La vida cotidiana de LOS PRIMEROS CRISTIANOS - A. G. HAMMAN
Capítulo II
La iniciación cristiana
Quienes construyen la Iglesia
Santidad y misericordia
Como una aurora
El cristiano puede señalar como con hitos blancos las grandes fechas de su vida: la conversión, el bautismo, el matrimonio, la muerte. Estas fechas le permiten localizar lo que los acerca y lo que los aleja de la sociedad que frecuenta día a día. Son valores nuevos y diferentes que alumbran su camino y orientan sus actitudes. El amor, la vida, la muerte, que son el ritmo de toda la existencia humana, extraen de la fe un valor de eternidad. Cristianos y mártires saben que «el amor es más fuerte que la muerte..., que el amor es el más fuerte», porque en el día de su bautismo el cristiano ha descubierto el rostro del Eterno, que es Vida.
Lo que hoy día es excepción en los países de vieja cristiandad era regla en el siglo
II: «El cristiano no nace, se hace», dice Tertuliano 1. La conversión implicaba un cambio de vida y de religión, que provocaba una ruptura con la Ciudad y aislaba al cristiano de su entorno y de la familia que seguía siendo pagana. Cualquiera que fuesen las convicciones profundas del griego o del romano, del egipcio o del galo, el bautismo daba un vuelco a su vida familiar, profesional y social. Los lazos con una religión sociológica son particularmente difíciles de cortar. Para convencernos, basta con que hoy consideremos la resistencia que ofrece un ambiente sueco, o incluso francés, que con frecuencia son agnósticos, cuando un hijo o una hija pasan al catolicismo.No era fácil ser recibido como catecúmeno. La comunidad tomaba todas las precauciones para apartar a los indeseables y probar a los candidatos. Es otro cristiano quien hace el oficio de introducir en la comunidad al candidato. El pagano que se siente atraído por el Evangelio empieza por informarse. Acompaña a su amigo cristiano o a su evangelizador a las reuniones de la comunidad. Se instruye en las verdades nuevas e intenta llevarlas a la práctica; es un largo aprendizaje que la Iglesia organizará y estructurará más tarde.
En Alejandría, Panteno comienza a trabajar como catequista en la segunda mitad del siglo II2. El tiempo de preparación se llama catecumenado, palabra griega que pasó tal cual a la lengua latina, y que expresa el tiempo de la catequesis y de la formación. La afluencia de candidatos, el riesgo que encierra profesar el cristianismo, la experiencia de persecuciones endémicas y de apostasías, hacen que la Iglesia sea prudente y exigente.
En la gesta de los mártires encontramos cristianos y cristianas que todavía no han recibido el bautismo, lo cual prueba que la comunidad no acoge definitivamente sino después de largo tiempo de prueba. Felicidad y Revocato, Perpetua y uno de sus hermanos son todavía catecúmenos cuando los apresan 3. Otros cuatro catecúmenos son detenidos en Thuburbo. Lo mismo sucede en Alejandría, en tiempos de Orígenes, con los mártires Heraclides y Herais: esta última salió de la vida con «el bautismo de fuego»4.
El tiempo de prueba para enreciar la fe se adapta con flexibilidad a la vida y a las circunstancias. Estamos lejos de aquellos orígenes en los que Felipe, en el camino de Gaza, bautizó sobre la marcha al eunuco de la reina de Etiopía; en los que un discurso de Pedro basta para lanzar «al agua del bautismo multitudes entusiasmadas». La pedagogía de la fe orienta el estilo de vida. Justino hace referencia a la instrucción preliminar, cuando habla de «quienes creen en la verdad de nuestras enseñanzas y de nuestra doctrina»5. Esta catequesis va acompañada de oración y de ayuno. El candidato aprende las grandes verdades de la fe yde la oración del Señor, que es como la forja de la comunidad. Sin duda ya existe una fórmula consagrada del Credo bautismal.
Ireneo, en la Demostración apostólica, a fines del siglo II, nos proporciona el texto de «la regla de fe transmitida por los presbíteros»:
En primer lugar la regla de fe nos obliga a recordar que hemos recibido el bautismo para la remisión de los pecados, en el nombre del Padre, en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado, y en el Espíritu Santo de Dios. Por ello sabemos que ese bautismo es el sello de la vida eterna y de la regeneración en Dios, a fin de que ya no seamos solamente los hijos de los hombres mortales, sino también los hijos de ese Dios eterno e indefectible.
Por eso, cuando somos regenerados por el bautismo que nos es dado en el nombre de las tres Personas, somos enriquecidos por 'este segundo nacimiento con los bienes que están en Dios Padre, por medio de su Hijo con el Espíritu Santo. Pues los que son bautizados reciben el Espíritu de Dios, que los da al Verbo, es decir, al Hijo, y el Hijo los toma y los ofrece a su Padre, y el Padre les comunica la incorruptibilidad6.
La fe que hace a la Iglesia, hace al cristiano. Una misma fe es propuesta a todas las comunidades dispersas, cuyos testimonios son concordes desde Egipto a Cartago, desde Asia Menor a Lyon, pasando por Roma, encrucijada de todas las comunidades diseminadas. Ireneo recuerda cuáles son las verdades fundamentales de esa fe, en su libro Contra las herejías. Después añade:
Tal es la enseñanza, tal es la fe que ha recibido la Iglesia. Y aunque esté diseminada por todo el universo, la conserva con diligencia, como una casa en la que habita. Con la misma fe, cree por todas partes en esas verdades. De igual manera las predica, las enseña, las transmite, como con una sola boca. Las lenguas son varias en el mundo, pero la fuerza de la tradición es una e idéntica. La misma fe profesan y transmiten las iglesias fundadas en Germania, en Iberia, en tierras de celtas, en Oriente, en Egipto, en Libia y en el centro del mundo (Palestina) 7.
El catequista enseña a captar la grandeza de la fe y la exigencia del rito bautismal, enseña a calibrar el cambio de vida y el riesgo que implica: la religión cristiana es ilegal, toda reunión litúrgica, vital para el creyente, cae bajo la ley. El Estado golpea de improviso y golpea duro.
Confesarse cristiano es colocarse al margen de la buena sociedad y en conflicto con el entorno. No basta con considerar de manera abstracta esta situación, sino que hay que experimentarla y probarla, vivirla por dentro para compro-meterse con conocimiento de causa. La Iglesia insiste tanto más en el tiempo de prueba cuanto que ni paganos ni herejes lo practican. Las religiones mistéricas no exigían ningún cambio moral. Los marcionitas, en Africa, bautizaban a voleo8. En cambio, la religión cristiana implica que hay que arrancarse a los ídolos, a esas «pompas» del demonio, denunciadas por los autores 9, que piensan sobre todo en los espectáculos y en los juegos del circo, que tanto gustaban a los africanos. La enseñanza de «las dos vías», que forma parte de la catequesis primitiva, ponía de relieve el carácter dramático del enfrentamiento cristiano.
Hay dos caminos: el de la vida —dice la Didaché— y el de la muerte; pero entre ambos existe una gran diferencia. El camino de la vida es el siguiente: «Primero, amarás a Dios que te ha creado; en segundo lugar, amarás a tu prójimo como a ti mismo y lo que no quieres que te hagan a ti, tú no se lo harás a otro»10.
Los autores cristianos tienen predilección por comparaciones deportivas y sobre todo militares, para hacer comprender que la lucha será inexorable.
Después de sopesarlo bien todo, el catecúmeno toma su decisión y sabe que es irrevocable; se trata de un juramento de fidelidad, igual que un soldado, para la vida y para la muerte; tanto para un africano como para un latino eso se expresa con la palabra sacramentum, sacramento. Una vez confesada la fe ante la Iglesia, el cristiano tendrá que confesarla ante el poder público y los tribunales. La comunidad da su asentimiento, es la más interesada en que lleguen miembros nuevos y es colegialmente responsable de su perseverancia. Por eso, examina la conducta del candidato, su solicitud «en socorrer a los pobres y en visitar a los enfermos» 11. El obispo pide a algunos catecúmenos que cambien de trabajo u oficio, cuando su antiguo género de vida le pa-rece incompatible o difícilmente conciliable con la nueva fe y los compromisos que ha contraído ante toda la comunidad.
El rito del bautismo cristiano no es de creación cristiana. Aparece en una época en la que se practicaban los baños sagrados por los esenios y por diversas sectas religiosas. En tiempos de Jesucristo, existía en Palestina un verdadero movimiento baptista. En todas las regiones orienta-les hay ríos sagrados que devuelven la salud: el Ganges, el Jordán.
El simbolismo del agua ha jugado un papel considerable en la historia de la religión. Evoca el nacimiento y la fecundidad. El mismo relato de la Creación hace brotar de las aguas el mundo de Dios. Este tema se encuentra en otras cosmogonías en las que del agua nace la vida. Las religiones asocian la idea de purificación a la de fecundidad. Del agua no sólo surge la vida, sino que el agua la repara, la restaura. En realidad, la primera carta de Pedro y la antigua tradición litúrgica presentan la obra de Cristo como una victoria sobre el monstruo de los mares, y el bautismo como la liberación de los hombres de las fauces del Leviatán. Cristo desciende a las aguas de la muerte y regresa, arrastrando en esa victoria a la Creación y a la humanidad renovadas.
