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Decreto

"AD GENTES "

(sobre la actividad misionera de la Iglesia)

Proemio

1. La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser "el sacramento universal de la salvación", obedeciendo el mandato de su Fundador (Cf. Mc., 16,15), por exigencias íntimas de su misma catolicidad, se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres. Porque los Apóstoles mismos, en quienes está fundada la Iglesia, siguiendo las huellas de Cristo, "predicaron la palabra de la verdad y engendraron las Iglesias". Obligación de sus sucesores es dar perpetuidad a esta obra para que "la palabra de Dios sea difundida y glorificada" (2 Tes., 3,1), y se anuncie y establezca el reino de Dios en toda la tierra.

Mas en el presente orden de cosas, del que surge una nueva condición de la humanidad, la Iglesia, sal de la tierra y luz del mundo (Cf. Mt., 5,13-14), se siente llamada con más urgencia a salvar y renovar a toda criatura para que todo se instaure en Cristo y todos los hombres constituyan en El una única familia y un solo Pueblo de Dios.

Por lo cual este Santo Concilio, mientras da gracias a Dios por las obras realizadas por el generoso esfuerzo de toda la Iglesia, desea delinear los principios de la actividad misional y reunir las fuerzas de todos los fieles para que el Pueblo de Dios, caminando por la estrecha senda de la cruz, difunda por todas partes el reino de Cristo, Señor que preside de los siglos (Cf. Eccli., 36,19), y prepara los caminos a su venida.

 

CAPITULO I

PRINCIPIOS DOCTRINALES

Designio del Padre

2. La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre. pero este designio dimana del "amor fontal" o de la caridad de Dios Padre, que, siendo Principio sin principio, engendra al Hijo, y a través del Hijo procede el Espíritu Santo, por su excesiva y misericordiosa benignidad, creándonos libremente y llamándonos además sin interés alguno a participar con El en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad la bondad divina y no cesa de difundirla, de forma que el que es Creador del universo, se haga por fin "todo en todas las cosas" (1 Cor., 15,28), procurando a un tiempo su gloria y nuestra felicidad. Pero plugo a Dios llamar a los hombres a la participación de su vida no sólo en particular, excluido cualquier género de conexión mutua, sino constituirlos en pueblo, en el que sus hijos que estaban dispersos se congreguen en unidad (Cf.Jn., 11,52).

Misión del Hijo

3. Este designio universal de Dios en pro de la salvación del género humano no se realiza solamente de un modo secreto en la mente de los hombres, o por los esfuerzos, incluso de tipo religioso, con los que los hombres buscan de muchas maneras a Dios, para ver si a tientas le pueden encontrar; aunque no está lejos de cada uno de nosotros (Cf. Act., 17,27), porque estos esfuerzos necesitan ser iluminados y sanados, aunque, por benigna determinación del Dios providente, pueden tenerse alguna vez como pedagogía hacia el Dios verdadero o como preparación evangélica. Dios, para establecer la paz o comunión con El y armonizar la sociedad fraterna entre los hombres, pecadores, decretó entrar en la historia de la hUmanidad de un modo nuevo y definitivo enviando a su Hijo en nuestra carne para arrancar por su medio a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás (Cf. Col., 1,13; Act., 10,38), y en El reconciliar consigo al mundo (Cfg. 2 Cor., 5,19). A El, por quien hizo el mundo, lo constituyó heredero de todo a fin de instaurarlo todo en El (Cf. Ef., 1,10).

Cristo Jesús fue enviado al mundo como verdadero mediador entre Dios y los hombres. Por ser Dios habita en El corporalmente toda la plenitud de la divinidad (Cf. Col., 2,9); según la naturaleza humana, nuevo Adán, lleno de gracia y de verdad (Cf. Jn., 1,14), es constituido cabeza de la humanidad renovada. Así, pues, el Hijo de Dios siguió los caminos de la Encarnación verdadera: para hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina; se hizo pobre por nosotros, siendo rico, para que nosotros fuésemos ricos por su pobreza (2 Cor., 8,9).

El Hijo del Hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida para redención de muchos, es decir, de todos (Cf. Mc., 10,45). Los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo. Pero tomó la naturaleza humana íntegra, cual se encuentra en nosotros miserables y pobres, a excepción del pecado (Cf. Heb., 4,15); 9,28). De sí mismo afirmó Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Cf. Jn., 10,36): "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió, y me envió a evangelizar a los pobres, a sanar a los contritos de corazón, a predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la recuperación de la vista" (LC., 4,18), y de nuevo: "El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lc., 19,10).

Mas lo que el Señor ha predicado una vez o lo que en El se ha obrado para la salvación del género humano hay que proclamarlo y difundirlo hasta los confines de la tierra (Cf. Act., 1,8), comenzando por Jerusalén (Cf. Lc., 24,47), de suerte que lo que ha efectuado una vez para la salvación de todos consiga su efecto en la sucesión de los tiempos.

Misión del Espíritu Santo

4. Y para conseguir esto envió Cristo al Espíritu Santo de parte del Padre, para que realizara interiormente su obra salvífica e impulsara a la Iglesia hacia su propia dilatación. Sin duda, el Espíritu Santo obraba ya en el mundo antes de la glorificación de Cristo. Sin embargo, descendió sobre los discípulos en el día de Pentecostés, para permanecer con ellos eternamente (Cf. Jn., 14,16), la Iglesia se manifestó públicamente delante de la multitud, empezó la difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación, y por fin quedó prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por la Iglesia de la Nueva Alianza, que en todas las lenguas se expresa, las entiende y abraza en la caridad y supera de esta forma la dispersión de Babel. Fue en Pentecostés cuando empezaron "los hechos de los Apóstoles", como había sido concebido Cristo al venir al Espíritu Santo sobre la Virgen María, y Cristo había sido impulsado a la obra de su ministerio, bajando el mismo Espíritu Santo sobre El mientras oraba.

Mas el mismo Señor Jesús, antes de entregar libremente su vida por el mundo, ordenó de tal suerte el ministerio apostólico y prometió el Espíritu Santo que había de enviar, que ambos quedaron asociados en la realización de la obra de la salud en todas partes y para siempre. El Espíritu Santo "unifica en la comunión y en el servicio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos", a toda la Iglesia a través de los tiempos, vivificando las instituciones eclesiásticas como alma de ellas e infundiendo en los corazones de los fieles el mismo impulso de misión del que había sido llevado el mismo Cristo. Alguna vez también se anticipa visiblemente a la acción apostólica, lo mismo que la acompaña y dirige incesantemente de varios modos.

La Iglesia, enviada por Cristo

5. El Señor Jesús, ya desde el principio "llamó a sí a los que El quiso, y designó a doce para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar" (Mc., 3,13; Cf. Mt., 10,1-42). De esta forma los Apóstoles fueron los gérmenes del nuevo Israel y al mismo tiempo origen de la sagrada Jerarquía. Después el Señor, una vez que hubo completado en sí mismo con su muerte y resurrección los misterios de nuestra salvación y de la renovación de todas las cosas, recibió todo poder en el cielo y en la tierra (Cf. Mt., 28,18), antes de subir al cielo (Cf. Act., 1,4-8), fundó su Iglesia como sacramento de salvación, y envió a los Apóstoles a todo el mundo, como El había sido enviado por el Padre (Cf. Jn., 20,21), ordenándoles: "Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado" (Mt., 28,19s).

"Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenará" (Mc., 16,15-16). Por ello incumbe a la Iglesia el deber de propagar la fe y la salvación de Cristo, tanto en virtud del mandato expreso, que de los Apóstoles heredó el orden de los Obispos con la cooperación de los presbíteros, juntamente con el sucesor de Pedro, Sumo Pastor de la Iglesia, como en virtud de la vida que Cristo infundió en sus miembros "de quien todo el cuerpo, coordinado y unido por los ligamentos en virtud del apoyo, según la actividad propia de cada miembro y obra el crecimiento del cuerpo en orden a su edificación en el amor" (Ef., 4,16). La misión, pues, de la Iglesia se realiza mediante la actividad por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la caridad del Espíritu Santo, se hace plena y actualmente presente a todos los hombres y pueblos para conducirlos a la fe, la libertad y a la paz de Cristo por el ejemplo de la vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia, de forma que se les descubra el camino libre y seguro para la plena participación del misterio de Cristo.

Siendo así que esta misión continúa y desarrolla a lo largo de la historia la misión del mismo Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres, la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección. pues así caminaron en la esperanza todos los Apóstoles, que con muchas tribulaciones y sufrimientos completaron lo que falta a la pasión de Cristo en provecho de su Cuerpo, que es la Iglesia. Semilla fue también, muchas veces, la sangre de los cristianos.

Actividad misionera

6. Este deber que tiene que cumplir el Orden de los Obispos, presidio por el sucesor de Pedro, con la oración y cooperación de toda la Iglesia, es único e idéntico en todas partes y en todas las condiciones, aunque no se realice del mismo modo según las circunstancias. Por consiguiente, las diferencias que hay que reconocer en esta actividad de la Iglesia no proceden de la naturaleza misma de la misión, sino de las circunstancias en que esta misión se ejerce.

Estas condiciones dependen, a veces, de la Iglesia, y a veces también, de los pueblos, de los grupos o de los hombres a los que la misión se dirige. Pues, aunque la Iglesia contenga en sí la totalidad o la plenitud de los medios de salvación, ni siempre ni en un momento obra ni puede obrar con todos sus recursos, sino que, partiendo de modestos comienzos, avanza gradualmente en su esforzada actividad por realizar el designio de Dios; más aún, en ocasiones, después de haber incoado felizmente el avance, se ve obligada a deplorar de nuevo un regreso, o a lo menos se detiene en un estado de semiplenitud y de insuficiencia. pero en cuanto se refiere a los hombres, a los grupos y a los pueblos, tan sólo gradualmente, establece contacto y se adentra en ellos, y de esta forma los trae a la plenitud católica.

Pero a cualquier condición o situación deben corresponder acciones propias y medios adecuados.

