Análisis del fundamentalismo laicista: Un lobo con disfraz de cordero
La primera imagen que viene a la mente, cuando se pronuncia la palabra
fundamentalismo, es la de un musulmán con un cargamento de bombas pegado al
cuerpo y que hace estallar en cualquier lugar concurrido de Israel, o la de
los terroristas suicidas que hicieron estallar los aviones de las Torres
Gemelas. Solemos identificar a los fundamentalistas como los seguidores de
una religión concreta –normalmente, el Islam–, pero no suele ser común que
alguien descubra en el desarrollo normal de nuestra sociedad secularizada
signos de este fenómeno, toda vez que la llamada tolerancia se ha instalado
como valor supremo en el imaginario común.
En nuestro ámbito cotidiano, la concepción del mundo y del ser humano que
defiende la Iglesia católica le ha hecho ser el blanco de acusaciones que la
tildan de fundamentalista, en la línea de quienes consideran así a quien
defiende con convicción determinados postulados religiosos. Sin embargo,
pocos parecen darse cuenta del repunte, especialmente en los últimos
tiempos, de un fundamentalismo laico que se ha dado en llamar laicismo, y
que trae a la memoria hechos de un pasado lejano en el tiempo, pero cercano
en la conciencia de la sociedad: la Revolución Francesa. En aquellos días,
bajo el amparo de una interpretación muy sui generis de determinados
postulados (libertad, igualdad, fraternidad), se cometieron todo tipo de
atrocidades contra la Iglesia, con la intención de acabar con todo lo que
oliese a religión. Así, se descubre que el fundamentalismo puede abarcar
mucho más que las meras creencias religiosas, extendiéndose también hacia
otras realidades, en principio nada sospechosas.
Paradójicamente, la tentación fundamentalista se puede encontrar también en
aquellos que luchan contra cualquier representación del hecho religioso en
la sociedad. Afirma el sociólogo don José Ramón Zabala: «El integrismo y el
secularismo están muy ligados, en tanto que los integristas se autoproclaman
portadores de una verdad absoluta e incuestionable, ya sea religiosa,
política, filosófica o científica. Está claro que el problema del
fundamentalismo se viene dando a lo largo de los tiempos, en diferentes
culturas, en las más variadas religiones; en las ideologías clásicas y en
las emergentes, o en los nuevos referentes sociales tales como el
ecologismo. Este dato permite soportar la hipótesis de que el problema del
fundamentalismo no está en la creencia, sino en cómo se interpreta».
La fatwa civil
La principal característica del fundamentalismo es el uso de la fuerza –no
sólo la física, sino también la política y la mediática, por ejemplo– para
imponer las propias ideas. El panorama social en España no se encuentra muy
lejos de esta situación. Hace poco menos de un año, el periodista Carlos
Herrera escribía: «Los laicistas se han convertido en unos estrictos y
fundamentalistas observadores de la convivencia escénica: sólo en la
privacidad más absoluta podrá un católico mostrarse como tal, o poner en
práctica algunos de sus cultos. No tanto así los seguidores de diferentes
confesiones con representación –digamos– minoritaria: poco les importa a los
fundamentalistas que los musulmanes ejerzan rígidamente su código de
conducta en planos tanto privados como públicos, incluso aunque comporten
discriminaciones lacerantes. Sí le conmueve, en cambio, que lo hagan
aquellos a los que va dirigida su fatwa civil; al final, verán como habrá
que escenificar la Semana Santa con Jesús vestido de manifestante convocado
por SMS».
Asimismo, el cardenal Julián Herranz, Presidente del Consejo Pontificio para
los Textos legislativos, saltaba a la palestra, en octubre pasado,
afirmando: «Compartimos esa seria preocupación de que el concepto
democrático de laicidad del Estado –que es un concepto justo– se está
trasformando en España en otro concepto diferente: el de fundamentalismo
laicista. Compartimos el temor de que, respecto concretamente a determinados
proyectos legislativos en marcha, ese laicismo agresivo llegará a tener
repercusiones muy negativas (contrarias no sólo a la moral católica y de
otras religiones, sino también a la ética natural y al mismo concepto
jurídico laico de bien común) en sectores y valores fundamentales de la
sociedad, como son sobre todo la institución matrimonial, la familia y la
educación de la juventud. La jerarquía eclesiástica española está ejerciendo
su magisterio dentro de la más absoluta legalidad democrática, ante el
fundamentalismo laicista de algunos políticos y medios de comunicación que
tratan de obstaculizar la dimensión social de la religión, que es parte del
derecho fundamental a la libertad religiosa».
La secularización de los últimos años no sólo ha clamado por una supuesta
autonomía del hombre frente a la religión, sino que ahora se opone a ella.
