Lección Décima: Honores rendidos a los mártires
La sepultura concedida
Ha terminado el drama trágico del martirio, y la muchedumbre se aleja
embargada de sentimientos muy diversos: unos contentos y satisfechos, otros
tristes y preocupados, algunos conmovidos...
Pero junto a los restos del mártir queda un grupo de familiares, amigos o
hermanos en la fe. La ley disponía que aquellos restos lastimosos fueran
entregados a quien los reclamara.
«Los cuerpos de los ajusticiados se deben entregar a quien los pida para
enterrarlos» (Pablo, Digesto XLVIII, XXIV,3). «Los cadáveres de los
decapitados no se deben negar a los parientes. Las cenizas y huesos de los
ejecutados por el fuego se pueden recoger y depositar en un sepulcro»
(Ulpiano, ib. 1).
A ejemplo de José de Arimatea, que pide a Pilato el cuerpo del Salvador (Mt
27, 57-58), los fieles cristianos piden a los magistrados los cuerpos de sus
hermanos martirizados. Y aún durante las mismas persecuciones, se hacen a
los mártires solemnes exequias.
Cuando en Cartago fue decapitado el obispo San Cipriano, los fieles lo
sepultaron de modo provisional cerca del lugar de su ejecución. Pero por la
tarde, fueron a buscarlo clero y fieles, y en procesión solemne, con cirios
y antorchas, cantando himnos de victoria -cum cereis et scolacibus, cum voto
et triumpho- , lo trasladaron a una posesión del procurador Macrobio
Condidiano, junto a un camino que llamaban «la vía de los sepulcros», y allí
recibió sepultura definitiva.
La sepultura denegada
Ésta era la costumbre normalmente seguida, según suelen referir las
Passiones de los mártires. Pero en ocasiones la ley permitía que los
magistrados negaran la concesión de sepultura: nonnumquam non permittitur
(Ulpiano, Digesto XLVIII, XXIV,1). Varios ejemplos de esto se dieron en
tiempo de Marco Aurelio.
Los restos de los mártires de Lión, tanto de aquellos que murieron en la
cárcel como de los decapitados o arrojados a las fieras, fueron echados a
los perros. Y a los seis días, lo que quedaba, fue quemado y arrojado al
Ródano: «Los paganos -escriben los hermanos de Lión- creían que de este modo
habían vencido la voluntad del Altísimo, privando a los mártires de la
resurrección. Así, se decían, se quitará toda esperanza de renacimiento a
estos hombres animados por esta esperanza, que desprecian las torturas y que
corren alegremente a la muerte, introduciendo en el Imperio una religión
extraña. Veamos ahora si resucitan y si su Dios le ayuda y consigue
arrancarlos de nuestras manos» (Eusebio, Hist. eccl. V,1,57-63).
Este tosco prejuicio, que también es consignado en otros documentos, fue uno
de los motivos que a veces indujo a los paganos a matar a los cristianos de
modos que aniquilasen lo más posible sus cuerpos -como por el fuego-, y a
negar sepultura digna a sus restos. Pensaban que así hacían imposible su
resurrección, y que de este modo perseguían a sus víctimas no solo en este
mundo, sino también en el otro. Vano intento.
«Cuando mi cuerpo haya sido destruido -escribe San Ignacio a los romanos
(4)- seré verdaderamente discípulo de Jesucristo». Pionio declara en la pira
que va a reducirle a cenizas: «Aquello que sobre todo me mueve a buscar la
muerte, lo que me da fuerza para aceptarla, es el deseo de convencer a todo
el pueblo de que hay una resurrección» (Passio S. Pionii 21).