Las empresas peculiares con que los heraldos del Evangelio, enviados por la Iglesia, yendo a todo el mundo, realizan el encargo de predicar el Evangelio y de implantar la Iglesia misma entre los pueblos o grupos que todavía no creen en Cristo, comúnmente se llaman "misiones", que se llevan a cabo por la actividad misional, y se desarrollan, de ordinario, en ciertos territorios reconocidos por la Santa Sede.

El fin propio de esta actividad misional es la evangelización e implantación de la Iglesia en los pueblos o grupos en que todavía no ha arraigado. De suerte que de la semilla de la palabra de Dios crezcan las Iglesias autóctonas particulares en todo el mundo suficientemente organizadas y dotadas de energías propias y de madurez, las cuales, provistas convenientemente de su propia Jerarquía unida al pueblo fiel y de medios connaturales al plano desarrollo de la vida cristiana, aportes su cooperación al bien de toda la Iglesia.

El medio principal de esta implantación es la predicación del Evangelio de Jesucristo, para cuyo anuncio envió el Señor a sus discípulos a todo el mundo, para que los hombres regenerados se agreguen por el Bautismo a la Iglesia que como Cuerpo del Verbo Encarnado se nutre y vive de la palabra de Dios y del pan eucarístico.

Es esta actividad misional de la Iglesia se entrecruzan, a veces, diversas condiciones: en primer lugar de comienzo y de plantación, y luego de novedad o de juventud. La acción misional de la Iglesia no cesa después de llenar esas etapas, sino que, constituidas ya las Iglesias particulares, pesa sobre ellas el deber de continuar y de predicar el Evangelio a cuantos permanecen fuera.

Además, los grupos en que vive la Iglesia cambian completamente con frecuencia por varias causas, de forma que pueden originarse condiciones enteramente nuevas. Entonces la Iglesia tiene que ponderar si estas condiciones exigen de nuevo su actividad misional. Además en ocasiones, se dan tales circunstancias que no permiten, por algún tiempo, proponer directa e inmediatamente el mensaje del Evangelio; entonces las misiones pueden y deben dar testimonio al menos de la caridad y bondad de Cristo con paciencia, prudencia y mucha confianza, preparando así los caminos del Señor y hacerlo presente de algún modo.

Así es manifiesto que la actividad misional fluye íntimamente de la naturaleza misma de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica realiza dilatándola, sobre cuya apostolicidad se sostiene, cuyo afecto colegial de Jerarquía ejercita, cuya santidad testifica, difunde y promueve.

Por ello la actividad misional entre las gentes se diferencia tanto de la actividad pastoral que hay que desarrollar con los fieles, cuanto de los medios que hay que usar para conseguir la unidad de los cristianos. Ambas actividades, sin embargo, están muy estrechamente relacionadas con la acción misional de la Iglesia. Pero la división de los cristianos perjudica a la santa causa de la predicación del Evangelio a toda criatura, y cierra a muchos la puerta de la fe. Por lo cual la causa de la actividad misional y la del restablecimiento de la unidad de los cristianos están estrechamente unidas: la necesidad de la misión exige a todos los bautizados reunirse en una sola grey, para poder dar, de esta forma, testimonio unánime de Cristo, su Señor, delante de todas las gentes. pero si todavía no pudieron dar plenamente testimonio de una sola fe, es necesario, por lo menos, que se vean animados de mutuo aprecio y caridad.

Causas y necesidad de la actividad misionera

7. La razón de esta actividad misional se basa en la voluntad de Dios, que "quiere que todos los hombres sean salvos y vengas al conocimiento de la verdad. porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos", "y en ningún otro hay salvación". Es, pues, necesario que todos se conviertan a El, una vez conocido por la predicación del Evangelio, y a El y a la Iglesia, que es su Cuerpo, se incorporen por el bautismo.

Porque Cristo mismo, "inculcando expresamente por su palabra la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó, al mismo tiempo, la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por la puerta del bautismo. Por lo cual no podrían salvarse aquellos que, no ignorando que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia Católica como necesaria, con todo no hayan querido entrar o perseverar en ella".

Pues aunque el Señor puede conducir por caminos que El sabe a los hombres, que ignoran el Evangelio inculpablemente, a la fe,sin la cual es imposible agradarle, la Iglesia tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar, y, por tanto, la actividad misional conserva íntegra, hoy como siempre, su eficacia y su necesidad.

Por ella el Cuerpo místico de Cristo reúne y ordena indefectiblemente sus energías para su propio crecimiento. Los miembros de la Iglesia son impulsados para su consecución por la caridad con que aman a Dios, y con la que desean comunicar con todos los hombres en los bienes espirituales propios, tanto de la vida presente como de la venidera.

Y por fin, por esta actividad misional se glorifica a Dios plenamente, al recibir los hombres, deliberada y cumplidamente, su obra de salvación, que completó en Cristo. Así se realiza por ella el designio de Dios, al que sirvió Cristo con obediencia y amor para gloria del Padre que lo envió, para que todo el género humano forme un solo Pueblo de Dios, se constituya en Cuerpo de Cristo, se estructure en un templo del Espíritu Santo; lo cual, como expresión de la concordia fraterna, responde, ciertamente, al anhelo íntimo de todos los hombres.

Y así por fin, se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: "Padre nuestro".

Actividad misionera en la vida y en la historia humana

8. La actividad misional tiene también una conexión íntima con la misma naturaleza humana y sus aspiraciones. Porque manifestando a Cristo, la Iglesia descubre a los hombres la verdad genuina de su condición y de su vocación total, porque Cristo es el principio y el modelo de esta humanidad renovada, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu pacífico, a la que todos aspiran. Cristo y la Iglesia, que da testimonio de El por la predicación evangélica, trascienden toda particularidad de raza y de nación, y por tanto nadie y en ninguna parte puede ser tenido como extraño.

El mismo Cristo es la verdad y el camino manifiesto a todos por la predicción evangélica, cuando hace resonar en todos los oídos estas palabras del mismo Cristo: "Haced penitencia y creed en el Evangelio". Y como el que no cree ya está juzgado, las palabras de Cristo son, a un tiempo, palabras de condenación y de gracia, de muerte y de vida. Pues sólo podemos acercarnos a la novedad de la vida exterminando todo lo antiguo: cosa que en primer lugar se aplica a las personas, pero también puede decirse de los diversos bienes de este mundo, marcados a un tiempo con el pecado del hombre y con la bendición de Dios: "Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios".

Nadie por sí y sus propias fuerzas se libra del pecado, ni se eleva sobre sí mismo; nadie se ve enteramente libre de su debilidad, de su soledad y de su servidumbre, sino que todos tienen necesidad de Cristo modelo, maestro, liberador, salvador y vivificador. En realidad, el Evangelio fue el fermento de la libertad y del progreso en la historia humana, incluso temporal, y se presenta constantemente como germen de fraternidad, de unidad y de paz. No carece, pues, de motivo el que los fieles celebren a Cristo como esperanza de las gentes y salvador de ellas".

Carácter escatológico de la actividad misionera

9. El tiempo de la actividad misional discurre entre la primer ay la segunda venida del Señor, en que la Iglesia, como la mies, será recogida de los cuatro vientos en el Reino de Dios. Es, pues, necesario predicar el Evangelio a todas las gentes antes que venga el Señor (Cf. Mc., 13,10).

La actividad misional es nada más y nada menos que la manifestación o epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la misión, la historia de la salud. Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cumbre es la Sagrada Eucaristía, la actividad misionera hace presente a Cristo autor de la salvación.

Libera de contactos malignos todo cuanto de verdad y de gracia se hallaba entre las gentes como presencia velada de Dios y lo restituye a su Autor, Cristo, que derroca el imperio del diablo y aparta la multiforme malicia de los pecadores. Así, pues, todo lo bueno que se halla sembrado en el corazón y en la mente de los hombres, en los propios ritos y en las culturas de los pueblos, no solamente no perece, sino que es purificado, elevado y consumado para gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. Así la actividad misional tiende a la plenitud escatológica: pues por ella se dilata el Pueblo de Dios, hasta la medida y el tiempo que el Padre ha fijado en virtud de su poder, pueblo al que se ha dicho proféticamente: "Amplía el lugar de tu tiempo y extiende las pieles que te cubren. &iexcl;No temas!", se aumenta el Cuerpo místico hasta la medida de la plenitud de Cristo, y el tiempo espiritual en que se adora a Dios en espíritu y en verdad, se amplía y se edifica sobre el fundamento de los Apóstoles y de los profetas siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús (Cf. Ef., 2,20).

 

CAPITULO II

LA OBRA MISIONERA

Introducción

10. La Iglesia, enviada por Cristo para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos, sabe que le queda por hacer todavía una obra misionera ingente. Pues los dos mil millones de hombre, cuyo número aumenta sin cesar, que se reúnen en grandes y determinados grupos con lazos estables de vida cultural, con las antiguas tradiciones religiosas, con los fuertes vínculos de las relaciones sociales, todavía nada o muy poco oyeron del Evangelio; de ellos unos siguen alguna de las grandes religiones, otras permanecen ajenos al conocimiento del mismo Dios, otros niegan expresamente su existencia e incluso a veces lo persiguen.

La Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la vida traída por Dios, debe insertarse en todos estos grupos con el mismo afecto con que Cristo se unió por su encarnación a determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió.

ART. 1&ordm; EL TESTIMONIO CRISTIANO

Testimonio y diálogo

11. Es necesario que la Iglesia esté presente en estos grupos humanos por medio de sus hijos, que viven entre ellos o que a ellos son enviados. Porque todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra el nombre nuevo de que se revistieron por el bautismo, y la virtud del Espíritu Santo, por quien han sido fortalecidos con la confirmación, de tal forma que, todos los demás, al contemplar sus buenas obras, glorifiquen al Padre y perciban, cabalmente, el sentido auténtico de la vid y el vínculo universal de la unión de los hombres.

