La Vida Consagrada en el Tercer Milenio: Caminar desde Cristo
CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA CAMINAR DESDE CRISTO: UN RENOVADO COMPROMISO DE LA VIDA CONSAGRADA EN EL TERCER MILENIO Instrucción
ÍNDICE
Introducción
Contemplando el esplendor del rostro de Cristo
Caminando por las huellas de Cristo
Cinco años de la Exhortación Apostólica
Vita consecrata
Primera Parte
La vida consagrada presencia de la caridad de Cristo en medio de la humanidad
Por la santidad de todo el Pueblo de Dios
Segunda parte
La valentía para afrontar las pruebas y los retos
Descubrir el sentido y la calidad de la vida
consagrada
La función de los superiores y de las
superioras
Tercera parte
La vida espiritual en el primer lugar
Contemplar los rostros de Cristo
La Eucaristía lugar privilegiado para el
encuentro con el Señor
El rostro de Cristo en la prueba
Comunión entre carismas antiguos y nuevos
Cuarta parte
En la imaginación de la caridad
La apertura a los grandes diálogos
Mirar hacia adelante y hacia lo alto
INTRODUCCIÓN
Contemplando el esplendor del rostro de Cristo
1. Las personas consagradas, contemplando el rostro crucificado y glorioso1 de Cristo y testimoniando su amor en el mundo, acogen con gozo, al inicio del tercer milenio, la urgente invitación del Santo Padre Juan Pablo II a remar mar adentro: «¡Duc in altum!» (Lc 5, 4). Estas palabras, repetidas en toda la Iglesia, han suscitado una nueva gran esperanza, han reavivado el deseo de una más intensa vida evangélica, han abierto de par en par los horizontes del diálogo y de la misión.
Quizás nunca como hoy la invitación de Jesús a remar mar adentro aparece como respuesta al drama de la humanidad, víctima del odio y de la muerte. El Espíritu Santo actúa siempre en la historia y puede sacar de las desdichas humanas un discernimiento de los acontecimientos que se abre al misterio de la misericordia y de la paz entre los hombres. Efectivamente, el Espíritu, desde el mismo desconcierto de las naciones, estimula en muchos la nostalgia de un mundo distinto que ya está presente en medio de nosotros. Lo asegura Juan Pablo II a los jóvenes cuando los exhorta a ser «centinelas de la mañana» que vigilan, fuertes en la esperanza, en espera de la aurora.2
Ciertamente los dramáticos sucesos en el mundo de estos últimos años han impuesto a los pueblos nuevos y más fuertes interrogantes que se han añadido a los ya existentes, surgidos en el contexto de una sociedad globalizada, ambivalente en la realidad, en la cual «no se han globalizado sólo tecnología y economía, sino también inseguridad y miedo, criminalidad y violencia, injusticia y guerras».3
En esta situación el Espíritu llama a las personas consagradas a una constante conversión para dar nueva fuerza a la dimensión profética de su vocación. Éstas, en efecto, «llamadas a poner la propia existencia al servicio de la causa del Reino de Dios, dejándolo todo e imitando más de cerca la forma de vida de Jesucristo, asumen un papel sumamente pedagógico para todo el Pueblo de Dios».4
El Santo Padre se ha hecho intérprete de esta esperanza en su Mensaje a los Miembros de la última Plenaria de nuestra Congregación: «La Iglesia
—escribe— cuenta con la dedicación constante de esta multitud elegida de hijos e hijas, con ansias de santidad y con entusiasmo de su servicio, para favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano hacia la perfección y reforzar la solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado. De este modo, se reafirma la presencia vivificante de la caridad de Cristo en medio de los hombres».5Caminando por las huellas de Cristo
2. Pero ¿cómo descifrar en el espejo de la historia y en el de la actualidad las huellas y signos del Espíritu y las semillas de la Palabra, presentes hoy como siempre en la vida y en la cultura humana?6 ¿Cómo interpretar los signos de los tiempos en una realidad como la nuestra, en la que abundan las zonas de sombra y de misterio? Sucede que el Señor mismo
—como con los discípulos en el camino de Emaús— se hace nuestro compañero de viaje y nos da su Espíritu. Solo Él, presente entre nosotros, puede hacernos comprender plenamente su Palabra y actualizarla, puede iluminar las mentes y encender los corazones.«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). El Señor Resucitado ha permanecido fiel a su promesa. A lo largo de los 2000 años de historia de la Iglesia, gracias a su Espíritu, se ha hecho constantemente presente en ella iluminándole el camino, inundándola de gracia, infundiéndole la fuerza para vivir siempre con mayor intensidad su palabra y para cumplir la misión de salvación como sacramento de la unidad de los hombres con Dios y entre ellos mismos.7
La vida consagrada, en el continuo desarrollarse y afirmarse en formas siempre nuevas, es ya en sí misma una elocuente expresión de esta su presencia, como una especie de Evangelio desplegado durante los siglos. Ésa aparece en efecto como «prolongación en la historia de una especial presencia del Señor resucitado».8 De esta certeza las personas consagradas deben sacar un renovado impulso, haciendo que sea la fuerza inspiradora de su camino.9
La sociedad actual espera ver en ellas el reflejo concreto del obrar de Jesús, de su amor por cada persona, sin distinción o adjetivos calificativos. Quiere experimentar que es posible decir con el apóstol Pablo «esta vida en la carne la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Ga 2, 20).
Cinco años de la Exhortación Apostólica Vita consecrata
3. Para ayudar con el discernimiento a hacer siempre más segura esta particular vocación y sostener hoy las valientes opciones de testimonio evangélico, la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica celebró su Plenaria del 25 al 28 de septiembre de 2001.
En 1994 la IX Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, completando el análisis «de las peculiaridades que caracterizan los estados de vida queridos por el Señor Jesús para su Iglesia»,10 después de los Sínodos dedicados a los laicos y a los presbíteros, estudió La vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo. El Santo Padre Juan PabloII, recogiendo las reflexiones y las esperanzas de la Asamblea sinodal, dio a toda la Iglesia la Exhortación Apostólica postsinodal Vita consecrata.
Cinco años después de la publicación de este fundamental Documento del magisterio eclesial, nuestro Dicasterio, en la Plenaria, se ha preguntado por la eficacia con que ha sido acogido y llevado a la práctica en el interior de las comunidades y de los institutos y en las Iglesias particulares.
La Exhortación Apostólica Vita consecrata ha sabido expresar con claridad y profundidad la dimensión cristológica y eclesial de la vida consagrada en una perspectiva teológica trinitaria que ilumina con nueva luz la teología del seguimiento y de la consagración, de la vida fraterna en comunidad y de la misión; ha contribuido a crear una nueva mentalidad acerca de su misión en el pueblo de Dios; ha ayudado a las mismas personas consagradas a tomar mayor conciencia de la gracia de la propia vocación.
Es necesario continuar profundizando y llevando a la práctica este documento programático. Sigue siendo el punto de referencia más significativo y necesario para guiar el camino de fidelidad y de renovación de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica, y, al mismo tiempo, está abierto para promover perspectivas válidas de formas nuevas de vida consagrada y de vida evangélica.
4. El Gran Jubileo del año 2000 ha marcado profundamente la vida de la Iglesia; en él toda la vida consagrada ha estado fuertemente comprometida en todo el mundo. Precedido de una oportuna preparación, el 2 de febrero de 2000 se celebró en todas las iglesias particulares el Jubileo de la vida consagrada.
Al final del Año Jubilar, para cruzar juntos el umbral del nuevo milenio, el Santo Padre quiso recoger la herencia de las celebraciones jubilares en la Carta apostólica Novo millennio ineunte. En este texto, con extraordinaria pero no imprevista continuidad, se encuentran algunos temas fundamentales, ya en cierto modo anticipados en la Exhortación Vita consecrata: Cristo centro de la vida de cada cristiano,11 la pastoral y la pedagogía de la santidad, su carácter exigente, su alto grado en la vida cristiana ordinaria,12 la difusa exigencia de espiritualidad y de oración, actuada principalmente en la contemplación y en la escucha de la Palabra de Dios,13 la incidencia insustituible de la vida sacramental,14 la espiritualidad de comunión15 y el testimonio del Amor que se expresa en una nueva fantasía de la caridad hacia el que sufre, hacia el mundo herido y esclavo del odio, en el diálogo ecuménico e interreligioso.16
Los Padres de la Plenaria, partiendo de los elementos ya formulados en la Exhortación Apostólica y colocados por la experiencia del Jubileo de frente a la necesidad de un renovado compromiso de santidad, han puesto en evidencia los interrogantes y las aspiraciones que, en las diversas partes del mundo, las personas consagradas advierten, recogiendo los aspectos más significativos. Su intención no ha sido ofrecer otro documento doctrinal, sino ayudar a la vida consagrada a entrar en las grandes indicaciones pastorales del Santo Padre, con la ayuda de su autoridad y de su servicio carismático a la unidad y a la misión universal de la Iglesia. Un don que va transformado y puesto en práctica con la fidelidad al seguimiento de Cristo según los consejos evangélicos y con la fuerza de la caridad vivida diariamente en la comunión fraterna y en una generosa espiritualidad apostólica.
Las Asambleas especiales del Sínodo de los Obispos, con carácter continental, que marcaron la preparación al Jubileo, se interesaron por la contextualización eclesial y cultural de las aspiraciones y de los retos de la vida consagrada. Los Padres de la Plenaria no han intentado retomar un análisis de la situación. Simplemente, mirando al hoy de la vida consagrada y permaneciendo atentos a las indicaciones del Santo Padre, invitan a los consagrados y a las consagradas, en sus ambientes y culturas, a dirigir la mirada sobre todo a la espiritualidad. Su reflexión, recogida en estas páginas, se desarrolla en cuatro partes. Después de haber reconocido la riqueza de la experiencia que la vida consagrada está viviendo actualmente en la Iglesia, han querido expresar su gratitud y total aprecio por aquello que es y por aquello que hace (I parte). No se han escondido las dificultades, las pruebas, los retos a los que hoy están sometidos los consagrados y las consagradas, sino que los han leído como una nueva oportunidad para descubrir de manera más profunda el sentido y la calidad de la vida consagrada (II parte). El llamamiento más importante que se ha querido recoger es el de un compromiso renovado en la vida espiritual, caminando desde Cristo en el seguimiento evangélico y viviendo en particular la espiritualidad de la comunión (III parte). Finalmente han querido acompañar a las personas consagradas por los caminos del mundo, donde Cristo continúa caminando y haciéndose hoy presente, donde la Iglesia lo proclama Salvador del mundo, donde el latido trinitario de la caridad amplía la comunión en una renovada misión (IV parte).
Primera Parte
PRESENCIA DE LA CARIDAD DE CRISTO
EN MEDIO DE LA HUMANIDAD
5. Volviendo la mirada a la presencia y al múltiple compromiso que los consagrados y las consagradas desarrollan en todos los campos de la vida eclesial y social, los Padres de la Plenaria han querido manifestarles aprecio sincero, gratitud y solidaridad. Éste es el sentir de la Iglesia entera que el Papa, dirigiéndose al Padre, fuente de todo bien, expresa así: «Te damos gracias por el don de la vida consagrada, que te busca en la fe y, en su misión universal, invita a todos a caminar hacia ti».17 A través de una existencia transfigurada, participa en la vida de la Trinidad y confiesa el amor que salva.18
Verdaderamente merecen agradecimiento por parte de la comunidad eclesial las personas consagradas: monjes y monjas, contemplativos y contemplativas, religiosos y religiosas dedicados a las obras de apostolado, miembros de los institutos seculares y sociedades de vida apostólica, eremitas y vírgenes consagradas. Su existencia da testimonio de amor a Cristo cuando se encaminan al seguimiento como viene propuesto en el Evangelio y, con íntimo gozo, asumen el mismo estilo de vida que Él eligió para Sí.19 Esta loable fidelidad, aun no buscando otra aprobación que la del Señor, se convierte en «memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos».20
6. Hasta en la simple cotidianeidad, la vida consagrada crece en progresiva maduración para convertirse en anuncio de un modo de vivir alternativo al del mundo y al de la cultura dominante. Con su estilo de vida y la búsqueda del Absoluto, casi insinúa una terapia espiritual para los males de nuestro tiempo. Por eso, en el corazón de la Iglesia representa una bendición y un motivo de esperanza para la vida humana y para la misma vida eclesial.21
Además de la presencia activa de nuevas generaciones de personas consagradas que hacen viva la presencia de Cristo en el mundo y el esplendor de los carismas eclesiales, es particularmente significativa la presencia escondida y fecunda de consagrados y consagradas que conocen la ancianidad, la soledad, la enfermedad y el sufrimiento. Al servicio ya ofrecido y a la sabiduría que pueden compartir con otros, añaden la propia preciosa contribución uniéndose con su oblación al Cristo paciente y glorificado en favor de su Cuerpo que es la Iglesia (cf.Col 1, 24).
7. La vida consagrada ha seguido en estos años caminos de profundización, purificación, comunión y misión. En las dinámicas comunitarias se han intensificado las relaciones personales y a la vez se ha reforzado el cambio intercultural, reconocido como beneficioso y estimulante por las propias instituciones. Se aprecia un loable esfuerzo por encontrar un ejercicio de la autoridad y de la obediencia más inspirado en el Evangelio que afirma, ilumina, convoca, integra, reconcilia. En la docilidad a las indicaciones del Papa, crece la sensibilidad a las peticiones de los Pastores y se incrementa la colaboración formativa y apostólica entre los Institutos.
