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Somos Misioneros del Sagrado Corazón: Testimonio personal de Frank Dineen msc

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Capítulo 9

" Valores no negociables"

Frank Dineen. 65 años (Australia)

Fue en 1970 cuando presenté la solicitud para ingresar en el Novi­ciado, y lo hice con un estilo enérgico que camuflaba un cierto temblor. En la solicitud me presentaba como alguien que estaba plenamente convencido de "querer responder a la voluntad de Dios" y que estaba "interesado en las misiones". Echando una mirada atrás, al recordar las actitudes de aquellos días, ahora me doy cuenta de que realmente no tenía la más mínima idea de lo que era la voluntad de Dios, y mucho menos de lo que significaba, y aún menos lo que las misiones exigían. Pero, Dios es bueno, y es paciente, y después de todos estos años, al asumir el encargo de escribir mi propia historia, me permite decir "Gracias, Señor", porque aquella petición precipitada y atrevida ha sido bendecida por la bondadosa providencia del Todopoderoso.

El marco de mis orígenes, dentro de una familia y un ámbito rural católicos, me enseñaron que hay ciertos valores que uno acepta para siempre. No son negociables. El primero y básico es el de la fe. Dios me ha creado por amor, y me ha colmado de dones y capacidades que han de cultivarse. En segundo lugar, las relaciones humanas son im­portantes y hay que evitar que se devalúen. El proceder de un origen rural me enseñó que Dios es un Dador no sólo generoso, sino hasta sorprendente. Y, si uno es constante en proceder correctamente con Dios y con los que convive, Dios hará el resto. Era una filosofía bien sencilla. Gozaba de una cierta seguridad. Dios se encargaba de todo.

Los años de formación me ayudaron a apreciar y saborear estudios sobre espiritualidad y teología que reforzaron y profundizaron mi acercamiento básico a la vida y a Dios. El hecho de que mi vida se desenvolviera juntamente con compañeros que compartían el mismo sistema de valores, me reafirmaba y me llenaba en cierto modo de emoción. Y, cuando nos permitíamos buscar los significados más profun­dos de la vida, al compartir mutuamente nuestros sueños y temores, empecé a ver las posibilidades de lo que la misión podría significar.

A los doce meses de la ordenación me encontré con que aquella esperanza inicial por las misiones se había realizado al ser destinado a Papua Nueva Guinea. En aquel tiempo el país estrenaba la independencia, aprendía a vivir por su cuenta, junto con la Iglesia que buscaba su propia identidad. Creo que yo también encontré mi verdadera identidad en ese contexto. Los primeros años de acoplamiento a este nueva cultura extranjera me enseñaron mucho sobre la importancia de las relaciones. Observé que tos ciudadanos de Papua Nueva Guinea se necesitaban unos a otros para sobrevivir. Dependen los unos de los otros, manteniéndose en contacto y apoyándose mutuamente. Hay que entregarse con perseverancia a los compromisos por el bien común y ¡qué alegría cuando todos acometen resueltamente una tarea! Las necesidades básicas, como la comida, el alojamiento, las medicinas y el transporte, eran compartidas genero­sa y abiertamente. Muchas veces me sentí impulsado a abandonar algunas de mis actitudes propias con respecto al uso del tiempo y de la propiedad personal. ¿Tenía yo la suficiente generosidad para estar allí por los demás como ellos estaban allí por mí? Y luego estaban las pruebas fehacientes que la propia gente me enseñó, al no confiar in­genuamente en nada hasta que se viese algún cumplimiento de las promesas. Pero la cualidad que más me impactó fue, y es, su cualidad de compartir generosamente y sin restricciones. Nunca tuve que preocuparme por quién me acompañaría en los viajes misioneros o para ir a un pueblo cercano. Nunca tuve inquietud por quién se ofrecería voluntario para llevar cargas pesadas o pasar largas horas remando en una canoa contra la fuerte corriente del río. Las amistades son para ser vividas. Me pusieron cara a cara con nuestra espiritualidad de ser otro Jesús en mi vivir diario.

Con el paso del tiempo y algunos cambios en los años siguientes, encontré que yo estaba lleno de energía cuando compartía la vida e historia de otros. Papua Nueva Guinea siempre parecía estar carente de personas cualificadas para la Dirección Espiritual o Retiros. Cuando me atreví a indagar por qué no había nadie que respondiera a esta necesidad obvia, me encontré preguntando y siendo preguntado "por qué no yo". Tuve que luchar con el rechazo normal de no estar prepa­rado para este ministerio, de que no era el tipo apropiado de persona, etc. Hasta que me di cuenta de que esto era algo que tenía que ver con la voluntad de Dios: ver una necesidad y hacer algo por remediarla. Los cuatro años siguientes los pasé en la formación de estudiantes MSC, seguidos de cinco años en trabajos de desarrollo de fe adulta o de Retiros. Estos ministerios me ofrecieron una gran oportunidad para compartir con otros su peregrinación en la fe individual. Fueron años gratificantes, y también desafiantes, y me forzaron a conocer al auténtico "yo" y a intentar ser auténtico y vivir el lema: "Ser en la tierra el corazón de Dios".

Desde esos años gratificantes he continuado en círculos australi­anos de formación, y actualmente en nuestra Administración Provincial. Una vez más el énfasis ha estado en una auténtica vivencia de nuestra espiritualidad y carisma, que son siempre dinámicos, relevan­tes y vivificantes.

Mi peregrinación en la vida religiosa, que comprende unos treinta años, ha sido a menudo singular, a veces solitaria, pero siempre valio­sa y llena de sentido. Los compañeros de viaje han sido muchos y variados. Uno que me impresionó profundamente fue el difunto R David Smith, que fue amigo y mentor. Trabajé con él inicialmente en Port Moresby, y después, unos años más tarde, observé con horror y con la más profunda compasión su lucha con el dolor constante y crónico, causado por una caída que le paralizó de cintura para abajo. Durante unos diez años se esforzó en llevar su dolor y sufrimiento sin autocompasión ni amargura. Siempre era positivo, y se interesaba por lo que ocurría en la vida de los demás. Sencillamente, los amaba y se preocupaba por ellos, incluso a la vista de su propia minusvalía dolorosa. Para mí él es verdaderamente uno que mostraba el rostro de Jesús en nuestro mundo.

Este ejercicio me ha dado pie para revisar mi vida como MSC, aunque brevemente. El viaje continúa, y yo sé que, sin duda, el Dios que me llamó pacientemente hace todos esos años, compartirá conmigo todavía los años que me quedan, a medida que se desenvuelvan según el misterioso proyecto del mismo Dios.