Los movimientos eclesiales, respuesta a los desafíos de la evangelización, hoy
Intervención que pronunció el 9 de marzo el arzobispo Stanislaw Rylko,
presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, al inaugurar el primer
congreso de movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades de América
Latina.
1. El mayor desafío lanzado a la Iglesia, a principios de este milenio, es la
tarea que le ha sido confiada desde siempre: la evangelización. En toda época, y
por tanto en la nuestra, la Iglesia está llamada a acoger nuevamente el mandato
misionero de Cristo resucitado: «Poneos, pues en camino, haced discípulos a
todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado» (Mt 28,
19-20) Para Mateo, hacerse «discípulos» y hacerse «cristianos» significa lo
mismo [1]. «Hacer discípulos» es el núcleo de la vocación de la Iglesia y de su
misión en todos los tiempos. La Iglesia fundada por Cristo es enviada al mundo
para evangelizar, vive permanentemente en estado de misión y tiene su razón de
ser en la misión.
La evangelización del mundo actual - la nueva evangelización de la que tanto se
habla y que tanto interesaba al Siervo de Dios Juan Pablo II - es una tarea en
la cual la Iglesia pone muchas esperanzas; pero también tiene plena conciencia
de los innumerables obstáculos que se presentan a su obra, tanto por los cambios
extraordinarios que se han realizado en la vida de los individuos y en las
sociedades, como, y sobre todo, por una cultura postmoderna en grave crisis. El
creciente proceso de secularización y una auténtica «dictadura del relativismo»
(Benedicto XVI) van generando en muchos de nuestros contemporáneos una tremenda
carencia de valores, acompañada por un alegre nihilismo, y termina en una
alarmante erosión de la fe, en una especie de «apostasía silenciosa» (Juan Pablo
II), en un «extraño olvido de Dios» (Benedicto XVI). A esta situación, que se
puede verificar tristemente en los países de antigua tradición cristiana, sirve
de contra-altar, por decirlo así, un «boom religioso» ambivalente y ambiguo. El
Papa habló de esto en Colonia, en el mes de agosto del año pasado, diciendo: «No
quiero desacreditar todo lo que se sitúa en este contexto (...). Pero a menudo ,
la religión se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que
gusta, y algunos saben también sacarle provecho» [2]Piénsese en la invasión de
las sectas , en la difusión de modos de vida y actitudes dictados por el New
Age, en los fenómenos para-religiosos como el ocultismo y la magia. El mundo
globalizado se ha vuelto, en verdad, una gigantesca tierra de misión. Como dice
el Salmista con tonos dramáticos: «El Señor mira desde los cielos a los hombres
para ver si queda alguien juicioso que busque a Dios» (Sal 14, 2). En nuestros
días, es más urgente que nunca anunciar a Jesucristo en los grandes areópagos
modernos de la cultura, de la ciencia, de la economía, de la política y de los
mass-media. La mies evangélica es mucha y los obreros son pocos (cfr. Mt 9, 37).
En este campo vital para la Iglesia es preciso, hoy, un viraje radical de las
mentalidades, un auténtico, nuevo despertar de las conciencias de todos. Se
necesitan nuevos métodos, nuevas expresiones y un nuevo coraje [3]. Al comenzar
el tercer milenio, el Siervo de Dios Juan Pablo II exhortaba así a la Iglesia:
«He repetido muchas veces en estos años la llamada a la nueva evangelización .
La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el
impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación
apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento
apremiante de Pablo, que exclamaba: ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!»
(1Cor 9, 16) [4]. Hablando a los Obispos alemanes en Colonia, el Papa Benedicto
XVI pronunció al respecto unas palabras que dejan entrever un profundo anhelo
apostólico: «Deberíamos reflexionar seriamente sobre el modo como podemos
realizar hoy una verdadera evangelización, no sólo una nueva evangelización,
sino con frecuencia una auténtica primera evangelización. Las personas no
conocen a Dios, no conocen a Cristo. Existe un nuevo paganismo y no basta que
tratemos de conservar a la comunidad creyente, aunque esto es muy importante
(...). Creo que todos juntos debemos tratar de encontrar modos nuevos de llevar
el Evangelio al mundo actual, anunciar de nuevo a Cristo y establecer la fe»
[5]. Estas orientaciones de los dos Sumos Pontífices servirán para guiar nuestra
reflexión por el hilo que une la evangelización del mundo actual a los
movimientos eclesiales y a las nuevas comunidades.
