CARDENAL JUAN BONA A LOS SACERDOTES: EL SACRIFICIO DE LA MISA (También los laicos pueden sacar mucho provecho)
Autor: Cardenal Juan Bona
1609-1674
Nota: El autor comenta la celebración de la Santa Misa como se celebraba antes de la reforma del Vaticano II. Los comentarios y las oraciones también reflejan el estilo de expresarse de aquel entonces. No permita que todo esto sea un obstáculo. Disfrute las enseñanzas y el espíritu eucarístico que le ofrece el autor.
CUESTIONES PRELIMINARES SOBRE EL MISMO SACRIFICIO DE LA MISA
DE LOS REQUISITOS NECESARIOS EN EL SACERDOTE PARA LA RECTA Y PIADOSA CELEBRACION DEL SACRIFICIO
VARIAS CONSIDERACIONES PARA ANTES DE LA MISA
DE LO QUE PRECEDE PRÓXIMAMENTE A LA CELEBRACION DE LA MISA
COSAS QUE DEBEN HACERSE DESPUÉS DE LA MISA
MODO DE CELEBRAR, CUANDO EL SACERDOTE NO PUEDE ORAR CON MAYOR DETENIMIENTO
Advertencia
Muy poco te entretendré en este vestíbulo, sacerdote quienquiera que seas que te dignas meditar este mi tratado, para darte a conocer mi propósito al publicarlo, su finalidad y manera de aprovecharlo. Ya desde que fui ordenado sacerdote empecé a sopesar lo arduo que es desempeñar rectamente el ministerio recibido e inmolar a diario por mis pecados y los ajenos al mismo Dios en el incruento sacrificio. Inducido, pues, por los estímulos de mi conciencia, repasando los escritos de los Santos Padres y de casi todos los autores más recientes que han publicado algo sobre el modo de celebrar santamente la Misa, de ellos recogí muchos documentos, los reuní y, añadiendo alguna cosa de mi cosecha, compuse este opúsculo que, a instancias de mis amigos, publico ahora después de muchos años. En primer lugar hago, de un modo general, algunas consideraciones preliminares sobre este sacrificio, su valor y sus frutos. En segundo lugar trato de aquellas cosas que son necesarias al sacerdote para la recta y piadosa celebración de la santa Misa. En tercer lugar trato de los actos inmediatamente anteriores a la celebración de la Misa y de su preparación próxima. En cuarto lugar, de la celebración en sí misma. Finalmente, de aquello que ha de hacerse una vez terminada la Misa.
Para mí y para los que como yo aún permanecen en el umbral de la perfección, inserté algunas oraciones y ejercicios que, si se rezan con frecuencia, fácilmente podrán preservar de las distracciones y encender en el amor de Dios. A otros, sin embargo, que se encuentran en un grado más alto, la unción del Espíritu Santo les enseñará más sublimes ejercicios.
Ahora bien, estos ejercicios no se han escrito con el fin de que cada día los recite el sacerdote que va a celebrar, sino que se recomienda leer algunas veces el librito, hasta tanto que las ideas en ellos expresadas sean perfectamente captadas y con ellas la voluntad se imbuya en piadosos afectos; entonces cada uno puede escoger aquellos con que más se sienta impresionado; y cuantas veces vaya a celebrar, puede de ésos tomar según su arbitrio y devoción.
Su abundancia y extensión espantará a algunos; pero ello es debido a su inexperiencia, pues ellos mismos, una vez formados con el ejercicio y la práctica, llegarán a convencerse de que es facilísimo y de muy poco trabajo lo que antes creyeron difícil y laborioso. La mente camina con mayor rapidez que la lengua, y lo que no puede explicarse sino por un largo discurso, se concibe con un único acto de la mente.
...Mucho enseña la experiencia, con la ayuda de Dios, y pido insistencia, sobre todo para mí, "ne forte cum aliis praedicaverim, ipse reprobus efficiar", no sea que habiendo predicado a los otros venga yo a ser reprobado. Que la gracia del Señor se vuelque con largueza sobre mí y sobre los que quieran utilizar mi trabajo.
CUESTIONES PRELIMINARES SOBRE EL SACRIFICIO DE LA MISA
I. Qué clase de
sacrificio es la Misa
II. De los que
ofrecen este sacrificio
III. Eficacia del
sacrificio de la Misa
IV. Del valor y frutos
del sacrificio
V. Qué método ha de observarse en la aplicación de la Misa
I. Qué clase de sacrificio es la Misa
Aunque muchos eran los sacrificios en la antigua Ley, en la nueva, sin
embargo, sólo existe un único sacrificio, que tanto más perfectamente
excede la diferencia de todos los holocaustos de la Ley mosaica cuanto
más excelente y aceptable a Dios es la víctima que en él se inmola. Es,
pues, la Misa sacrificio latréutico o de adoración, ofrecido a Dios para
rendirle el supremo culto y el más alto honor, como a nuestro primer
principio y nuestro último fin, en testimonio de su excelencia infinita,
de su dominio y majestad, y de nuestra dependencia, servidumbre y
sujeción a El. Es eucarístico: acción de gracias por todos los
beneficios (que nos hace el mismo Dios en cuanto es nuestro bienhechor)
de naturaleza, de gracia y de gloria. Es propiciatorio y satisfactorio
por los pecados y las penas merecidas, pues aplica a todos aquellos por
quienes se ofrece la fuerza y la virtud del sacrificio de la cruz; más
aún, es el mismo sacrificio en la substancia ("quoad substantiam"),
la misma hostia y el mismo oferente principal, aunque se ofrezca de
diverso modo. Y se llama propiciatorio porque por esta oración el Señor
es aplacado y concede la gracia y el don de la penitencia a los
pecadores que no ponen obstáculos; condona las penas merecidas por el
pecado porque por el sacrificio de la Misa se aplica el sacrificio de
Cristo, quien satisfizo en la cruz por los pecados de todo el mundo.
Condona las mismas penas a los difuntos que están en el purgatorio,
porque con este fin fue instituido también por Cristo, como consta por
la postestad que
se confiere a los sacerdotes en la ordenación, de ofrecerlo por vivos y
difuntos; este efecto nunca se puede impedir, porque es imposible que
aquéllos pongan óbice alguno. Por tanto, para aquellos por los cuales se
ofrece, vivos o difuntos, la remisión de la pena será en la misma medida
que en su misericordia fijó el mismo Cristo. Pues aunque la víctima que
se ofrece es de valor infinito, sin embargo, nuestra oblación, según
enseñan comúnmente los teólogos, sólo tiene un efecto finito. Para los
que conjuntamente ofrecen el sacrificio, este efecto se aumenta según la
devoción y disposición interior de cada uno. Por último, habiéndonos
merecido Cristo no sólo la remisión de los pecados, sino también otros
muchos beneficios, este sacrificio es por consecuencia también
impetratorio de todos los bienes, primero de los espirituales, y en
segundo lugar de los temporales, en cuanto que a aquéllos conducen. Pero
como de por sí solamente tiene el poder de impetrar en general, para que
algo determinado se impetre, la intención del oferente debe aplicarse a
ello de modo especial. Sin embargo, para impetrar por la Iglesia siempre
interviene la intención de la misma Iglesia, principalmente con relación
a aquello que en las oraciones de la Misa se pide a Dios; pues también
la Iglesia es oferente en la persona de su ministro.
II. De los que ofrecen este sacrificio
El primero y principal oferente es Cristo, el único que pudo ofrecer un sacrificio aceptable al Padre, y por ofrecerlo diariamente y por medio de sus ministros sacerdotes, se dice que es sacerdote eterno, según está escrito: «Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech». «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec». Cristo, pues, no sólo es oferente por haber instituido el sacrificio y por haberle conferido toda la fuerza de sus méritos, sino sobre todo porque el sacerdote en su persona, en cuanto ministro y legado de Cristo, realiza el sacrificio en representación suya, como consta por las palabras de la consagración; pues no dice: «Este es el Cuerpo» o «Esta es la Sangre de Cristo», sino «Este es mi Cuerpo» o «Esta es la Sangre de Cristo», sino «Este es mi Cuerpo», «Esta es mi Sangre». Por lo tanto, Cristo juntamente con el sacerdote ofrece a Dios Padre por los hombres el mismo sacrificio; y en virtud; y en virtud de su Persona, que es de una santidad purísima y de una dignidad infinita, este sacrificio es siempre puro y grato a Dios, aunque se ofrezca por un ministro pecador.
El segundo oferente es la Iglesia católica, de quien es ministro el sacerdote y todos sus fieles no excomulgados, que de algún modo lo ofrecen también por medio del sacerdote no en cuanto ministro, sino en cuanto legado o mediador. Pues así como se dice que toda sociedad obra lo que su legado realiza en su nombre, de la misma manera puede decirse también que todos los católicos ofrecen el sacrificio porque el sacerdote, en la persona de toda la Iglesia, sacrifica en nombre de ellos. Aunque no todos de la misma manera, pues unos ofrecen el sacrificio sólo habitualmente, porque ni están presentes en el sacrificio, ni piensan en él; no obstante, al estar todos unidos a la Iglesia por la caridad, se supone que hacen habitualmente lo que ella hace. Otros de manera causal, mandando o procurando que alguien celebre el santo sacrificio, lo que ocurre sobre todo cuando se dan limosnas con este fin. Otros, por último, lo ofrecen actualmente; son los que están de hecho presentes en el sacrificio.
El tercer oferente y ministro propio de este sacrificio es el sacerdote legítimamente ordenado, cuya potestad es tan firme e inamovible que, aun en el caso en que sea hereje o esté suspenso, depuesto, degradado o excomulgado, realiza y ofrece este sacramento, aunque ilícitamente, siempre que emplee la materia y la forma legítimas. Y no se mengua tampoco el valor del sacrificio aunque el sacerdote sea totalmente indigno o esté apartado de la Iglesia; pues el fruto no depende de la cualidad del ministro, sino de la institución de Cristo.
III. Eficacia del sacrificio de la Misa
Se puede considerar en este sacrificio una doble eficacia, una que llaman los teólogos «ex opere operato» ,independiente del mérito y de la dignidad del ministro; otra «ex opere operantis», que depende del sacerdote oferente, de su mérito y santidad, de quien recibe su valor y virtud. Enseñan los teólogos que el primer efecto «ex opere operato» ni el sacerdote ni los fieles lo reciben, en cuanto oferentes, sino en cuanto el sacrificio se ofrece por ellos; pues el sacrificio no produce este efecto sino en favor de aquellos para quienes fue instituido y del modo según el cual fue instituido; ahora bien, fue instituido para que se ofreciera por los hombres, y precisamente en provecho de aquellos por quienes se ofrece; y como quiera que aplica la virtud del sacrificio de la cruz, no causa este efecto sino en la persona a quien se aplica tal virtud, cosa que realiza el oferente al hacer la oblación por una persona determinada. Fue siempre opinión constante entre los católicos que este sacrificio produce «ex opere operato» (es decir, si no pone obstáculo la persona por quien se ofrece) efectos infalibles y determinados, como son la remisión de alguna pena debida por pecados ya perdonados o el don de una gracia preveniente para obtener la remisión de los pecados cometidos. Por lo que se refiere a la eficacia impetrativa, sabemos por experiencia cotidiana que no es infalible, pues no siempre obtenemos todo lo que pedimos ni aquella intención por la que se ofrece el sacrificio. Esto procede de la naturaleza de la impetración que exige libertad en el que concede, de tal manera que puede conceder o negar a su arbitrio aquello que se pide. Pedimos, pues, exponiendo nuestras razones que creemos pueden mover a Dios a obrar en un sentido, sin que esté obligado por ello en virtud de un pacto establecido. En consecuencia, no pedimos nada sin que nuestra voluntad esté conforme, respecto de lo que pedimos, con la voluntad de Cristo, a la que por sernos desconocida no podemos acomodarnos del todo. Es cierto, sin embargo, que el sacrificio no carece de este efecto, porque aunque Dios no conceda lo que precisamente pedimos, nos otorga lo que «hic et nunc» juzga más conveniente para nosotros.