Ese odio supersticioso de los paganos explica que en la época de Diocleciano
muchos mártires, después de ser decapitados, sofocados por el fuego o
muertos por las fieras, fueran arrojados al río o al mar, o quedaran
abandonados en el suelo prolongadamente. Eusebio narra uno de estos actos de
barbarie, que fue seguido de un suceso impresionante:
«El gobernador de Cesarea llegó en su furor contra los siervos de Dios hasta
pisar las leyes de la naturaleza, prohibiendo dar sepultura a los restos de
los santos. Por orden suya, eran custodiados al aire libre día y noche, para
que las fieras pudieran devorarlos. Cada día se podía ver a una muchedumbre
que velaba para que esta orden se ejecutara exactamente. Los soldados
impedían que se recogieran los cadáveres, como si en esto les fuera mucho, y
los perros, las fieras, las aves carnívoras destrozaban y dispersaban los
miembros humanos, dejando restos de huesos y vísceras por cualquier lugar de
la ciudad. Algunos dicen haber visto restos de cadáveres en las calles. Pues
bien, al cabo de varios días sucedió un prodigio. Estando el cielo limpio y
sereno, por las columnas que sostienen los pórticos comenzaron a correr
gotas de agua, que mojaban el suelo de las plazas, aunque ni había llovido
ni caído rocío. El mismo pueblo reconoció que la tierra, no pudiendo
soportar las impiedades que se cometían sobre ella, había derramado
lágrimas, y que las piedras, seres privados de razón, habían llorado para
conmover a los bárbaros corazones de los hombres». Eusebio apela al
testimonio de cuantos vieron con sus propios ojos estas lágrimas de las
cosas, lacrymæ rerum (De Martyr. Palest. 9,12-13).
Junto a este odio supersticioso a los restos de los mártires ha de tenerse
también en cuenta que a los magistrados les irritaba profundamente los
honores solemnes que eran tributados a quienes ellos habían infamado y
condenado, viendo además en tales honores un estímulo para que se afirmara
aún más la superstición cristiana.
Ya en siglo II, los familiares del irenarca de Esmirna piden al procónsul de
Asia que no ceda a los cristianos el cadáver de San Policarpo, «no sea que
dejen ahora al Crucificado para adorar a éste» (Martyrium Polic. 17). Los
fieles, sin embargo, logran recoger los huesos del mártir perdonados por las
llamas, «más preciosos para nosotros que el oro y las piedras preciosas»
(ib. 18).
Al principio de la persecución de Diocleciano, los servidores cristianos de
palacio que fueron martirizados recibían sepultura. Pero luego se mandó
desenterrarlos y arrojar los restos al mar, temiendo que «si permanecían en
sus tumbas comenzarían a adorarlos como a dioses» (Eusebio, Hist. eccl.
VIII,6). El gobernador Daciano, mandar arrojar al mar los restos del diácono
San Vicente, martirizado en Valencia, «temeroso de que si los cristianos
guardaban sus reliquias, lo honrasen como a mártir» (Passio S. Vincentii
10).
La denegación de sepultura se hizo frecuente al comienzo del siglo IV,
cuando la guerra contra los cristianos se hizo más violenta y sistemática.
Pero en términos generales puede decirse que, salvo alguna excepción, en los
tres primeros siglos no hubo obstáculos para la libre inhumación de los
mártires, que a veces era muy solemne. Santa Cecilia y San Jacinto, por
ejemplo, fueron depositados en sus tumbas con mortajas tejidas con hilos de
oro.
Rescate de las reliquias de los mártires
La Iglesia, desde su inicio, tributa un honor inmenso a sus miembros
inmolados a causa de la fe (Libanio, Epitaphios Juliani; S. Gregorio
Nacianceno, Oratio IV,58; VII,11; S. Juan Crisóstomo, In Juventinum et
Maximinum 2). La devoción de los fieles hacia los restos de los mártires es
tan grande que no dudan en exponer sus vidas para recuperarlos. Se atreven a
infringir las graves disposiciones de los magistrados, y emplean su dinero y
su astucia para recoger las reliquias de los mártires y llevárselas en
secreto.
