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Cartas del diablo a su sobrino sobre la castidad

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Carta del diablo sobre la castidad

 

C.S. Lewis, el famoso escritor, ha publicado un libro reuniendo las cartas que uno de los diablos viejos del infierno ha mandado a su sobrino que está aprendiendo de cómo engañar a un hombre. Aquí el tema es la sexualidad. Puede leer todas las 30 cartas aquí o en formato pdf aquí



Carta XX

Mi querido Orugario:

Veo con gran disgusto que el Enemigo ha puesto fin forzoso, por el momento, a tus ataques directos a la castidad del paciente. Debieras haber sabido que, al final, siempre lo hace, y haber parado antes de llegar a ese punto. Porque, tal como están las cosas, ahora tu hombre ha descubierto la peligrosa verdad de que estos ataques no duran para siempre; en consecuencia, no puedes volver a usar la que, después de todo, es nuestra mejor arma: la creencia de los humanos ignorantes de que no hay esperanza de librarse de nosotros, excepto rindiéndose. Supongo que habrás tratado de persuadirle de que la castidad es poco sana, ¿no?

Todavía no he recibido un informe tuyo acerca de las mujeres jóvenes de la vecindad. Lo querría de inmediato, porque si no podemos servirnos de su sexualidad para hacerle licencioso, debemos tratar de usarla para promover un matrimonio conveniente. Mientras tanto, me gustaría darte algunas ideas acerca del tipo de mujer —me refiero al tipo físico— del que debemos incitarle a enamorarse, si un «enamoramiento» es lo más que podemos conseguir.

Esta cuestión la deciden por nosotros espíritus que están mucho más abajo en la Bajojerarquía que tu y yo, y por supuesto de una forma provisional. Es trabajo de estos grandes maestros el producir en cada época una desviación general de lo que pudiera llamarse el «gusto» sexual. Esto lo consiguen trabajando con el pequeño círculo de artistas populares, modistas, actrices y anunciadores que determinan el tipo que se considera «de moda». Su propósito es apartar a cada sexo de los miembros del otro con quienes serían más probables matrimonios espiritualmente útiles, felices y fértiles. Así, hemos triunfado ya durante muchos siglos sobre la naturaleza, hasta el punto de hacer desagradables para casi todas las mujeres ciertas características secundarias del varón (como la barba); y esto es más importante de lo que podrías suponer. Con respecto al gusto masculino, hemos variado mucho. En una época lo dirigirnos al tipo de belleza estatuesco y aristocrático, mezclando la vanidad de los hombres con sus deseos, y estimulando a la raza a engendrar, sobre todo, de las mujeres más arrogantes y pródigas. En otra época, seleccionamos un tipo exageradamente femenino, pálido y lánguido, de forma que la locura y la cobardía, y toda la falsedad y estrechez mental general que las acompañan, estuviesen muy solicitadas. Actualmente vamos en dirección contraria. La era del jazz ha sucedido a la era del vals, y ahora enseñamos a los hombres a que les gusten mujeres cuyos cuerpos apenas se pueden distinguir de los de los muchachos. Como éste es un tipo de belleza todavía más pasajero que la mayoría, así acentuamos el crónico horror a envejecer de la mujer (con muchos excelentes resultados), y la hacemos menos deseosa y capaz de tener niños. Y eso no es todo. Nos las hemos arreglado para conseguir un gran incremento en la licencia que la sociedad permite a la representación del desnudo aparente (no del verdadero desnudo) en el arte, y a su exhibición en el escenario o en la playa. Es una falsificación, por supuesto; los cuerpos del arte popular están engañosamente dibujados; las mujeres reales en traje de baño o en mallas están en realidad apretadas y arregladas para que parezcan más firmes, esbeltas y efébicas de lo que la naturaleza permite a una mujer desarrollada. Pero, al mismo tiempo, se le enseña al mundo moderno a creer que es muy «franco» y «sano», y que está volviendo a la naturaleza. En consecuencia, estamos orientando cada vez más los deseos de los hombres hacia algo que no existe; haciendo cada vez más importante el papel del ojo en la sexualidad y, al mismo tiempo, haciendo sus exigencias cada vez más imposibles. ¡Es fácil prever el resultado!

