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Joseph Ratzinger: La Verdad del Cristianismo

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Conferencia impartida en la Sorbona de París
27 de noviembre de 1999

Al final del segundo milenio, el cristianismo vive, en el terreno de su expansión original, Europa, una honda crisis que resulta de su pretensión a la verdad. Esta crisis tiene una dimensión doble; primero, se plantea cada vez más la cuestión de si es justo, en el fondo, aplicar la noción de verdad a la religión: en otros términos, si le es dado al hombre conocer la verdad propiamente dicha sobre Dios y las cosas divinas.
 

El hombre contemporáneo se reconoce mejor en la parábola budista del elefante y los ciegos: un rey del norte de la India reunió un día en un mismo lugar a todos los habitantes ciegos de la ciudad. Después hizo pasar ante los asistentes a un elefante. Permitió que unos tocaran la cabeza, diciéndoles: esto es un elefante. Otros tocaron la oreja o el colmillo, la trompa, la pata, el trasero, los pelos de la cola. Luego, el rey preguntó a cada quien: ¿cómo es un elefante?, y según la parte que habían tocado, contestaron: es como un cesto de mimbre, es como un recipiente, es como la barra de un arado, es como un depósito, como un pilar, como un mortero, una escoba... Entonces —continúa la parábola—, empezaron a pelear y a gritar "el elefante es así o asado" hasta que se abalanzaron unos contra otros a puñetazos, para gran diversión del rey. La querella de la religiones se revela a los hombres de hoy como la querella de estos hombres que nacieron ciegos. Tal parece, frente a los secretos de lo divino, que somos como ciegos de nacimiento. Para el pensamiento contemporáneo, el cristianismo de ninguna manera se halla en una postura más positiva que otras. Al contrario, con su pretensión de verdad, parece particularmente ciego frente al límite de nuestro conocimiento de lo divino, y se distingue por un fanatismo singularmente insensato, que toma irremediablemente la parte que la experiencia personal logró asir por el todo.
 

Este escepticismo general ante la pretensión de verdad en materia religiosa se alimenta también de las interrogantes de la ciencia moderna sobre los orígenes y el objeto de la esfera cristiana. Es como si la teoría de la evolución hubiera rebasado la teoría de la creación y los conocimientos sobre el origen del hombre, la doctrina del pecado original: la exégesis crítica hace relativa la figura de Jesús y duda de su conciencia de Hijo; el origen de la Iglesia en Jesús parece incierto, etcétera. El "fin de la metafísica" propició que el fundamento filosófico del cristianismo se volviera problemático, mientras que los modernos métodos históricos colocaron sus bases históricas bajo una luz ambigua. Así, resultó fácil reducir los contenidos cristianos a un discurso simbólico, sin atribuirles una verdad superior a la de los mitos de la historia de las religiones: se perciben como una forma de experiencia religiosa que debe situarse con humildad al lado de otras. En tal sentido, todavía es posible, en apariencia, seguir siendo cristiano; siguen usándose las expresiones del cristianismo, aunque su pretensión, claro está, se ha transformado de pies a cabeza: la verdad que fue para el hombre una fuerza obligatoria y una promesa confiable, es ahora una expresión cultural de la sensibilidad religiosa general, expresión que, nos dan a entender, es el producto de los avatares de nuestro origen europeo.
 

A principios de este siglo, Ernst Troeltsch formuló filosófica y teológicamente este retiro interior del cristianismo con relación a su pretensión universal original, que sólo podía fundarse sobre su pretensión de verdad. Se convenció de que las culturas son insuperables y de que la religión está ligada a las culturas. El cristianismo no es más que la parte del rostro de Dios que está vuelta hacia Europa. Las "particularidades individuales de los círculos culturales y raciales" y "las particularidades de sus grandes formaciones religiosas en conjunto" alcanzan el rango de una instancia última: "¿quién se atreve a comparar valores de forma decisiva? Sólo Dios, que está en el origen de estas diferencias, puede hacerlo". El ciego de nacimiento sabe que no nació para ser ciego; no dejará de interrogarse sobre el porqué de su ceguera y cómo librarse de ella.
 

