JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU

Síntesis de espiritualidad católica

4ª PARTE

El crecimiento en la caridad VIII
 

8. La ley

G. Abba, Lex et virtus, Roma, LAS 1983; Y. Congar, Variations sur le theme «Loi-Grâce», «Revue Thomiste» 71 (1971) 420-438; P. Delhaye, La «loi nouvelle» dans l’enseignement de St. Thomas, «Esprit et vie» 84 (1974) 33-41, 49-54; W. Gutbrod, nomos, KITTEL IV,1028-1077/VII,1273-1401; J. M. Iraburu, Caminos laicales de perfección, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1996, cp. 4; S. Lyonnet, Libertad cristiana y ley del Espíritu, en La vida según el Espíritu, Salamanca, Sígueme 1967, 175-202.

Véase también Juan Pablo II, const. apost. Sacræ disciplinæ leges, 25-I-1983: DP 1983, 23. En el Catecismo, función salvífica que de la ley (1950-1974, 2052-2074).

Las leyes

Los cristianos hemos de obedecer a Dios obedeciendo a personas y a leyes, a personas constituídas en autoridad -de esto tratamos en el capítulo anterior- y a leyes válida y lícitamente promulgadas -que consideraremos ahora-.

Recordemos que la ley eterna es el plan de gobierno universal que existe en la mente de Dios. La ley natural, a través de la naturaleza misma del hombre y del mundo creado, revela esa ley eterna. Y la ley positiva es aquella que «no ha nacido en el hombre juntamente con la naturaleza o con la gracia, sino que, por encima de ellas, ha sido impuesta por algún principio externo que tiene facultad para imponerla» (Suárez, De legibus I,3,13). Aquí entran todo tipo de leyes civiles o eclesiales, constituciones, normas o reglamentos. Y de estas leyes sobre todo hemos de tratar ahora.

La ley de Moisés

La ley mosaica es «santa, ciertamente, y los mandamientos son santos, justos y buenos» (Rm 7,12). El mismo Dios ha dado a Israel sus admirables decretos, revelándole los sagrados caminos que llevan a la salvación (Dt 5,27; 30,15s; Sal 15,11; 118; Sir 17,6-9). Y los judíos espirituales, aplicándose al cumplimiento de la Ley, se hicieron grandes en la virtud, y al mismo tiempo comprendieron que necesitaban absolutamente un Mesías salvador, pues con sus solas fuerzas humanas no alcanzaban a conocer ni a cumplir perfectamente la voluntad divina. Ellos fueron los que, conociendo su impotencia gracias a la ley, desde el fondo de los siglos ansiaron a Jesús, el Salvador, y aceleraron con sus constantes oraciones el tiempo de su venida.

((Por el contrario, para los judíos carnales «el precepto, que era para vida, fue para muerte» (Rm 7,10). Y esto de tres modos:

1. -El Israel carnal, incapaz de cumplir la Ley, pero obstinado en salvarse por ella, no pide un Mesías, no se salva poniendo la esperanza en la promesa de su venida, sino que elige el camino de la mentira, cumple la Ley de un modo sólo exterior, vaciándola de su espíritu. Es lo que Jesús denuncia con terribles palabras: Sepulcros blanqueados, hipócritas, que cuelan un mosquito y se tragan un camello (Mt 23).

2. -Por otra parte, escribas y fariseos, sentados durante siglos en la cátedra de Moisés, han disfigurado la Ley, pura y santa, sepultándola bajo un cúmulo de preceptos humanos (Mt 5,19; 22,36; 23,1-4; Mc 7,8-9). Han mezclado groseramente la sabiduría humana con la de Dios, han enmarañado la simplicidad de la Ley sacando de ella 613 mandatos particulares -248 positivos, 365 prohibitivos-, han transformado los preceptos de Yavé en «un yugo insoportable» (Hch 15,10). «Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas» (Mt 23,4). Conocen mil artimañas para escaparse de la verdadera observancia, y las enseñan a otros (23,16 33; Mc 7,5-13).

3. -Y esos dos pecados conducen a un tercero, el más grave. Los judíos carnales, los que quieren salvarse por la Ley, por sus fuerzas propias, en una moral de obras, rechazan la fe en Cristo, la salvación por gracia (Gál 5,4). No comprendieron que Yavé dio la Ley a hombres pecadores no sólo para que mejoraran esforzándose en cumplirla, sino sobre todo para que por ella conocieran su pecado, y no pudiendo observarla fielmente, ansiaran al Salvador mesiánico. Pero no fue así. Por el contrario, cuando se produjo ante sus ojos la epifanía de Jesús, no supieron ver en él -pobre, humilde, crucificado- al Enviado de Dios, a aquél de quien hablaron Moisés y los profetas. Prefirieron permanecer como «discípulos de Moisés», rechazando al Mesías que el mismo Moisés anunció (Jn 5,45-47; 9,28; Lc 24,27).))

La ley de Cristo

Cristo, él mismo, es la ley nueva de la Nueva Alianza. Aquello mismo que los rabinos decían de la Ley mosaica -que era luz, agua, pan, camino, verdad, vida-, todo eso lo dice Jesús de sí mismo. El es el Señor del sábado (Mt 12,8; Lc 13,10-17). El viene a perfeccionar la Ley de Moisés, no a destruirla (Mt 5,17-43). Y ahora estamos sujetos a «la Ley de Cristo» (Gál 6,2; 1 Cor 9,21).

La Ley de Cristo es una ley interior, «escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; y no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne de vuestros corazones» (2 Cor 3,3). Es, pues, ley del Espíritu Santo, a un tiempo luz y fuerza de nuestras almas. En efecto, la letra mata, pues muestra el deber, pero no da fuerzas para cumplirlo, mientras que «el Espíritu vivifica» (3,6). Todo precepto en Cristo es la formulación exterior de lo que en nuestro interior quiere obrar por su Espíritu. La Ley de Cristo es la caridad de Dios, difundida en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo (Rm 5,5). Es ley sencilla y universal, que en dos mandatos lo encierra todo (Mt 22,37-40), y que está vigente en todos los pueblos y en todos los siglos. Es una ley liberadora, pues «para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres» (Gál 5,1), redimiéndonos de la esclavitud de la Ley (3,13; 4, 5). Es, en fin, una ley nueva, que fundamenta una Nueva Alianza entre Dios y los hombres.

J. M. Casabó escribe: «Su novedad no consiste en la formulación de lo que manda [amar al prójimo], pues lo encontramos ya en el Antiguo Testamento (Lv 19,18) y, con formas similares, en pensadores y religiones no cristianos... Juan no usa el vocablo neos (=reciente en el tiempo, joven y por consiguiente inmaduro), sino kainós (=nuevo en su naturaleza, y por consiguiente cualitativamente mejor). La novedad está en que es el amor mismo de Jesús, del Padre -de calidad absolutamente diversa a cualquier otro amor humano-, lo que es comunicado [en el Espíritu] y se vuelve guía del hombre» (La teología moral de S. Juan, Madrid, Fax 1970, 334).