Las intuiciones de las mitologías religiosas y los temas bíblicos, que con frecuencia coinciden, afloran en la liturgia y en las catequesis bautismales. El surgir de la vida, la purificación de las faltas pasadas, la luz en el camino abierto por la fe, se encuentran, como un denominador común en todos los autores de esta época, aunque a veces pongan el acento en una u otra de esas constantes.
Hay dos escritos del siglo II que nos ofrecen precisiones acerca de la manera de bautizar; la Didaché y la
1 "Apología de Justino, tan rica en datos sobre la vida litúrgica de esa época. La Didaché nos enseña el ritual más antiguo:El bautismo dadlo de la siguiente manera: después de haber enseñado todo lo que le precede, bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con agua corriente. Si no se tiene agua viva, y si no hay agua fría, con agua caliente. Si no tienes bastante ni de una ni de otra, vierte tres veces agua sobre la cabeza, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Que el bautizante, el bautizado y otras personas que puedan hacerlo ayunen antes del bautismo; al menos al bautiza-do ordénale que ayune uno o dos días antes12.
Las dos formas del bautismo, en agua corriente o en una piscina, por inmersión o por efusión, tienen en cuenta las celebraciones que primitivamente se hacían al aire libre, en un río o en el mar y que más tarde se trasladaron al interior de las casas. Los baptisterios de Lalibela, en Etiopía, del siglo XI, son todavía al aire libre. La fórmula bautismal es claramente trinitaria, como en el Evangelio de Mateo. La triple inmersión es una alusión evidente a la triple invocación que precede.
Hacia el año 150, Justino describe en la Apología el bautismo tal y como se practica en las diversas comunidades del mundo greco-romano. Ayuno y oración preparan al candidato. La comunidad participa, pues se trata de nuevos miembros a los que ha de acoger con solicitud.
A continuación, los conducimos a un lugar donde hay agua. Y allí, de la misma manera que nosotros fuimos re-generados, son regenerados ellos. En el nombre de Dios, Padre y Señor de todas las cosas, y de Jesucristo, nuestro Salvador, y del Espíritu Santo, son entonces lavados en el agua. Esta ablución se llama iluminación, porque quienes reciben esta doctrina tienen el espíritu lleno de luz.
En cuanto a nosotros, después de haber lavado al que cree y se ha unido a nosotros, lo conducimos al lugar en que están reunidos nuestros hermanos. Hacemos con fervor oraciones comunes, por nosotros, por el ilumina-do y por todos los demás13.
Justino tiene una particular afición al tema de la luz, porque ésta expresa la fe en Jesucristo y señala el itinerario espiritual. Pero hay que preguntar: ¿Cuándo y dónde se bautizaba? Muy verosímilmente, la Iglesia primitiva acoge al candidato, una vez preparado, en domingo. El bautismo durante la vigilia pascual va unido a la organización del catecumenado y de la cuaresma, que se remonta sólo al siglo III14. Antes de esta fecha todo ello es mucho más flexible. Perpetua y sus compañeros son bautizados en la cárcel, sin hacer mención del domingo. Por el contrario, la descripción de Justino parece situarse en el seno de una reunión dominical.
¿Dónde se bautizaba? Si el lugar de la reunión estaba cerca de un río o a orillas del mar, como fue el caso de las sinagogas establecidas en Filipos o en Delos, es probable que el bautismo fuese administrado en «agua corriente»; en Roma, quizás en el Tíber15. Las casas privadas que podían servir para el culto debían de disponer de una o varias salas de baño con piscina, llamadas batisterios16, nombre que se conservará como propio de las fuentes bautismales.
La organización de los lugares de culto implicaba el rápido establecimiento de un baptisterio. La iglesia de Doura-Europos, de comienzos del siglo III, ya tiene un local reservado para el bautismo. Las fuentes bautismales están a cubierto. Hay pinturas que evocan los temas del Paraíso o del Buen Pastor, y muestran una catequesis bautismal en imágenes.
El ritual rudimentario pone de relieve el simbolismo del agua. Los catecúmenos, totalmente desnudos, entran en el agua hasta la cintura. Las mujeres dejan flotar sus largos cabellos, si no son esclavas. Se han despojado de las joyas 17. ¿Eran bautizados los niños? Justino lo insinúa 18. Ante el prefecto Rústico, habla de quienes se han hecho cristianos «ya desde su infancia», y su compañero también dice: «Poseemos de nuestros padres esta triple doctrina» 19.
Al hacer la triple inmersión, de la que ya habla la Didaché, el obispo pronuncia la fórmula: «Es bautizado... en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Como se deduce de las Odas de Salomón20, al salir del agua el bautizado, seguramente, ya desde esta época, es revestido con una vestidura blanca y adornado con una corona. El Pastor de Hermas asocia a la vestidura blanca el sello, signo que se hace sobre la frente de los nuevos bautiza-dos, para significar su integración al pueblo de Dios, en la triple dimensión: personal, comunitaria y escatológica21.
Se emplean diversos términos para expresar el rito y las partes de que se compone: Baño, nuevo nacimiento, iluminación, son términos utilizados por Justino, a los que hay que añadir: el sello del Espíritu, término preferido por san Pablo y por la primera comunidad cristiana22. Con la imagen de la luz, un cántico bautismal primitivo desarrolla la catequesis del nuevo nacimiento:
Despierta, tú que duermes,
levántate de entre los muertos
y Cristo te iluminará,
El, que es el sol de la resurrección,
engendrado antes que la estrella de la mañana23.
¿A cuándo se remonta la costumbre de dar leche y miel al bautizado durante la celebración eucarística?24. Es difícil precisarlo. Su simbolismo es claro: el bautismo hace entrar al neófito en la Tierra prometida. La iniciación bautismal se acaba en y por la eucaristía.
Justino añade simplemente que el nuevo bautizado es conducido a sus hermanos, que lo acogen en la comunidad. El beso de la paz sella la fraternidad. La iniciación concluye, como en Emaús, con la fracción del pan: encuentro, ca-mino y comunión. «De ahora en adelante ha de dar testimonio de la verdad, caminar en las obras buenas, y observar los mandamientos, a fin de conseguir la salvación eterna»25.
Los mártires se refieren continuamente a su confesión bautismal. Ante los procuradores romanos repiten las fórmulas consagradas. Hayan recibido el bautismo de agua o solamente estén preparándose para recibirlo, el bautismo de sangre se considera incomparablemente superior. En Cartago, al acabar los juegos del anfiteatro en los que los cristianos han sido actores y víctimas, se soltó contra Saturio un leopardo que, «de una dentellada lo bañó en su propia sangre»26. La multitud, que estaba enterada, le gritó como dando testimonio de un segundo bautismo: «¡Ahí está,bien lavado! ¡Ya está salvado! Desde luego que estaba bien lavado —añaden las Actas— quien estaba lavado en su propia sangre» 27.
Una carta de una comunidad concreta nos sirve para hacer el inventario de su composición. Aparte de los ministros del culto, encontramos en ella a los que y a las que vi-ven la virginidad y la ascesis, a los padres y madres de familias cristianas, que son la mayor parte.
Nada más bautizado, el nuevo cristiano reanuda su vida de cada día. Los pastores temen este enfrentamiento. Esta joven, ese hombre influyente, aquella mujer casada con un pagano, aquel otro esclavo, ¿van a perserverar? La espera de la parusía del Señor y la amenaza de las persecuciones mantienen el fervor, pero al mismo tiempo alimentan una exaltación mística explotada por los montanistas y similares en propio provecho.
También, para algunos candidatos, el bautismo es una entrada en religión, en el sentido que el Gran Siglo daba a esta expresión, el de una vida consagrada a Dios en la pobreza y en la castidad. En particular, para la iglesia siria bautismo y virginidad iban a la par; quienes se entregaban a la continencia eran los primeros en ser bautizados, como cristianos probados. Esta espiritualidad, quizá ligada a la concepción del bautismo como retorno al estado paradisíaco anterior a la sexualidad", marcó profundamente la literatura apócrifa y el monaquismo primitivo, que de ella se alimentaba. Ireneo y la teología de Antioquía se negaban a dar una interpretación «sexual» al relato y a la falta de los primeros hombres. Hay convertidos que, como Cipriano de Cartago, viven desde su bautismo en continencia completa, sin por eso hacer de menos al matrimonio.
