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LA TEOLOGÍA DEL CELIBATO SACERDOTAL

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Por Thomas MCGOVERN
DUBLÍN
Scripta Theologica,

Vol XXXV - Fasc. 3
Septiembre-Diciembre 2003
pp. 789 - 811 23 pages.

 

I. EL CELIBATO, UN GIRO SIGNIFICATIVO EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN
II. CRISTO LLAMA AL CELIBATO
IIl. LA ENSEÑANZA PAULINA
IV. SACERDOCIO, CELIBATO Y SERVICIO
V. CASADO UNA SOLA VEZ: UNIUS UXORIS VIR
VI. LA TEOLOGÍA DEL CELIBATO
VII. LA SIGNIFICACIÓN CRISTOLÓGICA
VIII. CONSIDERACIONES ECLESIALES
IX. LA DIMENSIÓN ESPONSAL DEL CELIBATO
X. PATERNIDAD ESPIRITUAL
XI. SIGNIFICADO ESCATOLÓGICO Y SALVÍFICO
XII. CELIBATO, LIBERTAD Y FE
XIII. FIDELIDAD
XIV CELIBATO Y ANTROPOLOGÍA
XV CONCLUSIÓN

 



EXTRACTO del artículo de Thomas McGovern «La Teología del celibato». Advertimos que sólo es un extracto, aunque textual, salvo que hemos modificado, abreviándolas las referencias a las notas a pie de página, las cuales han sido omitidas en casi su totalidad. La publicación de este texto remite, pues, necesariamente, al impreso en la revista teológica citada. Sin embargo, el extracto proporciona una información amplia para el público no especializado, que es lo que que se pretende con esta publicación sobre un tema recurrente en las polémicas más o menos bien intencionadas acerca de asuntos eclesiásticos.

Cuando Cristo llamó a sus primeros discípulos para convertirlos en «pescadores de hombres» (Mt 4, 19; Mc 1, 17), «dejaron todo y le siguieron» (Lc 5, 11; cfr. Mt 4, 20-22; Mc 1, 18-20). Pedro recordó este aspecto de la vocación apostólica cuando un día, con su franqueza característica, le dijo a Jesús: «nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19, 27), y le preguntó qué recompensa recibirían. Con su respuesta, el Maestro abrió horizontes insospechados de donación personal. Su llamamiento preveía que sus discípulos dejarían su casa, propiedades y a sus seres queridos -familia, esposa, hijos- «por mi nombre» (Mt 19, 29; cfr. Lc 18, 29-30).

En otra ocasión, el Señor lo propuso en términos más exigentes: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37). Toda su enseñanza apunta al hecho de que la renuncia efectiva es un elemento esencial de la vocación apostólica. Esta clara doctrina evangélica es el marco para entender la propuesta de Jesús sobre el celibato, como ha señalado Juan Pablo II (Cfr. JUAN PABLO II, Discurso, 17.VII.1993).

 

Pentecostés y celibato



I. EL CELIBATO, UN GIRO SIGNIFICATIVO EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

Para la mentalidad judía de aquel tiempo, la idea del celibato resultaba una novedad absoluta (Cfr. JEAN GALOT, Theology of the Priesthood, San Francisco 1986, 232.9). Desde la perspectiva del Antiguo Testamento, la propuesta de Cristo suponía un giro decisivo en la historia de la salvación. Esta nueva visión, implícita en el celibato del mismo Cristo, había sido ya adelantada por la concepción virginal de María y por la participación de José en el mismo misterio virginal (Cfr. JUAN PABLO II, Discurso, 24.111.1982, n. 2. Vid. también JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Redemptoris custos (15.VIII.1989) nn. 1, 5, 7-g).

La conexión entre celibato y sacerdocio se estableció, en primer lugar, en la persona de Jesús. En él, se reveló que el sacerdocio, en su más perfecta realización, implica la renuncia al matrimonio. El celibato de Jesús resultaba coherente con la apertura universal de su amor y con la generación espiritual de una nueva humanidad. No le distanciaba de la gente; al contrario, le capacitaba para acercarse a todo ser humano. A través de su humanidad, se podía revelar el infinito amor del Padre por todo el género humano, expresado de tantos modos en la narraciones evangélicas: en su compasión por las muchedumbres que le seguían, en su participación en los éxitos y decepciones de sus discípulos, en su dolor por la muerte de su amigo Lázaro, en su afecto por los niños, en su experiencia de todas las limitaciones humanas excepto el pecado.

Al estar libre de las exigencias familiares, Cristo quedaba totalmente disponible para hacer la voluntad de su Padre (cfr. Lc 2, 49; Jn 4, 34) y para constituir la nueva y universal familia de los hijos de Dios. Por consiguiente, su celibato no significaba una reacción contra nada, sino un rasgo puesto en su vida, una mayor cercanía a su pueblo, un anhelo de darse al mundo sin reservas (Cfr. J. GALOT, Ibid., p. 232).

II. CRISTO LLAMA AL CELIBATO

Cuando Cristo mostró, por primera vez, el horizonte del celibato a sus discípulos, el ejemplo de su vida pondría ante sus ojos un modo de vivir sobrenatural, que ellos asociarían con el reino que Cristo estaba predicando. De sus palabras, se deduce claramente que es necesaria una gracia especial para entender el significado del celibato y responder a él. «Quien pueda entenderlo», dice a sus discípulos, «que lo entienda» (Mt 19, 12).

El celibato apostólico debe entenderse, por tanto, como una respuesta a la experiencia del Reino de Dios tal y como se hace presente en el ejemplo y en la enseñanza del Maestro. No es ni puede ser una pura iniciativa humana, ni tampoco puede afrontarse como una obligación. Debe ser tomado como una expresión de libertad personal en respuesta a una gracia particular. No basta entender la vocación al celibato; sino que se requiere una motivación de la voluntad para seguir este camino trazado por el ejemplo y misterio de Cristo. Responder a una vocación al celibato es una decisión basada en la fe. Todavía más, su aceptación se basa en la convicción de que, con este modo de vida, se contribuye a realizar el Reino de Dios en la historia, y con la perspectiva de una realización mayor y definitiva en la vida eterna.

Toda vocación es una forma de encontrarse a sí mismo, una gradual apropiación de la propia identidad, a la luz de la gracia de Dios y de su voluntad para cada ser humano. Esto implica reconocer la propia vida como un don que ha sido asignado con un propósito particular dentro del plan providencial del Padre. El descubrimiento de una vocación al celibato es el resultado de un diálogo con la gracia durante un período más o menos largo. No se impone por sí mismo; es una llamada particular a una persona para ser lo que Dios quiere que sea. Por eso, no es de ninguna manera un auto-extrañamiento, sino una auto-realización al nivel más profundo, una clarificación de la identidad personal en la presencia de Dios. Ciertamente, el celibato es una llamada que incluye el sacrificio de la tendencia normal al matrimonio. Pero sobre todo, es una vocación a vivir un tipo especial de amor que se realiza en un clima de intimidad y de amistad estrecha con Jesucristo.

