El testimonio del laico en la sociedad actual
Francisco J. Contreras
Catedrático
de Filosofía del Derecho
en la Universidad de Sevilla
Creo que procede empezar con una reflexión
autocrítica: algunos laicos incurrimos a veces en un pancista «ver los toros
desde la barrera», cuando afirmamos, desde el mullido sofá del salón, que «la
Iglesia debería hacer esto o lo otro, la Iglesia debería reformar esto o lo
otro»… olvidando que Iglesia somos todos[1]. A los laicos que miramos los toros
desde la barrera nos conviene recordar las palabras que el Señor dirige a los
obreros ociosos en la parábola de los viñadores: «¿por qué estáis aquí todo el
día desocupados?; id también vosotros a mi viña» (Mt. 20, 6-7)[2]. Los
evangelios y los documentos conciliares y pontificios están llenos de
declaraciones grandiosas sobre la alta responsabilidad de los laicos: somos
«sacerdotes, profetas y reyes» por el bautismo; la primera epístola de San Pedro
dice que somos «piedras vivas» utilizadas por Dios en la construcción de un
edificio espiritual; somos «el linaje elegido, la nación santa, el pueblo que
Dios ha adquirido para que proclame sus prodigios» (1 Pe. 2, 4-5).
Al leer este tipo de afirmaciones impresionantes sobre la misión de los laicos,
podríamos pensar que la única forma de estar a la altura de ellas es implicarse
en algún tipo de apostolado heroico, como partir a las misiones en el Tercer
Mundo, etc. Sin embargo, la Exhortación pontificia Christifideles Laici subraya
que los laicos podemos ejercer nuestra tarea apostólica desde la cotidianeidad
de unas vidas profesionales y familiares aparentemente grises: la Exhortación
dice que «los laicos deben santificarse en la vida profesional y social
ordinaria; […] los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida
cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad»[3].
No son imprescindibles, por tanto, los gestos heroicos ni las iniciativas
espectaculares; ninguna tarea es demasiado rutinaria ni ningún trabajo demasiado
humilde para poder convertirse en ocasión de santificación; la Lumen Gentium
afirma que «todas las obras de los laicos, […] la vida conyugal y familiar, el
trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el
Espíritu […] se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por
Jesucristo»[4].
La posibilidad de ser «luz del mundo» y «sal de la tierra» simplemente mediante
la perseverancia honrada en nuestra vida familiar y profesional (siempre que
éstas sean vividas con sentido sobrenatural), adquiere un significado nuevo y
más rotundo a la luz de las peculiares circunstancias históricas que
atravesamos. Samuel Gregg señaló en el último Congreso Católicos y Vida Pública
que las batallas político-culturales que vivimos en la actualidad, aunque sean
físicamente menos cruentas que las libradas en el siglo XX, resultan, sin
embargo, conceptualmente más profundas: la pugna ideológica del siglo XX se
refería fundamentalmente al modo de producción: lo que estaba en juego entonces
era la forma (capitalista o socialista) de organizar la economía; en la
actualidad, sin embargo, lo que está en cuestión es algo mucho más hondo: la
idea misma de naturaleza humana (como ha reconocido Jürgen Habermas, agnóstico y
uno de los dos o tres pensadores más influyentes del último medio siglo)[5].
Durante más de 2000 años (ciertamente, desde antes de la aparición del
cristianismo), la civilización occidental consideró que existía una naturaleza
humana, que esa naturaleza era racionalmente cognoscible, y que constituía el
fundamento del orden moral (es decir, son objetivamente buenos los
comportamientos y estilos de vida que contribuyen a la plena realización de la
naturaleza humana, y son malos los que la impiden)[6]. Pero hoy día, estas
sencillas ideas —que fueron compartidas por Platón, Aristóteles, Santo Tomás,
Descartes y, si me apuran, hasta por Marx- son consideradas reaccionarias e
inaceptables por muchos de nuestros conciudadanos. La existencia de una
naturaleza humana objetiva se considera una restricción intolerable de la
libertad individual; el feminismo radical, la ideología de género, el
multiculturalismo, etc., tienden a considerar que nada es natural, que todo es
«cultural» (y por tanto redefinible)[7].