Numerosas son las comunidades que incluyen a personas casadas, vírgenes, continentes, ascetas, y esta relación era estimulante para todos. Algunos de entre los hombres consagraban su vida de continencia a la evangelización, como hemos visto que hacían los apóstoles29. Sólo ante Dios
tenían que rendir cuentas. Podían renunciar y casarse sin por ello ser mal vistos y menos todavía incurrir en una pena.Situación nueva, en violento contraste con el judaísmo oficial y el mundo greco-romano. Entre los judíos, «quien no engendra peca contra el mandato de Dios». El matrimonio es, pues, un deber estricto. El judaísmo como tal ofrece una concepción equilibrada y ordenada de la vida sexual, pero está ya resquebrajada por las comunidades esenias y por los terapeutas 30.
La legislación romana obligaba al ciudadano a casarse, para perpetuar la familia y el culto doméstico, y para dar al Estado ciudadanos y soldados. La armonía conyugal pasa a un segundo término. El emperador Augusto promulgó una serie de leyes que amenazaban al soltero con inhabilitaciones y se proponían abocarlo al matrimonio31, pero éstas son decisiones puramente políticas que no tienen nada que ver con la moral. No obstante, la ascesis no es desconocida en determinadas corrientes filosóficas, y así es como Apolonio de Tiana vive en castidad absoluta por motivos religiosos32.
La moral pagana no imponía más la fidelidad a los maridos que la continencia a los solteros. Fornicar con una prostituta ligada a un templo, una hieródula, era incluso considerado como un acto de religión. «Tomamos a una prostituta por placer; una concubina para recibir los cuida-dos diarios que requiere nuestra salud; tomamos una esposa para tener hijos legítimos y una fiel custodia de todo lo que contiene nuestra casa»33. Realismo «burgués» al que el cristianismo hace frente en todas las épocas de su historia.
Ante esta licencia confortable, el Evangelio proscribe enérgicamente la fornicación e introduce las exigencias de la moral nueva. Las hijas del diácono Felipe34 entregadas a la virginidad se hacen célebres en Cesarea, con el nimbo complementario del profetismo. Lo mismo sucede en la turbulenta comunidad de Corinto, sacudida por tendencias contrarias: libertinaje y ascesis, rigidez y licencia, ansiedad y fantasía. Corintios y corintias no han cambiado, cuando Clemente de Roma reprende la jactancia de las vírgenes, que oscurece la calidad de su testimonio35.
Los ascetas son casos excepcionales en las comunidades, cuando los hay. Las vírgenes viven habitualmente con sus familias, conservan sus bienes, bajo la protección de su padre o de su tutor. Su decisión es enteramente libre y motivada por la espera del reino36. Exponen su elección al obispo 37. Algunas comienzan a vivir la vida «beguina» en grupos o se asocian a comunidades ya organizadas de viudas38. Parece que surgen algunos grupos mixtos de ascetas39 en los siglos II y IV, que serán una preocupación permanente para la autoridad, que acaba por prohibirlos formalmente, a causa de las desviaciones y los desórdenes.
Ascetas y vírgenes son como una aristocracia en la Iglesia, lo cual es un obstáculo para la humildad. La comunidad los considera como «los elegidos de los elegidos»40. Unos y otras corren el peligro de quedar atrapados en este juego. En Corinto, la tentación de orgullo es más capciosa que la borrachera de los sentidos. Las llamadas de atención se suceden, desde Policarpo a Tertuliano y tanto en Filipos como en Cartago. No hay nada más universal que las tendencias de la naturaleza humana, ni más sutil que el orgullo de la virtud. Pero más grave es la disposición a imponer a todos un determinado género de vida y a condenar el uso del matrimonio. Los cristianos de Lyon consiguen que un tal Alcibíades, el cual practicaba una ascética excesiva sea más razonable en el uso de los bienes de la Creación 41 y en una alimentación normal.
Todas estas sombras ponen de mayor relieve el brillante testimonio que vírgenes y ascetas ofrecen del Evangelio. Los apologistas blanden estos ejemplos frente a las costumbres paganas42. El propio arquiatra Galiano señala admira-do el ejemplo de estos hombres y de estas mujeres que se abstienen de toda relación sexual durante toda su vida43.
La Iglesia, con muy raras excepciones, reconoce la legitimidad del matrimonio y de la vida sexual, que practica la mayor parte de los fieles. Es una mayoría silenciosa, frente a una minoría chismosa, que querría transformar a la Iglesia en monasterio de vírgenes o de eunucos. Es ya la inclinación por el sensacionalismo, antes de que aparecieran la prensa y la televisión.
Un gran número de cristianos —obispos y diáconos también— están casados. Hay escritos de esa época que destacan que un obispo es «continente», porque el hecho es excepcional. No obstante, tanto el cristiano como el estoico de aquella época se plantean la cuestión: «¿Es obligatorio casarse?»44.
El cristianismo ha revolucionado la condición de la mujer, como ya hemos visto, y ha modificado la legislación del matrimonio; santidad e indisolubilidad desconocidas por el derecho antiguo, libertad de elegir entre matrimonio y celibato, obligación de todos de respetar la castidad cada uno en su estado, finalmente, posibilidad para todos, incluidos los esclavos, de establecer una unión siguiendo los principios cristianos. Los que querían recibir el bautismo debían normalizar su situación, casarse o abandonar a su concubina, comprometerse a la monogamia45, lo que entonces pare-cía exagerado, en una época en la que tantos patricios ha-cían la competencia con sus divorcios a tantas estrellas de nuestro cine.
La Iglesia conserva lo que en la legislación civil no contraviene a su concepción del matrimonio, pero rechaza todo lo que la contradice46.
No obstante, estamos poco informados sobre el matrimonio en las primeras generaciones cristianas. Ignacio de Antioquía escribe a Policarpo para expresarle un deseo: «Es conveniente que los hombres y las mujeres que se ca-san lleven a cabo su unión con el consejo del obispo, con el 'fin de que su matrimonio se haga según el Señor y no según la pasión. Que todo se haga para el honor de Dios»47.
Ignacio está fuertemente influido por san Pablo48. Igual que él, reivindica un derecho de inspección. El consejo —y eventualmente la autorización— del obispo se solicitaba sobre todo cuando el matrimonio no estaba ratificado por la ley, por ejemplo, entre dos esclavos o entre una patricia y un liberto49. Con mayor motivo tenía que intervenir en el matrimonio de los huérfanos que estaban a su cargo. La dimensión de las comunidades permitía que el obispo conociera las situaciones individuales de las personas y que so-pesara los pro y los contra.
La inclinación de los esposos, sobre todo de la esposa, no se consideraba importante. La misma Didascalia exhorta a los padres a que «elijan mujer para sus hijos y que los casen»50. Las consideraciones sociológicas son de segunda importancia ante los motivos religiosos; «actuar según el Señor y no según la pasión», como dice Ignacio. La autoridad consultada decide si la unión proyectada no es un peligro para el ideal cristiano. Es probable que el obispo pidiese consejo al diácono y a la comunidad, para él a su vez aconsejar o desaconsejar el matrimonio. Su experiencia de padre de familia podría serle de cierta utilidad. Las indicaciones de Ignacio parece que sólo se dirigían a su iglesia. Los montanistas son los únicos que hacen de ellas una ley51.
Según dicen Arístides y Arnobio, los cristianos se adaptan a la legislación, que cambiaba de una ciudad a otra. Salvo la intervención del harúspice y los sacrificios «todo el ritual romano se conservó en los usos cristianos», escribe Mons. Duchesne52. El mundo griego y oriental concluye el matrimonio en dos etapas sucesivas, que son sus partes integrantes: la promesa de matrimonio, que es un primer paso, y su celebración, que es su acabamiento. En la iglesia de Caldea, hasta sus últimos años, el futuro esposo pagaba un rescate a la familia de la prometida. Se armó un gran revuelo cuando el patriarca lo suprimió.
Tanto en Roma como en Cartago, en el momento de intercambiar las promesas, el novio ponía a la novia un anillo que primitivamente era de hierro y ella lo llevaba en el cuarto dedo de la mano izquierda —que desde entonces se llama anular— porque, según dice Aulu-Gelo (+ 180), este dedo arranca del nervio que viene del corazón. El intercambio de regalos es una costumbre que viene de Oriene. En Egipto, la manera elegante de las uniones es el matrimonio concertado por cartas intercambiadas, las cuales ratificaban el convenio ya concluido entre dos esposos. Hay veces en las que es la mujer misma la que se da en matrimonio, lo cual prueba que estaba emancipada.
En Roma, se exige el acuerdo personal de la mujer; el consentimiento matrimonial es en Roma el elemento esencial. La voluntad recíproca de tomarse por esposos es lo que confiere a la mujer la dignidad de uxor y el mismo rango social que el marido, con la intención de procrear y educar a los hijos53. En Roma no se utiliza el anillo nupcial.
En las regiones griegas, la ceremonia se introduce con el baño de la desposada, la víspera del matrimonio; esto debía practicarse en Efeso, pues el apóstol Pablo alude a ello54. Todavía hoy, en Egipto, la madre desciende con su hija el Nilo para el baño nupcial. La desposada pagana enterraba su vida de soltera ofreciendo sus juguetes y sus vestidos a Artemisa.