¿Y ahora, qué? «¿Pecaremos porque no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia? De ningún modo» (Rm 6,15). La Ley nueva de Cristo no viene a abolir, sino a perfeccionar la Ley mosaica, y es mucho más santificante que ésta. La Ley y los profetas llegaron hasta Juan el Bautista; y desde entonces, en Jesucristo, plenitud evangélica de la ley divina, vivimos la novedad santa del Reino de Dios (Lc 16,16).

Las leyes de la Iglesia

Cristo fundó en su Iglesia una sagrada autoridad apostólica con potestad de establecer leyes. Los Apóstoles y sus sucesores, los Obispos, reciben del Señor, a quien ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), una fuerza espiritual para «atar y desatar» (16,19; 18,18). Ellos forman la jerarquía apostólica (hierarchia, es decir, sagrada autoridad). En efecto, como dice el Vaticano II, los Obispos han recibido una «autoridad y sagrada potestad... que ejercen personalmente en el nombre de Cristo», y que les da «el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado» (LG 27a; +18-25).

La autoridad apostólica no puede juzgar de la conciencia misma de los fieles (de internis neque Ecclesia iudicat), pero puede y debe ejercitar un poder legislativo y judicial que Cristo le dio para el bien de los cristianos. Quiso el Señor que en la Iglesia hubiera leyes, para que ningún cristiano ignorase los caminos de la gracia, ni siquiera aquéllos que, por su gran inmadurez espiritual, no los conocen por la sola luz interior del Espíritu Santo. No hay contraposición en la Igiesia de Cristo entre ley y gracia, porque la ley eclesial es una gracia del Señor.

Los Apóstoles, desde el principio, ejercieron su autoridad en la Iglesia y establecieron leyes. En Jerusalén se tomaron acuerdos disciplinares obligatorios (Hch 15,22s). Pedro juzgó a Ananías y Safira, y también a Simón (5,1-11; 8,18-25). Pablo declaró tener autoridad de Cristo para mandar y castigar (1 Cor 4,18-21; 2 Cor 10,4-8; 13,10; Fil 8). En no pocas ocasiones, los Apóstoles mandaron, juzgaron y castigaron, llegando a excomulgar en los casos más graves, según les había mandado Jesús (Mt 16,19; 18,15-18; Jn 20,22-23; Rm 16,17; 1 Cor 5,1-13; 2 Tes 3,6.14; 1 Tim 5,19-20; Tit 3,10; 1 Jn 2,1819; 2 Jn 10-11; 3 Jn 9s; Ap 1-3).

La Iglesia siempre se ha dado leyes a sí misma. Es un hecho en «la historia ya bimilenaria de la Iglesia la existencia de una ininterrumpida tradición canónica, que viene desde los orígenes de la era cristiana hasta nuestros días, y de la que el Código que acaba de ser promulgado, constituye un nuevo, importante y sabio capítulo» (Juan Pablo II, 3-II-1983, 3).

((Sin embargo, Pablo VI se veía en la necesidad de decir: «No ignoramos que existen numerosos y funestos prejuicios contra el derecho canónico. Muchos, en efecto, al exaltar la libertad, la caridad, los derechos de la persona humana, la condición carismática de la Iglesia, critican exasperadamente las instituciones canónicas y quieren minimizarlas, rechazarlas e incluso destruirlas» (14-XII-1973). Esta fobia anticristiana ignora y desprecia los cánones, la disciplina litúrgica y pastoral, las reglas de los institutos religiosos, y ve en la anomía -ausencia de normas- el campo más propicio para el florecimiento de la vida genuinamente evangélica.

Lutero es el precedente más importante de esta aversión a la ley eclesial. Para él la distinción ley-evangelio es absoluta. La ley es judía, pertenece al Antiguo Testamento, nada puede hacer para salvarnos. Pero el evangelio es la gracia, que nos libera del pecado por la pura fe en Jesús. Por tanto, la ley eclesial es algo abominable, es una judaización del cristianismo, una perversión del mismo. Otros protestantes clásicos -Melanchton, Calvino- o modernos -Barth-, han evitado este radicalismo. Pero otros han llegado a las posiciones de un escatologismo extremo, según el cual Cristo no pensó en fundar una Iglesia, y por tanto toda disciplina eclesial es ajena a él, no tiene en él su origen.))

Jesucristo quiso leyes en la Iglesia por varias razones fundamentales que nos conviene conocer a la luz de la fe y de la reflexión teológica:

-La Iglesia es una sociedad que Cristo edificó (Mt 16,18) como Cuerpo suyo (Col 1,18). Y en ella «la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada por un elemento humano y otro divino» (LG 8a). En este sentido dice Pablo VI que la existencia de una «ordenación jurídica y de unas estructuras de la Iglesia pertenece a la Revelación» (13-XII-1972).

-La Iglesia es «sacramento universal de salvación» (LG 48b; AG la). No es un reino espiritual exclusivamente interior. Precisamente la naturaleza sacramental de la Iglesia implica en ella una visibilidad social, jefes, estructuras, leyes y costumbres. En ella, pues, dice Juan Pablo II, «el derecho no se concibe como un cuerpo extraño, ni como una superestructura ya inútil, ni como un residuo de presuntas pretensiones temporales. El derecho es connatural a la vida de la Iglesia» (3-II-1983,8).

-La Iglesia es una comunión, y como enseñaba Pablo VI, «la ley canónica es como una cierta manifestación visible de la comunión, de tal suerte que sin el derecho canónico la misma comunión no puede realizarse eficazmente» (19-II-1977). Claramente nos dice la experiencia cuántas lesiones sufre la koinonía de la caridad eclesial cuando se menosprecian las leyes de la Iglesia, y cuántas tensiones, ofensas y odiosidades genera la arbitrariedad anómica. «No puede haber caridad sin justicia, expresada en leyes», decía el mismo Papa (14-XII-1973).

-La ley favorece la acción pastoral de la Iglesia. «No puede desarrollarse una labor pastoral verdaderamente eficaz si ésta no encuentra un apoyo firme en un orden jurídico sabiamente establecido» (14-XII-1973).

Es imposible, por ejemplo, que varios párrocos unan sus esfuerzos en una pastoral común si cada uno hace las cosas a su manera, sin ajustarse a la disciplina de la Iglesia. Así se pierden muchas energías, se da lugar a inevitables divisiones, y se hace imposible una continuidad en los trabajos. En tal parroquia el cura enseña y hace lo que la Iglesia enseña y manda; pero en la otra vecina no. Los fieles se confunden, a veces se escandalizan, y frecuentemente se dividen en bandos. Cambia el párroco y se trastorna todo: vuelta a empezar. Por otra parte, no será fácil en ocasiones encontrar sacerdotes que quieran ir a parroquias sometidas largos años a una pastoral arbitraria. Puestos a elegir, prefieren ir a misiones.

-La ley es psicológicamente sana y necesaria, pertenece a la naturaleza social del hombre. El cristiano, como cualquier hombre, no puede partir de cero en todo, no puede andar sin camino, no puede vivir a la intemperie, sin casa espiritual, sin afiliación social a un cuadro estable de leyes y costumbres. Sin estas, no hay posibilidad de un cristianismo popular, y el Evangelio sería sustraído a los pequeños, y reservado para sabios analistas muy reflexivos; lo cual contraría frontalmente el designio de Dios (Lc 10,21).

