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La vida cotidiana de LOS PRIMEROS CRISTIANOS - A. G. HAMMAN

Páginas relacionadas 

Símbolo de los Primeros Cristianos


PARTE TERCERA
EL ROSTRO DE LA IGLESIA

 



La organización de los cuadros

Carismas e institución

IGLESIAS E IGLESIA

Unidad y diversidad

El primado romano



 

Capítulo I

IGLESIAS E IGLESIA

«Formamos un solo cuerpo por la conciencia que tenemos de una religión, la unidad de disciplina y el lazo de la esperanza»1. Orgullosa afirmación de Tertuliano que, en lenguaje corriente, describe una realidad más fluida, que intriga y desconcierta al mundo pagano. La Iglesia es en primer lugar un grupo de hombres y mujeres que participan de una misma fe y de una misma esperanza, y que, estando dispersos, salen al encuentro unos de otros, se reúnen, conscientes de su unidad.

Existe una Iglesia, pero existen las iglesias, es decir, gentes que se reúnen. El cristianismo es una religión de ciudades: de ciudad en ciudad, las comunidades se van fundando, se organizan y se coordinan, conscientes de que más allá de su dispersión y de su diversidad forman todos juntos la única Iglesia de Dios.

Las iglesias locales, en Antioquía y en Corinto, en Filipos y en Lyon, están todas ligadas a la única Iglesia madre de Jerusalén. Las comunidades que se reúnen en casas particulares saben que ellos constituyen la Iglesia, término griego que significa «los que son convocados» y que, tanto Oriente como Occidente, adoptan sin preocuparse por traducirlo. Por encima de las clasificaciones recibidas, griegos, judíos o bárbaros, ha nacido un pueblo nuevo, una realidad histórica diferente de todas las demás, «la tercera raza»2, como la llaman los paganos. No sabían la verdad que estaban diciendo.

Estos cristianos que despiertan sospechas y provocan panfletos, tan cercanos y tan diferentes, solidarios y al mismo tiempo a distancia, ¿quiénes son?, ¿qué quieren?, ¿qué es esa luz que brilla en sus ojos? Tienen conciencia de que son diferentes de todos los demás grupos religiosos y de que en la diversidad de rostros y de personalidades, dispersos por todas las latitudes, forman un único todo, un cuerpo, un pueblo, una Iglesia.

 

La organización de los cuadros

El final del siglo I es de importancia capital en la historia del cristianismo. Todos los Apóstoles han desaparecido, menos Juan, el último testigo. Se convierte en un personaje casi legendario. Permanece durante mucho tiempo en Asia. Clemente afirma que organizó en Asia comunidades que, durante todo el siglo II evocan su autoridad3. Su sombra se proyecta sobre las iglesias distribuidas como las cuentas de un rosario a lo largo del litoral.

A partir de entonces, las comunidades están en manos de jefes que se transmiten los relatos y las enseñanzas de los Evangelios. Han tomado el relevo de los primeros Apóstoles y de sus colaboradores. Se establece una organización flexible y progresiva. Procede por etapas cuyas huellas son todavía hoy perceptibles. Las comunidades judeocristianas mantienen durante algún tiempo una dirección colegial (ancianos o presbíteros). Las que nacen en tierra pagana se apoyan en el binomio obispo-diácono. Ambas organizaciones son simultáneas, y, después, se unifican a lo largo del siglo II. Su establecimiento se lleva a cabo poco a poco, con retrasos, con vacilaciones, y a veces con crisis. La vida no está uniformada, sino que se desarrolla orgánicamente, crece con la vitalidad explosiva de los comienzos.

La actividad itinerante de los apóstoles y de los profetas sólo dura un determinado tiempo; es una preparación para el establecimiento de una organización permanente, de una autoridad local que la sustituye. Algunos de esos itinerantes acaban por quedarse fijos en el lugar de su actividad misionera. Potino, puede que también Ireneo en Lyon, son buenos ejemplos de esta situación. Otros siguen moviéndose roturando nuevos terrenos y plantando la cruz bajo nuevos cielos. Su actividad se prolonga durante todo el siglo II, pero tiende a acabarse con él.

La predicación evangélica da sus frutos a partir del momento en que deja tras ella un mínimo de estructura y de organización. Los convertidos se juntan, se agrupan y se fusionan en una comunidad, la iglesia del lugar. Eusebio lo dice explícitamente: «los apóstoles distribuyen sus bienes a los pobres, abandonan su país, ponen los fundamentos de la fe en regiones extranjeras, establecen pastores a los que entregan la solicitud de aquellos a quienes han traído a la fe»4.

Ignacio en Antioquía, Policarpo en Esmirna, Potino en Lyon, Cuadrato en Atenas, Dionisio en Corinto, son jefes de sus comunidades; se llaman epíscopos, obispos, lo cual significa inspectores o superintendentes, título que procede de la administración civil5. El nombre de obispo, que durante un cierto tiempo fue sinónimo de presbítero, acaba imponiéndose para designar la autoridad monárquica.

Desde la organización colegial hasta llegar a la responsabilidad episcopal hubo un tiempo indeciso6, con vacilaciones y resistencias. Algunas ciudades, como Jerusalén o Alejandría, poseen ya desde los orígenes cristianos un obispo, otras, como Filipos, no parece que todavía hayan establecido a ninguno cuando Clemente de Roma les escribe. Al menos la carta de Clemente no hace mención, solamente habla de la cábala que ha dado lugar a que los presbíteros jóvenes y viejos estén en discordia.

Hay muchas ciudades que tienen como obispo a personajes de gran altura, como Policarpo o Ireneo, pero hay otras que escogen una talla adaptada a su medida. No todos los corsos son Napoleón. La vida de la iglesia local tiene habitualmente unos comienzos más modestos; elige al hombre más disponible, al más generoso, que se impone por su calidad y su ejemplo.

La primera evangelización se ha llevado a cabo en el marco de una casa hospitalaria, puesta a disposición del apóstol itinerante7. La conversión del cabeza de familia arrastra normalmente la de otros miembros de la «casa»8. Esto se considera tan normal que, en las comunidades judeocristianas, miembros no bautizados estaban excluidos de la mesa común9.

Lo que ocurrió en Antioquía, que el centurión Cornelio10, cuando se bautizó invitó a su casa a parientes y amigos, debió suceder con frecuencia. La casa es, pues, la célula madre al servicio del Evangelio y de la reunión de los evangelizados. Un cristiano que dispone de una casa suficientemente amplia la pone a disposición del misionero y, según la regla de la hospitalidad antigua, recibe allí a sus miembros mientras dura la estancia, o cada vez que pasa el apóstol. Este se aloja en ella, es su cuartel general. Los hermanos son enterados de si vuelve y cuándo.

Así el marco doméstico es la cuna de la comunidad, a la que proporciona un centro de irradiación y le facilita la continuidad11. A su alrededor se agrupan los convertidos, las familias, las «casas». El lugar de los encuentros ocasionales tiende a convertirse habitual. Cuando se hace demasiado pequeño para la comunidad, que sobrepasa los cuarenta o cincuenta miembros y sigue ampliándose, entonces los cristianos alquilan una sala, y lo más corriente es que su propietario acabe por donarla a la comunidad. Se cambia su disposición interior, echando abajo tabiques, con el fin de disponer de un espacio suficiente. Así lo vemos en la iglesia de Doura Europos, que antes era una casa privada. Lo mismo debió ocurrir en Roma. El huésped responsable de la reunión termina siendo el jefe natural de la comunidad. Esta es la situación que nos describe el Pastor de Hermas12.