Para que los mismos fieles puedan dar fructuosamente este testimonio de Cristo, reúnanse con aquellos hombres por el aprecio y la caridad, reconózcanse como miembros del grupo humano en que viven, y tomen parte en la vida cultural y social por las diversas relaciones y negocios de la vida humana; estén familiarizados con sus tradiciones nacionales y religiosas, descubran con gozo y respeto las semillas de la Palabra que en ellas laten; pero atiendan, al propio tiempo, a la profunda transformación que se realiza entre las gentes y trabajen para que los hombres de nuestro tiempo, demasiado entregados a la ciencia y a la tecnología del mundo moderno, no se alejen de las cosas divinas, más todavía, para que despierten a un deseo más vehemente de la verdad y de la caridad revelada por Dios.

Como el mismo Cristo escudriñó el corazón de los hombres y los ha conducido con un coloquio verdaderamente humano a la luz divina, así sus discípulos, inundados profundamente por el espíritu de Cristo, deben conocer a los hombres entre los que viven, y tratar con ellos, para advertir en diálogo sincero y paciente las riquezas que Dios generoso ha distribuido a las gentes; y, al mismo tiempo, esfuércense en examinar sus riquezas con la luz evangélica, liberarlas y reducirlas al dominio de Dios Salvador.

Presencia de la caridad

12. La presencia de los fieles cristianos en los grupos humanos ha de estar animada por la caridad con que Dios nos amó, que quiere que también nosotros nos amemos unos a otros. En efecto, la caridad cristiana se extiende a todos sin distinción de raza, condición social o religión; no espera lucro o agradecimiento alguno; pues como Dios nos amó con amor gratuito, así los fieles han de vivir preocupados por el hombre mismo, amándolo con el mismo sentimiento con que Dios lo buscó. Pues como Cristo recorría las ciudades y las aldeas curando todos los males y enfermedades, en prueba de la llegada del Reino de Dios, así la Iglesia se une, por medio de sus hijos, a los hombres de cualquier condición, pero especialmente con los pobres y los afligidos, ya ellos se consagra gozosa. Participa en sus gozos y en sus dolores, conoce los anhelos y los enigmas de la vida, y sufre con ellos en las angustias de la muerte. A los que buscan la paz desea responderles en diálogo fraterno ofreciéndoles la paz y la luz que brotan del Evangelio.

Trabajen los cristianos y colaboren con los demás hombres en la recta ordenación de los asuntos económicos y sociales. Entréguense con especial cuidado a la educación de los niños y de los adolescentes por medio de las escuelas de todo género, que hay que considerar no sólo como medio excelente para formar y atender a la juventud cristiana, sino como servicio de gran valor a los hombres, sobre todo de las naciones en vías de desarrollo, para elevar la dignidad humana y para preparar unas condiciones de vida más favorables. Tomen parte, además, los fieles cristianos en los esfuerzos de aquellos pueblos que, luchando con el hambre, la ignorancia y las enfermedades, se esfuerzan en conseguir mejores condiciones de vida y en afirmar la paz en el mundo. Gusten los fieles de cooperar prudentemente a este respecto con los trabajos emprendidos por instituciones privadas y públicas, por los gobiernos, por los organismos internacionales, por diversas comunidades cristianas y por las religiones no cristianas.

La Iglesia, con todo, no pretende mezclarse de ninguna forma en el régimen de la comunidad terrena. No reivindica para sí otra autoridad que la de servir, con el favor de Dios, a los hombres con amor y fidelidad.

Los discípulos de Cristo, unidos íntimamente en su vida y en su trabajo con los hombres, esperan poder ofrecerles el verdadero testimonio de Cristo, y trabajar por su salvación, incluso donde no pueden anunciar a Cristo plenamente. Porque no buscan el progreso y la prosperidad meramente material de los hombres, sino que promueven su dignidad y unión fraterna, enseñando las verdades religiosas y morales, que Cristo esclareció con su luz, y con ello preparan gradualmente un acceso más amplio hacia Dios. Con esto se ayuda a los hombres en la consecución de la salvación por el amor a Dios y al prójimo y empieza a esclarecerse el misterio de Cristo, en quien apareció el hombre nuevo, creado según Dios (Cf. Ef., 4,24), y en quien se revela el amor divino.

ART. 2&ordm; PREDICACION DEL EVANGELIO Y REUNION DEL PUEBLO DE DIOS

Evangelización y conversión

13. Dondequiera que Dios abre la puerta de la palabra para anunciar el misterio de Cristo a todos los hombres, confiada y constantemente hay que anunciar al Dios vivo y a Jesucristo enviado por El para salvar a todos, a fin de que los no cristianos abriéndoles el corazón el Espíritu Santo, creyendo se conviertan libremente al Señor y se unan a El con sinceridad, quien por ser "camino, verdad y vida" satisface todas sus exigencias espirituales, más aún, las colma hasta el infinito.

Esta conversión hay que considerarla ciertamente inicial, pero suficiente para que el hombre perciba que, arrancado del pecado, entra en el misterio del amor de Dios, que lo llama a iniciar una comunicación personal consigo mismo en Cristo. Puesto que, por la gracia de Dios, el nuevo convertido emprende un camino espiritual por el que, participando ya por la fe del misterio de la Muerte y de la Resurrección, pasa del hombre viejo al nuevo hombre perfecto según Cristo. Trayendo consigo este tránsito un cambio progresivo de sentimientos y de costumbres, debe manifestarse con sus consecuencias sociales y desarrollarse poco a poco durante el catecumenado. Siendo el Señor, al que se confía, blanco de contradicción, el nuevo convertido sentirá con frecuencia rupturas y separaciones, pero también gozos que Dios concede sin medida. La Iglesia prohíbe severamente que a nadie se obligue, o se induzca o se atraiga por medios indiscretos a abrazar la fe, lo mismo que vindica enérgicamente el derecho a que nadie sea apartado de ella con vejaciones inicuas.

Investíguense los motivos de la conversión, y si es necesario purifíquense, según la antiquísima costumbre de la Iglesia.

Catecumenado e iniciación cristiana

14. Los que han recibido de Dios, por medio de la Iglesia, la fe en Cristo, sean admitidos con ceremonias religiosas al catecumenado; que no es una mera exposición de dogmas y preceptos, sino una formación y noviciado convenientemente prolongado de la vida cristiana, en que los discípulos se unen con Cristo su Maestro. Iníciense, pues, los catecúmenos convenientemente en el misterio de la salvación, en el ejercicio de las costumbres evangélicas y en los ritos sagrados que han de celebrarse en los tiempos sucesivos, introdúzcanse en la vida de fe, de la liturgia y de la caridad del Pueblo de Dios.

Libres luego de los Sacramentos de la iniciación cristiana del poder de las tinieblas, muertos, sepultados y resucitados con Cristo, reciben el Espíritu de hijos de adopción y asisten con todo el Pueblo de Dios al memorial de la muerte y de la resurrección del Señor.

Es de desear que la liturgia del tiempo cuaresmal y pascual se restaure de forma que prepare las almas de los catecúmenos para la celebración del misterio pascual en cuyas solemnidades se regeneran para Cristo por medio del bautismo.

Pero esta iniciación cristiana durante el catecumenado no deben procurarla solamente los catequistas y sacerdotes, sino toda la comunidad de los fieles, y en modo especial los padrinos, de suerte que sientan los catecúmenos, ya desde el principio, que pertenecen al Pueblo de Dios. Y como la vida de la Iglesia es apostólica, los catecúmenos han de aprender también a cooperar activamente en la evangelización y edificación de la Iglesia con el testimonio de la vida y la profesión de la fe.

Expóngase por fin, claramente, en el nuevo Código, el estado jurídico de los catecúmenos. Porque ya están vinculados a la Iglesia, ya son de la casa de Cristo y, con frecuencia, ya viven una vida de fe, de esperanza y de caridad.

ART. 3&ordm; FORMACION DE LA COMUNIDAD CRISTIANA

La Comunidad cristiana

15. El Espíritu Santo, que llama a todos los hombres a Cristo, por la siembra de la palabra y proclamación del Evangelio, y suscita el homenaje de la fe en los corazones, cuando engendra para una nueva vida en el seno de la fuente bautismal a los que creen en Cristo, los congrega en el único Pueblo de Dios que es "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición".

Los misioneros, por consiguiente, cooperadores de Dios, susciten tales comunidades de fieles que, viviendo conforme a la vocación a la que han sido llamados, ejerciten las funciones que Dios les ha confiado, sacerdotal, profética y real. De esta forma, la comunidad cristiana se hace signo de la presencia de Dios en el mundo; porque ella, por el sacrificio eucarístico, incesantemente pasa con Cristo al Padre, nutrida cuidadosamente con la palabra de Dios da testimonio de Cristo y, por fin, anda en la caridad y se inflama de espíritu apostólico.

La comunidad cristiana ha de establecerse, desde el principio de tal forma que, en lo posible, sea capaz de satisfacer por sí misma sus propias necesidades.

Esta comunidad de fieles, dotada de las riquezas de la cultura de su nación, ha de arraigar profundamente en el pueblo; florezcan las familias henchidas de espíritu evangélico y ayúdeseles con escuelas convenientes; eríjanse asociaciones y grupos por los que el apostolado seglar llene toda la sociedad de espíritu evangélico. Brille, por fin, la caridad entre los católicos de los diversos ritos.

Cultívese el espíritu ecuménico entre los neófitos para que aprecien debidamente que los hermanos en la fe son discípulos de Cristo, regenerados por el bautismo, partícipes con ellos de los innumerables bienes del Pueblo de Dios. En cuanto lo permitan las condiciones religiosas, promuévase la acción ecuménica de forma que, excluido todo indiferentismo y confusionismo como emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del Decreto sobre el Ecumenismo, en la común profesión de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las naciones -en cuanto sea posible- y en la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y religiosos colaboren, por la causa de Cristo, su común Señor: &iexcl;que su nombre los junte! Esta colaboración hay que establecerla no sólo entre las personas privadas, sino también, a juicio del ordinario del lugar, entre las Iglesias o comunidades eclesiales y sus obras.