Ésa es la estrategia general del momento. Pero, dentro de ese marco, todavía te será posible estimular los deseos de tu paciente en una de dos direcciones. Descubrirás, si examinas cuidadosamente el corazón de cualquier humano, que está obsesionado por, al menos, dos mujeres imaginarias: una Venus terrenal, y otra infernal; y que su deseo varía cualitativamente de acuerdo con su objeto. Hay un tipo por el cual su deseo es naturalmente sumiso al Enemigo —fácilmente mezclable con la caridad, obediente al matrimonio, totalmente coloreado por esa luz dorada de respeto y naturalidad que detestamos—; hay otro tipo que desea brutalmente, y que desea desear brutalmente, un tipo que se utiliza mejor para apartarle totalmente del matrimonio, pero que, incluso dentro del matrimonio, tendería a tratar como a una esclava, un ídolo o una cómplice. Su amor por el primer tipo podría tener algo de lo que el Enemigo llama maldad, pero sólo accidentalmente; el hombre desearía que ella no fuese la mujer de otro, y lamentaría no poder amarla lícitamente. Pero con el segundo tipo lo que quiere es sentir el mal, que es el «sabor» que busca: lo que le atrae es, en su rostro, la animalidad visible, o la mohína, o la destreza, o la crueldad; y, en su cuerpo, algo muy diferente de lo que suele llamar belleza, algo que puede incluso, en un momento de lucidez, describir como fealdad, pero que, por nuestro arte, podemos conseguir que incida en su obsesión particular.

La verdadera utilidad de la Venus infernal es, sin duda, como prostituta o amante. Pero si tu hombre es un cristiano, y si le han enseñado bien las tonterías sobre el «Amor» irresistible y que lo justifica todo, a menudo se le puede inducir a que se case con ella. Y eso es algo que vale la pena conseguir. Habrás fracasado con respecto a la fornicación y a los vicios solitarios; pero hay otros, y más indirectos, medios de servirse de la sexualidad de un hombre para lograr su perdición. Y, por cierto, no sólo son eficaces, sino deliciosos; la infelicidad que producen es de una clase muy duradera y exquisita.

Tu cariñoso tío,

Escrutopo

XXI

Mi querido Orugario:

Sí. Un período de tentación sexual es un excelente momento para llevar a cabo un ataque secundario a la impaciencia del paciente. Puede ser, incluso, el ataque principal, mientras piense que es el subordinado. Pero aquí, como en todo lo demás, debes preparar el camino para tu ataque moral nublando su inteligencia.

A los hombres no les irrita la mera desgracia, sino la desgracia que consideran una afrenta. Y la sensación de ofensa depende del sentimiento de que una pretensión legítima les ha sido denegada. Por tanto, cuantas más exigencias a la vida puedas lograr que haga el paciente, más a menudo se sentirá ofendido y, en consecuencia, de mal humor. Habrás observado que nada le enfurece tan fácilmente como encontrarse con que un rato que contaba con tener a su disposición le ha sido arrebatado de imprevisto. Lo que le saca del quicio es el visitante inesperado (cuando se prometía una noche tranquila), o la mujer habladora de un amigo (que aparece cuando él deseaba tener un tête-à-tête con el amigo). Todavía no es tan duro y perezoso como para que tales pruebas sean, en sí mismas, demasiado para su cortesía. Le irritan porque considera su tiempo como propiedad suya, y siente que se lo están robando. Debes, por tanto, conservar celosamente en su cabeza la curiosa suposición: «Mi tiempo es mío.» Déjale tener la sensación de que empieza cada día como el legítimo dueño de veinticuatro horas. Haz que considere como una penosa carga la parte de esta propiedad que tiene que entregar a sus patrones, y como una generosa donación aquella parte adicional que asigna a sus deberes religiosos. Pero lo que nunca se le debe permitir dudar es que el total del que se han hecho tales deducciones era, en algún misterioso sentido, su propio derecho personal.