El retrato robot del obispo que nos enseñan las cartas pastorales corresponde exactamente a la situación de un padre de familia que saca adelante la gestión de sus asuntos; su vida personal y familiar es irreprochable; es siempre hospitalario y goza de la estima de todos.

El epíscopo debe ser irreprochable, debe haber estado casado una sola vez, ser sobrio, discreto, cortés, hospitalario, debe saber enseñar. No debe ser bebedor, ni peleón, sino indulgente, pacífico, desprendido del dinero; que sepa gobernar bien su propia casa y mantener a sus hijos en la sumisión y en una perfecta dignidad, pues, si no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo podrá hacerse cargo de la Iglesia de Dios?13.

El epíscopo, ya desde los comienzos de su existencia, está asistido por un colaborador directo, habitualmente más joven que él, el diácono, cuyas cualidades personales, familiares y sociales deben hacerle apto para secundar eficazmente al jefe de la comunidad. Juntos dirigen la reunión, celebran la eucaristía; juntos son gerentes del bien común y proveen a las necesidades de la comunidad.

A lo largo del siglo II, la institución epíscopo y diácono se confunde con la de presbíteros o ancianos, de origen verosímilmente judaico. Los «ancianos», en el judaísmo eran los notables, que formaban parte del sanedrín o que dirigían la comunidad y la sinagoga14. En tiempos de los Doce, existen en Jerusalén, cuando Santiago es allí obispo15. Asisten con los Apóstoles al primer concilio de Jerusalén16. A fines del siglo I los encontramos en Roma, en Filipos, en Corinto, donde son objeto del conflicto que da motivo a la carta de Clemente de Roma17.

La fusión de estas dos instituciones se fue haciendo progresivamente y según los lugares y las circunstancias, no sin choques acá y allá. La carta de Pablo a Timoteo, que hace una descripción del obispo, conoce el colegio presbiteral que, con Pablo, impuso las manos a Timoteo18. A Tito se le recomienda que instituya presbíteros19.

La solución más elegante para pasar de la autoridad colegial a la institución monárquica consistía en elegir al obispo entre el cuerpo presbiteral20. Los dos términos, presbítero y obispo, son sinónimos durante algún tiempo. Ireneo21 parece emplearlos indistintamente.

En la época de Ignacio de Antioquía, la instauración de la autoridad monárquica y la integración del consejo presbiteral son cosa hecha en Asia, desde Jerusalén a Pérgamo. Las cartas ignacianas a las diversas comunidades por las que ha pasado así lo atestiguan. En otros lugares parece que el cambio fue más doloroso22. La carta de Clemente a la comunidad de Corinto, provocada por presbíteros a los que no se aceptaba, reconoce la existencia de jefes u obispos, elegidos sin duda de entre el consejo de ancianos, que presiden la liturgia y se distinguen claramente de los laicos, nombrados aquí por vez primera23.

En Roma, la fusión entre los sucesores de Pedro y el consejo de presbíteros de la ciudad no parece que se llevara a cabo sin un cierto rechinamiento. En tiempos de Clemente, la iglesia romana está todavía dirigida por un consejo presbiteral con un presidente a la cabeza24. El mismo Justino, al describir la asamblea litúrgica, no habla de obispo, sino de presidente. Cuando Policarpo y Hegesipo, y después Ireneo, vienen a Roma, encuentran una organización parecida a la de Oriente y de Lyon.

La situación romana nos permite hacernos una idea concreta de lo que distingue a la Iglesia de las iglesias. Hasta el advenimiento de Constantino, no hay un local con capacidad para reunir a todos los fieles de la ciudad. Los cristianos se reúnen siguiendo un criterio de afinidad, por grupos étnicos o lingüísticos, algo así como lo que hoy ocurre con los diversos ritos en Beirut o en Damasco. Justino25 lo afirma claramente cuando responde a la pregunta del prefecto Rústico.

—¿Dónde os reunís?

—Donde cada uno quiere y puede ¿crees que nos reunimos en un mismo lugar?

Esto explica que los asíatas de Roma, fieles a la tradición de su iglesia original, continúen celebrando la fiesta de Pascua el día de aniversario y no la noche del sábado siguiente, como los demás fieles de la ciudad. Diversidad que todavía hoy encontramos en Jerusalén entre confesiones diferentes, y que en aquel tiempo disgustaba visiblemente al papa Víctor, preocupado por el orden y la unidad. Tiene ante la vista comunidades en las que unos ayunan mientras otros ya están celebrando la alegría pascual: los fieles que todavía estaban en Viernes Santo podían pensar que «se habían equivocado de fecha» cuando se encontraban con quienes ya estaban celebrando la Pascua.

En los diferentes barrios de la ciudad los cristianos se agrupan alrededor de un maestro o de un presbítero, para recibir enseñanzas o para una celebración. Las doctrinas más atrevidas pudieron difundirse en cenáculos heterodoxos, que escapaban de las manos del obispo. La afluencia de maestros venidos de Asia o de Egipto, Valentín, Marción, a la que ya nos hemos referido, favorece los pequeños grupos, de los que algunos acaban por erigirse en «Iglesia» separada. Cara a esta amenaza, la Iglesia pone el acento en la unidad y en la ortodoxia, confiándola a la responsabilidad del obispo. Este movimiento de unificación es claramente perceptible en las comunidades romanas y orientales26.

La unidad y la vitalidad de una comunidad en el siglo II dependen, en gran parte, de la personalidad del obispo27. Es el defensor de las pequeñas iglesias contra el aislamiento y, al mismo tiempo, es el faro de su irradiación. Apenas la Iglesia es adulta cuando produce, bajo el reinado de los Antoninos, obispos de gran envergadura: Ignacio, Policarpo, Melitón, Polícrates, Ireneo.

La comunidad elige a un hombre de experiencia, desinteresado, probado en la vida familiar y profesional, con una situación independiente. En Oriente se prefiere que sea un cristiano rico, con posibilidades para subvenir a los necesitados de la comunidad28. En algunas iglesias de Asia el cargo es casi hereditario. Es el caso de la antigua iglesia de Armenia. Policarpo es el octavo miembro de su familia que ejerce el cargo en Efeso29.

La experiencia adquirida en la gestión de su casa y de su patrimonio, las cualidades humanas y sociales que han fraguado una personalidad, son condiciones y garantías para designar un obispo. Habitualmente es un hombre casado. Las excepciones son tan raras que no vale la pena señalarlas, como el caso de Melitón de Sardes30. El obispo es generalmente de edad madura. La Didascalia pide que tenga cincuenta años31. «Se necesitan cincuenta años para hacer un hombre», había dicho Platón32. Pero esta regla tiene sus excepciones: la edad puede ser sustituida por la generosidad y la prudencia. El obispo de Magnesia, en tiempos de Ignacio, es joven, lo cual complica su tarea33. El obispo de Antioquía exhorta vivamente a los magnesios, respaldando la autoridad de su pastor34.

La elección se lleva a cabo en el curso de una asamblea en la que se congrega la comunidad. El voto es oral. Se propone al pueblo el nombre del miembro, ordinariamente sacerdote o diácono35. En el caso de que los electores sean demasiado pocos, pueden pedir a miembros probados de una comunidad vecina que se unan a ellos. Esta práctica es una prueba de que tanto para unos como para otros la Iglesia no está limitada por las fronteras de la ciudad36. Después de la elección, los obispos vecinos imponen las manos al elegido37. Ya desde esta época el peso y el consentimiento de jefes de metrópoli como Efeso se hace sentir. En Antioquía, Ignacio ejerce su influencia sobre las otras iglesias de la región. Se llama a sí mismo «el obispo de Asia».