En la respuesta a la llamada de Dios, está implícita la disposición a participar en el sacrificio que supone la obra redentora de Cristo. Es una decisión basada en el amor y como Juan Pablo II nos recuerda, «es natural al corazón humano aceptar exigencias, incluso difíciles, en nombre del amor por un ideal, y por encima de todo en el nombre del amor por una persona» (JUAN PABLO II, 28.IV 1982). El compromiso de celibato no es un rechazo del valor de la sexualidad humana. Antes bien, respeta la «dualidad» inherente al ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios (Cfr. JUAN PABLO II, Discurso, 7.IV 1982, n. 2). El Santo Padre va más allá y señala que precisamente la persona que entiende el pleno potencial de la donación que el matrimonio ofrece, es la que mejor puede hacer un ofrecimiento maduro de sí misma en el celibato

Al elegir la continencia por el Reino de los Cielos, una persona se realiza de manera diferente y, en cierto sentido, más plena que en el matrimonio´. Así se deduce de la respuesta de Cristo a la pregunta franca de Pedro sobre la recompensa que recibirán los que han dejado todo para seguirle (cfr. Mc 10, 29-30).

Cristo y el celibato



IIl. LA ENSEÑANZA PAULINA

Respondiendo a las cuestiones sobre la virginidad y celibato de las primeras comunidades cristianas, San Pablo, en su Primera carta a los Corintios, da una interpretación, al mismo tiempo doctrinal y pastoral, del mensaje de Jesucristo. San Pablo, al tiempo que transmite la verdad proclamada por el Maestro, le da un sello personal que se debe a su experiencia misionera. En la doctrina del Apóstol, nos encontramos también con el tema de las relaciones entre matrimonio y celibato o virginidad, que creó dificultades a la primera generación de conversos en Corinto.

Destaca con gran claridad que la virginidad, o la continencia voluntaria, deriva exclusivamente de un consejo y no de un mandato: «Acerca de la virginidad, no tengo mandato del Señor; sino que doy mi opinión» (1 Co 7, 25). Pero se trata de una opinión autorizada, de «uno que por la misericordia de Dios es digno de crédito» (ibid.). Aconseja, al mismo tiempo, a los ya casados, a los que todavía tenían pendiente una decisión, y a los que habían enviudado (cfr. 1 Co 7, passim). Pablo da razones de por qué el que se casa hace «bien», y por qué los que se deciden por una vida de continencia o virginidad hacen «mejor» (cfr. 1 Co 7, 38) 9.

Desde la perspectiva del apostolado, el celibato permite a una persona dedicarse enteramente a «los asuntos del Señor» y así «agradar al Señor con todo su corazón» (cfr. 1 Co 7, 32). Por contraste, el casado no tiene la misma disponibilidad para dedicarse a las cosas de Dios (cfr. 1 Co 7, 33). San Pablo, que era célibe (cfr. 1 Co 7, 7), recomendaba el celibato como un modo de alcanzar la libertad de amar a Dios total e incondicionadamente. La caducidad de la existencia humana («os digo esto, hermanos: el tiempo apremia...» (1 Co 7 29)), y la transitoriedad del mundo temporal («la representación de este mundo que pasa» (1 Co 7, 31)) dice a los Corintios, deberían hacer que «los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen» (1 Co 7, 29). De esta forma Pablo prepara el fundamento de su enseñanza sobre la contienencia 10.

La doctrina de Cristo sobre el celibato «por causa del reino de los cielos» (cfr. Mt 19, 12) encuentra un eco directo en la enseñanza del Apóstol de que «el no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor» (1 Co 7, 32). Se expresa también en su «preocupación por todas las iglesias» (2 Co 11, 28), en su deseo de servir a todos los miembros del Cuerpo de Cristo (cfr. Flp 2, 20-21; 1 Co 12, 25). La persona no casada puede dedicarse plenamente a esto, y por eso mismo, San Pablo puede ser, en un sentido pleno, un «apóstol de Jesucristo» (1 Co 1, 1) y un ministro del evangelio (cfr. 1, 23), y desea que otros le imiten (cfr. 1 Co 7, 7). Al mismo tiempo, el celo apostólico y la actividad pastoral («preocupación por los asuntos del Señor») no son la única motivación de Pablo para la continencia. La raíz y la fuente de este compromiso hay que buscarlas en la preocupación por «cómo agradar al Señor» (1 Co 7, 32). En el deseo de vivir una vida de profunda amistad con Cristo, se expresa la dimensión esponsal de la vocación al celibato ".

San Pablo observa que el hombre que está sujeto por el matrimonio «se encuentra dividido» (1 Co 7, 34) debido a sus obligaciones familiares. Así da a entender que este compromiso pleno «por agradar al Señor» implica la abstención del matrimonio. El estado de los no casados permite estar «preocupados por los asuntos del Señor, ser santos en el cuerpo y en el espíritu» (1 Co 7, 34).

IV. SACERDOCIO, CELIBATO Y SERVICIO

Hay más textos de San Pablo que, añadidos a otros pasajes del Nuevo Testamento, pueden completar nuestra idea de la relación entre sacerdocio, celibato y servicio. El sacerdocio debe ser considerado a la luz del hecho de que Dios Hijo se hizo sacerdote en la sagrada humanidad de Cristo, e instituyó un nuevo sacerdocio en el templo de su cuerpo (cfr. Jn 2, 21). Se ofreció a Dios (cfr. Hb 9, 11), «y quiso perpetuar a lo largo del tiempo su sacrificio (cfr. Lc 22, 19; 1 Co 11, 24) por la acción de otros hombres a los que hizo y hace partícipes de su supremo y eterno sacerdocio (cfr. Hb 5, 1-10; 9, 11-28)» ´3.

Tan intenso es el vínculo con Cristo que se produce en la ordenación sacramental que el sacerdote puede hacer suyas las palabras de San Pablo, «para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21), y también «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20) 4. Por lo tanto, cuando el sacerdote crece en su comprensión del contenido y significado de su vocación, ve qué apropiado es su celibato a la luz del Evangelio. Encuentra el significado más profundo de su vida en el ejemplo de Cristo, pero también en la respuesta del Maestro a Pedro: «yo os aseguro que nadie que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por el Reino de Dios, quedará sin recibir mucho más al presente y vida eterna en el mundo venidero» (Lc 18, 29-30). Mateo (cfr. 19, 29) y Marcos (cfr. 10, 28-30) informan de una respuesta similar de Cristo en otros momentos. La cuestión del celibato era tan contracultural que surgió varias veces en las conversaciones de Nuestro Señor con sus discípulos.

Celibato



V. CASADO UNA SOLA VEZ: UNIUS UXORIS VIR

Para entender la historia del celibato desde la perspectiva actual, conviene recordar que en Occidente, durante el primer milenio de la Iglesia, muchos obispos y sacerdotes fueron hombres casados, algo que hoy resulta excepcional. Sin embargo, la condición previa para que los casados pudieran ser ordenados como diáconos, sacerdotes u obispos era que, después de la ordenación, aceptaran vivir una continencia perpetua (o la lex continentiae). Con el consentimiento de sus cónyuges, tenían que estar dispuestos a renunciar a la vida conyugal en el futuro. La reciente investigación histórica confirma que esta tradición de continencia en el sacerdocio se remonta a los tiempos apostólicos 5.

San Pablo estableció una norma estipulando que los obispos (1 Tm 3, 2), sacerdotes (Tt 1, 6) y diáconos (1 Tm 3, 12) fueran uniux uxoris vir (casados una sola vez), como un requisito especial para ejercer el sacerdocio ministerial. A primera vista, esta condición para la ordenación resulta poco clara. Sin embargo, la tradición de la Iglesia ha interpretado estos textos en el sentido de que un hombre vuelto a casar después de la muerte de su primera esposa no puede ser candidato a las órdenes sagradas, porque el nuevo matrimonio supondría una indicación de su falta de capacidad para practicar la perfecta continencia exigida después de la ordenación. Esta fue la interpretación autorizada de los textos paulinos por el Papa Siricio en su Decretal Cum in unum, promulgada después del Sínodo de Roma en el año 386 (6). La misma interpretación se encuentra en numerosos escritores de la época patrística (7-8).