Los fieles cristianos, congregados de entre todas las gentes en la Iglesia, "no son distintos de los demás hombres ni por el régimen, ni por la lengua, ni por las instituciones políticas de la vida, por tanto, vivan para DIos y para Cristo según las costumbres honestas de su pueblo; cultiven como buenos ciudadanos verdadera y eficazmente el amor a la Patria, evitando enteramente el desprecio de las otras razas y el nacionalismo exagerado, y promoviendo el amor universal de los hombres.

Para conseguir todo esto son de grandísimo valor y dignos de especial atención los laicos, es decir, los fieles cristianos que, incorporados a Cristo por el bautismo, viven en medio del mundo. Es muy propio de ellos, imbuidos del Espíritu Santo, el convertirse en constante fermento para animar y ordenar los asuntos temporales según el Evangelio de Cristo.

Sin embargo, no basta que el pueblo cristiano esté presente y establecido en un pueblo, ni que desarrolle el apostolado del ejemplo; se establece y está presente para anunciar con su palabra y con su trabajo a Cristo a sus conciudadanos no cristianos y ayudarles a la recepción plena de Cristo.

Ahora bien, para la implantación de la Iglesia y el desarrollo de la comunidad cristiana son necesarios varios ministerios que todos deben favorecer y cultivas diligentemente, con la vocación de una suscitada de entre la misma congregación de los fieles, entre los que se cuentan las funciones de los sacerdotes, de los diáconos y de los catequistas y la Acción Católica. Prestan, asimismo, un servicio indispensable los religiosos y religiosas con su oración y trabajo diligente, para enraizar y asegurar en las almas el Reino de Cristo y ensancharlo más y más.

Constitución del clero local

16. La Iglesia da gracias, con mucha alegría, por la merced inestimable de la vocación sacerdotal que Dios ha concedido a tantos jóvenes de entre los pueblos convertidos recientemente a Cristo. Pues la Iglesia profundiza sus más firmes raíces en cada grupo humano, cuando las varias comunidades de fieles tienen de entre sus miembros los propios ministros de la salvación en el Orden de los Obispos, de los presbíteros y diáconos, que sirven a sus hermanos, de suerte que las nuevas Iglesias consigan, paso a paso con su clero la estructura diocesana.

Todo lo que ha establecido este Concilio sobre la vocación y formación sacerdotal, obsérvese cuidadosamente en donde la Iglesia se establece por primera vez y en las nuevas Iglesias. Hay que tener particularmente en cuenta lo que se dice sobre la necesidad de armonizar íntimamente la formación espiritual con la doctrinal y la pastoral, sobre la vida que hay que llevar según el modelo del Evangelio, sin consideración del provecho propio o familiar, sobre el cultivo del sentimiento íntimo del misterio de la Iglesia. Con ello aprenderán maravillosamente a entregarse por entero al servicio del Cuerpo de Cristo y a la obra del Evangelio, a unirse con su propio Obispo como fieles cooperadores y a colaborar con sus hermanos.

Para lograr este fin general hay que ordenar toda la formación de los alumnos a la luz del misterio de la salvación como se presenta en la Escritura. Descubran y vivan este misterio de Cristo y de la Salvación humana presente a la Liturgia.

Armonícese, según las normas del Concilio, estas exigencias comunes de la formación sacerdotal, incluso pastoral y práctica, con el deseo de acomodarse al modo peculiar de pensar y de proceder del propio país. Abranse, pues, y avívense las mentes de los alumnos para que conozcan bien y puedan juzgar la cultura de su pueblo; conozcan claramente en las disciplinas filosóficas y teológicas las diferencias y semejanzas que hay entre las tradiciones, la religión patria y la religión cristiana.

Atienda también la formación sacerdotal a las necesidades pastorales de la región; aprendan los alumnos la historia, el fin y el método, de la acción misional de la Iglesia, y las especiales condiciones sociales, económicas y culturales de su pueblo. Edúquense en el espíritu del ecumenismo y prepárense convenientemente para el diálogo fraterno con los no cristianos. Todo esto exige que los estudios para el sacerdocio se hagan, en cuanto sea posible, en comunicación y convivencia con su propio pueblo. Cuídense también la formación en la buena administración eclesiástica e incluso económica.

Elíjanse, además, sacerdotes idóneos que, después de alguna experiencia pastoral, realicen estudios superiores en las universidades incluso extranjeras, sobre todo de Roma, y otros Institutos científicos, para que las Iglesias jóvenes puedan contar con elementos del clero local dotados de ciencia y de experiencia convenientes para desempeñar cargos eclesiásticos de mayor responsabilidad.

Restáurese el Orden del Diaconado como estado permanente de vida según la norma de la Constitución "De Ecclesia", donde lo crean oportuno las Conferencias episcopales. Pues parece bien que aquellos hombres que desempeñan un ministerio verdaderamente diaconal, o que predican la palabra divina como catequistas, o que dirigen en nombre del párroco o del Obispo comunidades cristianas distantes, o que practican la caridad en obras sociales y caritativas sean fortalecidos y unidos más estrechamente al servicio del altar por la imposición de las manos, transmitida ya desde los Apóstoles, para que cumplan más eficazmente su ministerio por la gracia sacramental del diaconado.

Formación de los catequistas

17. Digna de alabanza es también esa legión tan benemérita de la obra de las misiones entre los gentiles, es decir, los catequistas, hombres y mujeres, que llenos de espíritu apostólico, prestan con grandes sacrificios una ayuda singular y enteramente necesaria para la propagación de la fe y de la Iglesia.

En nuestros días, el oficio de los catequistas tiene una importancia extraordinaria porque resultan escasos los clérigos para evangelizar tantas multitudes y para ejercer el ministerio pastoral. Su educación, por consiguiente debe efectuarse y acomodarse al progreso cultural de tal forma que puedan desarrollar lo mejor posible su cometido agravado con nuevas y mayores obligaciones, como cooperadores eficaces del orden sacerdotal.

Multiplíquense, pues, las escuelas diocesanas y regionales en que los futuros catequistas estudien la doctrina católica, sobre todo en su aspecto bíblico y litúrgico, y el método catequético, con la práctica pastoral, y se formen en la moral cristiana, procurando practicar sin cesar la piedad y la santidad de vida.

Hay que tener, además, reuniones o cursos en tiempos determinados, en los que los catequistas se renueven en la ciencia y en las artes convenientes para su ministerio y se nutra y robustezca su vida espiritual. Además, hay que procurar a quienes se entregan por entero a esta obra una condición de vida decente y la seguridad social por medio de una justa remuneración.

Es de desear que se provea de un modo congruo a la formación y sustento de los catequistas con subsidios especiales de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide. Si pareciere necesario y oportuno, fúndese una Obra para los catequistas.

Además, las Iglesias reconocerán, agradecidas, la obra generosa de los catequistas auxiliares, de cuya ayuda necesitarán. Ellos presiden la oración y enseñan en sus comunidades. Hay que atender convenientemente a su formación doctrinal y espiritual. E incluso es de desear que, donde parezca oportuno, se confiere a los catequistas debidamente formados misión canónica en la celebración pública de la acción litúrgica, para que sirvan a la fe con más autoridad delante del pueblo.

Promoción de la vida religiosa

18. Promuévase diligentemente la vida religiosa desde el momento de la implantación de la Iglesia, que no solamente proporciona a la actividad misional ayudas preciosas y enteramente necesarias, sino que por una más íntima consagración a Dios, hecha en la Iglesia, indica claramente también la naturaleza íntima de la vocación cristiana.

Esfuércense los Institutos religiosos, que trabajan en la implantación de la Iglesia, en exponer y comunicar, según el carácter y la idiosincrasia de cada pueblo, las riquezas místicas de que están totalmente llenos, y que distinguen la tradición religiosa de la Iglesia. Consideren atentamente el modo de aplicar a la vida religiosa cristiana las tradiciones ascéticas y contemplativas, cuyas semillas había Dios esparcido con frecuencia en las antiguas culturas antes de la proclamación del Evangelio.

En las iglesias jóvenes hay que cultivar diversas formas de vida religiosa que presenten los diversos aspectos de la misión de Cristo y de la vida de la Iglesia, y se entreguen a variadas obras pastorales y preparen convenientemente a sus miembros para cumplirlas. Con todo, procuren los Obispos en la Conferencia que las Congregaciones, que tienen los mismos fines apostólicos, no se multipliquen, con detrimento de la vida religiosa y del apostolado.

Son signos de especial mención los varios esfuerzos realizados para arraigar la vida contemplativa, por los que unos, reteniendo los elementos esenciales de la institución monástica, se esfuerzan en implantar la riquísima tradición de su Orden, y otros, vuelven a las formas más sencillas del antiguo monacato. Procuren todos, sin embargo, buscar la adaptación oportuna a las condiciones locales. Conviene establecer por todas partes en las iglesias nuevas la vida contemplativa porque pertenece a la plenitud de la presencia de la Iglesia.

 

CAPITULO III

LAS IGLESIAS PARTICULARES

Incremento de las Iglesias jóvenes

19. La obra de implantación de la Iglesia en un determinado grupo de hombres consigue su objetivo determinado cuando la congregación de los fieles, arraigada ya en la vida social y conformada de alguna manera a la cultura del ambiente, disfruta de cierta estabilidad y firmeza; es decir, está provista de cierto número, aunque insuficiente, de sacerdotes nativos, de religiosos y seglares, se ve dotada de los ministerios e instituciones necesarias para vivir, y dilatar la vida del Pueblo de Dios bajo la guía del Obispo propio.

En estas Iglesias jóvenes la vida del Pueblo de Dios debe ir madurando por todos los campos de la vida cristiana, que hay que renovar según las normas de este Concilio: las congregaciones de fieles, con mayor conciencia cada día, se hacen comunidades vivas de la fe, de la liturgia y de la caridad; los laicos, con su actuación civil y apostólica, se esfuerzan en establecer en la sociedad el orden de la caridad y de la justicia; se aplican oportuna y prudentemente los medios de comunicación social; las familias, por su vida verdaderamente cristiana, se convierten en semilleros de apostolado seglar y de vocaciones sacerdotales y religiosas. Finalmente, la fe se enseña mediante una catequesis apropiada, se manifiesta en la liturgia desarrollada conforme al carácter del pueblo y por una legislación canónica oportuna se introduce en las buenas instituciones y costumbres locales.

