JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU

Síntesis de espiritualidad católica

1ª PARTE

Las fuentes de la santidad A

1. La devoción al Creador

2. La confianza en la Providencia

3. Jesucristo

4. El don del Espíritu Santo

 

1. La devoción al Creador

AA.VV., Il Cosmo nella Bibbia, Nápoles, Dehoniane 1982; W. Heisenberg, Más allá de la física, BAC 370 (1974); P. Jordan, El hombre de ciencia ante el problema religioso, Madrid, Guadarrama 1972; J. M. Riaza, Azar, ley, milagro, BAC 236 (1964); S. Vergés, Dios y el hombre: la creación, Madrid, EDICA 1980.

El misterio del cosmos maravilloso

La contemplación del mundo creado es el fundamento de la religiosidad del hombre, «pues lo invisible de Dios -su eterno poder y su divinidad-, desde la creación del mundo se puede ver, captado por la inteligencia, gracias a las criaturas» (Rm 1,20; + Job 12,7-10; Sal 18,2-7; Sab 13,1-9; Hch 14,15-17; 17,24-28).

La creación nos muestra una variedad casi infinita de seres creados, una innumerable diversidad de seres vivientes, desde el virus que se mide en milimicras hasta la ballena de treinta metros, desde la fascinante concha nacarada hasta las alucinantes magnitudes de las galaxias que distan de nosotros millones de años-luz. La inmensidad de la creación es un reflejo formidable de la infinitud del Creador.

Toda la creación, pero especialmente el mundo de las criaturas con vida, abunda en enigmas insolubles. ¿Dónde tiene su origen el milagro de lo que tiene vida? ¿Cómo explicar la perfección y complejidad de sus delicadas funciones? ¿Cómo explicar esos vuelos migratorios de cinco mil kilómetros -de día, de noche, con tormentas-, con rumbos infalibles? ¿Cómo comprender el vuelo de los murciélagos en la oscuridad?... Son las preguntas del libro de Job (38-41). ¿Cómo entender el misterio del hombre, pastor, músico, navegante, sacerdote, poeta, ingeniero capaz de llegar a la Luna?...

Ante la grandeza del Creador, revelada en las criaturas, el hombre no puede menos de «enmudecer» doblegándose en la adoración más rendida (Job 40,3-5;42,1-6). Verdaderamente la Creación es misteriosa: refleja en sí misma el esplendor inefable del Misterio eterno trinitario.

Dios Creador

Sinteticemos en varias proposiciones la fe en el Creador.

1.-Dios es el «Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible»: todos los seres han sido producidos por él de la nada, esto es, según toda su substancia (Vat.I, 1870: Dz 3025). Es Dios la causa total del ser de las criaturas. Es Dios quien las ha creado partiendo solo de sí mismo, sin nada presupuesto. Es Dios el único que puede crear, haciendo que las criaturas salven la infinita distancia que hay del no-ser al ser. «Yo soy Yavé, el que lo ha hecho todo: yo, yo solo desplegué los cielos y afirmé la tierra. ¿Quién me ayudó?» (Is 44,24).

2.-Padre, Hijo y Espíritu Santo son «un solo principio de todas las cosas», espirituales y corporales, angélicas y mundanas (Lat.IV, 1215: Dz 800). «No son tres principios de la creación, sino un solo principio» (Florent. 1442: Dz 1331). La Biblia atribuye unas veces la creación al Padre (Mt 11,25), otras al Hijo (Jn 1,3; Col 1,15s), o al Padre por Cristo, «por quien hizo el mundo» (Heb 1,2; +1Cor 8,6). Y estas atribuciones han sido el fundamento de grandes tesis teológicas:

«Dios es causa de los seres por su inteligencia y por su voluntad, como lo es un artífice respecto a las cosas que hace. El artífice obra por la idea que ha concebido en su inteligencia, y por el amor nacido en su voluntad hacia algo. Análogamente, Dios Padre ha hecho la creación por su Verbo, que es el Hijo, y por su Amor, que es el Espíritu Santo» (STh I,45,6).

3.-Dios, en un acto totalmente libre, creó el mundo solo por amor. «La única causa que impulsó a Dios a crear fue el deseo de comunicar su bondad a las criaturas que iban a ser hechas por él» (Catecismo Romano I,1). Dios, sin coacción de nada ni de nadie, pudo crear o no crear, pudo crear este mundo u otro diverso. Y quiso crear este mundo para poder comunicar a las criaturas, que no existían, algo de su ser, de su bondad, de su hermosura y de su vida. No ama Dios las cosas porque existen, sino que las cosas existen «porque» Dios las ama.

Y así dice la Escritura: Tú, Señor, «amas todo cuanto existe y nada odias de lo que has hecho, que no por odio hiciste cosa alguna. ¿Cómo podría subsistir nada si tú no lo quisieras o cómo podría conservarse sin ti? » (Sab 11,25-26). Señor, «tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas» (Ap 4,11).

4.-Dios creó al hombre en el «día sexto» como culmen de su obra creativa, y partiendo ya de algo creado -un muñeco de tierra, un antropoide, es lo mismo-. A esta criatura preexistente, anteriormente creada, el Señor «le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado», criatura espiritual, «imagen» de su Creador (Gén 2,7; 1,27). Más aún, Dios mismo es «el Creador en cada hombre del alma espiritual e inmortal» (Credo del pueblo de Dios 30-VI-1968, n.8). Y así el hombre, coronado de gloria y dignidad, queda constituido por Dios como señor de toda la creación visible (Sal 8).

5.-Dios constituyó a Jesucristo como vértice de toda la creación. El es la imagen perfecta de Dios, a quien revela, y él es la imagen perfecta del hombre, a quien también revela (GS 22ab). «Él es el esplendor de la gloria [del Padre] y la imagen de su substancia, y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas» (Heb 1,3). «Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura» (Col 1,15).

6.-El mismo Dios, en Jesucristo, es la norma inteligente de todo lo creado. Todo, desde la geometría armoniosa de las galaxias hasta la organización interna de una célula -perfecta en su estructura, su finalismo, su información genética-, todo está transido por la misteriosa sabiduría del Creador: «Antes de que fueran creadas todas las cosas, ya las conocía él, y lo mismo las conoce después de acabadas» (Sir 23,29). Y es Jesucristo, el «primogénito de toda criatura», el canon universal de todo lo que tiene ser creado, pues «por medio de él fueron creadas todas las cosas, celestes y terrestres, visibles e invisibles, todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo, y el universo tiene en él su consistencia» (Col 1,16-17).

Las criaturas

El cristiano conoce la bondad del mundo creado, sabe que «todas las cosas son puras» (Rm 14,20; +Tit 1,15). Ama sinceramente a toda la creación, participando así de los mismos sentimientos del Padre celestial: «Vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31).

((El pesimismo ontológico sobre el mundo, tan frecuente en las filosofías y religiones paganas, es completamente extraño a la espiritualidad cristiana. Para el budismo el mundo es una ilusión, para otras sabidurías orientales es la obra mala y peligrosa de un demiurgo. Para el cristiano el mundo es la obra maravillosa de un Dios infinitamente bueno, sabio y bello; es una obra distinta de su Autor, pero que manifiesta su gloria)).

Un vínculo profundo y necesario une al Creador y la criatura. Las cosas «son» criaturas de Dios: ésta es su identidad más profunda. En Dios hallan permanentemente las criaturas acogida en el ser y fuerza en el obrar. En el ser y en el obrar la dependencia ontológica de la criatura respecto de Dios es total. Sin él, la criatura cae en la nada, pues no tiene en sí misma la razón de su ser.

Por eso mismo la criatura está finalizada en el Creador. No podría ser de otro modo. «De él, por él, y para él son todas las cosas» (Rm 11,36). El es «el alfa y la omega» (Ap 1,8). «El mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Vat.I 1870: Dz 3025). El bien de la criatura y la gloria de Dios coinciden infaliblemente, pues la perfecta realización de la criatura estriba en la perfecta fidelidad a la ley del Señor.

Según todo esto, Dios es el Autor que tiene plena autoridad sobre la creación, como «Señor del cielo y de la tierra», y él hace participar de su autoridad a ciertas criaturas. En efecto, el mundo no es un montón informe de criaturas, en el que todas serían iguales y meramente yuxtapuestas, sino un todo orgánicamente unido, con partes siempre desiguales y complementarias. Y así como las criaturas no-libres obedecen a Dios necesariamente -el agua, los astros, las plantas-, y en esa obediencia hallan su propio bien, así también las criaturas libres, los hombres, hallan su bien obedeciendo en todo al Autor divino y a todas las autoridades por él constituidas en la familia, la escuela, la ciudad, el ejército, la asamblea religiosa.

((El igualitarismo moderno, de inspiración atea, es contrario no sólo a la Revelación, sino también a la naturaleza. Es una ideología falsa que sólamente haciendo violencia a la realidad de las cosas puede afirmarse. Sabemos científicamente que, por ejemplo, en cualquier asociación de vivientes -una manada de lobos- domina la confusión y la ineficacia hasta que en ella se establece una estructuración jerárquica, que implica relaciones desiguales. Pues bien, la autoridad -la jerarquía, la desigualdad-, que es natural entre los animales, sigue siendo natural entre los hombres. Ciertamente en las sociedades humanas habrá que distinguir -no así en las animales- desigualdades justas, procedentes de Dios, conformes a la naturaleza, y desigualdades injustas, nacidas de la maldad de los hombres: habrá, pues, que afirmar las primeras y combatir las segundas. Pero en todo caso debe quedar claro que el principio igualitario, en cuanto tal, es injusto, es violento, es contrario a la naturaleza)).

Espiritualidad creacional en la Biblia y la Tradición

En el Antiguo Testamento Dios se revela como «el Creador del cielo, el Dios que formó la tierra» (Is 45,18), ante el cual todos los otros dioses aparecen ilusorios y ridículos, sin ser ni fuerza (46; 48,12-13; +2 Mac 7,28-29). El, precisamente por ser el Creador, debe ser escuchado y obedecido sin resistencia alguna: «Y vosotros... ¿me vais a dar instrucciones sobre la obra de mis manos? Yo hice la tierra y creé sobre ella al hombre; mis propias manos desplegaron el cielo, y doy órdenes a su ejército entero» (Is 45,11-12).

A este Dios Creador, a este Autor único del universo, se alza la oración de Israel: «Tú, que has hecho el cielo y la tierra y todas las maravillas que hay bajo el cielo, tú eres el dueño de todo, y nada hay, Señor, que pueda resistirte» (Est 13,10-12). Vano sería que la criatura, en sus angustias, pusiera en «los montes» del poder humano su esperanza; «el auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2; +123). Israel debe confiar en el Creador, que cuida de la tierra y la enriquece constantemente sin medida (64,7-14). A él debe dirigir su admiración y su alabanza (103), haciéndose portavoz de todas las criaturas inanimadas y mudas (97).

En el Nuevo Testamento ésta misma es la devoción gozosa de Jesucristo ante el Creador, ante el «Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11,25), como en tantos pasajes del evangelio se manifiesta (Mt 13,35; Mc 10,6; 13,19; Lc 11,50; Jn 17,24). Esta es la espiritualidad de los apóstoles, que al Creador dirigen sus oraciones: «Tú, Señor, al principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos» (Heb 1,10; +Hch 4,24; 14,15; 17,24; Ef 3,9; Col 1,16). El Dios de los apóstoles es el que llama a la existencia a «lo que aún no es» (Rm 4,17). A Dios Creador se dirige el más antiguo culto cristiano: «Adorad al que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Ap 14,7; +4,11).

En la Tradición cristiana la devoción al Creador tiene frecuentes y conmovedoras expresiones. Así en San Agustín: «Tú eres Dios, tú el Creador, tú el Salvador: tú nos diste el ser, tú nos diste la salvación» (ML 35,1653). La Liturgia de la Iglesia invoca con devoción al Creador de todo, incluye en las solemnes lecturas de la vigilia pascual el relato de la creación, y sobre todo en los himnos de la liturgia de las Horas se dirige devotamente al que es Señor del mundo, de sus días, noches y estaciones -Aeterne rerum Conditor, Deus Creator omnium, Lucis Creator optime, etc.-. Toda esta piedad creacional impregna hondamente las diversas escuelas de espiritualidad cristiana.

San Francisco de Asís -el canto al Hermano Sol- y la familia franciscana deben ser citados aquí en primer lugar. Pero también el principio y fundamento de la espiritualidad ignaciana es la convicción de que «el hombre es creado para alabar» a Dios, «y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden a conseguir el fin por el que ha sido creado».

San Ignacio de Loyola ve a Dios como Redentor, pero también como Creador; y por eso quiere que contemplemos siempre «cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sintiendo, en los hombres dando entendimiento; y así en mí dándome ser, animando, sintiendo y haciéndome entender; así mismo haciendo templo de mí, siendo creado a semejanza e imagen de su divina majestad» (Ejercicios 235).

La escuela carmelitana sigue a Santa Teresa de Jesús, que se aprovechaba espiritualmente viendo «campo o agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria del Creador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro» (Vida 9,5; +San Juan de la Cruz, 2 Subida 5,3).

((La disminución de la devoción al Creador es una de las enfermedades más graves del cristianismo actual. No es hoy frecuente invocar al Creador -al menos no lo es tanto como en otros siglos-. Las criaturas son vistas con ojos paganos, como si subsistieran por sí mismas. Esto, según las personas y circunstancias, lleva a la angustia, a la aridez espiritual, al consumismo ávido...

Si los creyentes antiguos, cuando tan poco conocían del mundo creado, se extasiaban alabando al Creador, ¿con qué entusiasmo habremos de cantar al Creador nosotros, que conocemos como nunca las maravillas del mundo visible? Por otra parte, la piedad creacional -tan propia de la espiritualidad laical- hoy resulta especialmente necesaria, pues jamás el hombre había logrado un tan grande dominio sobre el mundo; nunca había poseído tantas, tan preciosas y variadas criaturas.))

Espiritualidad creacional

El amor al Creador es un rasgo fundamental de la espiritualidad cristiana. Como dice San Basilio, «nosotros amamos al Creador porque hemos sido hechos por él, en él tenemos nuestro gozo, y en él debemos pensar siempre como niños en su madre» (Regla larga 2,2). Las Horas litúrgicas de cada día comienzan invocándole: «Venid, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, Creador nuestro» (Sal 94,6); pues «él nos hizo y somos suyos» (99,3).