Erich From, en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, reconoce «la necesidad de una estructura que oriente y vincule» (México, FCE 1970, 59-61). Es evidente. Y experimentalmente comprobado. «En 1966, en Estrasburgo, un interno de hospitales psiquiátricos, también licenciado en teología protestante, O. Printz, estudió desde varias perspectivas la vivencia melancólica. Y escribía: «Del estudio estadístico que hemos hecho se desprende una conclusión unívoca: la confesión protestante suministra un contingente de melancólicos superior a la confesión católica»» (cit. J. P. Schaller, Mélancolie et religion, «Sources» 1976, 236-237). La duda y la inseguridad morbosa rondan al cristiano que lee las Escrituras en libre examen, que carece de guía jerárquica, de leyes eclesiales, de penitencia sacramental. La disciplina eclesial católica es un camino para andar juntos, es una casa donde convivir, expresa y fomenta una vivencia comunitaria y objetiva del Evangelio. Dígase lo que se quiera, los ambientes disciplinados, estructurados, con tradiciones, fiestas, doctrinas, leyes y costumbres, suelen ser alegres y sanos, mientras que son tristes e insanos los ambientes individualistas y subjetivos, informes y anómicos. Esto es así.

-La ley eclesial defiende a débiles e ignorantes. Los defiende de sí mismos, pues sin ella quedarían abandonados a su mediocridad. Y los defiende de las presiones arbitrarias de personas o grupos salvajes, no socializados en la Iglesia, a los cuales no sabrían resistir.

-La ley es un medio salvífico temporal, histórico, que cesa en la plenitud del Reino, donde «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28). Es ahora cuando normas y leyes son necesarias en la sociedad familiar, escolar, cívica o religiosa.

El padre Congar hacía ver que «una pura Iglesia del Espíritu es una tentación en la que muchos movimientos sectarios han caído; pero es una tentación. La Iglesia terrestre no es sólamente realidad de comunión, sino también instrumento y sacramento de esta comunión. La Tradición afirma sin cesar que omnis prælatura cessabit, en el sentido de que en la escatología no habrá ya jerarquía -sólo la de la santidad-, ni dogmas, ni sacramentos, ni derecho canónico, ni ningún medio exterior de este género. Ni siquiera habrá evangelio, en el sentido de un texto que se lee, pues el mismo Verbo se comunicará a todos, luminoso y viviente» (Variations 433).

La obediencia eclesial

Hay que obedecer las leyes de la Iglesia en conciencia, con toda fidelidad, pues es obediencia que se presta a nuestro Señor Jesucristo. El es, como definió Trento, verdadero legislador del pueblo cristiano (Dz 1571; +1620), y «los mandamientos de la Iglesia» deben ser obedecidos (1570,1621) porque están dados con la autoridad de Cristo, la que él comunicó a los Apóstoles. Por eso el Vaticano II manda que «los laicos acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes» (LG 37b; +25a; PO 6). Y el Código de Derecho Canónico: «Los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de obrar. Cumplan con gran diligencia los deberes que tienen tanto respecto a la Iglesia universal como en relación con la Iglesia particular a la que pertenecen, según las prescripciones del derecho» (c. 209).

Obedecer a la Iglesia es obedecer a Cristo. Por eso los santos, y especialmente aquellos que tenían vocación divina para renovar la Iglesia -San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa-, han mostrado siempre una suma veneración por los sagrados cánones conciliares y por todas las normas litúrgicas y disciplinares de la Iglesia. Como decía Santa Teresa: «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4).

También los grandes teólogos, como Suárez, han entendido que «la ley eclesiástica es de alguna manera divina» (De legibus III,14,4). Veían las leyes de la Iglesia como formulaciones exteriores que señalaban la acción interior del Espíritu de Jesús. Sabían que Cristo ha asegurado a la Iglesia su asistencia hasta el fin de los siglos (Mt 28,20), y que ello garantiza no sólamente la ortodoxia doctrinal, sino también aquella ortopraxis que el pueblo cristiano necesita para llegar al Padre sin perderse.

El padre Faynel precisa el alcance de esa ortopraxis: «En las decisiones de orden general (grandes leyes de la Iglesia, disposiciones permanentes del derecho canónico), la Iglesia goza de una asistencia prudencial infalible, entendiendo por ella una asistencia que garantiza la prudencia de cada una de esas decisiones; así pues, no sólamente no podrán contener nada de inmoral y de contrario a la ley divina, sino que serán todas positivamente benéficas. Lo que no significa: serán perfectas». No necesariamente serán las mejores de todas las posibles. «En las decisiones de orden particular (organización sinodal de una diócesis, proceso de nulidad matrimonial, etc.) la Iglesia goza de una asistencia prudencial relativa, es decir, de una asistencia que garantiza el valor del conjunto de esas decisiones, pero que no garantiza cada una de ellas en particular; de una asistencia, dicho de otro modo, que nos permite pensar que, en el conjunto y en la mayoría de los casos, esas decisiones serán positivamente benéficas» (L’Eglise, París, Desclée 1970, II,100).

La obediencia eclesial, que afecta a todos los fieles, obliga muy especialmente a los pastores, que no gobiernan en nombre propio, sino en el nombre de Cristo. Si Obispos y presbíteros obedecen las leyes de la Iglesia fielmente, vendrán sobre el pueblo cristiano cuantiosos bienes. Pero si no obedecen, los mayores males azotarán y dividirán al pueblo cristiano. Ya se comprende, pues es cosa evidente, que la autoridad pastoral sólamente en la obediencia a la ley eclesial puede ser ejercitada como servicio, pues cuando es ejercitada en una desobediencia arbitraria, se convierte inevitablemente en dominio opresor.

La desobediencia de los pastores a las normas de la Iglesia constituye una injusticia, o si se quiere, un abuso de poder. El pastor arbitrario no manda ya desde la Iglesia, es decir, desde la autoridad de Cristo, sino desde sí mismo. En efecto, la Ley Suprema de la Iglesia, así como establece el deber que tienen los fieles de obedecer a sus pastores (c. 212,1), afirma igualmente que «los fieles tienen derecho a recibir de los pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos» (c. 213); y, por supuesto, en lo que se refiere a liturgia y sacramentos, «tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos Pastores de la Iglesia» (c.214).

Por tanto, la Iglesia no abandona a los cristianos, ni en lo doctrinal ni en lo disciplinar, a las posibles ocurrencias subjetivas del pastor que les toque. Los fieles tienen la facultad, y el deber a veces, de manifestar a los pastores sus necesidades y deseos (c. 212,2-3). Más aún, «compete a los fieles reclamar legítimamente los derechos que tienen en la Iglesia, y defenderlos en el fuero eclesiástico competente conforme a la norma del derecho» (c. 221,1).

((A veces no se cumplen las leyes de la Iglesia por ignorancia -«yo no sabía eso»-, a veces por impotencia -«ya sé que hay que hacer un inventario, pero es que me resulta imposible»-. Pero la culpa se hace sobre todo patente y cierta cuando la desobediencia es por desprecio de la ley eclesial. Por otra parte, entonces, juntamente con la culpa, suelen darse ciertos errores sobre la naturaleza misma de la ley en la Iglesia, que conviene señalar:

1. -La Iglesia no tiene autoridad del Señor para establecer leyes. Cuando estas se formulan, la jerarquía apostólica no tiene una especial asistencia del Espíritu Santo, y es tan falible como puedan serlo el pastor o el laico que habrían de cumplirlas -y quizá más, pues éstos conocen mejor el campo concreto circunstancial en que habrían de ser aplicadas-. Las normas eclesiásticas expresan, pues, juicios humanos, sujetos a escuelas ideológicas y a situaciones históricas. Por tanto, el que las resiste, no necesariamente desobedece al Señor. Incluso a veces para obedecer al Señor, será preciso desobedecer a la Iglesia. Esta actitud quebranta dogmas de la fe.

