Curas...
Juan Manuel de Prada
02.04.07 ABC
Porque son hombres normales
Una encuesta publicada por la revista "21RS" entre sacerdotes diocesanos ha
proporcionado durante los últimos días diversas excusas para la comidilla
periodística. Se ha insistido mucho, por ejemplo, en que hay curas que se
declaran partidarios del celibato opcional, curas que adoptan posturas
contrarias cuando se les pregunta sobre la recepción del Concilio Vaticano II,
curas que se declaran de izquierdas o de derechas.
Se descuida, en cambio, el
dato esencial de la encuesta, el dato que hace palidecer todos los demás:
noventa y siete de cada cien curas encuestados afirman sin dubitación que, si
volvieran a nacer, elegirían otra vez el ministerio sacerdotal, volverían a
dejarlo todo y a seguir la llamada que un día los convocó. Y esta respuesta tan
abrumadoramente unánime nos sitúa ante la grandeza y generosidad de su decisión:
más allá de cualquier discrepancia, más allá de preferencias ideológicas, estos
curas se saben y se sienten curas, saben y sienten que no podrían ser otra cosa,
saben y sienten que el sentido de su elección ha dado sentido a su vida y que,
sin esa elección, su vida resultaría estéril e ininteligible.
La banalidad contemporánea puede regocijarse analizando los pareceres
encontrados que esa encuesta manifiesta; en el fondo, ese regocijo es la
expresión de una incomprensión supina. No hay personas tan radicalmente libres
como los curas: la decisión que un día adoptaron los convirtió en hombres a
contracorriente, hombres capaces de escuchar una voz interior entre el tumulto
de voces confusas con que nuestra época nos aturde, hombres dispuestos a
renunciar a formas de vida mucho menos exigentes a cambio de una felicidad
difícil y puesta a prueba cada día; cuando se ha sido libre hasta tal extremo en
lo esencial, es natural que se sea libre también en lo accesorio.
Quienes hemos
tenido la suerte de tropezarnos en nuestro camino con curas que desempeñan su
ministerio con alegría y denuedo sabemos, sin necesidad de encuestas, que
participan de las pasiones humanas, y que por lo tanto poseen opiniones muy
diversas sobre asuntos que afectan accesoriamente a su ministerio; pero también
sabemos que el fuego que alimenta su vocación es el mismo, sabemos que en lo que
verdaderamente importa no hay entre ellos disensiones ni titubeos. Todos se
saben, con orgullo y humildad, pescadores de hombres, ungidos por Dios para
predicar la buena nueva. Se saben depositarios de una gracia que es testimonio
de la fidelidad de Dios al hombre; y esa certeza les basta para vivir.
Mal iríamos si no hubieran
Sólo cuando entendemos la razón última de su vocación podemos comprender la
naturaleza de su servicio. Sólo entonces entendemos el sacrificio de esos curas
rurales que atienden media docena de parroquias en pueblos que ni siquiera
figuran en el mapa; sólo entonces entendemos el pundonor de esos curas ya
achacosos que siguen levantándose de la cama cuando suena un teléfono en mitad
de la noche y una voz les requiere para administrar los sacramentos a un
moribundo; sólo entonces entendemos el coraje de esos chavales que ingresan en
un seminario, contrariando las inercias de una época que ha renunciado al
espíritu; sólo entonces entendemos la epopeya anónima de tantos curas que se
desvelan por los pobres, que se vuelcan en los ancianos y en los enfermos, que
encuentran siempre un rato libre para donarlo a quienes se acercan a ellos en
busca de consuelo espiritual. Yo he tenido la suerte de conocer a algunos de
estos curas, he tenido la suerte de disfrutar de su amistad y de sentirme
querido por ellos, de sentirme salvado por ellos.
He tenido la suerte de compartir sus tribulaciones y de escuchar sus
inquietudes; y he comprobado que, en su rica e inabarcable diversidad, son todos
uno y lo mismo: hombres que han elegido servir a otros hombres, hombres que
renuevan cada día el misterio de la Redención, que se calcinan en el desempeño
de su ministerio sin pedir nada a cambio, en un ejercicio de generosidad insomne
que nunca dejará de asombrarme. Son curas, sin adjetivos ni aderezos. El día en
que dejaran de existir el mundo se apagaría, habría perdido la esperanza.