La admiración gozosa ante la creación, que canta incesantemente la gloria de Dios... En la visión cristiana del mundo -a pesar de estar tan estropeado por el pecado-, lo sustantivo es la contemplación admirada, lo adjetivo es el conocimiento penoso del mal. Y no debemos permitir que la pena predomine sobre el gozo. Por el contrario, el entusiasmo religioso debe llevarnos a decir: «Tus acciones, Señor, son mi alegría, y mi júbilo las obras de tus manos. ¡Qué magníficas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios! El ignorante no los entiende, ni el necio se da cuenta» (Sal 91,5-7).

Hemos de contemplar la presencia de Dios en sus criaturas. Mientras el hombre no ve a Dios en el mundo, está ciego; mientras no escucha su voz poderosa en la creación, está sordo (Sal 18, 2-5; 28). Santa Teresa cuenta que no fue educada en la captación de esa presencia, sino que la descubrió por experiencia (Vida 18,15).

La admiración de Dios en sus criaturas es uno de los rasgos principales de la espiritualidad de San Agustín: «La hermosura misma del universo es como un grande libro: contempla, examina, lee lo que hay arriba y abajo. No hizo Dios, para que le conocieras, letras de tinta, sino que puso ante tus ojos las criaturas que hizo. ¿A qué buscas testimonio más elocuente? El cielo y la tierra te gritan: Somos hechura de Dios» (Confesiones 10,6).

Es la misma vivencia religiosa de San Francisco de Asís que, «en cualquier objeto admiraba al Autor, en las criaturas reconocía al Creador, se gozaba en todas las obras de las manos del Señor. Y cuanto hay de bueno le gritaba: El que nos ha hecho es mejor... Abrazaba todas las cosas con indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas, velas, no queriendo extinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención a Aquel que a sí mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquel que es la Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas, se comunicaba a nuestro Santo también en todas las cosas» (Tomás de Celano, II Vida cp.124).

La piedad creacional nos da conciencia de la dignidad del hombre y de Jesucristo, su cabeza. Dios sometió al hombre todas las criaturas (Sal 8,7), y constituyó a Cristo, también en cuanto hombre, Rey del universo, Señor del cielo y de la tierra (Mt 28,18), Heredero de todo (Heb 1,2). Ahora, como dice el Apóstol, «todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3 ,23 ).

Por último, el horror al pecado surge de ver que por él nos entregamos a las criaturas, despreciando a su Creador. Es un abismo insondable de culpa y miseria en el que se hunden los pecadores: «Adoraron y sirvieron a la criatura en vez de al Creador. ¡Bendito él por siempre! Amén» (Rm 1,25).

2. La confianza en la Providencia

R. Garrigou-Lagrange, La Providencia y la confianza en Dios, Madrid, Palabra 1980, 2ª ed.; P. Grelot, Dans les angoisses: l’espérance, París, Seuil 1982; San Claudio La Colombière, El abandono confiado a la divina Providencia, Barcelona, Balmes 19932; A. Molinaro, Ascesi e Providenza, «Aquinas» 25 (1982) 269-285.

Dios conserva todo

«Todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y gobierna» (Vat.I: Dz 3003). Las criaturas no tienen su causa en sí mismas, sino que tienen siempre su causa en Dios, del que reciben constantemente el ser y el obrar.

«Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término» (Catecismo 301). Sin esta acción conservadora y providente, las criaturas «volverían en seguida a recaer en la nada» (Catecismo Romano I,1,21).

Dios co-opera en todo

En efecto, Dios «no solo conserva y gobierna las cosas que existen, sino que también impulsa, con íntima eficacia, al movimiento y a la acción a todo cuanto en el mundo es capaz de moverse o actuar, no destruyendo, sino previniendo la acción de las causas segundas» (Catecismo Romano I,1,22). Por tanto, «Dios actúa en las obras de sus criaturas. Él es la causa primera que opera en y por las causas segundas» (Catecismo 308). Ahora mismo, Él concurre a la acción de quien esto escribe y de quien esto lee.

Dios coopera al movimiento de todas las criaturas no-libres. Los fenómenos naturales -químicos, vegetativos, astronómicos-, en su cadencia siempre igual, no reciben su explicación última de la eficacia de ciertas «leyes» -químicas, vegetativas, astronómicas-, como si éstas fueran misteriosas personalidades anónimas, causantes de la armonía del cosmos. Dios mismo, el Señor del universo, es la íntima ley de cada criatura: es él quien perpetuamente les da el ser y el obrar. Y «así vemos al Espíritu Santo, autor principal de la Sagrada Escritura, atribuir con frecuencia a Dios acciones sin mencionar causas segundas. Esto no es una "manera de hablar" primitiva, sino un modo profundo de recordar la primacía de Dios y su señorío absoluto sobre la historia y el mundo» (Catecismo 304).

Dice, pues, bien la Biblia -sin ninguna ingenuidad teológica- que es Dios quien «esparce la escarcha como ceniza, hace caer el hielo como migajas y con el frío congela las aguas; envía una orden y se derriten, sopla su aliento y corren hacia el mar» (Sal 147,16-18). Jesús mismo dice que es Dios quien «hace salir el sol», «hace llover», y «alimenta y viste» a sus criaturas (Mt 5,45; 6,26.30).

Y Dios, evidentemente, coopera también a la acción de todas las criaturas-libres. En efecto, «Dios concede a los hombres poder participar libremente en su providencia... no sólo por sus acciones y oraciones, sino también por sus sufrimientos» (Catecismo 307). Ninguna acción del hombre, por tanto, puede producirse sin el concurso divino, pues en Dios «vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28). «Cuanto hacemos, eres Tú quien para nosotros lo hace» (Is 26,12). Es éste, sin duda, un gran misterio, de difícil investigación teológica. ¿Cómo Dios puede mover la libertad del hombre sin destruirla?

Santo Tomás dice así: «Nuestro libre arbitrio es causa de su acto, pero no es necesario que lo sea como causa primera. Dios es la causa primera que mueve las causas-naturales [las criaturas] y las causas-voluntarias [los hombres]. Moviendo las causas-naturales, no destruye la naturalidad y espontaneidad de sus actos. Igualmente, moviendo las causas-voluntarias, no destruye la libertad de su acción, sino más bien la confiere, la hace en ellas. En una palabra, Dios obra en cada criatura según su modo de ser» (STh I,83,1 ad 3m).

Dios con su providencia gobierna todo

La providencia divina es el gobierno de Dios sobre el mundo, es la ejecución en el tiempo del plan eterno de Dios sobre el mundo. Ningún suceso, grande o pequeño, bueno o malo, sorprende el conocimiento de Dios o contraría realmente su voluntad. En este sentido, todo cuanto sucede es providencial. Pensar que la criatura pueda hacer algo que se le imponga a Dios, aunque éste no lo quiera, es algo simplemente ridículo. Dios es omnipotente. La creación nunca se le va de las manos, en ninguna de sus partes. Tal posibilidad es inconcebible para una mente sana.

La armonía del orden cósmico es la manifestación primera de la providencia de Dios. Es asombrosa, es un milagro permanente. No sería en absoluto explicable la permanencia milenaria de los órdenes naturales sin una suprema y eficaz Inteligencia ordenadora.

«En efecto, vemos que cosas sin conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin -lo que es patente, ya que siempre o frecuentemente obran del mismo modo, y en orden a conseguir lo que es óptimo [por ejemplo, la maduración de un fruto, su desarrollo genético sumamente complejo y perfecto]-; es claro, pues, que alcanzan sus fines no por azar, sino intencionalmente. Ahora bien, los seres sin conocimiento no pueden tender a un fin sino bajo la dirección de otro ser consciente e inteligente, como la flecha lanzada por el arquero. En consecuencia, existe un Inteligente, a quien llamamos Dios, que ordena a fin todas las cosas naturales» (STh I,2,3).

Toda la historia humana es providencial, la de los pueblos y la de cada hombre. «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). La historia podrá parecernos muchas veces «un cuento absurdo contado por un loco», pero todo tiene un sentido profundo, nada escapa al gobierno providente de Dios, lleno de inteligencia y bondad. Esta es sin duda una de las principales revelaciones de la Sagrada Escritura. El Catecismo menciona la historia de José y la de Jesús como ejemplos impresionantes de la infalible Providencia divina (312).

Recordemos la historia de José, vendido por sus hermanos como esclavo a unos madianitas... Todo un conjunto de circunstancias, cada una de ellas perfectamente contingente, muchas de ellas criminales, le conducen a ser ministro del Faraón y a recibir en Egipto a sus hermanos. Pero José es bien consciente de que su vida es un despliegue misterioso de la providencia divina. Y así lo dice a sus hermanos: «No sois vosotros los que me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo y me ha puesto al frente de toda la tierra de Egipto» (Gén 45,8; +39,1s).

Recordemos la historia de Jesús, «preconocido antes de la creación del mundo, y manifestado al fin de los tiempos por amor nuestro» (1Pe 1,20). Jesús se acerca a «su hora» libremente (Jn 10,18), para que se cumplan en todo las predicciones de la Escritura (Lc 24,25-27). El es «el Misterio escondido desde los siglos en Dios». En él se realiza exactamente «el plan eterno» que Dios, «conforme a su beneplácito, se propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-11; 3,8-11; Col 1,26-28). En la Pasión, concretamente, el desbordamiento de los pecados humanos no tuerce ni desvía el designio providencial divino; por el contrario, le da cumplimiento histórico: «se aliaron Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y el pueblo de Israel contra tu santo siervo, Jesús, tu Ungido; y realizaron el plan que tu autoridad había de antemano determinado» (Hch 4,27-28). Todo es providencial en la historia de Jesús.

Y, evidentemente, la providencia de Dios que se cumple en José o en Jesús, se cumple infaliblemente en todos y cada uno de los hombres.

La providencia divina es infalible precisamente porque es universal: nada hay en la creación que pueda desconcertar los planes de Dios. Él mismo nos lo asegura:

«Sí, lo que yo he decidido llegará, lo que yo he resuelto se cumplirá... Si Yavé Sebaot toma una decisión ¿quién la frustrará? Si él extiende su mano ¿quién la apartará?» (Is 14,24.27). «De antemano yo anuncio el futuro; por adelantado, lo que aún no ha sucedido. Yo digo: "mi designio se cumplirá, mi voluntad la realizo"... Lo he dicho y haré que suceda, lo he dispuesto y lo realizaré» (46,10-11).

Dios es inmutable, no es como un hombre que va cambiando de propósitos: «Yo, Yavé, no cambio» (Mal 3,6). Ni los cambiantes sucesos de la historia hacen mudar sus planes: «Lo ha dicho él ¿y no lo hará? Lo ha prometido ¿y no lo mantendrá?» (Núm 23 ,9).

Providencia sobre lo grande y lo mínimo

Dios «ha hecho al pequeño y al grande, e igualmente cuida de todos» (Sab 6,7). «El testimonio de la Escritura -recuerda el Catecismo- es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» (303).

El Señor nos ha enseñado esto desde el principio de la Revelación: «El pasado lo predije de antemano: de mi boca salió y lo anuncié; de pronto lo realicé y sucedió». Ahora el futuro «te lo anuncio de antemano, antes de que te suceda te lo predigo» (Is 48,3-5). Lo mismo nos enseña Jesús: «Ni un solo gorrión caerá al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los pelos de la cabeza están contados» (Mt 10,29-30).

Y a Cristo Rey, precisamente en cuanto hombre, le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18), y él tiene sin duda un dominio absoluto sobre todo cuanto sucede en el mundo, grande o pequeño. No hay para él sucesos fortuitos.

Por lo demás, si el Señor providente no gobernara lo pequeño, no podría gobernar lo grande. Del clavo de una herradura de caballo, puesto con torpeza o perfección, depende que un mensajero alcance a pedir refuerzos para una batalla; de esta batalla depende la victoria o la caída de un imperio; de la suerte histórica de este imperio depende que durante siglos unas naciones sean cristianas o musulmanas... La historia de las naciones cuelga de un clavo, y la Providencia divina gobierna a quien lo puso, y domina sobre el curso de los pueblos. «Dios reina sobre las naciones» (Sal 46,9).

Providencia amorosa, no obstante el mal

También el pecado de los hombres realiza indirectamente la providencia de Dios. La muerte de Cristo -producida por causas segundas indudablemente contingentes: la traición de Judas, la cobardía de Pilatos, la ceguera de la Sinagoga; factores todos ellos que, en principio, pudieran haber sido muy distintos- no se produjo «porque se torcieron las cosas», «porque coincidieron unos cuantos personajes nefastos» (si hubiera tocado en suerte «otro» procurador romano u «otro» sumo sacerdote, todo hubiera sido muy distinto). La sagrada Escritura nos dice que la muerte de Cristo se produjo «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23). Y los judíos, que «no reconocieron a Jesús, al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27; +29).

Todo lo que sucede es voluntad de Dios, positiva o permisiva. «Él cuanto quiere lo hace» (Sal 113-B,3). «¿Quién puede resistir a su voluntad?» (Rm 9,19). Sabe Dios perfectamente cuál es el bien que promueve y cuál el mal que permite para un bien mayor.

La voluntad antecedente de Dios -por ejemplo, que todos seamos santos (2Tes 4,3)- no siempre se realiza, pues no es una voluntad absoluta, sino condicionada: Dios quiere la santidad de cada hombre, si no se opone a ello un bien mayor, por él mismo querido. Pero la voluntad consecuente de Dios versa, en cambio, sobre lo que él quiere en concreto, aquí y ahora; y esta voluntad es absolutamente eficaz e infalible. Esta tradicional distinción teológica, lo mismo que otras consideraciones especulativas, puede ayudar un poco a explicar el misterio; pero la Providencia divina siempre será para el hombre un gran misterio. «Mysteria semper erunt mysteria».

En todo caso, la fe nos enseña ciertamente que el Señor gobierna a sus criaturas con una providencia infinitamente amorosa y eficaz. El es cariñoso con todas sus criaturas, su reinado es un reinado perpetuo, y su gobierno va de edad en edad (Sal 144,9.13). Son maravillosos los planes que él despliega en favor nuestro (39,6). Toda nuestra historia personal o comunitaria, salud o enfermedad, victoria o derrota, encuentro o alejamiento, todo está regido providentemente por un Dios que nos ama, y que todo lo domina como «Señor del cielo y de la tierra». Ni siquiera el mal, ni siquiera el pecado del hombre, altera la providencia divina, desconcertándola. Del mayor mal de la historia humana, que es la cruz, saca Dios el mayor bien para todos los hombres. Por eso la rebeldía de los hombres contra el Señor es inútil, carece de grandeza, es ridícula. «Rompamos sus coyundas, sacumos su yugo», dicen los pecadores en tono heróico. Pero «el que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos; luego les habla con ira y los espanta con su cólera» (Sal 2,4-5).