Bajo Marco Aurelio, son «robados» los restos de San Justino y compañeros en
Roma (Acta S. Justini 5), y en Lión las reliquias de los santos Epípodo y
Alejandro (Passio SS. Epipodii et Alexandri 12). Bajo Decio, los fieles
«hurtan para colocarlos en lugar seguro» los restos de Carpos, Papylos y
Agathonice (Martyrium Carpi, Papyli et Agathonicae in fine). Bajo Valeriano,
en Tarragona, los fieles van de noche al anfiteatro y apagando la hoguera,
que todavía ardía, rescatan de los rescoldos los restos de Fructuoso y de
sus diáconos (Acta Fructuosi, Augurii et Eulogii 6). Bajo Diocleciano, en
años en que la prohibición de sepultura era más frecuente, se producen
muchos de estos rescates devocionales. En Macedonia, unos cristianos que se
disfrazan de marineros van en barcas para recoger con redes los cuerpos de
Filipo y Hermes, arrojados al Hebro (Passio S. Philippi 15). En Roma, en la
pequeña catacumba de Generosa, con cascotes de otras tumbas, se construye a
toda prisa una tumba para guardar los cuerpos de los mártires Faustino y
Simplicio, pescados en el Tíber (Acta SS. Beatricis, Simpliciis et Faustini,
en Acta SS. julio, VII,47).
¡Qué devoción inmensa la de los cristianos hacia los mártires, queriendo
guardar fielmente no solo la memoria de su triunfo, sino hasta las menores
partículas de sus restos corporales!
Los cristianos de Cartago, cuando su obispo San Cipriano está de rodillas
para ser decapitado, extienden delante de él paños y lienzos, para que no se
pierda ni una gota de su sangre (Acta proconsularia S. Cypriani 5). Cuando
fue abierta la tumba de Santa Cecilia, al lado de la mártir, se hallaron
lienzos manchados de sangre, que habían sido enterrados con ella. El poeta
Prudencio vio en la catacumba de San Hipólito una pintura que representaba a
los fieles recogiendo con esponjas la sangre de este mártir (Peri Stephan.
XI, 141-144).
En la última persecución, cuando era negada la sepultura a los mártires, a
falta de su cuerpo, los fieles inhumaban con toda solemnidad su sangre. Una
inscripción de Numidia recuerda esta piadosa ceremonia, en honor de unos
mártires que se negaron a ofrecer incienso a los ídolos: «Inhumación de la
sangre de los santos mártires que sufrieron en la ciudad de Milevi, siendo
presidente Floro, en los días de la prueba del incienso» (Bullet. di Arch.
Crist. 1876, lam. III, nº 2).
Los sepulcros de los mártires
La ley romana prohibía toda profanación de las sepulturas. Un rescripto de
Marco Aurelio, que se aplicaba en todos los casos, disponía que «los
cadáveres que han recibido justa sepultura no sean turbados jamás en su
reposo» (Marciano, Digesto XI, VII,39). Por tanto, los restos de los
mártires, una vez sepultados, quedaban seguros, si no de toda violencia
popular, sí al menos de toda profanación legal.
Era muy importante fijar bien los límites de una sepultura, pues la ley daba
a ésta una condición «religiosa», haciéndola inalienable, fuera del
comercio. Por eso en muchos epitafios antiguos se da la medida exacta del
terreno funerario -in fronte pedes... in agro pedes...-. Había campos
funerarios de gran extensión, como verdaderos parques, y los había muy
reducidos, como las tumbas modernas. No pocos cementerios cristianos se
formaron en torno al sepulcro extenso de un mártir famoso.
Cuando bajo Caracalla fue martirizado Alejandro, obispo de Baccano, en la
Toscana, se consiguió para su sepulcro un terreno de trescientos pies
cuadrados (Passio S. Alexandri, en Acta SS. sept. VI,235). La mayor parte de
las catacumbas medianas o pequeñas de Roma, situadas a veces en fincas de
cristianos ricos y generosos, se formaron de este modo, añadiendo tumbas en
torno al sepulcro de un mártir ilustre.