Y, efectivamente, estamos embarcados en un gigantesco proceso de «redefinición»
que alcanza a lo más esencial: la autocomprensión de la especie humana, el
modelo de familia, los conceptos de hombre y mujer … La visión tradicional según
la cual el hombre es la criatura favorita de Dios, dotada por Él de
inteligencia, libertad y un alma inmortal, es reemplazada por otra que concibe a
la especie humana como el producto accidental de una evolución biológica
impulsada por mutaciones genéticas aleatorias, carentes de todo plan o
propósito. En la concepción tradicional —característica, no sólo del
cristianismo, sino también de otras religiones- cada individuo humano es sagrado
por el mero hecho de su pertenencia a la especie (cualquiera que sea su tamaño,
grado de desarrollo o estado de salud); la concepción materialista, en cambio,
entiende la dignidad humana como un atributo artificial o convencional, que les
es reconocido sólo a aquéllos a los que la mayoría considere adecuado
reconocérselo en cada momento (y así, en los últimos tiempos se tiende a excluir
de la comunidad moral a los niños no nacidos y a los enfermos incurables).
En lo que se refiere al modelo de familia, la concepción tradicional que veía en
el matrimonio —esto es, en el compromiso irreversible entre un hombre y una
mujer- una institución esencial para la supervivencia de la sociedad es
sustituida por un nuevo «pluralismo familiar» que considera la unión vitalicia
entre hombre y mujer como simplemente uno más dentro de una pluralidad de
posibles modelos de familia (pareja de hecho, pareja recompuesta, pareja
homosexual, familia monoparental), todos los cuales son considerados igualmente
benéficos y deseables. En la práctica, incluso se deslegitima a la unión
heterosexual vitalicia llamándola «familia tradicional» (un calificativo que
insinúa que se trata de algo rancio y poco atractivo). Todas las innovaciones
legislativas de los últimos años («ley del divorcio exprés», atribución de
efectos jurídicos a la mera cohabitación, legalización del llamado «matrimonio
homosexual», etc.) parecen dirigidas a erosionar el estatuto jurídico
privilegiado que durante milenios se concedió a la unión vitalicia de hombre y
mujer[8]. Una protección especial que se basaba, no en razones religiosas, sino
en el hecho elemental de que es el tipo de asociación humana del que surgen
niños y en cuyo contexto dichos niños tienen más probabilidades de conseguir un
desarrollo adecuado (numerosos estudios estadísticos demuestran que los niños
criados por su padre y madre biológicos casados entre sí gozan de mejor salud
física y emocional y obtienen mejores resultados escolares que los educados en
los llamados «nuevos modelos de familia»)[9].
Pues bien, es precisamente en este contexto de cuestionamiento de lo más
esencial donde la exhortación de la Christifideles Laici a santificar desde la
vida cotidiana adquiere un sentido nuevo. Los cristianos simplemente seguimos
haciendo lo que hasta hace poco tiempo era considerado por todos lo natural: nos
casamos para toda la vida, nos gusta tener hijos, no matamos a los niños en el
vientre materno[10] … Simplemente manteniéndonos fieles a todo esto, nos
convertimos en un signo de contradicción que interpela poderosamente a una
sociedad que ya no cree en la posibilidad de amar a la misma persona hasta la
muerte, que intenta convencerse de que matar a seres humanos en gestación es un
derecho y que ha dimitido de la procreación. Quien considere exageradas mis
afirmaciones sólo tiene que consultar la evolución de las tasas de abortos,
rupturas matrimoniales y nacimientos en las últimas décadas.
Hoy más que nunca, los cristianos somos sal de la tierra simplemente por
existir: por existir a contracorriente, erigiéndonos en bastión de resistencia a
las destructivas tendencias culturales de los últimos tiempos. Y, sin embargo,
existir no es suficiente: creo que también debemos ofrecer a nuestros
conciudadanos razones de por qué somos así. No deberíamos quedarnos en un rincón
de la sociedad, conformándonos con que al menos se nos permita seguir
practicando ese peculiar modo de vida, como si fuéramos una especie amenazada
recluida en un parque nacional. Debemos ser capaces de explicarle a la sociedad
que el compromiso, la fidelidad, la generosidad en la transmisión de la vida,
etc. son buenos para todo el mundo, y no solamente para los cristianos[11].
