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 El Sacramento de la Confesión - A. von Speyr

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El bautismo no nos libra de recaer en el pecado, pero sí nos garantiza el perdón de Dios en el caso de caer. Por eso la gracia de la confesión está contenida en la gracia del bautismo. La CONFESIÓN nos regala la posibilidad del regreso siempre nuevo desde el pecado a Dios. Su particularidad radica, en primer lugar, en ser un acontecimiento claramente personal entre Dios y el alma. Existe una cierta proporción entre el arrepentimiento y la acusación, por una parte, y la gracia que perdona, por otra. Esta gracia, más 1,9 112 que en ningún otro sacramento, es puesta en las manos del agraciado mismo, que en gran medida la puede recibir según su decisión y parecer propios. Él mismo puede crear orden, ha recibido de Dios el poder de ordenar su vida perdida, de configurarla de nuevo, de encauzar de nuevo el flujo de su vida.

Por eso, la gracia de la confesión se transforma en una gracia claramente particular y acuñada. El hombre se presenta ante Dios con las tinieblas de su pecado y pide la luz de la gracia. Es un encuentro personal cuyo sentido se agota, por de pronto, en el encuentro entre oscuridad y luz, entre un minus y un plus. La sobreabundancia de gracia, que como siempre también aquí es regalada, no es una especie de acopio dejado en depósito como sucede en el bautismo, sino que de inmediato pasa a formar parte de la obra de vida personal del confesante. La gracia de la confesión crea pureza y da fuerzas para conservar esa pureza. Mientras que la continuidad del bautismo a lo largo de la vida está más en el bautismo mismo, la continuidad de la confesión radica más bien en la comunión.

Ahora bien, si este fuese todo su sentido, la confesión permanecería un acontecimiento puramente privado entre Dios y el alma. Algo semejante, sin embargo, está excluido según la esencia misma de la gracia, que siempre es gracia eclesial y, por tanto, comunitaria. El pecador que se presenta ante Dios en la confesión se acerca a Él, ciertamente, con su propio pecado. Tan propio, que le está absolutamente prohibido mitigar o disculpar ese pecado mirando de reojo a los demás pecadores.

Cualquiera sea la índole de su pecado, es siempre horrendo e inexcusable. Pero, precisamente por eso, en su pecado siempre se encarna también el pecado del mundo en su 1,9  113 totalidad; su pecado está en una especie de comunión con el pecado general y con su primer padre y promotor, el diablo. Ante Dios no está tanto el pecador aislado, sino un hijo del demonio, un miembro de la comunidad de Satán. Y de un modo análogo, el sacerdote que recibe la confesión e imparte la absolución representa la voz de Dios, que siempre es comprensiva y sólo imparte este perdón particular en conexión con el infinito acto del perdón y con la redención universal. Así, en la confesión el penitente es asumido en el camino de redención del mismo Señor.

Sólo en este camino es posible superar la contradicción espantosa con la que él se presenta ante Dios: la contradicción entre el propio pecado y la pureza de Dios. Mientras comparece suplicante ante Dios, Dios lo agracia conduciéndolo a través del sufrimiento de Cristo en una especie de proceso abreviado. El camino desde la contrición y el arrepentimiento por el propio pecado y la propia tibieza hasta la experiencia del juicio en la declaración de los pecados y la perspectiva del cielo en la absolución recibida, desde la punzante aflicción por sí mismo hasta la igualmente punzante alegría y gratitud por la bondad de Dios: ese camino que es recorrido en cada confesión, en el que Dios nos sumerge por un instante en el via crucis de su Hijo, ese contacto, esa alusión a la pasión (que por ser alusión no necesita ser superficial), dilata la confesión en un acontecimiento más que personal. La confesión es, absolutamente, un acontecimiento eclesial.