San Agustín, gran teólogo de la providencia divina, dice que «así como los hombres malos usan mal de las criaturas buenas, así el Creador bueno usa bien de los hombres malos. El Creador de todos los hombres sabe lo que debe hacer con ellos. El pintor sabe dónde poner el color negro para que salga un hermoso cuadro, y ¿no sabrá Dios dónde poner al pecador para que haya orden en el mundo?» (ML 38,1382).

El hombre ignora los designios concretos de la Providencia: son para él un abismo insondable de sabiduría y amor (Rm 11,33-34). Muchas veces los pensamientos y caminos de Dios no coinciden con los pensamientos y caminos del hombre (Is 55,6). Por eso en este mundo el creyente camina en fe oscura y esperanza cierta, confiándose plenamente a la providencia divina, como supieron hacerlo nuestros antecesores en la fe (Heb 11). Sabemos por la fe que hasta los males aparentemente más absurdos y lamentables no son sino pruebas providenciales que el Señor dispone para nuestro bien. Así nos purifica del pecado con penas medicinales, así hace que nuestras virtudes, asistidas por su gracia y con ocasión de la prueba, se pongan en tensión, realicen actos intensos, y de este modo crezcan. El Señor nos purifica y perfecciona poniéndonos a prueba, como el oro al fuego del crisol (Jdt 8,26-27; Prov 17,3; Sab 3,6; Sal 65,10; Zac 13,9; 1Cor 11,18-19).

((Los errores antiguos y modernos sobre la providencia son innumerables. Señalaremos algunos más frecuentes.

-Muchos niegan la providencia de Dios sobre lo mínimo. Que el conductor de un coche advierta a tiempo un peligro, que los frenos respondan adecuadamente, que se produzca o se evite un grave accidente, eso «solo depende» de causas segundas: del conductor, de la resistencia de un material, del cuidado del mecánico que preparó el coche; pero «no depende de Dios» y de su gobierno providente en absoluto. Nada, pues, tiene que ver la providencia divina en que este hombre concreto pase el resto de su vida sano y activo, o bien sujeto a una silla de ruedas. Esta errónea concepción de la providencia, completamente ajena al pensamiento bíblico, y hoy considerada como teología progresista, supone un torpe regreso a la antigua ignorancia de los filósofos, para los cuales «dii magna curant, parva negligunt» (Cicerón). El Señor queda así reducido a mero espectador distante e impotente de la historia de los hombres concretos y de los pueblos. Ninguna intervención divina cabe esperar en un orden mundano cerrado en sí mismo de forma hermética. La oración de súplica es inútil. La aceptación de lo que sucede -quizá quedarse en una silla de ruedas- no es docilidad a la voluntad amorosa de un Dios providente, sino resignación estoica a unas circunstancias inevitables. Todo esto implica un completo rechazo de la revelación bíblica sobre la providencia.

-Algunos confunden lo «providencial» con lo «agradable». Si en un terrible accidente salió ileso el conductor, se dirá: «providencial«. Pero habría que decir lo mismo si de él saliera muerto o quedara recluido para siempre en una silla de ruedas: «providencial». Simplemente, todo es providencial. También la muerte de Cristo en la cruz.

-Algunos niegan la providencia de Dios o la ponen en duda con ocasión del mal, muchas veces atroz. «¿Cómo decir providencial la muerte de mi hijo único, atropellado por un conductor criminal? Eso no es providencial, eso es criminal. Y si es providencial, es que Dios o no es bueno -si permite tales cosas-, o no es omnipotente -si no puede impedirlas-». Estos dilemas sin salida, en estos mismos términos formulados, los hallamos ya en los antiguos filósofos paganos. Nos muestran bien que negar la providencia, efectivamente, equivale a negar a Dios.

-Algunos acusan a Dios y blasfeman de él con ocasión de su providencia sobre el mundo, que ellos estiman o terriblemente cruel o inexistente. No es ésta, por supuesto, la actitud evangélica. Si alguna vez, desde el fondo de nuestro dolor, nos atrevemos a «preguntar» a Dios sobre ciertos males nuestros o ajenos incomprensibles, no lo hagamos agresivamente, sino con ánimo filial, desde la humildad y la confianza, dispuestos a recibir dócilmente la respuesta o el silencio de Dios. Aunque no entendamos nada, nos fiamos de él en todo. No tiene por qué darnos explicaciones sobre cómo gobierna nuestra vida o la del mundo. En este sentido, decía San Pablo: «¡Oh hombre! ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieda de barro dirá al alfarero «por qué me hiciste así»?» (Rm 9,20). Por lo demás, si de verdad creemos que la cruz de Cristo es providencial, ya estamos curados de espanto ante lo que suceda, sea lo que fuere.

Guardémonos de acusar a Dios: ningún problema habría si Dios hubiera hecho al hombre necesario, como las piedras, las plantas o los astros; pero quiso hacerlo a imagen Suya, quiso hacerlo libre, con todos los riesgos y grandezas que ello implica, con posibilidad de méritos admirables y de abominables culpas y crímenes. Y lo hizo previendo un Redentor que haría sobreabundar la gracia donde abundó el pecado (Rm 5,20). Lo hizo previendo que un dolor leve y pasajero en esta tierra, «valle de lágrimas», sería introducción en una gloria indecible y eterna (2Cor 4,17-18). Así pues, guardémonos bien de mirar con acusación y amargura la providencia divina, que es con nosotros mil veces más suave de lo que nos merecemos: «No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (Sal 102,10-14).

-No intentemos forzar los planes de la providencia de Dios, ni con oraciones llenas de exigencia, ni con «chantajes» inadmisibles: «Que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos» (Mc 15,32). Los antiguos judíos, sitiados por los asirios en Betulia, flaquearon en su esperanza, y se atrevieron a «emplazar» a Dios: O nos salvas en cinco días o entregamos la ciudad. Pero el Espíritu divino suscitó a Judit, mujer llena de fe y de confianza: «¿Quién sois vosotros para tentar a Dios? ¿Al Dios omnipotente pretendéis poner a prueba?... De ningún modo, hermanos, irritéis al Señor, Dios nuestro, que si no quisiere ayudarnos en los cinco días, poder tiene para protegernos en el día que quisiere o para destruirnos en presencia de nuestros enemigos. No pretendáis forzar los designios del Señor, Dios nuestro, que no es Dios como un hombre que se mueve por amenazas. Por tanto, esperando la salvación, clamemos a él para que nos socorra. Y él escuchará nuestra súplica, si le place hacerlo» (Jdt 8,12-17).))

Modos del gobierno divino providente

La providencia de Dios ordena inmediatamente todas y cada una de las criaturas a su fin. Las innumerables mediaciones de que Dios se vale -una persona, un libro, un encuentro, una persecución- no eliminan la inmediatez propia de la acción divina. Cuando Dios nos toca por sus criaturas, no nos llega de él solo la virtualidad de su acción, sino que inmediatamente Dios mismo nos toca, ya que él no se distingue de su acción.

Estos son los medios por los que Dios realiza su gobierno providencial:

1.-Por las leyes físicas, que él imprime y mantiene vigentes en las criaturas. El Señor hizo desde el principio sus obras, «las ordenó para siempre y les asignó su oficio, según su naturaleza.... y jamás desobedecerán sus mandatos» (Sir 16,27.29).

2.-Por las leyes morales, y también por las frecuentísimas iluminaciones y mociones particulares con las que dirige al hombre. El Señor no sólamente creó al hombre, y por las leyes morales «le llenó de ciencia e inteligencia, y le dio a conocer el bien y el mal» (Sir 17,6), sino que además obra una y otra vez sobre él; «es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Un ejemplo: el anciano Simeón, «movido por el Espíritu Santo, vino al Templo» y encontró a Jesús (Lc 2,27). Aquí no hay casualidad, hay providencia. El hombre carnal atribuye todo lo que hace a sí mismo, a la casualidad o a las causas segundas. Pero dice verdad la Escritura inspirada cuando afirma que Simeón fue al Templo movido por un Intimo impulso de Dios providente. Toda nuestra vida está llena de iluminaciones y mociones de Dios.

3.-Por la oración de petición. El Señor quiere que pidamos; nos manda pedir. «Pedid y se os dará» (Lc 11,9). La oración de petición es eficaz, pero no lo es porque cambie o fuerce la voluntad de Dios providente, sino porque ayuda a que en el hombre se realice el plan de Dios.

Sin necesidad de grandes especulaciones filosóficas y teológicas, los creyentes siempre han sabido que sus peticiones a Dios eran escuchadas, eran eficaces. Así Judit, antes de obrar, ora: Señor, «tú ejecutas las hazañas, las antiguas, las siguientes, las de ahora, las que vendrán después; tú planeaste lo que estaba por venir, y sucedía como tú lo habías decretado, y se presentaba diciendo «Heme aquí», pues todos tus caminos están dispuestos, y previstos todos tus juicios». Sobre esa fe en la providencia se apoya la súplica: «Dame a mí, pobre viuda, fuerza para ejecutar lo que he premeditado» (Jdt 9,12-14; +Est 4,17s; 5,1s).

Santo Tomás concilia inmutabilidad de la providencia y eficacia de la oración de petición: «Excluir el efecto de la oración (alegando la inmutabilidad de la providencia de Dios) equivale a excluir el efecto de todas las otras causas. Así pues, si la inmutabilidad del orden divino no priva a las demás causas de sus efectos, tampoco resta eficacia a la oración. En consecuencia, las oraciones tienen valor no porque cambien el orden de lo eternamente dispuesto, sino porque están ya comprendidas en dicho orden» (S. Contra Gentiles III,96).

4.-Por intervenciones extraordinarias y milagrosas. La fe cristiana nos enseña que Dios puede hacer y a veces hace milagros. Los santos suelen hacer no pocos milagros. Y es tan «normal» que los hagan, que sin ellos la Iglesia no «reconoce» oficialmente la santidad. Pues bien, también por modos extraordinarios y milagrosos la providencia de Dios gobierna la vida de los hombres y de los pueblos. Y si los milagros no son más frecuentes, esto se debe ante todo -como dice Jesús- a nuestra poca fe (Mt 13,57-58; Mc 6,3-6).

Espiritualidad providencial

El misterio de la providencia debe ser contemplado en toda su majestuosa grandeza, en toda su belleza fascinante. Eso sí, contemplar no es comprender. Dios da a los que sinceramente le buscan luz suficiente para ir acertando con Su voluntad; pero no siempre desvela en forma clara los designios de su providencia Es verdad que algunos hombres, elegidos por Dios para ciertas misiones en el mundo, reciben de él luces especiales para entender la época, o algunos aspectos de ella, y para captar ciertos planes concretos de la providencia. Otros hay que cumplen en el mundo con fidelidad misiones importantes de Dios sin apenas entender conscientemente los planes divinos. En todo caso, sí puede decirse en términos generales que cuanto más espiritual y santo es un cristiano, con más facilidad capta la providencia de Dios sobre su tiempo, sobre las personas y las obras.

No conviene, sin embargo, que el cristiano pretenda conocer los designios de la providencia con una curiosidad exigente, tratando de eludir ese avanzar seguro del que camina en pura fe. Ya dice San Juan de la Cruz que el hombre «para llegar a Dios antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender» (2 Subida 8,5; +Llama 3,48).

((El cristiano carnal quiere «comprender» a Dios, quiere dominarlo -saber es dominar-, es decir, quiere «ser como Dios» (Gén 3,5). Por eso, como no comprende el misterio de la providencia, o bien lo niega («Dios no interviene para nada en el mundo»), o bien se abstiene de contemplarlo. Le molesta que sus preguntas («¿Son pocos los que se salvan?», Lc 13,23; «¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?», Hch 1,6) no reciban una respuesta comprensible. El cristiano espiritual, por el contrario, no niega la providencia de Dios, ni la relega a un olvido desdeñoso, sino que humildemente la contempla día a día, dilatando así su corazón en la adoración del Inefable.))

La espiritualidad providencial nos lleva a ver el amor de Dios en todo lo que sucede. No entendemos nada de lo que pasa si no alcanzamos a ver en ello el amor de Dios en acción. Entendemos nuestra vida, la de nuestros hermanos, el desenvolvimiento de la historia, si vemos el amor de Dios como la dirección constante de ese río de vicisitudes tantas veces erradas o culpables.

Hemos de dar gracias a Dios y alegrarnos por los designios de su providencia. Y eso sea cual fuere nuestra situación y la del mundo, sea cual fuere nuestro grado de comprensión de cuanto sucede. Lo cierto es que «el Señor deshace los planes de las naciones, pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón de edad en edad» (Sal 32,10-11). Por tanto, «canten de alegría las naciones», porque el Señor rige el mundo con justicia, y gobierna las naciones de la tierra (66,5).

Una serena confianza caracteriza el corazón de los cristianos. Pase lo que pase. El hombre necio y carnal vive en la inquietud, se altera por cualquier cosa, es «una caña agitada por el viento» (Mt 11,7). El cristiano sabio y espiritual guarda siempre su alma en la confianza, porque se fía de la amorosa providencia del Señor. Nuestra vida está en las manos de un Dios que nos ama, y que todo lo gobierna. El, que ha querido ser nuestro Padre, conoce nuestras necesidades (6,32), y hasta el número de nuestros cabellos (10,30). Vivimos tranquilos y confiados, aunque tengamos que pasar por valle de tinieblas, seguros de que él va con nosotros (Sal 22,4).

Nuestra voluntad queda en la paz cuando nada desea al margen de la voluntad de Dios, la que sea, la que su providencia nos vaya manifestando en cada momento. No nos inquietamos por el mañana, que ya el mañana tendrá sus propias inquietudes. Acallamos y moderamos nuestros deseos, como un niño en brazos de su madre. Le basta a cada día su afán (Mt 6,34; Sal 130,2-3). Quede la inquietud y ansiedad para el que no se apoya en Dios, sino en sí mismo o en la criatura: «Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y de la carne hace su apoyo, y aleja su corazón de Yavé» (Jer 17,5).

Este abandono confiado en la Providencia divina ha marcado tan profundamente la espiritualidad del pueblo cristiano que tiene numerosas expresiones en el habla común: «Que sea lo que Dios quiera», «Dios proveerá», «Dios dirá», «Dios quiera que»..., «Si Dios quiere» (+Sant 4,15), «Con el favor de Dios», «Gracias a Dios», «Así nos convendrá», «No hay mal que por bien no venga», «Todo está en manos de Dios», «Dios escribe derecho sobre renglones torcidos», «Dios da la ropa según el frío», «Dios aprieta, pero no ahoga», «El hombre propone y Dios dispone», etc.