Necesitamos mejorar nuestra habilidad argumentativa[12]. Si los demás nos
preguntan por qué no abortamos, por qué tenemos hijos y por qué no nos
divorciamos, debemos ser capaces de ofrecer razones sólidas que vayan más allá
del mero «bueno, esto es lo que yo creo; y tú, haz lo que tú creas»[13].
Eso implica, por supuesto, salir a la plaza pública y participar activamente en
los debates morales y jurídico-políticos de nuestro tiempo. No debemos dejarnos
intimidar por el manido argumento según el cual si los cristianos intentamos,
por ejemplo, que el aborto o la eutanasia sean prohibidos, estaríamos
«imponiendo a toda la sociedad nuestras creencias religiosas privadas» o
«intentando convertir el pecado en delito». Es un argumento falaz, que nos
reduce de hecho a los cristianos a la condición de ciudadanos de segunda que, a
diferencia de todos los demás, no tendríamos derecho a buscar que la legislación
refleje nuestras convicciones morales.
La falacia estriba en presumir que los cristianos somos los únicos en tener
creencias. En realidad, los llamados «no creyentes» tienen también creencias
metafísicas implícitas, y esas creencias condicionan sus opiniones morales y
jurídicas[14]. Los ateos creen muchas cosas: creen que el universo surgió de la
nada porque sí; creen que la racionalidad del universo (el hecho de que la
materia se comporte con arreglo a leyes matemáticamente modelizables) es
simplemente una coincidencia afortunada[15]; creen que la especie humana surgió
por casualidad; creen que la muerte tiene la última palabra, y que lo único que
podemos esperar al final es el retorno a la Nada de la que surgimos… Todo esto
no son conocimientos, sino creencias. El ateísmo es una metafísica; es una
«religión» implícita, una religión que no es consciente de sí misma[16].
Por tanto, todos, seamos cristianos o ateos, tenemos creencias, y no se ve por
qué una parte de la sociedad (los ateos) debería tener derecho a defender en la
plaza pública posturas condicionadas por sus creencias, en tanto que los
cristianos no tendríamos derecho a ello[17].
Pero además, el argumento de la «neutralidad confesional» es falaz por un
segundo motivo: presupone que los cristianos defendemos las cosas que defendemos
sólo por razones religiosas, cuando lo cierto es que la mayor parte del tiempo
utilizamos argumentos de razón natural que nada tienen que ver con la religión.
Sostenemos, por ejemplo, que la dignidad humana no puede depender del tamaño o
grado de desarrollo del individuo, y que la ciencia actual certifica que existe
un nuevo ser humano desde la concepción. Sostenemos que es esencial para la
supervivencia de la sociedad que un porcentaje suficiente de personas siga
practicando esa «anticuada» costumbre consistente en comprometerse para toda la
vida con una persona de sexo opuesto y tener hijos con ella. Sostenemos que lo
ideal para un niño es ser educado en un entorno estable, configurado por su
padre y madre biológicos casados entre sí. Nada de esto tiene que ver con la
religión.
Tiene que ver con el mero sentido común.
Aprender a argumentar, a convencer a los demás, es, por tanto, importante. Y,
sin embargo, quizás no sea lo más importante. Nuestros argumentos carecerán de
toda credibilidad si no son respaldados por nuestro testimonio de vida. En su
intervención en el último congreso Católicos y Vida Pública, Julián Carrón
recordó que reducir el cristianismo a un conjunto de valores sociales o ideales
morales sería empobrecerlo. El matrimonio, la apertura a la vida, la caridad
hacia los más pobres, etc. no son el corazón del cristianismo, sino
consecuencias morales derivadas de lo esencial, que es la fe en que Dios se ha
revelado definitivamente en Jesucristo, y que es un Dios salvador que satisface
el anhelo eternamente insatisfecho del corazón humano. La convicción de que
hemos sido salvados en Jesucristo es lo fundamental; lo demás (las reglas
morales, etc.) es una mera consecuencia lógica[18]. Nuestra vida debería
irradiar el gozo de quien ha sido salvado.