La interpretación autorizada del Papa Siricio, y más tarde del Papa Inocencio I "fue una referencia constante durante los. siglos siguientes. La Glossa Ordinaria al Decretum de Graciano explica que volverse a casar al morir la primera mujer debe ser considerado como signo de incontinencia, y por lo tanto hace que el sujeto no sea idóneo para la ordenación. Más próximo a nuestros días, en 1935, Pío XI, en su encíclica Ad catholici sacerdotii sobre el sacerdocio, interpreta unius uxoris vir como un argumento a favor del celibato sacerdotal.

La prohibición paulina de admitir a las órdenes sagradas a un hombre vuelto a casar después de la muerte de su primera esposa fue estrictamente guardada a través de los siglos, y todavía se contemplaba entre los impedimentos para las sagradas órdenes en el Código de Derecho Canónico de 1917 (can. 984. 5) `

VI. LA TEOLOGÍA DEL CELIBATO

Más de tres décadas han transcurrido desde la publicación de la encíclica de Pablo VI Sacerdotalis caelibatus sobre el celibato sacerdotal. Cuando el documento fue publicado, poco después del Vaticano II, se había creado cierta confusión teológica sobre el tema y habían aumentado las deserciones sacerdotales. La encíclica retoma la doctrina del decreto del Vaticano II sobre el celibato del ministro y la vida de los sacerdotes y la desarrolla. Esta clara exposición del significado y valor del celibato clerical, en un momento de duda y vacilación, fue una gran luz y un apoyo moral para los sacerdotes. Su enseñanza y su aliento pastoral siguen vigentes.

Juan Pablo II ha vuelto sobre el tema varias veces durante su pontificado, particularmente en su primera carta de jueves Santo a los sacerdotes, en 1979, y más recientemente, en su exhortación apostólica Pastores dabo vobis, sobre la formación de los sacerdotes 26.

No puede sorprendernos que los Papas hayan sentido la necesidad de reafirmar el valor del carisma del celibato. Por un lado, la sabiduría del mundo ha sido siempre hostil a la virtud cristiana de la castidad, y al celibato sacerdotal en particular, y por eso el sacerdote necesita que se le recuerde el sentido de este don y su significado esencialmente sobrenatural. Por otro lado, precisamente porque el celibato es un compromiso que afecta a la raíz misma de la existencia sacerdotal, el sacerdote necesita reflexionar frecuentemente que el celibato «por el Reino de los Cielos» es una fuente de energía espiritual que, con la ayuda de la gracia de Dios, le capacita para ejercer un sacerdocio fecundo y para superar las dificultades que pueden surgir para vivir fielmente este compromiso.

El clima moral en que los sacerdotes tienen que vivir hoy su celibato es, sin duda, más difícil que hace veinticinco años, cuando se publicó Sacerdotalis caelibatus. Por un lado, crece la tendencia hacia el hedonismo y la permisividad sexual en la sociedad moderna. Por otro, la inclinación a tratar el sacerdocio desde una perspectiva puramente humana, ha llevado a difuminar las convicciones teológicas sobre el celibato y a mirarlo como una carga innecesaria. En una cultura que promueve una memoria teológica corta y que centra su interés en la existencia presente, es importante consolidar y reafirmar la sabiduría acumulada por la tradición cristiana sobre el celibato, para ofrecer a los sacerdotes una explicación comprensible de sus aspiraciones. El celibato no se puede consolidar sólo con recursos humanos. Porque no se refiere sólo a la naturaleza sexual del hombre sino que, ante todo, es una obra de la gracia, una respuesta a la iniciativa divina. En una sociedad secularizada, la gente fácilmente pierde de vista la dimensión trascendente de la vida y, por tanto, la relación ontológica entre sacramento del Orden y sacerdocio. Por eso, es preciso recordar las razones teológicas que sostienen la praxis católica del celibato.

Cristo y el celibato



VII. LA SIGNIFICACIÓN CRISTOLÓGICA

El sacerdocio, nos dice Pablo VI en su Encíclica Sacerdotalis Caelibatus (n. 19), sólo puede ser entendido a la luz de la novedad de Cristo, que instituyó el sacerdocio católico como una participación ontológica real en su propio sacerdocio. Por eso, Cristo es el modelo y prototipo del sacerdocio católico. Por medio del Misterio Pascual, dio origen a una nueva creación (cfr. 2 Co 5, 17; Ga 6, 15). Por él, el hombre renace a la vida de la gracia, que transforma la condición terrena de la naturaleza humana (cfr. Ga 3, 28).

Cristo, mediador entre el cielo y la tierra, permaneció célibe a lo largo de su vida para expresar su dedicación total a Dios y al hombre. Esta profunda relación entre el celibato y el sacerdocio de Cristo se refleja en la vida del hombre sacerdote: que no sólo le libera de los lazos de la carne y la sangre, sino que le da una participación más perfecta en la dignidad y misión de Cristo. El celibato de Jesús fue en contra del clima socio-cultural y religioso de su tiempo, ya que en el ambiente judío ninguna condición era tan desaprobada como la de un hombre sin descendencia. Sin embargo, quiso libremente vincular el estado virginal con su misión como sacerdote eterno y mediador entre el cielo y la tierra.

Por la ordenación sacramental, cada sacerdote se configura con Jesús y comparte su sacerdocio de una forma tan íntima, que actúa in persona Christi. Por eso, el hombre que desea seguir a Cristo en su sacerdocio acepta participar en su testimonio y se adhiere a las connotaciones ontológicas de su sacerdocio. Sólo a la luz de esta identificación esencial, ontológica y existencial con Cristo, se puede comprender el alcance y la conveniencia del celibato sacerdotal. El sacerdote, en tanto que es un alter Christus, encuentra su verdadera identidad en esta relación personal e íntima con Cristo. El vínculo ontológico que une al sacerdocio con Cristo es la fuente de la identidad sacerdotal (Pastores dabo…, 12). Puesto que Cristo es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 58), en un nivel fundamental, las interpretaciones sociológicas o las modas cambiantes tienen poco que decirnos acerca de la importancia del celibato en la vida del sacerdote. Sólo reflexionando en el misterio de Cristo, su vida y su obra, y recibiendo la experiencia del celibato vivido en la Iglesia a través de los siglos bajo la guía del Espíritu Santo, podemos llegar a conclusiones válidas en este terreno.

La llamada al sacerdocio, y el carisma del celibato que se ofrece con él, es un don de Dios, una realidad sobrenatural a la cual nadie tiene derecho. Para seguirlo, se requiere un esfuerzo exigente pero no imposible por parte del sacerdote. Como recuerda Juan Pablo II en Pastores dabo vobis, este carisma trae consigo las gracias necesarias para que el que lo recibe pueda ser fiel a lo largo de su vida (n 50).

