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El síndrome del ojo de la cerradura

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¿El huevo o la gallina?
Lo de la telebasura ya apesta. Y como hablar de la telebasura apesta aún más, tratemos de no revolver demasiado el estiércol.

A mí lo que me preocupa es la clientela: esos quince millones de espectadores que, según dicen, dedican las tardes a informarse de las últimas marranadas de los famosos o a contemplar cómo se rascan los pies los ilustres moradores del Gran Establo.

¿Nos estaremos convirtiendo en un país de mirones?

Julio tiene veinte años, estudia en una escuela de negocios, y asegura que él no ve jamás esos programas.

—Bueno, alguna vez… Pero es que es imposible evitarlo. En cuanto haces zapping te salen tres o cuatro. Están por todas partes.

Insiste en que no los ve, pero se sabe de memoria los títulos, los presentadores y las cadenas que los emiten. De hecho, me enumera de corrido diez o doce programas.

—Que conste que hay muchos más.

—¿Y tú qué opinas?

—Bueno…, que mientras haya mercado… Si hay clientes para la basura, es lógico que haya basura.

—O sea, que mientras haya moscas habrá estiércol. Suprimamos las moscas y desaparecerá el estiércol.

Julio se queda desconcertado ante la manifiesta demagogia de mi argumentación, y me dice que no, que no es lo mismo. Y yo le respondo que, en efecto, no lo es; pero creo que vale la pena hacer algunas consideraciones.

Es el eterno problema del quién fue antes: el corruptor o el corrompido; es el enigma del huevo y la gallina aplicado al orden moral.

Enfermos
Uno, que siempre ha creído en la libertad humana, tiende a pensar que los principales responsables de nuestros errores somos nosotros mismos, y que por tanto no conviene dar golpes de pecho en pechos ajenos cuando descubrimos que hemos metido la pata.

Sin embargo, desde que Adán y Eva sufrieron el penoso incidente de la manzana, la libertad del hombre está tocada del ala y no siempre funciona como quisiéramos. En otras palabras: mal que nos pese, somos corruptibles, manipulables, domesticables… Estamos a merced de cualquier corruptor que sepa jugar con nuestros instintos más primarios hasta el punto de dejarnos con el motor de la libertad averiado.

Todo esto parece obvio. De ahí que existan docenas de adicciones, más o menos dañinas que esclavizan realmente. Algunas son tan palmarias que no necesitan demasiadas explicaciones: las drogas, el alcohol, el tabaco… Pero hay otras, igualmente perniciosas, que sin embargo uno se resiste a considerarlas así. Cuántos adictos al sexo, por ejemplo, van por el mundo alardeando de su conducta, como si se tratase de una liberación, hasta que un día comprenden que son auténticos esclavos, incapaces de una relación amorosa normal.

Pues bien, tengo para mí que buena parte de los quince millones de espectadores que habitualmente se pinchan en vena la telebasura son verdaderos enfermos. No soy médico, ni falta que me hace. Me basta con escucharlos.

Y se van empobreciendo
Me contaba hace poco Marisa que, desde que vive sola, no es capaz de estudiar dos horas seguidas.

—Es que tengo la tele siempre a mano. A las cuatro, empieza "Aquí hay tomate…"

—Ya: un programa de cocina.

—No; es una cosa de cotilleo. A mí siempre me ha gustado eso… Luego, el Gran Hermano, que, desde luego es una cochinada, pero tiene su morbo… Después cambio de cadena y…

Marisa, como tantas otras personas, padece el síndrome "del ojo de la cerradura": necesita fisgonear intimidades ajenas sin ser vista, y la tele le brinda en bandeja esa posibilidad: se aprieta un botón y se conoce la última aventura del último "famoso"; la querella que le interpuso su "ex" por haber contado en no sé que otro programa la penúltima marranada de su madre…, y así sucesivamente. Cuanto más mugrienta sea la intimidad escrutada, mejor.

Los efectos de esta adicción son demoledores: el enfermo se va empobreciendo mental y afectivamente. Algunos llegan a creerse que, en efecto, eso que contemplan tiene algo que ver con la vida real.

—¿Y qué se le recomendaría a Marisa? ¿Que tire la tele?

—Al menos que tire de la cadena.