2. Entre los muchos frutos generados por el Concilio Vaticano II a la vida de la
Iglesia, ocupa un lugar destacado y especial, sin lugar a dudas, la «nueva época
asociativa» de los fieles laicos. Gracias a la eclesiología y a la telogía del
laicado desarrolladas por el Concilio, junto a las asociaciones tradicionales
han surgido muchas otras agrupaciones denominadas hoy «movimientos eclesiales» o
«nuevas comunidades» [6]. Una vez más, el Espíritu ha intervenido en la historia
de la Iglesia dándole nuevos carismas portadores de un extraordinario dinamismo
misionero, y respondiendo oportunamente a los grandes y dramáticos desafíos de
nuestra época. El Siervo de Dios Juan Pablo II, que seguía con cariño y con una
especial solicitud pastoral estas nuevas realidades eclesiales, afirmaba: «Uno
de los dones del Espíritu a nuestro tiempo es, ciertamente, el florecimiento de
los movimientos eclesiales, que desde el inicio de mi pontificado he señalado y
sigo señalando como motivo de esperanza para la Iglesia y para los hombres»
[7].El papa Wojtyla estaba profundamente convencido de que los movimientos
eclesiales eran la expresión de un «nuevo adviento misionero», de la «gran
primavera cristiana» preparada por Dios al aproximarse el tercer milenio de la
Redención [8]. Este fue uno de los grandes desafíos proféticos de su
pontificado.
Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades son portadores de un
precioso potencial evangelizador, del que la Iglesia tiene urgente necesidad,
hoy. Representan una riqueza aún no conocida ni valorizada plenamente. Juan
Pablo II decía: «En nuestro mundo, frecuentemente dominado por una cultura
secularizada que fomenta y propone modelos de vida sin Dios, la fe de muchos es
puesta a dura prueba y no pocas veces sofocada y apagada. Se siente, entonces,
con urgencia, la necesidad de un anuncio fuerte y de una sólida y profunda
formación cristiana. ¡Cuánta necesidad existe hoy de personalidades cristianas
maduras, conscientes de su identidad bautismal, de su vocación y misión en la
Iglesia y en el mundo! ¡Cuánta necesidad de comunidades cristianas vivas! Y aquí
entran los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales: son la respuesta,
suscitada por el Espíritu Santo, a este dramático desafío del fin del milenio.
¡Vosotros sois esta respuesta providencial!» [9] El Papa indicaba aquí dos
prioridades fundamentales de la evangelización, del «hacer discípulos» de
Jesucristo, hoy: una «sólida y profunda formación» y un «anuncio fuerte». Dos
ámbitos en los cuales los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades dan
frutos estupendos para la vida de la Iglesia, llegando a ser, para miles de
cristianos de todos los rincones del mundo, verdaderos «laboratorios de la fe»,
auténticas escuelas de vida cristiana, de santidad y de misión.
3. La primera, y gran prioridad es, pues, la formación cristiana. Y aquí tocamos
un punto neurálgico. Porque hoy se minan los cimientos mismos del proceso
educativo de la persona. Como advertía el Cardenal Ratzinger, «se va
constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo
y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos» [10]. La cultura
dominante de nuestros días genera personalidades fragmentadas, débiles,
incoherentes. Alguien pone en guardia: «Está en crisis la capacidad de una
generación de adultos, de educar a sus propios hijos. Durante años, desde los
nuevos púlpitos - escuelas y universidades, periódicos y televisiones - se ha
predicado que la libertad es la ausencia de vínculos y de historia; que se puede
llegar a ser grandes sin pertenecer a nada y a nadie, siguiendo simplemente el
propio gusto o antojo. Se ha vuelto normal pensar que todo es igual, que nada,
en el fondo, tiene valor, sólo el dinero, el poder y la posición social. Se vive
como si la verdad no existiera, como si el deseo de felicidad del que está hecho
el corazón del hombre estuviera destinado a permanecer sin respuesta» [11]. La
influencia de esta cultura no descuida a los bautizados. De ahí, entonces,
identidades cristianas débiles y confusas; la fe, que asume el aspecto de una
práctica rutinaria, bajo la influencia de un peligroso sincretismo de
superstición, magia y New Age; una pertenencia a la Iglesia superficial y
distraída, que no se repercute de manera significativa en las opciones y en los
comportamientos. Se asiste, hoy, a una preocupante carencia de ambientes
educativos, no sólo fuera de la Iglesia, sino también en su interior. La familia