Las cualidades que se requieren son apenas diferentes de las que enumeran las cartas pastorales. Se aconseja que no ejerza el comercio ni una función pública38, pues los negocios podrían comprometer su fama de desinteresado, y la magistratura le impondría la obligación de presidir las fiestas religiosas de la ciudad y sacrificar a los dioses.

Además de las cualidades morales, es fundamental el conocimiento de la Escritura39. «Que el obispo... sea asiduo en la lectura atenta de la Divina Escritura, para interpretar y explicar correctamente sus libros». Incluso hay obispos que aprenden el hebreo para exponer mejor la palabra de Dios40. El buen criterio suple a la cultura, y el celo al mucho saber. En medio de los peligros internos, del pulular agnóstico, el obispo debe ser más fiel a la tradición que al razonamiento, a la regla de la fe que a la discusión.

El celo por la doctrina debe ir a la par que la integridad moral, exigida tanto para el servicio litúrgico como para el servicio de la sociedad41. El obispo debe ser el hombre de todos, no puede hacer acepción de personas, ha de elevarse por encima de rivalidades y facciones, que provocan cismas42. El carácter patriarcal de la iglesia local hace que el obispo sea el padre de la comunidad, atento igualmente a las necesidades de los pobres que a las exigencias espirituales de todos. El término «pastor»43, que empieza a tomar fuerza, traduce bien el espíritu de un ministerio que se compone de servicio y de firmeza, de autoridad y de benevolencia.

El autor de la Didascalia44, que posiblemente es obispo, al mismo tiempo que una visión de conjunto nos ofrece informaciones sobre sus actividades diversas; seguramente las de finales del siglo II. El retrato puede parecer idealizado, pero las tareas descritas son bien concretas. Es el jefe de la asamblea y de la liturgia. Administra justicia, soluciona las diferencias, da prueba de discernimiento y de benevolencia. Alimenta a la fe y alimenta a los pobres. En una palabra, en la iglesia está en el lugar de Dios45.

«Así pues, obispo, pon cuidado para que tus acciones sean puras —concluye la Didascalia—, ten aprecio de tu cargo, porque ocupas la imagen de Dios todopoderoso y estás en el lugar de Dios todopoderoso».

El consejo de presbíteros, poderoso en sus orígenes, va eclipsándose. Se lleva a cabo un cambio. Los notables dejan el sitio a sacerdotes que asisten al obispo y, eventualmente, lo sustituyen en las funciones litúrgicas46

En su origen los presbíteros son los primeros que se habían convertido, pero después su elección fue dando preferencia a hombres que tenían una situación independiente47.

El siglo II es la edad de oro de los diáconos, los ministros jóvenes y emprendedores de la comunidd y los más populares. Su juventud es como un contrapeso de la edad del obispo. Son la mano activa del obispo48, la llave maestra de la Iglesia. Acompañan al obispo o viajan en su lugar. Son el intermediario habitual entre el obispo y su pueblo. Anudan los lazos que unen al pastor con el rebaño.

La primera tarea del diácono en los primeros siglos no es la evangelización ni la liturgia, sino la actividad social. Es el ministro de la caridad y del servicio, como su nombre indica49. El obispo elige diáconos en número proporcional a las dimensiones y a las necesidades de la comunidad50. En el año 177, en Lyon no hay más que un diácono; Ignacio y Policarpo hablan de ellos en plural; las comunidades de Asia están más desarrolladas.

El diácono es el ojo y el corazón del obispo en medio de sus fieles. Está en contacto continuo con ellos, los conoce a todos, sabe cuál es su situación material y espiritual. Visita a los pobres y a los enfermos para ayudarles. Vela especialmente sobre las viudas, los ancianos y los huérfanos51. Informa al obispo de las necesidades y dificultades de la comunidad, asiste con los presbíteros al tribunal para componer las diferencias entre hermanos, como ya el Apóstol había aconsejado52.

Es un ministerio exigente, que requiere tacto y desinterés. Manejar dinero es siempre peligroso, porque puede quedarse pegado a los dedos. Al parecer, el Pastor tenía ante la vista el escándalo de diáconos poco delicados o francamente sin honradez, cuando los acusa de enriquecerse en vez de servir, de timar a las cristianas ricas y de embolsarse las ofrendas destinadas a las viudas y a los huérfanos53.

En la carta de Plinio el Joven54 sobre los cristianos, a la que ya nos hemos referido, encontramos la primera mención de dos mujeres, dos diaconisas, que ejercen un ministerio concreto en la Iglesia, como ya hemos visto. De manera similar a los diáconos, tienen a su cargo el «sector femenino» y se dedican de modo especial a las pobres, las enfermas, las ancianas. En el siglo XIX las iglesias anglicana y protestante se inspirarán en esta figura de la diaconisa.

En Occidente no hubo diaconisas. Las que, más tarde, se llamaron así, son beguinas. Por el contrario, en Asia, el obispo o el diácono no podían ir a algunos sitios sin que pareciera indiscreto, pero la diaconisa sí podía ir. Visita los gineceos en donde hay cristianas y catecúmenas casadas con paganos, a fin de prepararlas para el bautismo y cuidar de su perseverancia. Ayuda al obispo en el bautismo de las mujeres y se encarga de las unciones55

La Didascalia puntualiza que las diaconisas no deben ni bautizar ni predicar, pues «las mujeres no han sido establecidas para enseñar» 56, lo cual coincide con la afirmación de san Epifanio: si ésa hubiera sido la voluntad de Jesucristo, «a María, antes que a ninguna otra mujer, le habría sido conferida la función sacerdotal »57. Las mujeres, que en la Gran Iglesia están bien sujetas, se desquitan en las sectas profetizando y bautizando.

Fuera de las grandes metropólis, sobre todo de Roma, las iglesias conservan una dimensión humana; pastores y fieles se conocen personalmente y forman juntos una misma familia, en la que los cargos y los ministerios son diferentes, pero todos al servicio de un mismo Señor. El Pastor de Hermas los compara a los obreros que construyen una torre, la Iglesia58.


Carismas e institución

La organización se va estableciendo a lo largo del siglo II. Por el hecho de que una autoridad estable vaya sustituyendo progresivamente a los itinerantes, apóstoles y profetas, no hay que figurarse que la comunidad es un rebaño de borregos mudos, llevados por el cayado del obispo. La Iglesia, reunida en torno a Cristo, está conducida por el Espíritu Santo. Esta verdad se manifiesta en lo cotidiano. El Espíritu conduce a los fieles, tanto en Roma, como en Cortino, y distribuye sus dones con munificencia.

A todo lo largo del siglo una fermentación mística, con visiones y profecías, remueve a la Iglesia. Si a veces parece que aquí y allá adopta formas anárquicas o heterodoxas, hay que decir que se trata de «tropiezos» o de «incidentes del camino» que no hay que confundir con la efervescencia espiritual que los provoca. Esta efervescencia es un fermento que mantiene en las comunidades el fervor de los comienzos, alimenta la vocación a la continencia y el deseo del martirio; es una preparación para las pruebas y un activador contra la modorra. Morir en la cama podía parecer falta de vibración.

Nada más equivocado que oponer carisma a institución. Son muchos los obispos carismáticos: Ignacio y Policarpo son conducidos por el Espíritu y gratificados con revelaciones59. Melitón de Sardes está poseído por el Espíritu60. Un siglo después, visiones y revelaciones ocupan todavía un lugar impresionante en la vida de san Cipriano 61.

En pleno siglo II hay muchos fieles que poseen carismas, signos de vitalidad. El Espíritu inspira el lirismo de las Odas de Salomón62, escrito judeo-cristiano de esa época, próximo a la inspiración joánica: «Igual que la mano se pasea sobre la cítara e igual que hablan las cuerdas, así habla en mis miembros al Espíritu del Señor».