Reconciliación con Dios es siempre reconciliación con la Iglesia. Todo pecador está de alguna manera fuera de la Iglesia. Aun cuando no esté excomulgado, está fuera del centro de la Iglesia donde vive 1,9 114 la pureza perfecta del Señor. Cada confesión vuelve a llevarnos al centro de la Iglesia. Para unos desde una lejanía extrema, para otros desde un pequeño alejamiento. Pero en el momento del retorno la distancia no juega ningún papel. Sólo importa saber que uno estaba fuera y ahora está de nuevo dentro y que esto fue cumplido por el Señor y su cruz. La confesión, tal vez el más personal de los sacramentos, tiene por objetivo que el creyente pueda ser de nuevo,por decirlo así, impersonal en la Iglesia, ser un miembro de la comunidad entre otros miembros. Por cierto, tiene frente a Dios el deber de confesarse, pero también lo tiene frente a la Iglesia. Por eso, la gracia de la confesión es una gracia comunitaria. Una parte de ella es regalada personalmente al penitente para su vida, otra parte es utilizada misteriosamente para la purificación e iluminación de la comunidad.

Pues así como existe una comunión en el pecado, aún mucho más una comunión en la gracia. Y cuanto menos pecados macizos y bien perfilados uno ha de confesar, tanto mayor es su deber de confesar la culpa general y anónima de todos los miembros de la Iglesia. Ésta, por otra parte, tiene el derecho de exigir del pecador, especialmente si está cargado con pecados groseros, que se purifique por la confesión, para que este miembro pecador no la ensucie en su totalidad. Por la confesión el cristiano, alejándose de sí mismo, es conducido dentro de la vida de la comunidad. Por eso es importante que la confesión sea lo opuesto a una reflexión sobre los propios pecados. Por cierto, el sacerdote debe saber qué ha de juzgar y el penitente qué pecado ha cometido. Pero el punto central de la confesión no es ni el pecado mismo ni su declaración, sino únicamente la gracia 1,9 115 del Señor. La declaración de los pecados no puede ser sino la apertura del corazón a la gracia. Y la medida del conocimiento de los pecados es dada por la medida de esta apertura.

Ni el conocimiento del pecado como tal ni el coraje de haber dicho y descubierto ‹incluso esto› constituyen lo distintivo de una buena confesión; pues en la confesión también subsiste un Noli-me-tangere: un apartar la mirada del pecado para ver sólo la gracia. De otro modo la confesión no sería una participación en el camino del Señor que a través de la cruz conduce de regreso al Padre. El retorno al centro de la Iglesia es un retorno al centro del Padre: a la luz ardiente del Padre. Que el pecador regrese de las tinieblas más distantes o que ya esté en la luz: seguro es que la luz intimísima lo vuelve a encender. Entre el bautismo y la confesión transcurre en la vida de un niño cristiano un espacio de tiempo prolongado. En la mayoría de los casos, el cristiano recibe el bautismo sin tener conocimiento, y la confesión teniendo pleno conocimiento. Entre ambos está el tiempo del saber incipiente, creciente.

Este tiempo es de un modo especial el tiempo de gracia del ángel de la guarda, el de las primeras enseñanzas, del primer desarrollo de la vida cristiana en el seno de la Iglesia. Es también el tiempo de los primeros traspiés, que de momento, sin embargo, no se convierten en pecados graves. Que así sea, también se ha de agradecer a los ángeles, en cuyo trato íntimo el niño vive y que le protegen de un modo especial hasta la edad de la razón cuando es admitido en la confesión. El niño hace su examen de conciencia en presencia del ángel, posee ya un discernimiento del bien y 1,9  116 del mal, sabe que ciertas cosas no están permitidas. Pero nopercibe la envergadura y trascendencia del bien y del mal

Y ese resto que no se percibe es dejado al buen criterio del ángel. El ángel inspira al niño para que se disculpe por lo hecho, fortaleciendo al mismo tiempo su inocencia infantil. Pues no le aclara precisamente el pecado, más bien siempre aparta al niño del mal camino sin esclarecerle la esencia del mal. Es el artista del ocultar y del dar otro rumbo, el que de todo lo malo sabe hacer algo bueno y de lo bueno sacar lo mejor. Sabe bien cuánto puede arruinarse con palabras y aclaraciones. En esto se parece a un buen padre confesor que muestra el buen camino sin dirigir la atención al pecado. Todas las confesiones posteriores conservarán siempre algo del carácter de ese tiempo de gracia infantil. Más tarde también se pedirá perdón por las faltas como entonces cuando niño y allí se incluirá todo lo que no se entiende ni se ve en su totalidad. Una cierta humildad fundamental, existente en el fondo de todas las cosas, surge en ese tiempo entre bautismo y comunión y sostendrá la entera vida cristiana. £


 

 

 

 











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