Respecto al segundo efecto «ex opere operantis», dos son los motivos por los que puede aumentar su eficacia. El primero es la probidad y dignidad del celebrante, cuya raíz son la gracia santificante y las virtudes que acompañan a la gracia; pues cuanto más santo y más grato a Dios sea el sacerdote, tanto más aceptables serán sus dones y oblaciones. La segunda es la devoción actual con la que se ofrece el sacrificio; pues cuanto mayor sea aquélla, tanto más le servirá de provecho. Y así como las demás obras buenas que hace el justo son tanto más meritorias e impetratorias, y valen más para la satisfacción y remisión de la pena como cuanto con mayor perfección y fervor se hagan, así también este sacrificio, ya se considere como sacrificio o como sacramento, cuanto más devotamente se ofrece y se recibe, tanto más aumenta el mérito y aprovecha más a quienes lo ofrecen por sí mismos y lo reciben y a aquellos por los que se ofrece. Debe procurar, por tanto, el sacerdote ser muy grato y acepto a Dios por el continuo ejercicio de las virtudes heroicas, crecer ante El en gracia y santidad, y celebrar siempre con gran fervor y devoción. Y con ello, él mismo como aquellos por quienes se ofrece el sacrificio, alcanzan mayores y más eficaces efectos «ex opere operantis».
IV. Del valor y frutos del sacrificio
Aunque algunos teólogos estiman que este sacrificio tiene «ex opere operato» un valor o eficiencia de intensidad infinita por cuanto en sustancia es el mismo sacrificio de la cruz, y la víctima ofrecida, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es de un precio infinito, y el mismo Cristo, oferente principal, es una Persona de dignidad infinita, sin embargo, la opinión más cierta y más común es que no tiene sino un valor finito. La razón principal de lo que acabamos de decir se deduce de la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo, quien no quiso instituir este sacrificio para conferir un fruto intensamente infinito; lo mismo que de hecho los ángeles rebeldes no fueron redimidos porque Cristo no quiso aplicarles los méritos de su pasión. Otra razón estriba en que para la eficacia infinita del sacrificio, además de la infinitud de la hostia y del oferente principal, se exige también infinitud por parte de aquel que inmediatamente ofrece. Y como quiera que el sacerdote inmediatamente operante es de dignidad finita, también el valor del sacrificio en cuanto a su eficiencia y a su influjo actual será finito, porque aquella acción es producida inmediatamente por una persona finita, y en esto difiere nuestro sacrificio del de la Cruz, ya que éste fue ofrecido inmediatamente por una Persona infinita, y, por tanto, fue una acción infinita en su entidad moral, e infinitamente grata a Dios Padre. Apoya esta doctrina el sentir común de los fieles, que procuran ofrecer sacrificios muchas veces por sí y por los suyos, lo cual ciertamente no harían si reconociesen una eficacia infinita en cada sacrificio. Y también los sacerdotes podrían satisfacer en ese caso seiscientas obligaciones con un único sacrificio, lo cual está prohibido terminantemente por decretos eclesiásticos. En vano se ofrecerían tantos sacrificios por un solo difunto; bastaría uno para librar a todas las almas del purgatorio. Finalmente, la Misa de cualquier sacerdote se equipararía al sacrificio de Cristo en la cruz, que ciertamente fue único por ser de valor infinito. Y no hay que concebir lo que se contiene en el sacrificio como una entidad natural que obra en proporción al máximo grado de su eficiencia, sino como un ser libre cuya operación tiene el grado de eficacia que determina el agente principal, Cristo nuestro Redentor, quien, por medio de este incruento sacrificio, quiere aplicarnos sólo un fruto de su pasión, finito y limitado. Por tanto, el sacrificio tiene una eficacia finita en orden a todos sus efectos, a excepción de la fuerza impetrativa, de la que todos están de acuerdo en afirmar que es finita precisamente porque no consiste en algo producido por el sacrificio, sino en la excelencia y su intrínseca dignidad, en cuanto que objetivamente mueve a Dios a que conceda lo que se pide, aunque no siempre lo conceda, sino cuando juzga que el concederlo conviene a nuestra salvación.
Si hablamos, en cambio, de una infinitud extensiva, a saber: si el sacrificio ofrecido por muchos aprovecha igualmente a cada uno como lo produciría si por él solo se ofreciese, se nos presenta un grave problema, que hay que resolver distinguiendo antes los frutos de la Misa. Pues hay tres partes en el valor de la Misa, o sea, un triple fruto: general, especial y medio. El primero se extiende a todos los fieles; el segundo es propio del celebrante, y el tercero depende de la voluntad del sacerdote, que lo aplica a quien quiere. El primero se sigue de que este sacrificio se ofrece de modo general por todos los fieles vivos y difuntos; es, pues, lo mismo en cuanto a la sustancia que el sacrificio de la Cruz, que fue ofrecido por todos, y consta por el Canon de la Misa que el sacerdote debe aplicarlo por todos, por el Papa, por el Obispo, por toda la Iglesia militante y purgante, sin poder dejar de hacer esto, ya que fue precisamente destinado para ello de modo especial por la misma Iglesia. Por lo cual, este fruto se aplica a todos los fieles que participan de la unidad de la Iglesia y que no ponen óbice, y así puede ser en cierto modo extensivamente infinito, y todos y cada uno, si no queda por ellos, pueden percibir el fruto íntegro como si se tratara de uno solo. Se discute si este fruto supone sólo la impetración o también la satisfacción. El segundo fruto tiene su fundamento en que el sacerdote ofrece el sacrificio también por sí mismo. «Offero -dice- pro innumerabilibus peccatis et
offensionibus et negligentiis meis». Debe, pues, como dice el Apóstol: «Quemadmodum pro populo ita etiam pro
semetipso oferre pro peccatis», y por esta razón debe ofrecer sacrificio en descuento de los pecados, no menos por los suyos propios que por los del pueblo. El sacerdote recibe este fruto, en cuanto celebra por sí mismo como ministro público; el fruto de que hablamos, por tanto, no es aplicable a otro, pues al ofrecer el sacrificio por sí mismo con las palabras «pro peccatis et offensionibus meis», a sí mismo se las aplica, y lo que se aplica a sí mismo no se lo puede aplicar a los demás. El tercero se colige de la misma naturaleza del sacrificio, que por estar instituido para los hombres debe, por tanto, aprovechar a aquellos por quienes se ofrece. Según opinión común, este fruto medio no es extensivamente infinito, sino que a cuantos más se extiende más disminuye. El sacerdote debe aplicar este fruto a aquel por quien especialmente está obligado a celebrar por razón de beneficio, limosna, precepto del superior o por cualquier otro título; y esto antes de la Misa, o al menos antes de la Consagración; pues si la esencia de la Misa consiste únicamente como sostienen la mayoría de los autores, en la consagración, de nada valdría hacer después la aplicación del fruto estando ya el sacrificio consumado «quoad substantiam».
V. Qué método ha de observarse en la aplicación de la Misa
Como ya dijimos que el fruto debe ser aplicado por los sacerdotes, se hace necesario, según la común y más extendida opinión de los teólogos, establecer alguna práctica o método para hacer esta aplicación que sirva a los sacerdotes para no resbalar en cosa de tanta importancia ni faltar a su obligación. Primero hay que tener en cuenta que el sacerdote ofrece este sacrificio en nombre de muchos: en nombre de Cristo, primero y principal oferente de cuyo mérito emana el valor del sacrificio y de cuya voluntad depende en gran manera su aplicación; además, en nombre de la Iglesia, a la que Cristo concedió la dispensación de sus méritos y satisfacciones; después en su propio nombre, en cuanto que ofrece por su libre voluntad y lo aplica a sí mismo y a otros, según su arbitrio; finalmente, en nombre de los otros fieles, quienes, juntamente con él o por medio de él, ofrecen el sacrificio con voluntad interna, a saber: aquellos que ayudan y asisten a Misa, o han dado limosnas para su celebración. Además, Cristo y la Iglesia quieren que todos los fieles sean partícipes de los frutos del sacrificio cuantas veces se ofrezca, siempre que sean capaces y no pongan por su parte ningún óbice; tampoco se exige aplicación alguna por parte del sacerdote celebrante, para que este fruto común se extienda a todos. Sin embargo, por voluntad y disposición del mismo Cristo, una parte notable de todos los frutos se deja a la libre aplicación y determinación tanto del mismo sacerdote celebrante, en cuanto ministro y dispensador de sus misterios, como de los otros que ofrecen junto con él; lo cual se desprende del consentimiento común de la Iglesia, que aprueba la costumbre de los fieles, según la cual este sacrificio se ofrece particularmente por ellos; y en vano harían esto si todo el fruto del sacrificio estuviese ya aplicado y nada quedara para aplicar por la intención del sacerdote. El sacerdote, en la acción de este sacrificio, es superior a los otros que ofrecen con él; de esta manera la aplicación de los frutos depende principalmente de la intención; pues, como es un acto de la potestad de orden, está sujeto a su voluntad.
Pero es del todo incierto cuánta y cuál sea la parte del fruto que Cristo Nuestro Señor quiso correspondiese ya a todos los fieles en general, ya especialmente a aquellos a los que se aplica por la intención particular del sacerdote celebrante; ni la Sagrada Escritura, ni la Tradición de la Iglesia, ni los Concilios, ni los Santos Padres han declarado ni definido nada acerca de esto. En consecuencia, basta que el sacerdote quiera aplicar según su obligación o devoción el fruto del sacrificio a determinadas personas, en la medida en que Cristo Nuestro Señor le concedió el poder aplicarlo.