2. -Los mandamientos de la Iglesia en realidad no mandan, no son mandatos preceptivos, sino orientaciones, consejos, estímulos que, normalmente al menos, no obligan la conciencia con un vínculo moral verdadero. Cuando, por ejemplo, la Iglesia dispone: «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (c. 1247), ha de entenderse tal norma como que los fieles no tienen obligación de participar en la Misa el domingo y los demás días de precepto. Aunque, eso sí, tal participación es algo conveniente, que debe, incluso, ser aconsejado. Sobre esta actitud cae la sombra del Padre de la Mentira.

3. -En caso de conflicto, ha de preferirse el juicio propio al que la Iglesia expresa en sus normas. En el servicio pastoral, por ejemplo, la Iglesia manda que la penitencia sacaramental se celebre de tales y cuales maneras (cc. 960-964), pero si tal párroco ve las cosas de otro modo, convendrá que tenga la honradez de atenerse a su propio juicio... Pero vamos a ver: ¿Este párroco, en su trabajo pastoral, obrando así, no estará esperando más de sí mismo que de Dios, no estará poniendo más su confianza en la eficacia del medio humano que en la fuerza de la gracia de Dios? En otras palabras: ¿No será un poco pelagiano? Si para lograr fruto apostólico no confiara nada en sí mismo, y pusiera toda su confianza en «Dios, que es quien da el crecimiento» (1 Cor 3,6-7), obedecería con la mayor fidelidad la disciplina pastoral y litúrgica de la Iglesia, tratando de «ganarse» así la gracia del auxilio divino. Obrando de otro modo, ¿cómo podrá esperar que Cristo dé fruto a una actividad pastoral, por esforzada que sea, realizada contra la ley de la Iglesia? De hecho estos trabajos pastorales no dan fruto; pero es que además no deben darlo, sería un escándalo, pues ello significaría una de dos: o que no es el Señor quien da fuerza a las leyes de la Iglesia, o que sí lo es, pero asiste y bendice la acción de aquéllos que obran contra lo que él mismo ha mandado por la jerarquía apostólica.))

La ley en las diversas edades espirituales

Cuando una madre quiere comunicarle a su hijo el espíritu de la higiene, comienza por darle ciertas normas, obligándole a cumplirlas incluso antes de que pueda entender su valor. Así, al principio, el niño se lava porque está mandado y se lo exigen; poco a poco va captando el sentido de la higiene; y finalmente la vive en su cuidado personal por convencimiento y por gusto. Pues bien, la Madre Iglesia procede de forma análoga en la educación evangélica de sus hijos, comunicándoles espíritu y obligándoles a ley. Podemos verlo con un ejemplo característico, el de la misa dominical antes aludido.

-Los principiantes, que son como niños, y los pecadores, son los destinatarios principales de la ley; están bajo la ley: «la ley no es para los justos, sino para los pecadores» (1 Tim 1,9). Este cristiano aún escaso en el espíritu, lo tiene suficiente como para obedecer la ley eclesial, que no es poco -y va a misa-; pero todavía es tan carnal que no haría la obra prescrita por la norma si ésta no existiera -no iría a misa los domingos si no fuera obligatorio-. «Para este cristiano, observa Lyonnet (195), la ley ejercerá el mismo papel que la ley mosaica para el judío. La ley se convierte en un pedagogo que conduce a Cristo» (Gál 3,24), no sólo supliendo de alguna manera la luz del Espíritu, escasa en el carnal o pecador, sino haciéndole también tomar conciencia de su condición inmadura o pecaminosa.

-Los adelantados en la vida cristiana, en parte están aún bajo la ley, y en parte se mueven ya por el Espíritu. Estos cumplen mejor los preceptos, pues van teniendo parte en su espíritu. Y si faltaran las leyes, unas veces harían las obras que prescriben y otras no -irían a misa algunos domingos-.

-Los perfectos en Cristo se mueven ya por el Espíritu, y como escribe San Juan de la Cruz en el frontispicio de la Subida, «por aquí no hay camino, que para el justo no hay ley». En realidad, el justo es el único que cumple la ley perfectamente, con amor y plena libertad -seguiría yendo a misa dominical aunque se quitara el precepto-. El no recibe subjetivamente la presión externa de la ley, pero objetivamente la reconoce y obedece, haciendo incluso más de lo que ella manda -va a misa si puede todos los días-. Es el único que da a la ley una obediencia perfecta y del todo espiritual.

((La opinión mayoritaria, lealmente organizada y expresada, puede ser buena para establecer normas de convivencia en la vida política, en una sociedad recreativa, en un municipio. Pero en comunidades de perfección, un predominio inmoderado de la opinión mayoritaria puede ser muy negativo. En todos los ambientes, también en los religiosos, la mayoría, es decir, la opinión media, suele ser congénitamente mediocre, pues abundan más los hombres carnales que los espirituales. El principiante, por serlo («la ley es espiritual, pero yo soy carnal», Rm 7,14), apenas posee el espíritu que debe animar las leyes, y por eso no es idóneo para generarlas o modificarlas prudentemente. Pero sí puede colaborar a la elaboración de las normas, informando a los mayores de sus posibilidades, dificultades y deseos. Podrá objetarse a esto que muchas veces también los mayores y superiores son carnales, y es cierto.

Ahora bien, esta dificultad real se supera de varios modos: El Señor asiste especialmente a los superiores, y al capítulo que reune a los miembros que han sido considerados como mayores -por su virtud, ciencia o experiencia-; y, por otra parte, las más graves decisiones que toman han de ser confirmadas en un nivel superior, como Roma o la Conferencia Episcopal.))

Leyes ontológicas, determinantes y prácticas

La Iglesia hace leyes para fomentar la santificación de los fieles. Manda unas veces lo que ya por ley divina, natural o positiva, estaba mandado; otras, impone deberes que ya en la ley divina o natural estaban contenidos, aunque fuera de modo indeterminado; en ocasiones manda lo que Dios aconseja; o incluso ordena o prohibe cosas convenientes al bien común, pero no contenidas en la ley divina o natural. Son diversas leyes, que suscitan diversas modalidades de obediencia eclesial.

-Leyes ontológicas. Hay obras que son necesariamente conexas con la gracia -por ejemplo, mantener unido el vínculo conyugal, y no romperlo-. A veces no se da ley sobre ellas, pero otras veces sí, y tenemos entonces leyes ontológicas, es decir, mandatos declarativos de algo que ya de suyo era lícito o ilícito, con independencia de la ley -así son las normas canónicas sobre el matrimonio y el divorcio, al menos las principales de ellas-.

