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Somos Misioneros del Sagrado Corazón: Testimonio personal de Raymond Lievre msc

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Capítulo 18

"Dios cercano a nosotros"

Raymond Liévre, 58 años (Francia)

Primero fue por razones históricas por lo que entré en los Misioneros del Sagrado Corazón, pero si después he continuando diciendo: "Sí, es entre estos hermanos donde quiero vivir y consagrarme al Señor", es porque he encontrado en ellos un espíritu de familia, de fraternidad y de sencillez, aún cuando todavía no habíamos redescubierto la espiritualidad del Corazón.

Aprecio el lado humano, encarnado en la intuición fundadora del P. Chevalier. Unas palabras de una de mis hermanas me habían quedado como una llamada; me había escrito: "Tengo la impresión de que cuanto más avanza un hombre en el conocimiento y en el servicio de Dios, tanto más se aleja de los hombres". Felizmente he descubierto que se puede ser muy humano y cercano a los hombres, estando cercano a Dios, y que el estar cercano al Corazón de Dios ayuda a estar cercano a los hombres. He descubierto que nuestro corazón es nuestra primera riqueza, y nuestra humanidad, el medio más seguro para ir al encuentro de los demás...

Para mí, ser Misionero del Sagrado Corazón, es ante todo contem­plar en Jesucristo, a Dios que se hace cercano a nosotros, a Dios que se hace uno de nosotros, a Dios que tomó un corazón humano, para mostrarnos cuánto nos ama y qué hermosa es nuestra vida humana a sus ojos. Nuestra vocación consiste en ver a la humanidad de Cristo y la nuestra como el camino más seguro para ir hacia Dios y hacia los demás, para vivir plenamente nuestra vida de hombre y llenar nuestra vocación de hijos del Padre.

Misionero del Sagrado Corazón, testigo de su amor, estoy llamado ante todo a dejarme amar por Dios. Mi primer deber es el de acoger el inconmensurable amor que Dios tiene por mí, de dejarme amar por Dios tal como soy, con mis grandezas y mis pobrezas, mis faltas, mis errores y mis fracasos, respondiendo así al deseo de Jesús, "feliz en derramar la ternura de su Corazón sobre los pequeños y sobre los pobres." (Julio Chevalier CS N° 6).

La vida de comunidad es importante para mí: deseo que siendo sencilla y fraternal, ayude a compartir las alegrías y los interrogantes, que nos permita ser felices viviendo como hermanos y sentirnos, en la mirada de los demás, amados personalmente por Dios.

De cara a las personas que encontramos, la espiritualidad que nos ha dejado el R Chevalier se expresa menos por palabras que por pequeñas cosas: la proximidad, la mirada, la sonrisa, la escucha, la mano puesta silenciosamente sobre la de un enfermo, una actitud de acogida (durante mi primera profesión, el Provincial de entonces me había dicho que el Misionero del Sagrado Corazón tenía la gracia de la acogida). Me gustaría que aquellos a los que encontramos puedan descubrir que Dios está cercano a ellos, que su vida es hermosa e importante a sus ojos, aún cuando no vean más que su fealdad o su inutilidad...

Entre los hermanos, guardo el recuerdo del P. Auguste Rosi y del P. Marcel Paravy.

Tras unos casuales encuentros, el P. Rosi se había sentido llamado a un ministerio entre mujeres prostitutas muy numerosas en París. Muy conocido de ellas, había conquistado su estima, su confianza y su afecto: le llamaban Tío Rosi. Él no intentaba hacerles dejar su género de vida: sabía cuán difícil era este paso, y la decisión era cosa de ellas. Simplemente buscaba estar junto a ellas con una presencia gra­tuita llena de respeto, de delicadeza y de escucha. Como vivía solo, se invitaba cada año fielmente a la comunidad para la fiesta del 8 de Diciembre, y cada vez yo me sentía sorprendido, de que viviendo como vivía en un ambiente de violencias sobre todo físicas (él mismo había sido golpeado), sus modales y su lenguaje continuaban estando llenos de dulzura.

Conociéndole poco o nada al P. Marcel Paravy, le había considera­do al principio como un solitario que huye al campo: cuando volvía del Senegal para tomar sus vacaciones en Francia, iba directamente a su pueblo natal y no se movía de allí. Pero, cuando tuve la suerte de visitarle en el Senegal, descubrí a un auténtico Misionero del Sagrado Corazón: un hombre de corazón, un hombre de una fe profunda y poco demostrativa, que vivía sencilla y pobremente. Aprecié su amor profundo por las gentes y por sus pueblos. Recuerdo su familiaridad que yo encontraba atrevida - y sin embargo llena de respeto - con las mujeres musulmanas senegalesas a las que ayudaba a organizarse para cultivar su huerto y vender sus legumbres. Yo adivinaba que si él se había hecho aceptar de este modo por ellas, es porque estaba animado, menos por la esperanza de atraerlas a la fe cristiana, que por el deseo profundo de ayudarlas y de amarlas de manera muy desinteresada.