En la celebración del matrimonio, los cristianos, aun conformándose a los ritos habituales de su ciudad, evitaban cuidadosamente todo lo que tuviera sabor de idolatría, así como las canciones licenciosas del cortejo nupcial. En ningún otro terreno la fe revolucionaba tanto las cosas con tan poco cambio externo. Pero no hay que pensar que las di-versiones estaban excluidas. Un campesino egipcio, segura-mente cristiano, reconoce a mitad del siglo III que es costumbre pasar la noche entera en festejos55
Por la mañana del día de la boda, la desposada ponía sobre sus cabellos peinados en seis trenzas una corona de flores, mirto o azahar, que ella misma había cogido. Llevaba el flammeum, velo color de fuego con el que se la veía venir de lejos. Esta era la señal para comenzar los cánticos. Cátulo canta a la novia:
Ciñe tu frente
con flores
de olorosa mejorana.
Toma alegre tu velo
color de fuego56
La palabra latina nubere significa originalmente «velar-se». Toda la vecindad se revoluciona y los transeúntes se detienen a mirar.
La ceremonia comienza en casa de la joven: Lectura del contrato, cuando es por escrito, rubricado, en Roma, por diez testigos57, intercambio de los consentimientos con la fórmula consagrada: Ubi Caius, ibi Caía58, entrega de la nueva esposa a su esposo. Juntan sus manos, tanto en Roma como en Atenas. En Grecia, juntar las manos es todavía en el siglo IV el rito esencial. Los paganos ofrecen un sacrificio, que los cristianos sustituyeron muy pronto por un rito litúrgico, posiblemente la eucaristía.
Tertuliano59 se refiere sin duda a la unión de manos ante una mujer casada, cuando escribe: «Maravillado por un es-pectáculo como ese, Cristo envía su paz a los esposos cristianos. Donde ellos están, también está Cristo».
Y comienza el banquete. El epitalamio es obligado, en la Grecia antigua y hoy, como se puede comprobar, por ejemplo, en Miconos. Cuando el festín acaba, la esposa, velada, coronada de flores, es conducida solemnemente a la mora-da conyugal.
La noche ha caído. El cortejo simula un rapto: se finge que se arranca a la joven desposada de junto a su madre, para conducirla a la nueva morada. Los que llevan antorchas abren la marcha, tañedores y tañedoras de flautas acompañan a los novios. Los cánticos fescenianos —originarios de Fescenia, en Etruria— derrochan chanzas y obscenidad. La desposada griega abandona la casa en un carro, escena que el arte ha inmortalizado60: el marido levanta suavemente del velo a su mujer, que ocupa el carro nupcial emocionada. La acompañan tres niños, uno lleva una antorcha hecha con una rama de majuelo. Detras de la esposa se lleva la rueca y el huso.
El derroche es obligado. Apuleyo61 ironiza sobre los gas-tos de una gran boda celebrada en Roma, que se elevaban a 50.000 sextercios, aproximadamente 2.000 dólares. Los cristianos ponían cuidado en que los gastos fueran más discretos.
No conocemos ningún rito litúrgico, pero es muy probable que el obispo —o su delegado— fuera invitado al banquete de bodas; incluso es posible que la comunidad participase, al menos miembros de ella son los testigos, en una época en la que los hermanos no son muy numerosos y los lazos religiosos y sociales son estrechos. Los Hechos de Tomás nos muestran al apóstol orando con los esposos en la casa nupcial62. Clemente precisa que un presbítero impone las manos a los esposos en Alejandría63
Los sarcófagos y la decoración de copas ilustran la cristianizacion del matrimonio: el mismo Jesucristo corona a los esposos, preside la unión de las manos, que se hace sobre el Evangelio64. Un fresco de las catacumbas de Priscila representa posiblemente la velación de la desposada65
Para el cristiano, el matrimonio continúa la obra de la Creación y los hijos son la felicidad de los padres. Clemente
precisa: hijos hermosos. Nobleza griega obliga66. No con-traemos matrimonio sino para tener hijos, afirman Justino67 y Arístides68, dando las normas y los límites de la vida sexual de los esposos. La Iglesia está atenta a los «extremismos»: los que rechazan el matrimonio y toda relación sexual, y los partidarios de un libertinaje tal como el que se ve en los grandes puertos mediterráneos69. Clemente70, en su tratado de moral el Pedagogo, eleva su voz insistentemente contra la prostitución y la pederastia. Reglamenta la vida conyugal con tantas reservas, que un comentador actual se pregunta con cierta sorna cuándo el moralista de Alejandría permite la unión71.
Quienes tienen permiso para casarse necesitan un pedagogo: los enseña a no llevar a cabo los ritos misteriosos de la naturaleza durante el día, a no unirse, por ejemplo, al salir de la iglesia o del ágora; en la aurora como los gallos, a la hora de la oración, de la lectura o de los trabajos útiles de la jornada; por la noche, después de la comida o de dar gracias por los bienes recibidos, conviene descansar72.
Las relaciones con la mujer encinta están expresamente prohibidas con este pintoresco argumento: «No se siembra en un campo que ya está sembrado»73. El placer sexual, fuera de la voluntad de engendrar, es contrario «a la ley, a la justicia y a la razón»74. Los escritores cristianos repiten las prescripciones bíblicas, pero endurecen su rigor. Están fuertemente influenciados por la filosofía popular de tendencia estoica75. Musonio rechaza como ilícito el solo placer en el uso del matrimonio76. Por instinto, la vida sexual les evocaba el arte de la cortesana que prosperaba en Corinto y en Alejandría. Las exposiciones fastidiosas de Clemente sobre las costumbres de la liebre y de la hiena preanuncian la peor de las literaturas de los predicantes populares77. «Casuística de lo cotidiano»78 y de lo nocturno, sinónimo de torpeza, que acaba por hastiar al lector del Pedagogo, que se siente aliviado cuando por fin ve surgir el Logos liberador, deus ex machina, como última referencia79. Más moderados, los legisladores se conforman con afirmarla legitimidad de la vida conyugal y la inutilidad de las lustraciones rituales heredadas del judaísmo80.
Pero la Iglesia antigua condena con extremado rigor las costumbres de la Antigüedad, aunque la situación económica las explique en parte: la contracepción, el aborto, la exposición de niños81. Una cierta limitación de los nacimientos, a base de continencia, es prueba de moderación, dice Clemente82.
La familia es presentada como una célula de la Iglesia. Pedro y Pablo, y todos los pastores tras ellos, dibujan el cuadro de un hogar cristiano, frente a las costumbres paganas. Tertuliano canta la armonía de los esposos, que juntos ahondan su amor recibiendo la eucaristía83. El Evangelio preconiza la igualdad del hombre y de la mujer, pero la conducta en el hogar exige una autoridad que la Antigüedad siempre ha confiado al padre de familia. Reina en la casa, que abarca a la mujer, los hijos, los domésticos y los esclavos. Es el jefe temporal y religioso, en Roma, hasta su muerte. Castiga, casa a sus hijos y a sus hijas. La legislación romana del pater-familias acabó por influir en el mundo helénico. Entre los judíos, se pone el acento en la misión espiritual del padre: él es quien debe enseñar la Thora a su hijo.
Aunque el Evangelio no introduzca un cambio total en las estructuras de la familia antigua, sí la transforma en su espíritu, para hacer de ella la célula vital de la Iglesia. Entre quienes han dado el ejemplo de una casa bien llevada la Iglesia escoge a sus pastores. Hay como un principio nuevo que transforma desde dentro las relaciones entre esposos, padres e hijos. Pablo84 lo formuló y Clemente lo repite a los Corintios: «Estad sometidos los unos a los otros, en el te-mor del Señor»85. Desde ahora el Señor es la norma y la autoridad invisible.
La Iglesia reconoce la autoridad paterna sobre la casa, con los matices particulares de regiones y civilizaciones di-versas. El largo desarrollo de la Didascalia86 sobre los debe-res y las responsabilidades del padre es una muestra manifiesta de su importancia en la comunidad. En esta descripción, la acción educadora, en la cual padre y madre obran conjuntamente, está claramente puesta de relieve.
La autoridad sólo es eficaz en la medida en que está templada por el afecto, como nos enseña la pedagogía de Dios: «Ni tiranía ni abandono, sino una mezcla de firmeza y dulzura, de autoridad y bondad»87, de mesura y estímulo.
La influencia religiosa de la madre es considerable en las comunidades orientales. Encontramos allí hogares ale-gres y eficaces 88, en los que la intervención de la madre pa-rece determinante 89. Pablo reconoce el papel jugado por la madre de Timoteo90, y Pedro sabe que la mujer gana a su marido para la fe91.
La estructura de la casa en la Antigüedad facilitaba el contagio religioso. Clemente de Alejandría llega incluso a permitir a la esposa un poco de coquetería para conquistar a su marido pagano92.