Las leyes ontológicas versan sobre objetos graves, acerca de los cuales hay clara manifestación de la voluntad de Dios, y por ello deben ser rigurosamente exhortadas, urgidas y sancionadas. No parece conveniente, sin embargo, que la ley ontológica -por ejemplo, la visita pastoral del Obispo, que debe conocer sus ovejas (Jn 10,14)- sea propuesta descendiendo a los pequeños detalles minuciosos: frecuencia, manera, etc., pues ello la haría enojosa, y difícilmente aplicable en circunstancias cambiantes.

-Leyes determinantes. Las leyes referidas a deberes no necesariamente conexos con la gracia, y que no fueron establecidas en la primera promulgación de la ley nueva, sino que fueron dejadas por Cristo a la ulterior determinación de la Iglesia, son leyes determinantes. Parten de una necesidad ontológica -por ejemplo, comer el pan de vida-, y determinan una práctica concreta -comulgar al menos una vez al año (c. 920)-.

El uso pastoral de estas leyes ha de ser muy cuidadoso. Si no se insiste en que la Iglesia con esas leyes sólo pretende transmitir un don del amor de Dios -por ejemplo, que los fieles reciban el pan de vida-, fácilmente serán captadas por los cristianos carnales -la mayoría- como pesadas imposiciones arbitrarias de la Iglesia. Por eso el ministerio pastoral, al señalar a los fieles la vigencia de una ley, debe siempre comunicar el espíritu que la informa. Claro está, por otra parte, que cuando hay espíritu en los fieles estas leyes resultan supérfluas. Y si no hay espíritu... son leyes dudosamente aplicables. Es decir, o a un cristiano le interesa recibir sacramentalmente a Cristo o no: si le interesa, lo recibe más de una vez al año; y si no le interesa ¿conviene que le reciba una vez al año?... La Iglesia, en una tradición constante, considera que sí. Muchos cristianos tienen poco espíritu, pero suficiente como para poder responder a la estimulación de una ley eclesial. Notemos, por lo demás, que en la Iglesia Católica las leyes determinantes han sido siempre muy pocas, y sobre cuestiones muy graves.

-Leyes prácticas. Con una base ontológica más lejana, pero real, la Iglesia promulga también ciertas leyes prácticas -los diezmos, normas sobre el ayuno, o el hábito eclesiástico-, considerándolas una ayuda para la santificación de los fieles. Estas leyes no son meramente convencionales -como el circular por la derecha o la izquierda-, ya que, como hemos dicho, tienen una cierta base en la realidad de las cosas. Y de lo dicho ya puede entenderse que las leyes ontológicas no cambian al paso de los siglos -como no sea en aspectos secundarios-, las determinantes cambian poco, en tanto que las leyes prácticas son las más sujetas al cambio a lo largo de la historia de la Iglesia.

En la tradición canónica, no pocos cánones son leyes prácticas, por las cuales la Iglesia, en su camino secular, va configurando en forma concreta aspectos importantes de la vida cristiana. Estas leyes, lógicamente, son las que más cambios exigen al paso del tiempo y en la diversidad de lugares. Por otra parte, cuando los fieles ignoran el sentido espiritual de estas leyes, las incumplen o las cumplen mal -comen, por ejemplo, deliciosos pescados en viernes-, lo que lleva consigo un peligro no desdeñable de hipocresía -«colar un mosquito y tragarse un camello» (Mt 23,24)-.

Ahora bien, si hay peligros en las leyes prácticas, más peligrosa sería su completa ausencia. Muchas costumbres y tradiciones, muchos modos y maneras que dan forma comunitaria y visible al misterio de la gracia, y que hacen el Evangelio más inteligible y asequible al pueblo sencillo, se apoyan en estas leyes. Por eso consideramos que: 1. -las leyes prácticas deben ser fielmente obedecidas, sin que el hecho de que en el futuro puedan ser cambiadas quite de ellas la obligatoriedad presente; 2. -no conviene multiplicarlas demasiado; 3. -el ministerio pastoral debe tener buen cuidado de dar el espíritu que las informa; y 4. -es más conveniente que regulen la vida de los pastores, que la de los laicos. De hecho, en la historia de la Iglesia, se han dictado muchos cánones conciliares y normas para regular la vida del clero (de vita et honestate clericorum), y muy pocos acerca de los laicos.

Notas para una obediencia espiritual de la ley

-Toda ley ha de ser obedecida fielmente, hasta la última letra (Mt 3,18), pues el que es fiel en lo poco, será fiel en lo mucho (25,21-23). Cristo nos dio ejemplo al pagar el tributo del templo (17,24-27), o cuando fue bautizado: «Conviene que cumplamos toda justicia» (3,15).

-La caridad debe ir más allá del mero cumplimiento de la ley. La ley exige mínimos -ir a misa el domingo-. Por eso el que se limita a cumplir la ley, morirá por la letra (2 Cor 3,6). La fidelidad a la ley, bien entendida, debe conducir a la plenitud del amor. Mal entendida, cuando el mínimo se toma como máximo exigido, se hace causa de infantilismo crónico.

-Hay que dar espíritu y ley, y los dos deben ser recibidos por los fieles. Si se da sólo espíritu, el camino evangélico queda sin trazar, resulta incierto, y muchos cristianos de poco espíritu se extraviarán. Si se da sólo ley, los fieles se verán judaizados bajo un yugo que no podrán soportar. Un río es agua y cauce -espíritu y ley-, no es sólo agua, ni sólo cauce. Agua sin cauce no es río, sino tierra encharcada. Cauce sin agua no es río; quizá lo fue.

Por otra parte, no conviene comenzar por la ley -del precepto dominical, por ejemplo-, sino por el espíritu. La ley debe urgirse en cuanto haya un mínimo de espíritu que haga posible -aunque arduo- su cumplimiento. No se cava primero un cauce y luego se busca agua con que llenarlo. Mejor es sacar primero el agua, y que ella vaya formando suavemente su propio cauce. En la Iglesia, la mayoría de las leyes fueron primero costumbres.

-La ley de Cristo es «ley de libertad» (Sant 2,12). Cumplirla nos libera de ser esclavos del pecado, de la carne, del mundo y del Demonio. Haciéndonos por el amor y la obediencia «siervos de Cristo» (1 Cor 7,22), «él nos hace libres» (Gál 5,1; +1 Pe 2,16; Vaticano II: LG 37b, 43a; PO l5b; PC 14b; DH 8a).

((Algunos cristianos, completamente alejados del pensamiento bíblico, consideran que sólo es libre lo espontáneo, aquello que está obrado al margen de toda ley obligatoria. Para ellos el área libre es el área sin-ley. A menos ley -en casa, convento, escuela-, más libertad. Estos, al parecer, hallarán la suprema libertad sólamente en la selva virgen, entre los monos. Allí no hay leyes.))

El hombre sin ley, vive abandonado a los deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,2-3), es carnal, y obrando espontáneamente, peca, y pecando se hace siervo del mundo, del pecado y del Demonio (Jn 8,34; 1 Jn 3,8). Con frecuencia la Escritura da al pecado el nombre de anomía (sin ley, contra ley, Mt 23,28; Rm 4,7;6,19; 1 Jn 3,4). Y llama a los pecadores, a los que hacen el mal, anomoi (hombres sin-ley, 2 Tes 2,8; 2 Pe 2,8).