Las relaciones con toda la comunidad cristiana se van configurando cada vez mejor como cambio de dones en la reciprocidad y en la complementariedad de las vocaciones eclesiales.22 Es, en efecto, en las Iglesias locales donde se pueden establecer indicaciones programáticas concretas que permitan que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.23
De simples relaciones formales se pasa fácilmente a una fraternidad vivida en el mutuo enriquecimiento carismático. Es un esfuerzo que puede ayudar a todo el Pueblo de Dios, porque la espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional, con una llamada a la confianza y apertura que responde plenamente a la dignidad y a la responsabilidad de cada bautizado.24
Por la santidad de todo el Pueblo de Dios
8. La llamada a seguir a Cristo con una especial consagración es un don de la Trinidad para todo un Pueblo de elegidos. Viendo en el bautismo el común origen sacramental, consagrados y consagradas condividen con los fieles la vocación a la santidad y al apostolado. En el ser signos de esta vocación universal manifiestan la misión específica de la vida consagrada.25
Las personas consagradas, para bien de la Iglesia, han recibido la llamada a una «nueva y especial consagración»,26 que compromete a vivir con amor apasionado la forma de vida de Cristo, de la Virgen María y de los Apóstoles.27 En el mundo actual es urgente un testimonio profético que se base «en la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros, como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas».28
De las personas consagradas se difunde en la Iglesia una convencida invitación a considerar la primacía de la gracia y a responder mediante un generoso compromiso espiritual.29 A pesar de los vastos procesos de secularización, los fieles advierten una difusa exigencia de espiritualidad, que muchas veces se manifiesta como una renovada necesidad de oración.30 Los acontecimientos de la vida, aun en su misma cotidianeidad, se ponen como interrogantes que hay que leer en clave de conversión. La dedicación de los consagrados al servicio de una calidad evangélica de la vida contribuye a tener viva de muchos modos la práctica espiritual entre el pueblo cristiano. Las comunidades religiosas buscan cada vez más ser lugares para la escucha y el compartir la palabra, la celebración litúrgica, la pedagogía de la oración y el acompañamiento y la dirección espiritual. Sin pretenderlo siquiera, la ayuda dada a los demás viene a ser ventaja recíproca.31
9. A imagen de Jesús, aquellos a quienes Dios llama para que le sigan son consagrados y enviados al mundo para continuar su misión. Más aún, la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, se hace misión. Los consagrados, cuanto más se dejan conformar a Cristo, más lo hacen presente y operante en la historia para la salvación de los hombres.32 Abiertos a las necesidades del mundo en la óptica de Dios, miran a un futuro con sabor de resurrección, dispuestos a seguir el ejemplo de Cristo que ha venido entre nosotros «a dar su vida y a darla en abundancia» (Jn 10, 10).
El celo por la instauración del Reino de Dios y la salvación de los hermanos viene así a constituir la mejor prueba de una donación auténticamente vivida por las personas consagradas. He aquí porqué todo intento de renovación se traduce en un nuevo ímpetu por la misión evangelizadora.33 Aprenden a elegir con la ayuda de una formación permanente marcada por intensas experiencias espirituales que conducen a decisiones valientes.
En las intervenciones de los Padres en la Plenaria, así como en las relaciones presentadas, ha despertado admiración la multiforme actividad misionera de los consagrados y de las consagradas. De modo particular nos damos cuenta del valor del trabajo apostólico desarrollado con la generosidad y la particular riqueza connatural del
"carácter femenino" de las mujeres consagradas. Se merece el más grande reconocimiento por parte de todos, pastores y fieles. Pero el camino iniciado debe profundizarse y extenderse. «Urge por tanto dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de participación a las mujeres en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran las decisiones».34Hay que decir gracias, sobre todo a quien se encuentra en primera línea. La disponibilidad misionera se ha reafirmado con una valiente expansión hacia los pueblos que esperan el primer anuncio del Evangelio. Nunca como en estos años ha habido tantas fundaciones, precisamente en momentos agravados por la dificultad numérica que sufren los Institutos. Buscando entre las señales de la historia una respuesta a las expectativas de la humanidad, la osadía y la audacia evangélica han empujado a los consagrados y a las consagradas a lugares difíciles hasta el riesgo y el sacrificio efectivo de la vida.35
Con renovado esmero muchas personas consagradas encuentran en el ejercicio de las obras de misericordia evangélica enfermos que curar, necesitados de todo tipo, afligidos por pobrezas antiguas y nuevas. También otros ministerios, como el de la educación, reciben de ellas una colaboración indispensable que hace madurar la fe a través de la catequesis o ejercita un verdadero apostolado intelectual. No faltan tampoco quienes sostienen con sacrificio y siempre con más amplias colaboraciones la voz de la Iglesia en los medios de comunicación que promueven la transformación social.36 Una opción fuerte y convencida ha llevado a aumentar el número de religiosos y religiosas que viven entre los excluidos. En medio de una humanidad en movimiento, cuando tantas gentes se ven obligadas a emigrar, estos hombres y mujeres del Evangelio avanzan hacia la frontera por amor de Cristo, haciéndose cercanos a los últimos.
También es significativa la aportación eminentemente espiritual que ofrecen las monjas en la evangelización. Es «alma y fermento de las iniciativas apostólicas, dejando la participación activa en las mismas a quienes corresponde por vocación».37«De este modo, su vida se convierte en una misteriosa fuente de fecundidad apostólica y de bendición para la comunidad cristiana y para el mundo entero».38
Conviene, en fin, recordar que en estos últimos años el Martirologio del testimonio de la fe y del amor en la vida consagrada se ha enriquecido notablemente. Las situaciones difíciles han exigido a no pocos de ellos la prueba suprema de amor en genuina fidelidad al Reino. Consagrados a Cristo y al servicio de su Reino han dado testimonio de la fidelidad del seguimiento hasta la cruz. Diversas las circunstancias, variadas las situaciones, pero una la causa del martirio: la fidelidad al Señor y a su Evangelio, «porque no es la pena la que hace al mártir, sino la causa».39
10. Es éste un tiempo en que el Espíritu irrumpe, abriendo nuevas posibilidades. La dimensión carismática de las diversas formas de vida consagrada, siempre en camino y nunca completada, prepara en la Iglesia, en comunión con el Paráclito, la llegada de Aquél que debe venir, de Aquél que es ya el porvenir de la humanidad en camino. Como María Santísima, la primera consagrada, por virtud del Espíritu Santo y por el don total de sí misma ha engendrado a Cristo para redimir a la humanidad con una donación de amor, así las personas consagradas, perseverando en la apertura al Espíritu creador y manteniéndose en la humilde docilidad, hoy están llamadas a apostar por la caridad, «viviendo el compromiso de un amor activo y concreto con cada ser humano».40 Existe un vínculo particular de vida y de dinamismo entre el Espíritu Santo y la vida consagrada, por eso las personas consagradas deben perseverar en la docilidad al Espíritu Creador. Él obra según el deseo del Padre en honor de la gracia que le ha sido dada en el Hijo querido. Y es el mismo Espíritu quien irradia el esplendor del misterio sobre la entera existencia, gastada por el Reino de Dios y el bien de multitudes tan necesitadas y abandonadas. También el futuro de la vida consagrada se ha confiado al dinamismo del Espíritu, autor y dispensador de los carismas eclesiales, puestos por Él al servicio de la plenitud del conocimiento y actuación del Evangelio de Jesucristo.
Segunda Parte
LA VALENTÍA PARA AFRONTAR LAS PRUEBAS
Y LOS RETOS
11. Una mirada realista a la situación de la Iglesia y del mundo nos obliga también a ocuparnos de las dificultades en que vive la vida consagrada. Todos somos conscientes de las pruebas y de las purificaciones a que hoy día está sometida. El gran tesoro del don de Dios está encerrado en frágiles vasijas de barro (cf. 2Co 4, 7) y el misterio del mal acecha también a quienes dedican a Dios toda su vida. Si se presta ahora una cierta atención a los sufrimientos y a los retos que hoy afligen a la vida consagrada no es para dar un juicio crítico o de condena, sino para mostrar, una vez más, toda la solidaridad y la cercanía amorosa de quien quiere compartir no sólo las alegrías sino también los dolores. Atendiendo a algunas dificultades particulares, no se debe olvidar que la historia de la Iglesia está guiada por Dios y que todo sirve para el bien de los que lo aman (cf. Rm 8, 28). En esta visión de fe, aun lo negativo puede ser ocasión para un nuevo comienzo, si en él se reconoce el rostro de Cristo, crucificado y abandonado, que se hizo solidario con nuestras limitaciones y, cargado con nuestros pecados, subió al leño de la cruz (cf. 1P 2, 24).41 La gracia de Dios se realiza plenamente en la debilidad (cf. 2 Co 12, 9).
Descubrir el sentido y la calidad de la vida consagrada
12. Las dificultades que hoy deben afrontar las personas consagradas asumen múltiples rostros, sobre todo si tenemos en cuenta los diferentes contextos culturales en los que viven.
Con la disminución de los miembros en muchos Institutos y su envejecimiento, evidente en algunas partes del mundo, surge la pregunta de si la vida consagrada es todavía un testimonio visible, capaz de atraer a los jóvenes. Si como se afirma en algunos lugares el tercer milenio será el tiempo del protagonismo de los laicos, de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, podemos preguntarnos: ¿cuál será el puesto reservado a las formas tradicionales de vida consagrada? Ella, nos recuerda Juan Pablo II, tiene una gran historia que construir junto con los fieles.42
Pero no podemos ignorar que, a veces, a la vida consagrada no se le tiene en la debida consideración, e incluso se da una cierta desconfianza frente a ella. Por otro lado, ante la progresiva crisis religiosa que asalta a gran parte de nuestra sociedad, las personas consagradas, hoy de manera particular, se ven obligadas a buscar nuevas formas de presencia y a ponerse no pocos interrogantes sobre el sentido de su identidad y de su futuro.
Junto al impulso vital, capaz de testimonio y de donación hasta el martirio, la vida consagrada conoce también la insidia de la mediocridad en la vida espiritual, del aburguesamiento progresivo y de la mentalidad consumista. La compleja forma de llevar a cabo los trabajos, pedida por las nuevas exigencias sociales y por la normativa de los Estados, junto a la tentación del eficientismo y del activismo, corren el riego de ofuscar la originalidad evangélica y de debilitar las motivaciones espirituales. Cuando los proyectos personales prevalecen sobre los comunitarios, pueden menoscabar profundamente la comunión de la fraternidad.
Son problemas reales, pero no hay que generalizar. Las personas consagradas no son las únicas que viven la tensión entre secularismo y auténtica vida de fe, entre la fragilidad de la propia humanidad y la fuerza de la gracia; ésta es la condición de todos los miembros de la Iglesia.
13. Las dificultades y los interrogantes que hoy vive la vida consagrada pueden traer un nuevo kairós, un tiempo de gracia. En ellos se oculta una auténtica llamada del Espíritu Santo a volver a descubrir las riquezas y las potencialidades de esta forma de vida.
El tener que convivir, por ejemplo, con una sociedad donde con frecuencia reina una cultura de muerte, puede convertirse en un reto a ser con más fuerza testigos, portadores y siervos de la vida. Los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, vividos por Cristo en la plenitud de su humanidad de Hijo de Dios y abrazados por su amor, aparecen como un camino para la plena realización de la persona en oposición a la deshumanización, un potente antídoto a la contaminación del espíritu, de la vida, de la cultura; proclaman la libertad de los hijos de Dios, la alegría de vivir según las bienaventuranzas evangélicas.
La impresión que algunos pueden tener de pérdida de estima por parte de ciertos sectores de la Iglesia por la vida consagrada, puede vivirse como una invitación a una purificación liberadora. La vida consagrada no busca las alabanzas y las consideraciones humanas; se recompensa con el gozo de continuar trabajando activamente al servicio del Reino de Dios, para ser germen de vida que crece en el secreto, sin esperar otra recompensa que la que el Padre dará al final (cf. Mt 6, 6). Encuentra su identidad en la llamada del Señor, en su seguimiento, amor y servicio incondicionales, capaces de colmar una vida y de darle plenitud de sentido.
Si en algunos lugares las personas consagradas son pequeño rebaño a causa de la disminución en el número, este hecho puede interpretarse como un signo providencial que invita a recuperar la propia tarea esencial de levadura, de fermento, de signo y de profecía. Cuanto más grande es la masa que hay que fermentar, tanto más rico de calidad deberá ser el fermento evangélico, y tanto más excelente el testimonio de vida y el servicio carismático de las personas consagradas.
La creciente toma de conciencia sobre la universalidad de la vocación a la santidad por parte de todos los cristianos,43 lejos de considerar superfluo el pertenecer a un estado particularmente apto para conseguir la perfección evangélica, puede ser un ulterior motivo de gozo para las personas consagradas; están ahora más cercanas a los otros miembros del pueblo de Dios con los que comparten un camino común de seguimiento de Cristo, en una comunión más auténtica, en la emulación y en la reciprocidad, en la ayuda mutua de la comunión eclesial, sin superioridad o inferioridad. Al mismo tiempo, esta toma de conciencia es un llamamiento a comprender el valor del signo de la vida consagrada en relación con la santidad de todos los miembros de la Iglesia.
Si es verdad, en efecto, que todos los cristianos están llamados «a la santidad y a la perfección en su propio estado»,44 las personas consagradas, gracias a una «nueva y especial consagración»45tienen la misión de hacer resplandecer la forma de vida de Cristo, a través del testimonio de los consejos evangélicos, como apoyo a la fidelidad de todo el cuerpo de Cristo. No es ésta una dificultad, es más bien un estímulo a la originalidad y a la aportación específica de los carismas de la vida consagrada, que son al mismo tiempo carismas de espiritualidad compartida y de misión en favor de la santidad de la Iglesia.
