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Figuras bíblicas: IX. FIGURAS FEMENINAS

 

EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

Páginas relacionadas 

                    
1. María: bendita entre las mujeres

2. Mujeres estériles

3. Débora, Judit y Ester

4. Mujeres de la genealogía de Jesús

 Figuras bíblicas del Antiguo Testamento

1. MARÍA: BENDITA ENTRE LAS MUJERES

María es virgen y madre. Sin dejar de ser virgen, es madre. Así María es el icono materno de la paternidad de Dios, icono revelador de Dios dador de vida. El seno de María es el "tálamo" en el que Dios se ha unido al hombre. En María, bendita entre las mujeres, se refleja el misterio de toda mujer, de Israel, -hija, esposa y madre de Sión-, de la Iglesia, nueva asamblea del Señor. María muestra toda la capaci­dad de escucha y acogida, de entrega y donación que las mujeres, a lo largo de la historia de la salvación, han vivido bajo la fuerza del Espíritu de Dios. María está inserta en la nube de mujeres que jalonan la historia de la comunicación de Dios con los hombres. Desde Eva a María, la historia de la salvación discurre perpendicularmente bajo los hechos externos que la configuran. La mujer, seno de vida, mantiene ininterrumpida la cadena de generación en generación.

Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Jesús

Israel es una nación materna. La bendición de Dios es concedida a la descendencia de Abraham: "Haré surgir un descendiente tuyo, que saldrá de tus entrañas" (2Sam 7,12); "yo suscitaré a David un vástago" (Jr 23,5). Una "virgen encinta dará a luz un hijo" (Is 7,14). La espera se prolongará "hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz" (Miq 5,2). Las promesas mesiánicas se repiten, pues se hacen al "seno de la hija de Sión". La nación llevaba, pues, oculto en ella al Cristo futuro: "No dice a tus descendientes, como si fueran muchos, sino a tu descendencia, refiriéndose a Cristo" (Gál 3,16). La risa, que suscitó el nacimiento de Isaac (Gén 17,17), es interpretada por Juan como la expresión de la alegría que hace estremecer a Abraham la vista de Cristo: "Vuestro padre Abraham se alegró deseando ver mi día: lo vio y se regocijó" (Jn 8,56). En el nacimiento milagroso de Isaac, el patriarca se alegra por el nacimiento de su descendiente Cristo.

Dios manifiesta a Moisés su Nombre: "El Señor, Dios misericordioso y compasivo, lento a la ira y rico de gracia y fidelidad" (Ex 34,6). El término "misericor­dioso" en hebreo se dice taraham, que procede de la raíz raham, que significa "seno materno", "útero", "matriz". Dios se ha nombrado a sí mismo como "seno materno" que da la vida. Por ello, podemos decir que la imagen de Dios en la mujer se refleja en su misma fisiología, en todo lo que la hace capaz de concebir, llevar, nutrir y dar la vida física y espiritualmente. María, bendita entre las mujeres, es el gran signo de Dios Padre. María es el seno humano de Dios encarnado, icono del seno del Padre, que eternamente engendra al Hijo. Eva significa la "madre de la vida". María, nueva Eva, es este icono viviente de Dios dador de vida. En María se unen la antigua y la nueva alianza, Israel y la Iglesia. Ella es "el pueblo de Dios", que da "el fruto bendito" a los hombres por la potencia creadora de Dios. El Espíritu de Dios, que aleteaba sobre las aguas en la creación, desciende sobre María y la cubre con su sombra, para hacerla tienda de la presencia de Dios, tienda del Emmanuel: Dios con nosotros.

 

 2. MUJERES ESTERILES

Toda la obra salvífica tiene a Dios por autor, pero la realiza mediante algunos elegidos testigos de su actuar. Las mujeres estériles, que conciben un hijo por la fuerza de Dios, son un signo singular del actuar gratuito de Dios, que es fiel a sus promesas de salvación. Por su maternidad virginal María está situada en la línea de las mujeres, cuya esterilidad fue especial­mente bendecida por Dios, haciéndolas fecundas. Desde Sara, la mujer de Abraham, hasta Ana, la madre de Samuel, y en el nuevo Testamento Isabel, la madre de Juan Bautista, aparece la voluntad de Dios de conceder a una mujer estéril un hijo predestinado a una misión particular. En la esterilidad humana, Dios muestra que el hijo es fruto únicamente de su designio y de su poder. En este contexto aparece la profecía de Isaías sobre la virgen que concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrá por nombre Emmanuel, Dios con nosotros.