cristiana, por sí sola, ya no es capaz de transmitir la fe a las nuevas
generaciones, ni tampoco la parroquia es suficiente para ello, aunque sigue
siendo la estructura indispensable para la pastoral de la Iglesia en el
territorio. Las parroquias, sobre todo en las grandes ciudades, abarcan con
frecuencia barrios demasiado extensos - cuando no se trata de auténticos
barrios-dormitorio - en los que es difícil establecer relaciones personales y
hacer que se vuelvan lugares de una verdadera iniciación cristiana. ¿Qué hacer,
entonces? En este caso, precisamente, se presentan los movimientos eclesiales
como lugares de una profunda y sólida formación cristiana. Los movimientos y las
nuevas comunidades se caracterizan, en efecto, por una rica variedad de métodos
y de itinerarios educativos extraordinariamente eficaces. Pero ¿cuál es el
motivo de su fuerza pedagógica? Este «secreto», por decirlo así, está encerrado
en los carismas que los han generado y que constituyen su alma. El carisma
genera esa «afinidad espiritual entre las personas» [12] que da vida a la
comunidad y al movimiento. Gracias a ese carisma, la fascinante experiencia
original del acontecimiento cristiano, de la que es testigo particular todo
fundador, puede reproducirse en la vida de muchas personas y en varias
generaciones de personas sin perder nada de su novedad y frescura. El carisma es
la fuente de la extraordinaria fuerza educadora de los movimientos y de las
nuevas comunidades. Se trata de una formación que tiene como punto de partida
una profunda conversión del corazón. No por casualidad, estas nuevas realidades
eclesiales cuentan entre sus miembros a muchos convertidos, gente que «viene de
lejos». Al principio de este proceso hay siempre un encuentro personal con
Cristo, el encuentro que cambia radicalmente la vida. Un encuentro facilitado
por testigos creíbles, que han revivido en el movimiento la experiencia de los
primeros discípulos: «Ven y lo verás» (Jn 1, 46). En la vida de los miembros de
los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades hay siempre un «antes» y
un «después». La conversión del corazón es a veces un proceso gradual que
requiere tiempo. Otras veces es como un rayo, inesperado y sobrecogedor. Pero
siempre se vive como un don gratuito de Dios que hace rebosar el corazón de
felicidad y se transforma en una riqueza espiritual para toda la vida. «Dios
existe, yo lo he encontrado». ¡Cuántos miembros de movimientos eclesiales y
nuevas comunidades podrían hacer suyas las palabras de André Frossard, otro
convertido!
La formación es el ámbito por excelencia donde se expresa la originalidad de los
carismas de los distintos movimientos y comunidades, cada uno de los cuales
funda el proceso educativo de la persona en una pedagogía propia y específica.
Por lo general, una pedagogía cristocéntrica, que se concentra en lo esencial,
es decir, en despertar en la persona la vocación bautismal propia de los
discípulos de Cristo. Una pedagogía radical que no dilluye el Evangelio, que
exige y plantea la meta de la santidad. Una pedagogía que se desarrolla en el
interior de las pequeñas comunidades cristianas que - sobre todo en una sociedad
«atomizada», en la que reinan la soledad y la despersonalización de las
relaciones humanas - llegan a constituir un punto indispensable de referencia y
de apoyo. Una pedagogía integral que, al abaracar y comprometer todas las
dimensiones de la existencia de una persona, genera un sentido de pertenencia
«total» al movimiento. Una pertenencia diferente a cualquier otra adhesión a
grupos o círculos sectoriales de distinto tipo y que se traduce en un fuerte
sentido de pertenencia a la Iglesia y en un vivo amor a ella. Por eso no es
arriesgado afirmar que los movimientos y las nuevas comunidades son verdaderas
escuelas para la formación de cristianos «adultos». Como escribía hace algunos
años el Cardenal Joseph Ratzinger, son «modos fuertes de vivir la fe que
estimulan a las personas y les dan vitalidad y alegría; una presencia de fe,
pues, que significa algo para el mundo» [13]. Para completar el cuadro, merece
por lo menos una mención el papel que pueden desempeñar estas realidades, en el
contexto de la Iglesia latinoamericana, con relación al fenómeno arraigado y
difundido de la piedad popular. Los movimientos eclesiales y las nuevas
comunidades ofrecen, en efecto, pedagogías de evangelización que pueden
contribuir con eficacia a orientar bien esa religiosidad, captando y
profundizando aspectos importantes, sin rebajar su valor en la vida del pueblo
[14].