Sólo en apariencia el hombre se resignó al veredicto de haber nacido ciego, la única realidad que en última instancia cuenta en su vida. La titánica empresa de adueñarse del mundo, de extraer de nuestra vida y para ella todo lo que sea posible, prueba —tanto como los destellos de un culto hecho de trance, de trasgresión y de autodestrucción—, que el hombre no se satisface con este juicio. Si no sabe de dónde viene ni por qué existe, ¿no es acaso en todo su ser una criatura fallida? Qué engañoso es ese adiós dizque definitivo a la verdad divina y a la esencia de nuestro yo, y esa aparente satisfacción de no tener que ocuparse ya más de ello. El hombre no puede resignarse a ser y permanecer en esencia ciego de nacimiento. El adiós a la verdad nunca es definitivo. Así las cosas, debe replantearse la anacrónica pregunta de si es verdad el cristianismo, por superficial e irresoluble que le parezca a muchos. ¿Cómo replantearla? Sin duda la teología cristiana deberá examinar minuciosamente, sin miedo a exponerse, las diversas instancias que se elevaron contra la pretensión cristiana de verdad en materia filosófica, en las ciencias naturales, en la historia natural. Pero también debe lograr una visión que abarque el problema entero de la esencia del cristianismo, de su postura en la historia de las religiones y de su lugar en la vida humana. Quisiera dar un paso en tal sentido, concentrándome en la pregunta de cómo en sus orígenes el propio cristianismo percibió su pretensión en el cosmos de las religiones.
 

Hasta donde entiendo, ningún texto de la Antigüedad cristiana es tan esclarecedor al respecto como la discusión de San Agustín con la filosofía religiosa del "más docto de los romanos", Marco Terencio Varrón (116-27 a.C.). Varrón compartía la imagen estoica de Dios y del mundo. Definía a Dios como "animam motu ac ratione mundum gubernantem" ("el alma que dirige el mundo por el movimiento y la razón"), en otras palabras, como el alma del mundo que los griegos llamaron Cosmos: "hunc ipsum mundum esse deum". Al alma del mundo, cierto, no se le rendía culto. No fue el objeto de una religio. En otros términos, verdad y religión, conocimiento racional y orden cultual se ubican en dos planos totalmente diferentes. El orden cultual, el mundo concreto de la religión, no pertenece al orden de la res, de la realidad como tal, sino al de las costumbres (mores). Los dioses no crearon el Estado, el Estado estableció a los dioses cuya veneración es indispensable para el orden del Estado y el buen comportamiento de los ciudadanos. La religión es, en esencia, un fenómeno político. Varrón distingue tres tipos de "teología", entendiendo por teología la ratio quae de diis explicatur —la comprensión y la explicación de lo divino, podría traducirse. Tales son la theologia mythica, la theologia civilis y la theologia naturalis. Mediante cuatro definiciones aclara qué entiende por estas "teologías".
 

La primera definición se refiere a los tres teólogos ordenados bajo estas tres teologías: los teólogos de la teología mítica son los poetas, porque compusieron cantos sobre los dioses y porque son también los poetas de la divinidad. Los teólogos de la teología física (natural) son los filósofos, es decir los eruditos, los pensadores que, más allá de las costumbres, se interrogan sobre la realidad, sobre la verdad; los teólogos de la teología civil son los "pueblos", que no optaron por aliarse a los filósofos (a la verdad) sino a los poetas, a sus visiones poéticas, a sus imágenes y figuras. La segunda definición concierne al lugar de la realidad donde se ubica cada teología. La teología mítica se acomoda en el teatro que se inscribía por completo en un rango religioso, de culto; de acuerdo con la opinión imperante, los espectáculos se instauraron en Roma por orden de los dioses. La teología política se acomoda en la urbs, aunque el espacio de la teología natural es el cosmos. La tercera definición se refiere al contenido de las tres teologías: la teología mítica abarca las fábulas que crean los poetas acerca de los dioses; la teología del Estado, el culto; la teología natural responde la pregunta de quiénes son los dioses.
 