Esta actuación de Dios culmina en María, la virgen de Nazaret, que concebirá y dará a luz al Mesías. María, hija de Sión, sintetiza en sí la herencia de su pueblo. La sorpresa inesperada del acontecimiento es la regla de la actuación de Dios. El ser más inadecuado, aquel en el que nadie habría pensado (y él menos que nadie), se convierte en objeto de la llamada de Dios. Inadecuadas son las mujeres estériles para concebir y alumbrar a los hijos de la promesa: Sara, Rebeca, Raquel, la madre de Sansón, Ana, Isabel;[1] más inadecuada es la virgen María para dar a luz al Hijo del Altísimo.

En su deseo de virginidad, María se sentía orientada hacia un estado de vida que, a los ojos de la gente, era igual a la esterilidad. De ello encontramos un eco en el Magnificat, donde María habla de la situación de "humillación" de la sierva de Dios (Lc 1,48). En este versículo María repite las palabras de Ana, la madre estéril de Samuel, que había dirigido a Dios esta plegaria: "Si te dignas reparar en la humillación de tu esclava" (1Sam 1,11). También Isabel, madre de Juan, era estéril, más aún, llamada por todos "la estéril". Por ello dirá: "Esto es lo que ha hecho por mí el Señor en los días en que se dignó quitar mi oprobio entre los hombres" (Lc 1,25). María, como Isabel, entra a formar parte de la larga serie de mujeres "estériles" del Antiguo Testamento, que fueron madres gracias a la bendición de Dios. "Así, pues, la estéril prepara el camino a la Virgen" (San Juan Crisóstomo).

Mujer estéril

 Todos estos casos de mujeres sin hijos bendecidas por Dios tienen un sentido para la historia de la salvación. La maternidad virginal de María es el término de esta historia de salvación: tanto en las estériles como en la Virgen, la maternidad es un don singular de Dios: "para quien nada es imposible" (Lc 1,37). Sólo Dios puede abrir el seno estéril a la maternidad y, más maravilloso aún, sólo Dios puede hacer que una virgen, sin dejar de ser virgen, sea madre. No sin motivo dirá el ángel a María: "El Señor está contigo". Sólo el Señor podía vincular la virginidad y maternidad de María, Madre del Hijo de Dios.

En todos estos casos se trata del nacimiento de hombres destinados a una misión en la historia de salvación de Israel. En ellos se revela la presencia de la palabra creadora de Dios en favor de su pueblo. Por eso dice Isaías: "Grita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, tú que no has tenido dolores de parto, pues son más los hijos de la abandonada que los hijos de la casada, dice Yahveh" (Is 54,1).

Ana, la mujer predilecta de Elkana, no tenía hijos; "el Señor le había cerrado el seno", "haciéndola estéril" (1Sam 1,5.6). El dolor y soledad de Ana se transforman en plegaria en su peregrinación al santuario de Silo, "desahogando su alma ante el Señor" (1Sam 1,15): "¡Oh Yahveh Sebaot! Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré a Yahveh por todos los días de su vida y la navaja no tocará su cabeza" (1,11).

El Señor, "que mira las penas y tristezas para tomarlas en su mano" (Sal 10,14), escuchó la súplica de Ana, que "concibió y dio a luz a un niño, a quien llamó Samuel, porque, dijo, se lo he pedido a Yahveh" (1Sam 1,20). Siendo estéril, el hijo que le nace es totalmente don de Dios, signo del amor bondadoso de Dios. Del seno seco de Ana, Dios hace brotar el vástago de una vida maravillosa. La esterilidad de Ana, que engendra al profeta Samuel, es imagen viva de la virginidad de María, que da a luz al Profeta, al Hijo de Dios. En ambos casos, con sus diferencias, el hijo es un don de Dios y no fruto del deseo humano.

Y Ana, consciente del don de Dios, entona el canto de alabanza a Dios, preludio del Magnificat de María. El himno de Ana canta la victoria del débil protegido por Dios: la mujer humillada es exaltada y exulta de alegría, gracias a la acción de Dios. El núcleo del canto de Ana confiesa el triunfo de Dios sobre la muerte: un seno muerto es transformado en fuente de vida, devolviendo la esperanza a todos los desesperados: "Mi corazón exulta en Yahveh, porque me he gozado con su auxilio. ¡No hay Dios como Yahveh! El arco de los fuertes se ha quebrado, los que se tambalean se ciñen de fuerza. La estéril da a luz siete veces, la de muchos hijos se marchita. Yahveh da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar, enriquece y despoja, abate y ensalza. Yahveh levanta del polvo al humilde para darle en heredad un trono de gloria" (1Sam 2,1ss).

 El cántico de alabanza se transforma en canto de esperanza para todos los pobres de Yahveh, que ponen su confianza en El. Y, si toda mujer de Israel veía en la bendición del propio seno un signo de la gracia de Dios, entre ellas María, Madre del Mesías, es la bendecida por excelencia; ella es realmente "la bendita entre las mujeres".