En definitiva estos retos pueden constituir un fuerte llamamiento a profundizar la vivencia propia de la vida consagrada, cuyo testimonio es hoy más necesario que nunca. Es oportuno recordar cómo los santos fundadores y fundadoras han sabido responder con una genuina creatividad carismática a los retos y a las dificultades del propio tiempo.
La función de los superiores y de las superioras
14. Descubrir el sentido y la calidad de la vida consagrada es tarea fundamental de los superiores y de las superioras, a los que se ha confiado el servicio de la autoridad, un deber exigente y a veces contestado. Eso requiere una presencia constante, capaz de animar y de proponer, de recordar la razón de ser de la vida consagrada, de ayudar a las personas que se les han confiado a una fidelidad siempre renovada a la llamada del Espíritu. Ningún superior puede renunciar a su misión de animación, de ayuda fraterna, de propuesta, de escucha, de diálogo. Sólo así toda la comunidad podrá encontrarse unida en la plena fraternidad y en el servicio apostólico y ministerial. Siguen siendo de gran actualidad las indicaciones ofrecidas por el documento de nuestra Congregación La vida fraterna en comunidad cuando, al hablar de los aspectos de la autoridad que hoy es necesario valorar, reclama la función de autoridad espiritual, de autoridad creadora de unidad, de autoridad que sabe tomar la decisión final y garantizar su ejecución.46
A cada uno de sus miembros se le pide una participación convencida y personal en la vida y en la misión de la propia comunidad. Aun cuando en última instancia, y según el derecho propio, corresponde a la autoridad tomar las decisiones y hacer las opciones, el diario camino de la vida fraterna en comunidad pide una participación que permite el ejercicio del diálogo y del discernimiento. Cada uno y toda la comunidad pueden, así, comparar la propia vida con el proyecto de Dios, haciendo juntos su voluntad.47 La corresponsabilidad y la participación se ejercen también en los diversos tipos de consejos a varios niveles, lugares en los que debe reinar de tal modo la plena comunión que se perciba la presencia del Señor que ilumina y guía. El Santo Padre no ha dudado en recordar la antigua sabiduría de la tradición monástica para un recto ejercicio concreto de la espiritualidad de comunión que promueve y asegura la activa participación de todos.48
En todo esto ayudará una seria formación permanente, en el interior de una radical reconsideración del problema de la formación en los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, para un camino auténtico de renovación: éste, en efecto, «depende principalmente de la formación de sus miembros».49
15. El tiempo en que vivimos impone una reflexión general acerca de la formación de las personas consagradas, ya no limitada a un periodo de la vida. No sólo para que sean siempre más capaces de insertarse en una realidad que cambia con un ritmo muchas veces frenético, sino también porque es la misma vida consagrada la que exige por su naturaleza una disponibilidad constante en quienes son llamados a ella. Si, en efecto, la vida consagrada es en sí misma «una progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo»,50 parece evidente que tal camino no podrá sino durar toda la vida, para comprometer toda la persona, corazón, mente y fuerzas (cf. Mt 22, 37), y hacerla semejante al Hijo que se dona al Padre por la humanidad. Concebida así la formación, no es sólo tiempo pedagógico de preparación a los votos, sino que representa un modo teológico de pensar la misma vida consagrada, que es en sí formación nunca terminada, «participación en la acción del Padre que, mediante el Espíritu, infunde en el corazón ... los sentimientos del Hijo».51
Por tanto, es muy importante que toda persona consagrada sea formada en la libertad de aprender durante toda la vida, en toda edad y en todo momento, en todo ambiente y contexto humano, de toda persona y de toda cultura, para dejarse instruir por cualquier parte de verdad y belleza que encuentra junto a sí. Pero, sobre todo, deberá aprender a dejarse formar por la vida de cada día, por su propia comunidad y por sus hermanos y hermanas, por las cosas de siempre, ordinarias y extraordinarias, por la oración y por el cansancio apostólico, en la alegría y en el sufrimiento, hasta el momento de la muerte.
Serán decisivas, por tanto, la apertura hacia el otro y la alteridad, y, en particular, la relación con el tiempo. Las personas en formación continua se apropian del tiempo, no lo padecen, lo acogen como don y entran con sabiduría en los varios ritmos (diario, semanal, mensual, anual) de la vida misma, buscando la sintonía entre ellos y el ritmo fijado por Dios inmutable y eterno, que señala los días, los siglos y el tiempo. De modo particular, la persona consagrada aprende a dejarse modelar por el año litúrgico, en cuya escuela revive gradualmente en sí los misterios de la vida del Hijo de Dios con sus mismos sentimientos, para caminar desde Cristo y desde su Pascua de muerte y resurrección todos los días de su vida.
16. Uno de los primeros frutos de un camino de formación permanente es la capacidad diaria de vivir la vocación como don siempre nuevo, que se acoge con un corazón agradecido. Un don al que hay que corresponder con una actitud cada vez más responsable, y que hay que testimoniar con mayor convicción y capacidad de contagio, para que los demás puedan sentirse llamados por Dios para aquella vocación particular o por otros caminos. El consagrado es también por naturaleza animador vocacional; en efecto, quien ha sido llamado, tiene que llamar. Existe, pues, una unión natural entre formación permanente y animación vocacional.
El servicio a las vocaciones es uno de los nuevos y más comprometidos retos que ha de afrontar hoy la vida consagrada. Por un lado la globalización de la cultura y la complejidad de las relaciones sociales hacen difíciles las opciones de vida radicales y duraderas; por otro, el mundo vive en una creciente experiencia de sufrimientos materiales y morales que minan la dignidad misma del ser humano y exigen, con ruego silencioso, que haya quien anuncie con fuerza el mensaje de paz y de esperanza, que lleve la salvación de Cristo. Resuenan en nuestras mentes las palabras de Jesús a sus apóstoles: «La mies es abundante y los obreros pocos. Rogad al Dueño de la mies que mande obreros a su mies» (Mt 9, 37-38; Lc 10, 2).
El primer compromiso de la pastoral vocacional es siempre la oración. Sobre todo allí donde son raros los ingresos en la vida consagrada, se necesita una fe renovada en el Dios que puede hacer surgir de las piedras hijos de Abrahán (cf. Mt 3, 9) y hacer fecundos los senos estériles si es invocado con confianza. Todos los fieles, y sobre todo los jóvenes, están comprometidos en esta manifestación de fe en Dios, que es el único que puede llamar y enviar obreros a su mies. Toda la Iglesia local, obispos, presbíteros, laicos, personas consagradas, está llamada a asumir la responsabilidad ante las vocaciones de particular consagración.
El camino maestro de la promoción vocacional a la vida consagrada es el que el mismo Señor inició cuando dijo a los apóstoles Juan y Andrés: «Venid y veréis» (Jn 1, 39). Este encuentro, acompañado por el compartir la vida, exige a las personas consagradas vivir profundamente su consagración para ser un signo visible de la alegría que Dios da a quien escucha su llamada. De ahí la necesidad de comunidades acogedoras y capaces de compartir su ideal de vida con los jóvenes, dejándose interpelar por sus exigencias de autenticidad, dispuestas a caminar con ellos.
Ambiente privilegiado para este anuncio vocacional es la Iglesia local. Aquí todos los ministerios y carismas expresan su reciprocidad52 y realizan juntos la comunión en el único Espíritu de Cristo y la multiplicidad de sus manifestaciones. La presencia activa de las personas consagradas ayudará a las comunidades cristianas a ser laboratorios de la fe,53 lugares de búsqueda, de reflexión y de encuentro, de comunión y de servicio apostólico, en los que todos se sienten partícipes en la edificación del Reino de Dios en medio de los hombres. Se crea así el clima característico de la Iglesia como familia de Dios, un ambiente que facilita el mutuo conocimiento, el compartir y el contagio de los valores propios que están al origen de la donación de la propia vida a la causa del Reino.
17. La atención a las vocaciones es una tarea crucial para el porvenir de la vida consagrada. La disminución de las vocaciones particularmente en el mundo occidental y su crecimiento en Asia y en África está perfilando una nueva geografía de la presencia de la vida consagrada en la Iglesia y nuevos equilibrios culturales en la vida de los Institutos. Este estado de vida, que con la profesión de los consejos evangélicos da a los rasgos característicos de Jesús una típica y permanente visibilidad en medio del mundo,54 vive hoy un tiempo particular de reflexión y de búsqueda con modalidades nuevas y en culturas nuevas. Éste es ciertamente un inicio prometedor para el desarrollo de expresiones inexploradas de sus múltiples formas carismáticas.
Las transformaciones en marcha piden directamente a cada uno de los Institutos de vida consagrada y a las Sociedades de vida apostólica dar un fuerte sentido evangélico a su presencia en la Iglesia y a su servicio a la humanidad. La pastoral de las vocaciones exige desarrollar nuevas y más profundas capacidades de encuentro; ofrecer, con el testimonio de la vida, itinerarios peculiares de seguimiento de Cristo y de santidad; anunciar, con fuerza y claridad, la libertad que brota de una vida pobre, que tiene como único tesoro el Reino de Dios; la profundidad del amor de una existencia casta, que quiere tener un solo corazón: el de Cristo; la fuerza de santificación y renovación encerrada en una vida obediente, que tiene un único horizonte: dar cumplimiento a la voluntad de Dios para la salvación del mundo.
La promoción de las vocaciones hoy es un deber que no se puede delegar de manera exclusiva en algunos especialistas ni separarlo de una verdadera y propia pastoral juvenil que haga sentir sobre todo el amor concreto de Cristo hacia los jóvenes. Cada comunidad y todos los miembros del Instituto están llamados a hacerse cargo del contacto con los jóvenes, de una pedagogía evangélica del seguimiento de Cristo y de la transmisión del carisma; los jóvenes esperan que se sepan proponer estilos de vida auténticamente evangélicos y caminos de iniciación a los grandes valores espirituales de la vida humana y cristiana. Son, por tanto, las personas consagradas las que deben descubrir el arte pedagógico de suscitar y sacar a la luz los profundos interrogantes, con mucha frecuencia escondidos en el corazón de la persona, en particular de los jóvenes. Esas personas, acompañando el camino de discernimiento vocacional, ayudarán a mostrar la fuente de su identidad. Comunicar la propia experiencia de vida es siempre hacer memoria y volver a ver la luz que guió la elección vocacional personal.
18. En lo que atañe a la formación, nuestro Dicasterio ha publicado dos documentos, Potissimum institutioni y La colaboración entre los Institutos para la formación. Somos bien conscientes de los retos siempre nuevos que los Institutos deben afrontar en este campo.
Las nuevas vocaciones que llaman a las puertas de la vida consagrada presentan profundas diferencias y necesitan atenciones personales y metodológicas adecuadas para asumir su concreta situación humana, espiritual y cultural. Por esto es necesario poner en marcha un discernimiento sereno, libre de las tentaciones del número o de la eficacia, para verificar, a la luz de la fe y de las posibles contraindicaciones, la veracidad de la vocación y la rectitud de intenciones. Los jóvenes tienen necesidad de ser estimulados hacia los altos ideales del seguimiento radical de Cristo y a las exigencias profundas de la santidad, en vista de una vocación que los supera y quizá va más allá del proyecto inicial que los ha empujado a entrar en un determinado Instituto. La formación, por tanto, deberá tener las características de la iniciación al seguimiento radical de Cristo. Si el fin de la vida consagrada consiste en la conformación con el Señor Jesús, es necesario poner en marcha un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo hacia el Padre.55 Esto ayudará a integrar conocimientos teológicos, humanísticos y técnicos con la vida espiritual y apostólica del Instituto y conservará siempre la característica de escuela de santidad.
Los retos más comprometidos que la formación tiene que afrontar provienen de los valores que dominan la cultura globalizada de nuestros días. El anuncio cristiano de la vida como vocación, nacida de un proyecto de amor del Padre y necesitada de un encuentro personal y salvífico con Cristo en la Iglesia, se debe confrontar con concepciones y proyectos dominados por culturas e historias sociales extremamente diversificadas. Existe el riesgo de que las elecciones subjetivas, los proyectos individuales y las orientaciones locales se sobrepongan a la regla, al estilo de vida comunitaria y al proyecto apostólico del Instituto. Es necesario poner en práctica un diálogo formativo capaz de acoger las características humanas, sociales y espirituales de las que cada uno es portador, de distinguir en ellas los límites humanos, que piden una superación, y las invitaciones del Espíritu, que pueden renovar la vida del individuo y del Instituto. En un tiempo de profundas transformaciones, la formación deberá estar atenta a arraigar en el corazón de los jóvenes consagrados los valores humanos, espirituales y carismáticos necesarios, que los hagan aptos para vivir una fidelidad dinámica,56 en la estela de la tradición espiritual y apostólica del Instituto.
La interculturalidad, las diferencias de edad y el diverso planteamiento caracterizan cada vez más a los Institutos de vida consagrada. La formación deberá educar al diálogo comunitario en la cordialidad y en la caridad de Cristo, enseñando a acoger las diversidades como riqueza y a integrar los diversos modos de ver y sentir. Así la búsqueda constante de la unidad en la caridad se convertirá en escuela de comunión para las comunidades cristianas y propuesta de fraterna convivencia entre los pueblos.