Debe tenerse en cuenta, en segundo lugar, que para que el sacerdote aplique válidamente el fruto del sacrificio es necesaria la intención que, como dicen los teólogos, se requiere para conferir válidamente cualquier sacramento. No es, pues, suficiente que la intención sea habitual; que sea actual es óptimo y laudable, aunque no necesario; basta, pues, la intención virtual, es decir, aquella que procede de la actual, y que, al no haber sido revocada, se mantiene todavía en vigor. Esta intención, sin embargo, debe coincidir con la misma realización del sacrificio, ser cierta y determinada y no dejar en suspenso el efecto del sacrificio, ya que no puede depender de condición futura. Ahora bien, si el sacerdote no aplica a nadie el fruto del sacrificio, o aquel por quien lo ofrece no es capaz o no lo necesita, el fruto queda en el tesoro de la Iglesia. De donde infieren los teólogos que en tal caso es mejor tener condicionada la voluntad y aplicar el sacrificio por alguien que pueda gozar de este fruto. A algunos les parece también ser muy conveniente que el sacerdote, que quiere celebrar por varias personas, las mencione especial y concretamente, no de un modo general y confuso, porque en este caso aprovecha menos a cada uno en particular; el sacrificio produce, pues, su efecto según el modo en que se aplique, y la aplicación es más perfecta en cuanto se les nombra a todos por separado. Para evitar los escrúpulos que puedan surgir a causa de la aplicación, debe el sacerdote dejar de lado todas las opiniones inciertas y aplicar el fruto del sacrificio primera y principalmente por aquel por quien está obligado a celebrar en razón de beneficio, limosma, promesa u obligación especial. Entonces, sin ningún perjuicio por esa parte, hasta donde le sea permitido, podrá asimismos aplicar por otros especialmente unidos o encomendados a él por caridad o por cualquier otra razón, conformando y subordinando perfectamente su intención a la intención de Cristo, de quien él está constituido dispensador, extender a muchos una parte de los frutos, parte que, dada la suma e inefable misericordia de Dios, no se puede esperar que sea sino abundantísima.
DE LOS REQUISITOS NECESARIOS EN EL SQCERDOTE PARA LA RECTA Y PIADOSA CELEBRACIÓN DEL SACRIFICIO
I. Pureza de vida
II. Retitud de intención
III. Devoción actual
El sacerdote puede aplicarse a sí mismo, con respecto a la celebración del sacrificio, lo que en otro tiempo dijera David acerca de la edificación del Templo: "Opus grande est; neque enim homini
praeparatur habitudo, sed Deo". "Es grande la obra, porque la casa no es para los hombres sino para Dios". Pues quien se acerque a Dios, para sacrificar incruentamente a su Hijo Unigénito, emprenda tan excelsa obra con temor y temblor, examínese a sí mismo y prepárese a recibir con las debidas disposiciones los ubérrimos frutos del sacrificio. Tres son principalmente las disposiciones requeridas en el sacerdote: pureza de vida, rectitud de intención y devoción actual. La pureza de vida consiste en dos cosas: primero en estar limpio de todo pecado no sólo mortal, sino también de todo pecado venial deliberado y de todo afecto hacia el mismo pecado venial. Si bien no podemos evitar totalmente los pecados leves, podemos y debemos, sin embargo, arrancar de raíz con todas nuestras fuerzas la afección a los mismos, de tal manera que no nos apeguemos a ellos por voluntad o afecto. En segundo término, la pureza de vida consiste en procurar con toda diligencia ser puro, santo y adornado de toda virtud, y considerar especialmente dirigidas a uno mismo estas palabras del Apocalipsis: "Qui iustus est iustificetur adhuc; et sanctus sanctificetur adhuc", "el justo justifíquese más y más y el santo más y más santifíquese". Con razón San Juan Crisóstomo dice: "Quo non oportet esse puriorem tali fruentem
sacrificio? Quo solari radio non splendidiorem manumcarnem hanc
dividentem? Os quod igne spirituali repletus? Linguam quae tremendo nimis sanguine
rubescit? cogita qualisit insignitus honore?, quali mensa fuearis: quod angeli videntes
honescunt, neque litere audent
intueri propter enicanteminde splendorem,
hoc non pascimur, huic non unimur et facti
sumus unum Cristi corpus
et una caro". "¿Qué pureza hay que no deba sobrepujar el que participa
de tal sacrificio? ¿Qué rayos de luz a que no deba hacer ventaja la mano
que divide esta carne, la boca que se llena de este fuego espiritual, la
lengua que se enrojece con tan veneranda sangre? Considera cuán crecido
honor se te ha hecho, de qué mesa disfrutas. A quien los ángeles ven con
temblor y, por el resplandor que despide, no se atreven a mirar de
frente, con Ese mismo nos alimentamos nosotros, con El nos mezclamos y
nos hacemos un mismo cuerpo y carne de Cristo".
Enseña Santo Tomás que el efecto propio de este sacramento es transformar al hombre en Dios, y hacerse semejante a El por el amor. ¿De qué fe debe estar imbuido, con qué esperanza confortado, de qué caridad encendido, de qué inocenciaadornado, quien tal víctima inmola a diario, recibe a Dios y se transforma místicamente en El? Pues si la disposición, como dicen los filósofos, debe ser proporcionada a la forma a que dispone, será sin duda necesaria una disposición divina para recibir el alimento divino; para que esa vida sea entonces divina y sobrehumana, debe oponerse en absoluto a una vida puramente humana y carnal. Quien así vive se separa de las criaturas y se une tan sólo a Dios; sólo Dios reside en su inteligencia, sólo El en su voluntad, en sus conversaciones y en sus obras. Nada hay en él de mundano, nada que diga relación a la carne o a los sentidos; ódiase a sí mismo, crucifica su cuerpo con el yugo de la mortificación, desprecia las riquezas, huye de los honores, ama el pasar oculto y ser tenido en nada. Examine, pues su vida el sacerdote, y si observa que no se conforma a la semblanza que de ella hemos hecho, sino que todavía la encuentra terrena, procure convertirla en divina por el diligente ejercicio de las virtudes. Aquí también cabe señalar la limpieza externa del cuerpo y del vestido, la gravedad y la madurez que testimonien de él ser un presbítero, esto es, un "senior"; tal ha de ser la compostura entera de este hombre que todos con sólo mirarle se edifiquen.
La segunda disposición para celebrar en el sacerdote es la rectitud de intención, pues nuestras acciones adquieren el elogio de virtuosas o la nota de viciosas por el fin que pretendemos. Para que la intención sea recta no sólo se ha de excluir todo fin malo y ajeno a la institución del mismo sacrificio, sino que también se prohibe acercarse a él sólo por costumbre, sin previa preparación y sin la consideración actual de tan gran misterio. El sacerdote que ha de celebrar debe considerar, pues, con toda diligencia, el fin por el que se mueve; si es por lucro deleznable u otro motivo humano, si busca el pan terreno y no el celestial; no la salud del alma sino el provecho del cuerpo; a fin de que no abuse para su perdición del sacrificio instituido para vida del mundo. Propóngase un fin excelso, celestial, sobrenatural, que mire a la gloria de Dios, a su propia salvación y a la perfección y utilidad del prójimo. Dirija su intención a purificarse, por medio de esta víctima salvadora, de sus pecados, a curarse de las enfermedades del alma, a protegerse de los peligros inminentes, a liberarse de las tentaciones y adversidades; a pedir algún beneficio y dar gracias por los recibidos; a obtener las virtudes, el aumento de la gracia y el don de la perseverancia: a interceder ante Dios por las muchas necesidades del prójimo y por el descanso de los difuntos, y encomendar a toda la Iglesia; a rendir a Dios el culto de latría y a los santos el honor y veneración debidos; a conmemorar la pasión y muerte de Cristo, como El mismo mandó, diciendo: "Hoc facite in meam commemorationem", "haced esto en memoria mía", para que, limpio de toda mancha de la carne y del espíritu, se una inseparablemente con Dios y esté así "consummatus in unum", hecho una misma cosa con El. Por estos y otros motivos conviene concretar la intención antes de la Misa, según al fórmula que al final se inserta. No hemos de olvidar aquí que algunos hombres de eximia santidad y doctrina, teniendo siempre presente lo efímero de la vida, reciben a diario en el sacrificio de la misa el Cuerpo y la Sangre de Cristo como si hubiesen de morir en ese día, con la intención de que les sirva a ellos de Viático para la vida eterna. Sería de gran provecho para el sacerdote reflexionar a menudo con gran solicitud sobre el tema de la muerte y de la eternidad.
La tercera disposición consiste en la devoción actual. Para avivar este sentimiento debe el sacerdote, en primer lugar, poner especial cuidado en considerar con fe firme y ponderar con sublime estimación todo lo que enseña la Iglesia sacrosanta sobre este inefable misterio, y los tesoros de gracias celestiales que en él se encierran. Pues con las palabras de consagración pronunciadas por él se convierte el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, y bajo el velo de las especies sacramentales se hacen presentes el Cuerpo purísimo de Cristo que, por nuestra salvación, fue clavado en la Cruz; su Sangre que por nosotros fue derramada, y el alma gloriosa, en la que residen todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios; en una palabra, Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, que ha de venir con gran majestad a juzgar a los vivos y a los muertos y al mundo por el fuego.
En segundo término, para excitar la devoción, es necearia la humildad, que en la institución de este sacramento resplandece más aún que las otras virtudes. Cristo, en efecto, siendo Dios en la forma, se anonadó a sí mismo y encubrió bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo, su Sangre y su Divinidad, exponiéndose a las injurias de hombres pecadores que, llenos de inmundicia, pretenden acercarse a El y tocarle con sus manos contaminadas. Es, pues, de justicia en el sacerdote imitar tan gran humildad, adentrarse en su nada y en nada tenerse. Sólo la humildad nos prepara dignamente para recibir a tan excelso huésped. Ninguna disposición, ninguna facultad, ninguna virtud nuestra nos hace dignos de ello, sino sólo la gracia de Dios; debemos por tanto, reconocer nuestra indignidad y apoyarnos únicamente en la misericordia divina.
En tercer lugar, porque Cristo mereció para nosotros, por su pasión acerbísima, las delicias de esta mesa, leemos que los sacerdotes santos avivan el fuego de la devoción con ayunos, disciplinas, cilicios y otras mortificaciones de esta índole; también nosotros hemos de imitarles, sacrificándonos al Cordero, que se inmoló por nosotros; por el silencio, la abstinencia, la guarda de los sentidos, sin omitir las mortificaciones corporales conforme a las fuerzas y condición de cada uno. Por último, mucho aprovechan para la devoción las ansias vehementes, un ferviente deseo y un ardiente amor a este Pan angélico del cual nos invitó a comer el Señor cuando dijo: "Venite ad me, omnes qui laboratis et onorati estis, et ego reficiamvos", "venid a mí todos los que trabajáis y estáis cansados y yo os aliviaré". Y si nos falta este deseo, debemos por lo menos pedírselo al Señor con fervorosos actos de amor: "Desiderium enim pauperum exaudiet, et animam esurientem satiabitbonis", "porque escucha los deseos de los pobres y al famélico le llenó de sus bienes".