El abandono en la Providencia divina nos guarda en la paz. Los cristianos hemos de querer las cosas que nos parecen buenas y oportunas, y debemos pretenderlas con empeño, pero sin apegos carnales, sin agobios, sin prisas, guardando el corazón siempre libre de todo lazo, siempre suelto en docilidad incondicional al impulso, tantas veces imprevisible, del Espíritu Santo, en una ofrenda vital incesante: «No se haga mi voluntad, sino la Tuya» (Lc 22,42).

Si confiamos en la providencia, si en Dios tenemos puesta toda nuestra esperanza, tendremos absoluta fortaleza y paciencia en las pruebas. Nada podrá con nosotros: ni hambre, ni angustia, ni persecución, ni criatura de arriba o de abajo: nada «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39). Si contemplamos la providencia de Dios en la cruz de Cristo, sabremos contemplar el amor divino en la cruz que suframos, sea cual fuere.

Los santos nos dan ejemplo de audacia evangélica porque confían en la providencia. Ellos están convencidos de que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27). Intentan confiadamente su propia santificación y la de sus hermanos. No se desconciertan ante los peores desastres y las mayores injusticias. Acometen empresas espirituales que a la prudencia de la carne parecen descabelladas. Llevan la pobreza hasta unos límites de despojamiento que se dirían locura. La explicación de todo esto es muy sencilla: son hijos de Dios que confían en la providencia del Padre celestial. «Con tu auxilio embestimos al enemigo, en tu Nombre pisoteamos al agresor: pues yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria. Tú nos das la victoria sobre el enemigo, y derrotas a nuestros adversarios» (Sal 43,6-9).

La vía del abandono

El abandono confiado en la Providencia divina -tal como lo hemos venido describiendo- llega a constituir en la historia de la espiritualidad una de las síntesis prácticas más perfectas, pues siendo tan alta como sencilla, es una espiritualidad asequible a todos los cristianos, sea cual fuere su condición o estado (+Catecismo 305).

Esta espiritualidad, netamente evangélica y fundamentada en la teología de la Providencia establecida sobre todo por San Agustín y Santo Tomás, ha tenido muy altos exponentes, entrre los que citaremos a Santa Catalina de Siena en el Diálogo, a San Francisco de Sales en L'Amour de Dieu, a Bossuet en su Discours sur l'acte d'abandon à Dieu, a Santa Teresita del Niño Jesús en su caminito de la infancia espiritual, a Dom Vital Lehodey en Le saint Abandon, o al padre Garrigou-Lagrange en La Providence et la confiance en Dieu; fidélité et abandon.

Conscientes de que «todo está sometido a la Providencia no sólamente en general, sino en particular, hasta en el menor detalle» (STh I,22,2), conocemos que «por encima de la secuencia de hechos exteriores de nuestra vida, hay una serie paralela de gracias actuales que nos son ofrecidas» cada día por Dios (Garrigou-Lagrange 265). Y así, de una parte, queremos ser fieles a la voluntad divina, ofrecida como gracia en «las pequeñas cosas» de cada «momento presente»; y de otra, queremos abandonarnos, haciéndonos como niños, sin ninguna inquietud, a todo lo que la Providencia divina quiera disponer.

3. Jesucristo

J. Galot, ¡Cristo! ¿Tú, quién eres?, Madrid, CETE 1982; Jesús liberador, ib.; R. Latourelle, Milagros de Jesús y Teología del milagro, Salamanca, Sígueme 1990; Dom Columba Marmion, Jesucristo, vida del alma, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 19934; J. Rivera, Jesucristo, Apt. 307, Toledo 1997; J. A. Sayés, Cristología fundamental, ib.1985; Jesucristo, nuestro Señor, Madrid, EDAPOR 1985.

Jesucristo, vida de los hombres

Jesús es el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre sino por él (Jn 14,6). El es el autor, el modelo y el fin de la vida sobrenatural de los hombres. El es el vivificador de los hombres pecadores, muertos por el pecado (11,25; 14,6). El ha sido enviado por el Padre para que los hombres en él tengan vida, y vida abundante (10,10).

Jesucristo es el vivificador de los hombres porque es el Hijo del Padre, igual en todo el Padre. Ahora bien, lo propio del Padre es engendrar, transmitir vida semejante a la suya, y acrecentarla. Y eso es precisamente lo que el Hijo de Dios encarnado, no solo en cuanto Dios, también en cuanto hombre, hace con los hombres: comunicarles por el Espíritu la vida eterna. «Como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26). Y «como es fuente de vida el Padre que me envió, y yo vivo del Padre, así quien me come a mí, también él vivirá por mí» (6,57).

El Padre nos «predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Cristo es así el nuevo Adán. «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante» (1Cor 15,45).

Conocer a Jesucristo

La vida eterna está en conocer a Jesucristo (Jn 17,3). Jesús mismo, su nacimiento, es el primer Evangelio (Lc 2,10-11). El que busca en los Evangelios sobre todo enseñanzas morales, en muchos capítulos se verá defraudado; y es que no coincide su intención con la intención expositiva de quienes los escribieron. Los Evangelios fueron escritos ante todo para manifestar a Jesucristo, para suscitar la fe en Cristo, Hijo de Dios, Salvador único (Jn 20,30-31).

Por eso mismo evangelizar es «anunciar el misterio de Cristo» (Col 4,3;+1,25-27; 2,3-4; Rm 16,25-27; Ef 1,8-10; 3,8-13; Flp 1,1-18; Hch 5,42). «No hay evangelización verdadera -dice Pablo VI- mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» (Evangelii nuntiandi 8-XII-1975, 22).

«Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). En efecto, el ejercicio de las virtudes facilita «la adquisición del conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (2 Pe 1,5-8). Pero nadie puede llegar a conocerle si el Padre no se lo revela (Mt 16,17), y nadie puede llegar a él si el Padre no le atrae (Jn 6,44). A la Virgen María le pedimos: «Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre».

«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Conocer un poco a Cristo vale más que conocer mucho de otras muchas cosas. Es el bien más precioso:

-porque cuanto más conocemos a Jesús, más le amamos, y la vida cristiana entera, en todas sus dimensiones -oración, obediencia, castidad, perdón, etc.- tiene su raíz y su fuerza en el amor a Jesucristo.

-porque toda la doctrina espiritual cristiana tiene su clave en el mismo Cristo. Para comprender y vivir el amor al prójimo lo más importante es haber contemplado el amor de Cristo a los hombres, pues nosotros hemos de amarlos «como él nos amó» (Jn 13,34). Igualmente la pobreza evangélica no es una doctrina ética en sí misma; es ante todo enamorarse de Cristo pobre, participar de la misma pobreza de aquel que «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2Cor 8,9). Y lo que sucede con la caridad al prójimo o con la pobreza sucede con todo lo que en el Evangelio se enseña.

-porque la contemplación de Cristo nos transfigura en él. «Contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). Y esta progresiva configuración a Cristo se hará perfecta cuando la fe llegue a la visión: «Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2).

Jesús ante los hombres

Jesucristo resulta un hombre misterioso. Aunque es semejante a los hombres en todo (Heb 2,17; 4,15), es misterioso por lo que hace -resucita muertos, calma tempestades, cura leprosos-, es misterioso por lo que enseña -son dichosos los que lloran, hay que amar a los enemigos-, es misterioso sobre todo por su identidad personal -él se dice hombre celestial, de arriba, anterior a Abraham, igual al Padre, resurrección de los hombres, capaz de perdonar los pecados y de comunicar el Espíritu divino-. «¿Quién es éste?»... (Mc 4,41). Es «el Cristo de Dios» (Lc 9,20). Es «el misterio de Dios» (Col 2,3).

Se presenta ante los hombres con una gran autoridad, tanto en sus palabras (Mt 24,35) como en sus obras (Lc 4,28-30; Jn 18,6). Esto para unos es una provocación intolerable (Jn 2,18), para otros un gran gozo (Mt 7,28-29; Mc 1,22.27).

Siempre que Jesús se presenta ante los hombres se dividen sobre él las opiniones apasionadamente (Jn 7, 12-13, 30-32, 40-43, 46-49; 9,16; 10, 19-21; etc.) Realmente es «signo de contradicción» (Lc 2,34-35). No cabe ante él la indiferencia.

Es odiado por unos hasta el insulto, la calumnia, la persecución y el asesinato. Es admirado por otros hasta la devoción más entusiasta: se agolpan en torno a él las muchedumbres que vienen de todas partes (Mc 3,7-10; 6,34-44; Lc 12,1); hacen de él comentarios de sumo elogio (Lc 4,22; Jn 7,46). Es amado por sus discípulos con una amor inmenso, que a veces tiene rasgos de adoración (Mt 14,33).

Su presencia alegra el corazón de los hombres. Ya antes de nacer alegra a Juan en el seno de Isabel (Lc 1,44); recién nacido, alegra a los pastores (2,20); adolescente y adulto llena a muchos de admiración gozosa (2,47;19,37).

Así aparece Jesús ante los hombres.

El hombre Cristo Jesús

«El hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2,5) tiene un cuerpo en todo semejante al nuestro, que crece ante los hombres, que muestra una fisonomía peculiar, que camina, come, duerme, habla... Una vez resucitado, dirá: «Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24,39).

Jesús, nuestro único Maestro (Mt 23,8), tiene un entendimiento totalmente lúcido para la verdad, invulnerable al error. Cristo no discurre o argumenta laboriosamente, sino que penetra la verdad inmediatamente, como quien es personalmente la Verdad (Jn 14,6). Deshace fácilmente las trampas dialécticas que le tienden (Mt 22,46). Y con admirable sencillez, enseña con parábolas a cultos e ignorantes, irradiando verdad con la misma facilidad con que la luz ilumina. El es la Luz (Jn 8,12; 9,5; 12,36). El es la Luz que viene de arriba (8,23), del Padre de las luces (Sant 1,17), «el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,78-79).

Toda la sabiduría de Jesucristo procede del Padre; él solo enseña lo que oye al Padre (Jn 8,38; 12,49-50; 14,10). Conoce a Dios, y lo conoce con un conocimiento exclusivo (6,46; 8,55), como quien de él procede (7,29); y puede revelarlo a los hombres (Mt 11,27). Conoce a los hombres, a todos, a cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s): «los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues él conocía al hombre por dentro» (Jn 2,24-25). Conoce los sucesos futuros que el Padre quiere mostrarle en orden a su misión salvadora. Predice su muerte, su resurrección, su ascensión, la devastación del Templo, y varios otros sucesos contingentes, a veces hasta en sus detalles más nimios (Mc 11,2-6; 14,12-21. 27-30). «Yo os he dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, os acordéis de ellas y de que yo os las he dicho» (Jn 16,4).

El hombre Cristo Jesús tiene una voluntad santa y poderosa, perfectamente libre e impecable. Jesús es el único hombre completamente libre: libre ante la tentación (Mt 4,1-10), libre de todo pecado (Jn 8,46; 1Pe 2,22; Heb 4,15), libre totalmente de sí mismo para amar al Padre y a los hombres con un amor potentísimo (Jn 14,31; 15,13; Rm 8,35-39). Y toda esta santidad, fuerza y libertad de la voluntad de Cristo procede de su total sujeción a la voluntad del Padre (Jn 5,30; 6,38; Lc 22,42).

La sensibilidad de Jesús es profunda e intensa; vibra con maravillosa armonía en todas las modalidades de la afectividad humana. Es enérgico, sin dureza; es compasivo, sin ser blando... Ninguna dimensión de su vida afectiva domina en exceso sobre las otras.

Jesús es sensible al hambre, a la sed, al sueño, al cansancio. El Corazón sagrado de Jesucristo sufre con la traición de Judas, con las negaciones de Pedro o con el abandono de los discípulos. Llora la ruina de Jerusalén (Lc 19,41), llora la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11,33-38). Mira con ira (Mc 3,5), dice palabras terribles, incluso a sus amigos (Mt 23; 17,17), y sabe usar el látigo cuando conviene (Jn 2,14-17). Tiene deseos ardientes (Lc 22,15), se ve triste hasta la muerte (Jn 12,27; Mc 14,33-34), y llega a sentirse abandonado por el Padre (Mt 27,46). Otras veces está radiante en el gozo del Espíritu (Lc 10,21), mira con amor al joven rico (Mc 10,21), es amigo cariñoso con los suyos (Jn 13,1. 33-35). Pero quizá la misericordia, la compasión más profunda y delicada, sea el sentimiento de Jesús más frecuentemente reflejado en los evangelios: tiene piedad de enfermos y pobres, de niños y pecadores, de la extranjera que tiene una hija endemoniada (Mc 7,26), de la viuda que perdió su hijo (Lc 7,13), de la muchedumbre hambrienta y sin pastor (Mc 8,2; Mt 9,36).

El hombre Cristo Jesús es la imagen perfecta de Dios: quien le ve a él, ve al Padre (Jn 14,9). Y como enseña el concilio Vaticano II, es también la imagen perfecta del hombre: «él manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación. El, que es «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado» (GS 22ab). Nunca nosotros habíamos conocido, por ejemplo, un hombre realmente libre (Rm 7,15). Es decir, nunca habíamos conocido un hombre perfectamente humano. Cristo es quien nos ha revelado qué es de verdad el hombre.

Pues bien, el Padre nos ha destinado a configurarnos a Jesucristo, de modo que él venga a ser Primogénito de muchos hermanos (Rm 8,29). No contemplamos la belleza de Cristo con una admiración distante o impersonal, como si para nosotros fuera totalmente inasequible: la contemplamos como cosa nuestra, como algo a lo que estamos invitados y destinados a participar. Y de este modo, todos participamos de la hermosura y de la bondad de Cristo, «lleno de gracia y de verdad...: de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).

Jesucristo, el Hijo de Dios

«¿Quién es éste?» (Mc 4,41). Después de contemplar la sagrada humanidad de Jesucristo, nos preguntamos acerca de su identidad personal misteriosa. En palabras del ángel Gabriel: «será reconocido como Hijo del Altísimo, será llamado Santo, Hijo de Dios» (Lc 1,32. 35). Y en palabras de Simón Pedro: él es «el Mesías, el Hijo del Dios viviente» (Mt 16,16).

Cuando los Apóstoles dicen que Jesús es el Hijo de Dios ¿qué quieren decir? Quieren decir que Jesús es «imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra...; todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. El es también la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia: El es el Principio, el primogénito de los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,15-20; +Flp 2,5-9; Heb 1,1-4; Jn 1,1-18).

«En Cristo habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). La unión existente entre Dios y Jesús no es sólamente una unión de mutuo amor, de profunda amistad, una unión de gracia, como la hay en el caso del Bautista o de María, la Llena de gracia. Es mucho más aún: es una unión hipostática, es decir, en la persona. Así lo confiesa el concilio de Calcedonia (a.451): Jesucristo es «el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y el mismo verdaderamente hombre... Engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María la Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad» (Dz 301).