La razón del celibato apostólico es, como hemos visto, la dedicación a Cristo en orden a construir el Reino de los Cielos en la tierra, como respuesta a una vocación divina. Viviendo esto auténticamente, el sacerdote manifiesta hasta qué punto la riqueza y grandeza de Cristo son capaces de colmar el corazón del hombre. De esta forma, el sacerdote testimonia que sólo a Cristo puede orientarse, en definitiva todo verdadero amor. Su celibato es un signo de que lo espera todo de Dios, el Creador de todo amor, en cuyas manos coloca su realización humana y su fecundidad personal. Consecuentemente, el celibato es, para el sacerdote, una llamada constante a vivir en la intimidad con Cristo.

Como Juan Pablo II ha señalado, la definitiva y libre elección del celibato sólo puede ser entendida plenamente en un contexto cristológico: «Por tanto, las razones últimas para la disciplina del celibato no se pueden fundamentar en el campo psicológico, sociológico, histórico o jurídico, sino, esencialmente, en el teológico y pastoral, en el mismo carisma ministerial» (JPII, Discurso 28.V.1993).

VIII. CONSIDERACIONES ECLESIALES

El celibato consagrado del sacerdote es un signo y una manifestación del amor virginal de Cristo a su Esposa, la Iglesia. Por tanto, es un recuerdo visible de la fecundidad virginal y sobrenatural de este matrimonio por el que son engendrados los hijos de Dios" (LG 42; PO 16). Si la Palabra Encarnada quiso permanecer libre de estos vínculos humanos, por nobles que puedan ser, para facilitar su plena disponibilidad para su ministerio, podemos deducir fácilmente qué conveniente resulta para el hombre-sacerdote hacer lo mismo: renunciar libremente, por el celibato, a algo que es bueno y santo en sí mismo, para poder unirse más fácilmente con Cristo (cfr. Mt 19, 12; 1 Co 7, 32-34), y así dedicarse con plena libertad al servicio de Dios y de las almas.

El sacerdocio, con el carisma del celibato que le está asociado, es un don otorgado por el Espíritu Santo, no para el bien de la persona que lo recibe, sino principalmente para el beneficio de la Iglesia entera. Juan Pablo II explica las implicaciones eclesiológicas de esta relación íntima entre el celibato y el sacerdocio en estos términos:

«Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, expresa la voluntad de la Iglesia, antes aún que la voluntad del sujeto manifieste su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia» (Pastores.., n 29).

Aunque la vocación es una gracia personal, corresponde a la Iglesia escoger a los que juzga idóneos. La Iglesia no podría imponer un carisma a nadie, pero tiene el derecho, que como sabemos no siempre ha ejercido, de imponer las manos sólo a aquellos que han recibido del Espíritu Santo y aceptado libremente el don de la castidad para llevar una vida célibe. La vocación sacerdotal no es simplemente una donación personal por parte del individuo: sino que requiere también signos claros de una llamada que sólo el obispo o el superior eclesiástico están capacitados para discernir y confirmar.

Celibato e Iglesia



IX. LA DIMENSIÓN ESPONSAL DEL CELIBATO

El sacramento del Orden otorga al sacerdote una participación que no es sólo en el misterio de Cristo como Sacerdote, Maestro y Pastor, sino también, de alguna manera, en su papel de esposo de la Iglesia". El amor esponsal de Cristo se manifiesta en su voluntad de morir por su amada, en el hecho de que él la alimenta y cuida, y en que constantemente la santifica (cfr. Ef 5, 25-27). El sacerdote, como icono de Cristo, tiene que amar a la Iglesia con el mismo amor esponsal, que es sobrenatural y gratuito, dándose a sí mismo generosamente por las necesidades de la Iglesia, un amor que tiene que ser ejercido con toda la delicadeza, generosidad y paciencia de un amoris officium (San Agustín; Pastores.. n 23 y 24; Directorio n 16).

En sus reflexiones sobre el sacerdocio, Juan Pablo II subraya de manera particular la dimensión nupcial de la cristología y de la Redención". Esto le lleva lógicamente a una consideración del carácter esponsal del sacerdote como icono de Cristo. El Santo Padre ha tratado de la noción de amor esponsal en varios de sus escritos, principalmente al comienzo de su Pontificado, en su detallado comentario de los capítulos 2-4 del Génesis sobre «el significado nupcial del cuerpo» (cf Discursos entre 15.VIII.1979 y 2.IV.1980). Ha vuelto sobre el tema en Mulieris dignitatem de 1988, analizándolo en el contexto del capítulo quinto de la Carta a los Efesios (MulDig 23-27). Este texto paulino, que recoge la tradición esponsal del Antiguo Testamento, de los profetas Oseas, Ezequiel e Isaías, tiene un significado particular para nuestra comprensión del significado nupcial de la Redención como obra de Cristo, Esposo de la Iglesia, y por tanto, también para nuestra comprensión del celibato sacerdotal.

El sacerdote, como hemos visto, es una imagen viva de Jesucristo, Esposo de la Iglesia. Pero Cristo es Esposo de forma especial en el sacrificio del Calvario, porque la Iglesia como Novia «nace, como nueva Eva, del costado abierto del redentor en la cruz» (Ibid). El acto sacerdotal supremo de Cristo es entonces un acto esponsal, como San Pablo explica cuando anima a los esposos a amarse el uno al otro «como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25). «Por esto Cristo está al frente de la Iglesia, la alimenta y la cuida (Ef 5, 29), mediante la entrega de su vida por ella» (PDB, 22).

En Mulieris dignitatem, Juan Pablo II afirma el misterio esponsal de la Misa, a la que llama «Sacramento del Esposo y de la Esposa», que «hace presente y realiza nuevamente de manera sacramental el acto redentor de... Cristo el Esposo hacia la Iglesia su Esposa» (n 26). Así, de la misma manera que el amor sacrificial de Cristo por su Esposa es consumado sobre el Calvario, en la Eucaristía -el sacrificio de la Misa-, el sacerdote representa in persona Christi y hace presente, de nuevo, su amor por la Iglesia. De aquí deriva la gracia y la obligación del sacerdote de dar a su vida entera una dimensión "sacrificial" (PDB 23) .

Por tanto, la plena auto-donación del sacerdote a la Iglesia encuentra su fundamento en que la Iglesia es el Cuerpo y la Esposa de Cristo (Ib.). Siguiendo a Cristo, la Iglesia como Esposa es la única mujer con la que el sacerdote puede estar casado. Tiene que amarla con un amor exclusivo y sacrificial, que lleva a la fecundidad de su paternidad espiritual. Para el sacerdote, Cristo es la fuente, la medida y el impulso de su amor por la Esposa y de su servicio al Cuerpo (Ib.). Las exigencias de este amor sugieren claramente la incompatibilidad con cualquier otro compromiso nupcial por parte del sacerdote, dando fuerza a la razón de mayor peso para el celibato sacerdotal. Este amor especial tiene también consecuencias prácticas en la vida espiritual del sacerdote (cf PDB 22).

El sacerdocio católico está íntimamente vinculado al ministerio, vida y crecimiento de la Iglesia, Esposa virginal de Cristo (cfr. Ap 19, 7; 21, 2; 22, 17; 2 Co 11, 2). Por la naturaleza de su servicio a la Iglesia.