Las antiguas tumbas de los mártires no estaban ocultas. Los mártires y
confesores del linaje de los Flavianos, por ejemplo, ya en el siglo I,
tienen su sepulcro junto a Roma, en la vía Ardeatina, y en él se entra por
un acceso monumental, que aún se conserva (Bullet. di Arch. Crist. 1865, 335
y 96). Y a principios del siglo II, el sacerdote romano Cayo escribe: «Yo
puedo mostrar los trofeos de los Apóstoles. Si vais al Vaticano o a la vía
Ostiense, allí encontraréis los trofeos de quienes fundaron la iglesia de
Roma» (Eusebio, Hist. eccl. II,25,7). Las tumbas de San Pedro y de San
Pablo, siglo y medio después de su martirio, eran todavía reconocibles por
algún mausoleo.
En tiempos ordinarios, por tanto, no hallaban los cristianos obstáculos para
sepultar dignamente a sus mártires, y para visitar por devoción sus
sepulcros. Incluso la ley permitía, con licencia del emperador, trasladar
los restos de los mártires que habían muerto en el destierro (Marciano,
Digesto XLVIII, XXIV,2; Tácito, Annales XIV,12).
Así fueron trasladados desde la isla de Cerdeña los restos del Papa
Ponciano, cuyo epitafio se halla en el cementerio de San Calixto. Su
sucesor, Flaviano, con los permisos necesarios, fletó un navío, y acompañado
de numeroso clero, rescató de su destierro las reliquias de aquel confesor
de Cristo (Liber Pontificalis, Pontianus; edit. Duchesne, I,145).
El título de mártir en la disciplina de la Iglesia
¿Cómo se distinguían las tumbas de los mártires de las de los simples
fieles? La señal más obvia y visible era la inscripción del título de mártir
en la lápida sepulcral. Esta tumbas eran en seguida objeto de devoción y
culto entre los cristianos. Y esto despertaba el recelo o el odio de los
perseguidores.
Prudencio expresa el odio de los perseguidores a las tumbas de los mártires,
poniendo en labios de uno de aquéllos estos versos: «voy a destruir hasta
sus huesos, para que no se les erijan tumbas -visitadas luego por la
muchedumbre- ni se les hagan inscripciones con el título de mártir» (Peri
Stephanon V,389-392).
A pesar de los destrozos de los siglos, quedan aún muchos de estos tituli
primitivos, en los que la palabra martyr, entera o abreviada -a veces con la
letra M-, fue escrita en el mismo tiempo del martirio.
En el cementerio de San Hermes, por ejemplo, se conserva íntegra en una
lápida elevada la inscripción: «Depositado el 3 de los idus de septiembre,
Jacinto, mártir - DP. III IDUS SEPTEMBR YACINTHUS MARTYR». Y en la cripta de
Lucina, el epitafio del Papa Cornelio, obispo, epíscopo: «CORNELIUS MARTYR
EP».
Los minuciosos procesos modernos para la canonización de los santos eran,
evidentemente, desconocidos en la antigüedad. Los siervos heroicos de Cristo
eran canonizados por el pueblo sin más. Sin embargo, la autoridad eclesial
vigilaba para que no se diese el título de mártir a quien no lo hubiese
merecido realmente. Por eso desde muy antiguo se llevaba en las iglesias
listas de los cristianos que habían muerto por Cristo, y se celebraba su
aniversario en el calendario litúrgico.
San Cipriano, por ejemplo, nombra a varios mártires anteriores a la mitad
del siglo III, que eran públicamente conmemorados en Cartago el día
aniversario de su martirio (Epist. 64).
En cada iglesia, probablemente, se mantenía al día, en lo posible, el
catálogo de los mártires. Lo que requería una cierta indagación para no
inscribir en él a ninguno sin fundamento seguro.
Porque también había tumbas de mártires imaginarios, cuyo culto reprobaba la
Iglesia. El reconocimiento oficial del título de mártir se llamaba
vindicatio.
