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Acerca de la Formación del P. Chevalier

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                                                            P. Dennis J. Murphy, MSC
(descarga conferencias)

 

Padre, yo les he dado a conocer tu nombre y seguiré dándote a conocer, y así el amor con que me amaste permanecerá en ellos, y yo también seré en ellos (Jn. 17,26).

Estoy crucificado con Cristo, y ahora no soy yo el que vive, sino que es Cristo el que vive en mí. Sigo viviendo en la carne, pero vivo con fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí (Gál. 2,20).

Levantemos la mirada hacia Jesús del cual viene nuestra fe y que le dará su premio (Heb. 12,2).

Estos eran textos básicos en la formación de nuestro Fundador. Son también la base de toda vida cristiana genuina. El P. Piperon, en sus Escritos sobre la vida del Fundador, nos ha dejado una descripción de él como seminarista.

Era un trabajador decidido con un espíritu fuerte. Era dotado de un juicio práctico y una voluntad fuerte que ninguna dificultad podía desconcertar. Todos lo alababan como el seminarista perfecto, el estudiante que se esforzaba por reproducir en sí mismo las grandes virtudes de Jesucristo, el Sumo Sacerdote. Los directores lo estimaban y lo querían. Lo veían como uno de los mejores en el seminario y se alegraban por el estímulo que su celo despertaba entre sus compañeros.

Así era el estudiante Chevalier tal como lo conocí durante los pocos años pasados con él en el seminario. No creo haber utilizado colores demasiado brillantes al tratar de hacer su retrato. Si nuestros compañeros estudiantes de ese tiempo llegan a leer estas páginas, podrán testimoniar de su verdad (obra citada, 128).

La Carta a los Hebreos tuvo un papel importante en la teología y la espiritualidad sulpiciana. Entonces el punto fuerte de la formación sacerdotal en el Seminario Mayor de Bourges puede resumirse en la referencia del P. Piperon a las palabras: ‘esforzándose por reproducir en sí mismo las grandes virtudes de Jesucristo, Sumo Sacerdote’.

Algunos pueden enseñar a un seminarista lo que tiene que hacer en su ministerio, pero él mismo tiene que tomar la responsabilidad de llegar a ser el que tiene que ser: ‘En última instancia, toda formación es auto-formación’ (Pastores dabo vobis, n.69). Lo mismo vale para la formación continua. Es la tarea de los formadores, de diversas maneras, apoyar y animar este proceso. Julio Chevalier aceptó este hecho y, típicamente, decidió hacer algo práctico para eso.

Durante los tres primeros años de su formación al sacerdocio, Julio se aplicó particularmente al cultivo de las virtudes interiores: recogimiento, el espíritu de fe y la oración mental. Para alcanzar eso con más seguridad, practicó valerosamente la mortificación de los sentidos y la penitencia (o.c.127). 

Se ha dicho que 10% de nuestra vida está hecho de lo que nos sucede; y 90%, de nuestra reacción a lo que nos sucede. Entonces, una vida cristiana apunta a asegurar que nuestras reacciones sean también las reacciones de Cristo. Sigo viviendo en la carne, pero vivo con fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí (Gál. 2,20). En otras palabras, la realidad del amor del Padre en el corazón de Cristo muriendo en la cruz tiene que llegar a ser, por un don de Dios, una realidad en nosotros. San Pablo se refiere a este proceso como una ‘muerte con Cristo’ – un proceso de ‘mortificación’ para que podamos crecer hasta ‘la plenitud de Cristo’ (Ef. 4,13). Para realizar eso, la espiritualidad sulpiciana apuntaba hacia ‘levantar la mirada hacia Jesús’ (Heb. 12,2).

Recordaba constantemente la exhortación de san Pablo a los primeros cristianos en Hebreos 12,2. El también quería contemplar constantemente al ‘autor de nuestra fe y que le dará su premio’. Jesús cuyo corazón nos amó sin medida, y que se entregó sin reservas por la salvación de las almas (o.c).

Este enfoque de la formación se tradujo también en un método de oración: Jesús delante de mis ojos (adoración); Jesús en mi corazón (comunión); Jesús en mis manos (cooperación y acción). Tener los ojos ‘fijos en Jesús’ no era una escapatoria de las realidades de la vida. Tenía que motivar la manera en que un sacerdote debía llevar a cabo su ministerio.

Desde el comienzo de su vida clerical, Julio Chevalier tenía una alta idea de la dignidad del sacerdocio. A menudo se decía a sí mismo, y nos lo repetía frecuentemente a nosotros sus más jóvenes compañeros estudiantes, que el sacerdote debe ser otro Jesucristo, entonces su misión es continuar su tarea en la tierra. En consecuencia, debe reproducir en su vida las grandes virtudes cuyos sublimes ejemplos nos ha dejado Jesucristo. Como Jesús, debe ser consumido por la gloria de Dios. Como su divino Salvador, debe ser manso y humilde de corazón. Como Él, debe vivir la pobreza, practicar la penitencia, ser compasivo hacia los débiles, ayudar a los pecadores, volver a traer la oveja perdida, aun llevarla en sus brazos al divino redil. Como su divino modelo, el sacerdote debe estar dispuesto a sufrirlo todo por la salvación de las almas. Ni prueba, ni sufrimiento, ni persecución, ni el temor a la muerte, deben alejarlo del servicio a Dios. Así pensaba nuestro joven seminarista.