El hombre de ley, por el contrario, es el que, ateniéndose a las leyes de Dios y de su Iglesia, se hace libre, libera por la gracia su libertad esclavizada al placer, al dinero, al poder, al éxito, al pecado, al mundo, al Demonio. El cristiano, asumiendo la ley, protege y desarrolla su libertad personal; y nunca, ni siquiera en los modos corrientes de hablar, aceptará contraponer ley y libertad -horarios o días de trabajo, y otros libres-, pues para él todos los días, caminos, horarios y trabajos han de ser igualmente libres, ya que vive siempre en «la libertad y la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,21).

-La ley estimula actos internos, no sólo externos. La mera ejecución material de la obra prescrita da lugar a una obediencia puramente material, que no es virtud, y que incluso puede tener motivaciones insanas -evitarse líos, quedar bien-. Por el contrario, la ley ha de suscitar una obediencia formal, que es un acto humano, es decir, aquél que implica atención e intención, y que es un acto cristiano, que procede, pues, de fe y caridad. Cuando la Iglesia, por ejemplo, manda ir a misa o rezar las Horas, impulsa a hacerlo con atención e intención, sin las cuales no habría cumplimiento de la ley (sino cumplo-y-miento).

-La simple repetición de actos remisos, prescritos por la ley, como no compromete el espíritu de la persona, apenas vale de nada, no crea virtud, no forma hábito, y hasta puede resultar peligrosa, pues da a la persona una apariencia engañosa de virtud.

((Señalemos algunos errores más frecuentes sobre la ley.

Los despreciadores de la ley de la Iglesia alegan que muchos la cumplieron durante años, y no avanzaron nada -«muchos años en el pueblo yendo a misa, y ya no fue más cuando vivió en la ciudad»-. La respuesta es clara: Si una determinada repetición de actos no llegó a formar hábito-virtud, hay que pensar que tales actos se hicieron sin intensidad, sin atención ni intención, y que la obediencia a la ley que los prescribía fue sin espíritu, vacía, meramente material, sostenida por motivaciones falsas o vanas. Ya vimos esto cuando tratamos de las virtudes y de su formación y crecimiento.

Hay quienes piensan que el incumplimiento material de la ley es pecado. La acusación de pecados involuntarios, relativamente frecuente -«comí sin recordar que había ayuno», «falté un domingo a misa por estar enfermo»-, indica una conciencia cristiana pobremente formada, una mentalidad legal mágica, que cosifica el pecado de un modo muy primitivo. ¿Cómo pudo haber pecado donde no hubo advertencia de la mente o consentimiento libre de la voluntad?

El voluntarista confía demasiado en la fuerza santificante de la ley, y todo espera arreglarlo pronto con un buen número de leyes bien apremiantes. De poco, sin embargo, vale la ley sin el espíritu. San Juan de Avila, en su Primer memorial al concilio de Trento (n.4), ya lo advertía: «Aprovecha poco mandar bien, si no hay virtud para ejecutar lo mandado. Vuelvo a afirmar: que todas las buenas leyes posibles que se hagan no serán bastantes para el remedio del hombre, pues la [Ley] de Dios no lo fue. ¡Gracias a Aquél que vino a trabajar para dar fuerza y ayuda para que la Ley se guardase, ganándonos con su muerte el Espíritu de Vida, con el cual es hecho el hombre amador de la Ley y le es cosa suave cumplirla!»

El cumplimiento de las leyes puede ser ocasión de soberbia. El fariseo se decía: «Yo no soy como los demás hombres... ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo cuanto poseo». El publicano, mientras tanto, sin atreverse a alzar los ojos, golpeaba su pecho: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, pecador!». Esta parábola, siempre actual, la dijo Jesús acerca de «algunos que confiaban mucho en sí mismos, teniéndose por justos, y despreciaban a los demás», porque habían cumplido con unos pocos mínimos prescritos por la ley (Lc 18,9-14). Debemos cumplir la ley fielmente, pero con toda humildad, diciendo: «Somos siervos inútiles, lo que teníamos que hacer, eso hicimos» (17,10). De todos modos, si en la obediencia a la ley a veces puede haber soberbia, en la desobediencia a la ley siempre hay soberbia.))

¿Cuándo es lícito no cumplir la ley?

¿Hay que seguir obedeciendo una norma eclesial que la mayoría incumple con la tolerancia de la jerarquía? Esta es la pregunta que viene a centrar el tema. Antes de entrar en doctrina, vengamos a algunos casos concretos del tiempo presente.

-La regulación de la natalidad. El Vaticano II enseña que, en tan grave cuestión, «los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b). Ahora bien, la Iglesia establece que «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (Pablo VI, enc. Humanæ vitæ 25-VII-1968, 11), y enseña que estas normas son «exigencias imprescriptibles de la ley divina» (25a). Es evidente que, en esta materia, estamos ante unas leyes ontológicas de la Iglesia, que no hacen sino declarar la realidad misma -licitud o ilicitud- de las cosas a la luz del Creador que las hizo.

-Los ritos litúrgicos. El concilio Vaticano II, fiel a la tradición, reservó la reglamentación de la liturgia al Papa y los Obispos; «por tanto, que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SC 22). Pero en algunos lugares esto es mayoritariamente desobedecido, con anuencia o silencio de la jerarquía, hasta el punto de que la celebración litúrgica según las leyes de la Iglesia puede resultar chocante. Observemos que las normas litúrgicas, según de qué traten, suelen ser leyes determinantes o a veces leyes prácticas.

-El vestir de sacerdotes y religiosos ha sido objeto, hace muchos siglos, de leyes de la Iglesia, y también ahora es tema regulado en el Derecho Canónico (cc. 284 y 669). Ahora bien, las normas vigentes, en ciertas Iglesia locales, son generalmente incumplidas con el consentimiento de los Obispos. ¿Obligan todavía?... No siempre los Obispos en sus diócesis obligan a observar las leyes que ellos mismos elaboraron en Roma. Juan Pablo II, respecto del Código de Derecho Canónico, hacía notar que a lo largo de veinticinco años, la «nota de colegialidad [episcopal] ha caracterizado especialmente el proceso de elaboración del presente Código» (25-I-1983). Por supuesto que las normas sobre el vestir de sacerdotes y religiosos son leyes prácticas.

Pues bien, el incumplimiento de las leyes determinantes o prácticas es lícito con tres condiciones que señala Suárez, recogiendo una doctrina clásica: tolerancia de la autoridad, causa razonable y mayoría de incumplidores. En efecto, «la ley canónica, si no es aceptada por la costumbre y esa costumbre se tolera, termina por no obligar, y eso aunque tal vez al principio hubiese habido culpa en no cumplirla. Pero es preciso que esa costumbre tenga alguna causa razonable. Y además es necesario, y basta, que no observe la ley la mayor parte del pueblo, pues si la mayor parte la observa, aunque los otros no la acepten, conserva su vigor» (De legibus IV,16,9).

-La tolerancia de la autoridad, claro está, no puede inferirse a la ligera. En ocasiones la jerarquía no corrige a los infractores de la ley, o no urge la obligatoriedad de ésta, por evitar males mayores, por falta de medios, o incluso por miedo invencible.