Los Obispos, juntamente con su presbiterio, imbuidos más y más del sentir de Cristo y de la Iglesia, procuran sentir y vivir con toda la Iglesia. Consérvese la íntima unión de las Iglesias jóvenes con toda la Iglesia, cuyos elementos tradicionales deben asociar a la propia cultura, para aumentar con efluvio mutuo de fuerzas de vida del Cuerpo místico. Por ello, cultívense los elementos teológicos, psicológicos y humanos que puedan conducir al fomento de este sentido de comunión con la Iglesia universal.

Pero estas Iglesias, situadas con frecuencia en las regiones más pobres del orbe, se ven todavía muchas veces en gravísima penuria de sacerdotes y en la escasez de recursos materiales. Por ello, tienen suma necesidad de que la continua acción misional de toda la Iglesia les suministre los socorros que sirvan, sobre todo, para el desarrollo de la Iglesia local y para la madurez de la vida cristiana. Ayude también la acción misional a las Iglesias, fundadas hace tiempo, que se encuentran en cierto estado de retroceso o debilitamiento.

Estas Iglesias, con todo, organicen un plan común de acción pastoral y las obras oportunas, para aumentar en número, juzgar con mayor seguridad y cultivar con más eficacia las vocaciones para el clero diocesano y los institutos religiosos, de forma que puedan proveerse a sí mismas, poco a poco, y ayudar a otras.

Actividad misionera de las Iglesias particulares

20. Como la Iglesia particular debe representar lo mejor que pueda a la Iglesia universal, conozca muy bien que ha sido enviada también a aquellos que no creen en Cristo y que viven en el mismo territorio, para servirles de orientación hacia Cristo con el testimonio de la vida de cada uno de los fieles y de toda la comunidad.

Se requiere, además, el ministerio de la palabra, para que llegue a todos el Evangelio, El Obispo, en primer lugar, debe ser el heraldo de la fe que lleve nuevos discípulos a Cristo. para cumplir debidamente este sublime encargo, conozca íntegramente las condiciones de su grey y las íntimas opiniones de sus conciudadanos acerca de Dios, advirtiendo también cuidadosamente los cambios que han introducido las urbanizaciones, las migraciones y el indiferentismo religioso.

Emprendan fervorosamente los sacerdotes nativos la obra de la evangelización en las Iglesias jóvenes, trabajando a una son los misioneros extranjeros, con los que forman un presbiterio aunando bajo la autoridad del Obispo, no sólo para apacentar a los fieles y celebrar el culto divino, sino también para predicar el Evangelio a los infieles. Estén dispuestos y cuando se presente la ocasión ofrézcanse con valentía a su Obispo para emprender la obra misionera en las regiones apartadas o abandonadas de la propia diócesis o en otras diócesis.

Inflámense en el mismo celo los religiosos y religiosas e incluso los laicos para con sus conciudadanos, sobre todo los más pobres.

Preocúpense las Conferencias Episcopales de que en tiempos determinados se organicen cursos de renovación bíblica, teológica, espiritual y pastoral, para que el clero, entre las variedades y cambios de vida, adquiera un conocimiento más completo de la teología y de los métodos pastorales.

Por lo demás, obsérvese reverentemente todo lo que ha establecido este Concilio, sobre todo en el Decreto del "ministerio y de la vida de los presbíteros".

Para llevar a cabo esta obra misional de la Iglesia particular se requieren ministros idóneos, que hay que preparar a su tiempo de modo conveniente a las condiciones de cada Iglesia. pero como los hombres tienden, cada vez más, a reunirse en Episcopales establezcan las normas comunes para entablar diálogo con estos grupos. Y si en algunas regiones se hallan grupos de hombres que se resisten a abrazar la fe católica porque no pueden acomodarse a la forma especial que haya tomado allí la Iglesia, se desea que se les atienda particularmente, hasta que puedan juntarse en una comunidad todos los cristianos. cada Obispo llame a su diócesis a los misioneros que la Sede Apostólica pueda tener preparados para este fin o recíbalos de buen grado y promueva eficazmente sus empresas.

Para que este celo misional florezca entre los nativos del lugar es muy conveniente que las Iglesias jóvenes participen cuanto antes activamente en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellos misioneros que anuncien el Evangelio por toda la tierra, aunque sufran escasez de clero. Porque la comunión con la Iglesia universal se completará de alguna forma cuando también ellas participen activamente del esfuerzo misional para con otros pueblos.

Fomento del apostolado seglar

21. La Iglesia no está verdaderamente fundada, ni vive plenamente, ni es signo perfecto de Cristo entre las gentes, mientras no exista y trabaje con la Jerarquía un laicado propiamente dicho. Porque el Evangelio no puede penetrar profundamente en la mentalidad, en la vida y en el trabajo de un pueblo sin la presencia activa de los laicos. Por tanto, desde la fundación de la Iglesia hay que atender, sobre todo, a la constitución de un laicado cristiano maduro.

Pues los fieles seglares pertenecen plenamente al mismo tiempo, al Pueblo de Dios y a la sociedad civil: pertenecen al pueblo en que han nacido, de cuyos tesoros culturales empezaron a participar por la educación, a cuya vida están unidos por variados vínculos sociales, a cuyo progreso cooperan con su esfuerzo en sus profesiones, cuyos problemas sienten ellos como propios y trabajan por solucionar, y pertenecen también a Cristo, porque han sido regenerados en la Iglesia por la fe y por el bautismo, para ser de Cristo por la renovación de la vida y de las obras, para que todo se someta a Dios en Cristo y, por fin, sea Dios todo en todas las cosas.

La obligación principal de éstos, hombres y mujeres, es el testimonio de Cristo, que deben dar con la vida y con la palabra en la familia, en el grupo social y en el ámbito de su profesión. Debe manifestarse en ellos el hombre nuevo creado según Dios en justicia y santidad verdaderas. Han de reflejar esta renovación de la vida en el ambiente de la sociedad y de la cultura patria, según las tradiciones de su nación. Ellos tienen que conocer esta cultura, restaurarla y conservarla, desarrollarla según las nuevas condiciones y, por fin perfeccionarla en Cristo, para que la fe de Cristo y la vida de la Iglesia no sea ya extraña a la sociedad en que viven, sino que empiece a penetrarla y transformarla.

Unanse a sus conciudadanos con verdadera caridad, a fin de que en su trato aparezca el nuevo vínculo de unidad y de solidaridad universal, que fluye del misterio de Cristo. Siembren también la fe de Cristo entre sus compañeros de vida y de trabajo, obligación que urge más, porque muchos hombres no pueden oír hablar del Evangelio ni conocer a Cristo más que por sus vecinos seglares. Más aún, donde sea posible, estén preparados los laicos a cumplir la misión especial de anunciar el Evangelio y de comunicar la doctrina cristiana, en una cooperación más inmediata con la Jerarquía para dar vigor a la Iglesia naciente.

Los ministros de la Iglesia, por su parte, aprecien grandemente el laborioso apostolado activo de los laicos. Fórmenlos para que, como miembros de Cristo, sean conscientes de su responsabilidad en favor de todos los hombres; intrúyanlos profundamente en el misterio de Cristo, inícienlos en métodos prácticos y asístanles en las dificultades, según la constitución Lumen Gentium y el decreto Apostolicam actuositatem.

Observando, pues, las funciones y responsabilidades propias de los pastores y de los laicos, toda Iglesia joven dé testimonio vivo y firme de Cristo para convertirse en signo brillante de la salvación, que nos vino a través de El.

Diversidad en la unidad

22. La semilla, que es la palabra de Dios, al germinar absorbe el jugo de la tierra buena, regada con el rocío celestial, y lo transforma y lo asimila para dar al fin fruto abundante. Ciertamente, a semejanza del plan de la Encarnación, las Iglesias jóvenes, radicadas en Cristo y edificadas sobre el fundamento de los Apóstoles, toman, en intercambio admirable, todas las riquezas de las naciones que han sido dadas a Cristo en herencia (Cf. Sal., 2,8). Ellas reciben de las costumbres y tradiciones, de la sabiduría y doctrina, de las artes e instituciones de los pueblos todo lo que puede servir para expresar la gloria del Creador, para explicar la gracia del Salvador y para ordenar debidamente la vida cristiana.

Para conseguir este propósito es necesario que en cada gran territorio socio-cultural se promuevan los estudios teológicos por los que se sometan a nueva investigación, a la luz de la tradición de la Iglesia universal, los hechos y las palabras reveladas por Dios, consignadas en las Sagradas Escrituras y explicadas por los Padres y el Magisterio de la Iglesia. Así aparecerá más claramente por qué caminos puede llegar la fe a la inteligencia, teniendo en cuenta la filosofía y la sabiduría de los pueblos, y de qué forma pueden compaginarse las costumbres, el sentido de la vida y el orden social con las costumbres manifestadas por la divina revelación.

Con ello se descubrirán los caminos para una acomodación más profunda en todo el ámbito de la vida cristiana. Con este modo de proceder se excluirá toda clase de sincretismo y de falso particularismo, se acomodarán la vida cristiana a la índole y al carácter de cualquier cultura, y serán asumidas en la unidad católica las tradiciones particulares, con las cualidades propias de cada raza, ilustradas con la luz del Evangelio. Por fin, las Iglesias particulares jóvenes, adornadas con sus tradiciones, tendrán su lugar en la comunión eclesiástica, permaneciendo íntegro el primado de la cátedra de Pedro, que preside a la asamblea universal de la caridad.

Es, por tanto, conveniente que las Conferencias Episcopales se unan entre sí dentro de los límites de cada uno de los grandes territorios socio-culturales, de suerte que puedan conseguir de común cuerdo este objetivo de la adaptación.