San Optato reprende a una matrona, en tiempos de Diocleciano, por haber
besado, antes de comulgar, las reliquias de un supuesto mártir, no
reconocido por la Iglesia como tal -necdum vindicati- (De schism. donatist.
I,16).
Eso explica que en algunos epitafios el título de mártir, entero o
abreviado, aparezca añadido posteriormente, una vez realizada por la Iglesia
la vindicatio. Hay huellas, pues, de que en este punto la Iglesia guardaba
una cuidadosa disciplina ya desde antiguo; severidad tanto más necesaria
cuanto mayor era la devoción de los fieles a los cristianos muertos por
confesar la fe en Cristo.
La devoción a los mártires
Una muestra principal de la devoción de los fieles a los mártires es el
empeño que ponían en ser enterrados junto a sus sepulcros, como si eso les
ayudara a entrar con ellos al cielo.
En las catacumbas de Domitila un expresivo fresco nos muestra a una santa de
venerable aspecto que acoge en el cielo a una joven inhumada junto a ella.
Algunos epitafios indican que el difunto reposa «junto a los santos», ad
sanctos, ad martyres, inter limina martyrum, inter sanctos, etc. Y este afán
devoto no era solo del pueblo, pues también hombres como San Gregorio
Nacianceno, San Ambrosio o San Paulino hacen enterrar a sus parientes junto
a los mártires (Bullet. di Arch. crist. 1875,22-23).
No había, en efecto, nada supersticioso en esta devoción. La devoción a las
reliquias de los mártires es en aquellos siglos profundamente espiritual,
aunque no todos lo estimaran así.
En el epitafio de un arcediano de Roma, enterrado junto al mártir San
Lorenzo se lee: «No es útil, sino más bien peligroso, descansar muy cerca
del sepulcro de los santos. Una santa vida es el mejor medio para merecer su
intercesión. No hemos de unirnos a ellos por el contacto corporal, sino con
el alma» (ib. 1864,33). Y San Agustín, con menos dureza, pero con el mismo
espíritu, responde a una pregunta de San Paulino de Nola: «La ventaja que
puede haber en ser enterrados junto a las tumbas de los santos es que quien
viene a orar por el difunto, conmovido por la vecindad de los mártires y
lleno de fe en su intercesión, ore con redoblado fervor» (De cura pro
mortuis gerenda, in fine).
La intercesión de los mártires
El mayor honor que los cristianos rinden a sus hermanos mártires es
solicitar asiduamente su intercesión poderosa junto a Dios. Y cuando aún
vivían en la tierra, los mismos mártires tuvieron clara conciencia de este
poder suyo de intercesión ante el Señor, por quien ofrecían su vida.
En efecto, muchos mártires en el momento del suplicio, se sienten movidos a
pedir por sus hermanos y por toda la «fraternidad» cristiana. San Policarpo,
antes de ser detenido, ora día y noche por la iglesia que le ha sido
confiada; y ya detenido, solicita una hora para orar por su pueblo, de modo
que sus perseguidores quedan conmovidos; y todavía atado al poste, donde
será quemado, alza a Dios una oración verdaderamente grandiosa (Martyr.
Polic. 7,14).
Mientras llevan al obispo Fructuoso al anfiteatro de Tarragona para ser
quemado, un cristiano pide su oración, y él le contesta: «Yo tengo que
acordarme de la Iglesia católica, extendida de Oriente a Occidente» (Acta
SS. Fructuosi, Augurii et Eulogii 3).
San Ireneo, obispo de Sirmium, bajo la espada ya del verdugo, ora así:
«¡Señor Jesucristo, que te dignaste padecer por la salvación del mundo!
¡Quieran los cielos abrirse y los ángeles recibir al alma de tu siervo
Ireneo, que padece hoy por tu nombre y por el pueblo de Sirmium! Suplico tu
misericordia para que te dignes acogerme a mí y confirmar a éstos en la fe»
(Passio S. Irenæi 5).
