991, 43
[2] Castellani, La Catarsis Católica…, 21

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Directorio Homilético: Trigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario

CEC 293-294, 299, 341, 353: el universo ha sido creado para gloria de Dios

CEC 1459, 2412, 2487: la reparación
III “EL MUNDO HA SIDO CREADO PARA LA GLORIA DE DIOS”

293 Es una verdad fundamental que la Escritura y la Tradición no cesan de enseñar y de celebrar: “El mundo ha sido creado para la gloria de Dios” (Cc. Vaticano I: DS 3025). Dios ha creado todas las cosas, explica S. Buenaventura, “non propter gloriam augendam, sed propter gloriam manifestandam et propter gloriam suam communicandam” (“no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla”) (sent. 2,1,2,2,1). Porque Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad: “Aperta manu clave amoris creaturae prodierunt” (“Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas”) (S. Tomás de A. sent. 2, prol.) Y el Concilio Vaticano primero explica:

En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios, en su libérrimo designio , en el comienzo del tiempo, creó de la nada a la vez una y otra criatura, la espiritual y la corporal (DS 3002).

294 La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de nosotros “hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1,5-6): “Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que ven a Dios” (S. Ireneo, haer. 4,20,7). El fin último de la creación es que Dios , “Creador de todos los seres, se hace por fin `todo en todas las cosas’ (1 Co 15,28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad” (AG 2).

Dios crea un mundo ordenado y bueno
299 Porque Dios crea con sabiduría, la creación está ordenada: “Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso” (Sb 11,20). Creada en y por el Verbo eterno, “imagen del Dios invisible” (Col 1,15), la creación está destinada, dirigida al hombre, imagen de Dios (cf. Gn 1,26), llamado a una relación personal con Dios. Nuestra inteligencia, participando en la luz del Entendimiento divino, puede entender lo que Dios nos dice por su creación (cf. Sal 19,2-5), ciertamente no sin gran esfuerzo y en un espíritu de humildad y de respeto ante el Creador y su obra (cf. Jb 42,3). Salida de la bondad divina, la creación participa en esa bondad (“Y vio Dios que era bueno…muy bueno”: Gn 1,4.10.12.18.21.31). Porque la creación es querida por Dios como un don dirigido al hombre, como una herencia que le es destinada y confiada. La Iglesia ha debido, en repetidas ocasiones, defender la bondad de la creación, comprendida la del mundo material (cf. DS 286; 455-463; 800; 1333; 3002).

341 La belleza del universo: el orden y la armonía del mundo creado derivan de la diversidad de los seres y de las relaciones que entre ellos existen. El hombre las descubre progresivamente como leyes de la naturaleza que causan la admiración de los sabios. La belleza de la creación refleja la Infinita belleza del Creador. Debe inspirar el respeto y la sumisión de la inteligencia del hombre y de su voluntad.

353 Dios quiso la diversidad de sus criaturas y la bondad pe­culiar de cada una, su interdependencia y su orden. Destinó todas las criaturas materiales al bien del género huma­no. El hombre, y toda la creación a través de él, está des­tinado a la gloria de Dios.

1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (cf Cc. de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe “satisfacer” de manera apropiada o “expiar” sus pecados. Esta satisfacción se llama también “penitencia”.

2412 En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario:
Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: “si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo” (Lc 19,8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto.

2487 Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no pude ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación concierne también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia.

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EJEMPLOS

La Perla
Jenny era una linda niña de cinco años de ojos relucientes. Un día mientras ella con su mamá visitaban la tienda, Jenny vio un collar de perlas de plástico que costaba 2.50 pesos. ¡Cuánto deseaba poseerlo!

Preguntó a su mamá si se lo compraría, y su mamá le dijo: Hagamos un trato, yo te compraré el collar y cuando lleguemos a casa haremos una lista de tareas que podrás realizar para pagar el collar, ¿está bien?

Jenny estuvo de acuerdo, y su mamá le compró el collar de perlas.

Jenny trabajó con tesón todos los días para cumplir con sus tareas. En poco tiempo Jenny canceló su deuda. ¡Jenny amaba sus perlas! Ella las llevaba puestas a todas partes: al jardín, a la cama, y cuando salía con su mamá.
Jenny tenía un padre que la quería muchísimo. Cuando Jenny iba a su cama, él se levantaba de su sillón favorito para leerle su cuento preferido. Una noche, cuando terminó el cuento, le dijo: “Jenny, ¿tú me quieres?”, “Oh, sí papá”. “Entonces, regálame tus perlas,” le pidió él. “¡Oh, papá! No mis perlas,” dijo Jenny. “Pero te doy a Rosita, mi muñeca favorita. ¿La recuerdas?, tú me la regalaste el año pasado para mi cumpleaños. Y te doy su ajuar también, ¿está bien, papá?”, “Oh, no hijita, está bien, no importa”, dándole un beso en la mejilla. “Buenas noches, pequeña”.

Una semana después, nuevamente su papá le preguntó al terminar el diario cuento: “Jenny, ¿tú me quieres?”, “Oh, sí papá, ¡tú sabes que te quiero!”, le dijo ella. “Entonces regálame tus perlas”. “¡Oh, papá!

No mis perlas; pero te doy a Lazos, mi caballo de juguete. Es mi favorito, su pelo es tan suave y tú puedes jugar con él y hacerle trencitas”. “Oh, no hijita, está bien,” le dijo su papá en la mejilla, “Felices sueños.”

Algunos días después, cuando el papá de Jenny entró a su dormitorio para leerle un cuento, Jenny estaba sentada en su cama y le temblaban los labios, “toma papá” dijo, y estiró su mano. La abrió y en su interior estaba su tan querido collar, el cual entregó a su padre. Con una mano él tomó las perlas de plástico y con la otra extrajo de su bolsillo una cajita de terciopelo azul. Dentro de la cajita había unas hermosas perlas genuinas. Él las había tenido todo este tiempo, esperando que Jenny renunciara a la baratija para poder darle la pieza de valor.

Esta historia nos hace pensar en las cosas a las cuales nos aferramos y que son solo baratijas, por eso cabe preguntarse: ¿qué es lo que Dios me quiere dar en su lugar?

(Cortesía: iveargentina.org et alii)

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