«El sacerdote es el padre, el hermano, el siervo universal; su persona y su vida toda pertenecen a los demás, son posesión de la Iglesia, que lo ama con amor nupcial; y tiene con él y sobre él -que hace las veces de Cristo, su Esposo- relaciones y derechos de los que ningún otro hombre puede ser destinatario (...). Por eso precisamente se comprende bien la conveniencia del celibato -que custodia mejor la unidad del corazón humano (cfr. 1 Co 7, 33) - para defender, llenar de plenitud y enriquecer los lazos de amor nupcial que unen el sacerdocio cristiano con la Esposa de Cristo» (A. del Portillo, o.c., p. 86-87)

Este es el aspecto complementario del celibato: precisamente porque Cristo y sus sacerdotes tienen una relación esponsal con la Iglesia, la Iglesia como esposa virginal de Cristo tiene un profundo sentido de la exclusividad de sus derechos nupciales sobre el sacerdote como icono de Cristo. Como Juan Pablo II afirma, «la Iglesia, como esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de la misma manera total y exclusiva con que Jesucristo Cabeza y Esposo la amó» (PDB 29).

Debido a que el don del celibato es parte integral del misterio de Cristo, para entenderlo se requiere no sólo una reflexión intelectual sino, sobre todo, un esfuerzo de contemplarlo en oración y adoración para comprender su sentido más profundo, que sólo se alcanza con la luz del Espíritu Santo, fuente última de este carisma.

X. PATERNIDAD ESPIRITUAL

A cambio de la plena auto-donación que asume libremente, y de su renuncia a una paternidad de la carne, el sacerdote recibe un notable enriquecimiento, con una paternidad según el espíritu. Su renuncia se enraíza en la caridad pastoral, en un amor que se desarrolla en el cuidado y preocupación por los demás, que hace posible un mejor servicio pastoral. En virtud de esta renuncia por el Reino, de los Cielos, el sacerdote realiza existencialmente lo que ya es ontológicamente por la gracia del sacramento: se convierte en un «hombre para los demás» (JPII, Discurso 30.V.1980, n. 8). Hace visible y operativa su realidad profunda en su plena dedicación al bien de la comunidad de fieles que le ha sido confiada". Esa caridad sacerdotal, que florece en el corazón gracias al celibato, no conoce fronteras de tiempo o lugar, y no excluye a ninguna persona. Debe ser una caridad universal, un reflejo de la caridad pastoral de Cristo Sacerdote para todos los hombres y mujeres, uno por uno (vd PDB 22-25).

Observar el celibato por el Reino de los Cielos no supone ser menos hombre. Sino que, como consecuencia, el corazón queda libre para amar a Cristo y a los demás de una forma especial.

«Por la libre elección del celibato sacerdotal el sacerdote renuncia a una paternidad terrena y gana una participación en la Paternidad de Dios. En lugar de ser padre de uno o más hijos en la tierra, se hace capaz de amar a todos en Cristo. Sí, Jesús llama a su sacerdote para que lleve el tierno amor de su Padre a todas y cada una de las personas. Por esta razón, la gente le llama padre» (Madre Teresa de Calcuta).

Cuando el sacerdote ejercita su ministerio, descubre la grandeza de su vocación; su capacidad de afecto y amor se llena por la paternal y pastoral tarea de engendrar el pueblo de Dios en la fe, formándolo y trayéndole como «una virgen casta» a la plenitud de la vida en Cristo. Mirando el sacerdocio desde esta perspectiva, entendemos mejor el afecto que llenaba el corazón de Pablo por sus amados corintios, y por qué les invita a no tomar a mal las quejas que nacían de su afecto por ellos. «Estoy celoso de vosotros con celo de Dios», les dice, «os he desposado con un solo esposo para presentaros a Cristo como una virgen casta» (Co 11, 2). Su celibato permite a Pablo, como lo hace al sacerdote, recibir y ejercitar de una manera especial su paternidad en Cristo. Su ministerio eleva y expande «la necesidad que tiene el sacerdote, como cualquier hombre, de ejercitar su capacidad de engendrar, y de llevar a la madurez a aquellos hijos que son fruto de su amor» (Cf A. del Portillo).

El celibato y Cristo



XI. SIGNIFICADO ESCATOLÓGICO Y SALVÍFICO

Aunque el celibato es un signo del reino de Dios sobre la tierra, sobre todo es un signo de la futura gloria donde, como Cristo dijo, «ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán en el cielo como los ángeles» (Mt 22, 30). En este sentido, el celibato hace presente en la tierra el estado final de la salvación (cfr. 1 Co 7, 29-31), y así actúa como un recordatorio de que no tenemos aquí una morada estable, sino que somos sólo peregrinos hacia nuestra patria definitiva (PDB 29). Este testimonio es esencial en la época actual, cuando se tiende a dar un valor absoluto a las cuestiones de la vida presente en detrimento del interés por la salvación eterna.

El sacerdote célibe no sólo habla del mundo que llega con su palabra, también lo manifiesta con su vida, alimentando la esperanza del creyente y del no creyente en la resurrección gloriosa de la vida futura. El celibato sacerdotal se convierte así en un signo de que el hombre no puede encontrar el significado más profundo de su vida dentro de la aparente auto-suficiencia del mundo presente. El ministerio sacerdotal debe ser un constante recuerdo a la gente de que esta vida sólo tiene valor en la medida en que se descubre la vocación bautismal y se desarrolla la propia identidad cristiana. El celibato sacerdotal destaca el valor de «lo único necesario» (Lc 10, 42): la santidad personal que se realiza por el poder de la gracia de Dios y nuestra correspondencia.

El mundo, especialmente los países ricos de Occidente, está muy necesitado de una re-evangelización, como el Santo Padre ha afirmado frecuentemente. Si esta nueva evangelización ha de ser efectiva, requiere un compromiso evangélico radical, que siempre ha sido el único modo de ganar almas para Cristo. El testimonio del celibato sacerdotal ha jugado un papel importante en la evangelización, en el pasado. Y seguirá jugándolo en el futuro.

Por todo esto, el celibato, no es una restricción impuesta externamente al ministerio sacerdotal, ni puede ser considerada como una mera institución humana establecida por la ley. Sino que, «este lazo, asumido libremente, tiene unos rasgos teológicos y morales que son más importantes que los rasgos jurídicos, y son un signo de aquella dimensión esponsal presente en la ordenación sacramental» (Directorio, 58). Por él, el sacerdote adquiere una «paternidad espiritual verdadera y real que tiene dimensiones universales» (Ib.).

Porque el celibato tiene una profunda afinidad interna con la vocación al sacerdocio, es engañoso hablar de la «carga del celibato» como si sacerdocio y celibato fueran de alguna manera irreconciliables. El sacerdote que vive para Cristo y desde Cristo, no tiene generalmente dificultades insuperables para realizar este carisma. No es inmune a las tentaciones normales de la carne, pero, como resultado del ejercicio ascético, del cultivo diario de su vida espiritual, y del prudente apartarse de lo que pueda poner en peligro su castidad, encontrará una gran alegría en su vocación y experimentará una profunda paternidad espiritual al dar la vida sobrenatural a las almas.

XII. CELIBATO, LIBERTAD Y FE

Puesto que el celibato apostólico da al sacerdote una libertad total para amar al Señor en cuerpo y alma, para apreciar realmente este carisma, es importante entender la naturaleza de la libertad desde el punto de vista humano y sobrenatural.

El Santo Padre nos recuerda que el planteamiento, muy difundido, de que el celibato sacerdotal en la Iglesia Católica es una imposición legal procede de un malentendido e incluso es el resultado de una «mala fe» (JPII, Carta Jueves Santo 1979, n. 9). En primer lugar, el compromiso de celibato es la consecuencia de una decisión libre tomada después de varios años de preparación. Es un compromiso para toda la vida aceptado con responsabilidad plena y personal. Como Juan Pablo II subraya, «se trata de mantener la palabra dada a Cristo y a la Iglesia». Es cuestión de fidelidad. Es un deber que expresa una maduración interior, una maduración que se manifiesta especialmente cuando esta decisión libre «encuentra dificultades, es puesta a prueba o expuesta a tentación», como también sucede a cualquier otro cristiano (Ib.)