Además se deberá prestar particular atención a una formación cultural de acuerdo con los tiempos y en diálogo con la búsqueda de sentido del hombre de hoy. Por esto se pide una mayor preparación en el campo filosófico, teológico, psico-pedagógico y una orientación más profunda sobre la vida espiritual, modelos más adecuados y respetuosos con las culturas en las que nacen las nuevas vocaciones, itinerarios bien definidos para la formación permanente, y, sobre todo, se desea que se destinen a la formación las mejores energías, aunque esto comporte notables sacrificios. Dedicar personal cualificado y su adecuada preparación es tarea prioritaria.
Debemos ser sumamente generosos en dedicar tiempo y las mejores energías a la formación. Las personas de los consagrados son, en efecto, uno de los bienes más preciados de la Iglesia. Sin ellas, todos los planes formativos y apostólicos se quedan en teoría, en deseos inútiles. Sin olvidar que, en una época acelerada como la nuestra, lo que hace falta más que otra cosa es tiempo, perseverancia y espera paciente para alcanzar los objetivos formativos. En unas circunstancias en las que prevalece la rapidez y la superficialidad, necesitamos serenidad y profundidad porque en realidad la persona se va forjando muy lentamente.
19. Si se ha subrayado la necesidad de la calidad de la vida y el cuidado que se debe tener con las exigencias formativas es porque estos parecen ser los aspectos más urgentes. La Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica quisiera estar cercana a las personas consagradas en todos los problemas y continuar un diálogo cada vez más sincero y constructivo.
Los Padres de la Plenaria son conscientes de esta necesidad y han manifestado el deseo de un mayor conocimiento y colaboración con los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica. Su presencia en la Iglesia local, y en particular la de las diversas congregaciones de derecho diocesano, la de las Vírgenes consagradas y de los eremitas, exige una especial atención por parte del Obispo diocesano y de su presbiterio.
Al mismo tiempo, son sensibles a los interrogantes que se ponen religiosos y religiosas respecto a las grandes obras a las que hasta el momento se han dedicado en la línea de los respectivos carismas: hospitales, colegios, escuelas, casas de acogida y de retiro. En algunas partes del mundo se las piden con urgencia, en otras son difíciles de regentar. Para encontrar caminos valientes se necesita creatividad, cautela, diálogo entre los miembros del Instituto, entre los Institutos con obras semejantes y con los responsables de la Iglesia particular.
También son muy actuales las temáticas de la inculturación. Miran la manera de encarnar la vida consagrada, la adaptación de las formas de espiritualidad y de apostolado, las formas de gobierno, la formación, la gestión de los recursos y de los bienes económicos, el desarrollo de la misión. Los deseos expresados por el Papa a toda la Iglesia valen también para la vida consagrada: «El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación. Permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado».57 De una verdadera inculturación se espera un notable enriquecimiento y un nuevo impulso espiritual y apostólico para la vida consagrada y para toda la Iglesia.
Podríamos revisar otras muchas expectativas de la vida consagrada al comienzo de este nuevo milenio y no acabaríamos nunca, porque el Espíritu empuja siempre hacia adelante, siempre más allá. La palabra del Maestro debe suscitar en todos sus discípulos y discípulas un gran entusiasmo para recordar con gratitud el pasado, vivir con pasión el presente y abrirnos con confianza al futuro.58
Escuchando la invitación hecha por el Papa Juan Pablo II a toda la Iglesia, la vida consagrada decididamente debe caminar desde Cristo, contemplando su rostro, favoreciendo los caminos de la espiritualidad como vida, pedagogía y pastoral: «La Iglesia espera también vuestra colaboración, hermanos y hermanas consagrados, para avanzar a lo largo de este nuevo tramo de camino según las orientaciones que he trazado en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte: contemplar el rostro de Cristo, partir de Él, ser testigos de su amor».59 Sólo entonces la vida consagrada encontrará nuevo vigor para ponerse al servicio de toda la Iglesia y de la entera humanidad.
Tercera Parte
EN EL PRIMER LUGAR
20. La vida consagrada, como toda forma de vida cristiana, es por su naturaleza dinámica, y cuantos son llamados por el Espíritu a abrazarla tienen necesidad de renovarse constantemente en el crecimiento hasta llegar a la unidad perfecta del Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 13). Nació por el impulso creador del Espíritu que ha movido a los fundadores y fundadoras por el camino del Evangelio suscitando una admirable variedad de carismas. Ellos, disponibles y dóciles a su guía, han seguido a Cristo más de cerca, han entrado en su intimidad y han compartido completamente su misión.
Su experiencia del Espíritu exige no sólo que la conserven cuantos les han seguido, sino también que la profundicen y la desarrollen.60 También hoy el Espíritu Santo pide disponibilidad y docilidad a su acción siempre nueva y creadora. Solo Él puede mantener constante la frescura y la autenticidad de los comienzos y, al mismo tiempo, infundir el coraje de la audacia y de la creatividad para responder a los signos de los tiempos.
Es preciso, por tanto, dejarse conducir por el Espíritu al descubrimiento siempre renovado de Dios y de su Palabra, a un amor ardiente por Él y por la humanidad, a una nueva comprensión del carisma recibido. Se trata de dirigir la mirada a la espiritualidad entendida en el sentido más fuerte del término, o sea la vida según el Espíritu. La vida consagrada hoy necesita sobre todo de un impulso espiritual, que ayude a penetrar en lo concreto de la vida el sentido evangélico y espiritual de la consagración bautismal y de su nueva y especial consagración.
«La vida espiritual, por tanto, debe ocupar el primer lugar en el programa de las Familias de vida consagrada, de tal modo que cada Instituto y cada comunidad aparezcan como escuelas de auténtica espiritualidad evangélica».61 Debemos dejar que el Espíritu abra abundantemente las fuentes de agua viva que brotan de Cristo. Es el Espíritu quien nos hace reconocer en Jesús de Nazaret al Señor (cf. 1Co 12, 3), el que hace oir la llamada a su seguimiento y nos identifica con él: «el que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo» (Rm 8, 9). Él es quien, haciéndonos hijos en el Hijo, da testimonio de la paternidad de Dios, nos hace conscientes de nuestra filiación y nos da el valor de llamarlo «Abba, Padre» (Rm 8, 15). Él es quien infunde el amor y engendra la comunión. En definitiva, la vida consagrada exige un renovado esfuerzo a la santidad que, en la simplicidad de la vida de cada día, tenga como punto de mira el radicalismo del sermón de la montaña,62 del amor exigente, vivido en la relación personal con el Señor, en la vida de comunión fraterna, en el servicio a cada hombre y a cada mujer. Tal novedad interior, enteramente animada por la fuerza del Espíritu y proyectada hacia el Padre en la búsqueda de su Reino, consentirá a las personas consagradas caminar desde Cristo y ser testigos de su amor.
La llamada a descubrir las propias raíces y las propias opciones en la espiritualidad abre caminos hacia el futuro. Se trata, ante todo, de vivir en plenitud la teología de los consejos evangélicos a partir del modelo de vida trinitario, según las enseñanzas de Vita consecrata,63 con una nueva oportunidad de confrontarse con las fuentes de los propios carismas y de los propios textos constitucionales, siempre abiertos a nuevas y más comprometidas interpretaciones. El sentido dinámico de la espiritualidad ofrece la ocasión de profundizar, en esta época de la Iglesia, una espiritualidad más eclesial y comunitaria, más exigente y madura en la ayuda recíproca en la consecución de la santidad, más generosa en las opciones apostólicas. Finalmente, una espiritualidad más abierta para ser pedagogía y pastoral de la santidad en el interior de la vida consagrada y en su irradiación a favor de todo el pueblo de Dios. El Espíritu Santo es el alma y el animador de la espiritualidad cristiana, por esto es preciso confiarse a su acción que parte del íntimo de los corazones, se manifiesta en la comunión y se amplía en la misión.
21. Es necesario, por tanto, adherirse cada vez más a Cristo, centro de la vida consagrada, y retomar un camino de conversión y de renovación que, como en la experiencia primera de los apóstoles, antes y después de su resurrección, sea un caminar desde Cristo. Sí, es necesario caminar desde Cristo, porque de Él han partido los primeros discípulos en Galilea; de Él, a lo largo de la historia de la Iglesia, han salido hombres y mujeres de toda condición y cultura que, consagrados por el Espíritu en virtud de la llamada, por Él han dejado familia y patria y lo han seguido incondicionalmente, haciéndose disponibles para el anuncio del Reino y para hacer el bien a todos (cf. Hch 10, 38).
El conocimiento de la propia pobreza y fragilidad y, a la vez, de la grandeza de la llamada, ha llevado con frecuencia a repetir con el apóstol Pedro: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (Lc 5, 8). Sin embargo, el don de Dios ha sido más fuerte que la insuficiencia humana. Y Cristo mismo, en efecto, se ha hecho presente en las comunidades que a lo largo de los siglos se han reunido en su nombre, las ha colmado de sí y de su Espíritu, las ha orientado hacia el Padre, las ha guiado por los caminos del mundo al encuentro de los hermanos y hermanas, las ha hecho instrumentos de su amor y constructoras del Reino en comunión con todas las demás vocaciones en la Iglesia.
Las personas consagradas pueden y deben caminar desde Cristo, porque Él mismo ha venido primero a su encuentro y les acompaña en el camino (cf. Lc 24, 13-22). Su vida es la proclamación de la primacía de la gracia;64 sin Cristo no pueden hacer nada (cf. Jn 15, 5); en cambio todo lo pueden en aquél que los conforta (cf. Flp 4, 13).
22. Caminar desde Cristo significa proclamar que la vida consagrada es especial seguimiento de Cristo, «memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos».65 Esto conlleva una particular comunión de amor con Él, constituido el centro de la vida y fuente continua de toda iniciativa. Es, como recuerda la Exhortación apostólica Vita consecrata, experiencia del compartir, «especial gracia de intimidad»;66«identificarse con Él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida»,67 es una vida «afianzada por Cristo»,68«tocada por la mano de Cristo, conducida por su voz y sostenida por su gracia».69
Toda la vida de consagración sólo puede ser comprendida desde este punto de partida: los consejos evangélicos tienen sentido en cuanto ayudan a cuidar y favorecer el amor por el Señor en plena docilidad a su voluntad; la vida fraterna está motivada por aquel que reúne junto a sí y tiene como fin gozar de su constante presencia; la misión es su mandato y lleva a la búsqueda de su rostro en el rostro de aquellos a los que se envía para compartir con ellos la experiencia de Cristo.
Éstas fueron las intenciones de los fundadores de las diferentes comunidades e institutos de vida consagrada. Éstos los ideales que animaron generaciones de mujeres y hombres consagrados.
Caminar desde Cristo significa reencontrar el primer amor, el destello inspirador con que se comenzó el seguimiento. Suya es la primacía del amor. El seguimiento es sólo la respuesta de amor al amor de Dios. Si «nosotros amamos» es «porque Él nos ha amado primero» (1Jn 4, 10.19). Eso significa reconocer su amor personal con aquel íntimo conocimiento que hacía decir al apóstol Pablo: «Cristo me ha amado y ha dado su vida por mí» (Ga 2, 20).
Sólo el conocimiento de ser objeto de un amor infinito puede ayudar a superar toda dificultad personal y del Instituto. Las personas consagradas no podrán ser creativas, capaces de renovar el Instituto y abrir nuevos caminos de pastoral, si no se sienten animadas por este amor. Este amor es el que les hace fuertes y audaces y el que les infunde valor y osadía.
Los votos con que los consagrados se comprometen a vivir los consejos evangélicos confieren toda su radicalidad a la respuesta de amor. La virginidad ensancha el corazón en la medida del amor de Cristo y les hace capaces de amar como Él ha amado. La pobreza les hace libres de la esclavitud de las cosas y necesidades artificiales a las que empuja la sociedad de consumo, y les hace descubrir a Cristo, único tesoro por el que verdaderamente vale la pena vivir. La obediencia pone la vida enteramente en sus manos para que la realice según el diseño de Dios y haga una obra maestra. Se necesita el valor de un seguimiento generoso y alegre.
Contemplar los rostros de Cristo
23. El camino que la vida consagrada debe emprender al comienzo del nuevo milenio está guiado por la contemplación de Cristo, con la mirada «más que nunca fija en el rostro del Señor».70 Pero, ¿dónde contemplar concretamente el rostro de Cristo? Hay una multiplicidad de presencias que es preciso descubrir de manera siempre nueva.
Él está siempre presente en su Palabra y en los Sacramentos, de manera especial en la Eucaristía. Vive en su Iglesia, se hace presente en la comunidad de los que están unidos en su nombre. Está delante de nosotros en cada persona, identificándose de modo particular con los pequeños, con los pobres, con el que sufre, con el más necesitado. Viene a nuestro encuentro en cada acontecimiento gozoso o triste, en la prueba y en la alegría, en el dolor y en la enfermedad.
La santidad es el fruto del encuentro con Él en las muchas presencias donde podemos descubrir su rostro de Hijo de Dios, un rostro doliente y, a la vez, el rostro del Resucitado. Como Él se hizo presente en el diario vivir, así también hoy está en la vida cotidiana donde continúa mostrando su rostro. Para reconocerlo es preciso una mirada de fe, formada en la familiaridad con la Palabra de Dios, en la vida sacramental, en la oración y sobre todo en el ejercicio de la caridad, porque sólo el amor permite conocer plenamente el Misterio.
