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Razones para creer: 25. ¿Por qué el infierno? ¿Por qué Satanás?

 

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Muchos hoy no creen en el demonio y en el infierno; al menos los dejan en un silencio permanente. Sin embargo, hundirlos en el silencio es olvidar que Cristo nos habla del demonio con bastante frecuencia y avisa acerca del infierno sin ninguna ambigüedad (Mt 25, 31-46; Mt 10,28; Ap 21,8). Nuestros contemporáneos tienen derecho a recibir todo el Evangelio.

¿Qué es el infierno?

Para observar un precipicio desde lo alto de una montaña es conveniente disponer de una sólida barandilla, que nos preserve del vértigo. Ese parapeto, en el peligroso tema que nos ocupa, es el infinito amor que Dios tiene por nosotros.

El Amor se desarrolla en libertad, y y en la libertad se da el riesgo del rechazo. La vida es para un cristiano un continuo aprendizaje de Amor, y ella implica la posibilidad de rechazar ese Amor.

Dios nos ama. Si al fin de la prueba hemos aceptado su Amor, conseguimos así nuestra felicidad. Si lo rechazamos, encerrándonos en nosotros mismos, eso es el infierno. El infierno es el aislamiento voluntario, el rechazo del Amor.

¿Habrá muchas personas en el infierno?

Lo que podemos decir sobre este delicado asunto es lo siguiente:

1) La Iglesia, que se ha pronunciado infaliblemente sobre la gloria eterna de la que gozan muchos de sus fieles –canonizaciones de santos–, jamás se ha pronunciado sobre la condenación de ningún hombre.

2) Nunca la Iglesia ha prohibido rogar a Dios por la salvación de todos los hombres. Por el contrario, es ésta una costumbre piadosa, como la tenía el Padre Ch. de Foucauld, que repetía aquella frase de San Pablo: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1Tm 2, 4).

3) No se puede negar, sin embargo, que la condenación eterna es una posibilidad real, de la que Cristo quiere salvarnos a toda costa. Los sufrimientos voluntarios de su Cruz nos prohiben dudarlo.

¿De verdad existe el Demonio?

Si bien la Iglesia no se ha pronunciado sobre la condenación eterna de ningún hombre, por el contrario sí lo ha hecho sobre ciertos ángeles a los que llamamos demonios.

No se trata aquí de recaer en el error maniqueo, doctrina antigua rechazada por la Iglesia, según la cual el bien y el mal habrían dado origen al mundo, como un doble principio contrapuesto. Satanás es una simple criatura, que se cierra al Amor. Pero se equivoca gravemente aquel que subestima la potencia del demonio, cuya astucia le lleva a confundirse tan sutilmente con el corazón del hombre y las realidades del mundo, que hay peligro de no creer ni en su acción ni en su presencia (Jn 8, 44).

¡La Iglesia es muy pesimista!

Denunciando la existencia de Satanás, el Evangelio no deja de ser una Buena Noticia. Con esa verdad ilumina singularmente a la condición humana. El hombre no es fundamentalmente malo; por el contrario, lleva en sí mismo la huella de su bondad original, que procede de Dios. Pero su naturaleza ha sido herida por el mal ,y ha quedado débil: es el pecado original.

Proponiéndonos entrar en el ámbito de Cristo por el camino de la fe, el Evangelio nos permite escapar de la esfera del influjo demoníaco. Nos convierte así en los grandes vencedores, como dice San Pablo, gracias a «Aquél que nos ha amado» (2Tes 2,16; Ef 1,6).

Es de lamentar que nuestra generación, con su política del avestruz, esté haciéndole el juego al Adversario. Rechazando la existencia del espíritu del mal y su acción sobre nosotros, se ve obligada a oscilar entre dos extremos:

–o bien sobrevalora la debilidad del hombre, exonerándole de toda responsabilidad: todo se justifica por mecanismos psicológicos y presiones sociales; y el hombre así, despojado de responsabilidad, pierde toda su dignidad;

–o bien, sensible a la gravedad del mal que pesa sobre el mundo, no solamente se acusa el hombre, sino que se le ahoga en el odio y la desesperanza, y se le hunde en la náusea de un mundo absurdo, que no tiene remedio.

En ambos casos, el mal triunfa sin apelación. El mensaje del Evangelio es  mucho  más verdadero y humano. Jesús no viene ni a exculparnos, haciéndonos irresponsables, ni a abrumarnos y condenarnos. Viene realmente a salvarnos. Volviéndonos a Él por la fe, nos permite participar de su victoria:

«Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí», dice San Pablo (Gál 2,20).

• «Temed a quien puede precipitar vuestra alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28).