Aquí vale la pena escuchar con más detenimiento: "si constan de fuego, como creyó Heráclito, si de números, como creyó Pitágoras, si de átomos, como Epicuro, y otros desvaríos semejantes más acomodados para ser oídos entre paredes, en las escuelas, que afuera en el trato humano y la conversación social" ("La Ciudad de Dios", San Agustín, Libro VI). Aparece, con toda claridad, que esta teología natural es una desmitologización o, mejor aún, una racionalidad que con su mirada crítica supera la apariencia mística que analiza mediante las ciencias naturales. Culto y conocimiento se separan por completo. El culto sigue siendo necesario pues es asunto de utilidad política; el conocimiento tiene un efecto destructor sobre la religión y no debe por ello colocarse en la plaza pública. Finalmente queda la cuarta definición: ¿Qué tipo de realidad constituyen las diversas teologías? Varrón responde: La teología natural se ocupa de la "naturaleza de los dioses" (que casi no existen), las otras dos teologías tratan de divina instituta hominum —de las instituciones divinas de los hombres.
 

Así, toda la diferencia se reduce a la que hay entre la física en su sentido antiguo y la religión cultural. "La teología civil finalmente no tiene dios alguno, solamente la ‘religión’, la ‘teología natural’ no tiene religión, sino solamente una divinidad". No, no puede tener religión alguna, porque no es posible dirigir religiosamente la palabra a su dios: fuego, número, átomos. Así, religio (término que designa esencialmente el culto) y realidad, el conocimiento racional de la realidad, se ubican como dos esferas separadas, una junto a la otra. La religio no encuentra su justificación en la realidad de lo divino, sino de su función política. Es una institución que el Estado necesita para existir. Sin duda, nos hallamos en este punto en una fase tardía de la religión, en la que el candor del mundo religioso se resquebraja e inicia su descomposición.
 

Sin embargo, el vínculo esencial de la religión con la comunidad del Estado penetra aún más a fondo. El culto es en última instancia un orden positivo y como tal no debe compararse con la cuestión de la verdad. En una época en que la función política tenía todavía fuerzas suficientes para justificarse como tal, Varrón podía seguir defendiendo el culto políticamente motivado, a partir de una concepción un tanto cruda de la racionalidad y de la ausencia de la verdad, mientras que el neoplatonismo buscaría pronto otra salida a la crisis, un medio en el que se basará más tarde el emperador Juliano en un esfuerzo por restablecer la religión romana de Estado: lo que dicen los poetas son imágenes que no deben entenderse de forma física; son imágenes que sin embargo dicen lo inefable para todos aquellos a quienes está vedado el camino real de la unión mística. Aunque las imágenes como tales no son verdaderas, se justifican en ese momento como acercamientos de lo que por fuerza debe permanecer por siempre inefable.
 

Pero nos hemos adelantado. En efecto, la postura neoplatónica por su parte es ya una reacción en contra de la postura cristiana ante el tema de la fundación cristiana del culto y de la fe que está en su origen, de la topografía de esta fe en la tipología de las religiones. Volvamos a Agustín. ¿Dónde sitúa al cristianismo en la tríada de las religiones de Varrón? Sorprendentemente, sin dudarlo siquiera, le asigna al cristianismo su lugar en el dominio de la teología física, en el dominio de la racionalidad filosófica. Esto lo coloca en perfecta continuidad con los teólogos anteriores al cristianismo, los Apologistas del siglo II, e incluso, con Pablo y su topografía de la realidad cristiana en el primer capítulo de la Epístola a los romanos: una topografía que, por su lado, se basa en la t e ología veterana —testamentaria de la sabiduría— y remonta, más allá de ésta, hasta los Salmos y sus mofas de los dioses.
 

El cristianismo, en esta perspectiva, tiene sus precursores y su preparación interior en la racionalidad filosófica y no en las religiones. El cristianismo, para Agustín y de acuerdo con la tradición bíblica, según él normativa, no se funda en imágenes y presentimientos míticos, cuya justificación se halla al fin y al cabo en su utilidad política, sino que, al contrario, tiende hacia la esfera divina que es capaz de advertir el análisis racional de la realidad. En otras palabras, Agustín identifica el monoteísmo bíblico con las visiones filosóficas sobre el fundamento del mundo, que se formaron, según diversas variaciones, en la filosofía antigua. Esto es lo que se entiende cuando, desde el areópago de San Pablo, el cristianismo se presenta con la pretensión de ser la religio vera. Significa: la fe cristiana no se basa en la poesía ni en la política, esas dos grandes fuentes de la religión; se basa en el conocimiento. Venera a este Ser que se halla en el fundamento de todo lo que existe, el "Dios verdadero".
 