En España, la aconfesionalidad del Estado parece querer sustituirse por un
descarado fundamentalismo laico que hunde su raíz en el odio a la fe que
caracterizó a uno de los bandos en la guerra civil, y que está emparentado
con los aparentemente inocentes ideales de la Revolución Francesa. El
profesor Jaime Nubiola, de la Universidad de Navarra, afirma: «Los recientes
debates en torno a la religión en nuestro país son la punta del iceberg del
secularismo que viene erosionando, desde hace unas décadas, la sociedad
occidental. Con base en una pretendida injerencia de la Iglesia católica en
el espacio público, son muchos los que defienden que la religión debe
limitarse sólo al espacio de la conciencia. La tradición cristiana defiende
como un tesoro aquel Dad al César lo que es del César, y a Dios, lo que es
de Dios; esto es, defiende la separación entre poder público y autoridad
religiosa». Y adelanta un atisbo de solución: «Si procuramos escucharnos
unos a otros, si tratamos de comprender las razones que asisten a nuestras
posiciones, comenzaremos a querernos, será posible trabajar codo con codo,
colaborar en la construcción de una sociedad más justa, seremos corazones
pensantes latiendo al unísono porque pensamos con libertad. Por esta razón,
tengo para mí que las guerras de religión no son de religión, sino en todo
caso de falta de religión».
Fundamentalismo e indiferencia
Curiosamente, existe un binomio crucial, presente en la cultura
contemporánea, que parece aunar, paradójicamente, dos elementos que parecen
excluirse mutuamente: fundamentalismo e indiferencia religiosa. El pensador
francés Jean Luc Marion afirma que ambos fenómenos «son las dos caras de una
misma moneda: el nihilismo. La religión se ha convertido en un contravalor,
que no puede existir si no es en su afirmación débil –la indiferencia–, o
fuerte –el fundamentalismo–. La cuestión es si la fe es un producto
construido por nosotros o, como creo, el reconocimiento de un hecho que es
más fuerte que nosotros, independiente de nosotros, y por nosotros
reconocido. Ahora bien, si la religión se reduce a nuestra conciencia,
entonces sólo nos queda elegir entre indiferencia y fundamentalismo.
Usaríamos la religión como mero medio de gratificación personal.
En cambio, si miramos la religión como relación, ello implica experiencia
del Otro, porque la Revelación es un partir del que está lejos y se acerca a
mí. Para simplificar, creo que la Revelación es el antídoto contra la doble
ilusión del fundamentalismo y la indiferencia». Nuestra sociedad occidental
parece permitir en su seno sólo la afirmación débil –la indiferencia–,
mientras que asiste, perpleja, a una exacerbación del integrismo religioso
–especialmente, el islámico–, que cada vez hace más estragos en su seno. Los
atentados del 11-S y del 11-M son una prueba de ello, y parece que la
solución a este fundamentalismo islámico no debería ser combatirlo con otro
fundamentalismo: el laicista –¿cuántas bombas han puesto los cristianos en
Occidente?–
Hacia una salida
El fin de las ideologías, que ha caído como una bomba, los últimos años, en
Occidente, ha provocado toda una serie de referentes en la vida que ha
llevado a algunos al nihilismo; a otros, a la superficialidad y el
consumismo; y a otros, a la búsqueda de seguridades en cualquier causa, la
que sea. En este último caso, lo importante es identificar bien al enemigo,
y así tener algo claro contra lo que luchar. Frente a este panorama,
resuenan lúcidas las palabras de Juan Pablo II a los jóvenes reunidos en
Cuatro Vientos, en su última Visita a España: «Amados jóvenes, sabéis bien
cuánto me preocupa la paz en el mundo. La espiral de la violencia, el
terrorismo y la guerra provoca, todavía en nuestros días, odio y muerte. La
paz –lo sabemos– es, ante todo, un don de lo Alto que debemos pedir con
insistencia y que, además, debemos construir entre todos mediante una
profunda conversión interior. Por eso, hoy quiero comprometeros a ser
operadores y artífices de paz. Responded a la violencia ciega y al odio
inhumano con el poder fascinante del amor. Venced la enemistad con la fuerza
del perdón. Manteneos lejos de toda forma de nacionalismo exasperado, de
racismo y de intolerancia. Testimoniad con vuestra vida que las ideas no se
imponen, sino que se proponen».
Recientemente , el arzobispo de Granada, monseñor Javier Martínez, escribía
en estas mismas páginas: «Lo cierto es que, sin religión y sin moral
verdaderas, nuestra sociedad ha perdido, hace mucho, la causa de la razón, y
lo único que le queda es el poder. Por eso lo aplica a todo, y desde él
quiere interpretar toda la realidad. Por eso, también, la religión laica
tiene una irresistible tendencia al fascismo, que no sería sino el uso más
eficiente y lógico del poder, una vez que se admite que sólo existe el
poder».
Frente a este fundamentalismo laicista que pretende eliminar cualquier
vestigio de espiritualidad en el hombre, y que busca quitar la cruz de
Cristo de todas partes, los cristianos están llamados a ser radicales –que
no integristas– en su fe, a ejemplo de Aquel que no hizo violencia a nadie
para imponerse, sino que, más bien, sufrió la violencia del otro y la
ofreció en su favor. En lugar de esclavizarse en una lucha que, al final, no
convence ni vence a nadie, los cristianos están llamados a fermentar la
sociedad como lo hicieran los primeros en el Imperio romano. Entonces, en
medio de una sociedad corrupta y decadente, se convirtieron en mártires –es
decir, testigos– de un Amor inaudito. Hoy como ayer, la crisis de valores y
costumbres está llevando a nuestra civilización a una desintegración a todos
los niveles. Esta hora es providencial, y constituye una ocasión excepcional
para volver a tomar la raíz de la fe: Jesucristo.
(Juan Luis Vázquez A&O 450)