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Llamada universal a la Santidad de todos los cristianos

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Una relectura de espiritualidad de la Lumen Gentium. Segunda predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap a la Curia Romana 2015

 



Hemos entrado, hace poco días, en el 50 aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II y en el año jubilar de la misericordia. El vínculo entre el tema de la misericordia y el concilio Vaticano II no es ciertamente arbitrario ni secundario. En el discurso de apertura, el 11 de octubre de 1962, san Juan XXIII señaló la misericordia como la novedad y el estilo del concilio: “Siempre la Iglesia –escribía– se opuso a los errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad”. En cierto sentido, a medio siglo de distancia, el año de la misericordia celebra la fidelidad de la Iglesia a aquella promesa.

Hay quien se pregunta si insistiendo demasiado sobre la misericordia de Dios no se olvida otro atributo de él, igualmente importante, es decir su justicia. Pero la justicia de Dios, no solo no contradice su misericordia si no qué consiste exactamente en ella. Dios es amor, por esto hace justicia a sí mismo –es decir se muestra por lo que es – cuando hace misericordia. Siglos antes que Lutero san Agustín había escrito: “La justicia de Dios es aquella por la cual nos hace justos mediante su gracia, así como la ‘salvación del Señor’ salus Domini) (Sal 3,9) es aquella por la cual nos hace salvos”.

Esto no es el solo sentido de la expresión “justicia de Dios”, pero es ciertamente lo más importante. Habrá un día otra justicia de Dios, aquella que consiste en dar a cada uno lo suyo según sus propios méritos (cf. Rom 2, 5-10); pero no es de esta que el Apóstol habla cuando dice “Ahora se ha manifestado la justicia de Dios” (Rom 3, 21). La primera es un evento futuro, esta es un acontecimiento presente. Es el mismo Apóstol quien explica en este sentido la expresión “Justicia de Dios “; escribe: “Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre, no por las obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino, según su propia misericordia, nos salvó por el baño del nuevo nacimiento” (Tit 3,4-5).

1. “Sean santos porque yo, vuestro Dios soy santo”

El tema de esta segunda meditación de Adviento es el capítulo V de la Lumen Gentium, que lleva por título: “La vocación universal a la santidad en la Iglesia”. En las historias del Concilio este capítulo es recordado solo, digamos, por una cuestión de redacción. Los numerosos padres conciliares miembros de órdenes religiosas pidieron con insistencia que se tratara a parte la presencia de los religiosos en la Iglesia, como se había hecho con los laicos. De esta manera aquello que había sido un capítulo único sobre la santidad de todos los miembros de la Iglesia, se dividió en dos capítulos, de los cuales el segundo (VI de la LG), dedicado específicamente a los religiosos .

El llamado a la santidad está formulado desde el inicio con estas palabras:

“Todos en la Iglesia, sea que pertenezcan a la Jerarquía, sea que sean dirigidos por ella, están llamados a la santidad, de acuerdo a cuanto dijo el apóstol: 'Ésta es de hecho la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Ts 4,3)” .

Este llamado a la santidad es el cumplimiento más necesario y más urgente del Concilio. Sin esto, todas las demás realizaciones son imposibles o inútiles. Esto en cambio es lo que corre el riesgo de ser más descuidado, desde el momento que a exigirlo y reclamarlo es solamente Dios y la conciencia y no en cambio presiones o intereses de grupos humanos particulares de la Iglesia. A veces se tiene la impresión que en ciertos ambientes y en ciertas familias religiosas, después del Concilio, se haya puesto más empeño en el “hacer santos” que en “hacerse santos”, o sea más esfuerzo para elevar a los altares a los propios fundadores o hermanos, que imitar sus ejemplos de virtud.

La primera cosa que es necesario hacer cuando se habla de santidad, es liberar a esta palabra del temor y del miedo que infunde, a causa de ciertas representaciones erróneas que tenemos de ella. La santidad puede comportar fenómenos y pruebas extraordinarias, pero no se identifica con estas cosas. Si todos están llamados a la santidad es porque la misma entendida correctamente está al alcance de todos, hace parte de la normalidad de la vida cristiana. Los santos son como flores: no existen solamente las que se ponen en el altar. ¡Cuántos de éstos florecen y mueren escondidos, después de haber perfumado silenciosamente el aire a su entorno! ¡Cuántos de estas flores escondidas florecieron y florecen continuamente en la Iglesia!