Cristo Jesús es el hombre celestial (1Cor 15,47), que se sabe mayor que David (Mt 22,45), anterior a Abraham (Jn 8,58), más sabio que Salomón (Mt 12,42), bajado del cielo (Jn 6,51), para ser entre los hombres el Templo definitivo (2,19). Esta condición divina de Jesús, velada y revelada en su humanidad sagrada, se manifiesta en el bautismo (Mt 3,16-17), en la transfiguración (17,1-8), en la autoridad de sus palabras, de sus acciones y de sus milagros.

«Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2,22)» (Catecismo 547; +548-550; 1335). En efecto, Jesucristo hizo muchos milagros (Jn 20,30; 21,25; +Latourelle). En el más antiguo de los evangelios, el de San Marcos, de 666 versículos, 209 (un 31%) se refieren a milagros; y aumenta la proporción si nos fijamos en los diez primeros capítulos: de 425 versículos, 209 (47%). Los evangelios, de hecho, se componen básicamente de las enseñanzas y milagros del Señor. Y en ocasiones hay una unidad inseparable entre enseñanza y milagro, siendo éste una ilustración y una garantía de aquélla (por ejemplo, la multiplicación de los panes, Jn 6; la curación del ciego, 9; la resurrección de Lázaro, 11; etc.) Si se eliminan del Evangelio los milagros, todos o un buen número de ellos, causaríamos en él destrozos irreparables; gran parte del Evangelio resultaría ininteligible; y muchas palabras de Cristo serían increíbles si no estuvieran garantizadas por el milagro que las acompaña (+Catecismo 156).

Los apóstoles en su predicación atestiguaron con fuerza los milagros de Jesús, para suscitar la fe de los hombres: «Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis»... (Hch 2,22; +10,37-39).

Jesucristo es precisamente «el Hijo» de Dios Padre. Toda su fisonomía es netamente filial. Pensemos en la analogía de la filiación humana. El hijo recibe vida de su padre, una vida semejante a la de su padre, de la misma naturaleza. Incluso el hijo suele asemejarse al padre en ciertos rasgos peculiares psíquicos y somáticos. Al paso de los años, el hijo se va emancipando de su padre, hasta hacerse una vida independiente -y no será raro que el padre anciano pase a depender del hijo-. Ya se comprende que esta analogía resulta muy pobre para expresar la plenitud de filiación del Unigénito divino respecto de su Padre. Esta filiación divina es infinitamente más real, más profunda y perfecta. El Hijo recibe una vida no solo semejante, sino idéntica a la del Padre. Y él no solo se parece, sino que es idéntico al Padre. Por otra parte, el Hijo es eternamente engendrado por el Padre, recibe siempre todo del Padre, y esa dependencia filial, con todo el amor mutuo que implica, no disminuye en modo alguno.

El Padre ama al Hijo (Jn 5,20; 10,17), y el Hijo ama al Padre (14,31): hay entre ellos perfecta unidad (14,10). Jesús nunca está solo, sino con el Padre que le ha enviado (8,16). Su pensamiento, su enseñanza, depende siempre del Padre (5,30); y lo mismo su actividad: no hace sino lo que el Padre le da hacer (14,10).

La pasión de Cristo

En «la doctrina de la cruz de Cristo» (1Cor 1,18) está la clave de todo el Evangelio. La cruz es la suprema epifanía de Dios, que es amor. Por eso no es raro que la predicación apostólica se centre en la cruz de Cristo (1,23; 2,2). Sin embargo, la cruz de Jesús es un gran misterio, «escándalo para los judíos, locura para los gentiles; pero es fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos» (1,23-24).

Gran misterio: una Persona divina llega a morir de verdad. Parece imposible, inconcebible. Pero es verdad: el Hijo divino encarnado experimentó la suprema humillación de la muerte y de la cruz. En tal muerte ignominiosa los judíos incrédulos vieron la prueba de que no era el Hijo de Dios (Mt 27,43). Pero otros, como el centurión, por la cruz llegaron a la fe: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mc 15,39).

Gran misterio: el Padre decide la muerte de su Hijo amado. «El nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como víctima expiatoria de nuestros pecados» (1 Jn 4,10). «No perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). ¿Cómo es posible que la suma abominación de la cruz sucediera «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23)? Sin embargo, ha sido así como «Dios [Padre] ha dado cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Mesías iba a padecer» (3,18). La cruz, sin duda, fue para Cristo «mandato del Padre» (Jn 14,31), y su obediencia hasta la muerte (Flp 2,8), fue una obediencia filial prestada al Padre (Mt 26,39)...

Gran misterio: la obra más santa de Dios confluye con la obra más criminal de los hombres. En aquella hora de tinieblas, los hombres matamos al Autor de la vida (Hch 3,14-19; Mc 9,31), y de esa muerte nos viene a todos la vida eterna...

Gran misterio: la muerte de Cristo en la cruz es salvación para todos los hombres. ¿Cómo explicar esa causalidad salvífica universal de la muerte de Jesucristo? La Revelación, ciertamente, nos permite intuir las claves de tan inmenso y misteriioso enigma...

La cruz de Cristo es expiación sobreabundante por los pecados del mundo. «El castigo salvador peso sobre él, y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). «El justo por los injustos»... (1Pe 3,18; +2,22-25; Rm 5,18; 2Cor 5,14-15).

La cruz de Cristo es reconciliación de los hombres con Dios. «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos» (2Cor 5,19; +Col 1,20.22; 1 Tim 2,5-6).

La cruz de Cristo ha sido nuestra redención. Al precio de la sangre de Cristo, hemos sido comprados y rescatados del pecado y de la muerte (1Cor 6,20; 1Pe 1,18-19; Mc 10,45; Jn 10,11). Jesús «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras» (Tit 2,14).

La cruz de Cristo es un sacrificio, una ofrenda cultual de sumo valor santificante. «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y víctima a Dios» (Ef 5,2; +Rm 3,24-25; 5,9; 1Cor 5,7).

La cruz de Cristo es victoria sobre el Demonio, que nos tenía esclavizados por el pecado. «Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12,31; +Col 2,13-15).

El signo de la cruz

Cuando contemplamos el misterio de la cruz, vemos ante todo un signo doloroso, clavos, sangre, sufrimiento, abandono, humillación extrema, muerte. Y nos preguntamos ¿qué nos significa Dios con la suma elocuencia del Crucificado? ¿Cuál es la realidad que en el signo de la cruz se nos ha de revelar?...

1.-La cruz es la revelación suprema de la caridad, es decir de Dios, pues Dios es caridad, y a Dios nadie le había visto jamás (1 Jn 4,8.12; Tit 3,4). Muchas cosas pueden revelar el amor -la palabra, el gesto, la ayuda, el don-, pero el signo más elocuente, el más fidedigno e inequívoco del amor es el dolor: mostrarse capaz de sufrimiento, de dolor extremo, en bien del amado. Pues bien, el que quiera conocer a Dios -y en ese conocimiento está la vida eterna (Jn 17,3)-, que mire a Cristo, y a Cristo crucificado. Por eso Dios dispuso en su providencia la cruz de Cristo, para expresar-comunicar por ella en forma definitiva el misterio eterno de su amor trinitario.

Esta es la realidad expresada en el signo de la cruz. No es raro, pues, que los santos no se cansen de contemplar la pasión de nuestro Señor Jesucristo.

El signo de la cruz, alzado para siempre en medio del mundo, nos dice con su extrema elocuencia:

-Así nos ama el Padre. «Dios acreditó su amor hacia nosotros en que, siendo todavía pecadores [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; +Ef 2,4-5). Mirando al Crucificado, ya nunca dudaremos del amor que Dios nos tiene, sea cual fuere su providencia sobre nosotros.

-Así Cristo ama al Padre, hasta llevar su obediencia al extremo de la muerte, y muerte de cruz (Flp 2,8). Refiriéndose a su cruz, dice Jesús poco antes de padecer: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31). Podría Cristo haber resistido y evitado la cruz (Mt 26,53-54; Jn 18,5-6.11); pero quiso entregarse «libremente», para revelar al mundo su amor al Padre, expresado en la obediencia a su mandato (10,17-18).

-Así Cristo nos ama, hasta dar su vida por nosotros, como buen pastor (Jn 10,11), para darnos vida eterna, vida sobreabundante (10, 10.28), para recogernos de la dispersión y congregarnos en la unidad (12,51-52). Jesús aceptó la cruz para así hacernos la suprema declaración de amor: «Nadie tiene un amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (15,13).

-Así hemos de amar a Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas (Mc 12,30), como el Crucificado amó al Padre. Permaneceremos en el amor de Dios, si guardamos sus mandatos, como Cristo se mantuvo en el amor del Padre, obedeciendo su mandato (Jn 14,15.21-24; 15,10; 1 Jn 5,2-3).

-Así hemos de amar a los hombres, como Cristo nos amó (Jn 13,34). El que quiera aprender el arte de amar al prójimo, y quiera ponerlo en práctica, que contemple la cruz, que se abrace a la cruz. Solo así su amor será sincero y fuerte. Cristo «dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).

Cristo Crucificado es la proclamación máxima de la ley evangélica: amor a Dios, amor al prójimo. Y del amor extremo (Jn 13,1) del Crucificado nos viene la fuerza para vivir ese amor que en la cruz nos enseñó.

2.-La cruz revela a un tiempo el horror del pecado y el valor de nuestra vida. Si alguno pensaba que nuestros pecados eran poca cosa, y que la vida humana era una sucesividad de actos triviales, condicionados e insignificantes, que mire la cruz de Cristo, que considere cuál fue el precio de nuestra salvación (1Cor 6,20). Si alguno sospechaba que nuestra vida apenas tenía valor e importancia ante Dios, Señor del cielo y de la tierra, que mire la cruz de Jesús, y que se entere de que no hemos sido «rescatados con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo» (1Pe 1,18-19). Y que no piense tampoco que ese amor y ese precio Jesucristo lo entregó «por la humanidad» en general, pero no «por mí»; pues cada uno de nosotros puede decir con toda verdad lo mismo que San Pablo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).

3.-La cruz es el sello que garantiza la verdadera espiritualidad cristiana. «No hay perdón sin derramamiento de sangre» (Heb 9,22). Hemos de tomar la cruz cada día si queremos ser discípulos de Cristo (Lc 14,27). Cuando nos enseñen un camino espiritual, fijémonos bien si lleva la cruz, el sello de garantía puesto por Jesús. Si ese camino es ancho y no pasa por la cruz sino que la rehuye, no es el camino de Cristo: el verdadero camino evangélico, el que lleva a la vida, es estrecho y pasa por puerta angosta (Mt 7,13-14).

La glorificación del humillado

«El que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11;18,14). Cristo bendito no se mantuvo igual a Dios en gloria, sino que se abatió hasta el abismo de la muerte, y «por eso Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,5-11).

La glorificación del Humillado se produce en misterios sucesivos, hondamente vinculados entre sí. Cristo mismo, por su palabra, va iluminando previamente el significado de tales misterios: su muerte y resurrección (Lc 9,22), su ascensión a los cielos (Jn 20,17; Mt 28,7), la comunicación pentecostal del Espíritu Santo (Hch 1,4).

-La muerte en la cruz, ya es el comienzo de la glorificación de Cristo, alzado de la tierra, como en Israel fue alzada la serpiente de bronce (Jn 3,14-15; 12,32): la naturaleza tiembla, se rasga el velo del Templo (Mt 27,51-54; Lc 23,44-49), muchos hombres, golpeándose el pecho, reconocen a Jesús (Mc 15,39; Lc 23,48).

Cristo, al morir, entregó al Padre su espíritu (Lc 23,46; Jn 19,30). Inmediatamente el alma humana de Jesús es glorificada por el Padre, aunque todavía no su cuerpo. Ya anunció Cristo que pasaría «tres días y tres noches en el seno de la tierra» (Mt 12,40).

-El descenso al reino de los muertos, el «sehol» de los judíos, continúa glorificando al Humillado. «Muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu, en él fue a predicar a los espíritus que estaban en la prisión» (1Pe 3,18-19; +Ef 4,8-10). Un júbilo indecible ilumina el reino de las sombras. Cristo es ahora un muerto entre los muertos, él es, para esperanza viva de todos ellos, «el Primogénito de los muertos» (Col 1,18). El es la puerta abierta que da paso al reino de la luz y de la vida. «Yo soy la puerta; el que por mí entrare se salvará» (Jn 10,9).

-La resurrección de Cristo es absolutamente gloriosa. Se cumplen en ella las profecías (Sal 15,10; Hch 2,27) y los anuncios del mismo Jesús (Mt 12,40; 28,5-6; Lc 9,22; Jn 2,19;10,17):... al tercer día, en el día siguiente al sábado.

No es la fe de los discípulos la que crea la resurrección del Maestro; es la resurrección de Jesús la que crea la fe de los discípulos. Éstos, tras los sucesos del Calvario, estaban atemorizados y perplejos, y ni siquiera dieron crédito a los primeros testimonios de la resurrección (Mc 16,8-11; Lc 24,22-24). Incluso cuando ya se les aparece el Resucitado, «aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu», y es el mismo Cristo el que les habla, se deja ver y tocar, come ante ellos, para convencerles de la realidad de su resurrección (24,37-43; Jn 20,24-28).

Cristo resucitado está verdaderamente investido de la gloria divina. Los apóstoles, a quienes fue dado ser «testigos oculares de su majestad» (l Pe 2,16), pudieron decir con toda razón: «Hemos visto al Señor» (Jn 20,24), «hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14); hemos visto, tocado y oído realmente al Verbo de la vida (1 Jn 1,1), hemos «comido y bebido con él después de resucitado de entre los muertos» (Hch 10,40-41).

«Los apóstoles atestiguaban con gran poder la resurrección del Señor Jesús» (Hch 4,33): ésta fue la Buena Noticia fundamental de la predicación apostólica (2,24.32; 17,31s; 1Cor 15,1-8). La idea de la resurrección era perfectamente extraña para los griegos, era algo increíble y ridículo (Hch 17,32), y entre los mismos judíos era un tema discutido: los saduceos negaban la resurrección, los fariseos creían en ella (23,8). Es Cristo resucitado quien nos asegura con certeza la Buena Noticia: hay otra vida; los muertos resucitarán en el último día.