Un mártir de Palestina, antes de ser ejecutado, alza su corazón a Dios en
unas oraciones grandiosas, que son un eco de la liturgia siríaca del siglo
IV: pide la paz para el pueblo, pide para que los judíos lleguen a la fe en
Cristo, y también, «siguiendo el orden», como dice Eusebio, pide por los
samaritanos, por los paganos, por la muchedumbre que le rodea deshecha en
lágrimas, por el juez que le ha condenado, por los emperadores, por el
verdugo que va a ejecutarle, solicitando de la bondad de Dios que a nadie se
impute su muerte (Eusebio, De Martyr. Palest. 8,9-12).
Muchas Actas nos muestran a los mártires cumpliendo con toda su alma este
ministerio grandioso de intercesión por todos. Y los cristianos, con fe
cierta, les suplican que en el cielo sigan intercediendo por ellos.
Sobre el sepulcro de los mártires flota, pues, como nube de incienso, una
plegaria continua. Es la impresión que se siente al recorrer las
interminables galerías de las catacumbas de Roma. Aquí y allá, incluso, se
leen todavía invocaciones llenas de fe ingenua y cierta.
«¡Que las almas de todos los Santos te reciban!», escriben unos padres en la
lápida de su niño de tres años (Bullet. di Arch. crist. 1875,19). Una madre
afligida ora a una mártir: «Basila, te encomiendo la inocencia de Gemelo»
(Museo Letrán VIII,16). Y unos padres: «Basila, te recomendamos a
Crescentino y a Micina, nuestra hija» (ib. 17). Los epitafios, junto al
nombre del difunto, incluyen con frecuencia súplicas semejantes: «San
Lorenzo, recibe su alma», «Que el señor Hipólito te alcance el refrigerio»,
«Que los mártires Genaro, Agatopo y Felicísimo te refrigeren», etc.
Estas inscripciones son una confesión conmovedora acerca del valor de
intercesión de los mártires y de la existencia del purgatorio. Junto a ellas
se encuentran numerosas inscripciones grabadas con estilete o con carbón por
peregrinos devotos en las paredes, junto a las tumbas de los mártires. En el
cementerio de San Calixto, por ejemplo, la pared de la capilla funeraria de
los Papas está completamente cubierta de estos letreros. Son graffiti que
reflejan con gran elocuencia la fe y espiritualidad del pueblo cristiano
primero.
La piedad popular, en efecto, se muestra conmovedoramente elocuente: «Ésta
es la verdadera Jerusalén, adornada con los mártires del Señor». «Vive en
Cristo», «vive en Dios», «vive en el Eterno», «descansa en paz». «Acuérdate
de nosotros en tus oraciones» (De Rossi, Roma sotterranea II,13-20).
En la catacumba de San Calixto, donde reposa Santa Cecilia, junto a tantos
Papas mártires, un piadoso visitante va grabando en los muros una súplica in
crescendo:
Antes de entrar en el vestíbulo, escribe: «Sofronia, vive con los tuyos -
Sofronia, vivas cum tuis». En la puerta de una capilla, expresa ya un deseo
más piadoso: «Sofronia, ojalá vivas en el Señor - Sofronia, [vivas] in
Domino». Por fin, más adentro todavía, en el arcosolio de otra capilla, y
con letras más grandes y cuidadas: «Dulce Sofronia, vivirás siempre en Dios
- Sofronia dulcis, semper vives in Deo». Su visita a la tumba de los
mártires había confortado más y más su fe y su esperanza (De Rossi, I,213).
La apoteosis de los mártires
Obtenida ya la paz de la Iglesia, una corriente siempre creciente de
devoción, a lo largo del siglo IV, va discurriendo hacia las tumbas de los
mártires antiguos y recientes. Los fieles visitan los sepulcros siempre
conocidos y venerados, y también los restos de aquellos confesores que,
habiendo sido escondidos en la persecución, descubren ahora para la piedad
de los fieles santos obispos, como Ambrosio en Milán (Epist. 22; De
exhortatione virginitatis I,2) o Dámaso en Roma: «se venera aquí lo que,
habiendo sido buscado, se encontró -quæritur, inventus colitur», dice el
elogio de este Papa a San Eutiquio (Inscr. christ. urbis Romæ II,66,
105,141).