VARIAS CONSIDERACIONES PARA ANTES DE LA MISA
I. Dignidad y santidad
del sacerdote
II. Excelencia de este
sacrificio
III. Necesidad del sacrificio
IV. Con qué
reverencia debe celebrarse
V. Otras consideraciones para inflamar la piedad del celebrante
I. Dignidad y santidad del sacerdote
No hay entre los hombres dignidad ni excelencia alguna que pueda
compararse a la sublimidad del estado sacerdotal. Supera al esplendor de
todos los príncipes, excede la potestad de todos los reyes, pues la
autoridad de éstos se circunscribe a las cosas terrenas y temporales,
mientras que la potestad del sacerdote se extiende también a lo eterno y
celestial, para cuya consecución príncipes y reyes acuden al sacerdote,
imploran su ayuda y no se avergüenzan de someterse a él. Por lo cual
dijo el Apóstol que el sacerdote se escoge de entre los hombres "ut offerat dona
et sacrificia",
"para que ofrezca dones y sacrificios"; y si, elevando sobre los demás,
sobrepasa la común condición humana es por estar constituido mediador
entre Dios y los hombres, "in iis quae sunt ad
Deum", "en lo que mira al culto de Dios". El profetaMalaquías les
compara a los ángeles con estas palabras: "Labia enim sacerdotis custodient scientiam,
et legem requirent ex
ore eius quia angelus Domini exercituum est",
"pues los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría y de su boca
ha de salir la doctrina, porque es un enviado de Yavé".
Más aún, por la potestad que tiene de absolver los pecados y de
consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es superior a los mismos
ángeles, y como dice San Gregorio Nacianceno, Orat. 1:
"Quaedamilli divinitas inest, aliosque
efficit Deos."
Te conviene considerar esto con todo esmero, sacerdote de Cristo, quien
quiera que seas, para que no se te aplique la sentencia del salmista:
"Homo, cum in
honore esset,
non intellexit, comparatus estiumentis i
nsipientibus,
et similis factus est illis".
Que no haya nada terreno en ti, que tu conversación sea angélica, tu
vida divina, tus costumbres saludables. ¿Qué hay más vil que la
deformación de un honor tan sublime y una vida tan digna, que la
actuación ilícita en una profesión tan santa? Atiende, pues, a que la
conducta convenga dignamente al nombre, y las costumbres a la dignidad.
Pues, si Dios mandó a los sacerdotes de la antigua Ley que fuesen santos
para ofrecer convenientemente el incienso y los panes de la proposición,
¿cuánta mayor santidad debe encontrarse en ti, que diariamente ofreces y
recibes al Hijo de Dios? Y si el cuerpo suele adquirir las cualidades de
los alimentos con que se nutre, es de todo punto razonable que imites
las condiciones de Cristo, a quien recibes diariamente en la Eucaristía,
y trates de vivir sus virtudes. Cristo se esconde bajo las humildes
especies del pan y del vino y no se manifiesta por ningún otro indicio;
esconde tú también los dones de Dios, y ama el pasar oculto y ser tenido
en nada. El está allí expuesto a las injurias de los pecadores, de los
infieles y hasta de las bestias. Tú, de igual manera, sométete a todos,
y conserva la paciencia ante cualquier desprecio y oprobio. El apacienta
a todos con su vida, sin hacer acepción de personas; sé tú liberal con
todos, cultiva un celo sincero con las almas sin respetos humanos. El,
aun cuando se dividen las especies no sufre división ni menoscabo
alguno; tú también en toda dificultad mantén un ánimo sereno y
totalmente imperturbable. El no desprecia ningún lugar y permanece allí
donde le coloca cualquier sacerdote, por muy pecador que sea; tú, de una
manera semejante, sé indiferente a todo lugar y oficio y no rehuses ningún
cargo que te impongan los superiores. Finalmente en este sacramento
desaparece la sustancia del pan y del vino y sólo quedan los accidentes;
tú, del mismo modo, debes destruir en ti toda sustancia terrena: afectos
desordenados, apetitos de gloria, deseos depravados, juicios mundanos y
todo cuanto sea contrario a la perfección.
II. Excelencia de este sacrificio
Como quiera que el sacrificio es el oficio primario de la religión, conviene a todas luces que la religión cristiana, que supera a todas en perfección y sublimidad, tenga un sacrificio nobilísimo, de cuya excelencia son vestigios muchas razones. Primero, porque lo que en él se ofrece es Cristo Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre; y, puesto que no hay nada más excelso que El, su misma acción de sacrificar supera a todas las acciones humanas, incluso las de los santos que aman a Dios en el Cielo. Debemos cuidar en consecuencia de no deshonrar por nuestra irreverencia y falta de devoción la oblación de tan grande víctima. Y si Dios mandó en la antigüedad a los sacerdotes: "Mundamini, qui fertis vasa Domini", "purificaos los que lleváis los utensilios de Yavé", ¿cuánto más debe brillar la pureza en nosotros que ofrecemos a Dios el Cuerpo purísimo y la preciosísima Sangre de Cristo?
En segundo lugar, por la persona a quien se ofrece, que es únicamente Dios, ya que no se puede ofrecer a ningún santo ni a la misma Santísima Virgen, sino que por su misma naturaleza intrínseca tan sólo conviene a Dios, toda vez que por el sacrificio confesamos que Dios es nuestro primer principio y último fin, y supremo Señor de todas las cosas, a quien en prueba de nuestra dependencia, ofrecemos algo sensible para significar mediante ello el sacrificio interno por el cual el alma se ofrece a Dios como principio de su creación y término de su felicidad eterna. Ni siquiera el mismo Dios en su omnipotencia puede hacer que esto convenga a criatura alguna.
En tercer lugar, por razón de la misma consagración, por la que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, permaneciendo los accidentes sin el sujeto. Esta acción es totalmente sobrenatural, puesto que no puede depender en absoluto de ninguna potencia creada como de causa principal, ya que sólo Dios es quien realiza la transustanciación.
Cuarto, por el valor del mismo sacrificio, que es infinito como los méritos y la pasión de Cristo y, por tanto, satisface a Dios de la misma manera que su muerte en la Cruz, aunque el efecto sea infinito.
Quinto por razón del fin para el que fue instituido este sacrificio, una vez abolidos todos los demás, para que por medio de él tributemos culto de latría a Dios, nuestro creador, y le demos testimonio humilde de nuestra servidumbre y sujeción; para que le demos por siempre dignas gracias por todos sus beneficios; para pedir el auxilio de la gracia divina, su protección, su estímulo y su dirección; para obtener el perdón de los pecados; para aplacar la ira de Dios y apartar los castigos inminentes; para socorrer las necesidades casi infinitas de vivos y difuntos. Por todo lo cual consta de un modo manifiesto que nada puede haber más grande en esta vida, ni realizar los hombres acción más excelente que ofrecer a Dios este sacrificio. Por tanto, el sacerdote que estuviere celebrando no debe interrumpir el sacrificio bajo ningún pretexto, aunque en ese momento le llamase un rey o el mismo Romano Pontífice. Y debe comportarse de tal manera que no haya en él nada que vaya en desdoro de Aquel a quien representa, así como el legado haciendo las veces de rey cuidaría muy mucho que no hubiera en él nada indecoroso ni que fuera en detrimento de su cargo.
El sacerdote debe considerar con gran solicitud cuán necesario es este sacrificio, que es de tanta utilidad para los que están en este mundo y para las almas del purgatorio; para éstas, a quienes libra más rápidamente de sus penas y conduce a la felicidad eterna del cielo; para aquéllos, en cuanto les asegura los continuos auxilios de Dios. Compete, pues, al sacerdote presentar a Dios las peticiones de todos los hombres, como legado que es de toda la Humanidad, y exponer al Señor sus necesidades espirituales y corporales y conseguir para cada uno lo que necesita para su salvación. Las miserias espirituales que se dan en el primer lugar son los pecados, en los que abundan todos los reinos del mundo en cualquier estado o condición humana. Luego, las tentaciones internas y externas, por lo demás innumerables y difíciles de superar, que vienen de la naturaleza corrompida, de los sentidos y de las cosas exteriores y otras personas, de volubilidad del libre albedrío y de los demonios. Hay, finalmente, ocasiones extrínsecas de males que inducen a pecar tanto dentro como fuera de casa, de donde se sigue un peligro constante de eterna condenación. Son también muy numerosas las necesidades corporales que a todos acucian y a las que todo el mundo está sujeto: enfermedades, guerras, persecuciones, pobreza, miseria, pérdida de bienes, destierro, cárceles, insidias, engaños, fraudes, luchas civiles y domésticas, rencillas, detracciones y múltiples injurias de los dueños, de los siervos, de los vecinos, de nuestros semejantes, que suelen acaecer en todo lugar manifiesta y ocultamente. Tienen, por tanto, gran necesidad de este sacrificio los católicos que, aprisionados en las redes del pecado mortal, se corrompen en su inmundicia; también todos los infieles, herejes, cismáticos, judíos, paganos y moros, quienes, no conociendo al verdadero Dios, viven en tinieblas; tampoco ellos pueden salir de estado tan deplorable por solas sus fuerzas naturales, a no ser que el Padre de misericordia vuelva a ellos sus ojos, los mueva y los ayude con su poderosa virtud. Lo necesitan, asimismo, los cristianos justos tibios e imperfectos y aun los piadosos; todos están en peligro inminente de caer en pecado mortal y perder la gracia divina, ya que es tanta la fragilidad de la naturaleza depravada, tanta la rebelión de la carne, tanta la rabia del demonio, tanta la fuerza de los malos hábitos y tan grande la corrupción de este mundo. Hay también otros seres sin número, oprimidos por las calamidades antes citadas: unos, necesitan la ayuda divina para vencer alguna tentación; otros, para adquirir alguna virtud o para realizar un acto sobrenatural. Unos están en el mar, otros en camino inseguro. Este sufre la injusticia de sus enemigos, aquél es calumniado; unos se ven afligidos por la pobreza, otros por las enfermedades, escrúpulos, luchas, dudas y otras calamidades. Muchos se encuentran en peligro de muerte, de la que depende toda una eternidad, y a quienes, de una manera del todo inexplicable, torturan y atormentan los pecados que cometieron, los bienes temporales que ahora dejan y la eternidad que corre a su encuentro. Finalmente, padecen grandísima necesidad las almas de los difuntos cuya esperanza en la ardiente cárcel del purgatorio se cifra toda en nuestros sufragios, ya que ellas por sí mismas no pueden satisfacer ni impetrar nada. Toda esta infinita multitud extiende suplicante las manos al sacerdote clamando y pidiendo con desgarrado gemido digno de compasión que impetre alguna parte del divino auxilio en favor de cada uno, ofreciendo sus súplicas en la Misa, y el sacerdote debe encomendarles al eterno Padre con gran afecto, seria y fervientemente. Sería intolerable, por tanto, en presencia de tanta Majestad, hacer nuestra embajada insulsa por las distracciones o titubeos y tratar negocios de tanta importancia de una manera fría y formularia.