Los niños confiados a su madre o a la sirvienta, sobre todo en el mundo oriental, eran fuertemente influidos por el ascendiente de mujeres con categoría. En el medio alejandrino, en donde la mujer corría el riesgo de dejarse absorber por el lujo y los adornos, Clemente insiste en que ella «se meta en harina», asuma responsabilidades en el hogar y sea una ayuda eficaz para su marido 93.
Los epitafios de la época94, en la medida en que no son convencionales y falsos como los «sentimientos eternos» del viudo vuelto a casar; son emocionantes y significativos; unen en la muerte a quienes han estado unidos en vida. «A Caya Febe, esposa fiel y a sí mismo, Capitón su marido»; Sucesus, a su esposa Eusebia «muy excepcional, muy casta, verdaderamente irreprochable, por la que invita a los visitantes que rueguen»95. Con frecuencia es grande la dificultad para fechar una inscripción, pues los cristianos de la primera generación son discretos sobre sus convicciones religiosas: utilizaban habitualmente fórmulas paganas, que encontramos en diversas épocas de la epigrafía.
El Evangelio había dado mucho valor al niño, lo cual era una revolución en las costumbres recibidas, puesto que el derecho romano permitía al padre que expusiera a su hijo. La Iglesia primitiva también subraya el lugar que el niño tiene en el hogar. Los niños son siempre explícitamente mencionados cuando se trata de «casas cristianas»96. Arístides97 alaba su inocencia, Minucio Félix98 se emociona antesus primeros balbuceos, y Clemente99 desarrolla amplia-mente el evangelio de la infancia espiritual en el Pedagogo.
En la educación y en los deberes de los padres no se ha-ce distinción entre niños y niñas, lo cual rompe con el mundo judío y con el greco-romano, que favorecía ultrajante-mente al sexo masculino. Incluso hoy día, en Israel, se felicita al padre sólo por un hijo; si dice que ha tenido una hija, se le desea delicadamente que la próxima vez sea un hijo.
Un epitafio, aunque de una época posterior, nos dice mucho más que todo un discurso sobre el afecto de una madre:
Magnus, niño sin
malicia,
estás entre pequeños inocentes.
Tu vida es feliz libre de peligros.
La Iglesia te acogió cuando te fuiste,
maternal y llena de alegría.
Oh, corazón, deja de gemir,
y mis ojos, dejad de llorar100
En medios más modestos que los de Alejandría, se insiste sobre la necesidad de instruir a los niños, de castigarlos, de enseñarles a huir de la ociosidad, de darles una profesión y herramientas, de vigilar qué amistades frecuentan101 y de casarlos jóvenes «para protegerlos de los desafueros de la juventud»102
La Iglesia, desde Pablo de Tarso103 hasta Clemente de Roma104, da consejos a los padres cristianos sobre la manera de educar a sus hijos. El papa de Roma utiliza ya la ex-presión «educación cristiana», que hará fortuna: «Educar cristianamente a los hijos, hacerles participar del tesoro de la fe, inculcarles una sana disciplina en cuestiones de vida moral es el deber fundamental de los padres; todo esto es algo que no contenía la tradición romana»105. El cristianismo primitivo es una prolongación, en esto, de la tradición judía y despierta en los padres la conciencia de su responsabilidad de educadores. Este hecho está más acentuado en Oriente que en Occidente. Basta para convencerse leer la Didascalia.
La Iglesia no sustituye a la escuela, pero se esfuerza en neutralizar la influencia nefasta que los escritos y de las
instituciones paganas pueden ejercer sobre el joven escolar. Lo que llama la atención es la actitud claramente positiva, con muy pocas excepciones, de los cristianos del siglo II con respecto a la instrucción y a la cultura.
Si hay padres como Atenágoras y Teófilo —entre los orientales— que se muestran reservados con respecto a la enseñanza, Ireneo afirma su necesidad, para hacer frente a los gnósticos, que pretenden saberlo todo106. Tertuliano, que es exigente con los maestros, juzga indispensable la .enseñanza del gramático para formar cristianos capaces de enfrentarse con el paganismo107. Un siglo más tarde, en el año 202-203, Orígenes abre una escuela de gramática, cuan-do él tenía diecisiete años, en Alejandría, para subvenir a la necesidades de su familia después de la muerte de su padre Leónidas, que murió mártir y por eso le confiscaron todos los bienes108. Los Padres del siglo IV, formados casi todos por la universidad, son favorables a la cultura clásica. El juicio de Basilio, en una «carta a los jóvenes» es célebre: hay que seguir el ejemplo de las abejas que liban la miel y dejan el veneno109.
Las epístolas pastorales levantaron la voz contra las viudas jóvenes ociosas, que calcorreaban de casa en casa; les aconsejaban que se volviesen a casar. « ¡Y si solamente fueran ociosas! Pero además son charlatanas, indiscretas y hablan sin ton ni son»110. En ningún lugar se habla de las viudas que sin duda se volvían a casar. La Iglesia-del siglo II, que es menos liberal, muestra reservas acerca de las segun-das nupcias 111, quizá por influencia del montanismo y de las corrientes ascéticas. Atenágoras las condena112. Ireneo ironiza sobre «los matrimonios acumulados»113. Minucio Félix permite sólo un segundo matrimonio114. Tanto Hermas115 como Clemente de Alejandría116 repiten el consejo paulino a las corintias: «la viuda será más feliz, en mi en-tender, si se queda así». La Iglesia anima a los solteros empedernidos a que se casen, porque la edad no apaga el fuego, que sigue encendido bajo la ceniza117.
El ideal cristiano de la vida conyugal y familiar se encuentra de frente con las debilidades humanas, que inmediatamente plantean el problema de la penitencia y de la autoridad disciplinar de la Iglesia. Hermas, que nos cuentasus tribulaciones conyugales, verdaderas o ficticias, es en esto un testigo notable.
Es grave el intento —y la tentación— de construir la Iglesia de los santos, de la que no solamente el pecado está desterrado sino que el mismo pecador está apartado. Desde los montanistas a los cátaros, desde los encratitas a los jansenistas, encontramos siempre las mismas intransigencias y los mismos ostracismos.
La experiencia cotidiana desmiente siempre al idealismo, que contradice a la propia vida. La comunidad primitiva, el espectáculo de las comunidades paulinas y los reproches del Apocalipsis contra diversas iglesias, nos colocan en una visión más objetiva. Quiéralo o no, la Iglesia se encuentra con el pecado y con los pecadores.
La comunidad de Corinto, desde Pablo a Clemente de Roma, con sus tiranteces, ofrece el espectáculo de fieles que llevan una vida disoluta. Clemente pide a los responsables de desórdenes «que se sometan filialmente a la penitencia, que doblen las rodillas del corazón. Aprended a obedecer y a rechazar vuestra soberbia y la arrogancia de vuestra postura»118.
La comunidad de Filipos conoce iguales vicisitudes. Policarpo encarece a los presbíteros su tarea a la vez pastoral y judicial, que consiste en «ser compasivos, misericordiosos con todos. Que atraigan a los desorientados. Que no sean rígidos en sus juicios, sabiendo que todos estamos abocados al pecado»119.
El remedio que el cristiano tiene contra su debilidad habitual es la oración, el ayuno, la limosna, tres cosas que la Iglesia siempre cita juntas, como lo hace el Evangelio. Además de ejercitarse, en horas y días fijos, en la oración y el ayuno, Hermas practica por su cuenta «ayunos extraordinarios», que son una preparación para las revelaciones divinas y le dan la seguridad de que su oración será escuchada120. A este ayuno él lo llama «estar de guardia», expresión que pasará a la literatura cristiana.
El ayuno en beneficio de los pobres pone el ejercicio de la caridad al alcance de todas las fortunas y al mismo tiempo es un remedio de los pecados cotidianos. Desde después de la Didaché, la confesión de las faltas es parte de la reunión litúrgica, y la oración de Clemente le dedica un largo desarrollo.
Perdónanos
nuestros pecados y nuestras injusticias, nuestras caídas y nuestros desvíos.
No lleves la cuenta de las faltas
de tus siervos y de tus siervas,
sino purifícanos con la pureza de tu verdad121.
Confesión de los pecados y obras de misericordia no sólo son parte de la asamblea litúrgica, sino que prolongan el sacramento hasta la vida cotidiana. Apolonio resume así la fe cristiana al prefecto del pretorio en Roma: «Cada día, hacia Dios solo, harás subir tus oraciones, el sacrificio in-cruento y puro a sus ojos, por medio de actos de piedad y de humanidad»122.
¿Qué ocurre con los pecados mayores, de notoriedad pública: el adulterio, el asesinato, la apostasía? Los rigoristas, una especie de jansenistas de la Antigüedad —los hubo incluso entre los obispos— no admiten la penitencia de esos pecadores y esas pecadoras ni les conceden el perdón, sin preocuparse de que esto los lleve a la desesperación. Ireneo describe el drama de mujeres caídas, «a las que la con-ciencia les quemaba como un cauterio, y que en silencio desesperaban de la vida de Dios» 123.
