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El fundamentalismo democrático

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Puede apreciarse a veces la existencia de un fundamentalismo basado en la creencia de que la regla de las mayorías puede ser válida para todo y justifica cualquier cosa, incurriendo así en la perversión de sacar la técnica de su ámbito, absolutizarla, y llegar a la conducta fundamentalista de pretender imponer a todos las consecuencias de esa distorsión. Porque podemos y debemos utilizar la regla de las mayorías para resolver todos los problemas que son competencia de las comunidades políticas, del Estado, hablando en términos generales, pero no para decidir otro tipo de cuestiones.



De suerte que aquellos que quieren aprovechar la existencia de órganos democráticos para postular que esos órganos debatan y decidan, con carácter obligatorio para todos, en asuntos que no son propios del poder político, en materias ante las cuales la comunidad ha de respetar la autonomía de los individuos o de sus grupos básicos, están cayendo en un fundamentalismo democrático, del cual es importante que nos defendamos.


Al entrar en democracia, el tema de los límites del poder; el propio equilibrio interno del sistema; las declaraciones de derechos que, desde la revolución americana, se incluyen en la parte dogmática de las Constituciones; la escrupulosa defensa que, de dichos derechos, efectúan los tribunales de garantías constitucionales; el principio de división de poderes; la descentralización de facultades administrativas en múltiples ámbitos de decisión; y la inestable correlación de fuerzas de los partidos políticos, componen un entramado de mecanismos que alejan los riesgos de excesos o extralimitaciones del poder que no sean susceptibles de corrección próxima.



Mas, cuando en democracia un partido se alza con una cuota de poder hegemónico que le permite dominar distintas esferas de la Administración, manejar simultáneamente el Ejecutivo y el Legislativo, extendiendo más o menos indirectamente su influencia al Judicial, y controlar amplios espacios de la infraestructura social, puede llegar a imponer su modelo ideológico de sociedad con el apoyo de los mecanismos del Estado democrático, y con toda la extensión con la que subjetivamente conciba tal modelo. Salta entonces brusca y preocupantemente el problema de los límites del poder del Estado. ¿Dónde está la frontera frente al absolutismo democrático? ¿Es igual el poder en dictadura que en democracia, sin más diferencia que el número de personas que lo detentan o a favor de las cuales se ejerce?


José Manuel Otero Novas
en Fundamentalismos enmascarados (ed. Ariel A&O 450)