Verdaderamente, el sacerdocio lleva consigo un gran potencial para la auto-realización. Por la gracia de Dios, puede dar al hombre que lo ha elegido esa plenitud que falta con frecuencia en las vidas de los demás. En esos términos, se expresa un psiquiatra que ha trabajado con sacerdotes durante muchos años:

«La paternidad espiritual, el poder para atar y desatar, la alegría de dar uno mismo, con sus propias manos, el supremo don de Dios a otros, pone la dignidad sacerdotal sobre un plano tan alto en la jerarquía de posibilidades humanas, que no se puede comparar con ninguna otra cosa y no deja lugar a la frustración» (W. POLTAWSKA).

Celibato



XIII. FIDELIDAD

El celibato, que choca con la visión reduccionista sobre el hombre extendida por nuestra cultura cientifista, es también un reto ante la incapacidad de compromiso permanente que parece ser una característica de la cultura contemporánea. La incapacidad para comprometerse uno mismo de forma irrevocable se manifiesta, especialmente en el mundo occidental, en el incremento del porcentaje de rupturas matrimoniales y de divorcios, como también por el alza de un deterioro de las relaciones sociales básicas: donde valores como la lealtad, la amistad y el espíritu de servicio han perdido fuerza y significado. El amor entendido como auto-donación es reemplazado por el amor entendido como posesión, donde el otro es considerado como objeto de satisfacción sexual, más que una persona que es amada en sí y por sí misma.

Muchas de las críticas habituales al celibato proceden de este clima de inestabilidad, que mira con recelo cualquier expresión de fidelidad y compromiso irrevocable. Es natural que, desde la perspectiva de la ética del consumo, que promueve la satisfacción de los deseos, el celibato aparezca como una imposición inhumana y, verdaderamente, como un compromiso imposible. Y esto se acentúa en la medida en que falta la fe cristiana, esto es, la fe en un Dios que es la fidelidad par excellence, que se encarna y permanece con nosotros en su Iglesia por medio de la Palabra y los sacramentos.

La fidelidad es un rasgo que afecta al conjunto de la personalidad; por eso, la infidelidad no puede ser circunscrita sólo a uno de los muchos e importantes campos donde se pone en juego. La fidelidad ilumina el corazón humano y es la medida de su calidad moral. En consecuencia, la educación para el celibato o para la castidad en general no puede ser reducida a un área marginal en el conjunto de las tareas educativas. Se trata de formar a la gente en la plena verdad de su personalidad humana, una verdad que encierra un profundo aprecio por la auténtica libertad (cfr. Jn 8, 32). Como señaló Santo Tomás, la razón para guardar la castidad es facilitar el crecimiento de la caridad y de las demás virtudes teologales que unen el espíritu con Dios (S. Th. II-II. Q. 151, a. 2).

La fidelidad de la que es capaz una persona humana, no es una fidelidad rígida y lineal durante toda la vida, sino más bien es una fidelidad que conoce oscilaciones, avances y retrocesos (vd VS, 46) -avances, que se consiguen por la gracia de Dios, y retrocesos, como el del hijo pródigo que, perdonado por su Padre misericordioso, reorienta su corazón y cura las desviaciones de sus sentidos.

Solamente la persona que Dios une a Sí mismo y a su amor infinito puede ser verdaderamente fiel. Es un amor que nos eleva sin arrancarnos de nuestra condición humana, y que nos libera uniéndonos a Dios con lazos que se anclan en la Verdad, la Bondad y la Belleza inmutables (J.B. Torelló). Sólo Dios por medio de Jesucristo puede poner en nuestra vida creatural, una dimensión de eternidad que nos hace capaces de una fidelidad a la vez dinámica y firme.

El celibato que se ofrece a Dios de esta manera es una ocasión eminente para el ser humano de ejercer su libertad. Para alcanzar su madurez, necesita un compromiso e incluso una muerte. Puesto que la libertad más profunda, la liberación del pecado, se alcanzó mediante la muerte; desde entonces, la auténtica libertad y la Cruz están inevitablemente unidas; y el amor humano más auténtico se expresa en el sacrificio de uno mismo. La libertad sin trabas, sin responsabilidad, es una contradicción; y la huida de cualquier restricción o lazo genera angustia y sentimiento de culpa. V. Frankl ve precisamente en la libertad comprometida la cualidad del espíritu humano que permite al hombre trascender su condición biológica, psicológica y social.

XIV CELIBATO Y ANTROPOLOGÍA

Juan Pablo II señala que no deberíamos sorprendernos por las objeciones y críticas al celibato, que se han intensificado durante el período postconciliar. ¿No añadió jesucristo, después de que hubiera presentado a los discípulos la cuestión de la renuncia al matrimonio por el Reino de los Cielos, estas significativas palabras: «quien pueda entender, que entienda»? (Carta de Jueves Santo 1979, n.8).

«Ninguna de las razones -continúa Juan Pablo II-,con las que la gente trata a veces de "convencernos" de la inoportunidad del celibato, corresponde a la verdad que la Iglesia proclama y busca realizar en la vida mediante el compromiso con el que los sacerdotes se obligan antes de su ordenación. La razón esencial, y la más adecuada, está contenida en la verdad que Cristo declaró cuando habló acerca de la renuncia al matrimonio por el Reino de los Cielos, y que san Pablo proclamó cuando escribió que cada persona en la Iglesia tiene su propio don particular (cfr. 1 Co 7, 7). El celibato es precisamente un don del Espíritu» (Ib.).

Según la enseñanza del Papa, las objeciones al celibato «apelan a un criterio extraño al Evangelio, a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia», y están basadas en consideraciones antropológicas deficientes, que tienen un valor relativo y dudoso (Ib.). Lo que quería decir al referirse a esta «dudosa antropología» quedó claro cuando, en Septiembre de 1979, empezó con una serie de discursos semanales sobre la intimidad humana y «el significado esponsal del cuerpo» (publicados en JPII, Hombre y mujer los creó, Ed. Palabra, Madrid 2000).

Muchos de los argumentos en contra del celibato proceden de la idea mundana y freudiana de que una persona que no disfrute de una sexualidad satisfecha es de algún modo un disminuido, un ser emocional o psicológicamente tarado. Esta forma de ver las cosas es propia de la cultura moderna hedonista. En un mundo donde la definición del hombre está fuertemente influenciada por semejantes presupuestos, y se da más importancia a modelos psicológicos y sociológicos que a los señalados por la revelación bíblica, es necesario articular las afirmaciones de la antropología cristiana. Sólo a la luz de la revelación divina, que culmina en la Encarnación de la Palabra, podemos apreciar el valor único de la llamada al celibato, tener la audacia de proclamarlo como un gran bien, y aspirar a realizarlo (cf Ibidem).

El celibato no limita la afectividad humana del sacerdote ni tampoco le obliga a realizar difíciles equilibrios. La eleva a un nivel nuevo. Por el don divino, encuentra que el amor de su corazón corresponde plenamente al amor del corazón de Cristo. Como resultado de este ejercicio el sacerdote no percibe una carencia en su condición humana. Mediante su ministerio pastoral, especialmente en su trabajo como confesor y director de almas, alcanza ordinariamente un conocimiento profundo de los secretos del corazón humano. Y porque ama con amor menos interesado, le será fácil ver a la gente como dones de Dios, y templos del Espíritu Santo.