Ante esta experiencia, la Iglesia reconocía la fragilidad de los bautizados y, cuando naufragaban, les tendía una tabla de salvación. El ambiente concreto que describe Hermas, sea verdadero o sea ficticio, reúne a ricos que desprecian a los pequeños, gentes de negocios que codician las ganancias, diáconos que dilapidan el dinero de las viudas e incluso apóstatas que han renegado del sello de su bautismo.
El Pastor dibuja a la Iglesia con los rasgos de una mujer que está construyendo una torre. Se acerca a ella, intrigado por las piedras que elige y por las que rechaza y le pregunta. La mujer responde:
—Las piedras cuadradas y blancas, que se ajustan exactamente son los apóstoles, los obispos, los doctores, los diáconos.
—¿Y esas piedras que se sacan del fondo del agua, que se ponen sobre la construcción y que se acoplan perfecta-mente en sus junturas con las que ya están puestas, quiénes son?
—Son los que han sufrido por el nombre de Dios.
—¿Y las que se dejaban de lado, quiénes son?
—Son los que han pecado y quieren hacer penitencia; por eso no se las ha tirado muy lejos, porque se arrepienten y podrán servir para edificar la torre124.
El Pastor advierte con apremio que es urgente convertirse, pero también afirma que hay remisión para todos los pecados cometidos después del bautismo. Una anécdota que nos cuenta Clemente125 ilustra esta misma verdad. En una comunidad cerca de Éfeso, el apóstol Juan había observado entre los catecúmenos a un joven de muy buen aspecto. Se lo recomienda al obispo y se olvida de él. El protegido se descarría y se hace jefe de bandidos. Cuando Juan vuelve a pasar por allí, se entera. Sale en su busca, lo encuentra y le habla: «Soy tu padre, estoy desarmado y viejo. Ten pie-dad, hijo mío, no tengas miedo de nada, todavía hay esperanza para tu vida».
El bandido, en un principio receloso, se deja convencer y acaba por llorar amargamente, Juan lo vuelve a llevar a la iglesia y allí, «por medio de sus oraciones, pidió a Dios su gracia, compartió su continuo ayuno y conquistó su espíritu con asidua conversación». Purificación laboriosa que acaba en conversión y en curación. El prestigio del gran Apóstol, «Hijo del Trueno», que había asimilado la misericordia, pesaba mucho en las comunidades de Oriente, a las que les enseña a perdonar.
A mediados del siglo II, las persecuciones dan lugar a deserciones. La vuelta de los apóstatas plantea una cuestión espinosa de conciencia, que siglos más tarde se volverá a presentar más agudamente, cuando la persecución de Decio provocará un verdadero desastre. En Asia prevalece la postura rígida. Es producto de los ascetas, apóstoles de la continencia absoluta, cuyo rigorismo es la cizaña de la virtud de fortaleza 126.
Dionisio de Corinto les escribe para recordarles la libertad que todos los cristianos tienen para elegir el matrimonio o la continencia. Les «ordena que reciban a los que se convierten de cualquier falta que sea»127.
En Asia Menor, un determinado grupo de mártires preconizaban la misma actitud intransigente hacia los apóstatas, y les negaban la penitencia. La carta de Lyon pone de manifiesto la actitud totalmente opuesta de sus mártires, «que no ataban a nadie y desataban a todo el mundo». Es una clara lección.
No mostraron arrogancia hacia los débiles; por el contrario, ayudaron con sus bienes espirituales, que eran abundantes, a quienes los necesitaban grandemente; tenían con ellos entrañas de madre; por ellos derramaban lágrimas abundantes ante el Padre. Le pidieron la vida y El se la concedió, y ellos la comunicaban a quienes tenían a su lado, y se fueron hacia Dios habiendo vencido en todos los combates. Siempre habían amado la paz; nos la comunicaban y partían con ella hacia Dios: No dejaban ningún dolor a su madre ni a sus hermanos, ninguna inquietud, ninguna tirantez, sino alegría, paz, concordia, caridad128.
Moderación y humanidad contrastan aquí con la intransigencia de los mártires de Asia. El mensaje de Lyon, impregnado de espíritu evangélico, es el eco del perdón de Cristo y del de Esteban, y reconoce humildemente que solo Jesús es el «mártir fiel y verdadero»129.
Día a día, las primeras generaciones se han ido familiarizando con la muerte; la tensión de su fe, la incomodidad de su existencia, la amenaza de la persecución, les obligaban de grado o de fuerza a escrutar continuamente el horizonte. La actitud de los creyentes ante el más allá, la afirmación tranquila de la resurrección de la carne, han producido un profundo choque en el entorno pagano.
La espera de la parusía no desapareció con la época apostólica, sino que con el montanismo pasa por sucesivos momentos de rebrote. Es desde luego históricamente inexacto figurarse a los cristianos soterrados en las catacumbas, no obstante, esta imagen ilustra hasta qué punto el trato con la muerte despierta en ellos la esperanza más que el temor.
Bautismo y eucaristía, martirio y confesión de la fe tienen su centro en Cristo glorioso y son como las luces de un camino en la noche. Profecías y acontecimientos históricos, dice Justino, encaminan a los fieles hacia la resurrección130. Los paganos no se equivocaron en esto; los filósofos que reconocían la vacuidad de su filosofía ante la muerte, rinden homenaje a esta actitud valiente. Justino confiesa que esta confianza de los cristianos ante la muerte es lo que le decidió a formar parte de la comunidad131.
Para las primeras generaciones cristianas, dar la vida imitando a Cristo es la condición normal del cristiano; el mártir es el cristiano ejemplar, que agota la esencia del mensaje evangélico. Un procónsul romano no comprende nada ante la obstinación de Pionios y se esfuerza en apartarlo del suplicio.
El diálogo que se entabla es éste:
—¿De qué te sirve correr hacia la muerte?
Pionios le replica:
—No hacia la muerte, sino hacia la vida132.
Los paganos tratan de restar importancia a la grandeza de esta valentía, quieren hacer ver que no es más que un «fasto trágico» o un rechazo de la alegría de vivir, como se lee en el poeta:
¡Oh! muerte, viejo capitán, ya es la hora. Levemos anclas. Esta tierra nos hastía, ¡oh muerte! ¡Zarpemos!
El procónsul Perennis esgrime contra Apolonio el argumento que estaba en la calle:
—Con esas ideas que tienes, Apolonio, ¿es que amas la muerte?
—Amo la vida, Perennis, pero el amor a la vida no me ha-ce temer a la muerte. Nada hay mejor que la vida, pero la vi-da eterna133.
Para los cristianos, la muerte es la puerta que se abre sobre la vida y sobre el encuentro que se vislumbra.
Dejadme ser pasto de las fieras; gracias a ellas me será dado llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, soy molido por los dientes de las fieras, para convertirme en el pan inmaculado de Cristo... Soy esclavo pero la muerte hará de mí el liberto de Jesucristo, en quien resucitaré134.
Los cristianos no siempre tenían ocasión de derramar su sangre, ni siquiera los que más deseaban el martirio. La Iglesia prohibía toda provocación, condenaba toda temeridad. La mayor parte de los fieles morían sencillamente en sus lechos, desgastados por la espera, por los años o por la enfermedad.
La Iglesia cuida de los enfermos y los inválidos. Confía este cuidado a los diáconos; las mujeres a las diaconisas. Las viudas los visitan135 La unción de la que habla Santiago136 ha dejado pocas huellas en los dos primeros siglos. Ireneo137 hace alusión a una especie de exorcismo que practicaban los Marcosianos. Es posible que se trate de un rito que haga referencia a la Carta de Santiago:
¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, y oren por él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará, y si se halla con peca-dos se le perdonarán.
Este texto ofrece más oscuridades que información. Se refiere al uso del aceite que judíos y griegos empleaban para curar y para fortalecer, para las enfermedades del cuerpo y para las luchas en el estadio y en la palestra138. Encontramos unciones en los exorcismos y en la magia, como se pueden ver en los gnósticos de Lyon, y no es fácil señalar una línea divisoria. ¿Es escogido el aceite por razones terapéuticas o por su simbolismo sacramental? Es muy difícil decirlo.
Los presbíteros administran la unción colegialmente, igual que todavía hoy la practican las iglesias orientales. Los efectos que produce son la salud y la remisión de los peca-dos cometidos a lo largo de la vida. Es éste el primer rito de perdón de la Iglesia, antes de la penitencia pública. Evidentemente, la curación no estaba garantizada, pues entonces los cristianos habrían tenido el don de la longevidad, por no decir de la inmortalidad. La familia suele recoger el último suspiro besando la boca del moribundo en el momento de expirar. Los romanos creen que el alma se escapa por la boca.