4. La segunda, gran urgencia a la que responden los movimientos y las nuevas
comunidades es el «anuncio fuerte». La formación cristiana debe tener siempre un
gran alcance misionero, porque la vocación cristiana es, por su misma
naturaleza, vocación al apostolado. La misión ayuda a descubrir en plenitud la
propia vocación de bautizados, defiende de la tentación de un repliegue egoísta
sobre sí mismos, protege del peligro de considerar el propio movimiento de
pertenencia como una especie de refugio, en un clima de cálida amistad, para
resguardarse de los problemas del mundo.
Entre las características del compromiso misionero de los movimientos eclesiales
y de las nuevas comunidades hay que señalar su capacidad indiscutible de
despertar nuevamente en los laicos el entusiasmo apostólico y el coraje
misionero. Ellos saben sacar el potencial espiritual de las personas. Ayudan a
superar las barreras de la timidez, del miedo y de los falsos complejos de
inferioridad que la cultura laicista infunde en tantos cristianos. Son muchos
los que han vivido una tal transformación interior, incluso con profundo
asombro. Nunca se habrían imaginado que iban a ser capaces de anunciar así el
Evangelio, y de participar de ese modo en la misión de la Iglesia. El anhelo de
«hacer discípulos» de Jesucristo que saben despertar los movimientos anima a los
individuos, a las parejas de matrimonios y a familias enteras a dejar todo para
salir a la misión. Porque, sin olvidar el testimonio personal, los movimientos y
las nuevas comunidades se proponen, ante todo, el anuncio directo del
acontecimiento cristiano, redescubriendo el valor del kerigma como método
de catequesis y de predicación. De este modo, responden a una de las necesidades
más urgentes de la Iglesia de nuestros tiempos, es decir, la catequesis de los
adultos, entendida como auténtica iniciación cristiana que les revela todo el
valor y la belleza del sacramento del Bautismo.
Desde siempre, uno de los mayores obstáculos para la obra de la evangelización
es la rutina, la costumbre, que quita la frescura y la fuerza de persuasión al
anuncio y al testimonio cristiano. Pues bien, los movimientos rompen con los
esquemas habituales del apostolado, reexaminan formas y métodos, y los proponen
de un modo nuevo. Se dirigen con naturalidad y coraje hacia las difíciles
fronteras de los modernos areópagos de la cultura, de los medios de comunicación
de masa, de la economía y de la política. Prestan una especial atención a los
que sufren, a los pobres y a los marginados. ¡Cuántas obras sociales han nacido
por iniciativa de ellos! No esperan que los que se han alejado de la fe regresen
por sí solos a la Iglesia, van a buscarlos. Para anunciar a Cristo, no dudan en
salir por las calles y por las plazas de las ciudades, en entrar a los
supermercados, a los bancos, a las escuelas y a las universidades, dondequiera
que viva el hombre. El celo misionero los lleva «hasta el final de este
mundo»... Y se difunden, demostrando que los carismas que los han generado
pueden alimentar la vida cristiana de hombres y mujeres de todas las latitudes,
culturas y tradiciones. No sólo. Insertándose en el tejido de las Iglesias
locales, se transforman en signos elocuentes de la universalidad de la Iglesia y
de su misión. De aquí nace, precisamente, su relación particular con el
ministerio del Sucesor de Pedro. Es sorprendente la fantasía misionera que,
mediante estos nuevos carismas, el Espíritu Santo suscita en la Iglesia de
nuestros días. Para muchos laicos, los movimientos y las nuevas comunidades
llegan a ser verdaderas escuelas de misión. Hoy, en la Iglesia, se habla mucho
de evangelización: se organizan congresos, simposios, seminarios de estudio y se
publican libros, artículos y documentos oficiales sobre dicho tema. Pues bien,
hay que hablar de él, porque la evangelización es causa vital para la Iglesia y
para el mundo. Sin embargo, existe un peligro real, el de permanecer inmóviles
en el nivel teórico, en el nivel de los proyectos que quedan en el papel... Pero
he aquí los nuevos carismas que generan agrupaciones de personas - hombres y
mujeres, jóvenes y adultos –, sólidamente formadas en la fe, llenas de celo,
listas a anunciar el Evangelio. Por consiguiente, no se trata de estrategias
estudiadas en un escritorio, sino de proyectos «vivos», experimentados en muchas
historias personales concretas y en la vida de tantas comunidades cristianas.