En esta capacidad de irradiación, esta capacidad de mostrar que hemos encontrado
realmente la piedra preciosa, se juega la credibilidad de nuestro discurso y de
nuestra influencia en la sociedad. Sobre nosotros pesa siempre la dura
observación de Nietzsche: «los cristianos no tienen precisamente cara de
salvados». Nos incumbe, por tanto, la gran responsabilidad de mostrar con
nuestras vidas que la salvación en Jesucristo es real; que la fe puede realmente
transfigurar la existencia[19].
Podemos formular esto de otra forma diciendo que tenemos la obligación de ser
felices, de tener vidas plenas, de ofrecer un ejemplo atractivo a nuestros
conciudadanos ateos; sólo así sentirán la curiosidad de averiguar cuál es
nuestro secreto.
O, como dijese la madre Teresa, «lo primero no es cambiar el mundo; lo primero
que tiene que cambiar somos tú y yo».
Notas
[1] Los laicos incurrimos en una actitud especialmente lamentable cuando –como
ocurre con frecuencia- delegamos totalmente en los prelados la ardua tarea de
dar la cara en las ásperas batallas culturales que están abiertas en la
actualidad … reservándonos, para colmo, la facultad de juzgar quisquillosamente
(desde el sofá del salón) el mayor o menor acierto de aquéllos en esta tarea.
Señala Michael PRÜLLER que esta actitud quietista es característica de muchos
cristianos europeos: «Mientras que en EEUU numerosos movimientos cristianos de
base están haciendo uso de todos los modernos métodos de comunicación para
intentar hacer llegar su mensaje a la gente, la situación en Europa es
completamente diferente. Aquí los cristianos tienden a delegar las apariciones
públicas en los obispos […]» (PRÜLLER, Michael, «Understanding the Secular
Crisis of Christianity», en KUGLER, Martin y Gudrun (eds.), Exiting a Dead End
Road: A GPS for Christians in Public Discourse, Kairos Publications, Viena,
2010, p. 48).
[2] « Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los
sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también
los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una
misión en favor de la Iglesia y del mundo» (JUAN PABLO II, «Exhortación
Apostólica Postsinodal Christifidelis Laici Sobre la Vocación y Misión de los
Laicos en la Iglesia y en el Mundo», 2 [http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_exhortations/documents/hf_jp-ii_exh_30121988_christifideles-laici_sp.html]).
[3] Christifideles Laici, 17.
[4] Lumen Gentium, 34. En un sentido similar: «[Los laicos] son llamados por
Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la santificación del
mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu
evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el
testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad (Lumen
Gentium, 31).
[5] Cf. HABERMAS, Jürgen, El futuro de la naturaleza humana: ¿Hacia una
eugenesia liberal?, Paidós, Barcelona, 2002.
[6] Tal era, básicamente, el esquema moral aristotélico-tomista que informó
durante siglos la cultura occidental (la ética prescribe los comportamientos que
objetivamente contribuyen a realizar la naturaleza humana, a que el hombre
alcance su télos), y al que, arguye Alasdair MACINTYRE, no se ha sabido
encontrar un recambio adecuado después de la Ilustración: «Su estructura básica
es la que Aristóteles analizó en la Ética a Nicómaco. Dentro de ese esquema
teleológico es fundamental el contraste entre «el-hombre-tal-como-es» y
«el-hombre-tal-como-podría-ser-si-realizara-su-naturaleza-esencial». La ética es
la ciencia que hace a los hombres capaces de realizar la transición del primer
estado al segundo. […] Los preceptos que ordenan las diversas virtudes y
prohíben sus vicios contrarios nos instruyen acerca de cómo pasar de la potencia
al acto, cómo realizar nuestra verdadera naturaleza y alcanzar nuestro verdadero
fin» (MACINTYRE, Alasdair, Tras la virtud, trad. de A. Valcárcel, Crítica,
Barcelona, 1987, pp. 75-76).