Podemos señalar algunos lugares privilegiados en los que se puede contemplar el rostro de Cristo, para un renovado compromiso en la vida del Espíritu. Éstos son los caminos de una espiritualidad vivida, compromiso prioritario en este tiempo, ocasión de releer en la vida y en la experiencia diaria las riquezas espirituales del propio carisma, en un contacto renovado con las mismas fuentes que han hecho surgir, por la experiencia del Espíritu de los fundadores y de las fundadoras, el destello de la vida nueva y de las obras nuevas, las específicas relecturas del Evangelio que se encuentran en cada carisma.
24. Vivir la espiritualidad significa sobre todo partir de la persona de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, presente en su Palabra, «primera fuente de toda espiritualidad», como recuerda Juan Pablo II a los consagrados.71 La santidad no se concibe si no es a partir de una renovada escucha de la Palabra de Dios. «En particular
—leemos en la Novo millennio ineunte— es necesario que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, ... que permita encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia».72 Es allí, en efecto, donde el Maestro se revela, educa el corazón y la mente. Es allí donde se madura la visión de fe, aprendiendo a ver la realidad y los acontecimientos con la mirada misma de Dios, hasta tener el pensamiento de Cristo (cf. 1Co 2, 16).El Espíritu Santo ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada Regla. En línea de continuidad con los fundadores y fundadoras, sus discípulos también hoy están llamados a acoger y guardar en el corazón la Palabra de Dios, para que siga siendo lámpara para sus pasos y luz en su sendero (cf. Sal 118, 105). Entonces el Espíritu Santo podrá guiarlos a la verdad plena (cf. Jn 16, 13).
La Palabra de Dios es el alimento para la vida, para la oración y para el camino diario, el principio de unificación de la comunidad en la unidad de pensamiento, la inspiración para la constante renovación y para la creatividad apostólica. El Concilio Vaticano II ya había indicado la vuelta al Evangelio como el primer gran principio de renovación.73
Como en toda la Iglesia, también dentro de las comunidades y de los grupos de consagrados y consagradas, en estos años se ha desarrollado un contacto más vivo e inmediato con la Palabra de Dios. Es un camino que hay que recorrer cada vez con nueva intensidad. «Es necesario
—ha dicho el Papa— que no os canséis de hacer un alto en la meditación de la Sagrada Escritura y, sobre todo, de los santos Evangelios, para que se impriman en vosotros los rasgos del Verbo Encarnado».74La vida fraterna en comunidad favorece también el redescubrimiento de la dimensión eclesial de la Palabra: acogerla, meditarla, vivirla juntos, comunicar las experiencias que de ella florecen y así adentrarse en una auténtica espiritualidad de comunión.
En este contexto, conviene recordar la necesidad de una constante referencia a la Regla, porque en la Regla y en las Constituciones «se contiene un itinerario de seguimiento, caracterizado por un carisma específico reconocido por la Iglesia».75 Este itinerario de seguimiento traduce la particular interpretación del Evangelio dada por los fundadores y por las fundadoras, dóciles al impulso del Espíritu, y ayuda a los miembros del Instituto a vivir concretamente según la Palabra de Dios.
Alimentados por la Palabra, transformados en hombres y mujeres nuevos, libres, evangélicos, los consagrados podrán ser auténticos siervos de la Palabra en el compromiso de la evangelización. Así es como cumplen una prioridad para la iglesia al comienzo del nuevo milenio: «Hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés».76
25. La oración y la contemplación son el lugar de la acogida de la Palabra de Dios y, a la vez, ellas mismas surgen de la escucha de la Palabra. Sin una vida interior de amor que atrae a sí al Verbo, al Padre, al Espíritu (cf. Jn 14, 23) no puede haber mirada de fe; en consecuencia, la propia vida pierde gradualmente el sentido, el rostro de los hermanos se hace opaco y es imposible descubrir en ellos el rostro de Cristo, los acontecimientos de la historia quedan ambiguos cuando no privados de esperanza, la misión apostólica y caritativa degenera en una actividad dispersiva.
Toda vocación a la vida consagrada ha nacido de la contemplación, de momentos de intensa comunión y de una profunda relación de amistad con Cristo, de la belleza y de la luz que se ha visto resplandecer en su rostro. Allí ha madurado el deseo de estar siempre con el Señor
—«¡qué hermoso es estar aquí!» (Mt 17, 4)— y de seguirlo. Toda vocación debe madurar constantemente en esta intimidad con Cristo. «Vuestro primer cuidado, por tanto —recuerda Juan Pablo II a las personas consagradas—, no puede estar más que en la línea de la contemplación. Toda realidad de vida consagrada nace cada día y se regenera en la incesante contemplación del rostro de Cristo».77Los monjes y las monjas, así como los eremitas, con diversa modalidad, dedican más espacio a la alabanza coral de Dios y a la oración silenciosa prolongada. Los miembros de los institutos seculares, así como las vírgenes consagradas en el mundo, ofrecen a Dios los gozos y los sufrimientos, las aspiraciones y las súplicas de todos los hombres y contemplan el rostro de Cristo que reconocen en los rostros de los hermanos y en los hechos de la historia, en el apostolado y en el trabajo de cada día. Las religiosas y los religiosos dedicados a la enseñanza, a los enfermos, a los pobres encuentran allí el rostro del Señor. Para los misioneros y los miembros de las Sociedades de vida apostólica el anuncio del Evangelio se vive, a ejemplo del apóstol Pablo, como auténtico culto (cf. Rm 1, 6). Toda la Iglesia goza y se beneficia de la pluralidad de formas de oración y de la variedad de modos de contemplar el único rostro de Cristo.
Al mismo tiempo se nota que, ya desde hace muchos años, la Liturgia de las Horas y la celebración de la Eucaristía han conseguido un puesto central en la vida de todo tipo de comunidad y de fraternidad, dándoles vitalidad bíblica y eclesial. Esas favorecen también la mutua edificación y pueden convertirse en un testimonio para ser, delante de Dios y con Él, «la casa y la escuela de comunión».78 Una auténtica vida espiritual exige que todos, en las diversas vocaciones, dediquen regularmente, cada día, momentos apropiados para profundizar en el coloquio silencioso con Aquél por quien se saben amados, para compartir con Él la propia vida y recibir luz para continuar el camino diario. Es una práctica a la que es necesario ser fieles, porque somos acechados constantemente por la alienación y la disipación provenientes de la sociedad actual, especialmente de los medios de comunicación. A veces la fidelidad a la oración personal y litúrgica exigirá un auténtico esfuerzo para no dejarse consumir por un activismo destructor. En caso contrario no se produce fruto: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15, 4).
La Eucaristía lugar privilegiado para el encuentro con el Señor
26. Dar un puesto prioritario a la espiritualidad quiere decir partir de la recuperada centralidad de la celebración eucarística, lugar privilegiado para el encuentro con el Señor. Allí Él se hace nuevamente presente en medio de sus discípulos, explica las Escrituras, hace arder el corazón e ilumina la mente, abre los ojos y se hace reconocer (cf. Lc 24, 13-35). La invitación de Juan Pablo II hecha a los consagrados es particularmente vibrante: «Encontradlo, queridísimos, y contempladlo de modo especial en la Eucaristía, celebrada y adorada cada día, como fuente y culmen de la existencia y de la acción apostólica».79 En la Exhortación apostólica Vita consecrata exhortaba a participar diariamente en el Sacramento de la Eucaristía y a su asidua y prolongada adoración.80 La Eucaristía, memorial del sacrificio del Señor, corazón de la vida de la Iglesia y de cada comunidad, aviva desde dentro la oblación renovada de la propia existencia, el proyecto de vida comunitaria, la misión apostólica. Todos tenemos necesidad del viático diario del encuentro con el Señor, para incluir la cotidianeidad en el tiempo de Dios que la celebración del memorial de la Pascua del Señor hace presente.
Aquí se puede llevar a cabo en plenitud la intimidad con Cristo, la identificación con Él, la total conformación a Él, a la cual los consagrados están llamados por vocación.81 En la Eucaristía, efectivamente, el Señor Jesús nos asocia a sí en la propia oferta pascual al Padre: ofrecemos y somos ofrecidos. La misma consagración religiosa asume una estructura eucarística: es total oblación de sí estrechamente asociada al sacrificio eucarístico.
Aquí se concentran todas las formas de oración, viene proclamada y acogida la Palabra de Dios, somos interpelados sobre la relación con Dios, con los hermanos, con todos los hombres: es el sacramento de la filiación, de la fraternidad y de la misión. Sacramento de unidad con Cristo, la Eucaristía es contemporáneamente sacramento de la unidad eclesial y de la unidad de la comunidad de consagrados. En definitiva, es «fuente de la espiritualidad de cada uno y del Instituto».82
Para que produzca con plenitud los esperados frutos de comunión y de renovación no pueden faltar las condiciones esenciales, sobre todo el perdón y el compromiso del amor mutuo. Según la enseñanza del Señor, antes de presentar la ofrenda sobre el altar es necesaria la plena reconciliación fraterna (cf. Mt 5, 23). No se puede celebrar el sacramento de la unidad permaneciendo indiferentes los unos con los otros. Se debe, por tanto, tener presente que estas condiciones esenciales son también fruto y signo de una Eucaristía bien celebrada. Porque es sobre todo en la comunión con Jesús eucaristía donde nosotros alcanzamos la capacidad de amar y de perdonar. Además, cada celebración debe convertirse en la ocasión para renovar el compromiso de dar la vida los unos por los otros en la acogida y en el servicio. Entonces, para la celebración eucarística valdrá verdaderamente, en modo eminente, la promesa de Cristo: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt18, 20), y, en torno a ella, la comunidad se renovará cada día.
En estas condiciones, la comunidad de los consagrados que vive el misterio pascual, renovado cada día en la Eucaristía, se convierte en testimonio de comunión y signo profético de fraternidad para la sociedad dividida y herida. De la Eucaristía nace, efectivamente, la espiritualidad de comunión, tan necesaria para establecer el diálogo de la caridad que el mundo de hoy tanto necesita.83
El rostro de Cristo en la prueba
27. Vivir la espiritualidad en un continuo caminar desde Cristo significa comenzar siempre a partir del momento más alto de su amor
—cuyo misterio guarda la Eucaristía—, cuando en la cruz Él da la vida en la máxima oblación. Los que han sido llamados a vivir los consejos evangélicos mediante la profesión no pueden menos que frecuentar la contemplación del rostro del Crucificado.84 Es el libro en el que se aprende qué es el amor de Dios y cómo son amados Dios y la humanidad, la fuente de todos los carismas, la síntesis de todas las vocaciones.85 La consagración, sacrificio total y holocausto perfecto, es el modo sugerido a ellos por el Espíritu Santo para revivir el misterio de Cristo crucificado, venido al mundo para dar su vida en rescate por todos (cf. Mt 20, 28; Mc 10, 45) y para responder a su infinito amor.La historia de la vida consagrada ha expresado esta configuración a Cristo en muchas formas ascéticas que «han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad. La ascesis ... es verdaderamente indispensable a la persona consagrada para permanecer fiel a la propia vocación y seguir a Jesús por el camino de la Cruz».86 Hoy las personas consagradas, aun conservando la experiencia de los siglos, están llamadas a encontrar formas que estén en consonancia con nuestro tiempo. En primer lugar las que acompañan la fatiga del trabajo apostólico y aseguran la generosidad del servicio. La cruz que hay que llevar hoy sobre sí cada día (cf. Lc 9, 23) puede adquirir valores colectivos, como el envejecimiento del Instituto, la inadecuación estructural, la incertidumbre del futuro.
Ante tantas situaciones de dolor personales, comunitarias, sociales, desde el corazón de cada persona o de toda la comunidad puede resonar el grito de Jesús en la cruz: «¿Por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34). En aquel grito dirigido al Padre, Jesús da a entender que su solidaridad con la humanidad se ha hecho tan radical que penetra, comparte y asume todo lo negativo, hasta la muerte, fruto del pecado. «Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del `rostro' del pecado».87
Caminar desde Cristo significa reconocer que el pecado está todavía radicalmente presente en el corazón y en la vida de todos, y descubrir en el rostro doliente de Cristo el don que reconcilió a la humanidad con Dios.
A lo largo de la historia de la Iglesia las personas consagradas han sabido contemplar el rostro doliente del Señor también fuera de ellos. Lo han reconocido en los enfermos, en los encarcelados, en los pobres, en los pecadores. Su lucha ha sido sobre todo contra el pecado y sus funestas consecuencias; el anuncio de Jesús: «Convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1, 15) ha movido sus pasos por los caminos de los hombres y ha dado esperanza de novedad de vida donde reinaba desaliento y muerte. Su servicio ha llevado a tantos hombres y mujeres a experimentar el abrazo misericordioso de Dios Padre en el sacramento de la Penitencia. También hoy es necesario proponer nuevamente con fuerza este ministerio de la reconciliación (cf. 2Co 5, 18) confiado por Jesucristo a su Iglesia. Es el mysterium pietatis88 del que los consagrados y consagradas están llamados a hacer frecuente experiencia en el Sacramento de la Penitencia.
Hoy se muestran nuevos rostros, en los cuales reconocer, amar y servir el rostro de Cristo allí donde se ha hecho presente: son las nuevas pobrezas materiales, morales y espirituales que la sociedad contemporánea produce. El grito de Jesús en la cruz revela cómo ha asumido sobre sí este mal para redimirlo. La vocación de las personas consagradas sigue siendo la de Jesús y, como Él, asumen sobre sí el dolor y el pecado del mundo consumiéndolos en el amor.