En el cristianismo, la racionalidad se volvió religión y no su adversario. Por ende, porque el cristianismo se entendió como la victoria de la desmitologización, la victoria del conocimiento y con ella la de la verdad, debía por fuerza considerarse universal y llevarse a todos los pueblos: no como una religión específica que reprime a otras, no como un imperialismo religioso, sino más bien como la verdad que vuelve superflua la apariencia. Y es por ello justamente que en la amplia tolerancia de los politeísmos aparece necesariamente como intolerable, y hasta como enemiga de la religión, como "ateísmo". No se limitó a la relatividad y a la convertibilidad de las imágenes, de suerte que incomodó en especial la utilidad política de las religiones y puso en peligro los fundamentos del Estado, en el que no quiso ser una religión entre otras, sino la victoria de la inteligencia sobre el mundo de las religiones.
 

Por otra parte, se suma también a esta topografía de la esfera cristiana en el cosmos de la religión y de la filosofía, la fuerza de penetración del cristianismo. Desde antes que se iniciara la misión cristiana, en los círculos cultos de la Antigüedad se buscó, en la figura del "hombre temeroso de Dios", una alianza con la fe judaica. Ésta se advertía como una figura religiosa del monoteísmo filosófico en correspondencia con las exigencias de la razón a la vez que con la necesidad religiosa del hombre. La filosofía no podía responder a esta necesidad por sí sola: no se reza a un dios que sólo se piensa. Sin embargo, cuando el dios que el pensamiento halló se deja encontrar en el corazón de la religión como un dios que habla y actúa, el pensamiento y la fe se reconcilian. En esta alianza con la sinagoga, quedaba sin embargo un fondo insatisfactorio: el no judío no era más que un socio, no lograba una pertenencia completa.
 

Esta cadena la rompió la figura de Cristo en el cristianismo, según la interpretó Pablo. A partir de ahí, el monoteísmo religioso del judaísmo se volvió universal y la unidad entre pensamiento y fe, la religio vera, se volvió accesible a todos. Justino el filósofo, Justino mártir (+167) puede verse como una figura sintomática de este acceso al cristianismo: estudió todas las filosofías y al final reconoció en el cristianismo la vera philosophia. Al convertirse al cristianismo, no renegó, según su propia convicción, de la filosofía, sino que apenas entonces se hizo en verdad filósofo.
 

La convicción de que el cristianismo es una filosofía, la filosofía perfecta, la que pudo penetrar hasta la verdad, permaneció vigente tiempo después de la era patrística. Está presente en el siglo XIV en la teología bizantina de Nicolás Cabasilas de una manera del todo normal. Cierto, no se entendía únicamente con ello la filosofía como una disciplina académica de naturaleza meramente teórica, sino también y sobre todo, en el plano práctico, como el arte de vivir y de morir justamente, un arte que, empero, sólo se logra a la luz de la verdad. La unión de la racionalidad y de la fe, que se dio en el desarrollo de la misión cristiana y en la edificación de la teología cristiana, trajo, claro está, correctivos decisivos en la imagen filosófica de Dios; de éstos, dos en particular deben mencionarse.
 

El primero consiste en que el Dios en el que creen y que veneran los cristianos, a diferencia de los dioses míticos y políticos, es verdaderamente natura Deus; en esto, satisface las exigencias de la racionalidad filosófica. Pero a la vez, también es válido el otro aspecto: non tamen omnis natura est Deus: no toda naturaleza es Dios. Dios es Dios por naturaleza, pero la naturaleza como tal no es Dios. Se produce una separación entre la naturaleza universal y el ser que la funda, que le da origen. Sólo entonces la física y la metafísica se distinguen claramente una de la otra. Sólo el Dios verdadero que podemos reconocer por el pensamiento en la naturaleza es objeto de plegarias. Aunque es más que la naturaleza: la precede, ella es su criatura. A esta separación entre la naturaleza y Dios se suma un segundo hallazgo, aún más importante: a Dios, a la naturaleza, al alma del mundo, o cual fuere el nombre que se le daba, no se le podía rezar; establecimos que no era un "dios religioso". Pero ahora, lo enunciaba ya la fe del Antiguo Testamento y más aún la del Nuevo Testamento, este dios que precede a la naturaleza se volvió hacia los hombres.
 