 

3. DEBORA, JUDIT Y ESTER

a) Débora

Débora aparece como juez y profeta de Israel. Bajo la Palmera, que llevará su nombre, entre Rama y Betel, en las faldas del Tabor, acoge a los israelitas que acuden a ella con sus asuntos. Como profeta les interpreta la historia a la luz de la Palabra de Dios: "Yahveh me ha dado una lengua de discípulo para que sepa dirigir al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como un discípulo: El Señor me ha abierto el oído" (Is 50,4). Con su palabra, recibida de Dios, y con su vida, Débora revela el poder de Dios en medio de un pueblo que vive desesperado. Su misión es desvelar que la historia que el pueblo vive es historia de salvación, porque Dios está en medio de su pueblo.

Deborah y Balak

Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, se halla conquistando la tierra prometida, que habitan los cananeos. Pero, en la fértil llanura de Izre'el, el rey Yabin, bien armado con sus carros de guerra, opone una fuerte resistencia a Israel, gobernado por el titubeante Sangar y su débil general Baraq. En este momento Dios elige una mujer para salvar a Israel: "En los días de Sangar, hijo de Anat, en los días de Yael, no había caravanas... Vacíos en Israel quedaron los poblados, vacíos hasta tu despertar, oh Débora, hasta tu despertar, oh madre de Israel" (Ju 5,6-7). Una mujer, en su debilidad, es cantada como la "madre de Israel", porque muestra a Israel la presencia potente de Dios en medio de ellos. Débora misma lo canta en su oda, que respira la alegría de la fe en Dios Salvador: "Bendecid a Yahveh" (Ju 5,9), que en la debilidad humana, sostenida por El, vence la fuerza del enemigo. Ante Jael, "bendita entre las mujeres", Sísara "se desplomó, cayó, yació; donde se desplomó, allí cayó, deshecho" (v.27). Esta es la lógica de Dios, que sorprende a los potentes y opresores. Es la conclusión del cántico: "¡Así perezcan todos tus enemigos, oh Yahveh! ¡Y sean los que te aman como el sol cuando se alza con todo su esplendor!" (v.31).

 Esto se cumplirá plenamente en María. El Señor se fija en la pequeñez de su esclava para realizar en ella "grandes cosas", "desplegando la potencia de su brazo... para derribar a los potentes de sus tronos y exaltar a los humildes" (Lc 1,51s). En realidad "Dios ha elegido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Dios ha escogido lo pobre y despreciable del mundo, lo que no es, para reducir a la nada lo que es" (1Cor 1,27-28). "¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman?" (Sant 2,5). La conciencia de la propia pobreza y simplicidad brilla en María, como en Débora. Sin embargo, al mismo tiempo, ambas saben que tienen una misión que cumplir en la historia de la salvación. Así María se ofrece como "sierva del Señor" para que a través de ella realice su obra. Como Débora ha sido llamada "madre en Israel", María ha sido llamada desde la cruz "madre de los creyentes".

b) Judit

Nabucodonosor, rey de Asiria, quiere formar un gran ejército para conquistar el reino de Media. Invita a tomar parte de la expedición a diversos pueblos. Nadie presta oídos a su llamada. Nabucodonosor toma represalias contra los pueblos que no han acogido su invitación. El general Holofernes somete sin dificultad a todos, excepto al pueblo judío, que se atrinchera en las montañas (Jd 4,1-8). Mientras el pueblo elegido ora a Dios, Holofernes sitia Betulia, para penetrar en Judea. Holofernes desea destruir todo culto local con el fin de erigir el culto universal a Nabucodonosor. El santuario y la fe de Israel están condenados a desaparecer (6,1-4). Pero Israel es propiedad de Dios, nación elegida y santa. Esto le hace inexpugnable, mientras se mantenga fiel (5,5-21). Frente a esta tesis del sabio Aquior, Holofernes defiende que el único dios es Nabucodonosor y, por tanto, la fuerza triunfará sobre la debilidad.

El sitio de Betulia pone a prueba la fe vacilante de los judíos sitiados, que empiezan a hablar de rendición (7,1ss). En este momento aparece Judit, una viuda, joven, sabia y piadosa. Judit se enfrenta a la cobardía de los suyos, confesando la fe y confianza en Dios. La historia del pueblo es el testimonio vivo de la protección de Dios. No pueden rendirse, pues de ellos depende la suerte de Jerusalén (8,11-27). Con la confianza puesta en Dios, pasa al campamento asirio y logra, con su belleza, seducir al general Holofernes, a quien corta la cabeza cuando está embriagado (11-13). El ejército asirio huye e Israel sube a Jerusalén a dar gracias a Dios con el himno de acción de gracias, entonado por la propia Judit y coreado por todo el pueblo.

