Televisión: Estupidez en serie
José Ramón Ayllón
La televisión
Leticia tiene quince años, una guitarra, varios hermanos y mucha simpatía.
Le pregunto su opinión sobre las series de televisión. Me responde que ha
decidido no verlas, porque le parece que confunden el amor con la obsesión
por enchufar sexo en las cabezas de los espectadores. "Pretenden hacernos
creer –me explica– que lo normal es el sexo fuera del matrimonio, el aborto
y la eutanasia, y –sobre todo– la homosexualidad. Además, como los guiones
están llenos de humor, parece que todo lo que muestran es bueno y
maravilloso".
Algún lector estará pensando que esta chiquilla es un poco estrecha, pero
José Antonio Marina dice algo muy parecido: "Si yo fuera un extraterrestre y
viera algunos programas de televisión, pensaría que los humanos son unos
salidos que no piensan nada más que en el sexo. Es la presión de los
adultos, entre otras cosas por razones comerciales, la que está reduciendo
el periodo infantil y lanzando, sobre todo a las chicas, a un mundo
obsesivamente sexualizado".
Algún Lector pensará, sin duda, que Marina es un poco estrecho, pero Ángeles
Caso lamenta esa misma marea de zafiedad en programas donde "se miente, se
grita, se insulta, se calumnia y se rebuzna". Además, por su propia
condición, Ángeles Caso se centra en el punto de la degradación televisiva
que más le duele: la reducción de las mujeres a trozos de carne, a marujas
parlanchinas, a compradoras compulsivas, a exhibicionistas de cuerpos
espléndidos con cerebros de mosquito.
Más opiniones, esta vez de filósofos
Es posible que Ángeles Caso sea un poco estrecha, pero Emilio Lledó también
piensa que "nuestra televisión es una basura. Y su tiranía sobre la
conciencia infantil y juvenil es un problema más grave que el desempleo y la
crisis económica. Esos otros educadores han invadido sin derecho alguno el
espacio de la educación, y han introducido valores, ideas y palabras
mortales para la vida de la mente y de los hombres. La educación auténtica
exige idealismo y generosidad, y sólo es posible por el cultivo del
conocimiento, de la mirada sobre la realidad de la vida y de los hombres. No
se trata de algo utópico. Lo utópico, irreal y ridículo es el pragmatismo de
lo inútil, la falacia de convertir en real las informaciones o esperpentos
que nos venden como vida, ese detritus mental que se produce en muchos
rincones de la sociedad".
Tal vez Lledó..., pero Robert Spaemann también opina que "quienes trabajan
en ese medio de comunicación aplican casi únicamente el criterio del impacto
para seleccionar los temas. De este modo, la tradición basada en valores
normales de la vida no tiene ya espacio. La televisión destruye
sistemáticamente la diferencia entre lo normal y lo anormal, porque en sus
parámetros lo normal carece de interés. Por lo tanto, ni el equilibrio, ni
la verdad, ni la belleza se respetan como valores. No sé si peco de
pesimista, pero creo que la dependencia de las personas de la televisión es
el hecho más destructivo de la civilización actual".
Desde los clásicos
Quizá Lledó y Spaemann sean filósofos estrechos, pero es Arturo
Pérez-Reverte quien coincide con ellos y lamenta lo que ha visto en "una de
esas series de estudiantes, y de jóvenes en su misma mismidad", donde no
falta un rata, varias chicas preocupadas porque Mariano no las mira, un
cachas que se cepilla a una de ellas, un guapo que está saliendo de la
droga, una profesora con ganas de tirarse a los alumnos, un gay que
encuentra su media naranja en otro chico gay que resulta ser hijo del
conserje, una chica que se queda embarazada... "Lo malo es que todo eso
rebota fuera, y en vez de ser la serie la que refleja la realidad de los
jóvenes, al final resultan los jóvenes de afuera los que terminan adaptando
sus conversaciones, sus ideas, su vida, a lo que la serie muestra (...). Y
me aterra que semejantes personajes, irreales, embusteros en su pretendida
naturalidad, tan planos como el público que los reclama e imita, se
consagren como referencias y ejemplos".
Los griegos calificaban de obsceno lo que no debía ser representado sobre el
escenario del teatro, por considerarlo degradante para el espectador. Pero
nosotros somos posmodernos, y no necesitamos moralina de Pericles ni de
Pérez-Reverte. Por eso producimos estupidez en serie, y luego vemos esas
series con gusto, pues estamos encantados de descender del mono y de los
surrealismos y totalitarismos del siglo XX, que nos han acostumbrado a
admitir que lo negro es blanco, y la noche día, y a tomar la basura por la
más grande de las creaciones humanas. Y, ahora, si algún lector piensa que
estoy exagerando en este párrafo, debo reconocer que tiene razón: por
suerte, hay mucha gente como Leticia.