Las criptas sepulcrales se agrandan y embellecen, se decoran con mármoles y
pinturas, mosaicos y metales preciosos, y se ensanchan las galerías y las
escaleras internas. Se inscriben epitafios, a veces en verso, para guardar
memoria perpetua de lo que nunca debe ser olvidado. Tumbas, transformadas en
altares, sostienen lámparas llenas de óleo perfumado. Por las oscuras
galerías, que ahora resuenan con cantos de victoria, otras luces conducen a
los fieles hasta los restos gloriosos de los mártires.
Pero las cámaras sepulcrales eran muy estrechas para contener a tantos
cristianos, que quieren arrodillarse ante una tumba, besar los mármoles,
recoger un poco de tierra o unas gotas del óleo de una lámpara; las únicas
reliquias entonces permitidas, pues se prohibía dividir las reliquias de los
mártires (S. Gregorio Magno, Epist. III,30).
Por eso, junto a las tumbas de los más célebres testigos de Cristo, o encima
de ellas, van alzándose basílicas grandiosas, capaces de contener, bajo sus
artesonados resplandecientes de oro, la multitud de los fieles (Prudencio,
Peri Stephan. XI, 213-216; III,191-200). Cesadas las persecuciones, las
iglesias establecen sus calendarios litúrgicos, reservando fiestas de
aniversario para sus mártires más ilustres, y constituyéndolos patronos de
ciudades y pueblos.
Celebrando estas fiestas de los mártires, son predicados muchos sermones y
homilías, en el Oriente por Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno,
Juan Crisóstomo, en África por San Agustín, en Milán por Ambrosio, en Roma
por Gregorio Magno. En el nicho del ábside de la basílica semisubterránea de
los santos mártires Nereo y Aquileo, puede aún verse el lugar donde estaba
la cátedra desde la que predicó San Gregorio Magno: «los santos ante cuyas
tumbas estamos reunidos, despreciaron el mundo - sancti, isti, ad quorum
tumbam consistimus, spreverunt mundum» (Hom. SVIII in Evang: PL 76,1210).
Cuando así habla el Papa Gregorio, a quien sus contemporáneos llaman «el
cónsul de Dios» (Inscr. christ. urb. Romæ II,52), los mártires de Roma
permanecen todavía en sus sepulcros inviolados. Desde principios del siglo
V, cuando cesan los enterramientos en las catacumbas, hasta principos del
siglo IX, los cementerios subterráneos que rodean a Roma siguen siendo lugar
de peregrinación. En ese tiempo los Papas acaban de hacer los traslados a
las iglesias de los restos de los mártires, queriendo evitar así el peligro
de profanaciones a causa de las invasiones lombardas y a causa también del
triste abandono de la zona rural romana.
Italianos y extranjeros procedentes a veces de países muy lejanos acudían
siempre en esa época a venerar las tumbas de los mártires en las catacumbas.
Tal era la muchedumbre de peregrinos que para ellos se componen entre los
siglos VI y VIII verdaderas Guías de la Roma Cristiana, en las que, por el
orden de las vías romanas, se va indicando cada cementerio, y en éstos las
tumbas de los mártires. Estas Guías, que sirvieron hace tantos siglos para
orientar la devoción de los fieles, fueron en buena medida las que en el
siglo XIX guiaron a De Rossi en su descubrimiento progresivo de las
catacumbas.
En síntesis
Las persecuciones contra los cristianos forman parte importante de la
política interior y de la legislación del Imperio romano. Sin embargo, en
este marco absolutamente adverso, en el que a lo más se alterna algún
período de relativa tolerancia, el cristianismo, apenas nacido, se extiende
por el Imperio de Roma con extraordinaria rapidez, e incluso se proyecta más
allá de él, avanzando siempre unidos el apostolado y el martirio. El
cristianismo conquista países enteros antes del fin de las persecuciones.