 

CAPITULO IV

LOS MISIONEROS

La vocación misionera

23. Aunque a todo discípulo de Cristo incumbe el deber de propagar la fe según su condición, Cristo Señor, de entre los discípulos, llama siempre a los que quiere para que lo acompañen y los envía a predicar a las gentes. Por lo cual, por medio del Espíritu Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad, inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno y suscita al mismo tiempo en la Iglesia institutos, que reciben como misión propia el deber de la evangelización, que pertenece a toda la Iglesia.

Porque son sellados con una vocación especial los que, dotados de un carácter natural conveniente, idóneos por sus buenas dotes e ingenio, están dispuestos a emprender la obra misional, sean nativos del lugar o extranjeros: sacerdotes, religiosos o laicos. Enviados por la autoridad legítima, se dirigen con fe y obediencia a los que están lejos de Cristo, segregados para la obra a que han sido llamados (Cf. Act., 13,2), como ministros del Evangelio, "para que la oblación de los gentiles sea aceptada y santificada por el Espíritu Santo" (Rom. 15,16).

Espiritualidad misionera

24. El hombre debe responder al llamamiento de Dios, de suerte que no asintiendo a la carne ni a la sangre, se entregue totalmente a la obra del Evangelio. pero no puede dar esta respuesta, si no le mueve y fortalece el Espíritu Santo. El enviado entra en la vida y en la misión de Aquel que "se anonadó tomando la forma de siervo". Por eso debe estar dispuesto a permanecer durante toda su vida en la vocación, a renunciarse a sí mismo y a todo lo que poseía y a "hacerse todo a todos".

El que anuncia el Evangelio entre los gentiles dé a conocer con confianza el misterio de Cristo, cuyo legado es, de suerte que se atreva a hablar de El como conviene, no avergonzándose del escándalo de la cruz. Siguiendo las huellas de su Maestro, manso y humilde de corazón, manifieste que su yugo es suave y su carga ligera. Dé testimonio de su Señor con su vida enteramente evangélica, con mucha paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera, y si es necesario, hasta con la propia sangre.

Dios le concederá valor y fortaleza para que vea la abundancia de gozo que se encierra en la experiencia intensa de la tribulación y de la absoluta pobreza. Esté convencido de que la obediencia es la virtud característica del ministro de Cristo, que redimió al mundo con su obediencia.

A fin de no descuidar la gracia que poseen, los heraldos del Evangelio han de renovar su espíritu constantemente. Los ordinarios y superiores reúnan en tiempos determinados a los misioneros para que se tonifiquen en la esperanza de la vocación y se renueven en el ministerio apostólico, estableciendo incluso algunas casas apropiadas para ello.

Formación espiritual y moral

25. El futuro misionero ha de prepararse con una especial formación espiritual y moral para un empeño tan elevado. Debe ser capaz de iniciativas constantes para continuar los trabajos hasta el fin, perseverante en las dificultades, paciente y fuerte en sobrellevar la soledad, el cansancio y el trabajo infructuoso. Se presentará a los hombres con mente abierta y corazón dilatado; recibirán con gusto los cargos que se le confíen; se acomodará generosamente a las costumbres ajenas y a las cambiantes condiciones de los pueblos, ayudará a sus hermanos y a todos los que se dedican a la misma obra con espíritu de concordia y de caridad mutua, de suerte que imitando, juntamente con los fieles, la comunidad apostólica, constituyan un solo corazón y una sola alma (Cf. Act., 2,42; 4,32).

Ejercítense, cultívense y nútranse cuidadosamente de vida espiritual estas disposiciones de alma ya desde el tiempo de la formación. Lleno de fe viva y de esperanza firme, el misionero sea hombre de oración: inflámese en el espíritu de fortaleza, de amor y de templanza; aprenda a contentarse con lo que tiene; lleve en sí mismo con espíritu de sacrificio la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús obre en aquellos a los que es enviado; llevado del celo por las almas gástelo todo y sacrifíquese a sí mismo por ellas, de forma que crezca " en el amor de Dios y del prójimo con el cumplimiento diario de su ministerio". Cumpliendo así con Cristo la voluntad del Padre continuará su misión bajo la autoridad jerárquica de la Iglesia y cooperará al misterio de la salvación.

Formación doctrinal y apostólica

26. Los que hayan de ser enviados a los diversos pueblos como buenos ministros de Jesucristo, estén nutridos "con las palabras de la fe y de la buena doctrina", que tomarán ante todo, de la Sagrada Escritura, estudiando a fondo el Misterio de Cristo, cuyos heraldos y testigos han de ser.

por lo cual todos los misioneros -sacerdotes, hermanos, hermanas, laicos, cada uno según su condición- han de prepararse y formarse para que no se vean incapaces ante las exigencias de su labor futura. Dispóngase ya desde el principio su formación doctrinal de suerte que abarque la universalidad de la Iglesia y la diversidad de los pueblos. Esto se refiere a todas las disciplinas, con las que se preparan para el cumplimiento de su ministerio, y las otras ciencias, que aprenden útilmente para alcanzar los conocimientos ordinarios sobre pueblos, culturas y religiones, con miras no sólo al pasado, sino también a la época actual. El que haya de ir a un pueblo extranjero aprecie debidamente su patrimonio, su lengua y sus costumbres. Es necesario, sobre todo, al futuro misionero dedicarse a los estudios misionológicos; es decir, conocer la doctrina y las disposiciones de la Iglesia sobre la actividad misional, saber qué cambios han recorrido los mensajeros. del Evangelio en el decurso de los siglos, la situación actual de las misiones y también los métodos considerados hoy como más eficaces.

Aunque toda esta formación ha de estar llena de solicitud pastoral, ha de darse, sin embargo, una especial y ordenada formación apostólica, teórica y práctica.

Aprendan bien y prepárense en catequética el mayor número posible de hermanos y de hermanas para que puedan colaborar mejor en el apostolado.

Es necesario también que los que se dedican por un tiempo determinado a la actividad misionera adquieran una formación apropiada a su condición.

Pero esta diversa formación ha de completarse en la región a la que serán enviados, de suerte que los misioneros conozcan ampliamente la historia, las estructuras sociales y las costumbres de los pueblos, estén bien enterados del orden moral, de los preceptos religiosos y de su mentalidad acerca de Dios, del mundo y del hombre, conforme a sus sagradas tradiciones. Aprendan las lenguas hasta el punto de poder usarlas con soltura y elegancia, y encontrar en ello una más fácil penetración en las mentes y en los corazones de los hombres. Han de ser iniciados, como es debido, en las necesidades pastorales características de cada pueblo.

Algunos han de prepararse también de un modo más profundo en los Institutos misionológicos u otras Facultades o Universidades para desempeñar más eficazmente cargos especiales y poder ayudar con sus conocimientos a los demás misioneros en la realización de su labor, que presenta tantas dificultades y oportunidades, sobre todo en nuestro tiempo. Es muy de desear, además que las Conferencias regionales de los Obispos tengan a su disposición buen número de peritos y usen de su saber y experiencia en las necesidades de su cargo. Y no falten tampoco quienes sepan usar perfectamente los instrumentos técnicos y de comunicación social, cuya importancia han de apreciar todos.

Institutos que trabajan en las misiones

27. Aunque todo esto es enteramente necesario para cada uno de los misioneros, sin embargo, es difícil que puedan conseguirlo aisladamente. No pudiéndose satisfacer la obra misional individualmente, como demuestra la experiencia, la vocación común congregó a los individuos en Institutos, en los que, reunidas las fuerzas, se formen convenientemente y cumplan esa obra en nombre de la Iglesia y a disposición de la autoridad jerárquica. Estos Institutos sobrellevaron desde hace muchos siglos el peso del día y del calor, entregados a la obra misional ya enteramente, ya sólo en parte.

Muchas veces la Santa Sede les ha confiado evangelizar vastos territorios en que reunieron un pueblo nuevo para Dios, una iglesia local unida y sus pastores. Fundadas las iglesias con su sudor y a veces con su sangre, servirán con celo y experiencia, en fraterna cooperación, o ejerciendo la cura de almas, o cumpliendo cargos especiales para el bien común.

A veces asumirán trabajos más urgentes en todo el ámbito de alguna región; por ejemplo, la evangelización de grupos o de pueblos que quizá no recibieron el mensaje del Evangelio por razones especiales o lo rechazaron hasta el momento.

Si es necesario, están dispuestos a formar y a ayudar con su experiencia a los que se ofrecen por tiempo determinado a la labor misional.

Por estas causas y porque aún hay que llevar muchas gentes a Cristo, continúan siendo muy necesarios los Institutos.

 

CAPITULO V

ORDENACION DE LA ACTIVAD MISIONAL

Introducción

28. Puesto que los fieles cristianos tienen dones diferentes, deben colaborar en el Evangelio cada uno según su oportunidad, facultad, carisma y ministerio; todos, por consiguiente, los que siembran y los que siegan, los que plantan y los que riegan, es necesario que sean una sola cosa, a fin de que "buscando unidos el tiempo fin" dediquen sus esfuerzos unánimes a la edificación de la Iglesia.

Por lo cual los trabajos de los heraldos del Evangelio y los auxilios de los demás cristianos hay que dirigirlos y aunarlos de forma que "todo se haga con orden", en todos los campos de la actividad y de la cooperación misional.

Ordenación general

29. Perteneciendo, ante todo, al cuerpo de los Obispos la preocupación de anunciar el Evangelio en todo el mundo, el sínodo de los Obispos, o sea "el Consejo estable de Obispos para la Iglesia universal", entre los negocios de importancia general, considere especialmente la actividad misional deber supremo y santísimo de la Iglesia.

Es necesario que haya un solo dicasterio competente, a saber: "De propaganda Fide", para todas las misiones y para toda la actividad misional, salvo, sin embargo, el derecho de las Iglesias orientales.