IV. Con qué reverencia debe celebrarse
La reverencia es doble: interna y externa. La interna consiste en temor y temblor, en humildad y compunción de corazón. Pertenece a la externa la compostura y gravedad de todo el ser y la observancia de todas las ceremonias y prescripciones de los ritos. El sacerdote se dará cuenta muy fácilmente del cuidado exquisito que debe ponerse para celebrar este sacrificio augustísimo con toda veneración y reverencia, si considera por su parte que quienes honran a Cristo no pueden realizar ninguna obra más santa y divina que este tremendo misterio; y, por otra parte, que en la Sagrada Escritura se llama maldito al que hace la Obra de Dios con negligencia. "Maledictus qui facit opus Dei negligenter". "Maldito el que ejecute negligentemente la obra de Yavé". Pues si el que va a hablar con un rey se pone delante de él con gran miedo y no se atreve a apartar de él sus ojos, ¿con cuánto mayor temor, humildad y reverencia conviene estar delante de la Divina Majestad con toda la mente dirigida al mismo Dios, que no sólo ve el aspecto externo sino que penetra con su mirada la intimidad del alma? ¿Qué hay más ruin y más digno de castigo que un pecador que se llega sin reverencia alguna al sagrado altar donde los santos temen, los ángeles enmudecen, las potestades tiemblan y los serafines cubren su rostro con rubor y confusión? La noche se acerca a la luz, el enfermo al Omnipotente, el siervo al Señor, la criatura al Creador, ¿y no tiembla, no se espanta? Sirve también de provecho para estimular el afecto reverencial, la consideración del gozo que perciben la Santísima Trinidad y todos los habitantes del cielo de la devota y reverente celebración de la Misa: tanto porque este sacrificio del Nuevo Testamento fue dejado por Cristo en prenda del amor con el cual amó a los suyos hasta el fin, cuanto porque es la conmemoración de su muerte, por cuya intercesión fueron perdonados nuestros pecados, los hombres redimidos, los santos salvados, y nosotros, actuales caminantes, recibimos innumerables beneficios. El celebrante debe cuidar, por tanto, de no realizar acción alguna que vaya en mengua de este gozo de Dios y de los santos, que dimana del suavísimo aroma de este sacrificio. Finalmente, para adquirir esta reverencia, el sacerdote debe meditar con toda la diligencia de que sea capaz cuán sapientísima y exactamente la santa Iglesia, siguiendo las divinas enseñanzas, prescribe e instituye orden, modo y aparato de todo el sacrificio, pues, en primer lugar, confiesa sus culpas a la par que pide perdón de ellas; después alaba y adora a Dios y da gracias por los beneficios que de El ha recibido; implora la ayuda divina para sí y para otros; y no omite ningún género de deber que los mortales puedan santamente ejercer para con Dios. Añade a esto una conformación externa y una actitud del cuerpo en sumo grado dignos y recogidos: ya esté de pie, ya se arrodilla, con la cabeza siempre descubierta, con las manos a veces juntas y otras veces extendidas o elevadas al cielo; todo lo cual es muy apto para fomentar la reverencia, tanto en los asistentes como en el mismo celebrante. Y no se dirige a Dios de cualquier manera, sino con sumo respeto y le habla quedo, y como al oído, como de amigo a amigo. No habla el sacerdote en su nombre, sino en el de toda la Iglesia y Dios le escucha como a representante público sin tener en cuenta su condición personal, sea ésta buena o mala. Habla en ceremonia pública ante toda la corte celestial y ante los hombres que asisten; así en la solemne confesión que precede a la Misa, apela a los santos y al pueblo; y en el prefacio pide a Dios que mande se admitan sus voces con las de los ángeles. Habla con Cristo Nuestro Señor, que está prresente en el sacramento y que, juntamente con él, presenta sus preces al Padre eterno. Finalmente, las palabras que dice no son cosecha de su propio ingenio, sino que están ya enseñadas por Cristo, ya dictadas por el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura, ya corroboradas por la autoridad de los Santos Padres o de los Concilios; por tanto, no puede pronunciar nada que no sea gratísimo y sumamente aceptable a Dios. Procure, pues, el sacerdote con todas sus fuerzas que tan santo ministerio se ejecute con la mayor reverencia y santidad posibles; y abandonando la suciedad de la tierra, resplandezca con angélica pureza.
V. Otras consideraciones para inflamar la piedad del celebrante
Casi imposible será que tú, sacerdote de Cristo quienquiera que seas, celebres con poca atención, devoción y reverencia, si percibes con fe viva y profundizas el íntimo sentido de esta verdad inefable: que ofreces al mismo Cristo, Hijo unigénito de Dios, Juez y Salvador tuyo. Pero a esta verdad se añade un factor de máxima importancia; porque ahora, en la Misa, ofreces a Dios una humanidad de Cristo más perfecta que la que ofreció El mismo en la última Cena. Pues en primer lugar Cristo ofreció una humanidad mortal; tú, una inmortal. El, una pasible; tú, una impasible. En segundo lugar, ahora, esta misma humanidad se ofrece con la satisfacción por nosotros ya completa, ya que todos los méritos suyos se completaron en la muerte. En tercer lugar, porque la humanidad de Cristo, aunque santificada desde el principio por la unión hipostática; sin embargo, al ser inmolada a Dios en la pasión adquirió una nueva satisfacción como hostia que en aquel momento era presentada como tal, y ahora en la Misa se ofrece adornada con esta nueva santificación. Añade, además, el hecho de que Cristo existe en el sacramento de una manera más admirable que en el cielo. Pues todo su Cuerpo está en todas las especies y todo entero en cualquier parte de ellas, por pequeña que sea, sin que la cantidad sea coextensacon el lugar; de tal modo que su presencia no puede ser vista ni siquiera por los serafines de modo natural y por principios naturales. Y aún hay en este sacramento otras innumerables maravillas que más vale venerar que describir. Pues, dejando otras cosas, ¿quién podría explicar dignamente, o por lo menos concebir con su inteligencia, el inmenso beneficio que representa para nosotros, los hombres, el que por medio de este sacrificio poseamos con cierta anticipación el cielo en la tierra y el que tengamos ante nuestros ojos y toquemos con nuestras manos al mismo Creador del cielo y de la tierra? Reflexiona muy despacio y avergüénzate de atreverte a celebrar estos tremendos misterios con tanta tibieza y tan poca reverencia.
Extiende tu pensamiento al mundo entero, mira qué mal sirven a Dios los hombres en todo lugar; cuántos pecados se cometen; cuán pocos hay que busquen la perfección con seriedad; cuántos son los que se ocupan de continuo en cosas vanas y ociosas, y así nunca piensan o hablan de Dios. Enciéndete, por tanto, con grande e íntimo dolor de corazón en ardor y afecto vehementísimos para con el Señor, tu Dios, a quien muchos mortales desconocen o desprecian; procura, entonces, celebrar la santa Misa con tal devoción que, de ser posible, se recreara el Señor de algún modo por la suavidad que este sacrificio posee también "ex opere operantis", y olvidase todo aquello que los hombres perpetran contra su santísima voluntad. Lleva, por otra parte, tu pensamiento al cielo, y considera con cuánto fervor aman a Dios los bienaventurados y con qué suave armonía cantan a una sus alabanzas. Unete a ellos, enciéndete en afectos semejantes de amor y loor; pero cuida de que la falta de armonía de tu voz y de tus costumbres no perturbe el dulcísimo y armonioso coro de los santos.
Como quiera que este sacrificio representa la pasión y muerte de Cristo, es como una cierta imagen y representación trágica, no verbal -a la manera de las tragedias de los poetas-, sino real y sustancial que expresa de modo incruento aquella pasión y muerte cruenta de la que manaron para ti y para la Humanidad entera todos los bienes y todos los tesoros de la gracia divina. Aguza, pues, la inteligencia y mira con cuánta y cuán ferviente devoción debes llevar a cabo la representación de bien tan grande. La Santísima Trinidad, la humanidad de Cristo en el cielo, los ángeles y las almas bienaventuradas son los espectadores de esta tragedia; cuida, pues, de que no haya en ti nada indigno ni indecoroso que pueda ofender los ojos purísimos de Dios y de la corte celestial. Y esto lo conseguirás si llevas en ti mismo las señales de una continua penitencia corporal y mortificación de las pasiones; si conservas en ti viva memoria de los acerbísimos sufrimientos de Cristo, que conmemoras y representas en este sacrificio; y si enseñas esto mismo a los demás con la austeridad de tu vida y tus costumbres.
DE LO QUE PRECEDE PRÓXIMAMENTE A LA CELEBRACIÓN DE LA MISA
I. De la necesidad de la
prepración
II. De la previa
confesión sacramental
III. Necesidad del sacrificio
IV. Oración antes de la confesión y el acto de contrición
V. Oración después de la
confesión
VI. Declaración
de la intención antes de la Misa
VII. Súplica por
las necesidades de todos
VIII. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa y sacrificio de
adoración
IX. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa, sacrificio eucarístico o
de acción de gracias
X. Oración para ofrecer a Dios la Santa Misa, sacrificio propiciatorio
XI. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa, sacrificio impetratorio
XII. Actos de diversas virtudes que pueden ejercitar antes de la Santa
Misa
Acto de fe:
Acto de Esperanza
Acto de deseo
Acción de gracias
Acto de humildad
Oración
XIV. Oración al Padre
antes de la Misa
XV-
Oración a Nuestro Señor Jesucristo antes de la Misa
XVI. Segunda
oración a Nuestro Señor Jesucristo
XVII Oración al Espíritu
Santo
XVIII. Oración a la
Santísima Virgen
XIX. Oración a los santos Ángeles
XX. Invocación a los santos
I. De la necesidad de la prepración
"Ante orationem -dice
la Sabiduría
praepara animam tuam et noli esse
quasi homo qui tentat Deum".
Y si se dice que tienta a Dios y provoca su ira aquel que osa hablarle
en la oración sin una diligente y cuidada preparación, cuánto más
irritará por su temeridad y audacia aquel que le ofrece a su Hijo
unigénito y se atreve a recibirlo sin estar bien dispuesto. Si un rey o
príncipe poderoso te designara, oh sacerdote,
para que le preparases hospedaje al día siguiente, ¿con cuánta solicitud
procurarías limpiar y adornar la casa, pasando incluso toda la noche en
vela para que, cuando él viniese, no encontrase nada desordenado o
indecoroso? Pues bien, el Rey de reyes y el Señor de señores te ordena
diciendo con el profeta: "Praeparare,
Israel, in occursum Dei tui",
porque he aquí que vengo y moraré en ti. Ve, pues, y considera con
cuánta diligencia debes limpiar las suciedades de tu tálamo, con cuánta
prevención debes adornarlo, para que seas digno de que tan gran huésped
te visite. Dios se mostrará a tu alma en la medida en que la prepares
para su llegada; cuanta más diligencia tú pongas, tanta más gracia
añadirá El. Hay un viejo proverbio que dice: "Adoraturi sedeant",
con el que se amonesta a presentar a Dios un corazón dispuesto y
compungido. También dijo un pagano: "Dimidium facti, qui coepit,habet";
debemos en primer término poner cuidado en comenzar con rectitud cada
una de nuestras acciones. Con todo, la preparación mejor y más necesaria
es siempre aquella que consiste en la pureza y santidad de la vida;
cuando hagas algo, pienses cualquier cosa o emprendas una acción,
refiérelo sólo a este fin: vivir una vida divina, y hacerte digno de
este convite celestial. Así como el fruto principal de la celebración
frecuente tiene ante todo por objeto crecer cada día en humildad,
paciencia, desprecio del mundo y caridad; así también la verdadera
preparación consiste en arrancar diariamente parte de los vicios y
adquirir las virtudes hasta tal punto que puedas decir con el Apóstol:
"Vivo ego, iam non
ego, vivir vero in me Christus",
"y yo vivo ahora, o más bien no soy yo el que vivo sino que Cristo
vive en mí". Ciertamente para aquellos que, unidos a Dios, se ejercitan
de continuo en la consideración de las cosas celestiales, no les será
difícil prepararse como es debido a una digna celebración; pero a los
otros, que son los más, que tienen menos facilidad para elevar sus
pensamientos hacia el Cielo, les ayudarán sin duda a acercarse a Dios
con el cuidado y atención que merece tan gran misterio varios documentos
de los Santos Padres. De algunos ya hemos hecho mención; otros los vamos
a explicar en seguida.