El motivo de fondo de la santidad es claro desde el inicio y es que Dios es santo: “Sean santos porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo” (Lev 19, 2). La santidad es la síntesis, en la Biblia, de todas las atribuciones de Dios. Isaías llama a Dios “el Santo de Israel”, o sea aquel que Israel ha conocido como Santo. “Santo, santo, santo”, Qadosh, qadosh, qadosh, es el grito que acompaña la manifestación de Dios en el momento de su llamada (Is 6, 3). María refleja fielmente esta idea del Dios de los profetas y de los salmos cuando exclama en el Magníficat: “Santo es su nombre”.

Por lo que se refiere al concepto de santidad, el término bíblico qadosh sugiere la idea de separación, de diversidad. Dios es santo porque es el totalmente otro respecto a todo lo que el hombre puede pensar, decir o hacer. Es lo absoluto, en el sentido etimológico de ab-solutus, suelto de todo el resto y aparte. Es lo trascendente en el sentido que está arriba de todas nuestras categorías. Todo esto en sentido moral, antes que metafísico; se refiere al actuar de Dios más que a su ser. En la Escritura están definidos “santos” sobre todo los juicios de Dios, su obras y sus vías .

Santo no es entretanto un concepto principalmente negativo, que indica separación, ausencia de mal y de mezcla en Dios; es un concepto sumamente positivo. Indica “pura plenitud”. En nosotros, la “plenitud” nunca coincide totalmente con la “pureza”. Una cosa contradice la otra. Nuestra pureza se obtiene siempre purificándose y quitando el mal de nuestras acciones (Is 1, 16). En Dios no; pureza y plenitud coexisten y constituyen juntos la suma simplicidad de Dios. La Biblia expresa a la perfección esta idea de santidad cuando dice que a Dios “nada puede serle añadido ni nada quitado” (Sir 42, 21). Dado que es suma pureza, nada tiene que quitársele ; en cuanto es la suma plenitud, nada se le puede añadir.

Cuando se intenta ver cómo el hombre entra en la esfera de la santidad de Dios y lo que significa ser santo, en el Antiguo Testamento aparece enseguida que prevalece la idea ritual. Los trámites de la santidad de Dios son objetos, lugares, ritos, prescripciones. Enteras partes del Éxodo y del Levítico son tituladas “códigos de santidad” o “ley de santidad”. La santidad está encerrada en un código de leyes. Esta santidad es tal que es profanada si uno se acerca al altar con una deformación física o después de haber tocado un animal inmundo: “Santifíquense y sean santos...; no se contaminen con alguno de éstos animales” (Lv 11, 44; 21, 23).

Se leen voces en los diversos profetas y en los salmos. A la pregunta: ¿Quién subirá al monte del Señor, quién estará en su lugar santo?”, o “¿Quién de nosotros puede habitar en un fuego devorador?, se responde con indicaciones de naturaleza moral y espiritual: “Quien tiene manos inocente y corazón puro”, y “quien camina en la justicia y habla con lealtad” (cf. Sal 24, 3; Is 33, 14 s.).

Son voces sublimes pero que se quedan bastante aisladas. Aún en el tiempo de Jesús, entre los fariseos y en Qumran, prevalece la idea de que la santidad y la justicia consisten en la pureza ritual y en la observancia de ciertos preceptos, en particular el del sábado, aunque en teoría, nadie se olvida que el primero y el más grande de los mandamientos es el del amor de Dios y del prójimo.

2. La novedad de Cristo

Pasando ahora al Nuevo Testamento, vemos que la definición de “nación santa” se extiende rápidamente a los cristianos. Para Pablo los bautizados son “santos por vocación” o “llamados a ser santos” . Él llama habitualmente a los bautizados con el término “los santos”. Los creyentes son “elegidos para ser santos e inmaculados ante su presencia en la caridad (Ef 1, 4)”.

Pero bajo la aparente identidad de terminología asistimos a cambios profundos. Santidad no es más un hecho ritual o legal, sino moral o más aún, ontológico. No reside en las manos sino en el corazón; no se decide afuera, sino adentro del hombre y se resume en la caridad. “No lo es lo que entra en la boca del hombre que lo vuelve impuro; es lo que sale de la boca, esto vuelve impuro al hombre”. (Mt 15, 11).

Los mediadores de la santidad de Dios no son más lugares (el Templo de Jerusalén o el Monte Gerizim), ritos, objetos y leyes, sino una persona, Jesucristo. Ser santo no consiste tanto en estar separado de esto o de aquello, sino a estar unidos a Jesucristo. En Jesucristo se encuentra la santidad misma de Dios que nos llega personalmente, no un su lejano eco. “¡Tu eres el Santo de Dios!”: dos veces resuena esta exclamación dirigida a Jesús en los evangelios (Jn 6, 69; Lc 4, 34). El Apocalipsis llama a Cristo simplemente “el Santo” y la liturgia le hace eco exclamando en el Gloria: “Tu solus Sanctus”, solamente tú eres el Santo.