Aunque el Espíritu Santo suscita de muchas maneras el espíritu misional en la Iglesia de Dios, y no pocas veces se anticipa a la acción de quienes gobiernan la vida de la Iglesia, con todo, este dicasterio, en cuanto le corresponde, promueva también la vocación y la espiritualidad misionera, el celo y la oración por las misiones y difunda las noticias auténticas y convenientes sobre las misiones; suscite y distribuya los misioneros según las necesidades más urgentes de los paises. A ella compete dictar normas directivas y principios acomodados a la evangelización y darles impulsos. Promueva y coordine eficazmente la colecta de ayudas materiales, que ha de distribuirse a razón de la necesidad o de la utilidad, y de la extensión del territorio, del número de fieles y de infieles, de las obras y de las Instituciones, de los auxiliares y de los misioneros.

Juntamente con el Secretario, para promover la unión de los cristianos, busque las formas y los medios de procurar y orientar la colaboración fraterna y la pacífica convivencia con las empresas misionales de otras comunidades cristianas para evitar en lo posible el escándalo de la división.

Así, pues, es necesario que este dicasterio sea a la vez instrumento de administración y órgano de dirección dinámica que emplee medios científicos e instrumentos acomodados a las condiciones de este tiempo, teniendo en cuenta las investigaciones actuales de la teología, de la metodología y de la pastoral misionera.

Tengan parte activa y voto deliberativo en la dirección de este dicasterio representantes elegidos de entre todos los que colaboran en la Obra misional: Obispos de todo el orbe, según el parecer de las Conferencias Episcopales, y superiores de los institutos y directores de las Obras Pontificias, según normas y criterios que tenga a bien establecer el Romano Pontífice. Todos ellos, que han de ser convocados periódicamente, ejerzan, bajo la autoridad del Sumo Pontífice, la dirección suprema de toda la obra misional.

Tenga a su disposición este dicasterio un Cuerpo permanente de consultores peritos, de ciencia o experiencia comprobada, a los que competirá, entre otras cosas, el recoger la necesaria información, tanto sobre la situación local de los diversos paises y de la mentalidad, modo de pensar de los diferentes grupos humanos, como sobre los métodos de evangelizar que hay que emplear, y proponer conclusiones científicamente documentadas para la obra y la cooperación misional.

Han de verse representados convenientemente los Institutos de religiosas, las obras regionales en favor de las misiones y las organizaciones de seglares, sobre todo internacionales.

Ordenación local de las misiones

30. para que en el ejercicio de la obra misional se consigan los fines y los efectos propuestos, tengan todos los misioneros "un solo corazón y una sola alma".

Es deber del Obispo, como rector y centro de unidad en el apostolado diocesano, promover, dirigir y coordinar la actividad misionera, pero de modo que se respete y favorezca la actividad espontánea de quienes toman parte en la obra. Todos los misioneros, incluso los religiosos exentos, están sometidos al Obispo en las diversas obras que se refieren al ejercicio del sagrado apostolado. para lograr una coordinación mejor, establezca el Obispo, en cuanto le sea posible, un Consejo pastoral en que tomen parte clérigos, religiosos y seglares por medio de delegados escogidos. Procure, además, que la actividad apostólica no se limite tan sólo a los convertidos, sino que ha de destinar una parte conveniente de operarios y de recursos a la evangelización de los no cristianos.

Coordinación regional

31. Traten las Conferencias Episcopales de común acuerdo los puntos y los problemas más urgentes, sin descuidar las diferencias locales. Para que no se malogren los escasos recursos de personas y de medios materiales, ni se multipliquen los trabajos sin necesidad, se recomiendo que, uniendo las fuerzas, establezcan obras que sirvan para el bien de todos, como, por ejemplo, seminarios, escuelas superiores y técnicas, centros pastorales, catequísticos, litúrgicos y de medios de comunicación social.

Establézcase también una cooperación semejante, si es oportuno, entre las diversas Conferencias Episcopales.

Ordenación de la actividad de los Institutos

32. Es también conveniente coordinar las actividades que desarrollan los Institutos o Asociaciones eclesiásticas. Todos ellos, de cualquier condición que sean, secunden al ordinario del lugar en todo lo que se refiere a la actividad misional. Por lo cual será muy provechoso establecer bases particulares que regulen las relaciones entre los ordinarios del lugar y el superior del Instituto.

Cuando a un Instituto se le ha encomendado un territorio, el superior eclesiástico y el Instituto procuren, de corazón, dirigirlo todo para que la comunidad cristiana se desarrolle en iglesia local, que a su debido tiempo sea dirigida por su propio pastor con su clero.

Al cesar la encomienda del territorio se crea una nueva situación. Establezcan entonces, de común acuerdo, las Conferencias Episcopales y los Institutos, normas que regulen las relaciones entre los ordinarios del lugar y los Institutos. La Santa Sede establecerá los principios generales que han de regular las bases de los contratos regionales o particulares.

Si bien los Institutos están preparados para continuar la obra empezada, colaborando en el ministerio ordinario de la cura de las almas, sin embargo, al aumentar el clero nativo, habrá que procurar que los mismos Institutos, de acuerdo con su propio fin, permanezcan fieles a la misma diócesis encargándose generosamente en obras particulares o de alguna región.

Coordinación entre Institutos

33. Los Institutos que se dedican a la actividad misional en el mismo territorio conviene que encuentren un buen sistema de coordinar sus trabajos. para ello son muy útiles las Conferencias de religiosos y las reuniones de religiosas, en que tomen parte todos los Institutos de la misma nación o región. Examinen estas Conferencias qué puede hacerse con el esfuerzo común y mantengan estrechas relaciones con las Conferencias Episcopales.

Todo lo cual, y por idéntico motivo, conviene extenderlo a la colaboración de los Institutos misioneros en la tierra patria, de suerte que puedan resolverse los problemas y empresas comunes con más facilidad y menores gastos, como, por ejemplo, la formación doctrinal de los futuros misioneros, los cursos para los mismos, las relaciones con las autoridades públicas o con los órganos internacionales o supranacionales.

Coordinación entre los Institutos científicos

34. Requiriendo el recto y ordenado ejercicio de la actividad misionera que los operarios evangélicos se preparen científicamente para su trabajos, sobre todo para el diálogo con las religiones y culturas no cristianas, y reciban ayuda eficaz en su ejecución, se desea que colaboren entre sí fraternal y generosamente en favor de las misiones todos los Institutos científicos que cultivan la misionología y otras ciencias o artes útiles a las misiones, como la etnología y la lingüística, la historia y la ciencia de las religiones, la sociología, el arte pastoral y otras semejantes.

 

CAPITULO VI

LA COOPERACION

Introducción

35. Puesto que toda la Iglesia es misionera y la obra de la evangelización es deber fundamental del Pueblo de Dios, el Santo Concilio invita a todos a una profunda renovación interior a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad en la difusión del Evangelio, acepten su cometido en la obra misional entre los gentiles.

Deber misionero de todo el Pueblo de Dios

36. Todos los fieles, como miembros de Cristo viviente, incorporados y asemejados a El por el bautismo, por la confirmación y por la Eucaristía, tienen el deber de cooperar a la expansión y dilatación de su Cuerpo para llevarlo cuanto antes a la plenitud (Cf. Ef., 4,13).

Por lo cual todos los hijos de la Iglesia han de tener viva conciencia de su responsabilidad para con el mundo, han de fomentar en sí mismos el espíritu verdaderamente católico y consagrar sus fuerzas a la obra de la evangelización. Conozcan todos, sin embargo, que su primera y principal obligación por la difusión de la fe es vivir profundamente la vida cristiana. Pues su fervor en el servicio de Dios y su caridad para con los demás aportarán nuevo aliento espiritual a toda la Iglesia, que aparecerá como estandarte levantado entre las naciones (Cf. Is., 11,12) "luz del mundo" (Mt. 5,14) y "sal de la tierra" (Mt., 5,13). Este testimonio de la vida producirá más fácilmente su efecto si se da juntamente con otros grupos cristianos según las normas del decreto sobre el ecumenismo.

De la renovación de este espíritu se elevarán espontáneamente hacia Dios plegarias y obras de penitencia para que fecunde con su gracia la obra de los misioneros, surgirán vocaciones misioneras y brotarán los recursos necesarios para las misiones.

Pero para que todos y cada uno de los fieles cristianos conozcan puntualmente el estado actual de la Iglesia en el mundo y escuchen la voz de los que claman : "ayúdanos" (Cf. Act., 16,9), facilítense noticias misionales, incluso sirviéndose de los medios modernos de comunicación social, que los cristianos, haciéndose cargo de su responsabilidad en la actividad misional, abran los corazones a las inmensas y profundas necesidades de los hombres y puedan socorrerlos.

Se impone también la coordinación de noticias y la cooperación con los órganos nacionales e internacionales.

Deber misionero de las comunidades cristianas

37. Viviendo el Pueblo de Dios en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún modo se hace visible, a ellas pertenece también dar testimonio de Cristo delante de las gentes.

La gracia de la renovación en las comunidades no puede crecer si no expande cada una los campos de la caridad hasta los confines de la tierra, y no tiene, de los que están lejos, una preocupación semejante a la que siente por sus propios miembros.

De esta forma, toda la comunidad ruega, coopera y actúa entre las gentes por medio de sus hijos, que Dios elige para esta empresa altísima.

Será muy útil, a condición de no olvidar la obra misional universal, mantener comunicación con los misioneros salidos de la misma comunidad, o con alguna parroquia o diócesis de las misiones para que se haga visible la unión entre las comunidades y redunde en edificación mutua.

Deber misionero de los Obispos

38. Todos los Obispos, como miembros del cuerpo episcopal, sucesor del Colegio de los Apóstoles, están consagrados no sólo para una diócesis, sino para la salvación de todo el mundo. A ellos afecta primaria e inmediatamente, con Pedro y bajo la autoridad de Pedro, el mandato de Cristo de predicar el Evangelio a toda criatura. De ahí procede aquella comunicación y cooperación de las Iglesias, tan necesaria hoy para proseguir la obra de evangelización. En virtud de esta comunión, cada una de las Iglesias, siente la solicitud de todas las obras, se manifiestan mutuamente sus propias necesidades, se comunican entre si sus bienes, puesto que la dilatación del cuerpo de Cristo es deber de todo el Colegio episcopal.