El celibato sacerdotal, como nos dice Papa actual, «es un tesoro para la Iglesia, que debe ser guardado cuidadosamente, y presentado, especialmente hoy, como signo de contradicción ante una sociedad que necesita que le inviten a recuperar los valores más altos y definitivos de la vida» (JPII, Discurso 22.X.1993)

Teología del Celibato



XV CONCLUSIÓN

Lo que está claro desde la Escritura, desde la historia de la Iglesia primitiva, desde los escritos de los santos Padres, y desde el testimonio de muchos sacerdotes, es que existe una tradición constante de celibato sacerdotal en la Iglesia. Esta tradición fue aprobada y extendida por varios concilios provinciales y Papas. Fue promovida, defendida y restaurada en sucesivos períodos del primer milenio de la historia de la Iglesia, aunque frecuentemente encontró oposición entre los mismos clérigos y chocó con los criterios de las sociedades en decadencia. Aparte de los argumentos históricos, la justificación teológica para el celibato ha ganado un terreno considerable desde el Vaticano II, y no menos en los escritos de Juan Pablo II [1]. En consecuencia, la idea de que el celibato clerical es, simplemente, una disciplina eclesiástica resulta cada vez menos convincente.

Hemos aludido a que las normas canónicas no pueden encerrar o expresar la verdad completa sobre el fenómeno que legislan. Como bien ha sido señalado, son «sólo la expresión jurídica de una antropología y una realidad teológica subyacentes» (JPII Discurso a la Rota Romana, 27.I.1997). Por eso, aunque la primera legislación canónica conocida data de comienzos del siglo cuarto, presupone la existencia de una prioridad pastoral y de un fenómeno teológico.

La objeción de que la Iglesia, al «imponer» el celibato, ofende los derechos individuales no tiene fundamento. En primer lugar, ningún candidato al sacerdocio tiene derecho a ser ordenado -la vocación sacerdotal es un don de Dios que otorga al que quiere, sin importar los méritos del individuo. En segundo lugar, los que han sido llamados al sacerdocio aceptan con libertad plena la disciplina del celibato ordenada por la Iglesia. Esto lo hacen después de seis años de intensa preparación y de una reflexión maduramente pensada, en una edad en que son plenamente capaces de tomar una decisión madura.

¿Puede la Iglesia «imponer» el celibato? La Iglesia responde a la acción del Espíritu Santo que actúa dentro de ella y la guía hacia la verdad plena (cfr. Jn 16, 13). En ese sentido está perfectamente en su derecho -por su experiencia, su tradición y por el testimonio constante de un celibato vivido a través de los siglos- para pedir a sus sacerdotes que sean célibes. Ciertamente, al hacerlo, pide más de lo que es humanamente justificable o exigible. Sin embargo, la Iglesia no es una organización humana. Tiene un origen divino y ha sido bendecida con poderosos medios de gracia y con los carismas del Espíritu Santo. Estos mismos le llevan a afirmar audazmente que, en el rito Latino, la voluntad de Dios para sus ministros es que sean célibes, y que, cuando se da una vocación al sacerdocio, el Espíritu Santo la dota del carisma del celibato.

Ante la oposición y la ceguera espiritual de una cultura hedonista, puede surgir la tentación de escoger el camino fácil y establecer un celibato opcional. Sin embargo, es una señal del carácter esencialmente sobrenatural de la Iglesia, su constante convicción en el origen apostólico del celibato, y el valor con que siempre ha remado contracorriente en este asunto. A través de los siglos, ha escuchado todas las razones psicológicas, sociológicas y funcionales que parecen justificar un celibato opcional. Pero nunca ha sentido que estos argumentos fueran adecuados. Contra la sabiduría convencional, ha enraizado más su convicción en las promesas de Cristo, y nunca ha dudado de que el Espíritu Santo puede y quiere otorgar este carisma generosamente cuando se pide con humildad.

El evangelista Lucas narra que Jesús “dijo a Simón: ‘Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar’. Simón le respondió: ‘Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes’. Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse... y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: ‘Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador’... Jesús dijo a Simón: ‘No temas. Desde ahora serás pescador de hombres’. Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5, 4-8. 10-11).

ALGUNOS DOCUMENTOS CITADOS POR EL AUTOR

MAGISTERIO DE LA IGLESIA
CONCILIO VATICANO II, Decreto Presbyterorum ordinis.
PABLO VI, carta encíclica, Sacerdotalis caelibatus, 24.VI.1967.
JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica post-sinodal, Pastores dabo vobis (25.III.1992), n. 29 [=PDB].
JUAN PABLO II, Discurso al Simposio Sacerdotal sobre la Pastores dabo vobis, 28.V 1993.
JUAN PABLO II, Carta de Jueves Santo (8.IV 1979)
JUAN PABLO II, Discurso, 7.IV 1982, n. 2.
JUAN PABLO II, Discurso, 23.VI.1982.
JUAN PABLO II, Discurso, 30.VI.1982, nn. 1-5.
JUAN PABLO II, Discurso, 22.X.1993.
JUAN PABLO II, Original Unity of Man and Woman: Catechesis on the Book of Genesis, Boston 1981. Es una serie de veintitrés discursos de las audiencias de los miércoles, entre el 5.IX.1979 y el 2.IV 1980.
JUAN PABLO II, Carta Apostólica, Mulieris dignitatem (sobre la dignidad de las mujeres), 15.VIII.1988, nn. 23-27.
JUAN PABLO II, Carta Apostólica, Novo millenio ineunte (6.1.2001), 30 y 31.
JUAN PABLO II, Varón y mujer. Teología del cuerpo, Madrid 1996; La redención del corazón, Madrid 1996; Matrimonio, amor y fecundidad. Catequesis sobre la redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio, Madrid 1998; El celibato apostólico. Catequesis sobre la resurrección de la carne y la virginidad cristiana, Madrid 1995; El Papa nos habla de la «Humanae Vitae» (Folletos MC 392). Están reunidos en un sólo volumen en Hombre y mujer los creó, Madrid 2000.
Directorio sobre el Ministerio y Vida de los Sacerdotes (Congregación para el Clero, 31 enero 1994)

OTROS
Para una visión general de la fundamentación del celibato en la Escritura, vid. THOMAS MCGOVERN, Priestly Celibacy Today, Dublin 1998, 70-98.

C. SEDE, «The relevance of priesty celibacy today», in For Love Alone: Reflections on Priestly Celibacy, Maynooth 1993, 69-70 (Solo per amore. Reflessioni sul celibato sacerdotale, Edizioni Paoline, 1993.

ÁLVARO DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1 1990, 81-82.

A.M. STICKLER, o.c., pp. 91-93; S. HEID, o.c., pp. 240-245.

J. SAWARD, Christ in the Answer: Tbe Christ-Centred Teaching of Pope John Paul II, Edinburg 1995, 65-67; 125-128.

W POLTAWASKA, Priestly celibacy in the light of medicine and psychology, en For Lo­ve Alone, p. 89.

B. MADRE TERESA DE CALCUTA, Priestly Celibacy: Sign of the Charity of Cbrist, en For Love Alone, p. 212.

J.B. TORELLÓ, Las ciencias humanas ante el celibato sacerdotal, en «Scripta Theologica», 27 (1995/1), 269-283.