De dos maneras diversas nosotros entramos con la santidad de Cristo y esa se comunica con nosotros: por apropiación y por imitación. De éstos el más importante es el primero que se obtiene en la fe y mediante los sacramentos. La santidad es antes que todo un don, gracia y obra de toda la Trinidad. Porque, según la afirmación del Apóstol, nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos (cf.1 Cor 6, 19-20), como consecuencia inversa, la santidad de Cristo nos pertenece más que nuestra misma santidad. “Lo que es de Cristo -escribe el teólogo bizantino Nicolás Cabasilas- es más nuestro de aquello que tenemos de nosotros” . Es éste el vuelo o el golpe de audacia que deberíamos realizar en nuestra vida espiritual. Esto es un paso que no se hace muy a menudo en el noviciado sino más tarde, cuando se han probado todos los otros caminos y se ha visto que no llevan muy lejos.

Pablo nos enseña cómo se hace este “golpe de audacia”, cuando declara solemnemente de no querer ser encontrado con una justicia suya, o santidad que derive de la observancia de la ley, sino únicamente con aquella de deriva de la fe en Cristo (cf. Fil 3, 5-10). Cristo, dice, se ha vuelto para nosotros “justicia, santificación y redención” (1 Cor 1,30). “Para nosotros”: por lo tanto podemos reclamar su santidad como nuestra para todos los efectos. Un golpe de audacia es también el que hace san Bernardo cuando grita: “Yo, lo que me falta me lo apropio (¡literalmente, lo usurpo!) del costado de Cristo” . “Usurpar” la santidad de Cristo, “secuestrar el reino de los cielos”. Este es un golpe de audacia que es necesario repetir con frecuencia en la vida, especialmente en el momento de la comunión eucarística.

Decir que nosotros participamos de la santidad de Cristo, es como decir que participamos del Espíritu Santo que viene de él. Ser o vivir “en Cristo Jesús” equivale para san Pablo, a ser o vivir “en el Espíritu Santo”. “De esto -escribe también san Juan- se conoce que nosotros permanecemos en él y él en nosotros: él nos ha hecho don de su Espíritu” (1 Jn 4,13). Cristo se queda en nosotros y nosotros permanecemos en Cristo, gracias al Espíritu Santo.

Es el Espíritu Santo por lo tanto quien nos santifica. No el Espíritu Santo en general, sino el Espíritu Santo que estaba en Jesús de Nazaret, que santificó su humanidad, que se recogió en él como en un vaso de alabastro y que, desde su cruz en pentecostés, él difundió en su Iglesia. Por esto, la santidad que está en nosotros no es una segunda y diversa santidad, sino la misma santidad de Cristo. Nosotros somos verdaderamente “santificados en Cristo Jesús” (l Cor 1,2). Como en el bautismo, el cuerpo del hombre está sumergido y lavado en el agua, así su alma está, por así decir, bautizada en la santidad de Cristo: “Han sido lavados y están santificados, han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios”, dice el apóstol refiriéndose al bautismo (1 Cor 6,11).

Al lado de este medio fundamental de la fe y de los sacramentos, tienen que encontrar lugar también la imitación, las obras, el esfuerzo personal. No como medio separado o diverso, sino como el único medio adecuado de manifestar la fe, traduciéndola en actos. La oposición fe-obras, es un falso problema, tenido en pie más que todo por la polémica histórica. Las buenas obras sin la fe no son obras 'buenas' y la fe sin las obras buenas no es verdadera fe. Basta que por “obras buenas” no se entiendan principalmente (como lamentablemente sucedía al tiempo de Lutero) indulgencias, peregrinaciones a pie y prácticas, sino la observancia de los mandamientos, en particular el del amor fraterno. Jesús dice que en el juicio final algunos serán excluidos del Reino por no haber vestido al desnudo y dado de comer al hambriento. No somos por lo tanto justificados por nuestras obras buenas, pero no nos salvamos sin nuestras obras buenas. Podemos reasumir así la doctrina del Concilio de Trento.

Sucede como en la vida física. El niño no puede hacer absolutamente nada para ser concebido en el seno de la madre; necesita del amor de dos padres (¡al menos así ha sido hasta ahora!). Pero una vez que ha nacido, debe poner a trabajar sus pulmones para respirar, mamar la leche; es decir, debe ponerse a trabajar porque si no la vida que ha recibido muero. La frase de Santiago: “La fe, sin la obra está muerta” (cf. St. 3, 26) se de entender en sentido presente: la fe sin las obras muere.