Es el Padre quien resucita al Hijo, quien despierta al Hijo, dormido en la muerte (Hch 2,27-28; Rm 10,9; 2Tes 1,10), cumpliendo así lo que había prometido públicamente: «Yo le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28; +17,5). Ello significa que el Padre admite y recibe el sacrificio redentor de Cristo en la cruz. En efecto, el Padre entrega al Hijo salvador «toda autoridad en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Ahora Jesús, el hijo de María virgen, es el «Hijo, nacido de la descendencia de David, según la carne, Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de santidad después de la resurrección de entre los muertos, Jesucristo nuestro Señor» (Rm 1,3-4).

Es el Padre quien «nos reengendró a una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1Pe 1,3). Y nosotros contemplamos ahora «cual es la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, según la fuerza de su poderosa virtud, que él ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos» (Ef 1,19-20; +Jn 1,12-13; 3,5-7; Ef 2,5-6; Col 2,13).

Después de su resurrección, Jesucristo tuvo un trato frecuente y amistoso con sus discípulos, «se dio a ver en muchas ocasiones, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios, y comiendo con ellos» (Hch 1,3-4). Pero esto modo de presencia había de terminar, como el mismo Jesús lo había anunciado: «Salí del Padre y vine al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28; +3,13).

-La ascensión de Jesucristo a los cielos se produjo «viéndole» los discípulos: «fue llevado hacia lo alto, y una nube lo ocultó a sus ojos» (Hch 1,9; +Lc 24,50-51). La nube expresa la condición divina de Jesús (Dan 7,13-14). En la nube también, igualmente, volverá como Juez universal al fin de los tiempos (Mt 24,30-31; Hch 1,11). Cristo resucitado habita ahora en la gloria del Padre, totalmente celeste e invisible.

«El mismo que bajó es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo» (Ef 4,10). En adelante, se produce un cambio notable en la presencia de Cristo. El Resucitado que la Magdalena confunde con un hortelano (Jn 20,14-15), el compañero de camino de los de Emaús (Lc 24,13-31), el que hace fuego en la orilla y prepara el desayuno a sus amigos pescadores (Jn 21,1-14), es ahora el Cristo glorioso y mayestático, el Cristo lleno de fuerza y hermosura que describe el Apocalipsis (1,13-18; 5; 21,7-17): «El Señor Jesús fue elevado a los cielos y está sentado a la derecha del Padre» (Mc 16,19), «a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1,3; +Hch 2,33; 5,31; 7,56; 1Pe 3,22; Ap 5,7).

Con tales palabras se quiere expresar que la humanidad de Jesucristo ha sido de tal manera glorificada que ejerce, sin limitación alguna, el poder divino sobre toda criatura del cielo y de la tierra (Mt 28,18). Cristo resucitado es el Rey del Universo, y precisamente desde esta plenitud de potencia envía a los apóstoles: «Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (28,19).

-En Pentecostés es cuando culmina la glorificación del Humillado, cincuenta días después de su resurrección. Todavía en la ascensión, el Cuerpo místico de Jesús es carnal («Señor ¿es ahora cuando vas a establecer el reino de Israel?», Hch 1,6). La glorificación de la Cabeza no es perfecta hasta que en Pentecostés el don del Espíritu Santo se difunde en todo su Cuerpo, que es la Iglesia (Jn 16,7). Ahora sí, y para siempre: El Humillado ha sido glorificado, no sólo en sí mismo, sino también en los miembros de su Cuerpo.

Vivir en Cristo

Jesucristo vivifica una raza nueva de hombres celestiales. «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales» (l Col 15,45.47-48).

Jesucristo es el Pastor que en la cruz dio la vida por sus ovejas, para vivificarlas con vida sobreabundante (Jn 10, 1-30). Y si Israel era una viña plantada y cuidada por Yavé (Jer 2,21; Ez 15,6; 19,10-14; Os 10,1; Sal 79), Cristo es ahora la Vid y nosotros los sarmientos que de él recibimos vida y frutos (Jn 15,1-8). Cristo es también «la Cabeza del cuerpo de la Iglesia» (Col 1,18); él es «la Cabeza, por la cual el cuerpo entero, alimentado y trabado por coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino» (2,19; +Ef 1,23;5,23-30; 1Cor 12). Los que somos de Cristo (1Cor 15,23), hemos sido «creados en Cristo Jesús, para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos» (Ef 2,10).

Ahora, pues, los cristianos vivimos en Cristo (Rm 16,12; 1Cor 1,9; Flp 4,1-7), por él (2Tes 5,9), con él (Rm 6,4;8,17; Gál 2,19; Ef 2,5-6; 2 Tim 2,11-12), revestidos de él (Rm 13,14; Gál 3,27), imitándole siempre (Jn 13,15; 1Cor 11,1; 2Tes 1,6; 1Pe 2,21), pero imitándole no como si fuera un modelo exterior a nosotros, sino en una docilidad constante a la íntima acción de su gracia en nosotros. Porque Cristo está en nosotros (Rm 8,10), habita en nosotros (Ef 3,17), se va formando día a día en nosotros (Gál 4,19). Y es que el Padre nos lo envió «para que nosotros vivamos por él» (1 Jn 4,9; +Jn 5,26; 6,57). El ideal, por tanto, será para todo cristiano aquello de San Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

Amar a Jesucristo

«Ya no os digo siervos, os digo amigos» (Jn 15,15). Los cristianos somos los amigos de Cristo, elegidos por él (15,16). Toda la vida cristiana ha de entenderse como una amistad con Jesucristo, con todo lo que ésta implica de conocimiento personal, mutuo amor, relación íntima y asidua, colaboración, unión inseparable, voluntad de agradarse y no ofenderse. Esa es la amistad que nos hace hijos del Padre, y que nos comunica el Espíritu Santo. Estudiar y describir sus diversos aspectos es el objeto de este libro en todos y cada uno de sus capítulos.

Santa Teresa de Jesús enseña con una convicción firmísima que la amistad con Jesucristo en cuanto hombre es el camino principal de la espiritualidad cristiana. «Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Es ayuda y da fuerza, nunca falta, es amigo verdadero. Y yo veo claro que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad que se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; me lo ha dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes» (Vida 22,6-7). Algunos pseudo-místicos, proponiendo una oración al estilo del zen, pensaban que «apartarse de lo corpóreo» era condición indispensable para llegar a la plena contemplación y unión con Dios. Contra esto la Santa arguye con energía que «no ha de entrar en esta cuenta la sacratísima Humanidad de Cristo» (22,8). Ya lo dijo Jesús: «Nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6). «Que nosotros adrede y de propósito nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre -y pluguiese al Señor que fuese siempre- esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien, y que es andar el alma en el aire, porque parece que no trae arrimo, por mucho que le parezca anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» (22,9).

Nuestro corazón debe «aprender a amar a Jesucristo» conociendo el ejemplo de los santos. Ellos hablan de Jesús con el lenguaje de los enamorados. San Pablo: «cuanto tuve por ventaja, lo reputo daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar de Cristo» (Flp 3,7-8). Es el lenguaje de Santa Teresa de Jesús:

«De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura... Quedó [mi alma] con un provecho grandísimo y fue éste: tenía una grandísima falta, de donde me vinieron grandes daños, y era ésta, que como comenzaba a entender que una persona me tenía voluntad, y si me caía en gracia, me aficionaba tanto que me ataba en gran manera la memoria a pensar en él... Era cosa tan dañosa que me traía el alma harto perdida; [pues bien] después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase [el corazón y la memoria]; que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen [de Jesús] que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía» (Vida 37,4).

Cuando sale el sol, desaparecen las estrellas. La hermosura de Cristo es inefable, pues revela la belleza de la Trinidad divina: «quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9).

Él es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), y siendo al mismo tiempo «la imagen del Dios invisible y el Primogénito de toda criatura» (Col 1,15-19), todas las bellezas del mundo -el hombre, la mujer, los niños, los mares y los bosques, las flores y los astros, las sinfonías y los poemas- todas están sintetizadas y superadas infinitamente por Él, por nuestro Señor Jesucristo.

Conocer y amar a Jesús: ésa es la suprema bienaventuranza.

Digamos, pues, con Tomás de Kempis: «Dame, oh dulce y bondadoso Jesús, alegrarme en ti sobre todas las cosas creadas, sobre toda salud y belleza, sobre toda gloria y honor, sobre todo poder y dignidad, sobre toda ciencia y sabiduría, sobre toda riqueza y arte, sobre toda alegría y encanto, sobre toda dulzura y consuelo, sobre toda esperanza y promesa, sobre todo merecimiento y deseo, sobre todos los dones que tú puedes dar y repartir, sobre todo gozo y satisfacción que pueda sentir el corazón, por encima también de ángeles y arcángeles y sobre la corte del cielo, por encima de todo lo visible e invisible, por encima, Dios mío, de todo lo que no seas tú» (Imitación de Cristo, III,23).

Conocer y amar a Jesús es, en fin, la esencia más profunda del culto al Sagrado Corazón, del que Pío XII dice: «se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana» (enc. Haurietis aquas 15-V-1956, 29).

Y como tantas veces Jesús ha sido y es odiado, menospreciado u olvidado, bien se comprende que, como dice Pío XI, «el espíritu de expiación y reparación» tiene justamente «la primacía y la parte más principal en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús» (enc. Miserentissimus Redemptor 8-V-1928, 9).

Pablo VI, por otra parte, declara la excelencia de este culto y devoción, relacionándolos profundamente con el misterio de la Eucaristía (cta. apost. Investigabiles divitias Christi 6-II-1965).

4. El don del Espíritu Santo

AA.VV., «Semanas de Estudios Trinitarios», Salamanca, Secretariado Trinitario 1973ss; L. Bouyer, Le consolateur, París, Cerf 1980; Y. M. Congar, El Espíritu Santo, Barcelona, Herder 1983; F. Durrwell, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca, Sígueme 1986; G. García Suárez, El Espíritu Santo, fuente primaria de vida cristiana y espiritual, Madrid, Rev. Espiritualidad 1991; J. de Goitia, La fuerza del Espíritu, Bilbao, Mensajero-Univ. Deusto 1974; C. Granado, El Espíritu Santo en la teología patrística, Salamanca, Sígueme 1987; D. J. Lallevent, La tres Sainte Trinité, mystère de la joie chrétienne, París, Téqui 19B4; S. Muñoz Iglesias, El Espíritu Santo, Ed. Espiritualidad, Madrid 1997; G. Philips, Inhabitación trinitaria y gracia, Salamanca, Secretariado Trinitario 1980; M. M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 19974; J. Rivera, El Espíritu Santo, Apt. 307, Toledo 19973; A. Royo Marín, El gran desconocido; el Espíritu Santo y sus dones, BAC min. 29, Madrid 19977; N. Silanes, El don de Dios, ib.1976.

Véase también León XIII, enc. Divinum illud munus 9-V-1897; Juan Pablo II, enc. Dominum et vivificantem 18-V-1986: DP 1986,112. Catecismo 683-741.

Divina presencia creacional y presencia de gracia

A pesar del pecado de los hombres, Dios siempre ha mantenido su presencia creacional en las criaturas. Sin ese contacto entitativo, ontológico, permanente, las criaturas hubieran recaído en la nada. León XIII, citando a Santo Tomás, recuerda esta clásica doctrina: «Dios se halla presente a todas las cosas, y está en ellas "por potencia, en cuanto se hallan sujetas a su potestad; por presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos; por esencia, porque en todas ellas se halla él como causa del ser"» (enc. Divinum illud munus: STh I,8,3).

Pero la Revelación nos descubre otro modo por el que Dios está presente a los hombres, la presencia de gracia, por la que establece con ellos una profunda amistad deificante. Toda la obra misericordiosa del Padre celestial, es decir, toda la obra de Jesucristo, se consuma en la comunicación del Espíritu Santo a los creyentes.

Primeros acercamientos de Dios

La historia de la presencia amistosa de Dios entre los hombres comienza en Abraham. Un Dios, todavía desconocido, se le manifiesta varias veces en formidables teofanías y locuciones. Un Dios distante y cercano, terrible y favorable, un Dios fascinante en su grandeza y bondad: «Yo soy El Sadai; anda tú en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17,1). Así comienza Yavé su amistad con el linaje de Abraham: «Hizo Yavé alianza con Abraham» (15,18; +cps.12-18).

En los tiempos de Moisés la presencia de Dios se hace más intensa y viene a ser más establemente expresada en ciertos signos sagrados. Moisés trata confiadamente con Yavé, que le dice su nombre (Ex 3,14). Llega a verle de lejos y «de espaldas» (33,18-23); incluso se dice que habla con el Señor «cara a cara, como habla un hombre a su amigo» (33,11). Pero todavía Yavé permanece distante y misterioso para el pueblo, que no puede acercársele, ni hacer representaciones suyas (19,21s; 20,4s).

Todo esto, para un pueblo acostumbrado a la idolatría, torpe para la religiosidad, resulta muy espiritual. El linaje de Abraham, Isaac y Jacob exige «un dios que vaya delante de nosotros» (32,1). Y Yavé condesciende: «Que me hagan un santuario y habitaré en medio de ellos. Habitaré en medio de los hijos de Israel y seré su Dios» (25,8; 29,45). Y a este pueblo nómada, Yavé le concede ciertas imágenes móviles de su Presencia gloriosa y fuerte.

La Nube, etérea y luminosa, cercana e inaccesible, es el sacramento que significa la presencia de Yavé. De día y de noche, con providencia solícita, guía al pueblo de Israel por el desierto (Ex 13,21; 40,38).

La Tienda es un templo portátil. La cuidan los levitas, se planta fuera del campamento, en una sacralidad característica de distancia y separación (25,8-9; 33,7-11).

El Arca del testimonio guarda las Tablas de la Ley. Sobre ella está el propiciatorio, el lugar más sagrado de la presencia divina: «Allí me revelaré a ti, y de sobre el propiciatorio, de en medio de los dos querubines, te comunicaré yo todo cuanto te mandare para los hijos de Israel» (2 Sam 7,6-7). Cuando más adelante Israel se establezca en la tierra prometida, Salomón entronizará solemnemente el Arca en el Templo (1 Re 8).

En la veneración de Israel por estos signos sagrados no hay idolatría, como la había entre los vecinos pueblos paganos hacia imágenes, piedras, montes o fuentes. Los profetas judíos enseñaron a distinguir entre el Santo y las sacralidades que le significan. Ellos siempre despreciaron los ídolos y se rieron de ellos.

En medio de Israel la presencia de Dios guarda siempre celosamente una divina transcendencia (1 Re 8,27). Yavé trata sólo con Moisés, el mediador elegido (Ex 3,12;19,17-25). El pueblo no se atreve a acercarse a Yavé, pues teme morir (Dt 18,16). Pero aún así, sabe Israel que su Dios está próximo y es benéfico: «¿Cuál es, en verdad, la gran nación que tenga dioses tan cercanos a ella, como Yavé, nuestro Dios, siempre que le invocamos?» (4,7; 4,32s). Las grandes intervenciones de Yavé en favor de su pueblo -paso del mar Rojo, maná, victorias bélicas prodigiosas- son signos claros de la presencia activa y fuerte de Dios entre los suyos. Estos signos deben silenciar a los murmuradores: «¿Está Yavé en medio de nosotros o no?» (Ex 17,7).