Porque no es solamente naturaleza, no es un dios silencioso. Entró en la historia, vino al encuentro del hombre, y por ello el hombre puede ahora encontrase con él. Puede vincularse con Dios porque Dios se vinculó al hombre. Ambas dimensiones de la religión, la naturaleza en su reino eterno y la necesidad de salvación del hombre en sufrimiento y en lucha, que estaban siempre separadas, están vinculadas. La racionalidad puede volverse una religión, porque el Dios de la racionalidad entró a su vez en la religión. El elemento que reivindica finalmente la fe, la palabra histórica de Dios ¿no es acaso el presupuesto para que la religión pueda volverse ahora hacia el Dios filosófico, que no es un Dios meramente filosófico y que sin embargo no desdeña el conocimiento filosófico sino que lo asume? Algo sorprendente se vuelve aquí manifiesto: los dos principios fundamentales, contrarios en apariencia al cristianismo, el vínculo con la metafísica y el vínculo con la historia, se condicionan y remiten uno al otro. Suman juntos la apología del cristianismo como religio vera.
 

Si en consecuencia vale decir que la victoria del cristianismo sobre las religiones paganas fue posible gracias a su pretensión a la inteligibilidad, hay que añadir a esto un segundo motivo de igual importancia. Consiste, para decirlo en términos muy generales, en la seriedad moral del cristianismo, característica que, por lo demás, Pablo había también acercado a la racionalidad de la fe cristiana; lo que la ley busca en el fondo, las exigencias esenciales, iluminadas por la fe cristiana, del Dios único en la vida del hombre, satisface las exigencias del corazón humano, de cada hombre, de suerte que cuando se le presenta esta ley, la reconoce como el Bien. Corresponde a lo que "por naturaleza es bueno" (Romanos 2: 14).
 

La alusión a la moral estoica, a su interpretación ética de la naturaleza, es aquí tan manifiesta como en otros textos de Pablo, por ejemplo en la Epístola a los Filipenses. "Ocupad vuestro pensamiento en todo lo verdadero, en todo lo honesto, en todo lo justo, en todo lo puro, en todo lo amable, en todo lo de buena fama; haciendo todo aquello que merezca elogio" (Filipenses, 4: 8). Así la unidad fundamental (aunque crítica) con la racionalidad filosófica, presente en la noción de Dios, se confirma y se concreta entonces en la unidad, a su vez crítica, con la moral filosófica. Al igual que en el dominio de la religión, el cristianismo rebasaba los límites de la sabiduría de la filosofía de escuela porque precisamente el Dios pensado se dejaba encontrar como un Dios vivo; así, hubo aquí también un más allá de la teoría ética en una praxis moral, vivida y concretada de manera comunitaria, en la que la perspectiva filosófica se trascendía y se transportaba a la acción real, en particular en la concentración de toda la moral bajo el doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo.
 

El cristianismo, podríamos simplificar, convencía por el nexo entre la fe y la razón y por la orientación de la acción hacia la caritas, el cuidado caritativo de los enfermos, de los pobres y de los débiles, por encima de todos los límites de la condición. Que ésta fuese la fuerza el cristianismo sin duda se revela con toda claridad en la manera cómo el emperador Juliano intentó restablecer el paganismo bajo una nueva forma. Él, Pontifex maximus de la religión restablecida de los dioses antiguos, instituyó una jerarquía pagana de sacerdotes y metropolitas, hasta entonces inexistente. Los sacerdotes debían ser ejemplos de moralidad; debían entregarse al amor de Dios (la divinidad suprema por encima de los dioses) y del prójimo. Estaban obligados a actos de caridad hacia los pobres, no podían leer las comedias licenciosas ni las novelas eróticas, y debían predicar los días festivos a partir de un argumento filosófico para instruir y formar al pueblo. Al respecto, Teresio Bosi dice con razón que el emperador no buscaba con esto restablecer el paganismo, sino cristianizarlo, mediante una síntesis forzada en dirección del culto de los dioses entre la racionalidad y la religión.
 

Podemos decir, si miramos hacia atrás, que la fuerza que transformó al cristianismo en una religión mundial consistió en su síntesis entre razón, fe y vida: esta síntesis precisamente halla en las palabras religio vera una expresión abreviada. Se impone aún más la pregunta: ¿por qué esta síntesis no convence hoy? ¿Por qué la racionalidad y el cristianismo se consideran, más aún, contradictorios y hasta excluyentes? ¿Qué cambió en la racionalidad, qué cambió en el cristianismo para que así sea? Antaño, el neoplatonismo, Porfirio en especial, opuso a la síntesis cristiana una interpretación distinta de la relación entre filosofía y religión, una interpretación que se entendía como la refundación filosófica de la religión de los dioses. Sobre ella Juliano edificó y fracasó.
 