En el Nuevo Testamento dos verbos se alternan a propósito de la santidad, uno en indicativo y otro en imperativo: “Sois santos”, “Sed santos”. Los cristianos son santificados y santificandos. Cuando Pablo escribe: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación”, es claro que pretende precisamente esta santidad que es fruto de compromiso personal. Añade, como para explicar en qué consiste la santificación de la que está hablando: “que se abstengan del pecado carnal, que cada uno sepa usar de su cuerpo con santidad y respeto” (cf. 1 Ts 4, 3-9).

Nuestro texto de la Lumen Gentium subraya claramente estos dos aspectos, uno objetivo y otro subjetivo, de la santidad, basados respectivamente sobre la fe y las obras. Dice:

“Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron” .

Porque, según Lutero, la Edad Media se había desviado cada vez más en el acentuar el lado de Cristo como modelo, él acentuó el otro lado, afirmando que él es don y que este don toca a la fe aceptarlo”. Hoy estamos todos de acuerdo de que no se deben contraponer las dos cosas, sino mantenerlas unidas. Cristo es sobre todo don para recibir mediante la fe, pero es también modelo a imitar en la vida. Lo inculca el mismo Evangelio: “Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13, 15); “Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón” (Mt 11, 29).

3. Santos o fracasados

Esto, el nuevo ideal de santidad del Nuevo Testamento. Un punto permanece inmóvil, e incluso se profundiza, en el paso del Antiguo al Nuevo Testamento y es la motivación de fondo de la llamada a la santidad, el “porqué” es necesario ser santos: porque Dios es santo. “A imagen del Santo que os ha llamado, sed santos vosotros también”. Los discípulos de Cristo deben amar a los enemigos, “porque él hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). La santidad no es por tanto una imposición, una carga que se nos pone en los hombros, sino un privilegio, un don, un gran honor. Una obligación, sí, pero que deriva de nuestra dignidad de los hijos de Dios. Se aplica a esto, en sentido pleno, el dicho francés “noblesse oblige”.

La santidad se exige desde el ser mismo de la criatura humana; no tiene que ver con los accidentes, sino con su misma esencia. Él debe ser santo para realizar su identidad profunda que es ser “a imagen y semejanza de Dios”. Para la Escritura, el hombre no es principalmente, como para la filosofía griega, lo que está determinado a ser desde su nacimiento (physis), y es decir un “animal racional”, como cuando lo que está llamado a convertirse, con el ejercicio de su libertad, en la obediencia a Dios. No es tanto naturaleza, como vocación.

Por lo tanto, si estamos “llamados a ser santos”, si somos “santos por vocación”, entonces es claro que seremos personas verdaderas, logradas, en la medida en la que seremos santos. De lo contrario, seremos fracasados. Lo contrario de santo no es pecador, ¡sino fracasado! Se pueda fallar en la vida de muchas formas, pero son fracasos relativos que no comprometen lo esencial; aquí se fracasa radicalmente, en lo que uno es, no solo en lo que uno hace. Tenía razón Madre Teresa cuando una periodista le preguntó a quemarropa qué se sentía al ser aclamada santa por todo el mundo, respondió: “La santidad no es un lujo, es una necesidad”.

El filósofo Pascal ha formulado el principio de los tres órdenes o niveles de grandeza: el orden de los cuerpos o de la materia, el orden de la inteligencia y el orden de la santidad. Una distancia casi infinita separa el orden de la inteligencia de las cosas materiales, pero una distancia “infinitamente más infinita” separa el orden de la santidad del de la inteligencia. Los genes no necesitan de las grandezas materiales; estas no pueden quitar ni añadir nada. Del mismo modo, los santos no necesitan las grandezas intelectuales; su grandeza se coloca en un plano diferente. “Estos son vistos por Dios y los ángeles, no por los cuerpos y las mentes curiosas; a ellos les basta Dios” .

Este principio permite valorar de la forma justa las cosas y las personas que nos rodean. La mayoría de la gente permanece quieta en el primer nivel y ni siquiera sospecha de la existencia de un plano superior. Son los que pasan la vida preocupados solo por acumular riquezas, cultivar la belleza física, o hacer crecer el propio poder. Otros creen que el valor supremo y el vértice de la grandeza sea el de la inteligencia. Tratan de convertirse en celebridades en el campo de las letras, del arte, del pensamiento. Solo pocos saben que existe un tercer nivel de grandeza, la santidad.