[7] «[Hoy] Hay mucha gente convencida […] de que los seres humanos no tenemos
naturaleza, que somos pura libertad que crea su naturaleza, de manera que somos
la fuente del bien y del mal. […] No es verdad. Para el auténtico humanismo
clásico, y para un buen cristiano, los seres humanos somos una naturaleza que se
realiza en libertad, y no una libertad que crea su propia naturaleza al actuar»
(BLANCO, Benigno, En defensa de la familia, Espasa, Madrid, 2010, p. 35).
[8] Josep MIRÓ i ARDÈVOL lo analiza muy bien: «[Las recientes reformas
legislativas apuntan en la dirección de] quitar todo reconocimiento social a las
familias con hijos. La descendencia es concebida, no como la finalidad necesaria
o principal de la sociedad con objeto de facilitar su continuidad, sino como una
manifestación particular de una de tantas formas de relacionarse sexualmente. La
radicalidad del cambio de perspectiva sólo puede pasar por alto en una cultura
que ha perdido el más elemental de los sentidos: el de la supervivencia» (MIRÓ i
ARDÈVOL, Josep, El fin del bienestar…y algunas soluciones políticamente
incorrectas, Ciudadela, Madrid, 2008MIRÓ, J., El fin del bienestar, cit., p.
142).
[9] Vid. datos en MIRÓ, Josep, El fin del bienestar, cit., pp. 88-89 y 146;
BLANKENHORN, David, Fatherless America, Basic Books, Nueva York, 1995, pp. 33,
35, 245 (n. 30); POPENOE, David, Life Without Father, Simon & Schuster, Nueva
York, 1996, pp. 65-74; DOHERTY, W.J. (ed.), Why Marriage Matters: Twenty-One
Conclusions from the Social Sciences, Institute for American Values, Nueva York,
2002.
[10] La Christifideles Laici enfatiza, precisamente, la importancia de la
militancia pro-vida de los fieles laicos: «En la aceptación amorosa y generosa
de toda vida humana, sobre todo si es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un
momento fundamental de su misión, tanto más necesaria cuanto más dominante se
hace una «cultura de muerte». En efecto, la Iglesia cree firmemente que la vida
humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la
bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está
en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel
"Sí", de aquel "Amén" que es Cristo mismo (cf. 2 Co 1, 19; Ap 3, 14)» (Christifideles
Laici, 38).
[11] «[A los laicos] les corresponde testificar cómo la fe cristiana –más o
menos conscientemente percibida e invocada por todos- constituye la única
respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a
cada hombre y a cada sociedad» (Christifideles Laici, 34).
[12] Es nuestra obligación como cristianos intentar influir en la esfera públic;
además, la sociedad (una sociedad desfondada, cansada, desconcertada) puede
estar en el fondo (más allá de la hostilidad aparente) anhelando escuchar lo que
tenemos que decir: «Es necesario que los cristianos den forma al debate público.
¡Hay tanto que dar! Ningún tema importante debería quedarse sin comentar [por
nosotros]. La principal llamada que habría que dirigir a los cristianos es que
sean más auténticos y menos temerosos, que se documenten bien y hablen alto con
argumentos inteligibles y razonables. ¡Participar en el debate público es, para
el cristiano, un acto de caridad!» (KUGLER, Gudrun, «No Successor for Don
Camillo: On the Marginalization of Christians in Europe», en KUGLER, Martin y
Gudrun (eds.), Exiting a Dead End Road, cit., p. 21).
[13] «Muchos [cristianos] han perdido la capacidad de explicar su fe usando la
razón. Frente a las inquisitivas preguntas de sus hijos, su única respuesta es
un anémico «esto es lo que creemos»» (WEILER, Joseph, «Ways Out of the Ghetto»,
en KUGLER, Martin y Gudrun (eds.), Exiting a Dead End Road, cit., p. 314).
[14] «[T]odo el mundo, consciente o inconscientemente, tiene un punto de vista
metafísico. […] El más enérgico discípulo del cientifismo, aseverando que la
ciencia es el único conocimiento real, o el más resuelto reduccionista físico,
diciendo que la materia es todo lo que hay, están ambos realizando afirmaciones
metafísicas […]. Será mejor que nuestra posición metafísica sea explícita y
examinada a que tenga que ser tácita e inconsciente» (POLKINGHORNE, John,
«Física y metafísica desde una perspectiva trinitaria», en SOLER GIL, Francisco
José (ed.), Dios y las cosmologías modernas, BAC, Madrid, 2005, p. 205).