Justino63 e Ireneo64 conocen a cristianos, iluminados por el Espíritu, que han recibido los dones de curar, de lenguas, de presciencia y de conocimiento. «Imposible decir —concluye el obispo de Lyon— el número de carismas que, en el mundo entero, la Iglesia recibe cada día de manos de Dios »65

La verdad es que el Espíritu manifiesta una soberana libertad al escoger sus beneficiarios. Los profetas de los que habla la Didaché66 están declinando, pero el Espíritu escoge a los hombres más inesperados. Uno de ellos es el pintoresco Hermas, que escribe el Pastor. Es un buen hombre, de cultura limitada, teólogo improvisado, que se lía en cuanto va más allá de las fórmulas del catecismo.

Hermas se presenta a sí mismo como un inspirado, que ha recibido el favor de numerosas visiones67. Aun teniendo en cuenta la ficción y los artificios literarios copiados de los apocalípticos, el autor del Pastor es consciente de haber recibido un mensaje que debe transmitir a las Iglesias, y que confía a los presbíteros68. Se presenta como un profeta activo en medio de una comunidad concreta. Se le escucha con respeto, pero esa comunidad no tiene necesidad de él para la enseñanza de la doctrina.

El ejemplo de Hermas nos enseña que, lejos de colocarse por encima de la iglesia local, el profeta está también sometido a la autoridad eclesiástica, a la cual corresponde discernir entre los verdaderos y los falsos profetas, entresacar la cizaña del buen trigo y contrastar el valor del mensaje, conducida por el Espíritu. Nada nos da pie a pensar que exista rivalidad entre inspiración y función de la Iglesia. La subordinación no priva al profeta de hablar francamente ni de ningún modo le impide increpar a los diáconos prevaricadores69.

De esta forma, el profetismo es parte de la vitalidad de la Iglesia. Milcíades70, que es uno de los adversarios más encarnizados del montanismo, llega a decir: «El apóstol piensa que el carisma profético va a perdurar en toda la Iglesia hasta el día último».

No hay que pensar que es excesiva la circunspección de la Iglesia con respecto al profetismo, pues debemos considerar la efervescencia carismática del momento, exacerbada por la inseguridad política y la persecución. La gesta de la sangre es un excelente testimonio de la exaltación de los confesores de la fe, tanto en Lyon como en Cartago71.

En Frigia —tierra mística por excelencia—, en el año 172 Montano era presa de crisis extáticas72. El país entero estaba revolucionado y los obispos andaban locos. Los «santos de Frigia» oraban con afectación, se ponían la punta del dedo índice en la punta de la nariz, lo cual les valió el mote de «nariz atornillada»73. Las localidades de Pepuza y Timión, cunas de la secta, eran consideradas ciudades santas; el pueblo afluía a ellas en peregrinación74; escrutaban el azul del cielo para ver si la nueva Jerusalén descendía de las nubes. Al mismo tiempo, incluso los prosélitos colmaban de oro y de vestiduras de moaré a los profetas y a las profetisas75.

La doctrina de Montano se extiende como el fuego en el bosque, desde Oriente hasta África e incluso a las orillas del Danubio76. El montanismo pretende sustituir la autoridad, todavía vacilante, por la docilidad al Espíritu Santo, la vulgaridad de lo cotidiano por un acoso ininterrumpido hacia la perfección, la venta de todos los bienes en favor de los pobres, la aspiración al martirio, la espera exaltada del fin del mundo77. De seguirles, el mundo se vería transformado en un monasterio.

Estos espíritus simples y exaltados anunciaban la Iglesia de los últimos tiempos con la impetuosidad de las sectas pentecostalistas que conocemos hoy. Era como una inmensa movilización del mundo, que no se preocupaba de las solicitudes cotidianas. «¿Qué pintan las solicitudes por los niños de pecho en el juicio final? —escribía Tertuliano, ya convertido al montanismo—. ¡Sí que estará bueno ver senos fláccidos, náuseas de parturienta, críos berreando, mezclados con la aparición del Juez mientras suenan las trompetas! »78. El anuncio del gran día frena y luego condena la procreación.

Fenómenos semejantes hacen su aparición en Fenicia y en Palestina. Es un verdadero contagio místico.

Muchos, oscuros y sin nombre, a cuento de cualquier cosa, en los santuarios se pone a gesticular, como poseídos de un fervor profético; otros corretean ciudades y cuarteles mendigando, y ofreciendo el mismo espectáculo. No hay nada que le resulte más fácil a cualquiera —ni hay nada más corriente— que decir «Yo soy Dios o el Espíritu Santo»79.

Quizás Celso carga la mano, pero lo cierto es que no inventa lo que dice.

En Lyon los energúmenos místicos, como un tal Marcos, la toman preferentemente con las mujeres guapas y ricas; les prometen, igual que los agnósticos, gracias extáticas80.

«He aquí que la gracia desciende sobre ti. Abre la boca y profetiza. —Yo no he profetizado jamás, yo no sé profetizar», responde la mujer emocionada. El mago reduplica sus invocaciones. «Abre la boca. En adelante toda palabra es profecía».

Fuera de sí, embriagada de orgullo, con la imaginación hirviéndole, la mujer pronuncia las palabras locas, incoherentes, incluso impúdicas, que le vienen a la boca. La sesión, que había comenzado en exaltación mística, acaba en voluptuosidad carnal, según nos cuenta Ireneo, que acogió el arrepentimiento de bellas profetisas, obligadas «a ocultarse con el fruto que habían sacado de sus relaciones con la gnosis»81.

Los hechos que nos relata Tertuliano, poco sospechoso de injurioso, nos dan una idea de lo que eran estos fenómenos extáticos,. más cercanos del espiritismo que del Espíritu Santo. Una mujer piadosa, en Cartago, raptada en espíritu, conversa con los ángeles, oye cosas ocultas y lee los corazones. A quienes la consultan les sugiere remedios para sus males82.

Otra mujer es azotada por un ángel durante la noche por ser excesivamente coqueta. Ese mismo mensajero le indica la longitud exacta del velo que debe llevar83. La cantidad de mujeres invadidas por el Espíritu es impresionante... y sospechosa. Algunas de ellas se ponen a ejercer ministerios en la Iglesia. Una de ellas bautiza84, otras caen en éxtasis, profetizan, predican, convierten a la asistencia en las celebraciones litúrgicas85.

Profetas de cualquier procedencia recorrían las calles y a pesar de la bastedad de sus artificios, turbaban los espíritus, encontraban credibilidad y acogida entre gentes buenas86, que eran tan golosas de lo maravilloso y de emociones fuertes como nuestros contemporáneos lo son de apariciones y de estigmas.

La prudencia y la cautela de la Iglesia se explican no solamente cuando Ireneo tiene ante los ojos las actividades de un Marcos, sino todavía más cuando se entera de que comunidades enteras, con el obispo al frente, son víctimas de visionarios. En Ancira los presbíteros están obnubilados87. Incluso el mismo obispo de Roma Zeferino parece vacilar en algunos momentos88. En Siria, un profeta «persuade a muchos hermanos para que vayan al desierto con mujeres e hijos, con el fin de salir al encuentro de Jesucristo»89. Toda la grey se conmociona. Acaba por extraviarse en las montañas, y poco faltó para que el gobernador los exterminara creyendo que eran bandidos. Afortunadamente, la mujer del gobernador, que era cristiana, arregló las cosas.