-También la mayoría de incumplidores constituye un punto delicado, especialmente en las circunstancias presentes de muchas Iglesias particulares, en las que dos tercios de los bautizados habitualmente no practica. Una gran mayoría de bautizados no va a misa el domingo, y el Obispo lo tolera... ¿Y qué va a hacer?). ¿Significa esto que el precepto dominical (canon 1247) queda prácticamente abolido y ya no obliga? En estas cuestiones ya se entiende que la referida mayoría ha de considerarse en relación a los bautizados creyentes y practicantes, en comunión habitual con la Iglesia.

-La causa razonable, finalmente, no podrá ser evaluada sin más por cualquiera, es evidente, sino que su apreciación, sobre todo si se trata de temas difíciles e importantes, requerirá el juicio de «varones prudentes», es decir, virtuosos y competentes en la materia. Todo esto queda dicho acerca del incumplimiento de las leyes determinantes o prácticas de la Iglesia.

Las leyes ontológicas, por el contrario, han de ser obedecidas siempre, aunque su transgresión fuera en un lugar mayoritaria y tolerada, pues nunca habrá causa razonable para desobedecer las leyes divinas o naturales que son propuestas por las normas ontológicas. Pensemos, por ejemplo, en las normas morales sobre la regulación conyugal de la natalidad, al menos en sus aspectos substanciales.

¿Pero cómo saber si una ley eclesial es ontológica, y exige, por tanto, de modo absoluto la obediencia? ¿Qué debe hacer un cristiano si su conciencia personal dice algo contrario a lo que manda una ley no infaliblemente ontológica, allí donde es mayoritariamente incumplida, con cierta tolerancia de la jerarquía? ¿Es éste el caso de algunos aspectos de la moral conyugal cristiana?...

En teoría, el cristiano, cuando su conciencia, debidamente formada e informada, y estando libre para el bien, entra en conflicto con una norma no infalible de la Iglesia, debe atenerse a su conciencia y obrar según ella -evitando el escándalo-, pues «todo lo que no es según conciencia es pecado» (Rm 14,23). Pablo VI precisaba este principio con algunas observaciones (12-II-1969). No se trata de emancipar la conciencia del hombre ni de normas objetivas, ni del reconocimiento de unas autoridades docentes y rectoras (GS 16). La conciencia no es, por sí misma, el árbitro del valor moral de las acciones, sino el intérprete de una norma interior y superior, no creada por ella sino por Dios. Por tanto, la conciencia, para ser norma válida del obrar humano, debe ser recta -debe estar segura de sí misma-, y debe ser verdadera -no incierta, ni culpablemente errónea-. La conciencia, en fin, tiene obligación grave de formarse a la luz del Evangelio enseñado por el Magisterio de la Iglesia (50b).

En la práctica se debe obediencia a las normas de la Iglesia aun cuando éstas no sean presentadas como declaraciones dogmáticas infalibles. Así lo enseña el Vaticano II (LG 25a). En efecto, muy pocas veces será prudente, y por tanto lícito, para el cristiano fiarse más del dictamen de su conciencia que del dictamen de la Iglesia, aunque éste no haya sido formulado como infalible. La infalibilidad de la Iglesia, tanto en la fe como en las costumbres, se extiende mucho más allá de las declaraciones dogmáticas explícitamente definidas ex cathedra.

Quienes tan fácilmente consideran falibles las enseñanzas de la Iglesia -condicionamientos de época, escuelas teológicas, inercias tradicionales, etc. -, no parecen considerarse a sí mismos falibles, cuando en realidad son sumamente vulnerables al error: Son como «niños, zarandeados y a la deriva por cualquier ventolera de doctrina, a merced de individuos tramposos, consumados en las estratagemas del error» (Ef 4,14). Críticos y suspicaces ante el sagrado magisterio de la Iglesia, dan muestras de una credulidad que ronda con la estupidez ante maestros que «no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan» (1 Tim 1,7). Éstos sí que tienen su doctrina condicionada a las modas del mundo y dependiente de ideologías humanas. Por eso escribía Pío XI, tratando concretamente sobre cuestiones de moral conyugal: «Cuántos errores se mezclarían con la verdad si a cada uno se dejara examinarlas tan sólo con la luz de la razón o si tal investigación fuese confiada a la privada interpretación de la verdad revelada. [Por eso los cristianos] obedezcan y rindan su inteligencia y voluntad a la Iglesia, si quieren que su entendimiento se vea inmune del error, y sus costumbres libres de la corrupción» (enc. Casti connubii 31-XII-1930).

La cantidad conveniente de leyes

Los institutos religiosos y seculares, y no pocas asociaciones de fieles, tienen reglas que, sobre las leyes universales de la Iglesia, incluyen un conjunto de normas propias. Y cuando la Iglesia da aprobación canónica a una regla, viene a decir públicamente: «El camino trazado por estas leyes ciertamente conduce a la perfección evangélica». Pues bien, como estas sociedades, que gozan de gran homogeneidad y cohesión interna, se forman por una voluntaria adscripción de cristianos, en ellas todos tienen medios y fines comunes, y todos profesan obediencia a un buen número de leyes y normas, en las que a veces se regulan cosas muy pequeñas.

La primera Regla de San Francisco de Asís, con ser muy espiritual y general, prescribe, por ejemplo, que los hermanos no hablen a solas con mujeres (cp.12) o que no viajen a caballo (cp.15). Las reglas detallistas tienen el valor de concretar mucho un estilo espiritual propio; pero tienen el peligro de que pocos las cumplan, y de que necesiten cambiar con el paso del tiempo.

Las leyes de la Iglesia, en cambio, son muy pocas, pues miran a la generalidad de los fieles, que viven vocaciones y carismas personales, y circunstancias culturales, muy diversas. Al paso de los siglos, la Iglesia ha ido estableciendo bastantes normas para regular la vida del clero; leyes unas veces prácticas, más sujetas al cambio con el tiempo, otras veces ontológicas o determinantes, de gran estabilidad tradicional. En todo caso, no son muchas las normas de clericis, al menos si las comparamos con las que rigen otros gremios importantes de la sociedad civil. Por lo que a los laicos se refiere, puede decirse que en la historia de la Iglesia el número de leyes ha sido siempre más o menos constante -domingo, ayunos, diezmos, comunion anual-, y siempre muy escaso.

¿Cuándo es conveniente la ley? Estimamos que la ley debe darse cuando: 1-actos gravemente urgidos por la caridad, 2-son mayoritariamente incumplidos, 3-a pesar de que sobre ellos la predicación da suficientemente el espíritu, 4-y hay una prudente esperanza de que con la ley pueda verse estimulado el espíritu a ciertas buenas obras. Con un ejemplo: Quizá fuera conveniente, al menos en los países ricos, que se restaurara en la Iglesia -o al menos en asociaciones privadas- la ley de los diezmos, pues parecen darse las cuatro condiciones señaladas.

En todo caso, la mayoría de los cristianos no puede vivir sin ley, pues la mayoría todavía es carnal. Y adviértase que de esta mayoría, muchos fieles de buena fe buscan hoy en asociaciones y movimientos ese conjunto de normas y costumbres, ese marco de referencia, que a veces no hallan en la parroquia y en el amplio ámbito de la Iglesia universal.