Judith con la cabeza de Holofernes

El relato de Judit es todo un símbolo, comenzando por el nombre: Judit es la "judía" por excelencia y, como Débora y Ester, es madre de Israel. Judit es situada en Betulia, es decir, en Betel, la "casa de Dios". En Judit aparece el Dios de la revelación, que da la vuelta a la historia, exaltando al débil y humillando al potente: "No está en el número tu fuerza, ni tu poder en los valientes, sino que eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desespera­dos" (9,11). Judit es la judía fiel; Betulia es la casa de Dios, viuda defendida por Dios que destruye, aplastando la cabeza de su general Holofernes, a Nabucodonosor, encarnación del orgullo personificado. De este modo Judit es el prototipo de la debilidad que vence la violencia, el mal, el Anticristo, como aparece en la catedral de Chartres y en infinidad de obras de arte.

 La liturgia aplica a María la bendición pronunciada sobre Judit: "Tú eres la gloria de Jerusalén, tú el honor de nuestro pueblo. Al hacer todo esto con tu mano has procurado la dicha de Israel y Dios se ha complacido en lo que has hecho. Bendita seas del Señor Omnipotente por siglos infinitos" (15,8-10). "¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más que todas las mujeres de la tierra! Y bendito sea Dios, el Señor, Creador del cielo y de la tierra, que te ha guiado para cortar la cabeza del jefe de nuestros enemigos" (13,18). Estas bendiciones se cumplirán plenamente en María, cuyo Hijo aplastará realmente la cabeza del jefe de nuestros enemigos.

c) Ester

Ester aparece en un momento en que Israel está amenazado de muerte. El rey Asuero, durante una fiesta, quiere presentar a la reina Vasti ante sus nobles invitados. Al negarse, cae en desgracia y "el rey colocó la diadema real sobre la cabeza de Ester y la declaró reina en lugar de Vasti". Pero en la corte persa existe un visir, llamado Amán, que intenta "exterminar a todos los judíos del reino de Asuero". Ya ha fijado, y rubricado con el sello real, el día de su ejecución. Entonces Ester, "llegada a reina para esta ocasión", habla al rey y consigue la anulación del decreto. Más aún, Amán acaba colgado en la horca que había preparado para Mardoqueo, tío de Ester.

Una vez más la Palabra de Dios, palabra de esperanza en medio de la persecución, se expresa a través de la debilidad de una mujer, huérfana de padre y madre, adoptada por su tío Mardoqueo. Ester, "bella de aspecto y atractiva", modelo de fe en Dios y de amor a su pueblo, se enfrenta al enemigo. Ester, en su debilidad, se apoya únicamente en Dios, al que dirige su conmovedora oración, alternando el singular y el plural, porque se dirige a Dios en su nombre y en el del pueblo:

Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven en mi auxilio, que estoy sola y no tengo otra ayuda sino en ti, y mi vida está en peligro. Yo he oído desde mi infancia, en mi casa paterna, que Tú, Señor, elegiste a Israel de entre todos los pueblos para ser herencia tuya para siempre, cumpliendo en su favor cuanto prometiste. Ahora hemos pecado en tu presencia y nos has entregado a nuestros enemigos porque hemos honrado a sus dioses. ¡Justo eres, Señor! Mas no se han contentado con nuestra amarga esclavitud, sino que han decretado destruir tu heredad, para cerrar las bocas que te alaban y apagar la gloria de tu Casa y de tu altar. No entregues, Señor, tu cetro a los que son nada. Que no se regocijen por nuestra caída, sino vuelve contra ellos sus deseos y el primero que se alzó contra nosotros haz que sirva de escarmiento. Acuérdate, Señor, y date a conocer en el día de nuestra aflicción... Dame valor y pon en mis labios palabras armoniosas cuando esté en presencia del león. Líbranos con tus manos y acude en mi auxilio, que estoy sola y a nadie tengo, sino a Ti, Señor. Oh Dios, que dominas a todos, oye el clamor de los desesperados, líbranos del poder de los malvados y líbrame a mí de mi temor (Est 4; texto griego).

Esther

La voz de Ester es la voz de todos los oprimidos, que esperan que Dios intervenga y les salve, dando la vuelta a su suerte. El impío Amán, que se había exaltado, es destruido y el perseguido Israel es exaltado y glorificado. Y "porque en tales días los judíos obtuvieron paz contra sus enemigos, y este mes la aflicción se trocó en alegría y el llanto en festividad, los días que conmemoran este acontecimien­to deben ser días de banquetes y alegría en los que se intercambian regalos y se hacen donaciones a los pobres" (9,22). Ester queda en la historia y en la liturgia de Israel como testigo de vida y de alegría. Ester es semejante a un río de agua fresca que fecunda la vida de Israel, como afirma Mardoqueo en el final del libro:

De Dios ha venido todo esto. Porque haciendo memoria del sueño que tuve, ninguna de aquellas cosas ha dejado de cumplirse: ni la pequeña fuente, convertida en río, ni la luz, ni el sol, ni el agua abundante. El río es Ester, a quien el rey hizo esposa y reina. A través de ella el Señor ha salvado a su pueblo, nos ha librado de todos los males y ha obrado signos y prodigios como nunca los hubo en los demás pueblos (c. 10; texto griego).