Otro obispo90, de las orillas del mar Negro, tuvo una visión, más tarde otras dos, después tres, se puso a hacer predicaciones como un profeta, y llevó su locura hasta decir: «sabed, hermanos, que el juicio llegará dentro de un año». Acabó por llevar la pusilaminidad de los fieles hasta tal espanto, que abandonaron su país, sus tierras, y la mayor parte incluso vendieron todos sus bienes.

Algunos espíritus moderados, como los mismos Justino e Ireneo, imaginan un reino de Cristo sobre la tierra que durará mil años91. Este milenarismo planeará sobre Oriente y Occidente a lo largo de todo un siglo. Las sectas modernas, adventistas, testigos de Jehová, están empeñadas en hacerlas revivir hoy día. El ascetismo tremendista de esos profetas, lo encontramos, ya expurgado de las manifestaciones extáticas, en Marción y sus discípulos. Predican la continencia absoluta y no administran el bautismo nada más que a las personas solteras. No contentos con predicar el rigorismo moral, organizan a sus pequeños grupos en iglesias —en Lyon, en Cartago, en Alejandría, en Roma—con una jerarquía propia, con sus ascetas y sus mártires92. La Iglesia y las sectas se excomulgan recíprocamente. El martirio opera un acercamiento entre ellas, pero siguen queriendo ignorarse y no tener nada en común93.

Un rasgo común de estos movimientos diversos, que además comparten con la Iglesia, es la práctica de la ascética y que incluía generalmente la continencia y la abstinencia. Entre los mártires de Lyon encontramos a Alcibíades, que es uno de esos ascetas. Fue precisa una intervención del Cielo para que renunciara a la abstinencia mientras estaba en la cárcel94. Estos ascetas se abstenían del vino incluso en la eucaristía. Por eso eran llamados « acuarianos »95.

El rigorismo de estos ascetas cristianos no era nada nuevo, pues ya lo practicaron los filósofos paganos como Apolonio de Tiana y también se practicó en el judaísmo96. Desde la era apostólica, la continencia perfecta aparece como una de las maravillas del Espíritu. Florece en Corinto estimulada por el Apóstol Pablo97. Pero ya desde finales de siglo los ascetas se hacen contestatarios y, en nombre de sus carismas, se erigen en críticos y en jueces de la comunidad, hasta el punto de provocar separaciones y divisiones98. Si Pablo hubiera vuelto, habría visto que sus feligreses casi no habían cambiado.

Principalmente en Siria la continencia se presenta como la realización ideal de la vida cristiana. Es posible que el sincretismo judío influyese en ello. Los primeros en ser bautizados son los que viven la continencia99, las personas casadas están consideradas como de segundo escalón. Había un peligro amenazando a los ascetas: no sólo la soberbia, sino sobre todo el desprecio, e incluso la condena, del matrimonio como inconciliable con el fervor cristiano, el rechazo de la jurisdicción episcopal, la usurpación de poderes y de privilegos en el interior de las comunidades. Su autoridad va acentuándose hasta convertirse a veces en presión, como es el caso de los ascetas que han confesado valientemente la fe y se otorgan a sí mismos el título de mártires.

Esta es la situación que encontramos en Asia y en Frigia, cuando la carta de los hermanos de Lyon viene a templar el rigorismo penitencial, la abstinencia y la continencia absoluta predicadas por los ascetas. Estos se apoyaban en el prestigio, que les otorgaba su perseverancia, para excluir de la comunidad a los pecadores, sin admitir que hicieran penitencia y sin querer que la Iglesia les diese la absolución. Unicamente otros mártires podían servir como de contrapeso, defendiendo posturas más moderadas. La finalidad de la carta citada era precisamente conseguir esta moderación100.

IGLESIAS E IGLESIA

Sabemos por la correspondencia de Dionisio, obispo de Coriríto101, que los ascetas provocan tensiones internas en las iglesias. Es cierto que el ejemplo de las exigencias morales alimentan el fervor, pero existe el peligro de caer en un cierto fariseísmo. Tanto los profetas como los ascetas se erigen en jueces con frecuencia, tachan a los demás de relajamiento, condenan el uso del vino y del matrimonio. Hacia finales del siglo II, algunos, como Taciano y sus discípulos, se organizan en sectas y se erigen en «iglesias de los santos».

Hay otros ascetas que tienen puntos en común con Marción y el gnosticismo, rechazan el matrimonio afirmando, como lo hace Satornil, que es obra del demonio102. Acaban en cisma y se erigen en contra-Iglesia103. Pero todas estas desviaciones no deben hacer que perdamos de vista la inspiración profunda suscitada por la fermentación evangélica; lejos de pactar con el mundo, ésta mantiene y revivifica la época de los carismas apostólicos y la convicción de que hay que vivir preparados para el final de los tiempos.

Toda esta esfervescencia, amasada de entusiasmo y de exaltación al mismo tiempo explosiva y disolvente, exige una autoridad responsable, que discierna y encauce, que acoja y rechace, que dirima y controle las cuestiones de fe y de doctrina. La Iglesia confía esta tarea al obispo en primer lugar. En medio de tanta especulación gnóstica y delirios carismáticos, es el obispo quien debe separar la cizaña del buen trigo, señalar el buen camino, precisar la doctrina. En la tensión vital de una comunidad que se va construyendo, el obispo es el contrapeso del profeta, con fidelidad al depósito y a la regla de la fe.

La Iglesia hace esfuerzos por liberar el carisma de sus manifestaciones extravagantes, tratando de descubrir la acción del Espíritu de Dios que crea, despierta, suscita y llama104. Reconoce el carisma del apostolado105, el carisma de discernimiento de espíritus106 e incluso el de gobierno107. Lejos de apagar el Espíritu, los pastores ponen su empeño en hacer que su rebaño sea dócil a su acción y capaz de distinguir lo verdadero de sus falsificaciones.

Los pastores buscan una pauta de conducta empapada de moderación y de humanidad, como término medio entre una ascética tremendista y un relajamiento anárquico. No dicen que la luz del Espíritu sea contraria a la regla de la fe, sino que sitúan a una y otra en el interior de la misma Iglesia de Cristo, conducida por su Espíritu. Lejos de apagar al Espíritu, se esfuerzan por descubrirlo en la comunidad a fin de que la ilumine, ya que ha sido dado para ella.

La Iglesia condena el anatema lanzado contra los bienes de la creación y contra el matrimonio. Sin dejar de sostener el fervor de los mártires, modera a los exaltados y les prohíbe que se autodenuncien ante los tribunales108. Como la Iglesia es maternal, es consciente de la fragilidad de los hombres y no los acorrala contra la desesperación, sino que les permite recuperarse y hacer penitencia para volver a encontrar la paz.

 

Unidad y diversidad

Desde sus mismos orígenes la Iglesia tiene conciencia de estar abierta a todas las naciones. No está ligada ni a una ciudad, ni a un imperio, ni a una raza, ni a una clase social. No es ni la Iglesia de los esclavos, ni la Iglesia de los amos, ni la de los romanos o de los bárbaros, sino la Iglesia de todos, porque a todos descubre una misma fraternidad. Todos necesitan a todos. Los grandes no pueden nada sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes109. Su originalidad se basa en esta reciprocidad. Rápidamente, más rápidamente de lo que desearían sus detractores, como Celso, se extiende en el espacio, desde Alejandría a Lyon, alcanza a todas las capas de la sociedad, a la corte imperial y a la «inteligentsia». Unidad y catolicidad van a la par, la una es su fundamento, la otra es su vitalidad. Son las dos dimensiones íntimamente entrelazadas de la única Iglesia católica.