El amor a la ley eclesial

La verdadera espiritualidad cristiana incluye el amor a las leyes de la Iglesia. Los cristianos debemos amar la ley eclesial más que los judíos la ley mosaica, pues la nuestra es mucho más perfecta y salvífica. Por eso, reconociendo la ley de Cristo en las leyes de la Iglesia, debemos seguir haciendo nuestras las oraciones de los salmistas judíos:

«La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante; los mandamientos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos; la voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y eternamente justos; más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila» (Sal 18,8-11; +1;118).

La veneración a los sagrados cánones de la Iglesia ha sido una constante en la Tradición católica de Oriente y Occidente, y por eso ha de considerarse como una nota esencial de la espiritualidad cristiana. Juan Pablo II habla de «un triángulo ideal: en lo alto está la sagrada Escritura; a un lado las actas del Vaticano II y, en el otro, el nuevo Código canónico» (3-II-1983,9). En el lenguaje cristiano de la Tradición, son tres sacralidades diversas, pero unidas: las sagradas Escrituras, los sagrados Concilios y los sagrados cánones. Estos libros -como se besa en una parroquia la fuente bautismal en la que se nos dio la vida- deben ser venerados con amor, pues por ellos permanecemos en la luz y en el camino de Cristo.

((Las espiritualidades que fomentan el menosprecio o la aversión a las leyes de la Iglesia en materia doctrinal y moral, pastoral, litúrgica o social, son falsas. Los despreciadores de la ley eclesial bien pueden ser, pues, considerados como «hijos del maligno» que, mientras todos dormían, sembraron cizaña en el trigal de Jesús (Mt 13,25. 38-39). Son «ladrones y salteadores», que se introdujeron en el aprisco de las ovejas «sin entrar por la puerta» (Jn 10,1-9). Son aquellos que dicen «burocracia romana» para referirse a la Santa Sede, y «centros del poder» para aludir a las Congregaciones que asisten al Papa en su ministerio universal como Vicario de Cristo y sucesor de San Pedro. Están perdidos.))

Los votos

El voto es «la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de un bien posible y mejor», y pertenece a la virtud de la religión (c. 1191). Por el voto el cristiano se obliga libremente con una especie de ley personal que se añade a las leyes generales de la Iglesia. Unos votos son públicos, es decir, aceptados por la Iglesia, como es el caso de los votos religiosos; otros son privados, formulados individualmente, a veces con el consejo del director.

La materia de los votos puede ser muy variada: rezar las Horas, obedecer a alguien, dar limosna, privarse de algo, guardar virginidad, hacer un servicio de caridad o de apostolado, etc. Los tres consejos evangélicos -pobreza, castidad, obediencia- y la tríada penitencial -oración, ayuno, limosna- dan amplia materia para votos muy valiosos.

Santa Teresa, siendo ya religiosa, hizo voto privado de obediencia al padre Gracián (Cuenta conciencia 30), y pensaba que «aunque no sean religiosos, sería gran cosa -como lo hacen muchos- tener a quien acudir, para no hacer en nada su voluntad» (3 Moradas 2,12). Santa Micaela, como ya vimos, se sometió con voto a su cuñada, sin saberlo ésta (Autobiografía 106). Pío XII elogia a quienes hacen voto privado de virginidad (enc. Sacra virginitas 25-III-1954, 3).

El voto es una alianza pactada entre Dios y el hombre. El hombre hace voto de una obra buena porque ha llegado al convencimiento de que Dios quiere dársela hacer. Es decir, si el cristiano se compromete con voto a cierto bien posible y mejor, también Dios, antes y más, se compromete a asistirle en ese intento con su gracia. Por tanto, en el pacto del voto la parte más preciosa, firme y santificante es la que corresponde a Dios. Esto ya lo entendía así, en el año 529, el concilio II de Orange: «Nadie haría rectamente ningún voto al Señor, si no hubiera recibido de él mismo lo que ha ofrecido en voto; según se lee: «Lo que de tu mano hemos recibido, esto te damos» (1 Crón 29,14)» (Dz 381).

Hay en el voto tres valores fundamentales (STh II-II,88,6; +Iraburu, Caminos laicales... 44-59 ):

1. -El voto es un acto de la virtud de la religión, que es la principal de las virtudes morales. La obra buena cumplida bajo el imperio de la virtud de la religión dobla su mérito: por ser buena y por ser ofrendada como un acto de culto espiritual.

2. -El voto aumenta el mérito de la obra buena, pues el hombre, en la obra buena prometida con voto, no sólo ofrece a Dios la obra, sino la misma potencialidad optativa de hacerla o no. Como dice Santo Tomás en el lugar citado, «más se da a un hombre al que se le da un árbol con sus frutos, que si se le dan los frutos solamente».

3. -El voto «afirma fijamente la voluntad en el bien», señala el mismo Doctor. Fácilmente se omiten las obras buenas dejadas a la gana o al impulso eventual: «Sí, debo orar -se dirá uno-, pero ¿cuánto tiempo? ¿precisamente esta tarde?». «Hay que dar limosna, ciertamente -considerará otro-, pero ¿cuándo, cuánto, cómo querrá Dios que yo dé?». Pues bien, la persona afirma su voluntad en un cierto bien, y obra con más prontitud y constancia, cuando un voto, prudentemente prometido, le asegura interiormente: «Puedes estar cierto de que Dios te da su gracia para hacer eso, pues te concedió la gracia de prometerlo con voto».

Algunas observaciones complementarias:

-El buen propósito del voto debe ser concebido en la más intensa luz de Dios, cuando la fe y el amor son mayores: en una fiesta litúrgica, al final de unos ejercicios espirituales, leyendo la Biblia, etc. Con un ejemplo: Un hombre camina perdido en un bosque inmenso. Sube a lo más alto de un árbol, divisa desde allí la ciudad a la que va, baja del árbol y, ya sin ver nada, camina en la buena dirección que descubrió desde la altura.

-Puede convenir hacer un voto cuando alguien ve que Dios quiere darle hacer algo bueno, y comprueba que una y otra vez, por pereza, por olvido, por lo que sea, falla a esa gracia y la pierde.

-La consagración obrada por el voto, dice el Vaticano II, «será tanto más perfecta cuanto por vínculos más firmes y estables» se haya establecido (LG 44a). En principio, unos votos públicos, solemnes, perpetuos, son más preciosos que una simple promesa.

-Conviene cierta gradualidad prudente en la formulación del voto. Una persona, por ejemplo, se compromete durante un mes a rezar Laudes y Vísperas; después promete hacerlo un año; finalmente se compromete a todas las Horas de por vida, cuando comprueba que es capaz de rezarlas, es decir, que Dios se lo da.

-Conviene formular claramente las condiciones del voto -mejor por escrito-, para que el paso del tiempo no dé lugar a olvidos, dudas, infidelidades o escrúpulos de conciencia.

-El voto puede cesar por sí mismo, una vez cumplido o si en la situación de la persona se dan cambios decisivos. También, si se ve conveniente, puede ser anulado, suspendido, dispensado o conmutado. Nunca el voto debe venir a ser una pesada cadena (así lo entendieron Lutero, Molina y otros: Dz 2203, 3345), sino como un camino que ayuda a acercarse a Dios.


Volver al Inicio del Documento