28. Si «la vida espiritual debe ocupar el primer lugar en el programa de las Familias de vida consagrada»89 deberá ser ante todo una espiritualidad de comunión, como corresponde al momento presente: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo.90
En este camino de toda la Iglesia se espera la decisiva contribución de la vida consagrada, por su específica vocación a la vida de comunión en el amor. «Se pide a las personas consagradas
—se lee en Vita consecrata— que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad como testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia del hombre según Dios».91Se recuerda también, que una tarea en el hoy de las comunidades de vida consagrada es la «de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está tan desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas».92 Una tarea que exige personas espirituales forjadas interiormente por el Dios de la comunión benigna y misericordiosa, y comunidades maduras donde la espiritualidad de comunión es ley de vida.
29. ¿Qué es la espiritualidad de la comunión? Con palabras incisivas, capaces de renovar relaciones y programas, Juan Pablo II enseña: «Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado». Y además: «Espiritualidad de la comunión significa capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como
"uno que me pertenece"...». De este principio derivan con lógica apremiante algunas consecuencias en el modo de sentir y de obrar: compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos; intuir sus deseos y atender a sus necesidades; ofrecerles una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios; es saber «dar espacio» al hermano llevando mutuamente los unos las cargas de los otros. Sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión.93La espiritualidad de la comunión se presenta como clima espiritual de la Iglesia al comienzo del tercer milenio, tarea activa y ejemplar de la vida consagrada a todos los niveles. Es el camino maestro de un futuro de vida y de testimonio. La santidad y la misión pasan por la comunidad, porque Cristo se hace presente en ella y a través de ella. El hermano y la hermana se convierten en sacramento de Cristo y del encuentro con Dios, posibilidad concreta y, más todavía, necesidad insustituible para poder vivir el mandamiento del amor mutuo y por tanto la comunión trinitaria.
En estos años las comunidades y los diversos tipos de fraternidades de los consagrados se entienden más como lugar de comunión, donde las relaciones aparecen menos formales y donde se facilitan la acogida y la mutua comprensión. Se descubre también el valor divino y humano del estar juntos gratuitamente, como discípulos y discípulas en torno a Cristo Maestro, en amistad, compartiendo también los momentos de distensión y de esparcimiento.
Se nota, además, una comunión más intensa entre las diversas comunidades en el interior de los Institutos. Las comunidades multiculturales e internacionales, llamadas a «dar testimonio del sentido de la comunión entre los pueblos, las razas, las culturas»,94 en muchas partes son ya una realidad positiva, donde se experimentan conocimiento mutuo, respeto, estima, enriquecimiento. Se revelan como lugares de entrenamiento a la integración y a la inculturación, y, al mismo tiempo, un testimonio de la universalidad del mensaje cristiano.
La Exhortación Vita consecrata, al presentar esta forma de vida como signo de comunión en la Iglesia, ha puesto en evidencia toda la riqueza y las exigencias pedidas por la vida fraterna. Antes nuestro Dicasterio había publicado el documento Congregavit nos in unum Christi amor, sobre la vida fraterna en comunidad. Cada comunidad deberá volver periódicamente a estos documentos para confrontar el propio camino de fe y de progreso en la fraternidad.
Comunión entre carismas antiguos y nuevos
30. La comunión que los consagrados y consagradas están llamados a vivir va más allá de la familia religiosa o del propio Instituto. Abriéndose a la comunión con los otros Institutos y las otras formas de consagración, pueden dilatar la comunión, descubrir las raíces comunes evangélicas y juntos acoger con mayor claridad la belleza de la propia identidad en la variedad carismática, como sarmientos de la única vid. Deberían competir en la estima mutua (cf. Rm 12, 10) para alcanzar el carisma mejor, la caridad (cf. 1Co 12, 31).
Se debe favorecer el encuentro y la solidaridad entre los Institutos de vida consagrada, conscientes de que la comunión «está estrechamente unida a la capacidad de la comunidad cristiana para acoger todos los dones del Espíritu. La unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de las legítimas diversidades. Es la realidad de muchos miembros unidos en un solo cuerpo, el único Cuerpo de Cristo (cf. 1Co 12.12)».95
Puede ser el comienzo de una búsqueda solidaria de caminos comunes para el servicio de la Iglesia. Factores externos como la obligación de adaptarse a las nuevas exigencias de los Estados, y causas internas de los Institutos, como la disminución de los miembros, orientan ya a coordinar los esfuerzos en el campo de la formación, de la gestión de los bienes, de la educación, de la evangelización. También en tal situación podemos acoger la invitación del Espíritu a una comunión siempre más intensa. A esta labor se anima a las Conferencias de Superiores y Superioras Mayores y a las Conferencias de los Institutos seculares, a todos los niveles.
No se puede afrontar el futuro en dispersión. Es la necesidad de ser Iglesia, de vivir juntos la aventura del Espíritu y del seguimiento de Cristo, de comunicar las experiencias del Evangelio, aprendiendo a amar la comunidad y la familia religiosa del otro como la propia. Los gozos y los dolores, las preocupaciones y los acontecimientos pueden ser compartidos y son de todos.
También en relación con las nuevas formas de vida evangélica se pide diálogo y comunión. Estas nuevas asociaciones de vida evangélica, recuerda Vita consecrata, «no son alternativas a las precedentes instituciones, las cuales continúan ocupando el lugar insigne que la tradición les ha reservado. (...) Los antiguos Institutos, muchos de los cuales han pasado en el transcurso de los siglos por el crisol de pruebas durísimas que han afrontado con fortaleza, pueden enriquecerse entablando un diálogo e intercambiando sus dones con las fundaciones que ven la luz en nuestro tiempo».96
Finalmente, del encuentro y de la comunión con los carismas de los movimientos eclesiales puede nacer un recíproco enriquecimiento. Los movimientos pueden ofrecer a menudo un ejemplo de frescura evangélica y carismática, así como un impulso generoso y creativo a la evangelización. Por su parte los movimientos, así como las formas nuevas de vida evangélica, pueden aprender mucho del testimonio gozoso, fiel y carismático de la vida consagrada, que guarda un riquísimo patrimonio espiritual, múltiples tesoros de sabiduría y de experiencia y una gran variedad de formas de apostolado y de compromiso misionero.
Nuestro Dicasterio ha ofrecido ya criterios y orientaciones siempre válidas para la inserción de religiosos y religiosas en los movimientos eclesiales.97 Lo que aquí quisiéramos más bien subrayar es la relación de conocimiento y de colaboración, de estímulo y del compartir que podría establecerse no sólo entre cada una de las personas sino entre los Institutos, movimientos eclesiales y nuevas formas de vida consagrada, en vista de un crecimiento en la vida del Espíritu y del cumplimiento de la única misión de la Iglesia. Se trata de carismas nacidos del impulso del mismo Espíritu, ordenados a la plenitud de la vida evangélica en el mundo, llamados a realizar juntos el mismo proyecto de Dios para la salvación de la humanidad. La espiritualidad de comunión se realiza precisamente también en este amplio diálogo de la fraternidad evangélica entre todos los miembros del Pueblo de Dios.98
31. La comunión experimentada entre los consagrados lleva a la apertura más grande todavía con los otros miembros de la Iglesia. El mandamiento de amarse los unos a los otros, ejercitado en el interior de la comunidad, pide ser trasladado del plano personal al de las diferentes realidades eclesiales. Sólo en una eclesiología integral, donde las diversas vocaciones son acogidas en el interior del único Pueblo de convocados, la vocación a la vida consagrada puede encontrar su específica identidad de signo y de testimonio. Hoy se descubre cada vez más el hecho de que los carismas de los fundadores y de las fundadoras, habiendo surgido para el bien de todos, deben ser de nuevo puestos en el centro de la misma Iglesia, abiertos a la comunión y a la participación de todos los miembros del Pueblo de Dios.
En esta línea podemos constatar que ya se está estableciendo un nuevo tipo de comunión y de colaboración en el interior de las diversas vocaciones y estados de vida, sobre todo entre consagrados y laicos.99 Los Institutos monásticos y contemplativos pueden ofrecer a los laicos una relación preferentemente espiritual y los necesarios espacios de silencio y oración. Los Institutos comprometidos en la dimensión apostólica pueden implicarlos en formas de cooperación pastoral. Los miembros de los Institutos seculares, laicos o clérigos, entran en contacto con los otros fieles en las formas ordinarias de la vida cotidiana.100
La novedad de estos años es sobre todo la petición por parte de algunos laicos de participar en los ideales carismáticos de los Institutos. Han nacido iniciativas interesantes y nuevas formas institucionales de asociación a los Institutos. Estamos asistiendo a un auténtico florecer de antiguas instituciones, como son las Órdenes seculares u Órdenes Terceras, y al nacimiento de nuevas asociaciones laicales y movimientos en torno a las Familias religiosas y a los Institutos seculares. Si, a veces también en el pasado reciente, la colaboración venía en términos de suplencia por la carencia de personas consagradas necesarias para el desarrollo de las actividades, ahora nace por la exigencia de compartir las responsabilidades no sólo en la gestión de las obras del Instituto, sino sobre todo en la aspiración de vivir aspectos y momentos específicos de la espiritualidad y de la misión del Instituto. Se pide, por tanto, una adecuada formación de los consagrados así como de los laicos para una recíproca y enriquecedora colaboración.
Si en otros tiempos han sido sobre todo los religiosos y las religiosas los que han creado, alimentado espiritualmente y dirigido uniones de laicos, hoy, gracias a una siempre mayor formación del laicado, puede ser una ayuda recíproca que favorezca la comprensión de la especificidad y de la belleza de cada uno de los estados de vida. La comunión y la reciprocidad en la Iglesia no son nunca en sentido único. En este nuevo clima de comunión eclesial los sacerdotes, los religiosos y los laicos, lejos de ignorarse mutuamente o de organizarse sólo en vista de actividades comunes, pueden encontrar la relación justa de comunión y una renovada experiencia de fraternidad evangélica y de mutua emulación carismática, en una complementariedad siempre respetuosa de la diversidad.
Una semejante dinámica eclesial redundará en beneficio de la misma renovación y de la identidad de la vida consagrada. Cuando se profundiza la comprensión del carisma, siempre se descubren nuevas posibilidades de actuación.
32. En esta relación de comunión eclesial con todas las vocaciones y estados de vida, un aspecto del todo particular es el de la unidad con los Pastores. En vano se pretendería cultivar una espiritualidad de comunión sin una relación efectiva y afectiva con los Pastores, en primer lugar con el Papa, centro de la unidad de la Iglesia, y con su Magisterio.
Es la concreta aplicación del sentir con la Iglesia, propio de todos los fieles,101 que brilla especialmente en los fundadores y en las fundadoras de la vida consagrada, y que se convierte en un compromiso carismático para todos los Institutos. No se puede contemplar el rostro de Cristo sin verlo resplandecer en el de su Iglesia. Amar a Cristo es amar a la Iglesia en sus personas y en sus instituciones.
Hoy más que nunca, frente a repetidos empujes centrífugos que ponen en duda principios fundamentales de la fe y de la moral católica, las personas consagradas y sus instituciones están llamadas a dar pruebas de unidad sin fisuras en torno al Magisterio de la Iglesia, haciéndose portavoces convencidos y alegres delante de todos.
Es preciso subrayar cuanto el Papa ya afirmaba en la Exhortación Vita consecrata: «Un aspecto distintivo de esta comunión eclesial es la adhesión de mente y de corazón al magisterio (del Papa y) de los Obispos, que ha de ser vivida con lealtad y testimoniada con nitidez ante el Pueblo de Dios por parte de todas las personas consagradas, especialmente por aquellas comprometidas en la investigación teológica, en la enseñanza, en publicaciones, en la catequesis y en el uso de los medios de comunicación social».102 Al mismo tiempo no hay que olvidar que muchos teólogos son religiosos y que muchas escuelas de investigación están dirigidas por Institutos de vida consagrada. Son ellos los que llevan elogiosamente esta responsabilidad en el mundo de la cultura. La Iglesia mira con atención confiada su compromiso intelectual ante las delicadas problemáticas de frontera que hoy debe afrontar el Magisterio.103
Los documentos eclesiales de los últimos decenios han vuelto constantemente a tomar el escrito conciliar que invitaba a los Pastores a valorar los carismas específicos en la pastoral de conjunto. Al mismo tiempo animan a las personas consagradas a dar a conocer y a ofrecer con nitidez y confianza las propias propuestas de presencia y de trabajo en conformidad con la vocación específica.
Esto vale, de cualquier manera, también en la relación con el clero diocesano. La mayor parte de los religiosos y de las religiosas colaboran diariamente con los sacerdotes en la pastoral. Es por tanto indispensable encauzar todas las iniciativas posibles para un cada vez mayor conocimiento y aprecio recíprocos.
Sólo en armonía con la espiritualidad de comunión y con la pedagogía trazada en la Novo millennio ineunte, podrá ser reconocido el don que el Espíritu Santo hace a la Iglesia mediante los carismas de la vida consagrada. Vale también, de forma concreta para la vida consagrada, la coesencialidad, en la vida de la Iglesia, entre el elemento carismático y el jerárquico que Juan Pablo II ha mencionado muchas veces refiriéndose a los nuevos movimientos eclesiales.104 El amor y el servicio en la Iglesia requieren ser vividos en la reciprocidad de una caridad mutua.