Proyectos, por decirlo así, listos para realizar... Esta es la gran riqueza de
la Iglesia de nuestro tiempo.
¡Cómo no asombrarse ante la cantidad y la calidad de los frutos generados por
los nuevos carismas en la Iglesia! El principio evangélico, «por sus frutos los
conoceréis» (Mt 7, 16), es siempre válido. Son muchas las personas que, gracias
a estos carismas, han encontrado a Cristo y hallado la fe, o han vuelto a la
Iglesia y a la práctica de los sacramentos después de largos años. Tantas
personas han pasado de un cristianismo meramente anagráfico a un cristianismo
«adulto», convencido y comprometido. ¡Cuántos frutos de una auténtica santidad
de vida! ¡Cuántas familias reconstruidas en la fidelidad y en el amor recíproco!
¡Cuántas vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y a las nuevas formas de
vida laical según los consejos evangélicos! El mensaje importante que estos
nuevos carismas lanzan al mundo actual es, fundamentalmente, el siguiente: vale
la pena ser cristianos, Vale la pena responder al desafío de Cristo. ¡Ensaya tú
también!
5. Como hemos visto, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades son, en
realidad, un «don providencial» que la Iglesia debe acoger con gratitud y con un
vivo sentido de responsabilidad, para no desperdiciar la oportunidad que ellos
representan. Un don que, al mismo tiempo, es una tarea y un reto para los fieles
laicos, así como para los Pastores. ¿Cuál tarea y cuál reto? Juan Pablo II
insistía mucho en que los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades están
llamados a insertarse en las diócesis y en las parroquias «con humildad», es
decir, con una actitud de servicio a la misión de la Iglesia, evitando cualquier
forma de orgullo y de sentido de superioridad con relación a otras realidades,
con un espíritu de comunión eclesial y de sincera colaboración. Al mismo tiempo,
el Papa insistía a los Pastores - obispos y párrocos - en que los acogieran «con
cordialidad», reconociendo y respetando sus respectivos carismas y
acompañándolos con paterna solicitud [15]. La regla de oro formulada por San
Pablo vale también en este caso: «No apaguéis la fuerza del Espíritu; no
menospreciéis los dones proféticos. Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1Ts
5, 19-20).
Desde luego, la enorme novedad que los movimientos eclesiales y las nuevas
comunidades aportan a la Iglesia suscita a menudo asombro, obliga a plantearse
interrogantes y puede causar una cierta confusión en la praxis establecida de la
llamada pastoral ordinaria. Decía el Papa Wojtyla: «Siempre, cuando interviene,
el Espíritu nos deja asombrados. Suscita eventos cuya novedad desconcierta»
[16]. Como hemos repetido varias veces, los movimientos constituyen también un
desafío, una provocación saludable a la que la Iglesia está llamada a responder
y a la que debe responder. Los movimientos, con su modo radical de «ser
cristianos» en el mundo, ponen en tela de juicio el «cristianismo cansado»
(Benedicto XVI) de muchos bautizados, un cristianismo de mera fachada, lleno de
implicaciones y confuso. Alexander Men, sacerdote disidente ruso asesinado en
1990, todavía en los años oscuros de las persecuciones religiosas, decía en tono
provocador, en uno de sus sermones, que el mayor enemigo de los cristianos, en
el fondo, no era el ateísmo militante del Estado soviético, sino más que todo el
pseudo-cristianismo de muchos bautizados [17]. Palabras que no pueden sino
sacudir nuestras conciencias. En fin de cuentas, para el cristiano, el verdadero
y gran enemigo es la mediocridad, la resistencia a creer realmente en el
Evangelio. Los movimientos, con su desbordante pasión misionera, ponen en tela
de juicio también una cierta manera de «ser Iglesia» quizás demasiado cómoda y
adaptable. El Cardenal Joseph Ratzinger hace unos años se refería a «un gris
pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia (...) en el que, en apariencia,
toda cosa procede normalmente, pero en realidad la fe se deteriora y precipita
en la mezquindad» [18]. A una Iglesia de «tranquila conservación» - tipo
bastante difundido hoy –, los movimientos lanzan el desafío de una Iglesia
misionera valientemente proyectada hacia nuevas fronteras, y ayudan a la
pastoral parroquial y diocesana a recuperar la combatividad profética y el
impulso necesario. En nuestros tiempos, la Iglesia tiene gran necesidad de esto.