[15] Vid., al respecto, el interesante debate entre un cristiano y un ateo en
SOLER GIL, Francisco José – LÓPEZ CORREDOIRA, Martín, ¿Dios o la materia? Un
debate sobre cosmología, ciencia y religión, Altera, Madrid, 2008.
[16] «Una religión es un conjunto de creencias que explican el sentido de la
existencia, quiénes somos, y a qué cosas valiosas deberíamos dedicar nuestra
vida. Por ejemplo, algunos creen que sólo existe este mundo material, que
estamos aquí por azar, que cuando morimos simplemente nos pudrimos, y que por
tanto lo más importante es pasárselo bien. […] Aunque esto no es una religión
explícita u organizada, lo cierto es que contiene […] una concepción del sentido
de la vida, así como unas instrucciones sobre cómo vivir. […] Se trata de un
conjunto de creencias sobre la naturaleza de las cosas. Es una religión
implícita. En un sentido amplio, la fe en alguna visión del mundo informa la
vida de cualquier persona» (KELLER, Timothy, The Reason for God, Hodder &
Stoughton, Londres, 2008, p. 15).
[17] Resulta inquietante la interiorización de dicho criterio discriminador por
muchos cristianos insuficientemente formados (¿quién no ha encontrado alguna vez
creyentes que dicen, por ejemplo, «yo no abortaría, pero no me siento con
derecho a imponer mi criterio a personas que no piensan como yo»?). En realidad,
el cristiano tiene tanto derecho como cualquier ciudadano a intentar influir
–con arreglo a sus convicciones- en el contenido de las leyes: «Hay un deber que
atañe a todos los cristianos: el de influir en la sociedad para que se dirija
hacia estos valores [jurídico-naturales, pero también cristianos]. No pertenecen
a la esfera privada […]. Un cristiano que deja de ser cristiano en la esfera
pública no es un verdadero cristiano y no conoce en absoluto su fe» (HAALAND
MATLARY, Janne, Derechos humanos depredados: Hacia una dictadura del
relativismo, trad. de MªJ. García, Ed. Cristiandad, Madrid, 2008, p. 174).
Andrés OLLERO ha hablado, en este sentido, de «laicismo autoasumido»: «La
laicidad positiva, que […] consiste en que los poderes públicos tengan en cuenta
las creencias de la sociedad, está sometida a una inevitable condición: que los
propios creyentes no se autoconvenzan a priori de que las suyas, por misteriosas
razones que no compete al Estado descifrar, no deben ser tenidas en cuenta»
(OLLERO TASSARA, Andrés, España, ¿un Estado laico?, Civitas, Madrid, 2005, p.
191).
[18] «La religión, sin la experiencia del maravilloso descubrimiento del Hijo de
Dios y de la comunión con Él, se convierte en un mero conjunto de principios que
cada vez se hacen más difíciles de comprender, y de reglas que cada vez se hace
más duro aceptar» (JUAN PABLO II, «Discurso a los jóvenes en Kazajstán», 2001
[citado por PRÜLLER, Michael, «Understanding the Secular Crisis of Christianity»,
cit., p. 50]).
[19] «No conseguiremos hacer más cristiana a la sociedad a base de martillearle
reglas y principios [to hammer rules and principles into it]. Tampoco servirá de
nada descafeinar o atemperar esas reglas y principios. Seguirán sin ser
atractivos si no hay una «experiencia de descubrimiento fascinante». […] Sólo de
allí brota la curiosidad por las reglas y los principios. Los medios para esa
experiencia son los de siempre (casi se podría decir que son «a-modernos»): la
oración y el testimonio, la humildad y el sacrificio. Hacer el bien en lugar de
exigir que se lo hagan a uno. En definitiva: la santidad (a algunos de nuestros
lectores más viejos les puede resultar familiar este término; a los demás, les
recomiendo que lo busquen en Wikipedia)» (PRÜLLER, Michael, «Understanding …»,
cit., p. 50).
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