Cuarta Parte
33. Una existencia transfigurada por los consejos evangélicos se convierte en testimonio profético silencioso y, a la vez, en elocuente protesta contra un mundo inhumano. Compromete en la promoción de la persona y despierta una nueva imaginación de la caridad. Lo hemos visto en los santos fundadores. Se manifiesta no sólo en la eficacia del servicio, sino sobre todo en la capacidad de hacerse solidarios con el que sufre, de manera que el gesto de ayuda sea sentido como un compartir fraterno. Esta forma de evangelización, cumplida a través del amor y la dedicación a las obras, asegura un testimonio inequívoco a la caridad de las palabras.105
Además, la vida de comunión representa el primer anuncio de la vida consagrada, porque es signo eficaz y fuerza atractiva que lleva a creer en Cristo. La comunión, entonces, se hace ella misma misión, más aún «la comunión genera comunión y se configura esencialmente como comunión misionera».106 Las comunidades se encuentran deseosas de seguir a Cristo por los caminos de la historia del hombre,107 con un compromiso apostólico y un testimonio de vida coherente con el propio carisma.108«Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos».109
34. Cuando se parte de Cristo la espiritualidad de comunión se convierte en una sólida y robusta espiritualidad de la acción de los discípulos y apóstoles de su Reino. Para la vida consagrada esto significa comprometerse en el servicio a los hermanos en los que se reconoce el rostro de Cristo. En el ejercicio de esta misión apostólica ser y hacer son inseparables, porque el misterio de Cristo constituye el fundamento absoluto de toda acción pastoral.110 La aportación de los consagrados y de las consagradas a la evangelización «está (por eso), ante todo, en el testimonio de una vida totalmente entregada a Dios y a los hermanos, a imitación del Salvador que, por amor del hombre, se hizo siervo».111 Al participar en la misión de la Iglesia, las personas consagradas no se limitan a dar una parte de tiempo sino la vida entera.
En la Novo Millennio ineunte parece que el Papa quiere empujar todavía más allá en el amor concreto hacia los pobres: «El siglo y el milenio que comienzan tendrán que ver todavía, y es de desear que lo vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse: «He tenido hambre y me habéis dado de comer, he tenido sed y me habéis dado de beber; fui forastero y me habéis hospedado; desnudo y me habéis vestido, enfermo y me habéis visitado, encarcelado y habéis venido a verme» (Mt 25, 35-36). Esta página no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo. Sobre esta página, la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia».112 El Papa ofrece también una dirección concreta de espiritualidad cuando invita a reconocer en la persona de los pobres una presencia especial de Cristo que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. A través de tal opción es donde también los consagrados113 deben ser testigos del «estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia».114
35. El campo en el que el Santo Padre invita a trabajar es vasto cuanto lo es el mundo. Asomándose a este panorama, la vida consagrada «debe aprender a hacer su acto de fe en Cristo interpretando el llamamiento que Él dirige desde este mundo de la pobreza».115 Armonizar el anhelo universal de una vocación misionera con la inserción concreta dentro de un contexto y de una Iglesia particular será la exigencia primordial de toda actividad apostólica.
A las antiguas formas de pobreza se les han añadido otras nuevas: la desesperación del sin sentido, la insidia de la droga, el abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, la marginación o la discriminación social.116 La misión, en sus formas antiguas o nuevas, es antes que nada un servicio a la dignidad de la persona en una sociedad deshumanizada, porque la primera y más grave pobreza de nuestro tiempo es conculcar con indiferencia los derechos de la persona humana. Con el dinamismo de la caridad, del perdón y de la reconciliación, los consagrados se esmeran por construir en la justicia un mundo que ofrezca nuevas y mejores posibilidades a la vida y al desarrollo de las personas. Para que esta intervención sea eficaz, es preciso tener un espíritu de pobre, purificado de intereses egoístas, dispuesto a ejercer un servicio de paz y no de violencia, una actitud solidaria y llena de compasión hacia los sufrimientos de los demás. Un estilo de proclamar las palabras y de realizar las obras de Dios inaugurado por Jesús (cf. Lc 4, 15-21) y vivido por la Iglesia primitiva, que no puede olvidarse con la terminación del Jubileo o el paso de un milenio, sino que impulsa con mayor urgencia a realizar en la caridad un porvenir diverso. Es preciso estar preparados para pagar el precio de la persecución, porque en nuestro tiempo la causa más frecuente de martirio es la lucha por la justicia en fidelidad al Evangelio. Juan Pablo II afirma que este testimonio, «también recientemente, ha llevado al martirio a algunos hermanos y hermanas vuestros en diversas partes del mundo».117
En la imaginación de la caridad
36. A lo largo de los siglos, la caridad ha sido siempre para los consagrados el ámbito donde se ha vivido concretamente el Evangelio. En ella han valorado la fuerza profética de sus carismas y la riqueza de su espiritualidad en la Iglesia y en el mundo.118 Se reconocían, en efecto, llamados a ser «epifanía del amor de Dios».119 Es necesario que este dinamismo continúe ejerciéndose con fidelidad creativa, porque constituye una fuente insustituible en el trabajo pastoral de la Iglesia. En el momento en que se invoca una nueva imaginación de la caridad y una auténtica prueba y confirmación de la caridad de la palabra con la de las obras,120 la vida consagrada mira con admiración la creatividad apostólica que ha hecho florecer los mil rostros de la caridad y de la santidad en formas específicas; aún no deja de sentir la urgencia de continuar, con la creatividad del Espíritu, sorprendiendo al mundo con nuevas formas de activo amor evangélico ante las necesidades de nuestro tiempo.
La vida consagrada quiere reflexionar sobre los propios carismas y sobre las propias tradiciones, para ponerlos también al servicio de las nuevas fronteras de la evangelización. Se trata de estar cerca de los pobres, de los ancianos, de los tóxicodependientes, de los enfermos de SIDA, de los desterrados, de las personas que padecen toda clase de sufrimientos por su realidad particular. Con una atención centrada en el cambio de modelos, porque no se cree suficiente la asistencia, se busca erradicar las causas en las que tiene su origen esa necesidad. La pobreza de los pueblos está causada por la ambición y por la indiferencia de muchos y por las estructuras de pecado que deben ser eliminadas, también con un compromiso serio en el campo de la educación.
Muchas antiguas y recientes fundaciones llevan a los consagrados allí donde habitualmente otros no pueden ir. En estos años, consagrados y consagradas han sido capaces de dejar las seguridades de lo ya conocido para lanzarse hacia ambientes y ocupaciones para ellos desconocidos. Gracias a su total consagración, en efecto, son libres para intervenir en cualquier lugar donde se den situaciones críticas, como muestran las recientes fundaciones en nuevos Países que presentan desafíos particulares, comprometiendo más provincias religiosas al mismo tiempo y creando comunidades internacionales. Con mirada penetrante y un gran corazón121 han recogido la llamada de tantos sufrimientos en una concreta diaconía de la caridad. Constituyen por todas partes un lazo de unión entre la Iglesia y grupos marginados que no se contemplan en la pastoral ordinaria.
Incluso algunos carismas que parecían responder a tiempos ya pasados, adquieren un renovado vigor en este mundo que conoce la trata de mujeres o el tráfico de niños esclavos, mientras la infancia, a menudo víctima de abusos, corre el peligro del abandono en las calles y del reclutamiento en los ejércitos.
Hoy se encuentra una mayor libertad en el ejercicio del apostolado, una irradiación más consciente, una solidaridad que se expresa con el saber estar de parte de la gente, asumiendo los problemas para responder con una fuerte atención a los signos de los tiempos y a sus exigencias. Esta multiplicación de iniciativas demuestra la importancia que la planificación tiene en la misión, cuando se quiere actuar no de manera improvisada, sino orgánica y eficiente.
37. La primera tarea que se debe tomar con entusiasmo es el anuncio de Cristo a las gentes. Éste depende sobre todo de los consagrados y de las consagradas que se comprometen a hacer llegar el mensaje del Evangelio a la multitud creciente de los que lo ignoran. Tal misión está todavía en los comienzos y debemos comprometernos con todas las fuerzas para llevarla a cabo.122 La acción confiada y audaz de los misioneros y de las misioneras deberá responder siempre mejor a la exigencia de la inculturación, así como a que no se nieguen los valores específicos de cada pueblo, sino que sean purificados y llevados a su plenitud.123
Permaneciendo en total fidelidad al anuncio evangélico, el cristianismo del tercer milenio llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado.124
38. Siguiendo una gloriosa tradición, un gran número de personas consagradas, sobre todo mujeres, ejercen su apostolado en el sector sanitario, continuando el ministerio de misericordia de Cristo. A ejemplo de Él, Divino Samaritano, se hacen cercanas a los que sufren para aliviar su dolor. Su competencia profesional, vigilante en la atención a humanizar la medicina, abre un espacio al Evangelio que ilumina de confianza y bondad aun las experiencias más difíciles del vivir y del morir humano. Por eso los pacientes más pobres y abandonados tendrán un lugar privilegiado en la prestación afable de sus cuidados.125
Para la eficacia del testimonio cristiano es importante, especialmente en algunos campos delicados y controvertidos, saber explicar los motivos de la posición de la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano.126 La caridad se convertirá entonces, especialmente en los consagrados que trabajan en estos ambientes, en un servicio a la inteligencia, para que por todas partes se respeten los principios fundamentales de los que depende una civilización digna del hombre.
39. También el mundo de la educación exige una presencia cualificada de los consagrados. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites e incoherencias hacia Jesús, «el hombre nuevo» (Ef 4, 24; cf. Col 3, 10). Porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en Él y por medio de Él, llegar a ser realmente hijo de Dios.127
Por la peculiar experiencia de los dones del Espíritu, por la escucha asidua de la Palabra y el ejercicio del discernimiento, por el rico patrimonio de tradiciones educativas acumuladas a través del tiempo por el propio Instituto, consagrados y consagradas están en condiciones de llevar a cabo una acción educativa particularmente eficaz. Este carisma puede dar vida a ambientes educativos impregnados del espíritu evangélico de libertad, justicia y caridad, en los que se ayude a los jóvenes a crecer en humanidad bajo la guía del Espíritu, proponiendo al mismo tiempo la santidad como meta educativa para todos, profesores y alumnos.128
Hace falta promover en el interior de la vida consagrada un renovado amor por el empeño cultural que consienta elevar el nivel de la preparación personal y favorezca el diálogo entre mentalidad contemporánea y fe, para promover, también a través de las propias instituciones académicas, una evangelización de la cultura entendida como servicio a la verdad.129 En esta perspectiva, resulta más que oportuna la presencia en los medios de comunicación social.130 Todos los esfuerzos en este nuevo e importante campo apostólico han de ser alentados, para que las iniciativas en este sector se coordinen mejor y alcancen niveles superiores de calidad y eficacia.
La apertura a los grandes diálogos
40. Recomenzar desde Cristo quiere decir, finalmente, seguirlo hasta donde se ha hecho presente con su obra de salvación y vivir la amplitud de horizontes abierta por él. La vida consagrada no puede contentarse con vivir en la Iglesia y para la Iglesia. Se extiende con Cristo a las otras Iglesias cristianas, a las otras religiones, a todo hombre y mujer que no profesa convicción religiosa alguna.
La vida consagrada, por tanto, está llamada a ofrecer su colaboración específica en todos los grandes diálogos a los que el Concilio Vaticano II ha abierto la Iglesia entera. «Comprometidos en el diálogo con todos» es el significativo título del último capítulo de Vita consecrata, como lógica conclusión de toda la Exhortación apostólica.
41. El documento recuerda sobre todo cómo el Sínodo sobre la Vida Consagrada puso de relieve la profunda vinculación de la vida consagrada con la causa del ecumenismo. En efecto, si el alma del ecumenismo es la oración y la conversión, no cabe duda de que los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica tienen un deber particular de cultivar este compromiso. Es urgente que en la vida de las personas consagradas se dé un mayor espacio a la oración ecuménica y al testimonio, para que con la fuerza del Espíritu Santo sea posible derribar los muros de las divisiones y de los prejuicios.131 Ningún Instituto de vida consagrada ha de sentirse dispensado de trabajar en favor de esta causa.
Hablando después de las formas del diálogo ecuménico, Vita consecrata indica como particularmente aptas a los miembros de las comunidades religiosas el compartir la lectio divina, la participación en la oración común, en la que el Señor garantiza su presencia (cf. Mt 18, 20). La amistad, la caridad y la colaboración en iniciativas comunes de servicio y de testimonio harán experimentar la dulzura de convivir los hermanos unidos (cf. Sal 133 [132]). No menos importantes son el conocimiento de la historia, de la doctrina, de la liturgia, de la actividad caritativa y apostólica de los otros cristianos.132
42. Para el diálogo interreligioso Vita consecrata pone dos requisitos fundamentales: el testimonio evangélico y la libertad de espíritu. Sugiere después algunos instrumentos particulares como el conocimiento mutuo, el respeto recíproco, la amistad cordial y la sinceridad recíproca con los ambientes monásticos de otras religiones.133
Un posterior ámbito de colaboración consiste en la común solicitud por la vida humana, que se manifiesta tanto en la compasión por el sufrimiento físico y espiritual como en el empeño por la justicia, la paz y la salvaguardia de la creación.134 Juan Pablo II recuerda, como campo particular de encuentro con personas de otras tradiciones religiosas, la búsqueda y la promoción de la dignidad de la mujer, a las que se pide contribuyan de modo particular las mujeres consagradas.135
43. Finalmente, se tiene presente el diálogo con cuantos no profesan particulares confesiones religiosas. Las personas consagradas, por la naturaleza misma de su elección, se ponen como interlocutores privilegiados de la búsqueda de Dios que desde siempre sacude el corazón del hombre y lo conduce a múltiples formas de espiritualidad. Su sensibilidad a los valores (cf. Flp 4, 8) y la disponibilidad al encuentro testimonian las características de una auténtica búsqueda de Dios. «Por eso —concluye el documento— las personas consagradas tienen el deber de ofrecer con generosidad acogida y acompañamiento espiritual a todos aquellos que se dirigen a ellas, movidos por la sed de Dios y deseosos de vivir las exigencias de su fe».136
44. Este diálogo se abre necesariamente al anuncio de Cristo. En la comunión está efectivamente la reciprocidad del don. Cuando la escucha del otro es auténtica, ofrece la ocasión propicia para proponer la propia experiencia espiritual y los contenidos evangélicos que alimentan la vida consagrada. Se testimonia así la esperanza que hay en nosotros (cf. 1P 3, 15). No debemos temer que hablar de la propia fe pueda constituir una ofensa al que tiene otras creencias; es, más bien, ocasión de anuncio gozoso del don para todos y que es propuesto a todos, aun con el mayor respeto a la libertad de cada uno: el don de la revelación del Dios-Amor que «tanto amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito» (Jn 3, 16).