Debe abrirse a esta novedad generada por el Espíritu: «Mirad, voy a hacer algo
nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis? (Is 43, 19).
El magisterio del Papa Benedicto XVI se coloca en perfecta continuidad con el de
Juan Pablo II con relación a los movimientos eclesiales y a las nuevas
comunidades, pues ha tenido siempre muy en cuenta su obra al servicio de la
misión de la Iglesia y, cuando era todavía Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, afirmaba: «En ellos hay que observar que está comenzando algo
nuevo: el cristianismo está presente como un acontecimiento nuevo, y es
percibido por personas que a menudo llegan desde muy lejos como la posibilidad
de vivir, de poder vivir en este siglo». Y agregaba: «Hoy hay cristianos
«aislados» que se colocan fuera de este extraño consenso de la existencia
moderna e intentan nuevas formas de vida; ellos, sin lugar a dudas, no llaman
particularmente la atención de la opinión pública, pero hacen algo que en
realidad indica el futuro» [19]. Según el entonces Cardenal Ratzinger, la
novedad que aportan los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades hace de
ellas algo así como una profecía del futuro. Ya elegido Papa, Benedicto XVI ha
permanecido fiel a esta lectura sutil, suya propia, de la situación de la
Iglesia y, al terminar la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Colonia,
en agosto de 2005, decía a los obispos alemanes: «La Iglesia ha de valorizar
estas realidades y, al mismo tiempo, conducirlas con sabiduría pastoral, para
que contribuyan del mejor modo, con sus propios dones, a la edificación de la
comunidad». Y terminaba con eficacia: «Las Iglesias locales y los movimientos no
están en contraste entre sí, sino que constituyen la estructura viva de la
Iglesia» [20]. Se trata de orientaciones importantes que deben servir de brújula
en la misión evangelizadora de la Iglesia, hoy.
NOTAS
[ ] Cfr. L. SABOURIN, Il Vangelo di Matteo. Teologia e Esegesi, vol. II, Roma
1977, pp. 1069-1070.
[2] BENEDICTO XVI, Santa Misa en la explanada de Marienfeld, «L’Osservatore
Romano», edic. en lengua española, 26 de agosto, 2005.
[3] Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la XIX Asamblea General del CELAM, 9 de
marzo, 1983, «Insegnamenti di Giovanni Paolo II» VI, 1 (1983), pp. 690-699.
[4] JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, n. 40.
[5] BENEDICTO XVI, Encuentro con los Obispos alemanes, «L’Osservatore Romano»,
edic. en lengua española, 26 de agosto, 2005.
[6] Cfr. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, n. 29.
[7] JUAN PABLO II, Homilía en la vigilia de Pentecostés, «L’Osservatore Romano»,
edic. en lengua española, 31 de mayo, 1996, n. 7.
[8] Cfr. JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris missio, n. 86.
[9] JUAN PABLO II, A los pertenecientes a los movimientos eclesiales y a las
nuevas comunidades, en la vigilia de Pentecostés, «L’Osservatore Romano», edic.
en lengua española, 5 de junio, 1998.
[10] J. RATZINGER, Santa Misa «Pro eligendo Pontifice, «L’ Osservatore Romano»,
edic. en lengua española, 22 de abril, 2005.
[11] Se ci fosse una educazione del popolo tutti starebbero meglio. Appello (Si
existiera una educación del pueblo, todos estarían mejor. Llamamiento) ,
«Atlantide», n. 4/12/2005, p. 119.
[12] JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, n. 24.
[13] Cfr. J. RATZINGER, Il sale della terra. Cristianesimo e Chiesa cattolica
nella svolta del millennio, Edizioni San Paolo, Milano 1997, p. 18.
[14] Cfr. PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, n. 48.
[15] Cfr. JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris missio, n. 72.
[16] JUAN PABLO II, A los miembros de los movimientos eclesiales y de las nuevas
comunidades, cit. «L’Osservatore Romano» edic. en lengua española, 5 de junio,
1998.
[17] Cfr. T. PIKUS, Aleksander Mien, Verbinum Warzawa 1997, p. 37.
[18] Cfr. J. RATZINGER, Fede, Verità, Tolleranza. Il cristianesimo e le
religioni del mondo, Cantagalli, Siena 2003, p. 134.
[19] Cfr. J. RATZINGER, Il sale della terra, op. Cit., pp. 145-146.
[20] BENEDICTO XVI, Encuentro con los obispos alemanes, cit.