Esta grandeza es superior porque es eterna, porque es tal a los ojos de Dios que es la verdadera medida de la grandeza y también porque realiza lo que hay de más noble en el ser humano, es decir, su libertad. No depende de nosotros ser fuertes o débiles, guapos o menos guapos, ricos o pobres, inteligentes o menos inteligentes; depende sin embargo de nosotros ser honestos o deshonestos, buenos o malos, santos o pecadores. Tenía razón el músico Gounod, un genio, cuando decía que “una gota de santidad vale más que un océano de genio”.

La buena noticia, acerca de la santidad, es que no estamos obligados a elegir entre uno de estos tres géneros de grandeza. Se puede ser santos en cada uno de ellos. Ha habido santos, y hay santos, entre los ricos y entre los pobres, entre los fuertes y entre los débiles entre los genios y las personas sin cultura. Nadie está excluido de esta grandeza del tercer nivel.

4. Retomar camino hacia la santidad

Nuestro tender a la santidad se parece al camino del pueblo elegido en el desierto. Es también un camino hecho de continuas paradas y comienzos de nuevo. De vez en cuando el pueblo se paraba y montaba las tiendas; o porque estaba cansado, o porque había encontrado el agua y la comida, o simplemente porque es cansado caminar siempre. Pero aquí llega, de repente, la orden del Señor a Moisés de levantar las tiendas y retomar el camino: “Levántate, sal de aquí, tú y tu pueblo, hacia la tierra prometida” (Es 33:1; 17:1).

En la vida de la Iglesia, estas invitaciones a retomar el camino se escuchan sobre todo en el inicio de los tiempos fuertes del año litúrgico o en ocasiones particulares como es el Jubileo de la Misericordia divina. Para cada uno de nosotros, tomados individualmente, el tiempo de levantar las tiendas y retomar el camino hacia la santidad, es cuando percibimos en la intimidad la misteriosa llamada que viene de la gracia.

Al inicio, hay como un momento de pausa. Uno se detienen en la vorágine de las propias preocupaciones, toma, como se dice, las distancias de todo para mirar su vida casi desde fuera y desde lo alto, sub specie aeternitatis. Surgen entonces las grandes preguntas: “¿Quién soy? ¿Qué quiero? ¿Qué estoy haciendo con mi vida?”

A pesar de que era un monje, san Bernardo tuvo una vida muy movida: concilios de presidir, obispos y abades que reconciliar, cruzadas que predicar. De vez en cuando, dice su biógrafo, él se paraba y, casi entrando en diálogo consigo mismo, se preguntaba: “Bernardo, ¿a qué has venido?” (Bernarde, ad quid venisti? .

¿Para qué has dejado el mundo y has entrado en el monasterio? Nosotros podemos imitarlo; pronunciar nuestro nombre (también esto sirve) y preguntarnos: ¿Por qué eres cristiano? ¿Por qué eres religioso, sacerdote u obispo? ¿Estás haciendo aquello para lo que estás en el mundo?

En el Nuevo Testamento está descrita un tipo de conversión que podremos definir la conversión-despertar, o la conversión de la tibieza. En el Apocalipsis se leen siete cartas escritas a los ángeles (según algunos exégetas a los obispos) de otro tantas iglesias en Asia Menor. En la carta al ángel de Éfeso, él comienza con el reconocer lo que es el destinatario ha hecho bien: “Conozco tus obras, tus trabajos y tu constancia… Sé que tienes constancia y que has sufrido mucho por mi Nombre sin desfallecer”. Después pasa a enumerar lo que, sin embargo, le disgusta: “hayas dejado enfriar el amor que tenías al comienzo”. Y aquí, en este punto, resuena como una trompeta en el sueño, el grito del Resucitado: Metanòeson, es decir, ¡conviértete! ¡sacúdete! ¡despiértate! (Ap 2, l ss.).

Esta es la primera de las siete cartas. Mucho más severa es la última, la dirigida al ángel de la Iglesia de Laodicea: “Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Conviértete y vuelve a ser celante y ferviente: Zeleue oun kai metanòeson! (Ap 3,15ss.). También esta, como todas las otras, termina con esa misteriosa advertencia: “El que pueda entender, que entienda lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 3,22).

San Agustín nos da una sugerencia: comenzar a despertar en nosotros un deseo de santidad: “Toda la vida del buen cristiano -escribe- consiste en un santo deseo [es decir, en un deseo de santidad]: Tota vita christiani boni, sanctum desiderium est”6. Jesús ha dicho: “Beatos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mt 5, 6). La justicia bíblica, se sabe, es la santidad. Nos vamos por tanto con una pregunta sobre la que meditar en este tiempo de Adviento: “¿Yo tengo hambre y sed de santidad, o me estoy resignando a la mediocridad?”


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