María, glorificada en el cielo, introducida como Ester en el palacio del Rey, no se olvida de su pueblo amenazado, sino que intercede por él hasta que el enemigo sea totalmente destruido. Ella es el signo de la esperanza. En Ester que, confiando en Dios, salva a Israel con su intercesión ante Asuero, hallamos la imagen de María como "abogada" nuestra, como canta una de las primeras oraciones marianas: "Sub tuum praesidium", compuesta en Egipto hacia el siglo III:

Bajo tu misericordia buscamos refugio, oh madre de Dios. No desprecies las súplicas de quienes estamos en peligro, mas líbranos del mal, tú que eres la única pura y bendita.

En todos estos casos de vocaciones femeninas aparece con claridad la elección divina en favor de su pueblo. Es Dios quien pone sus ojos en ellas para llevar adelante su designio de salvación. Con razón la Iglesia ha elegido para la liturgia mariana algunos textos de estos libros, que nos muestran el modo de actuar de Dios en favor del pueblo a lo largo de la historia de la salvación, que se continúa y llega a su culmen en María y en su Hijo Jesucristo.

 

4. MUJERES DE LA GENEALOGIA DE JESUS

Mateo comienza su Evangelio con la "genealogía de Jesús, el Mesías: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá, Judá engendró de Tamar a Fares, Fares engendró... Salmón engendró de Rajab a Booz, Booz engendró de Rut a Obed, Obed engendró a Jesé, Jesé engendró al rey David, David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón... Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,1ss).

Genealogía de Jesús según San Mateo

El relieve que se da a la madre de Jesús en esta genealogía aparece ante todo en el cambio literario al llegar el momento de hablar de ella: "Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,2-16). En el relato siguiente (v.18-25) se aclarará el sentido de dicho cambio. Pero ya es significativa la presencia de cuatro mujeres en la genealogía, como preparación para el hecho insólito que supone el salto a María, como Madre de Jesús.

Estas mujeres fueron instrumento del designio de salvación de Dios, aunque se caractericen por sus uniones matrimoniales irregulares (extranjeras o pecadoras). Estas son las mujeres que Mateo escogió y no otras quizás más significativas en la historia de Israel. La acción de Dios a través de modalidades humanamente "irregulares" subraya la gratuidad de la elección divina y prepara la narración de la maravilla realizada por el Altísimo en la Virgen María. Mateo comienza su evangelio (c. 1-2) viendo a María como el seno de la nueva creación, en donde el Dios de la historia de la salvación actúa de una forma absolutamente gratuita y sorprendente.

Mateo, aunque subraye el vínculo legal de Jesús con "José, hijo de David", afirma que lo que aconteció en María no es obra de padre humano, sino del Espíritu Santo: "El nacimiento de Jesús, el Mesías, fue así: su madre María estaba prometida a José y, antes de vivir juntos, resultó que había concebido por obra del Espíritu Santo" (1,18). Esta concepción es fruto de la acción de Dios: la misma acción que en las situaciones irregulares de las mujeres de la genealogía manifestó la fidelidad y el poder de Dios. De este modo, si, gracias a la ascendencia davídica de José, Jesús es legalmente hijo de David, gracias a la inaudita concepción virginal por obra del Espíritu Santo, es Hijo de Dios (2,15). En María se realiza la esperanza mesiánica davídica mediante una acción divina sorprendente, improgramable.

Jesús, hijo de David, es hijo de Tamar, de Rut, de Rajab y de Betsabé, las cuatro mujeres, además de María, que incluye Mateo en la genealogía. Cada una de ellas tiene un significado. Tamar es una mujer cananea que se fingió prostituta y sedujo a su suegro Judá, de quien concibió dos hijos: Peres y Zéraj; a través de Peres Tamar quedó incorporada a los antepasados de Jesús (Gén 38,24). Rahab es una prostituta pagana de Jericó, que llegó a ser ascendiente de Jesús, como madre del bisabuelo de David (Jos 2,1-21;6,22-25). Rut es una extranjera, descendiente de Moab, uno de los pueblos surgidos de la relación incestuosa de Lot y sus hijas y, por ello, despreciado por los hebreos; pero de Rut nació Obed, abuelo de David, entrando así en la historia de la salvación, como ascendiente del Mesías. Betsabé, la mujer de Urías, el hitita, perpetró el adulterio con David (2Sam 11), pero se hizo ascendiente de Jesús, dando a luz a Salomón.