La fe en Cristo penetra al mismo tiempo el mundo de los civilizados y de los
bárbaros, de los letrados y de los ignorantes, de los esclavos, de la
aristocracia y de la burguesía, introduciéndose en las condiciones de vida
más diversas.
Este hecho impresionante es tanto más admirable siendo así que los
convertidos, al hacerse cristianos, sabían perfectamente a lo que se
comprometían, pues ninguno ignoraba que desde el momento de su conversión
quedaban expuestos a ser perseguidos como enemigos del Estado y de los
dioses, y a ser abrumados por toda suerte de calumnias y de marginaciones.
Muy grande ha de ser el atractivo de la fe cristiana para atraer tanto a
tantas personas de diferentes razas, lenguas y pueblos, que al hacerse
cristianos ponen sus cabezas bajo una espada que en cualquier momento puede
matarles.
Porque el martirio, en efecto, no fue un hecho restringido a unas pocas
víctimas. El gran número de mártires, no ya en los siglos III y IV -época en
que este gran número es reconocido por todos los autores competentes-, sino
también en el II y aun en el I, está demostrado por documentos ciertos,
aunque ninguno de ellos ofrezca estadísticas concretas.
Este gran número de mártires asombra tanto más cuando se piensa que todos
ellos aceptaron su muerte con absoluta libertad. Los mártires no son simples
condenados por infringir ciertas leyes o por abandonar el culto oficial: son
condenados voluntarios, puesto que una sola palabra hubiera sido bastante
para obtener la libertad, deteniendo el suplicio o la ejecución. Pero ellos
no pronunciaron esta palabra, porque prefirieron permanecer fieles a
Jesucristo. Su muerte, de este modo, se convierte en un triunfo absoluto de
la libertad moral, una victoria particular del cristianismo, que por sí sola
bastaría para establecer su transcendencia, ya que ninguna otra religión ni
escuela filosófica ha tenido mártires propiamente dichos.
Para contemplar la grandeza de este triunfo recordemos que el sacrificio de
los mártires fue precedido y acompañado de terribles pruebas morales
-renuncia a ambiciones legítimas, ruina completa de la familia,
quebrantamiento de los más dulces lazos- y de espantosos padecimientos
físicos -previstos unos por las leyes, o inventados, aún más atroces, por
una crueldad a la que la ley no ponía freno-. ¿Puede explicarse por las
solas fuerzas humanas la constancia de tantos millares de personas, de todo
sexo y de toda edad, que voluntariamente soportaron tales dolores a lo largo
de tres siglos?
Al concluir nuestro estudio, no podemos, en fin, sino saludar a los mártires
como a los héroes más puros de la historia. Eso explica que ellos hayan
recibido honores que ninguna otra clase de héroes ha recibido jamás.
Millones de hombres, a través de la oración y de la liturgia de la Iglesia,
permanecen en constante comunión con ellos, como con seres siempre
dispuestos a escuchar súplicas y dejar sentir su intercesión poderosa. Ya
sus contemporáneos les invocaron, con súplicas conmovedoras que permanecen
grabadas en los muros de las catacumbas. Y también nosotros seguimos
invocándolos con una confianza que los siglos no disminuye. También
nosotros, como sus contemporáneos, veneramos sus reliquias, asistimos al
santo sacrificio ofrecido sobre sus tumbas, transformadas ahora en altares
de Cristo.
Al honrarlos, al hablar de ellos, al estudiar los documentos que a ellos nos
acercan, sabemos que no nos acercamos solamente a un polvo muerto. Sabemos
que en ese sudario de color púrpura, cuyos pliegues apartan con respeto
nuestras manos, hallamos seres vivientes, inmortales, que descansan
guardados por la viviente e inmortal resurrección de Cristo.