Hoy sin embargo, esta otra manera de armonizar la religión y la racionalidad es la que parece imponerse como la forma de religiosidad adaptada a la conciencia moderna. Porfirio formula así su primera idea fundamental: latet omne verum —la verdad está oculta. Recordemos la parábola del elefante, que ilustra esta idea donde coinciden budismo y neoplatonismo. Según ella, no hay certidumbre acerca de la verdad sobre Dios, tan sólo opiniones. En la crisis de Roma en el siglo IV tardío, el senador Símaco —imagen refleja de Varrón y de su teoría de la religión — regresó a la concepción neoplatónica hacia formulaciones sencillas y pragmáticas, que se hallan en su discurso de 384 ante el emperador Valentiniano II, en defensa del paganismo y a favor del restablecimiento de la diosa Victoria en el senado romano. Cito sólo la oración decisiva, ahora célebre: "Todos veneran una misma cosa, pensamos una misma cosa, contemplamos las mismas estrellas, el cielo encima de nosotros es único, nos envuelve un mismo mundo; poco importan las formas varias de la sabiduría mediante las cuales cada quien busca su verdad. No es posible llegar por un solo camino a un misterio tan grande".
 

Exactamente esto nos dice hoy la racionalidad: no conocemos la verdad como tal; en imágenes diferentes expresamos, a fin de cuentas, lo mismo. Un misterio tan grande, lo divino, no puede reducirse a una sola figura que excluya a todas las demás, a un camino que serviría a todos. Son muchos los caminos, muchas las imágenes, todas reflejan algo del todo y ninguna es por sí misma el todo. El ethos de la tolerancia es de quien reconoce en cada uno una parte de la verdad, de quien no coloca el suyo por encima del otro y de quien se inserta apaciblemente en la sinfonía polimorfa del eterno Inaccesible. Éste en efecto se disimula entre los velos de los símbolos, aunque estos símbolos son, tal parece, nuestra única posibilidad de alcanzar de alguna forma lo divino.
 

La pretensión del cristianismo de ser la religio vera ¿estaría rebasada por el progreso de la racionalidad? ¿Es indispensable rebajar el nivel de su pretensión e insertarla en la visión neoplatónica o budista o hindú de la verdad y del símbolo? ¿Conformarse, como lo propuso Troeltsch, con mostrar del rostro de Dios la parte que mira hacia los europeos? ¿Debe darse inclusive un paso más que Troeltsch, que consideraba todavía al cristianismo como la religión adaptada a Europa, tomando en cuenta que hoy en día la propia Europa duda de que esté adaptada? Esta es hoy la pregunta verdadera que deben enfrentar la Iglesia y la teología.

 

Todas las crisis que observamos ahora dentro del cristianismo sólo radican de manera muy secundaria en problemas institucionales. Los problemas de instituciones y de personas en la Iglesia se desprenden al cabo de esta pregunta y de su peso inmenso. Nadie espera que esta provocación fundamental al término del segundo milenio cristiano halle, ni de lejos, una respuesta definitiva en una conferencia. No puede hallar en lo absoluto una re s p u e s t a meramente teórica, al igual que, como actitud última del hombre, la religión nunca es sólo teoría. Requiere de esta combinación de conocimiento y de acción que fundó la fuerza de convicción del cristianismo de los Padres. Esto de ninguna manera significa que se pueden esquivar las exigencias intelectuales del problema remitiendo a la necesidad de la praxis. Sólo pro c u r a r é , para terminar, abrir una perspectiva que podría señalar la dirección. Vimos que la unidad racional, entre racionalidad y fe, a la que Tomás de Aquino le dio al fin una forma sistemática, se desgarró menos por el desarrollo de la fe que por los nuevos progresos de la racionalidad.
 