Las comunidades de las ciudades, desde Antioquía a Roma, desde Cartago a Lyon, tienen conciencia de formar juntas una entidad única, un cuerpo, un pueblo. Ignacio dice110: «Donde está Cristo, está la Iglesia universal». Sería igualmente exacto decir: donde florece una iglesia, florece la Iglesia. Esta conciencia de pertenecer en todo lugar a la Iglesia universal, de sobrepasar el marco local para alcanzar la catolicidad, está profundamente enraizada en el corazón de cada uno de los fieles.

Los verdugos del diácono Sanctus111, de Viena (Francia), le preguntan cuál es su nación y su ciudad de origen, y él les responde: «Soy cristiano». El relato añade: «su nombre, su ciudadanía, su raza, su todo». El juez Polemón pregunta a Pionios:

  • ¿Eres cristiano?

  • ¿De qué iglesia?

  • Católica. No existe otra fundada por Jesucristo112.

El obispo Ignacio de Antioquía llama «católica» a la Iglesia, en un momento en que solamente la ciudad de Roma, en Occidente, posee una comunidad cristiana. La catolicidad no es «cuestión geográfica ni de números», sino de mensaje y de misión. La Iglesia está abierta y es enviada a toda la tierra habitada, que los Romanos parecen confundir con los límites del Imperio. Los cristianos fueron conscientes desde el primer momento de que superaban esos límites y que, un día, les sobrevivirían. Estas dos concepciones no se ponían de acuerdo y, al enfrentarse, incitaron a los paganos a reprochar a los cristianos una carencia de espíritu cívico. Donde Roma pensaba en conquistas, la Iglesia pensaba en misión.

De ciudad en ciudad, de región en región, las iglesias dispersas viven cotidianamente la catolicidad. Los hermanos se visitan y se informan mutuamente. Están enterados de los acontecimientos que los conmueven, de las persecuciones que los prueban. Gracias a Eusebio113, poseemos una carta de Esmirna a Filomelio, dirigida «a todas las comunidades de la Santa Iglesia católica, en cualquier lugar donde se encuentren». En esta carta se cuenta la persecución durante la cual su obispo Policarpo fue martirizado.

Todas estas correspondencias son un estímulo para la perseverancia, pero dan lugar también a puntos oscuros en cuanto a la disciplina, como es el tema de la penitencia de quienes han «dado un resbalón», los lapsi, sobre todo en momentos de persecución114. La carta de Dionisio de Corinto a los atenienses que han sufrido pruebas tanto en el exterior como en el interior de su comunidad, les permite empezar de nuevo a construir115. Eusebio nos ha hecho llegar un paquete de cartas, encontradas sin duda en los archivos de la iglesia de Corintio, que él llama «católicas», es decir, de todos116.

Hacia el final del siglo II, las relaciones entre iglesias van dependiendo cada vez menos de la iniciativa privada, pues las comunidades ya empiezan a organizarse entre ellas, a reunirse en sínodos o asambleas de obispos para adoptar posturas ante problemas de actualidad, como el montanismo117 y la controversia pascual118. La reunión de Asia excluye de la comunión de la Iglesia a los herejes. Comunica esta decisión a las demás iglesias, porque esta decisión compromete a toda la Iglesia y tiene valor universal 119.

Unidad y universalidad no significan uniformidad. La evangelización respeta el genio propio de los pueblos, su lengua, la diversidad de las culturas; bautiza a toda clase de razas. Para expresarse, la fe se traduce a la lengua propia de cada una de las razas. La lengua siriaca escrita tiene su origen en la descolonización cultural de una Iglesia en la que la lengua popular traduce las Escrituras y expresa la oración hecha en común. La diversidad no consiste en una simple yuxtaposición pintoresca de sensibilidades diferentes, sino que es una invitación a la creatividad de todos, es enriquecimiento mutuo, en la fidelidad a la única fe, al único Señor.

La Iglesia de Ignacio y de Potino, de Policarpo y de Ireneo, es existencialmente la misma y diversa. En el interior de la Iglesia misma hay multitud de contrastes. La rapidez de propagación en Asia Menor contrasta con la lentitud de los países latinos para reaccionar, como ya hemos visto. Oriente evangeliza a Occidente: Esmirna, Lyon. Todas las comunidades comprenden el griego, pero ¿cuántas los sienten verdaderamente? En los territorios del entorno de Cartago y de Antioquía los dialectos predominan. África se decide muy pronto por el latín. En Lyon, Ireneo tiene que traducir el mensaje evangélico a «dialectos bárbaros» para adaptarse a los galos.

El Evangelio estimula los intercambios entre Oriente y Occidente. La riqueza mística y especulativa, fogosa e inquietante, de Asia viene a fecundar a Roma, que es más positiva que mística, «de ningún modo filósofa, conservadora al estilo cazurro, agraria y primitiva»120. Un Oriente de innumerables ciudades, industrial y comerciante, vieja tierra de viejas culturas, en donde incluso el mendigo es un filósofo, con un espíritu sutil asaltado continuamente por el «revivir» de diferentes místicas, viene a insuflar al espíritu latino, que es positivo y prudente, modelado por el derecho, algo de su dinamismo y de su experiencia religiosa.

Para apreciar la diversidad existente, siempre en el ánbito de una misma fe, basta con comparar las cartas de Ignacio, llenas hasta reventar, como un torrente de lava mística, con la carta de Clemente de Roma, mesurada y grave, de una emoción contenida, con un leguaje de hombre formado por y para el gobierno. Las cartas que las iglesias intercambian desde Antioquía a Roma, desde Corinto a Esmirna, desde Lyon a Efeso, refuerzan la unidad de la fe en la diversidad de situaciones y de ciudadanías.

En la Iglesia de Oriente la creatividad y la improvisación disfrutan de un amplio margen; la liturgia se fija muy tardíamente; su pensamiento parece estar en perpetua gestación. La iglesia de Roma y la de Cartago no se sienten cómodas más que encauzadas por una regla, aunque se vean desbordadas por los hechos de la misma vida.

Cuando se comparan los textos de una y otra zona, tanto legislativos como litúrgicos, la Tradición apostólica por una parte y la Didascalia de los doce apóstoles por otra, que ofrecen una legislación al siglo III, vemos que la primera reglamenta lo que la vida cotidiana parece desmentir, y la segunda concilia las directrices de una disciplina flexible con las manifestaciones evangélicas. Aun cuando Roma va asimilando lentamente los aportes de las diversas regiones del Imperio, sigue, no obstante, fiel a sí misma y a su genio.

Podemos imaginar la prueba que fue para el asiata Ireneo cuando tuvo que adaptarse a la mentalidad de los galos, insensibles a cualquier sutilidad, pero fieles a la fe recibida y que confiesan silenciosamente hasta llegar al martirio. El obispo de Lyon poseía la flexibilidad y la diplomacia del oriental; es el hombre del diálogo y la conciliación; sabe armonizar una fe mística con la moderación y con el gobierno de las almas, el respeto de las diversidades con el sentido de la Iglesia universal.

Unidad no significa en absoluto uniformidad centralizadora. El papa Víctor, que por temperamento es menos proclive a dar rodeos que a enfrentarse de cara con los obstáculos, ansioso de centralización y tentado por procedimientos autoritarios, habría sacrificado fácilmente las tradiciones locales y empleado métodos que, cincuenta años más tarde, su compatriota Cipriano rechazará porque las iglesias, como los hombres, no se construyen más que en el respeto de su personalidad y de su diversidad. En la controversia pascual, lo que hiere a los asiáticos es más el procedimiento que la fecha. La actitud del papa, que impone en vez de convencer, les parece inconciliable con su misión de servidor universal. En su carta, Polícrates sabe expresar todo esto con dignidad121.