Por otra parte, el deber misionero no nos impide acudir al diálogo íntimamente dispuestos a recibir, porque, entre los recursos y los límites de toda cultura, los consagrados pueden tomar las semillas del Verbo, en las que encontramos valores preciosos para la propia vida y misión. «No es raro que el Espíritu de Dios, «que sopla donde quiere» (Jn 3, 8), suscite en la experiencia humana universal signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo a comprender más profundamente el mensaje del que son portadores».137
45. No es posible quedarse al margen ante los grandes e inquietantes problemas que atenazan a la entera humanidad, ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del planeta. Los países ricos consumen recursos a un ritmo insostenible para el equilibrio del sistema, haciendo que los países pobres sean cada vez más pobres. Ni se pueden olvidar los problemas de la paz, amenazada a menudo con la pesadilla de guerras catastróficas.138
La codicia de los bienes, el ansia de placer, la idolatría del poder, o sea la triple concupiscencia que marca la historia y que está en el origen de los males actuales sólo puede ser vencida si se descubren los valores evangélicos de la pobreza, la castidad y el servicio.139 Los consagrados deben saber proclamar, con la vida y con la palabra, la belleza de la pobreza del espíritu y de la castidad del corazón que liberan el servicio hacia los hermanos y de la obediencia que hace duraderos los frutos de la caridad.
¿Cómo se puede, en fin, permanecer pasivos frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales?140 Se debe prestar especial atención a algunos aspectos de la radicalidad evangélica que a menudo son menos comprendidos, pero que no pueden por ello desaparecer de la agenda eclesial de la caridad. El primero de todos, el respeto a la vida de cada ser humano desde la concepción hasta su ocaso natural.
En esta apertura al mundo y en dirigirlo a Cristo de tal manera que las realidades todas encuentren en Él el propio y auténtico significado, las laicas y los laicos consagrados de los Institutos seculares ocupan un lugar privilegiado: en efecto, en las comunes condiciones de vida participan en el dinamismo social y político y, por su seguimiento de Cristo, les dan nuevo valor, obrando así eficazmente por el Reino de Dios. Precisamente en virtud de su consagración, vivida sin signos externos, como laicos entre laicos, pueden ser sal y luz también en aquellas situaciones en las que una visibilidad de su consagración constituiría un impedimento o incluso un rechazo.
Mirar hacia adelante y hacia lo alto
46. También entre los consagrados se encuentran los centinelas de la mañana: los jóvenes y las jóvenes.141 Verdaderamente tenemos necesidad de jóvenes valientes que, dejándose configurar por el Padre con la fuerza del Espíritu y llegando a ser «personas cristiformes»,142 ofrezcan a todos un testimonio limpio y alegre de su «específica acogida del misterio de Cristo»143 y de la espiritualidad peculiar del propio Instituto.144 Reconózcaseles, pues, precisamente como auténticos protagonistas de su formación.145 Puesto que ellos deberán llevar adelante, por motivos generacionales, la renovación del propio Instituto, conviene que —oportunamente preparados— vayan asumiendo gradualmente tareas de orientación y de gobierno. Fuertes, sobre todo, en su empuje ideal, lleguen a ser testimonios válidos de la aspiración a la santidad como alto grado del ser cristiano.146 En buena parte el futuro de la vida consagrada y de su misión se apoya en la inmediatez de su fe, en las actitudes que gozosamente han revelado y en cuanto el Espíritu quiera decirles.
Y dirijamos la mirada a María, Madre y Maestra de cada uno de nosotros. Ella, la primera Consagrada, vivió la plenitud de la caridad.
Ferviente en el espíritu, sirvió al Señor; alegre en la esperanza, fuerte en la tribulación, perseverante en la oración; solícita por las necesidades de los hermanos (cf. Rm 12, 11-13). En Ella se reflejan y se renuevan todos los aspectos del Evangelio, todos los carismas de la vida consagrada. Ella nos sostenga en el empeño cotidiano, de manera que podamos dar un espléndido testimonio de amor, según la invitación de san Pablo: «¡Tened una conducta digna de la vocación a la que habéis sido llamados!» (Ef 4, 1).
Para confirmar estas orientaciones, deseamos tomar, una vez más, las palabras de Juan Pablo II, porque en ellas encontramos el estímulo y la confianza que tanta falta nos hace para afrontar un compromiso que parece superar nuestras fuerzas: «Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su reflejo ... Ésta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos».147Ésta es la esperanza proclamada en la Iglesia por los consagrados y las consagradas, mientras con los hermanos y hermanas, a través de los siglos, van al encuentro de Cristo Resucitado.
El 16 de mayo de 2002, el Santo Padre aprobó el presente Documento de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica.
Roma, 19 de mayo de 2002, Solemnidad de Pentecostés.
Eduardo Card. Martínez Somalo
Prefecto
Piergiorgio Silvano Nesti, CP
Secretario
Notas
1
Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita consecrata, Roma, 25 de marzo de 1996, 14.2
Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 6 de enero de 2001, 9.3
Juan Pablo II, Discurso a Caritas italiana (24 de noviembre de 2001): L'Osservatore Romano, 25 de noviembre de 2001, 4.4
Juan Pablo II, Mensaje a la Plenaria de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica (21 de septiembre de 2001): L'Osservatore Romano, 28 de septiembre de 2001, p.9.5
Ibid.6
Cf. Ad gentes, 11.7
Cf. Lumen gentium, 1.8
Vita consecrata, 19.9
Cf. Novo millennio ineunte, 29.10
Vita consecrata, 4.11
Cf. Novo millennio ineunte, 29.12
Cf. Novo millennio ineunte, 30-31.13
Cf. Novo millennio ineunte, 32-34.35-39.14
Cf. Novo millennio ineunte, 35-37.15
Cf. Novo millennio ineunte, 43-44.16
Cf. Novo millennio ineunte, 49.57.17
Vita consecrata, 111.18
Cf. Vita consecrata, 16.19
Cf. Lumen gentium, 44.20
Vita consecrata, 22.21
Cf. Vita consecrata, 87.22
Cf. Lumen gentium, 13; Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici, 30 de diciembre de 1988, 20; Vita consecrata, 31.23
Cf. Novo millennio ineunte, 29.24
Cf. Novo millennio ineunte, 45.25
Cf. Vita consecrata, 32.26
Vita consecrata, 31.27
Cf. Vita consecrata, 28.94.28
Vita consecrata, 85.29
Cf. Novo millennio ineunte, 38.30
Cf. Novo millennio ineunte, 33.31
Cf. Vita consecrata, 103.32
Cf. Vita consecrata, 72.33
Cf. Novo millennio ineunte, 2.34
Vita consecrata, 58.35
Cf. Evangelii nuntiandi, 69; Novo millennio ineunte, 7.36
Cf. Vita consecrata, 99.37
Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Verbi sponsa, Instrucción sobre la vida contemplativa y la clausura de las monjas, Ciudad del Vaticano, 13 de mayo de 1999, 7.38
Ibid.; cf. Perfectae caritatis, 7; cf. Vita consecrata, 8, 59.39
S. Agustín, Sermo 331, 2: PL 38, 1460.40
Novo millennio ineunte, 49.41
Cf. Novo millennio ineunte, 25-26.42
Cf. Vita consecrata, 110.43
Cf. Lumen gentium, cap. V.44
Lumen gentium, 42.45
Vita consecrata, 31; cf. Novo millennio ineunte, 46.46
Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, La vida fraterna en comunidad, «Congregavit nos in unum Christi amor», Roma, 2de febrero de 1994, 50.47
Cf. Vita consecrata, 92.48
Cf. Novo millennio ineunte, 45.49
Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Orientaciones sobre la formación en los Institutos Religiosos, «Potissimun Institutioni», Roma, 2 de febrero de 1990, 1.50
Vita consecrata, 65.51
Vita consecrata, 66.52
Cf. Christifideles laici, 55.53
Cf. Juan Pablo II, Homilía en la Vigilia de Torvergata (20 de agosto de 2000): L'Osservatore Romano, 21-22 de agosto de 2000, 3.54
Cf. Vita consecrata, 1.55
Cf. Vita consecrata, 65.56
Vita consecrata, 37.57
Novo millennio ineunte, 40.58
Cf. Novo millennio ineunte, 1.59
Juan Pablo II, Homilía (2 de febrero de 2001): L'Osservatore Romano, 4 de febrero de 2001, p.4.60
Cf. Mutuae relationes, 11; cf. Vita consecrata, 37.61
Vita consecrata, 93.62
Cf. Novo millennio ineunte, 31.63
Cf. Vita consecrata, 20-21.64
Cf. Novo millennio ineunte, 38.65
Vita consecrata, 22.66
Vita consecrata, 16.67
Vita consecrata, 18.68
Vita consecrata, 25.69
Vita consecrata, 40.70
Novo millennio ineunte, 16.71
Vita consecrata, 94.72
Novo millennio ineunte, 39.73
Cf. Perfectae caritatis, 2.74
Juan Pablo II, Homilía (2 de febrero de 2001): L'Osservatore Romano, 4 de febrero de2001.75
Vita consecrata, 37.76
Novo millennio ineunte, 40.77
Juan Pablo II, Homilía (2 de febrero de 2001): L'Osservatore Romano, 4 de febrero de2001.78
Novo millennio ineunte, 43.79
Juan Pablo II, Homilía (2 de febrero de 2001): L'Osservatore Romano, 4 de febrero de2001.80
Vita consecrata, 95.81
Cf. Vita consecrata, 18.82
Vita consecrata, 95.83
Cf. Vita consecrata, 51.84
Cf. Novo millennio ineunte, 25-27.85
Cf. Vita consecrata, 23.86
Vita consecrata, 38.87
Novo millennio ineunte, 25.88
Cf. Novo millennio ineunte, 37.89
Vita consecrata, 93.90
Novo millennio ineunte, 43.91
Vita consecrata, 46.92
Vita consecrata, 51.93
Cf. Novo millennio ineunte, 43.94
Vita consecrata, 51.95
Novo millennio ineunte, 46.96
Vita consecrata, 62.97
Cf. La vida fraterna en comunidad, 62; cf. Vita consecrata, 56.98
Cf. Novo millennio ineunte, 45.99
Cf. La vida fraterna en comunidad, 70.100
Cf. Vita consecrata, 54.101
Cf. Lumen gentium, 12; cf. Vita consecrata, 46.102
Vita consecrata, 46.103
Cf. Vita consecrata, 98.104
Juan Pablo II, en Los movimientos en la Iglesia. Actas del II Coloquio internacional, Milán 1987, pp.24-25; Los movimientos en la Iglesia, Ciudad del Vaticano 1999, p.18.105
Cf. Novo millennio ineunte, 50.106
Christifideles laici, 31-32.107
Cf. Vita consecrata, 46.108
Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Ecclesia in Africa. Yaoundé, 14 de septiembre de 1995, 94.109
Novo millennio ineunte, 40.110
Cf. Novo millennio ineunte, 15.111
Vita consecrata, 76.112
Novo millennio ineunte, 49.113
Cf. Vita consecrata, 82.114
Novo millennio ineunte, 49.115
Novo millennio ineunte, 50.116
Cf. Novo millennio ineunte, 50.117
Juan Pablo II, Homilía (2 de febrero de 2001): L'Osservatore Romano, 4 de febrero de 2001.118
Cf. Vita consecrata, 84.119
Cf. Vita consecrata, Título del Capítulo III.120
Cf. Novo millennio ineunte, 50.121
Cf. Novo millennio ineunte, 58.122
Cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Missio, Roma, 7 de diciembre de 1990, 1.123
Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, Nueva Delhi, 6de noviembre de 1999, 22.24
Cf. Novo millennio ineunte, 40.125
Cf. Vita consecrata, 83.126
Cf. Novo millennio ineunte, 51.127
Cf. Novo millennio ineunte, 23.128
Cf. Vita consecrata, 96.129
Cf. Vita consecrata, 98.130
Cf. Vita consecrata, 99.131
Cf. Vita consecrata, 100.132
Cf. Vita consecrata, 101.133
Cf. Ecclesia in Asia, 31. 34.134
Cf. Ecclesia in Asia, 44.135
Cf. Vita consecrata, 102.136
Vita consecrata, 103.137
Novo millennio ineunte, 56.138
Cf. Novo millennio ineunte, 51.139
Cf. Vita consecrata, 88-91.140
Cf. Novo millennio ineunte, 51.141
Cf. Novo millennio ineunte, 9.142
Vita consecrata, 19.143
Vita consecrata, 16.144
Cf. Vita consecrata, 93.145
Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, «Potissimum Institutioni», Roma, 2 de febrero de 1990, 29.146
Cf. Novo millennio ineunte, 31.147
Novo millennio ineunte.