El P. Piperon admite que al principio era evidente que Julio hacía esfuerzos continuos, pero agrega que eso era inocuo y que ‘Cada principiante en la vía de la perfección es llevado a esas nobles exageraciones’ (p. 131). Al mismo tiempo, mientras ‘los menos serios le reprochaban de ser demasiado reservado’, otros ‘admiraban su facilidad para la amistad’ (p.127), y Piperon nota también que Julio ‘era sencillo en sus relaciones con los compañeros, manso y caritativo hacia todos, severo para sí mismo’ (o.c. p.127).

Entonces, la formación del Fundador en el seminario siguió específicamente los principios dados por Jean-Jacques Olier, el fundador de los Sulpicianos. El P. Piperon menciona que Julio Chevalier y Emilio Maugenest, ambos ‘formados por los discípulos del Padre Olier, conservaron un profundo afecto por las tradiciones del seminario’ (oc. P.187). El principio profundo de esta formación está formulado claramente en la introducción de las reglas de vida descritas para el seminario de San Sulpicio.

La primera y última meta de este instituto será vivir enteramente para Dios en Cristo Jesús nuestro Señor de tal manera que la vida interior de su Hijo penetre las profundidades de nuestro corazón y que cada uno pueda decir lo que san Pablo dijo de sí mismo con toda confianza: Ya no vivo yo, sino que es Cristo que vive en mí. Esto será para todos su única esperanza y su único pensamiento, y será también su único esfuerzo: vivir interiormente la vida de Cristo y manifestarla en acción en nuestro cuerpo mortal (Pietas Seminarii). 

Tenemos la dicha de tener el texto de un sermón inacabado escrito por Julio Chevalier como seminarista y que nos da un ejemplo de cómo entendía concretamente ‘transformación interior’ y la ‘mortificación’ que reclamaba.

Cuando Julio entró en el Seminario Menor, no salía directamente de la escuela, sino de una experiencia de trabajo; era dos años y medio más viejo que los demás en su clase. Algunos estudiantes se reían de él. Dos de ellos que acostumbraban molestar a los nuevos le atormentaban aun cuando él estaba rezando en la capilla; uno de ellos le haló la silla y lo empujó al suelo. Julio se levantó y lo abofeteó duro en la mejilla.

Un sacerdote sulpiciano bien conocido, Padre Mollevaut, predicó el retiro al comienzo del primer año de Julio en el Seminario Mayor. Fue un momento crucial en su vida. Escribe: ‘Sus palabras eran sencillas pero ardientes y llenas de fe; hicieron una impresión profunda en mi corazón. Salí de estos ejercicios piadosos convertido y deseando ser un seminarista ejemplar’. Si la diferencia de edad era causa de burla cuando estaba en el Seminario Menor, ahora una diferencia en la seriedad de la conducta produjo el mismo efecto.

Tenemos la dicha de tener parte del texto de un sermón que predicó en el seminario sobre el perdón a los que nos insultan. Nos da una visión de cómo trató de transformar sus actitudes para conseguir la ‘misma mentalidad de Cristo’. Sus palabras son un desafío para todos nosotros.

Cada uno ve a una persona que se deprimiría bajo los abusos como un alma débil y tímida. Aunque sea penoso para nuestra naturaleza corrupta, es heroico perdonar sinceramente los insultos y las ofensas. Poco importa lo difícil que es, Dios tiene el derecho de esperarlo de nosotros; por cierto nos ha mandado a hacerlo; y con certeza Él mismo nos ha dado el ejemplo. Usted puede decir a la persona que le ha ofendido que le ha perdonado, y aun que la ama, pero quizá sea solamente para evitar problema futuro; y temiendo que su compañía pueda despertar pensamientos de ira, usted decide alejarse de ella. ¿Qué clase de perdón y amor es esa si la sola presencia de la que usted pretende amar solamente enciende en usted pensamientos de odio y de ira? Usted dice que ama a su hermano, y sin embargo trata de evitar su presencia. ¡Qué ceguera! No es el espíritu del mandato de Nuestro Señor. El problema es que usted ve solamente el hombre y no Dios en él. Aunque que sea difícil amar a sus enemigos, usted debe ver en ellos a Dios… ¿Golpearía al que está en los brazos de Jesús? Jesús lo ama, y lo mantiene en su corazón. Traspáselo y traspasa el Corazón de Jesús.

Esas no eran solamente palabras piadosas de un seminarista; él las vivió hasta el fin de su vida. El P. Piperon nos dice cómo los que lo conocían bien acostumbraban decir: ‘Si Ud. quiere conseguir fácilmente un favor del Padre Chevalier, hágale una ofensa’ (oc. P.283)

La formación permanente es un deber para todos los religiosos. Debe capacitarles para profundizar en el compromiso de su vocación, de la vida de comunidad y de la misión CS 92.

(traducido por Raymundo Savard MSC, de la página web:  www.misacor.org)