 

El primado romano

La capital de la Iglesia se desplazó de Jerusalén a Roma. La toma de la antigua Lyon y su destrucción impiden que la iglesia de esa ciudad juegue un papel piloto en la historia del cristianismo. La situación política de Roma, metrópoli de todas las ciudades del Imperio, presta ya de por sí a la comunidad cristiana establecida en ella una importancia indiscutible, que la llegada de Pedro acaba por consagrar.

Las otras grandes metrópolis, Antioquía, Efeso, Corinto, fundadas por los Apóstoles Pedro o Juan, reconocen muy pronto el primado romano. El prestigio de Roma consiste sobre todo en la venida a ella y en el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo. La autoridad de Pedro es la que consagra la primacía romana, aunque esta primacía no es firme desde el primer momento, sino que se va afirmando poco a poco, según las circunstancias y las necesidades, conforme a una ley que ilustra la historia de la Iglesia. Doctrinarios y heréticos se esfuerzan por acreditarse en Roma, como ya hemos visto, porque la comunión con Roma les asegura la comunión con la Iglesia entera122.

Ya desde finales del siglo I, cuando la persecución de Domiciano, aparecen los testimonios en favor de la primacía de Roma. La carta de Roma a la iglesia de Corinto, escrita por Clemente, obispo de Roma, interviene en una crisis interna123. Con suavidad, pero con firmeza, en la carta se pide que los presbíteros destituidos sean reintegrados en su oficio; a los instigadores del cisma les aconseja que abandonen la región124.

No sabemos cómo fue acogida esta carta, pero sí sabemos por el obispo Dionisio125 que setenta años más tarde todavía era leída en la reunión eucarística del domingo, lo cual no se explicaría si la intervención de esa carta hubiera caído mal. El historiador Battifol ve en este hecho «la epifanía del primado romano»126.

Cuando Ignacio, obispo de la prestigiosa ciudad de Antioquía, escribe a la iglesia de Roma, la saluda con notable deferencia: «la que preside en la región de los Romanos, presidente de la caridad y de la fraternidad»127. A lo largo de su carta multiplica los elogios y las muestras de estima, tanto más llamativas cuanto que no las encontramos en ninguna de sus otras cartas. La carta que Dionisio, cabeza de una comunidad fundada también por los dos apóstoles Pedro y Pablo, escribe a los Romanos expresa una deferencia igualmente muy significativa128.

Menos solemne, más ingenuo, es el testimonio de Abercio, de la lejana ciudad de Hierópolis en Asia Menor. Ha viajado por todo el Imperio y se ha dado cuenta de la predominancia de la iglesia romana:

Soy Abercio; soy discípulo de un santo pastor, que hace pastar a su rebaño en las montañas y en las llanuras, que tiene ojos grandes, cuya mirada lo abarca todo... El fue quien me envió a Roma para contemplar la soberana majestad y ver a una reina ataviada y calzada de oro 129.

El conflicto que, a propósito de la celebración de la Pascua, opone Asia a Roma, muestra que las decisiones de las iglesias y de los sínodos consultados asumen toda su propia autoridad con la aprobación de Roma. El papa Víctor es quien finalmente establece la comunión universal130. Puede que sus procedimientos fueran criticados, pero en la Iglesia nadie pone en tela de juicio su autoridad que interviene.

El mismo Ireneo, que toma parte en la negociación, lo que discute es la oportunidad y no la legitimidad de la intervención romana. Reconoce explícitamente que la Iglesia de Roma —establece la lista de sus obispos131— está investida de unos poderes mayores que las otras132. Harnack, poco sospechoso de partidarismo, escribe133: «Desde el origen, existe una estrecha relación entre el término de católico y el de romano».
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1 TERTULIANO, Apol., 39, 1.

2 Kerigma de Pedro, en CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, V, 5; ARISTIDES, Apol., 2; TERTULIANO, Apol., 2; Scorpiac., 10; Adv. nat., 1, 8.

3 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Quis dives salvetur, 42. Sobre la organización de la Iglesia primitiva, la bibliografía es considerable. Basta con citar a G. BARDY, La théologie de 1'Eglise de saint Clément de Rome á saint Irenée, París 1945; P. BATTIFOL, L'Eglise naissante et le catholicisme, París 1909; H. VON CAMPENHAUSEN, Kirliches Amt und geistliche Vollmacht in den drei ersten Jahrhunderten, Tubinga 1953; M. GOGUEL, L'Eglise primitive, París 1947. Para la organización más especialmente, ver J. COLSON, Les fonctions ecclésiales aux deux premiers siécles, París-Brujas 1956; La fonction diaconale aux origines de l'Eglise, París-Brujas 1960.

4 EUSEBIO, Hist. ecl., III, 37, 2; cfr. V, 10, 2.

5 Art. Episcopos, en ThWNT, II, 607-610.

6 H. VON CAMPENHAUSEN, Op. Cit., p. 91.

7 Bien analizado ya por H. AHELIS, Das Christentum der ersten drei Jahrhunderte Leipzig 1912, t. 2, más recientemente por J. P. AUDET. Mariage et célibat dans le service pastoral de 1'Eglise, París 1967.

8 Hech 2, 36 y 5, 42; la casa de Estéfanas, 1 Cor 1, 16; la casa de Filemón, Filem 2; la casa de Cornelio, Hech 16, 15; la casa de Lidia, Hech 16, 31, 34; la casa de Onesíforo, 2 Tim 1, 6. La actividad de Ignacio de Antioquía también debió de ejercerse casa por casa. Hace mención en sus cartas de esas casas hospitalarias, Smirn., 13, 1. Ver también Policarpo, 8, 2. ARISTIDES, Apol., 15, 6.

9 Hom. Clen ., 15, 11, 2.

10 Hech 10, 1-47.

11 J. P. AUDET, op. Cit., p. 82.

12 Sim., IX, 27.

13 1 Tim 3, 1-13.

14 G. BORNKAMM, art. Presbyter, en ThWNT, VI, 672-680.

15 Mc7, 3; 1 Mac 1, 26; 7, 33; 11, 23; 12, 35; 13, 36; 14, 20; 2 Mac 13, 13; 14, 37.

16 Hech 16, 4.

17 Sant 5, 14; Hech 14, 23; 20, 17; 1 Pdr 5, 1; 1 Clem.

18 1 Tim 4, 14.

19 Tit 1, 5.

20 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 24, 14-16.

21 Adv. haer., III, 2, 1; 14, 2.

22 3 Jn

23 1 Clem., 40.

24 J. ZEILLER, RHE, 29, 1933, p. 571.

25 Martirio de Justino, 3, 1.

26 Hom. Clem., 3, 61.

27 EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 23; TERTULIANO, De fuga, 11; CIPRIANO, Carta 55, 11.

28 Passio Philippi, 1; Act. Phileas, 2; Sínodo de Sardica, c. 10 (13). En H. ARCHELIS, op. Cit., 2, p. 6.

29 EusEBto, Hist. ecl., V, 22; cfr. ibid., VII, 30, 17.

30 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 24, 5. Sobre este punto Occidente adoptará bastante pronto una regla más estricta. La Tradición apostólica supone ya a un obispo célibe, pero Hilario de Poitiers estaba casado. Oriente mantiene su línea inicial de Nicea, por influencia del anciano obispo, confesor de la fe, Pafnucio, SOCRATES, His. ecl., I, 11.

31 Didascalia, IV, 1, 1.

32 Republ., 539-540.

33 Igual sucede con Gregorio el Taumaturgo y con Atanasio. Ireneo de Sirmio es llamado juvenis, Passio, 4. Este caso está previsto por la Didascalia, IV, 1, 3.