El Templo

La Nube, la Tienda, todos los antiguos lugares sagrados -Bersabé, Siquem, Betel-, santificados por la presencia de Dios, hallan en el Templo de Jerusalén la plenitud de su significado religioso: «Yavé está ahí» es lo que significa «Jerusalén» (Ez 48,35). En efecto, es Sión «el monte escogido por Dios para habitar, morada perpetua del Señor», ante la envidia de los otros montes (Sal 67,17). Es allí donde Yavé muestra su rostro, da su gracia, perdona a su pueblo: «Sobre Israel resplandece su majestad, y su poder, sobre las nubes. Desde el santuario Dios impone reverencia: es el Dios de Israel quien da fuerza y poder a su pueblo. ¡Dios sea bendito!» (67,35-36).

David quiso construir para Yavé el Templo -proyecto que su hijo Salomón realizó-. Y Yavé, a su vez, con toda solemnidad, promete a David hacerle una Casa, un linaje permanente: «Suscitaré a tu linaje, después de ti, el que saldrá de tus entrañas, y afirmaré su reino. El edificará Casa a mi nombre, y yo estableceré su trono para siempre. Yo le seré padre, y él me será hijo. Permanente será tu Casa para siempre ante mi rostro, y tu trono estable por la eternidad» (2 Sam 7,12-16). Este es el mesianismo real davídico, que había de cumplirse en Jesús, el «Hijo de David» (Lc 1,30-33).

La devoción al Templo es grande entre los piadosos judíos (Sal 2,4; 72,25; 102,19; 113-B,3; 122,1). Allí habita la gloria del Señor, allí peregrinan con amor profundo (83; 121), allí van «a contemplar el rostro de Dios» (41,3). También los profetas judíos aman al Templo, pero enseñan también que Yavé habita en el corazón de sus fieles (Ez 11,16), y que un Templo nuevo, universal, será construido por Dios para todos los pueblos (Is 2,2-3; 56,3-7; Ez 37,21-28). Ese Templo será Jesucristo, Señor nuestro.

La presencia espiritual

En la espiritualidad del Antiguo Testamento la cercanía del Señor es vivamente captada, sobre todo por sus exponentes más lúcidos, como son los profetas y los salmos.

El justo camina en la presencia del Señor (Sal 114,9), vive en su casa (22,6), al amparo del Altísimo (90,1). «Cerca está el Señor de los que lo invocan sinceramente. Satisface los deseos de sus fieles, escucha sus gritos y los salva. El Señor guarda a los que lo aman» (144,18-20; +72,23-25). Ninguna cosa puede hacer vacilar al justo, pues tiene a Yavé a su derecha (15,8). Nada teme, aunque tenga que pasar por un valle de tinieblas, ya que el Señor va con él (22,4).

El Señor promete su presencia y asistencia a ciertos hombres elegidos: «Yo estaré contigo, no temas» (Gén 26,24; Ex 3,12; Dt 31,23; Juec 6,12.16; Is 41,10; Jer 1,8.19), y también la asegura a Israel, a todo el pueblo: «Yo estaré con vosotros, no temáis» (Dt 31,6; Jer 42,11). La misma confortación dará el Señor a María y a los Apóstoles (Lc 1,28; Mt 28,20).

Por otra parte, también se dice en la Escritura que el Espíritu divino está especialmente sobre algunos hombres elegidos para ciertas misiones: «Vino sobre él el Espíritu de Yavé» (Núm 11,25; Dt 34,9; Juec 3,10; 6,34; 11,29; Is 6; Jer l; Ez 3,12). Más aún: se anuncia para la plenitud de los tiempos un Mesías lleno del Espíritu -los «siete» dones de la plenitud (Is 11,2)-: «He aquí a mi Siervo, a quien yo sostengo, mi Elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (42,1). De la plenitud espiritual de este Mesías se va a derivar para todo el pueblo una abundancia del Espíritu hasta entonces desconocida, aunque muchas veces deseada (Sal 50,12; Is 64,1): «Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Yo pondré en vosotros mi Espíritu. Seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,24-28; +11,19-20; 37; Jer 31,33-34; Is 32,15; Zac 12,10).

Jesucristo, fuente del Espíritu Santo

Cristo es el anunciado hombre del Espíritu. «A Jesús de Nazaret le ungió Dios con Espíritu Santo y poder» (Hch 10,38). «En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). El es el «Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Y todos nosotros hemos recibido de su plenitud gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).

Jesucristo sabe que él es el Templo-fuente de aguas vivas, tal como lo anunciaron los profetas (Ez 47,1-12; Zac 13,1). «El que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, sino que el agua que yo le dé se hará en él una fuente de agua que brota para vida eterna» (Jn 4,14). Y esto que dice a la samaritana, lo dirá en público a todos: «Gritó diciendo: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, como dijo la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno». Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (7,37-39). Finalmente, Jesucristo en la cruz, al ser destrozada su humanidad sagrada -como un frasco que, al ser roto, derrama su perfume-, «entregó el espíritu [el Espíritu]» (19,30).

Así se cumplieron las Escrituras. Moisés, golpeando la roca con su cayado, la convirtió en fuente (Ex 17,5-6). Ahora «uno de los saldados, con su lanza, le traspasó el costado [a Jesús], y al instante brotó sangre y agua» (Jn 19,34). San Pablo interpreta esto autorizadamente: «La Roca era Cristo» (1Cor 10,4); por él «a todos se nos dio a beber del mismo Espíritu» (12,13). Se cumplieron así las antiguas profecías: «Aquel día derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración; y mirarán hacia mí; y a Aquel a quien traspasaron, le llorarán como se llora al unigénito. Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza» (Zac 12,10; 13,1).

Jesucristo, Templo de Dios

Jesús venera el Templo antiguo, a él peregrina, lo considera Casa de Dios, Casa de Oración, paga el tributo del Templo, frecuenta sus atrios con sus discípulos (Mt 12,4; 17,24-27; 21,13; Lc 2,22-39. 42-43; Jn 7,10). Pero Jesús sabe que él es el nuevo Templo. Destruido por la muerte, en tres días será levantado (Jn 2,19). El se sabe «la piedra angular» del Templo nuevo y definitivo (Mc 12,10). En efecto, «la piedra angular es el mismo Cristo Jesús, en quien todo el edificio, armónicamente trabado, se alza hasta ser Templo santo en el Señor; en el cual también vosotros sois juntamente edificados para ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,20-22; +1Cor 3,11; 1Pe 2,4-6).

En su vida mortal, Jesucristo es un Templo cerrado, «pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39). Muerto en la cruz, se rasga el velo del Templo antiguo, que ya no tiene función salvífica. Al tercer día se levanta Jesucristo para la vida inmortal, haciéndose entonces para los hombres el Templo abierto, «mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombre, esto es, no de esta creación» (Heb 9,11; +Ap 7,15; 13,16; 21,3). Y cuando en Pentecostés los discípulos son «bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5), ya pueden entonces entrar en el Templo nuevo, santo y definitivo, para ser así ellos templos en el Templo (2Cor 6,16; Ex 29,45).

Entremos, pues, en Cristo-Templo, que en la resurrección, la ascensión, y pentecostés, ha sido abierto e inaugurado para todos los hombres que crean en él. «Acercáos a él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, y vosotros también edificáos como piedras vivas, como Casa espiritual, para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo» (1Pe 2,4-5). «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Templo que él nos abrió como camino nuevo y vivo a través del Velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la Casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón» (Heb 10,19-22; +4,16).

La consumación del Templo nuevo será en la parusía, al fin de los tiempos, cuando venga Cristo con sus ángeles y santos. «Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo. Oí una voz potente, que del trono decía: «He aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres», y erigirá su Tabernáculo entre ellos... «He aquí que hago nuevas todas las cosas»» (Ap 21,2-5).

La Trinidad divina en los cristianos

Los primeros cristianos todavía frecuentaron el Templo (Hch 2,46), pero en seguida comprendieron que el nuevo Templo eran ellos mismos. En efecto, Dios habita en la Iglesia y en cada uno de los cristianos. No sólo la Iglesia es templo de Dios, como cuerpo que es de Cristo (1Cor 3,10-17; Ef 2,20-21), sino cada uno de los cristianos es personalmente «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,15.19; 12,27). Y ambos aspectos de la inhabitación, el comunitario y el personal, van necesariamente unidos. No se puede ser cristiano sino en cuanto piedra viva del Templo de la Iglesia. Ahora las tres Personas divinas viven en los cristianos. El mismo Espíritu Santo es el principio vital de una nueva humanidad. Esta es la enseñanza de Jesús y de sus Apóstoles.

En la enseñanza de San Pablo, el Cristo glorioso, unido al Padre y al Espíritu Santo, es para los hombres «Espíritu vivificante» (1Cor 15,45). En efecto, «el Señor es Espíritu» (2Cor 3,17), habita en nosotros, y nosotros nos vamos configurando a su imagen «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (3,18; +Gál 4,6). Todas las dimensiones de la vida cristiana, según esto, habrán de ser atribuidas a la acción del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo.

Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el que nos mueve internamente a toda obra buena (Rm 8,14; 1Cor 12,6). Es el Espíritu Santo -el agua, el fuego- quien nos purifica del pecado (Mt 3,11; Jn 3,5-9; Tit 3,5-7). Es él quien enciende en nosotros la lucidez de la fe (1Cor 2,10-16). El levanta nuestros corazones a la esperanza (Rm 15,13). El nos mueve a amar al Padre y a los hombres como Cristo los amó; para nosotros esto sería imposible, pero «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). El llena de gozo y alegría nuestras almas (Rm 14,17; Gál 5,22; 2Tes 1,6). El nos da fuerza para testimoniar a Cristo y fecundidad apostólica, pues la evangelización «no es sólo en palabras, sino en poder y en el Espíritu Santo» (1,5; +Hch 1,8). El nos concede ser libres del mundo que nos rodea (2Cor 3,17). El viene en ayuda de nuestra impotencia y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,15. 26-27; Ef 5,18-19).

En suma, lo que el Apóstol nos dice es esto: «Vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9; +10-16; Gál 5,25; 6,8). Es el Espíritu Santo el que produce en nosotros la adopción, el que nos hace hijos en el Hijo (Rm 8,14-17). Toda la «espiritualidad» cristiana, por tanto, es la vida sobrenatural que el Espíritu produce en los hombres.

Y la enseñanza de San Juan es equivalente. El que ama a Jesús y guarda sus mandatos «permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 3,24). El sarmiento que «permanece» en la Vid, recibe de ésta espíritu, vida, fruto (Jn 15,4-8). Si alguno ama a Cristo, será amado por el Padre, y las Personas divinas habitarán en él (14,23). El que se alimenta de Cristo, es internamente vivificado por él (6,56-57). Toda la vida cristiana, por tanto, fluye de la inhabitación de Dios en el hombre.

La inhabitación en la Tradición cristiana

La vivencia del misterio de la inhabitación ha sido siempre, ya desde el comienzo de la Iglesia, la clave principal de la espiritualidad cristiana. San Ignacio de Antioquía, hacia el año 107, se da el nombre de Teóforos, portador de Dios, y nombres semejantes da a los fieles cristianos, teóforoi, cristóforoi, agióforoi (Efesios 9,2; saludos de sus cartas). Y así mismo enseñaba: «Obremos siempre viviendo conscientemente Su inhabitación en nosotros, siendo nosotros su templo, siendo él nuestro Dios dentro de nosotros; como realmente es y se nos manifestará, si le amamos como es debido» (Efesios 15,3).

En la antigüedad, el más alto maestro de la inhabitación es sin duda San Agustín. El buscó a Dios en las criaturas, y ellas le dieron algunas referencias muy valiosas (Confesiones IX,10,25; X,6,9); pero por fin lo encontró en sí mismo: «Él está donde se gusta la verdad, en lo más íntimo del corazón» (IV,12,18).

«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no tendrían ser» (X,27,38). «Tú estabas dentro de mí, más interior a mí que lo más íntimo mío y más elevado que lo más alto mío (interior intimo meo et superior summo meo)» (III,6,11).

Es cierto que en la purificación pasiva del espíritu puede el cristiano, como dice San Juan de la Cruz, «sentirse sin Dios» (2 Noche 5,5; 6,2). También Cristo en la cruz se sintió abandonado por el Padre (Mt 27,46). Pero también es cierto que son los santos, los que han sufrido esas místicas noches, quienes tienen una más profunda vivencia de la inhabitación de Dios en el alma. Así por ejemplo, Santa Teresa de Jesús alcanza las más altas experiencias de la inhabitación en el culmen de su vida espiritual, cuando llega a la mística unión transformante, como muchas veces lo atestigua:

«Estando con esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero» (Cuenta conciencia 42;+41). Antes creía ella en esta presencia, pero no la sentía. Ahora Dios «quiere dar a sentir esta presencia, y trae tantos bienes, que no se pueden decir, en especial, que no es menester andar a buscar consideraciones para conocer que está allí Dios. Esto es casi ordinario» (66,10). Ni trabajos ni negocios le hacen perder la conciencia de esa divina presencia (7 Moradas 1,11).

Captar en sí la Presencia divina es algo que la levanta sobre todo lo creado: «Me mostró el Señor, por una extraña manera de visión intelectual [esto es, sin imágenes], cómo estaba el alma que está en gracia, en cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, de cuya compañía venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra» (Cuenta conciencia 21). Captar en la propia alma esa gloriosa Presencia trae inmensos bienes: gozo indecible de verse hecha una sola cosa con Dios (7 Moradas 2,4), completo olvido de sí (3,2), ardiente celo apostólico (3,4), paz y gran silencio interior (3,11-12), aunque no falta cruz (3,2; 4,2-9). Antes «solía ser muy amiga de que me quisiesen bien, y ya no se me da nada, antes me parece en parte me cansa» (Cuenta conciencia 3). «En muy grandes trabajos y persecuciones y contradicciones que he tenido, me ha dado Dios gran ánimo, y cuando mayores, mayor» (ib.). En fin, «no me parece que vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como fuera de mí» (ib.).

Igualmente, la inhabitación de Dios en el alma es para San Juan de la Cruz «lo más a que en esta vida se puede llegar» (Llama 1,14). «El Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma» (Cántico 1,6). ¿Puede haber algo mayor?