Ruth y Noemí

Merece la pena contar brevemente al menos la historia de Rut. En el tiempo de los jueces, cuando aún no había rey en Israel y cada uno hacía lo que mejor le parecía, hubo una carestía en el país, carestía de pan y pobreza de alma y corazón. Entonces Elimélek (mi Dios es rey), descendiente del patriarca José, vivía en Belén en los montes de Judea, en el corazón de la Tierra Santa. Empujado por la carestía, Elimélek, con su mujer Noemí (mi gracia y alegría) y sus dos hijos, Majlón y Kilyón abandonaron la alta tierra de la promesa de Dios para descender a las bajas llanuras de Moab, más allá del Jordán, instalándose junto a los paganos cananeos, descendien­tes de Moab. Triste historia, pues si abandonan la tierra prometida a los padres es, sobre todo, porque han perdido la esperanza en Israel y en el Dios de Israel. No han dejado la tierra de Israel transitoria­mente, mientras pasa la carestía, sino que "llegados a los campos de Moab, se establecie­ron allí". El glorioso Elimélek ha decidido dejar tras de sí, en el pasado, la patria de Israel. ¡Qué bien expresan los nombres de los hijos la situación a que ha llegado esta familia: Majlón, el enfermizo, y Kilyón, el anonadado! Esta era la situación de Israel al final de la época de los jueces. El pueblo elegido se estaba arruinando, enfermo y anonadado.

Al poco tiempo, Elimélek murió y Noemí quedó viuda. Sus dos hijos, violando la ley de Moisés, se casaron con Orpá y Rut, dos muchachas moabitas no convertidas, de las que no tuvieron hijos. El dedo de Dios, que conduce la historia, les cerró el seno, haciéndoles estériles. Y, a los diez años, murieron también los dos esposos, los hijos de Noemí. La descendencia de Elimélek y Noemí se ha terminado en Moab; parece cancelada para siempre su existencia.

Noemí, entonces, sin esposo y sin hijos, decidió regresar a Belén, pues Yahveh había visitado su tierra, dándola de nuevo pan. Lo que ella esperaba encontrar en el exilio, lo descubre en medio de sus hermanos, los israelitas. Al despedir a sus dos nueras, ellas se echaron a su cuello entre sollozos. Finalmente, Orpá besó a su suegra y se volvió atrás, "a su pueblo y a su dios", permaneciendo para siempre en la idolatría del dios Moloch. Pero Rut no quiso separarse de Noemí: "No insistas en que te abandone y me separe de ti, porque donde tú vayas, yo iré, donde tú habites, habitaré yo. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios" (1,6). Así es como Rut, la moabita, llegó a Belén acompañando a su suegra Noemí. Era la época de la siega de la cebada. Rut dijo a Noemí:

-Déjame ir al campo a espigar detrás de aquel a cuyos ojos halle gracia.

Rut salió al campo y se puso a espigar detrás de los primeros segadores que encontró. Quiso la suerte -¡Bendito sea el Señor de la suerte!- que Rut fuera a dar en una parcela de Booz, de la familia de Elimélek, el esposo de Noemí. Algo tocó el corazón de Booz al ver y escuchar la voz de Rut. Sin marido, sin fortuna, extranjera, Rut no es más que una huérfana espigadora. Pero, aunque sea hija de idólatras, se ha refugiado en Belén bajo las alas del Santo de Israel. Aconsejada por su suegra, en la noche cálida y casta de junio, Rut descenderá a la era donde duerme Booz, después de haber aventado la parva de cebada, haber comido y bebido con la alegría de la cosecha. Con el pasmo en el corazón descubrirá los pies de Booz y se acostará junto a él. Y aquí entra en acción el Santo, bendito sea, que desde la creación se encarga de combinar los matrimonios, haciendo que se encuentren el hombre y la mujer creados el uno para el otro según sus designios. En los montes de Judea, coronados de estrellas, Booz se despertó sobresaltado de su profundo sueño y se encontró, como en los orígenes Adán, con una mujer acostada a sus pies.

Ruth y Booz en la genealogía de Jesús

Booz siente la presencia del Dios vivo, bendiciendo el amor que El mismo ha suscitado entre él, avanzado en edad, y la joven Rut, que "no ha ido a buscar esposo entre los jóvenes". Gracias al Santo, bendito sea, los dos pueden empezar a vivir y esperar que, en un día futuro, de su descendencia nazca el Esperado de Israel. Así Rut es rescatada por Booz, su go'el que, según la ley del levirato, la desposa y la hace madre en Israel.