V. FRANKL, Man ´s Search for Meaning, London 1964.

ALGUNAS NOTAS

Nota 7. Cfr. JUAN PABLO II, Discurso, 5.V 1982, n. 2. Como el Santo Padre destaca (cfr. Ibid., n. 3), esta renuncia es, paradójicamente, al mismo tiempo una afirmación del valor de lo que la persona se abstiene. Así nos recuerda que la vocación al celibato es, en cierto sentido, indispensable para que el significado nupcial del cuerpo pueda ser más fácilmente reconocido en la vida conyugal y familiar. Esto es así porque la clave para entender la sacramentalidad del matrimonio es el amor esponsal de Cristo por su Iglesia, tan elocuentemente descrito por san Pablo en su carta a los Efesios (cfr. Ef 5, 22-33). Juan Pablo II ha afirmado frecuentemente la naturaleza complementaria y correlativa del sacerdocio y la vocación matrimonial. Por ejemplo, en su exhortación apostólica Familiaris consortio (22.XI.1981), dice: «La virginidad o el celibato por el Reino de Dios no solamente no contradice la dignidad del matrimonio sino que lo presupone y lo confirma. Matrimonio y virginidad o celibato son dos formas de expresar y vivir el único misterio de la alianza de Dios con su pueblo. Cuando el matrimonio no es estimado, tampoco puede existir la virginidad consagrada o el celibato; cuando la sexualidad humana no es considerada como un gran valor dado por el Creador, la renuncia a él por el Reino del Cielo pierde su significado... En virtud de esta gracia, la virginidad o el celibato mantiene viva en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de cualquier reducción y empobrecimiento» (n. 16)].

Nota 15. Sobre la dimensión histórica del celibato, vid. Ch. COCHINI, Apostolic Origins of Priestly Celibac, San Francisco 1990; R. CHOLA, Clerical Celibac in East and West, Leominister 1988; S. HEID, Celibacy in the Early Church, San Francisco 2000; S.L. JAKI, Theology of Priest Celibacy, Front Royal (Va) 1997; A.M. STICKLER, The Case for Clerical Celibacy: Its Historical Development and Theological Foundations, San Francisco 1995. JUAN PABLO II, en su Carta a los Sacerdotes (8.IV 1979), hace una significativa observación: «La Iglesia Latina ha deseado, remitiéndose al ejemplo del mismo Cristo, a la enseñanza apostólica y a la Tradición entera, como más conveniente para ella, que los que reciben el sacramento del Orden abracen esta renuncia "por causa del Reino de los Cielos"» (n. 8).

Nota 48. El arzobispo Ch.J. CHAPUT de Denver señala en este sentido: «como un hijo del Dios lleno de vida, cada persona humana desea procrear nuevas vidas. Para el sacerdote, el celibato no es ni un rechazo ni una represión de su sexualidad, sino una elección positiva para ser espiritualmente dador de vida para una familia espiritual mayor, que es la de la fe. Un sacerdote célibe es un "no casado" sólo porque no está casado con una mujer concreta con esa maravillosa unión que se crea con el Sacramento del Matrimonio. Pero -por el indeleble carácter conferido a través del Sacramento del Orden, que le permite estar configurado para siempre con Cristo célibe- está casado con su Novia, la Iglesia. Por eso, se convierte también en un signo del amor radical a que dios les llama, para aquellos que están en el estado matrimonial. Es en reconocimiento de su vocación como marido de la comunidad de creyentes a la que sirve, por eso llamamos tradicionalmente al sacerdote "padre". Los que hemos nacido en la Iglesia a través del bautismo expresamos así nuestro amor para aquellos que están casados con nuestra Madre la Iglesia». Carta Pastoral «As Christ Loved the Church» (8.1X.1999). Disponible en www.archden.org/archbishop/docs/priesthood.htm.

49. JUAN PABLO II, una vez descrito que el sacerdote debe ser una imagen viva de Jesucristo Esposo de su Iglesia, explica de qué forma se refleja en la vida espiritual del sacerdote el aspecto esponsal del celibato (Pastores dabo vobis, n. 22): «En cuanto representa a Cristo cabeza, pastor y esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia... por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo esposo con la Iglesia esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada también por este rasgo esponsal, que le pide ser testigo del amor de Cristo como esposo y, por eso, ser capaz de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de "celo" divino (cfr. 2 Co 11, 2), con una ternura que incluso asume matices del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los "dolores de parto" hasta que "Cristo sea formado" en los fieles (cfr. Ga 4, 19)». Para un desarrollo de esta idea, véase TH.J. McGOVERN, Priestly Identity: A Study in Theology of Priesthood, Dublin 2002, 123-153.

52. «La Iglesia es virgen porque guarda entera y pura la fidelidad dada al Esposo. Cristo, de acuerdo con la enseñanza contenida en la Carta a los Efesios (cfr. Ef 5, 32), es el Esposo de la Iglesia. El significado nupcial de la Redención nos obliga a cada uno a guardar nuestra fidelidad a la vocación, porque significa que participamos en la misión salvífica de Cristo, sacerdote, profeta y rey. La analogía entre la Iglesia y la Virgen Madre es especialmente elocuente para nosotros, que unimos nuestra vocación sacerdotal al celibato, esto es, "haciéndonos eunucos por el Reino de los Cielos". Renunciamos libremente al matrimonio y a establecer nuestra propia familia para estar más disponibles al servicio de Dios y del prójimo. Puede decirse que renunciamos a la paternidad "según la carne" en orden a que pueda crecer y desarrollarse en nosotros la paternidad "según el Espíritu" (cfr. Jn 1, 13) la cual, como se ha dicho, tiene al mismo tiempo rasgos maternales» (JUAN PABLO II, Carta de Jueves Santo, 1988, n. 5).

53. «Nuestro celibato manifiesta por su parte que estamos enteramente consagrados a la obra para la que el Señor nos ha llamado. El sacerdote, seducido por Cristo, se convierte en "un hombre para los demás", completamente disponible para el reino, con su corazón indiviso, capacitado para la aceptación de la paternidad en Cristo» (JUAN PABLO II, Discurso, 30.V 1980, n. 8).

54. «El celibato del sacerdote no tiene sólo una significación escatológica, como un anticipo del futuro Reino. También expresa la profunda conexión que le une con los fieles, hasta el punto de que la comunidad de fieles nace de su carisma y está destinada a colmar la capacidad de amar que el sacerdote tiene» (JUAN PABLO Il, Homilía, 4.XI.1980).

Nota 64. Juan Pablo II desarrolló en un discurso a los sacerdotes de Fulda en Alemania, les recordó que habían percibido la llamada de Dios desde las profundidades de sus propias debilidades, y que la conciencia constante de su debilidad no debe ser una razón para ser infieles a la llamada. Continuó: «Cristo nos ha enseñado que el hombre tiene por encima de todo un derecho a la grandeza, un derecho a aquello que lo eleva por encima de todo. Precisamente aquí emerge su dignidad peculiar: aquí se revela el maravilloso poder de la gracia: nuestra verdadera grandeza es un regalo que procede del Espíritu Santo. En Cristo, el hombre adquiere el derecho a semejante grandeza. Y la Iglesia, a través del mismo Cristo, tiene un derecho al regalo de hombre: un regalo por el cual el hombre se ofrece totalmente a Dios, y opta también por el celibato "por el Reino de los Cielos" (Mt 19, 12) para ser siervo de todos» (Discurso, 17.XI.1980).
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