Las comunidades rodean de respeto el cuerpo de sus difuntos, y cuidan de su sepultura. Toman a su cargo la inhumación de los pobres y de los que no tienen familia. El mayor ultraje de los paganos consiste en negar la inhumación a los cristianos, en sustraerles los restos de los mártires. Cuando pueden, los fieles recogen piadosamente los restos venerables de los mártires. Así, en Esmirna, no pudiendo recibir el cuerpo de Policarpo, toman al menos «los huesos, más preciosos que gemas, más acrisolados que el oro más puro»139, para depositarlos en un lugar conveniente. Los milagros, que tanto abundan en la gesta de la sangre, son con frecuencia de redacción posterior. Los cristianos siguen las costumbres funerarias de su país, pero evitan los ritos paganos, como el óbolo colocado en la boca del muerto, que sirve para pagar el paso en la barca de Caronte, que es el barquero de los Infiernos: su visión del más allá era total-mente distinta de la mitología. Ni en sus epitafios140 se distinguen casi de los paganos, suelen emplear fórmulas estereotipadas a las que dan una interpretación nueva: ¡En paz! ¡En Dios! Más tarde los símbolos se multiplican: el pez, la paloma, el ancla, un orante, una orante, una escena pastoril, que evoca la felicidad paradisíaca. En las catacumbas de Hadrumeto (Susa), las primeras inscripciones cristianas están grabadas con un punzón, a veces con el mismo dedo, en el yeso fresco.
Los judíos, griegos y romanos lavaban el cuerpo del muerto, lo ungían, lo perfumaban antes de embalsamarlo 141. Los romanos colocaban el cadáver en un lecho mortuorio, envuelto en su toga, con las insignias de su cargo. En señal de duelo, se apagaba el fuego del atrio de la casa. La Iglesia reprueba como idolatría la costumbre de coronar al muerto142.
En Grecia, los funerales se celebraban por la noche a la luz de las antorchas, para sustraer el cadáver a la luz del sol. En Roma los entierros eran de día, por la noche sólo se enterraba a los esclavos y a los niños. Y para éstos no se utilizaba sarcófago, sino una miserable caja; y eso cuando no se deshacían de ellos arrojándolos a un pozo del Esquilino. Los griegos inhumaban en féretros de madera, de ciprés entre otras. Junto con la inhumación, Roma practicaba la incineración, que la Iglesia de entonces no adopta por respeto a la resurrección de los cuerpos143.
La legislación romana no autorizaba enterrar en el interior de la ciudad. Las catacumbas de Roma, situadas en las arterias exteriores, especialmente en la Vía Apia, cerca de San Sebastián, son panteones de familias cristianas, que ofrecían una última hospitalidad a los hermanos y hermanas de condición modesta o servil. Hay que esperar al siglo III para que la Iglesia romana adquiera y organice sus cementerios propios. El nombre de Calixto, que es un incorregible hombre de negocios, ha quedado unido para siempre a esta realización.
La Antigüedad despliega un lujo considerable para todo lo referente a la muerte: sarcófagos adornados con bajorrelieves, urnas funerarias de mármol o de alabastro, de oro o de plata, encerradas en un cofre. Despilfarro de dinero del que muchos mediterráneos hacen ostentación. Basta con visitar un cementerio corso. Durante un cierto tiempo, los cristianos siguen siendo enterrados con los judíos y con los paganos, en sepulturas ancestrales.
Al igual que sus compatriotas, los fieles de Grecia celebran las comidas fúnebres los días 3º, 9º y 40º144. En Roma los funerales acaban el día noveno con una comida que reúne a parientes y amigos. Lo mismo hacen en el aniversario, no de la muerte, sino del nacimiento del difunto145. Esta comida se celebra ante la tumba, bien al aire libre bien en una sala vecina. En Africa y en Roma, las excavaciones han des-cubierto junto a las tumbas un mobiliario que todavía se puede ver en las catacumbas de Domitila y de Priscila.
En tiempos de Tertuliano, se celebra la eucaristía en el aniversario de los difuntos146. Pinturas y esculturas representan banquetes, que parecen relacionar con un mismo símbolo la vida bautismal, el misterio eucarístico, la comida por los muertos y la felicidad bienaventurada. Igual su-cede con el Ychtys, el Pez, acróstico de Cristo147, que es al mismo tiempo símbolo bautismal y eucarístico y signo de inmortalidad.
Lo mismo que los paganos, los cristianos también ofrecen banquetes en honor de los muertos; se llaman refrigería, nunca ágape, como un uso abusivo los llame hoy, pues el banquete de caridad, como ya hemos visto, es puramente evangélico. A esa comida se le da un carácter social, invitando a los pobres, a las viudas y a otras personas a las que se asiste148. La catacumbas nos han conservado pinturas de banquetes funerarios en los que participan los pobres. Esta es la explicación más verosímil de los cestos llenos de pan que vemos en los frescos y en los relieves de los sarcófagos 149.
El culto de los mártires nació del culto a los muertos. «Su conmemoración es una memoria de los difuntos, que han salido del marco de la vida cotidiana»150. En su origen, las honras que se les tributan no se diferencian práctica-mente de las que se hacen a otros difuntos151. No obstante, el testimonio que habían dado por su sacrificio había hecho de ellos miembros privilegiados de la comunidad, a la cual correspondía ocuparse de conservar sus restos y de cuidar su tumba. Poco a poco, los fieles van conmemorando el aniversario de su martirio y no el de su nacimiento, como hacen los paganos.
La primera muestra que tenemos de esto es la de la pasión de Policarpo:
Hemos colocado sus restos en un lugar conveniente. Siempre que es posible nos reunimos allí, con alegría y espíritu festivo. El Señor nos concederá festejar el aniversario de quienes ya han combatido, para así ir formando y preparando el relevo152.
La alusión a la reunión junto a la tumba, la celebración «con alegría y espíritu festivo», que nos describen los hechos apócrifos de Juan, nos presentan esta reunión como una «sinaxis eucarística»153. Tertuliano 154 y la Didascalia 155 afirman explícitamente que la comunidad celebra la eucaristía sobre las reliquias de los mártires. Con frecuencia además se celebra, como para los otros muertos, una comida en favor de los pobres y de los necesitados156. En las catacumbas donde duermen hermanos y hermanas, la comunidad se reúne para celebrar la eucaristía sobre la tumba de los mártires y de los difuntos. Los cristianos cubren sus muros con orantes en medio de árboles del paraíso, para confesar su fe en el país del descanso, de la paz y de la luz.
La fe en Cristo
resucitado ha abierto decididamente ante la existencia cristiana una dimensión
sobre la eternidad, transfiriendo el misterio de la muerte al misterio de la
vida.
___________________
1
TERTULIANO, Apol., 18, 4. Cfr. E. BICKEL, en Pisciculi. Munster 1939, pp. 52-61.2
EUSEBIO, Hist. ecl., V, 10, 1, 4.3
Mart. Por., 2. La geste du sang, p. 71.4
EUSEBIO, Hist. ecl., VI, 4.5
1 Apol., 61, 2.6
Demonstr., 3.7
Adv. haer., I, 10, 2.8 TERTULIANO, De praescr., 41.
9
TERTULIANO, De bapt., 2; De cor., 13.10 Did., 1; Bern., 18.
11
Trad. apost., 20.12
Did., 7.13
1 Apol., 61; 65, 1.14 Ver la nota 116 del capítulo anterior.
15 Al menos Tertuliano afirma que Pedro bautizó en el Tíber. De bapt., 4, 3.
16 PLINIO, Carta, II, 17.
17 Trad. apost.,
21. Los artificios, con frecuencia complicados, en el peinado eran un lujo de matrona.18
1 Apol., 15, 6.19 Acta Just., 4, 6. La geste du sang, p. 38. Ver la documentación y la bibliografía en nuestro libro Baptéme et Confirmation, París 1969, pp. 161. 165.
20 Od., 11, 9-10; 15, 8; 21, 2. Cfr. HERMAS, Sim., VIII, 2, 3-4.
21 Sim., VIII, 2, 4.
22 Acta Pauli et Thecl., 26; Dial., 29, 1, 2.
23 Efes 5, 14; CLEM.. Prot, 9, 84, 1-2.
24 Trad. apost.,
21.25
1 Apol., 65, 1.26 Mart. Perp., 21, 2. «Bien lavé» puede ser un término en argot de anfiteatro para significar: inundado de sangre (nota de M. Guey).
27 Sobre el bautismo de sangre, TERTULIANO, De bapt., 16, 1-2;
Trad. apost., 19.28 EPIPH, Pan., 52.
29 EUSEBIO, Hist. ecl., III, 37, 2.
30
Ibid., II, 17, 19.31 SUETONIO, Augustus, 34.
32 FILOSTRATO, Vita Apollonii, I, 13; VI, 1.
33 APOLODORO, en DAUVILLIER, op. Cit., p. 351.
34 EusEBlo, Hist. ecl., III, 31, 3-5.
35 1 Clem., 38, 2.
36 Mateo, 19, 12.
37 IGNACIO, Ad Polyc., 5, 2.
38
IGNACIO, Ad smyrn., 13, 1; Ad Polyc., 5, 2.39 Ver HERMAS, Sim., X, 11, 8; TERTULIANO, De exhort., 12; EUSEBIO, Hist. ecl., VII, 30, 2.