II. De la previa confesión sacramental
Inspira temor, y se escucha con desasosiego aquella amenaza del
Apóstol cuando dice: "Quicumque manducaveritpanem hunc,
vel biberit calicem Domini indigne, reus
erit Corporis et Sanguinis Domini",
"de manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere el cáliz del
Señor indignamente, reo será del Cuerpo y de la Sangre del Señor". Debe,
por tanto, el que va a celebrar traer a la memoria aquel precepto de San
Pablo: "Probet autem seipsum homo,
et sic de pane illo edat,
et de calice bibat; qui enim manducat et
bibet indigne, iudicium sibi manducat
et bibit".
Es ciertamente en absoluto necesario este examen para que nadie trate de
celebrar la Santa Misa sin previa confesión sacramental, teniendo
conciencia de pecado mortal, aunque crea estar arrepentido; de lo cotrario,
recibirá el pan de vida para su muerte y condenación. Pero para que el
alma saque copiosos frutos de este banquete divino que colma de
indecibles delicias a las almas santas, debe limpiarse no sólo de
pecados mortales, sino también de los veniales y de todo afecto terreno,
y debe mostrarse a Dios limpia y vacía de todo mal, para ser colmada y
adornada con los dones de su gracia.
Por esta razón, los buenos sacerdotes, a los que te conviene imitar, diariamente, en días alternos, o por lo menos dos veces por semana suelen confesarse con espíritu contrito, procuran arrancar todas las raíces de los males, y quitar todas las manchas, incluso las más leves. Y si no hay materia que expiar en el sacramento de la penitencia, no te olvides de hacer un intenso acto de contrición de todos los pecados de tu vida pasada, porque Dios no desprecia a un corazón contrito y humillado.
En la confesión debe evitarse la prolijidad y la diligencia exagerada al contar las culpas leves; bastará con dolerse íntimamente de ellas, y expiarlas elevando piadosamente el corazón a Dios sin detenerse en contarlas, a la manera como se relata una historia sin propósito de enmienda, cosa que ocurre con cierta frecuencia. No hay una opinión concorde entre los maestros espirituales sobre si conviene exponer en la confesión las imperfecciones diarias, para que así el confesor conozca mejor el estado del penitente; la sentencia más segura y más común es que conviene manifestarlas fuera de la confesión. Hay que evitar, asimismo, el error de muchos que se acusan por extenso de cosas que no son pecados, como malos hábitos, pasiones, circunstancias improcedentes, de que son soberbios, propensos a la ira e inclinados al mal; que no aman a Dios con toda la fuerza de su corazón, y otras muchas cosas por el estilo; sobre todo ello aconsejo que se lea por completo el tratado de San Buenaventura sobre el modo de confesarse y sobre la pureza de conciencia.
Es necesaria una doble preparación para confesarse: remota y próxima. La preparación remota consiste en el intento de conseguir, por medio de la custodia vigilante del corazón, del profundo conocimiento de uno mismo y del exacto examen, la delicadeza y pureza de conciencia, que siente enseguida dolor por los defectos cometidos y fielmente los graba en la memoria. Acostúmbrate, después, a decir con frecuencia el acto de contrición y a hacer el examen diario como si debieras confesarte inmediatamente.
La preparación próxima comprende diversos actos: en primer lugar debes pedir la gracia eficaz para conocer todos tus pecados, detestarlos y enmendarte y recordar luego todos los que hayas cometido desde tu última confesión; procura, por último, hacer un acto de dolor, por cada uno de ellos, con propósito firme y constante de no volver a cometerlos más, y satisfacer por ellos en adelante. Si los pecados son más leves, ya que es difícil corregirlo todo a causa de la fragilidad humana, proponte por lo menos y procura cada vez que te acerques a confesar arrancar alguno de aquellos en que sueles caer con más frecuencia.
Como quiera que la parte esencial y más importante del sacramento de la confesión es el dolor y contrición de los pecados cometidos, insiste mucho en esto, haciendo de antemano una breve consideración sobre algunos de los motivos de la contrición, cuales son: 1º. La gravedad de los pecados, con los que se ofende a Dios, cuya bondad infinita no debíamos ofender en lo más mínimo, aunque ello supusiese la salvación de todo el mundo. 2º. Los daños tan atroces que se originan por el pecado, tanto en esta vida como en la otra. 3º. La inescrutabilidad de los juicios de Dios, que de ordinario abandona a los ingratos y vomita a los tibios. 4º. La brevedad e incertidumbre del tiempo de la gracia, durante el cual pueden expiarse las ofensas a Dios. 5º. El recuerdo de la eternidad y su duración sin término. 6º. La inestimable dignidad de Dios que sufrió tanto para librarte de los pecados. 7º. La magnitud de los beneficios que Dios te concedió, por lo que sería una vileza no mostrarte agradecido con El viviendo santamente. 8º. La sublimidad del premio eterno y la facilidad de los medios para alcanzarlo. 9º. La infinita amabilidad de Dios, que es digno de por sí de un obsequio infinito, porque es el mismo bien supremo que te persigue con un amor ilimitado.
Si consideras con atención estos motivos, podrás fácilmente avivar en ti
una gran contrición. Así dispuesto puedes acercarte a los pies del
confesor como al baño de la sangre de Jesucristo, en quien confías te
limpie todas tus miserias. Debes imaginar que hay allí dos sacerdotes,
visible uno e invisible el otro, que penetra las intimidades del
corazón. Así, pues, al igual que el hijo pródigo volvió en sí, pide tú
también con humildad la bendición y la gracia de confesarte bien, y
recita previamente la confesión general, renueva el acto de contrición.
Entonces con gran reverencia, interior y exterior, como la que un reo
suele mostrar ante el juez, confiesa tus pecados al sacerdote, que
representa a Cristo Juez, sin rodeos, de una manera clara, sincera y
humilde, no por hábito o costumbre, llorando tus pecados delante de Dios
con vergüenza y compunción. Y mientras el sacerdote pronuncia las
palabras de la absolución, reza de nuevo el acto de contrición, y
considera que tú, el hijo pródigo, eres recibido con un ósculo por
Cristo, quien te adorna con una nueva vestidura y te abraza con las
palabras añadidas por El mismo: "Remissa sunt tibi peccata tua, iam
amplius noli peccare".
Por lo cual dale las gracias diciendo con el profeta: "Nunc coepi",
y comienza desde aquel momento una vida más santa.
Después de la confesión cumple enseguida la penitencia impuesta; ofrécela a Dios uniéndote a la pasión de Cristo y a las satisfacciones de todos los santos. Examina entonces si fue verdadera tu contrición, si habías penetrado en lo íntimo del corazón, si habías hecho previamente un diligente examen, si habías reconocido la gravedad de tus culpas, si te habías olvidado de algo, si te excusaste por pereza, si tienes algo de que echarte en cara, si te moviste, por fin a un serio arrepentimiento.