Ésta es una tarea delicada. La suposición que quieres que siga haciendo es tan absurda que, si alguna vez se pone en duda, ni siquiera nosotros podemos encontrar el menor argumento en su defensa. El hombre no puede ni hacer ni retener un instante de tiempo; todo el tiempo es un puro regalo; con el mismo motivo podría considerar el sol y la luna como enseres suyos. En teoría, también está comprometido totalmente al servicio del Enemigo; y si el Enemigo se le apareciese en forma corpórea y le exigiese ese servicio total, incluso por un solo día, no se negaría. Se sentiría muy aliviado si ese único día no supusiese nada más difícil que escuchar la conversación de una mujer tonta; y se sentiría aliviado hasta casi sentirse decepcionado si durante media hora de ese día el Enemigo le dijese: «Ahora puedes ir a divertirte.» Ahora bien, si medita sobre su suposición durante un momento, tiene que darse cuenta de que, de hecho, está en esa situación todos los días. Cuando hablo de conservar en su cabeza esta suposición, por tanto, lo último que quiero que hagas es darle argumentos en su defensa. No hay ninguno. Tú trabajo es puramente negativo. No dejes que sus pensamientos se acerquen lo más mínimo a ella. Envuélvela en penumbra, y en el centro de esa oscuridad deja que su sentimiento de propiedad del tiempo permanezca callada, sin inspeccionar, y activa.

El sentimiento de propiedad en general debe estimularse siempre. Los humanos siempre están reclamando propiedades que resultan igualmente ridículas en el Cielo y en el Infierno, y debemos conseguir que lo sigan haciendo. Gran parte de la resistencia moderna a la castidad procede de la creencia de que los hombres son «propietarios» de sus cuerpos; ¡esos vastos y peligrosos terrenos, que laten con la energía que hizo el Universo, en los que se encuentran sin haber dado su consentimiento y de los que son expulsados cuando le parece a Otro! Es como si un infante a quien su padre ha colocado, por cariño, como gobernador titular de una gran provincia, bajo el auténtico mando de sabios consejeros, llegase a imaginarse que realmente son suyas las ciudades, los bosques y los maizales, del mismo modo que son suyos los ladrillos del suelo de su cuarto.

Damos lugar a este sentimiento de propiedad no sólo por medio del orgullo, sino también por medio de la confusión. Les enseñamos a no notar los diferentes sentidos del pronombre posesivo: las diferencias minuciosamente graduadas que van desde «mis botas», pasando por «mi perro», «mi criado», «mi esposa», «mi padre», «mi señor» y «mi patria», hasta «mi Dios». Se les puede enseñar a reducir todos estos sentidos al de «mis botas», el «mí» de propiedad. Incluso en el jardín de infancia, se le puede enseñar a un niño a referirse, por «mi osito», no al viejo e imaginado receptor de afecto, con el que mantiene una relación especial (porque eso es lo que les enseñará a querer decir el Enemigo, si no tenemos cuidado), sino al oso «que puedo hacer pedazos si quiero». Y, al otro extremo de la escala, hemos enseñado a los hombres a decir «mi Dios» en un sentido realmente no muy diferente del de «mis botas», significando «el Dios a quien tengo algo que exigir a cambio de mis distinguidos servicios y a quien exploto desde el púlpito..., el Dios en el que me hecho un rincón».

Y durante todo este tiempo, lo divertido es que la palabra «mío», en su sentido plenamente posesivo, no puede pronunciarla un ser humano a propósito de nada. A la larga, o Nuestro Padre o el Enemigo dirán «mío» de todo lo que existe, y en especial de todos los hombres. Ya descubrirán al final, no temas, a quién pertenecen realmente su tiempo, sus almas y sus cuerpos; desde luego, no a ellos, pase lo que pase. En la actualidad, el Enemigo dice «mío» acerca de todo, con la pedante excusa legalista de que Él lo hizo. Nuestro Padre espera decir «mío» de todo al final, con la base más realista y dinámica de haberlo conquistado.

Tu cariñoso tío,

Escrutopo

Lewis, C.S. Cartas del diablo a su sobrino. Madrid; ed. Rialp 1998, 7ma edición. Cartas XX y XXI (pp. 93-100).




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