40 CLEM., Quis dives, 36.
41 EusEBlo, Hist. ecl., V, 2, 2-3.
42 JUSTINO, 1 Apol., 35; 29; MINUCIO FÉLIX, Octavio, 35, 5; TERTULIANO, Apol., 9; Ad uxorem, 1, 6.
43 En P. DE LABRIOLLE, La réaction paiénne, p. 96.
44 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Paed., II, 10, 94, 1. Ver Rhet. Gr. (Aphtonios) II, 54, 4.
45 Trad. apost., 15, 16.
46 Ver A. L. BALLINI, Il valore giuridico della celebrazione nuziale cristiana dal primo secolo all'etá giustinianea, Milán 1939.
47 Ep. ad Polyc., 5, 2.
48 Comparar 1 Cor 7, 39 y Efes 5, 25-29.
49 A esta unión el derecho romano la llama contubernium. Ver PAULYWlssowA, IV, 1164. Para el matrimonio de esclavos, ver A. E. MANARIGUA, El matrimonio de los esclavos, Roma 1940.
50 Didascalia, XIX, 11,
6.51
CIL, VIII, 25045. En K. RITZER, Formen, Riten der Eheschliessung, Munster 1962, pp. 35-37.52
L. DUCHESNE, Origines du culte chrétien, París 1909, p. 441.53 Dig., 17, 30.
En DAUVILLIER, op. Cit., p. 381.54 Efes 5, 25-26.
55
EusEBIO, Hist. ecl., VI, 40, 6.56
CATULO, Carm., LXI, 122.57
Para Cartago, ver TERTULIANO, Ad uxorem, II, 3; De virg. vel., 12, 1.58
PLUT., Quaest. rom., 30.59
TERTULIANO, Ad uxorem, II, 8, 9.60
Ver las reproducciones del Museo de Berlín en Dictionnaire des Antiquités, III, 1652.61 APULEYO,
Apología, 88.62 Act. Thom.,
10.63 Paed.,
III, 11, 63, 1.64
En DACL, X, 1905, 1924. Ver también PAULINO DE N., Carm., XXV, v. 151. Un análisis más reciente en K. BAOS, Der Kranz in Antike und Christentum, Bonn 1940, pp. 103-107.65 Ver A. C. SCHAEPMAN, Explanation to the Wallpainting in the Catacomb of Priscilla, Utrecht 1929. Cfr. R. METZ, La consécration des vierges dans l'Eglise romaine, París
1954, pp. 63-67.66 Stromata,
III, 9, 67, 1.67 1 Apol., 29.
68 Apol., 15,
4, 6.69
Sobre Tertuliano, son muy útiles las páginas de CH. GUIGNEBERT, Tertulien, pp. 280-304.70 Paed., II, 86, 2; 87, 3; 99, 3. Ver la tesis reciente de J. P. BROUDEHOUX, Mariage et famille chez Clément d'Alexandrie, París 1970.
71 H. MARROU, Le Pédagogue, en Sources Chrétiennes, t. II, p. 184, n.
5.72 Paed,
II, 96, 2.73
ATENAGORAS, Leg., 33. Imagen antigua en la literatura griega, que ya se encuentra en Sófocles.74 Paed., II, 10,
99. 3.75
Ver M. SPANNEUT, Le stoi•cisme des Péres de l'Eglise, París 1957, p. 260.76
MUSONIUS, ed. HENSE, p. 64, 3-4.77 Paed.,
II, 10, 85, 2-88, 3.78
J. STELZENBERGER, Die Beziehungen der frühchristlichen Sittenlehre zur Ethik der Stoa, Munich 1933, p. 417.79
Paed., II, 10, 91, 2.80 Didascalia, XXIV; Trad. apost., 41.
81 Rom 1, 24-32; JusTINO, 1 Apol., 27; ATENAGORAS, Suppl., 34; MINUCIO FÉLIX, Octavio, 28, 10-11; TERTULIANO, Apol., 9, 16-18; CLEMENTE DE ALEJANDRtA, Paed., III, 21-22, 1.
82 Stromata, III, 3, 24, 2.
83 TERTULIANO, Ad uxorem, II, 8.
84
1 Tim 3, 4.85 1 Clem., 21, 8.
86
Didascalia, II.87
J. DAUVILLIER, Op. Cit., p. 432.88 Hechos,
18, 26; Rom 16, 4.89
IGNACIO, Smyrn., 13, 1; Pol., 8, 2.90 2 Tim 1,5.
91
1 Pedro, 3, 1.92 Paed.,
III. 11, 57, 2.93
Ibid., III, 10, 49, 1-15; 11, 67, 2.94
En DACL, XIV, 1815.95 Catacumbas de Severo. Museo de Susa.
96
H. MARROU, Histoire de 1'éducation..., p. 299. Smyrn., 13, 1; Polyc., 8, 2; HERM., Vis, 1, 1, 9; 1, 3, 1; 2, 3, 1; Sim., 7, 1; 7, 5; Mand., 12, 3, 6; 5, 3, 9.97
Apol., 15, 11.98 Octavio, 2, 1.
99 Paed., I.
Ver el análisis de H. MARROU, Pédagogue, 1, pp. 23-26, en Sources Chrétiennes.100 Inscripción del siglo V, que se conserva en el Museo de Laterano. Ver también CIL, III, 686, 17-20; CIG, IV,
9574.101
Didascalia, XIX.102 Ep. Clementis ad Iacobum, 8.
103 Efes 6, 4; Col 3, 21.
104 CLEMENTE, 1 Cor., 21, 8, 6; 62, 3.
105 H. MARROU, Histoire de 1'éducation..., pp. 416-417.
106 Adv. haer., II, 32, 2.
107 De idol., 10.
108 EUSEBIO, Hist. ecl., II, 32, 2.
109 BASILIO, Hom., 22.
110 1 Tim 5, 13.
111 Ver art. Digamus, en RAC, III, 1016-1024.
112 Leg., 33.
113 Adv. haer., III, 18, 1; I, 26, 2.
114 Octavio, 31, 5. Ver también TEOFILO, Ad Autol., III, 15.
115 Mand., 4, 4, 1.
116 Stromata, III, 12, 82, 4.
117 Carta de Santiago a Clemente, 8; Hom. Clem., III, 68.
118 1 Clem., 57, 1. Cfr. 2 Clem., 2, 4.
119 Polyc., 6, 1-2.
120 Vis., III, 10, 7; Sim., V.
121 1 Clem., 60, 1-2.
122 Act. Apol., 44. La geste du sang., p. 69.
123 Adv. haer., I, 13, 7.
124 Vis., III, 5, 1-5.
125 Quis dives, 42.
126 P. BATTIFOL, Etudes d'histoire et de théologie positive, 1902, p. 66.
127 EusEBIO, Hist. ecl., IV, 23, 6, 7.
128 Ibid., V, 2, 5-6.
129 Ibidem.
130 1 Apol., 52.
131 2 Apol., 12, 1. Ver también Diogn., 1, 1; 10, 7; IGNACIO, Smyrn., 3, 2; TACIANO, Or., 19; JUSTINO, 1 Apol., 57, 3; Dial., 30, 2.
132 Mart. Pion., 20, 5. La geste du sang, p. 104.
133 Act. Apol., 29-30. La geste du sang, p. 67.
134 IGNACIO, Rom., 4.
135 Didascalia, XVI, 12, 4.
136 Santiago, 5, 14-15.
137 Adv. haer., I, 25; 4; II, 32, 4.
138
JOSEFO, De bello jud., I, 335; FIL, De som., II, 58.139 Mart. poi., 18, 2. La geste du sang, p. 33.
140 DACL, XVI, 1817, 1818.
141 Para las precisiones y la bibliografía, ver J. DAUVILLIER,
op. cit., pp. 561-568.142 TERTULIANO, De cor., 10; MINUCIO FEL1X, Octavio, 12, 6.
143 TERTULIANO,
De resur., 27, 4.144 Const., ap., VIII, 42, 1-44, 1.
145 Cfr. F. J. DOLGER,
Ichthys, t. II, Münster 1922, p. 568.146 TERTULIANO, De cor., 3.
147 Ichthys, el Pez: Iesous Christos Theou Uios Soter, Jesucristo Hijo de Dios, Salvador. Documentación en DACL, VII, 1990-2086.
148 Ver nuestra Vie liturgique et vie sociale, pp. 201-208.
149 Ver también TH. KLAUSER, Christ Martyrerkult heid. Heroenkult u. spütjüdische Heiligenverehrung, Colonia-Opladen 1960, pp.
34-35.150 F. DOLGER, Ichthys, II, p. 568.
151 Recuérdese a Lucano, que pone en oposición la pureza de los astros y la impureza de los huesos, Farsalia, VII, pp.
814-815.152 Mart. Pol., 18, 2. La geste du sang, p. 33.
153 Acta loan., 72.
154 TERTULIANO, De cor., 3.
155 Didascalia, XXVI, 22, 2-3.
156 Ver Vie liturgique et vie sociale, p. 209-218.