Como etapas de esta mutua separación, podríamos nombrar a Descartes, Spinoza, Kant. La nueva síntesis unificadora que intentó Hegel no le devolvió a la fe su lugar filosófico, aunque intentó convertirla en razón y abolirla como fe. A este absoluto del espíritu, Marx opuso la unicidad de la materia; la filosofía tuvo que ceñirse por completo a la ciencia exacta. Sólo el conocimiento científico exacto siguió mereciendo el término de conocimiento. La idea de lo divino quedó despedida. La profecía de Augusto Comte de que un día habría una física del hombre y que las grandes preguntas hasta entonces a cargo de la metafísica deberían tratarse en adelante tan "positivamente" como todo lo que es ya hoy ciencia positiva, tuvo en nuestro siglo XX, en la ciencias humanas, una resonancia impresionante. La separación que operó el pensamiento cristiano entre física y metafísica se deja cada día más al abandono. Todo debe volverse de nuevo "física". Cada vez más, la teoría de la evolución se cristalizó como la vía para que desapareciera por siempre la metafísica, para que la "hipótesis de Dios" (Laplace) se volviera superflua y se formulara una explicación del mundo estrictamente "científica".
 

Una teoría de la evolución que explique de manera conjunta la suma de todo lo real se convirtió en una especie de "filosofía primera", que representa, digamos, el fundamento verdadero de la comprensión racional del mundo. Cualquier intento por poner en juego otras causas que las que elabora esta teoría "positiva", cualquier intento de "metafísica", es visto como una recaída por debajo de la razón, como una pérdida de nivel ante la pretensión universal de la ciencia.
 

Por ello, la idea cristiana de Dios se considera a fuerza como no científica. A esta idea no corresponde más ninguna theologia physica: sólo la theologia naturalis es, en esta visión, la doctrina de la evolución y ésta precisamente no conoce a ningún Dios, ni Creador en el sentido del cristianismo (del judaísmo y del islam), ni alma del mundo, ni dinamismo interior en el sentido de la Stoah. Eventualmente, el mundo entero podría considerarse, en el sentido del budismo, como una apariencia, y la nada, como la verdadera realidad, y justificar así las formas místicas de la religión que no están, al menos, en concurrencia directa con la razón.
 

¿Se ha dicho entonces la última palabra? ¿La razón y el cristianismo están separados de manera definitiva? En cualquier caso, no hay camino que evite la discusión sobre el alcance de la doctrina de la evolución como filosofía primera y sobre la exclusividad del método positivo como única forma de ciencia y racionalidad. Esta discusión debe darse entre ambas partes con serenidad y en la disposición de escuchar, lo que hasta ahora apenas se ha dado. Nadie puede cuestionar seriamente las pruebas científicas de los procesos microevolutivos. Al respecto, R. Junker y S. Scherer dicen en su "manual crítico" (Kritisches Lehrbuch) sobre la evolución: "Semejantes acontecimientos (los procesos microevolutivos) se conocen bien con base en los procesos naturales de variación y de formación. Su examen mediante la biología de la evolución llevó a conocimientos significativos sobre la capacidad genial de adaptación de los sistemas vivos".
 

Dicen en este sentido que la investigación de los orígenes puede calificarse con derecho como la disciplina regia de la biología. La pregunta que formulará el creyente ante la razón moderna no se refiere a esto, sino a la extensión de una philosophia universalis que pretende convertirse en una explicación general de lo real y tiende a abolir cualquier otro nivel de pensamiento. En la doctrina misma de la evolución, el problema se señala en el tránsito entre la micro y la macro evolución, tránsito del que Szamarthy y Maynard Smith, (Existe una versión en castellano de su Handbook on Evolution. [Nota de la T.]) ambos partidarios convencidos de una teoría globalizadora de la evolución, admiten: "No hay motivo teórico que permita pensar que las líneas evolutivas se vuelven más complejas con el tiempo; no hay tampoco pruebas empíricas de que esto suceda".
 

La pregunta que debe formularse aquí va, a decir verdad, más a fondo: se trata de saber si la doctrina de la evolución puede presentarse como una teoría universal de todo lo real, más allá de la cual ya no se permiten y ni siquiera son necesarias preguntas ulteriores sobre el origen y la naturaleza de las cosas; o si estas preguntas últimas no desbordan, en el fondo, el terreno de la investigación abierto a las ciencias naturales. Quisiera plantear la pregunta de manera aún más concreta. ¿Acaso está dicho todo con el tipo de respuesta que encontramos, por ejemplo, en Popper, así formulada: "La vida, tal y como la conocemos, consiste en ‘cuerpos’ físicos (mejor: en procesos y estructuras) que resuelven problemas. Es lo que las diversas especies ‘aprendieron’ de la selección natural, es decir por el método de reproducción más variación; un método que, por su parte, se aprendió según este mismo método. Se trata de una regresión, aunque ¿no es infinita...?". No lo creo.
 