De este modo, a través de Rut, entra en la historia de la salvación el pueblo de Moab, condenado a las tinieblas desde sus orígenes incestuosos. Lot, el ascendiente de Rut, se une finalmente a Abraham, ascendiente de Booz. Lot, el ambicioso sobrino de Abraham, se separó del tío descendiendo a las llanuras fértiles de Sodoma para establecerse en ellas. Rut, en cambio, siguiendo la fe de Abraham, decide emigrar "lejos de la casa de su padre, de su ciudad", para seguir a Noemí a Belén, al encuentro de su redentor (su go'el). De esta unión inesperada de un descendiente de Abraham y de una moabita, más tarde, nacerá el Mesías de Israel.

Son los designios misteriosos del Santo, que salva y lleva adelante la historia por vías insondables, por encima de los pecados del hombre. Si Rut es moabita, hija del incesto de la hija mayor de Lot, también Booz es descendiente de Peres, el hijo de la unión medio incestuosa de Tamar con su suegro, Judá, hijo del patriarca Jacob. Así es la genealogía del rey David, que va desde Peres a Booz, que engendró a Obed, padre de Jesé, del que nació David. En Israel se hará clásica la bendición de los ancianos, incorporando a Rut a las madres del pueblo elegido: "Haga Yahveh que la mujer que entra en tu casa (Rut) sea como Raquel y como Lía, las dos que edificaron la casa de Israel" (Rut 4,11).

Con tales uniones cumplió Dios su promesa y llevó adelante su plan de salvación. Tamar fue instrumento de la gracia divina para que Judá engendrase la estirpe mesiánica; Israel entró en la tierra prometida ayudado por Rahab; merced a la iniciativa de Rut, ésta y Booz se convirtieron en progenitores de David; y el trono davídico pasó a Salomón a través de Betsabé. Las cuatro mujeres comparten con María lo irregular y extraordinario de su unión conyugal. Nombrándolas Mateo en la genealogía llama la atención sobre María, instrumento del plan mesiánico de Dios, pues fue "de María de quien nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16). Esto sucede, dice Lutero, porque Cristo debía ser salvador de los extranjeros, de los paganos, de los pecadores. Dios da la vuelta a la cosas. María, en el Magnificat, canta este triunfo de lo despreciable, que Dios toma para confundir lo que el mundo estima.

María e Isabel - Magníficat

Desde el comienzo mismo del evangelio, advierte cuántas cosas se ofrecen a nuestra consideración. Conviene averiguar por qué, recorriendo el evangelista la línea genealógica por el lado de los varones, sin embargo intercala el nombre de varias mujeres; y ya que le pareció bien nombrarlas, por qué no las enumera a todas, sino que, dejando a un lado las más honorables, como Sara, Rebeca y otras semejantes, sólo menciona a las que se hicieron notables por algún defecto, por ejemplo a la que fue fornicaria o adúltera, a la extranjera o a la de bárbaro origen. Levanta tu mente y llénate de un santo escalofrío con sólo oír que Dios ha venido a la tierra. Porque esto es tan admirable, tan inesperado, que los ángeles en coro cantaron por todo el orbe las alabanzas y la gloria de semejante acontecimiento. Ya de antiguo los profetas quedaron estupefactos al contemplar que "se dejó ver en la tierra y conversó con los hombres" (Bar 3,38). En realidad, estupenda cosa es oír que Dios inefable, incomprensible, igual al Padre, viniera mediante una Virgen y se dignara nacer de mujer y tener por ancestros a David y a Abraham. Pero, ¿qué digo David y Abraham? Lo que es más escalofriante: a las meretrices que ya antes nombré... Tú, al oír semejantes cosas, levanta tú ánimo y admírate de que el Hijo de Dios, que existe sin haber tenido principio, haya aceptado que se le llamara hijo de David, para hacerte a ti hijo de Dios... Se humilló así para exaltarnos a nosotros. Nació él según la carne para que tú nacieras según el Espíritu (San Juan Crisóstomo).

La genealogía de Jesús, en Lucas, es más universal que la de Mateo, ya que se remonta, más allá de Abraham, hasta Adán. De los dos se dice: "hijo de Dios" (Lc 3,23.38), sin padre terreno. También para Lucas, en el nuevo comienzo del mundo, inaugurado por el nuevo Adán, se alude a la presencia de María, y a su concepción virginal. De este modo establece la relación entre Jesús, nuevo Adán, y el Adán primero, padre de todos los hombres. Un árbol genealógico que llega hasta Adán nos muestra que en Jesús no sólo se ha cumplido la esperanza de Israel, sino la esperanza del hombre, del ser humano. En Cristo el ser herido del hombre, la imagen desfigurada de Dios, ha sido unido a Dios, reconstruyendo de nuevo su auténtica figura. Jesús es Adán, el hombre perfecto, porque "es de Dios".