«Dios mora secretamente en el seno del alma, porque en el fondo de la sustancia del alma es hecho este dulce abrazo. Mora secretamente, porque a este abrazo no puede llegar el demonio, ni el entendimiento del hombre alcanza a saber cómo es. Pero al alma misma, [que ha sido introducida ya por la alta vida de virtud] en esta perfección, no le está secreto, pues siente en sí misma este íntimo abrazo... ¡Oh, qué dichosa es esta alma que siempre siente estar Dios descansando y reposando en su seno!... En otras almas que no han llegado a esta unión, aunque no está [el Esposo] desagradado, porque al fin están en gracia, pero, por cuanto aún no están bien dispuestas, aunque mora en ellas, mora secreto para ellas, porque no le sienten de ordinario, sino cuando él les hace algunos recuerdos sabrosos» (Llama 4,14-16).

Y es el amor la causa de la inhabitación: «Si alguno me ama...» (Jn 14,23). «Mediante el amor se une el alma con Dios; y así, cuantos más grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra en El. De donde podemos decir que cuantos grados de amor de Dios puede tener el alma, tantos centros puede tener en Dios, uno más adentro que otro, porque el amor más fuerte es el más unitivo. Y si llegare hasta el último grado del amor, llegará a herir el amor de Dios hasta el último centro y más profundo del alma, lo cual será transformarla y esclarecerla según todo el ser y potencia y virtud de ella, según es capaz de recibir, hasta ponerla que parezca Dios» (Llama 1,13). Entonces «el alma se ve hecha como un inmenso fuego de amor que nace de aquel punto encendido del corazón del espíritu» (2,11).

El misterio de la Trinidad divina tal cual es -generación del Hijo, espiración del Espíritu- se da en el alma, que recibe «la comunicación del Espíritu Santo, para que ella espire en Dios la misma espiración de amor que el Padre espira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo... Porque eso es estar [el alma] transformada en las tres Personas en potencia [Padre] y sabiduría [Hijo] y amor [Espíritu Santo], y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la creó a su imagen y semejanza» (Cántico 39,3-4).

Ese «abrazo abismal de su dulzura» que el Padre ha dado al hombre, lo ha dado en Cristo Esposo, que así celebra sus bodas con la humanidad «con cierta consumación de unión de amor» (Cántico 22,3; +Llama 4,3).

Síntesis teológica

La inhabitación es una presencia real, física, de las tres Personas divinas, que se da en los justos, y únicamente en ellos, es decir, en las personas que están en gracia, en amistad con Dios. Las tres Personas divinas habitan en el hombre como en un templo, no sólo el Espíritu Santo. Y son las mismas Personas de la Trinidad las que se hacen presentes, no sólo meros dones santificantes. Ahora bien, para que la Presencia divina se dé, es necesaria la producción divina de la gracia creada en el hombre. Por tanto, la gracia increada, esto es, la inhabitación, y la gracia creada, son inseparables.

Por la inhabitación, los cristianos somos «sellados con el sello del Espíritu Santo» (Ef 1,13), sello personal, vivo y vivificante. La imagen de Dios se reproduce en nosotros por la aplicación que las Personas divinas hacen de sí mismas inmediatamente en nosotros. Y de este modo, como dice el concilio Vaticano II, de tal modo el Espíritu Santo vivifica a los cristianos, al Cuerpo místico de Cristo, «que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o alma o en el cuerpo humano» (LG 7g).

La inhabitación de Dios en el hombre ha de explicarse en clave de conocimiento (Jn 17,3) y de amor (14,23); es decir, la inhabitación es una amistad. Así Santo Tomás:

«La caridad es una amistad, y la amistad importa unión, porque el amor es una fuerza unitiva» (STh II-II,25,4). «La amistad añade al amor que en ella el amor es mutuo y que da lugar a cierta intercomunicación. Esta sociedad del hombre con Dios, este trato familiar con él, comienza por la gracia en la vida presente, y se perfecciona por la gloria en la futura. Y no puede el hombre tener con Dios esa amistad que es la caridad, si no tiene fe, una fe por la que crea que es posible ese modo de asociación y trato del hombre con Dios, y si no tiene también esperanza de llegar a esa amistad. Por eso la caridad [y consecuentemente la inhabitación de Dios en el hombre] es imposible sin la fe y la esperanza» que fundamentan la caridad (I-II,65,5).

Precisados estos principios, entendemos mejor que la inhabitación se explique teológicamente por el conocimiento y el amor mutuo de la amistad. «El especial modo de la presencia divina propio del alma racional consiste precisamente en que Dios esté en ella como lo conocido está en aquel que lo conoce y como lo amado en el amante. Y porque, conociendo y amando, el alma racional aplica su operación al mismo Dios, por eso, según este modo especial, se dice que Dios no sólo es en la criatura racional, sino que habita en ella como en su templo» (I,43,3).

Por otra parte, como ya vimos, el cristiano carnal, aunque esté en gracia, apenas es consciente de la Presencia de Dios en él. Es el cristiano espiritual el que capta habitual y claramente la inhabitación de la Trinidad. «Los limpios de corazón verán a Dios» en sí mismos (Mt 5,8). Cuando el ejercicio ascético de las virtudes se perfecciona en la vida mística de los dones del Espíritu Santo, es entonces cuando el cristiano vive su condición de templo de la Trinidad divina con una conciencia más cierta y habitual. Así lo explica Juan de Santo Tomás:

«Supuesto ya el contacto y la íntima existencia de Dios dentro del alma, Dios se hace presente de un modo nuevo por la gracia como objeto experimentalmente cognoscible y gozable en ella misma. Y es que a Dios no se le conoce sólamente por la fe, que es común a los creyentes, justos o pecadores, sino también por el don de sabiduría, que da un gustar y un experimentar íntimamente» a Dios (Tract. de s. Trinit. mysterio d.17,a.3,10-12).

Eucaristía e inhabitación

Jesucristo en la eucaristía causa en las fieles la inhabitación de la Trinidad. «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,51-57). La eucaristía, pues, es para la inhabitación. La presencia real de Cristo en la eucaristía tiene como fin asegurar la presencia real de Cristo en los justos por la inhabitación.

Incluso puede afirmarse que, bajo ciertos aspectos, la presencia del Señor en los cristianos es aún más excelente que su presencia en la eucaristía. Y esto por varias razones. 1ª.-La eucaristía está finalizada en la inhabitación. El Señor se hace presente en el pan para hacerse presente en los fieles. Por otra parte, la inhabitación hace al cristiano idóneo para la comunión eucarística. Sin aquélla, no es lícito acercarse a ésta. 2ª.-En la eucaristía el pan pierde su autonomía ontológica propia, para convertirse en el cuerpo de Cristo: ya no hay pan, sólo queda su apariencia sensible. Pero en la inhabitación el prodigio de amor es aún más grande: El Señor se une al hombre profundísimamente, dejando sin embargo que éste conserve su propia ontología, sus facultades y potencias humanas. La inhabitación no hace que el cristiano deje de existir, pero la eucaristía hace que deje de existir el pan. 3ª.-La eucaristía cesará, como todas las sacralidades de la liturgia, cuando «pase la apariencia de este mundo» y llegue a «ser Dios todo en todas las cosas» (1Cor 7,31; 15,28); pero la presencia de Dios en el justo, la inhabitación, no cesará nunca, por el contrario consumará su perfección en la vida eterna. 4ª.-Corrompidas las especies eucarísticas, por accidente o por el tiempo, cesa la presencia del Señor; en cambio, muerto el cristiano, corrompido su cuerpo en el sepulcro, no cesa en él la amorosa presencia del Cristo glorioso y bendito. Sólo el pecado puede destruir la Presencia trinitaria de la inhabitación. Ni siquiera la muerte «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39).

Espiritualidad de la inhabitación

Toda la vida cristiana ha de vivirse y explicarse como una íntima amistad del hombre con las Personas divinas que habitan en él. La oración, la caridad al prójimo, el trabajo, la vida litúrgica, todos los aspectos y variedades de la gracia creada, han de vivirse y explicarse partiendo de la gracia increada, esto es, de la presencia de Dios en el hombre, presencia constante, activa, benéfica, por la que la misma Trinidad santísima se constituye en el hombre como principio ontológico y dinámico de una vida nueva, divina, sobrenatural, eterna.

((Pensamos que acerca de la inhabitación el error principal es éste: que muchos ignoran, menosprecian u olvidan la presencia de Dios en el justo. Este olvido unas veces afecta a la doctrina espiritual: una espiritualidad que deje en segundo plano el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el hombre es una espiritualidad falsa, o al menos es excéntrica, pues no está centrada en lo que realmente es central en el evangelio. Y siempre que la Presencia divina en los cristianos es ignorada u olvidada, la espiritualidad decae inevitablemente en moralismos antropocéntricos de uno u otro signo, y en voluntarismos pelagianos de uno u otro estilo. Otras veces estos errores e ignorancias sobre la inhabitación afectan sólo a las actitudes concretas de las personas. Con un ejemplo: una mujer cristiana queda viuda. Sus hijos, ya crecidos, no viven con ella. Se siente sola. Toma una empleada, pero apenas le sirve de compañía, pues es muy callada. Adquiere un perro, muy vivaracho, que suaviza su soledad... A esta mujer «cristiana», por lo visto, un perro le hace más compañía que la Trinidad divina.))

Dios quiere que seamos habitualmente conscientes de su presencia en nosotros. No ha venido a nosotros como dulce Huésped del alma para que habitualmente vivamos en la ignorancia o el olvido de su amorosa presencia. Por el contrario, nosotros hemos «recibido el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1Cor 2,12). Y el don mayor recibido en la vida de la gracia es la donación personal que la Trinidad divina ha hecho de sí misma a la persona humana, consagrándola así como un templo vivo suyo.

La inhabitación fundamenta la conciencia de nuestra dignidad de cristianos. El Espíritu Santo actúa quizá en el pecador, pero «todavía no inhabita» en él (Trento 1551: Dz 1678), pues éste no vive en su amistad. Pero el hombre que ama a Dios y guarda sus mandatos, permanece en Dios y Dios en él. Esta es la grandeza de nuestra vocación, en palabras del concilio Vaticano II: «Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunicación de la incorruptible vida divina» (GS 18b).

Por eso entre el pecador y el justo hay un salto ontológico cualitativo, una distancia mucho mayor que la existente entre el justo y el bienaventurado del cielo, pues entre éstos hay esencial continuidad; ya el justo en este mundo «tiene la vida eterna» (Jn 6,54). Dice León XIII que la inhabitación es tan admirable que «sólo en la condición o estado, pero no en la esencia, se diferencia de la que constituye la bienaventuranza en el cielo» (enc. Divinum illud munus 9-V-1897, 11: Dz 3331).

((La verdad es que cuando se habla de «la dignidad de la persona humana» desde mentalidades materialistas y ateas es inevitable una actitud de desconfianza. ¿En qué consiste la «dignidad» del hombre si no es persona, si no es imagen de Dios, si sólo es un animal con un cerebro especialmente evolucionado? La antropología materialista ha tomado del cristianismo gran parte de su terminología y algunas precarias formas de veneración al hombre, pero ha desechado los fundamentos religiosos de esa terminología y de esa actitud.

Ahora bien, sin la absoluta fundamentación religiosa de la dignidad del hombre ¿qué objeción seria puede ponerse al aborto, a la eutanasia, o a los más variados experimentos eugenésicos para «mejorar la especie», purificando a la humanidad de las «razas inferiores»? ¿Por qué los locos o los deformes o los enfermos irrecuperables, o simplemente los miserables ignorantes, hombres pobres, lastres sociales, merecen algún respeto? ¿Por qué los ricos han de solidarizarse con los pobres para elevar su condición humana? ¿Por que no recurrir a una invasión, a una buena guerra, cuando con ella se podrían arreglar rápidamente no pocos problemas mundiales? O viniendo a casos concretos, ¿por qué, por ejemplo, no acelerar una herencia urgente por la discreta eliminación de un viejo enfermo e inútil que no acaba de morirse?... No hay manera de fundamentar la dignidad del hombre de modo absoluto e inviolable si se suprime su vinculación a Dios.))

En la medida en que se cree en la inhabitación, en esa medida surge el horror al pecado. San Pablo, cuando quería apartar a los corintios del vicio de la fornicación, les recordaba ante todo que eran templos de Dios: « ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1Cor 3,16-17). Y en este caso el Apóstol no hacía tales consideraciones a cristianos de muy alta vida espiritual, sino que las dirigía a cristianos carnales, principiantes, llenos de deficiencias (3,1-3).

La conciencia de la inhabitación lleva a la oración continua, y enseña a vivir siempre en la presencia de Dios. Y también conduce a la humildad, pues nos hace comprender que son las Personas divinas las que en nosotros tienen la iniciativa y la fuerza para todo lo bueno que hagamos. Un cristiano sólo podrá envanecerse por algo si olvida la presencia activa de Dios en él; y entonces será tan necio como un cuerpo que pensara hacer las obras del hombre sin el alma, y que sólo a sí mismo se atribuyera el mérito de tales obras.

Crece en nosotros el amor a la Iglesia cuando comprendemos que la gracia suprema de la inhabitación se nos da por ella y en ella. La Presencia divina no se nos da como algo privado, sino como algo que es a un tiempo comunitario, eclesial, y estrictamente personal.

Comprendemos también la necesidad de la abnegación del hombre viejo y carnal en nosotros, si nos damos cuenta de que estamos llamados a pensar, querer, sentir, hablar y obrar desde la Trinidad divina que habita en nosotros, y no desde la precariedad miserable de nuestro yo carnal.

Nunca podrá faltarnos la alegría si somos conscientes de la presencia de Dios en nosotros. Nos alegramos, nos alegramos siempre en el Señor (Flp 4,4).

En fin, la conciencia del misterio de la inhabitación acrecienta en el cristiano la interioridad personal, librándole de un exteriorismo consumista, trivial y alienante. «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). «Atención a lo interior», dice San Juan de la Cruz (Letrilla 2). No quiere este gran maestro que el hombre se vacíe de sí mismo, proyectándose siempre hacia fuera. Eso es justamente lo que nos aliena de Dios.

«Todavía dices: "Y si está en mí el que ama mi alma ¿cómo no le hallo ni le siento?" La causa es porque está escondido y tú no te escondes también para hallarle y sentirle; porque el que ha de hallar una cosa escondida, ha de entrar tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Tu Esposo amado es "el tesoro escondido en el campo" de tu alma» (Cántico 1,9).

Para el místico Doctor la «disipación» crónica de los cristianos es un verdadero espanto, una tragedia, algo indeciblemente lamentable. «Oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis? vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (39,7).


 


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