IV. Oración antes de la confesión y el acto de contrición
Vengo a ti, piadosísimo Jesús, mi refugio y consuelo, lleno de aflicción y tristeza a recordar delante de ti en la amargura de mi alma mis delitos y mis años pasados. A ti dirijo palabras de dolor implorando tu misericordia para que hagas tu obra, que es tener compasión y perdonar, borrando mis pecados, que son mi más grande miseria. No desprecies las voces y suspiros de la oveja perdida y del hijo pródigo que vuelve a tu piedad desde la región lejana; no te goces, pues, en la perdición de los que están en trance de morir, Tú, que para que yo no pereciera te dignaste sufrir la muerte. Gusano soy de la tierra, que te devuelvo mal por bien; y muchos males y graves pecados en respuesta a tantos y tan inefables bienes. Y, sin embargo, hablas a tu esposa, mi alma pervertida, después de que ha fornicado con muchos amantes, para que vuelva a Ti; y la recibes, porque tu misericordia está por encima de tus obras; y mayor es tu bondad que mi iniquidad. Por eso me levanto, y a Ti me llego con corazón contrito y humillado; vengo para ser lavado, oh fuente de la vida eterna, de la cual estoy sediento como el ciervo lo está de las fuentes de las aguas; vengo para ser iluminado, oh luz mía, y para amarte y confesarte la injusticia que cometí contra Ti. Envíame tu luz y tu verdad e ilumina mi inteligencia para que conozca claramente todo el mal que cometí y el bien que dejé de hacer y me confiese íntegramente; y no permitas que me corrompa en mi suciedad, Tú que tienes misericordia de todos y no odias nada de lo que hiciste. Haz que abandone los malos hábitos y que me ocupe en obras que sean de tu agrado para que allí donde abundó el pecado sobreabunde tu gracia; y como fue mi capricho apartarte de Ti, vuelto otras diez veces te buscaré. Me arrepiento, oh Jesús misericordioso, de todos y cada uno de mis pecados y los detesto sobre todo mal, no sólo en mi corazón árido e imperfecto, sino también con el corazón y deseo de todos los verdaderos penitentes, por tu amor gratuito, porque eres, oh Dios mío, digno de un amor infinito, y propongo firmemente padecer cualquier mal antes que consentir otra vez en el pecado. Quiero asimismo confesarme con extremada diligencia, satisfacerte íntegramente a Ti y al prójimo y evitar en adelante toda ocasión de pecado. Lo que a mí me falte, súplalo tu muerte, tu sangre, y la sobreabundancia de tus méritos, en los que pongo toda mi confianza esperando así obtener tu perdón, la gracia para corregir mis torcidos impulsos y el don de la perseverancia final. Y ahora, Señor, que me has dado a conocer mis pecados más graves, perfecciona mi contrición, y conduce hasta el fin mi satisfacción. Purifica aún lo que haya en mí que te agrade, para que viva en Ti y no en mí; en Ti y por Ti muera, oh Salvador mío, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
V. Oración después de la confesión
Te doy gracias, Señor, Padre y Señor de mi vida, porque no obraste conmigo según mis pecados, sino que con tu juicio realzaste tu misericordia, y arrojaste en lo profundo del mar todos mis delitos. Ojalá pudiese excitar en mí tanta contrición, cuanta por sus pecados tuvieron el santo profeta David, hombre según tu corazón; San Pedro, príncipe de los apóstoles, y los demás penitentes. ¡Con qué gusto me desharía en lágrimas, hasta que se lavaran mis iniquidades, y me mostrases tu rostro aplacado! Pero mi alma es para Ti como tierra sin agua, y se reseca mi virtud como una vasija de barro cocido; y, como estoy desprovisto de toda virtud, tan sólo me resta elevar mis ojos a mi Redentor y ofrecerte sus lágrimas, que tan abundantemente derramó por mí, para que, aplacado por ellas, me abras la puerta de tu misericordia y me recibas como a siervo fugitivo que viene a Ti y huye de los enemigos. Mírame y ten misericordia de mí, Señor paciente y misericordioso; habla a la piedra que es mi corazón y golpéala con la vara de la virtud, para que fluyan las aguas de la compunción, aguas salvadoras, por las cuales sanará y se blanqueará mi alma. Confirma lo que se ha obrado en mí, séategrata y aceptable mi confesión y todo defecto suyo súplanlo tu piedad y misericordia. Imploro tu misericordia y pido tu perdón con el firme propósito de no volver a pecar, y dedicarme con ahinco y diligentemente a la virtud, dándome Tú fuerzas para ello, porque no abandonas a los que en Ti esperan. No quiero que me sufras por más tiempo mientras camino tras la vanidad de esta vida: pasan días y días, años y años, y he aquí que en mada mejoro. Vuélvete, pues, a mí y apiádate de este indignísimo siervo tuyo, y no quieras atender a lo mío de tal modo que te olvides de lo bueno tuyo; pues si yo te di motivos para que me condenes, mayores los tienes tú para salvarme y recibirme en tu gracia, Dios mío y mi ayuda, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Declaración de la intención antes de la Misa
Dios del cielo y de la tierra, infinitamente amable y fuente inagotable de todos los bienes, yo N., el más miserable de los pecadores, y ministro indignísimo de tu Iglesia, postrado en tierra ante el trono de tu gloria, con el mayor amor, reverencia y devoción de que soy capaz, quiero hoy, según el rito de la Santa Iglesia Romana, ofrecer el Sacrosanto Sacrificio de la Misa a tu altísima Majestad, a quien únicamente es debido; y desde ahora lo ofrezco a una con todos los sacrificios que te hayan sido aceptados desde el principio del mundo, y con los que se ofrecerán hasta su fin, y juntamente con el precio de la sangre y con todos los trabajos y sufrimientos de nuestro Redentor; junto con todos los méritos de su santísima e inmaculada Madre; con las virtudes de los santos todos, y con las alabanzas y preces de toda la Iglesia militante. En unión con aquel admirable sacrificio que tu mismo Unigénito instituyó en la última cena, y en la cruz consumó hecho sacerdote de su misma víctima, y víctima de su sacerdocio; con el afecto y en nombre de toda su Iglesia santa, y de todos los que de alguna manera se están uniendo a mi ofrenda, por puro amor a Ti y deseo de hacer siempre y en todo tu beneplácito. Y ello, para darte máxima alabanza y culto, y gloria, en reconocimiento de tu suprema excelencia, de tu dominio sobre todas las criaturas y de nuestra sujeción y dependencia de Ti; para darte el culto de latría que sólo a Ti se debe, junto con las adoraciones que te son gratísimas del mismo Cristo tu Hijo, de la B. Virgen y de todos los ángeles y santos; en memoria de la vida, pasión y muerte de Nuestro Señor, y en obediencia de aquel mandato suyo por el que se nos ordenó que hiciésemos esto en recuerdo suyo. Para el honor y aumeneto de la gloria de la Virgen su Madre, de todos los ángeles y santos, sobre todo de aquellos cuya festividad se celebra hoy. En acción de gracias por todos tus beneficios, que te has dignado conferirme a mí, indignísimo pecador, y a todos los hombres, y a todas tus criaturas. En propiciación y satisfacción por los pecados de todo el mundo, y especialmente por los míos, de los cuales me arrepiento con firme propósito de enmienda, y detesto y abomino más que a ninguna otra cosa, por lo mucho que te desagradan. Y porque este sacrificio posee una infinita fuerza impetratoria, lo ofrezco por mis necesidades y por las de todos los vivos y difuntos; y en primer lugar aplico su fruto a aquel por cuya intención celebro, y, si acaso ocurriera que no fuera capaz o digno, quiero que tal fruto se transfiera a N.; con aplicación de las indulgencias a mí o tal difunto. En segundo lugar, y sin perjuicio de aquel por quien estoy obligado a pedir en primer lugar, pido por todos los que particularmente me están encomendados, por N. y N.; para obtener tal gracia y por todos los vivos y difuntos por quienes quisiste desempeñara yo mi legación ante tu presencia; para que a los difuntos concedas el perdón; para que a los vivos concedas gracia, a fin de que te sirvan y perseveren en tu amor hasta el fin. Amén.
VII. Súplica por las necesidades de todos
Acuérdate, Señor, por tus entrañas misericordiosas, por los méritos de tu Hijo, que de nuevo te presento ofrecidos en sacrificio por nosotros, por los méritos de la B. Virgen y de todos los santos; acuérdate de la Iglesia, tu esposa; mediante el esfuerzo de los hombres apostólicos extiéndela por todo el orbe de la tierra. Consérvala en la paz y la tranquilidad y haz que las puertas del infierno no prevalezcan contra ella. Anula la soberbia de sus enemigos e ilumina a las gentes ajenas a la fe con el resplandor de tu verdad, para que no perezcan tantas almas hechas a tu imagen y por las que se derramó la preciosa sangre de tu Hijo. Da a nuestro sumo pontífice N. un corazón dócil y concédele la abundancia del Espíritu Santo, para que ilumine con su ejemplo y su palabra al pueblo que le está encomendado. Mira con ojos de piedad a todos los prelados y pastores de la Iglesia, y haz que velen fielmente sobre su grey. Asiste a los párrocos y presbíteros, y a todo el clero, para que no den ocasión de escándalo; que amen la pureza y sigan el camino de la paz. Sé propicio a todos los religiosos a los cuales separaste, para formar tu heredad, de entre todos los pueblos de la tierra; dales un continuo progreso en la esclavitud y una exactísima observancia de sus votos y reglas. Concede a esta casa los bienes temporales que necesita, y excita el espíritu en nuestros superiores y enciende el fervor en todos. Suscita en tu Iglesia operarios activos decididos, que la apacienten fielmente con la palabra y la confirmen con el ejemplo. Dales una recta intención de espíritu, celo sincero, desprecio de sí mismos, ánimo fuerte y constancia en la virtud. Derrama tus misericordias, Señor, Príncipe de los reyes de la tierra sobre todos los reyes y príncipes católicos, y otórgales que te sirvan perseverantemente en la obediencia a la fe y a la Iglesia, en el cuidado de sus súbditos, celo por la justicia, mutua paz y obediencia a tus mandatos. Da también tu auxilio a todos los magistrados, para que dirijan a sus súbditos mediante un gobierno pacífico y te teman en sus juicios y de continuo procuren complacerte. Concede a todos los estados de la Iglesia la abundancia de tu gracia, para que cada uno en la vocación a que está llamado te sirva digna y laudablemente. Da la castidad a las vírgenes, la continencia a los a ti consagrados, pudor a los casados, indulgencia a los penitentes, sustentación a las viudas y a los huérfanos, protección a los pobres, retorno a los peregrinos, puerto a los navegantes, perseverancia a los justos; haz que los buenos sean mejores, que los tibios aumenten en fervor, que los pecadores, entre los cuales lleno de dolor me confieso, se conviertan. Danos buen tiempo, tierra fértil, que los frutos maduren, que el mundo tenga una suficiente abundancia. Mira a todos los enfermos, afligidos, tentados, agonizantes, y a todos los que se encuentran en algún peligro o necesidad, y dales el auxilio, y remedio, y consolación, en cuanto convenga a tu gloria y a la salvación de ellos. Te ruego suplicante, benignísimo Dios, por todos mis enemigos, a los que amo de todo corazón; por aquellos que me ofendieron y a quienes yo ofendí o escandalicé, para que les beneficies en todo y enciendas sus corazones con el fuego santo de tu amor. Ten misericordia de todos aquellos por quienes debo orar o que se encomendaron a mis indignas oraciones, y sobre todo a mis familiares, amigos y bienhechores N. y N. Escucha sus preces y deseos, y socorre en sus necesidades a los que a Ti claman. Te encomiendo también tal intención para que tenga un feliz éxito, si esto ha de servir para nuestra salvación. Acuérdate también, Señor, rey eterno, para quien todas las cosas viven, de las almas de todos los fieles difuntos, principalmente de N. y N., sobre quienes es invocado tu nombre. Extingue el fuego que las atormenta con el rocío deseado de tu misericordia, y admítelas en tu presencia. Te pido, por fin, humildemente que uses de misericordia con este desgraciado pecador; por la virtud de este sacrificio perdona todos mis pecados, que sobrepasan el número de las arenas del mar. Oye la sangre de tu Hijo que clama aún más alto que la sangre de Abel, y en virtud de su oblación apiádate de tu siervo según tu gran piedad. Dirígeme por tu camino y enséñame a hacer tu voluntad. Aumenta en mí la fe, la esperanza, la caridad y todas las demás virtudes necesarias para mi estado. Dame el desprecio de lo terreno y el amor de lo celestial. Poséeme de continuo según tu beneplácito, para que te encuentre en todas las cosas y lugares, hasta que por una muerte feliz merezca llegar a Ti. Amén.
VIII. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa y sacrificio de adoración
Oh Dios uno y trino, principio y fin de todas las cosas, cuyo poder, sabiduría, bondad y grandezas son incomprensibles: postrado te adoro con todo mi corazón y con todo mi cuerpo; quiero hoy ofrecerte el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de mi Señor Jesucristo para tu mayor gloria, testimonio de tu supremo dominio sobre todas las criaturas y de nuestra sujeción y absoluta dependencia de Ti; en reconocimiento de tu infinita perfección, felicidad y gloria y de todas tus obras, gozándome de que no puedan ser estimadas del todo dignamente por ninguna criatura, sino por Ti, Padre omnipotente, eterno Dios, y por tu Unigénito Hijo, Salvador nuestro, que contigo y con el Espíritu Santo en un solo Señor; al que, por tanto, te ofrezco en sacrificio de alabanza dignísimo de tu infinita majestad, en culto de latría sólo a Ti debido, con todos los obsequios, alabanzas y adoraciones, con las cuales te glorificó cuando murió en la tierra; juntamente con los méritos de la B. Virgen María y de todos los ángeles y santos. ¿Quién soy yo, gusanillo de la tierra y oprobio de los hombres, para que ose levantar mi faz hacia Ti y contemplar la altura de los cielos? Revestido, pues, con los méritos de tu Hijo Jesucristo y de todos tus elegidos, me acerco a Ti y en su nombre me humillo en cuerpo y espíritu ante el trono de tu divinidad, para que conozca el mundo entero que yo soy obra de tus manos y como nada ante Ti. ¡Cómo gozaría, Señor, si pudiese ver a todos los hombres, por todas las regiones de la tierra, puestos de rodillas adorándote! Pero ya que muchos no te conocen, o conociéndote, no te veneran, por ellos también te adoro y humildemente te ruego que te dignes recibir esta oblación de tu Hijo en desagravio por los pecados y blasfemias con que te ofenden los descarriados mortales de la tierra y del infierno. A ti la gloria por los siglos. Amén.