Las dos genealogías unidas nos dicen que Jesús es el fruto conclusivo de la historia de la salvación; pero es El quien vivifica el árbol, porque desciende de lo alto, del Padre que le engendra en el seno virginal de María, por obra de su Espíritu Santo. Jesús es realmente hombre, fruto de esta tierra, con su genealogía detallada, pero no es sólo fruto de esta tierra, es realmente Dios, hijo de Dios, como señala la ruptura del último anillo del árbol genealógico: "...engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16).

Israel, nación materna, es bendita entre todas las naciones, pues lleva a Cristo en su seno. Mientras los paganos están "sin Cristo" (Ef 2,12), el pueblo judío lo posee. "Jesús era la sustancia de este pueblo" (San Agustín). María es el lazo de la historia de Israel con la Iglesia, como madre de Cristo, a quien introduce en la estirpe humana. María queda indisolublemente unida a Cristo, asociada a El en la obra redentora, como queda ligada a la Iglesia, cuyo destino anticipa como primer miembro que realiza la forma más perfecta de su ser, es decir, la comunión con Cristo.

María, como todas las mujeres de la historia de la salvación, se ha dejado plasmar por el amor de Dios y por ello es "bendita entre todas las mujeres", "todas las generaciones la llamarán bienaventurada". En María se ha cumplido plenamente el designio creador y salvador del Padre para todo hombre. María ha recibido, anticipadamente, la salvación lograda por la sangre de Cristo. La singularidad de su gracia recibida sitúa a María entre las mujeres, en el corazón mismo de la humanidad. La singulari­dad propia de María es la de la plenitud y no la de la excepción. Dios le concede en plenitud la gracia impartida a la Iglesia entera, ofrecida a toda la humanidad. Ella es el icono de la salvación que Dios realiza para nosotros en Jesucristo. En la contemplación de esta imagen, cada cristiano tiene el gozo de descubrir la gracia que Dios le ofrece.

María e Isable: "Bendita tú entre todas las mujeres...."

"¡Bendita tú entre las mujeres!", exclama Isabel. En la Biblia, la gloria de la mujer está en la maternidad. Isabel reconoce en María la maternidad más maravillosa que pueda haber: más que la suya y la de todas las mujeres agraciadas por Dios con la maternidad imposible. El Apocalipsis lanza sobre la historia del pasado una mirada de profeta y sondea el misterio escondido. Contempla a la Iglesia de la primera alianza bajo la imagen de una mujer que, desde siempre, llevaba a Cristo en su seno. La presencia de Cristo en la humanidad se remonta hasta el alba de los tiempos. La antigua serpiente colocada ante la mujer encinta y que acecha al niño que va a nacer para devorarlo es la del paraíso terrestre (Ap 12,4.9). La Iglesia de Cristo existía desde entonces, representada por la primera mujer, en quien estaba depositada, como una semilla, la promesa del Mesías (Gén 3,15). Ha llevado a Cristo en un adviento multisecular, gritando con los dolores del parto, a través de su historia atormentada.

En la persona de Eva la promesa esta destinada a la humanidad entera. Poco a poco la promesa se concentra y se dirige a una raza, la de Sem (Gén 9,26); a un pueblo, el de Abraham (Gén 15,4-6;22,16-18); a una tribu, la de Judá (Gén 49,10); a un clan, el de David (2Sam 7,14). La promesa se precisa y el grupo se estrecha; se construye una pirámide profética en búsqueda de su cima: María, "de la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16).

¡Benditas son por ella todas las mujeres! El sexo femenino ya no está sujeto a la maldición; tiene un ejemplar que supera en gloria a los ángeles. Eva está curada. Alabamos a Sara, la tierra en que germinaron los pueblos; honramos a Rebeca, como hábil transmisora de la bendición; admiramos a Lía, madre del progénitor según la carne; aclamamos a Débora, por haber luchado sobre las fuerzas de la naturaleza (Ju 4,14); llamamos dichosa a Isabel, que llevó en el seno al precursor, que saltó de gozo al sentir la presencia de la gracia. Y veneramos a María, que fue madre y sierva, y nube y tálamo, y arca del Señor... Por eso digámosle: "Bendita tú entre las mujeres", porque sólo tú curaste el sufrimiento de Eva; sólo tú secaste las lágrimas de la que sufría; sólo tú llevaste el rescate del mundo; a ti sola se confió el tesoro de la perla preciosa; sólo tú quedaste encinta sin placer; sólo tú diste a luz al Emmanuel, del modo como él dispuso. "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1,42) (Proclo de Constantinopla)



     [1] Sara (Gén 18,9-15), Rebeca (Gén 25,21-22), Raquel (Gén 29,31;30,22-24), la madre de Sansón (Ju 13,2-7), Ana, madre de Samuel (1Sam 1,11.19-20), Isabel (Lc 1,36).

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