La Santa Comunión y la Oración final
Catequesis del Papa Francisco
21 de marzo de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Y hoy es el primer día de la primavera: ¡buena primavera! ¿Pero qué pasa en
primavera? Las plantas florecen, los árboles florecen. Os haré algunas
preguntas. Un árbol o una planta enfermos, ¿florecen bien si están enfermos?
¡No! Un árbol, una planta que no es regada por la lluvia o artificialmente,
¿puede florecer bien? No. Y un árbol y una planta de la que se han arrancado
las raíces o que no tiene raíces, ¿puede florecer? No. Pero sin raíces, ¿se
puede florecer? ¡No! Y este es un mensaje: la vida cristiana debe ser una
vida que debe florecer en obras de caridad, en hacer el bien. Pero si no
tienes raíces, no podrás florecer, y la raíz ¿quién es? Jesús! Si no estás
con Jesús, allí, en la raíz, no florecerás. Si no riegas tu vida con la
oración y los sacramentos, ¿tendrás flores cristianas? ¡No! Porque la
oración y los sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece. Os deseo
que esta primavera sea una primavera florida para vosotros, como será la
Pascua florida. Florida de buenas obras, de virtud, de hacer el bien a los
demás. Recordad esto, este es un verso muy hermoso de mi país: “Lo que el
árbol tiene de flor, viene de lo que tiene enterrado”. Nunca cortéis las
raíces con Jesús.
Y continuemos ahora con la catequesis de la santa misa. La celebración de la
misa, de la que estamos recorriendo los varios momentos, se ordena a la
Comunión, es decir a unirnos con Jesús. La comunión sacramental, no la
comunión espiritual, que puedes hacer en casa diciendo: “Jesús, yo querría
recibirte espiritualmente”. No, la comunión sacramental, con el cuerpo y la
sangre de Cristo. Celebramos la Eucaristía para alimentarnos de Cristo, que
se nos da tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para
conformarnos a él. Lo dice el Señor mismo: “El que come mi carne y bebe mi
sangre permanece en mí y Yo en él “(Jn 6:56). Efectivamente, el gesto de
Jesús que dio a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena,
continúa todavía hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono,
ministros ordinarios de la distribución a los hermanos del Pan de la vida y
del Cáliz de la salvación.
En la misa, después de haber partido el Pan consagrado, es decir, el cuerpo
de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles, invitándolos a participar en
el banquete eucarístico. Conocemos las palabras que resuenan en el altar
sagrado: “Bienaventurados los invitados a la Cena del Señor: este es el
Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo”. Inspirado por un paso del
Apocalipsis – “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap
19,9): dice “bodas” porque Jesús es el esposo de la Iglesia, – esta
invitación nos llama a experimentar la unión íntima con Cristo, fuente de
alegría y santidad. Es una invitación que alegra y al mismo tiempo empuja a
un examen de conciencia iluminado por la fe. Si, por un lado, vemos la
distancia que nos separa de la santidad de Cristo, por otra, creemos que su
Sangre es “derramada para la remisión de los pecados”. Todos nosotros hemos
sido perdonados en el bautismo, y todos nosotros somos perdonados o seremos
perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Y ¡no
lo olvidéis! Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de perdonar. Somos
nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Precisamente pensando en el
valor salvífico de esta Sangre, San Ambrosio exclama: “Yo que siempre peco,
siempre debo disponer de la medicina” (De sacramentis, 4, 28: PL 16, 446A).
En esta fe, también nosotros dirigimos la mirada al Cordero de Dios que
quita los pecados del mundo y le invocamos: “Señor, no soy digno de que
entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Esto lo
decimos en cada misa.
Si somos nosotros los que vamos en procesión para hacer la Comunión,
nosotros vamos en procesión hacia el altar para comulgar, en realidad es
Cristo quien viene a nosotros para asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con
Jesús!. Alimentarse de la Eucaristía significa dejarse cambiar en cuanto
recibimos. San Agustín nos ayuda a entenderlo, cuando nos habla de la luz
que recibió cuando sintió que Cristo le decía: “Yo soy el alimento de los
grandes. Crece, y me comerás. Y no serás tú el que me transformará en ti,
como el alimento de tu carne; sino que tú serás transformado en mí
“(Confesiones VII, 10, 16: PL 32, 742). Cada vez que comulgamos, nos
asemejamos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Así como el pan y el
vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor, del mismo modo los
que los reciben con fe se transforman en Eucaristía viviente. Al sacerdote
que, cuando distribuye la Eucaristía, te dice: “El Cuerpo de Cristo”, tu
respondes: “Amén”, es decir, reconoces la gracia y el compromiso que
conlleva convertirse en el Cuerpo de Cristo. Porque cuando tu recibes la
Eucaristía te vuelves cuerpo de Cristo. ¡Es hermoso esto; es muy hermoso! Al
mismo tiempo que nos une a Cristo, arrancándonos de nuestro egoísmo, la
Comunión nos abre y nos une a todos aquellos que son uno en Él. Este es el
prodigio de la Comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!
La Iglesia desea fervientemente que los fieles también reciban el Cuerpo del
Señor con las hostias consagradas en la misma misa; y el signo del banquete
eucarístico es más completo si la santa Comunión se hace bajo las dos
especies, aun sabiendo que la doctrina católica enseña que también bajo una
sola de las dos especies se recibe a Cristo todo e íntegro (cf. Instrucción
General del Misal Romano, 85; 281-282). Según la práctica eclesial, el fiel
se acerca a la Eucaristía normalmente en forma de procesión, como hemos
dicho, y comulga de pie con devoción, o de rodillas, tal como establece la
Conferencia Episcopal, recibiendo el Sacramento en la boca o, donde haya
sido concedido, en la mano, según desee (ver OGMR, 160-161). Después de la
Comunión, nos ayuda a custodiar en nuestros corazones el don recibido el
silencio, la oración silenciosa. Alargar un poco ese momento de silencio,
hablando con Jesús en el corazón nos ayuda mucho, así como un salmo o un
himno de alabanza (IGMR, 88) que nos ayude a estar con el Señor. (véase
IGMR, 88).
La Liturgia Eucarística se concluye con la oración después de la Comunión.
En ella, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para agradecerle
de habernos hecho invitados suyos y para pedir que lo que se ha recibido
transforme nuestra vida. La Eucaristía nos hace fuertes para dar frutos de
buenas obras y para vivir como cristianos. Es significativa la oración de
hoy, en la que pedimos al Señor que “el sacramento que acabamos de recibir
sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro
espíritu y nos asegure tu constante protección” (Misal Romano, miércoles de
la 5ª semana de Cuaresma). Acerquémonos a la Eucaristía: recibir a Jesús que
nos transforma en Él nos hace más fuertes. ¡Qué bueno y qué grande es el
Señor!.