34 IGNACIO, Magn., 3, 1.

35 Son sacerdotes: Ireneo, Cipriano, Cornelio. Es diácono hecho obispo: Eleuterio, Hist. ecl., IV, 22, 3; EUSEBIO DE ALEJ., Hist. ecl., VII, 11, 24.

36 En M. GOGUEL, L'Eglise naissante, p. 178.

37 EUSEBIO, His. ecl., VI, 11, 2; Tradición apostólica, 2.

38 Clemente a Santiago, 5. Concilio de Elvira, c. 18, MANSI, I, 994.

39 EUSEBIO, Hist. ecl., III, 36, 2; V, 24, 7; Didascalia, IV, 5, 1-5.

40 Hist. ecl., VII, 32, 2.

41 Hist. ecl., V, 24, 8.

42 Hist. ecl., IV, 22, 5.

43 Cartas de Clemente, de Ignacio, Pastor de Hermas, inscripción de Abercius. Ver ThWNT, VI, pp. 496-498.

44 Didascalia, IV, 1-6; XII, 57, 1-58, 6.

45 Didascalia, V, 11.

46 Ver la tesis de F. GERKE, Die Stellung des hl. Clemensbriefes innerhalb der Entwicklung der alt. Christ. Gemeindeverfassung, TU 47, 1, Leipzig 1931.

47 Hom. Clem., 5.

48 Didascalia, XI, 44, 4.

49 Diácono significa «el que sirve». La diaconía es un servicio, una función de iglesia. Cfr. nuestra Vie liturgique et vie sociale, pp. 67-92. No podemos sino resumir nuestro libro.

50 Didascalia, IX, 34, 3; XVI, 13, 1. En ningún lugar se dice que los fieles participan en el nombramiento.

51 Didascalia, XVI, 13, 1-7.

52 Ibid., XI, 47, 1. Cfr. 1 Cor 6, 1-11.

53 Sim., IX, 26, 2; CIPRIANO, ep. 52 (49), 1.

54 PLINIO, Carta, X, 96 (97).

55 Didascalia, XVI, 12, 4; 13, 1. Ver nuestra Vie liturgique et vie socia-le, París 1969, pp. 139-147.

56 Ibid., XV, 6, 2.

57 EPIFANI, Haer., 79, 3.

58 Vis., III, 5, 1.

59 Mart. Polic., 5, 2. La geste du sang., p. 27.

60 EusEBIo, Hist. ecl., V, 24, 5.

61 Ver la Vita Pontii.

62 Odas 6, 1. Traducción francesa en Naissance des lettres chrétiennes, París 1958, col. Ictys, n. 1.

63 Dial., 39, 2; 88. 1; 82, 1.

64 Adv. haer. II, 32, 4. Ver también EUSEBIO, Hist. ecl., V, 7, 3-5; 6, 1; 7, 6.

65 Adv. haer., II, 32, 4.

66 Did., 10, 7; 11, 3, 7-11; 13, 13; 15, 1-2.

67 Vis., II, 4, 2; III, 1, 8, 9; V, 5-7; Sim., IX, 33, 1-3.

68 Vis., III, 1, 8, 9.

69 Sim., IX, 26, 2.

70 En EUSEBIO, Hist. ecl., V, 17, 4.

71 Ver la carta sobre los mártires de Lyon, la Pasión de Felicidad y Perpetua, en La geste du sang, pp. 46-59; 70-86.

72 Sobre el origen y el entorno del montanismo, ver el estudio básico de P. DE LABRIOLLE, La crise montaniste, París, 1913, sobre todo, pp. 112-143.

73 EPIFANIO, Haer., 48, 14.

74 Ibid., 49, 1.

75 EusEBIO, Hist. ecl., V, 18, 4.

76 P. DE LABRIOLLE, La crise montaniste, pp. 207-293.

77 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 17, 4.

78 TERTULIANO, De monogamia, 16.

79 ORIGENES, Contra Celso, VII, 9.

80 IRENEO, Adv. haer., I, 13, 3. Ver no obstante las reservas de P. NAUTIN, Lettres et écrivains chrétiens, París, 1961, p. 42.

81 Cfr. E. RENAN, Marco Aurelio, p. 293.

82 TERTULIANO, De anima, 9.

83 De virg. veland., 17.

84 TERTULIANO, De bapt., 17; De praescr., 41; FIRMILIANO, ep., 75 (entre las cartas de Cipriano).

85 EPIFANIO, Haer., 49, 2; EUSEBIO, Hist. ecl., V, 16, 4.

86 ORIGENES, Contra Celso, VII, 9, 11.

87 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 16, 4, 5.

88 TERTULIANO, In Prax., 1; HIPOLITO, Philosoph., IX, 7.

89 HIPÓLITO, In Dan., III, 18.

90 Ibidem.

91 JUSTINO, Dial., 80, 1; IRENEO, Adv. haer., V, 31-31; EUSEBIO. Hist. ecl., III, 28; VII, 25.

92 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 18, 5, 6, 9; 16, 20.

93 Ibid., 16, 22; Act. de Pionios, 21, 5.

94 Ibid., V, 3, 1-3.

95 EPIFANIO, Haer., 30, 15; CIPRIANO, ep., 63.

96 Art. Enkrateia, en RAC, V, pp. 343-349.

97 1 Cc?' 7, 25-38.

98 1 Clem., 28, 1-2; 48, 5.

99 A. VOOBUS, Celibacy, a requirement lor admission to baptism in the early Syrian Chruch. Estocolmo 1951, pp. 15, 20.

100 Bien aclarado por P. NAUTIN, Lettres et écrivains chrétiens, pp. 33-43.

101 En EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 23

102 IRENESO, Adv. haer., 1, 28.

103 El texto clásico sobre Marción sigue siendo el de A. HARNACK, Marcion, Leipzig 1924, ver p. 148 y ss.

104 H. KUNG, L'Eglise.

105 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1, 49.

106 ORIGENES, Scol. in Luc., 1, 1.

107 IGNACIO, Smirn. proem; IRENEO, Adv. haer., IV, 26, 2.

108 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, IV, 4.

109 H, VON CAPENHAUSEN, op. Cit., p. 95.

110 Smir., 8, 2.

111 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1, 20.

112 Mart. Pion., 9, 2. La geste du sang, p. 96.

113 EusESlo, Hist. ecl., IV, 15.

114 Ibid., V, 3, 4.

115 Ibid., IV, 23, 1-2.

116 Ibid., IV, 23.

117 Ibid., V, 16, 20.

118 Ibid., V, 23, 3.

119 M. GOGUEL, L'Eglise primitive, p. 180.

120 H. GRÉGOIRE, Les persécutions dans l'Empire romain, p. 21.

121 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 24.

122 IRENEO, Adv. haer., III, 3, 3; TERTULIANO, Adv. Prax., 1.

123 Ver una interpretación diversa en G. BARDY, La théologie de 1'Eglise, pp. 107-113.

124 1 Clem., 44, 2.

125 EusEBIO, Hist. ecl., IV, 23, 11.

126 L'Eglise naissante, p. 146.

127 Rom proem.

128 EUSEBIO, Hist. ecl., II, 25, 8.

129 Traducción en L'Empire et la Croix, p. 288.

130 M. GocuEL, L'Eglise primitive, p. 182.

131 IRENEO, Adv. haer., III, 3, 1-3. Ver también EUSEBIO, Hist. ecl., V, 6, 1.

132 IRENEO, Adv. haer., III, 3, 3.

133 Dogmengeschichte, Darmstadt 1964, 1, p. 481. Ver todo el Excursus.