Suscitando, promoviendo y dirigiendo el Obispo la obra misional en su diócesis, con la que forma una sola cosa, hace presente y como visible el espíritu y el celo misional del Pueblo de Dios, de suerte que toda la diócesis se hace misionera.

El Obispo deberá suscitar en su pueblo, sobre todo entre los enfermos y oprimidos por las calamidades, almas que ofrezcan a dios oraciones y penitencias con generosidad de corazón por la evangelización del mundo; fomentar gustosos las vocaciones de los jóvenes y de los clérigos a los Institutos misioneros, complaciéndose de que Dios elija algunos para que se consagren a la actividad misional de la Iglesia; exhortar y aconsejar a las congregaciones diocesanas para que asuman su parte en las misiones; promover entre sus fieles las obras de Institutos misioneros, de manera especial las obras pontificias misionales. Estas obras deben ocupar el primer lugar, ya que son los medios de infundir en los católicos, desde la infancia, el sentido verdaderamente universal y misionero, y de recoger eficazmente los subsidios para bien de todas las misiones, según las necesidades de cada una.

Pero creciendo cada vez más la necesidad de operarios en la viña del Señor y deseando los sacerdotes diocesanos, participar cada vez más en la evangelización del mundo, el Sagrado Concilio desea que los Obispos, considerando la gravísima penuria de sacerdotes que impide la evangelización de muchas regiones, envíen algunos de sus mejores sacerdotes que se ofrezcan a la obra misional, debidamente preparados, a las diócesis que carecen de clero, donde desarrollen, al menos temporalmente, el ministerio misional con espíritu de servicio.

Y para que la actividad misional de los Obispos en bien de toda la Iglesia pueda ejercerse con más eficacia, conviene que las Conferencias Episcopales dirijan los asuntos referentes a la cooperación organizada del propio país. Traten los Obispos en sus Conferencias; del clero diocesano que se ha de consagrar a la evangelización de los gentiles; de la tasa determinada que cada diócesis debe entregar todos los años, según sus ingresos para la obra de las misiones; de dirigir y ordenar las formas y medios con que se ayude directamente a las mismas; de ayudar y, si es necesario, fundar Institutos misioneros y seminarios del clero diocesano para las misiones; de la manera de fomentar estrechas relaciones entre estos Institutos y las diócesis.

Es propio de las Conferencias Episcopales establecer y promover obras en que sean recibidos fraternalmente y ayudados con cuidado pastoral conveniente los que inmigran de tierras de misiones para trabajar y estudiar. Porque por ellos se acercan de alguna manera los pueblos lejanos y se ofrece a las comunidades ya cristianas desde tiempos remotos una ocasión magnífica de dialogar con los que no oyeron todavía el Evangelio y de manifestarles con servicio de amor y de asistencia la imagen auténtica de Cristo.

Deber misional de los sacerdotes

39. Los presbíteros representan la persona de Cristo y son cooperadores del orden episcopal, en su triple función sagrada que se ordena a las misiones por su propia naturaleza. Estén profundamente convencidos que su vida fue consagrada también al servicio de las misiones. Y porque, comunicando con Cristo Cabeza, por su propio ministerio, centrado esencialmente en la Eucaristía -que perfecciona la Iglesia-, y conduciendo a otros a la misma comunicación, no pueden dejar de sentir lo mucho que les falta para la plenitud del Cuerpo, y cuánto por ende hay que trabajar para que vaya creciendo cada día. Por consiguiente, organizarán el cuidado pastoral de forma que sea útil a la dilatación de Evangelio entre los no cristianos.

Los presbíteros, en el cuidado pastoral, excitarán y mantendrán entre los fieles el celo por la evangelización del mundo, instruyéndolos con la catequesis y la predicación sobre el deber de la Iglesia de anunciar a Cristo a los gentiles; enseñando a las familias cristianas la necesidad y el honor de cultivar las vocaciones misioneras entre los propios hijos; fomentando el fervor misionero en los jóvenes de las escuelas y de las asociaciones católicas de forma que salgan de entre ellos futuros heraldos del Evangelio. Enseñen a los fieles a orar por las misiones y no se avergüencen de pedirles limosna, haciéndose mendigos por Cristo y por la salvación de las almas.

Los profesores de los seminarios y de las universidades expondrán a los jóvenes la verdadera situación del mundo y de la Iglesia para que comprendan claramente la necesidad de una más esforzada evangelización de los no cristianos. En las enseñanzas de las disciplinas dogmáticas, bíblicas, morales e históricas hagan notar los motivos misionales, que en ellas se contienen, para ir formando de este modo la conciencia misionera en los futuros sacerdotes.

Deber misionero de los Institutos de perfección

40. Los Institutos religiosos de vida contemplativa y activa tuvieron hasta ahora, y siguen teniendo, la mayor parte en la evangelización del mundo. El Sagrado Concilio reconoce gustoso sus méritos, y da gracias a Dios por tantos servicios prestados a la gloria de Dios y al bien de las almas, y les exhorta a que sigan sin desfallecer en la obra comenzada, sabiendo, como saben, que la virtud de la caridad, que deben cultivar perfectamente por exigencias de su vocación, les impulsa y obliga al espíritu y al trabajo verdaderamente católico.

Los Institutos de vida contemplativa tienen una importancia singular en la conversión de las almas por sus oraciones, obras de penitencia y tribulaciones, porque es Dios quien, por medio de la oración, envía obreros a su mies, abre las almas de los nos cristianos, para escuchar el Evangelio y fecunda la palabra de salvación en sus corazones. Más aún: se ruega a estos Institutos que funden casas en los paises de misiones, como ya lo han hecho algunos, para que, viviendo allí de una forma acomodada a las tradiciones genuinamente religiosas de los pueblos, den su precioso testimonio entre los no cristianos de la majestad y de la caridad de Dios, y de la unión en cristo.

Los Institutos de vida activa, por su parte, persigan o no un fin estrictamente misional, pregúntense sinceramente delante de Dios si pueden extender su actividad para la expansión del Reino de Dios entre los gentiles; si pueden dejar a otros algunos ministerios, de suerte que dediquen también sus fuerzas a las misiones; si pueden comenzar su actividad en las misiones, adaptando, si es preciso, sus Constituciones, fieles siempre a la mente del Fundador; si sus miembros participan según sus posibilidades, en la acción misional; si su género de vida es un testimonio acomodado al espíritu del Evangelio y a la condición del pueblo.

Creciendo cada día en la Iglesia, por inspiración del Espíritu Santo, los Institutos seculares, su trabajo, bajo la autoridad del Obispo, puede resultar fructuoso en las misiones de muchas maneras, como señal de entrega plena a la evangelización del mundo.

Deber misional de los laicos

41. Los laicos cooperan a la obra de evangelización de la Iglesia y participan de su misión salvífica a la vez como testigos y como instrumentos vivos, sobre todo si, llamados por Dios, son destinados por los Obispos a esta obra.

En las tierras ya cristianas, los laicos cooperan a la obra de evangelización, fomentando en sí mismos y en los otros el conocimiento y el amor de las misiones, suscitando las vocaciones en la propia familia, en las asociaciones católicas y en las escuelas, ofreciendo ayudas de cualquier género, para dar a otros el don de la fe, que ellos recibieron gratuitamente.

En las tierras de misiones, los laicos, sean extranjeros o nativos, enseñen en las escuelas, administren los bienes temporales, colaboren en la actividad parroquial y diocesana, establezcan y promuevan diversas formas de apostolado seglar para que los fieles de las Iglesias jóvenes puedan, cuanto antes, asumir su propio papel en la vida de la Iglesia.

Los laicos, por fin, presten de buen grado su cooperación económico-social a los pueblos en vías de desarrollo; cooperación que es tanto más de alabar, cuanto más se relacione con la creación de aquellas instituciones que atañen a las estructuras fundamentales de la vida social, y se ordenan a la formación de quienes tienen la responsabilidad de la nación.

Son signos de elogio especial los seglares que, con sus investigaciones históricas o científicas-religiosas promueven el conocimiento de los pueblos y de las religiones en las universidades o institutos científicos, ayudando así a los heraldos del Evangelio y preparando el diálogo con los no cristianos.

Colaboren fraternalmente con otros cristianos, y con los no cristianos, sobre todo con los miembros de asociaciones internacionales, teniendo siempre presente que "la edificación de la ciudad terrena se funda en el Señor y a El se dirige".

Para cumplir todos estos cometidos, los laicos necesitan preparación técnica y espiritual, que debe darse en institutos destinados a este fin, para que su vida sea testimonio de Jesucristo entre los no cristianos según la frase del Apóstol: "No seáis objeto de escándalo ni para Judíos, ni para Gentiles, ni para la Iglesia de Dios, lo mismo que yo procuro agradar a todos en todo, no buscando mi conveniencia, sino la de todos para que se salven" (1Cor., 10,32-33).

Conclusión

42. Los Padres del Concilio, juntamente con el Romano Pontífice, sintiendo vivamente la obligación de difundir en todas partes el Reino de Dios, saludan con gran amor a todos los heraldos del Evangelio, sobre todo a los que padecen persecución por el nombre de Cristo, hechos partícipes de sus sufrimientos.

Ellos se encienden en el mismo amor en que ardía Cristo por los hombres. Pero, sabedores de que es Dios quien hace que su Reino venga a la tierra, ruegan juntamente con todos los fieles cristianos que, por intercesión de la Virgen María, Reina de los Apóstoles, sean atraídos los gentiles cuanto antes al conocimiento de la verdad (Cf. 1 Tim., 2,4), y la claridad de Dios que resplandece en el rostro de Cristo Jesús, brille para todos por el Espíritu Santo (Cf. 2 Cor., 4,6).

Todas y cada una de las cosas contenidas en este Decreto han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, 7 de diciembre de 1965.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica













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