El perfil del sacerdote
Benedicto XVI
en la de ordenación sacerdotal
7 de mayo de 2006.
Queridos hermanos y hermanas;
queridos ordenandos:
En esta hora en la que vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de la
ordenación sacerdotal sois introducidos como pastores al servicio del gran
Pastor, Jesucristo, el Señor mismo nos habla en el evangelio del servicio en
favor de la grey de Dios.
La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían
designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento
Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del
pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas
del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de
los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios
mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través del profeta: "Como un pastor
vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los
lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas" (Ez 34, 12).
Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado: él mismo es el buen Pastor en
quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos
y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado
había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con
él y por él, llama a Jesús el "archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf.
1 P 5, 4), y con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de
Jesucristo por medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto
es lo que se expresa en el sacramento de la Ordenación: el sacerdote, mediante
el sacramento, es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y
actuando con vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único
Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.
El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del gran
discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres
cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y ellas
lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre
estas tres características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar
brevemente la parte precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús,
antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo: "Yo soy la puerta" (Jn
10, 7). En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús pone de
relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando: "El que sube por
otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1).
Esta palabra "sube" ("anabainei") evoca la imagen de alguien que trepa al
recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir":
se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de
conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir. Es la imagen del
hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse
en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio
humilde de Jesucristo.
Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es
la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear
llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y
así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere
conducir por el camino de la vida.
Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa
precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para
que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de
autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir
conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya y
nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.
Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos
esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros,
para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a
través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.
Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús
sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso
sobre los pastores, dice: el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de la
cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es el gran servicio
que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un
pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo
mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de
la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús
en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros.
A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo
adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria
divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno
de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que
se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo
en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él
está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano,
se da a sí mismo.
La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que
aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la
muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo
aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo
aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que
necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más
importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la
libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así,
siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a
ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.
En segundo lugar el Señor nos dice: "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a
mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta
frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están
entrelazadas: la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y
los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas
porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a
Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y
tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede
ser lo que buscan.
Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se
abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en
nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con
Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender
verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad
del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de
nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor.
Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral
práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos
a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el
conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y
ciertamente es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido
bíblico: no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación
interior, sin una profunda aceptación del otro.
El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su
conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el
corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón,
si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a
nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón
de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de
Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona
a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también
nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.
Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el
corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear
así una verdadera comunidad.
Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor:
"Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo
que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10,
16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de
matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el
pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de
palabras proféticas, y añade: "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la
nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban
dispersos" (Jn 11, 52).
Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero
sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel,
en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad
entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de
la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la
humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a
toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a
toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en
Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.
La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en
cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así: musulmanes,
hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su
propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por
todos y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en nuestras
respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe
preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que
buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas,
construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote.
Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los
caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete
también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no
han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la
unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el
compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de
todas las diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el
mundo, el único que puede crear dicha unidad.
La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor
que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del
sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la sociedad de
entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha transformado con toda
naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la
humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y
nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a
la oveja perdida, que es la humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la
imagen del verdadero Pastor, Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os
encomendamos a vosotros, queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que
os conduzca y os lleve todos los días; para que os ayude a ser, por él y con él,
buenos pastores de su rebaño. Amén.