A fin de cuentas, se trata de una alternativa que ni las ciencias naturales ni la filosofía pueden sencillamente resolver. El punto está en saber si la razón o lo racional se hallan o no en el comienzo de todas las cosas y en su fundamento. El punto está en saber si lo real surgió de la base del azar y de la necesidad (o, con Popper, con Butler, del "Luck and Cunning", "feliz casualidad y previsión"), y por ende de lo que no tiene razón; si, en otras palabras, la razón es un producto periférico y accidental de lo irracional y si es finalmente tan insignificante en el océano de lo irracional, o si sigue siendo verdad lo que constituye la convicción fundamental de la fe cristiana y de su filosofía: "In principio erat Verbum" —al comienzo de todas las cosas está la fuerza creadora de la razón.
 

La fe cristiana es, hoy como ayer, la opción para la prioridad de la razón y de lo racional. Esta pregunta última, como se dijo, ya no puede resolverse con argumentos tomados de las ciencias naturales, y el mismo pensamiento filosófico se encuentra aquí con sus límites. En este sentido, no se puede brindar una prueba última de la opción cristiana fundamental. Pero ¿puede la razón, al fin, sin renegar de sí, renunciar a la prioridad de lo racional sobre la irracional, a la existencia original del logos? El modelo hermenéutico que ofrece Popper, que reaparece bajo diversas formas en otras presentaciones de la "filosofía primera", muestra que la razón no puede evitar pensar lo irracional según su medida, es decir racionalmente (resolver problemas, elaborar métodos), restableciendo así de manera implícita la cuestionada primacía de la razón. Por su opción en favor de la primacía de la razón, el cristianismo sigue siendo aún hoy "racionalidad", y pienso que la racionalidad que se deshace de esta opción implicaría, contrariamente a las apariencias, no una evolución sino una involución de la racionalidad.
 

Vimos anteriormente que en la concepción de la Antigüedad cristiana, las nociones de naturaleza, hombre, Dios, ethos y religión estaban indisolublemente imbricadas, y que esta imbricación le permitió al cristianismo discernir la crisis de los dioses y la crisis de la antigua racionalidad. La orientación de la religión hacia una visión racional de lo real como tal, el ethos como parte de esta visión, y su aplicación concreta bajo la primacía del amor se asociaron. La primacía del logos y la primacía el amor se revelaron idénticas.
 

El logos no apareció sólo como razón matemática en la base de todas las cosas, sino como un amor creador, al punto que se volvió compasión de la criatura. La dimensión cósmica de la religión que, en la potencia del ser, venera al Creador, y su dimensión existencial, la cuestión de la redención, se compenetraron y se volvieron un problema único. De hecho, una explicación de lo real que no puede fundar a su vez un ethos de manera sensata y comprensiva, es necesariamente insuficiente.
 

Sin embargo, es un hecho que la teoría de la evolución, ahí donde se arriesga a ampliarse en una philosophia universalis, intenta también fundar de nuevo el ethos sobre la base de la evolución. Pero este ethos de la evolución, que ineluctablemente encuentra su noción clave en el modelo de la selección, y por ende en la lucha por la supervivencia, en la victoria del más fuerte, en la adaptación lograda, ofrece pocos consuelos. Aun cuando se procura embellecerlo de varias formas, sigue siendo al cabo un ethos cruel. El esfuerzo por destilar lo racional a partir de una realidad en sí misma insensata, fracasa aquí a ojos vistas. Todo esto de poco sirve para lo que necesitamos: una ética de la paz universal, del amor práctico al prójimo y de la necesaria superación del bien individual. La tentativa por devolver, en esta crisis de la humanidad, un sentido comprensivo a la noción de cristianismo como religio vera, debe apostar, por así decirlo, tanto por la ortopraxia como por la ortodoxia. Su contenido deberá consistir, en lo más hondo, a decir verdad hoy como ayer, en que el amor y la razón coinciden como pilares fundamentales propiamente dichos de lo real: la razón verdadera es el amor y el amor es la razón verdadera. En su unidad, son el fundamento verdadero y el fin de todo lo real.