IX. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa, sacrificio eucarístico o de acción de gracias
Te doy gracias a Ti, Señor Dios, fuente y origen de todos los bienes, por los grandes e innumerables beneficios tuyos, por todos y cada uno de los cuales se te debería rendir una infinita e interminable acción de gracias en cada instante del tiempo y de la eternidad; pero, porque soy inferior sin comparación alguna al más pequeño de todos tus beneficios y no se puede encontrar ninguna criatura capaz de darte dignamente gracias por tu inagotable bondad, te ofrezco humildemente en sacrificio eucarístico a tu Unigénito Hijo, el único que es verdaderamente acepto a tu Divina Majestad, junto con todos los obsequios, alabanzas y acciones de gracias de El y de su Santísima Madre y de todos los santos y elegidos suyos. Especialmente pretendo en este sacrificio darte gracias con todas mis fuerzas por la inmensidad de tu gloria y por toda la alegría que Tú, bienaventurado en tu intimidad, recibes de Ti mismo, por el perenne e inagotable gozo de la eterna generación de tu Hijo, por la procesión del Espíritu Santo, de Ti y del mismo Hijo tuyo, y por tus perfecciones, que no tienen número y que nadie puede comprender. Así mismo por todas tus misericordias y por todas las maravillas que has realizado y realizarás siempre por medio de tu Hijo. Por su Encarnación y por los abundantísimos tesoros de sabiduría, de ciencia, de méritos y de gloria que escondiste en su santísima humanidad y por aquel gran amor hacia mí que te llevó a dármelo como Padre y Doctor, Pastor y Redentor, y por todo el fruto de su vida, pasión y muerte. Por las inmensas riquezas de gracia con que adornaste a la Santísima María, su Madre, a la cual a mí también te has dignado concedérmela como madre, abogada y protectora; por su elección, su inmaculada concepción, su admirable maternidad, su gloriosa asunción al cielo y por toda gracia y la gloria con que la has honrado en la tierra y en el cielo; y por todos los beneficios que por su intercesión has dado y perpetuamente confieres a sus fieles devotos en todo el orbe de la tierra. Por los innumerables ejércitos de ángeles cuyo número Tú sólo conoces, y a los que creaste, adornados de singulares prerrogativas, para tu gloria y para nuestra ayuda. Por los dones eminentes de que llenaste a tus santos elegidos, especialmente por los de aquello a los que hoy venera la Santa Iglesia y con cuyos méritos y doctrina edificaste a la misma Iglesia, rechazaste la herejía y el cisma e iluminaste a todos los fieles. Por el rico regalo de gracias con el que colmas a quienes llevas eficazmente a la cima de la perfección y admites a tudulcísima familiaridad. Por la inexplicable paciencia con la que toleras a los pecadores y los invitas a Ti, y por los abundantes auxilios que les das para que se conviertan. Por todos los beneficios que concedes a los hombres viadores, fieles e infieles, y a todas las criaturas sensibles e insensibles. Por las gracias gratis datae concedidas para la utilidad de la Iglesia, las cuales, aunque no las has dado a cada uno, sin embargo, las diste para que s encuentren en todos, de modo que lo que no poseamos en nosotros mismos lo tengamos en los demás, pues tu espíritu da a cada uno en la medida como quiere. Por el infinito amor con que te has ocupado de mí, eligiéndome desde antes de la creación del mundo para que sea santo e inmaculado en tu presencia, y porque en un momento predeterminado me sacaste del abismo de la nada y me hiciste nacer en tu Iglesia, fuera de la cual no hay salvación. Porque me has enriquecido en el bautismo con el don de tu gracia y has adornado mi alma con los preclaros hábitos de las virtudes; porque de un modo constante me asistes y conservas y preservas por tu admirable providencia de muchos peligros y adversidades; y porque has designado un ángel para mi custodia, el cual conoce de ciertísimo mis pensamientos y obras y me dirige a la salvación con sus ocultas inspiraciones. Por tu gran misericordia, por la cual a mí, redimido por la preciosa Sangre de tu Hijo, me arrancaste del mundo pervertido, y cuando yacía en mis pecados, me levantaste con tu luz y me llamaste con tu admirable claridad al lugar de la santificación, borrando mis faltas por la penitencia. Por la dignidad sublime del sacerdocio a la cual me llevaste sin merecerlo en absoluto, y por los muchos dones preclarísimos de naturaleza y de gracia que a mí expresamente me has dado. Porque me diste en abundancia todos loso medios para la salvación y todos los instrumentos de la virtud; porque me has preservado tantas veces del pecado, apartándome de las tentaciones y sanándome de las malas inclinaciones; que, aunque alguna vez has permitido que sea tentado, sin embargo, te has dignado concederme misericordiosamente la fuerza y la fortaleza para resistir, y has llegado antes a mí con tus misericordias. Por el vestido y la comida y las otras cosas imprescindibles que abundantemente me das para mi decente estado; y porque no dejas de conservar y gobernar todas las cosas en atención a mí. Porque para que llegase a Ti más vigoroso, alguna vez me enviaste enfermedades corporales, y también angustias de ánimo y adversidades, fortaleciéndome con una admirable sucesión de consuelos y desolaciones, para que ni decaiga en las adversidades. Porque me conduces por el camino de tus mandamientos, haciéndome conocer, querer y obrar lo que es bueno; para que, realizando plenamente mi vocación con tu ayuda mediante buenas obras, goce por siempre la gloria preparada para tus elegidos. Esto y muchas otras cosas más has hecho, Señor Dios mío, vida y dulzura de mi alma, las cuales desearía proclamar de continuo, siempre en ellas pensar, siempre darte gracias por ellas; pero tus ojos ven mis imperfecciones. Pues ¿quién soy yo, hijo de la ira y de las tiniebla del abismo, para que pueda obtener tantos beneficios? Tomaré, pues, el cáliz de salvación y te inmolaré este sacrificio por mí y por todos para que, dando gracias a esta dignísima víctima por lo ya recibido, alcancemos aún mayores beneficios. Amén.
X. Oración para ofrecer a Dios la Santa Misa, sacrificio propiciatorio
Me postro ante Ti, Señor, con temblor y vergüenza, cargado con el enorme peso de mis flaquezas, y te las presento junto con los pecados de todo el pueblo, ya que me constituiste como representante de todos para que lo que ellos por sí mismos no pueden, lo pueda yo interpretar en cuanto mediador. Pero ¿con qué confianza intercederá por las culpas de los demás un siervo que es reo perverso de innumerables crímenes y que, habiendo recibido de Ti tantos beneficios, te respondió con gravísimas ofensas, despreciando tu bondad y menospreciando tu justicia? Mis iniquidades me apartaron de Ti, y mis pecados velaron tu rostro impidiendo que me oyeras. Sin embargo, he aquí que vuelvo a Ti lleno de dolor y de tristeza porque te he ofendido: y puesto que no exite precio por el cual podamos satisfacer en rigurosa justicia a tu infinita bondad ofendida, a no ser el precio de la sangre de tu amado Hijo Nuestro Señor Jesucristo, a El mismo te ofrezco como hostia suficiente por mis pecados y los de todo el mundo, para que a mí y a N. N. y a todos los pecadores nos concedas una verdadera contrición, y a mí y a ellos nos absuelvas misericordiosamente del reato de las penas, por la amarguísima pasión y muerte de tu propio Hijo, al cual te ofrezco de nuevo como una vez fue ofrecido en la cruz. Allí encuentro el mal inmenso y ancho de sus méritos, que borra todos nuestros pecados; allí un tesoro infinitod de satisfacciones que purga todas nuestras deudas y obtiene el perdón. Perdona, pues, la multitud de nuestras iniquidades y oye la Sangre de tu Hijo clamando de Ti no venganza, sino perdón y misericordia. Escucha, ¡oh Señor!, y vuélvete a nosotros llenos de dolor y penitentes. Danos la gracia de la enmienda y la perseverancia en el bien, y cantaremso tus alabanzas por los siglos de los siglos. Amén.
XI. Oración para ofrecer a Dios la santa Misa, sacrificio impetratorio
Porque quisite, por tu inefable bondad y misericordia, que yo, indignísimo siervo tuyo, fuese a Ti legado, en representación de todos los hombres vivos y difuntos, te ofrezco, Padre clementísimo, este sacrificio cuya fuerza impetratoria es infinita, pidiéndote por las necesidades e indigencias de todos, para que, por la pasión y muerte de Jesucristo Nuestro Salvador, te dignes oír misericordiosamente las voces y sollozos de los hombres y concedas a cada uno tus gracias. Escúchame, pues te pido en nombre de todos, y no me escondas tu rostro a causa de mis innumerables pecados, pues no me atrevo a hablarte apoyándome en mis méritos, sino en la persona de tu Iglesia y de tu amado Hijo. Ten misericordia, Señor, de todos los que has creado, y llénalos de tu ciencia y de tu fe para que sea alabado en tu heredad. Danos a todos una fe viva y un ardentísimo amor hacia Ti, y no cierres las bocas de los que te cantan. Derrama tu misericordia sobre las gentes que no te conocen, turcos, moros, idólatras, judíos, herejes, cismáticos, sepultados en la oscura noche de la infidelidad; sácales de sus errores e ilumina su corazón para que conozcan a Jesucristo a quien enviaste. Destruye los acuerdos de los impíos para que no sirvan de obstáculo a tu reino y a la propagación de tu gloria; libra a tus fieles de las manos de los enemigos. Santifica tu Iglesia la cual ha sido erigida por tu diestra; aparta de ella todos los obstáculos, disensiones y cismas, para que al fin llegue a ser de verdad un solo rebaño y un solo pastor. Concede a nuestro Sumo Pontífice y a todos los prelados que apacienten fielmente las ovejas que tienen encomendadas, mediante el fruto de la oración, el ejemplo de la buena conducta, la predicación de la palabra y ejercicio de la caridad. Que tengan siempre presente la carga que se les impuso y desempeñen sin reprensión su sacerdocio. Reforma a todas las órdenes eclesiásticas para que resplandezcan ante los hombres, para que sean dechado de virtudes, para que en ellas se muestre el esplendor de la santidad. Haz volver a todas las órdenes religiosas y congregaciones a la perfección en que fueron instituidas; da a los superiores el celo de la disciplina, a los súbditos el de la obediencia, para que todos sean encontrados dignos de lo que por su profesión son. Da a los predicadores la voz de la virtud, para que saquen a muchos pecadores del cieno y los conduzcan a tu temor y a tu amor. Ilumina con tu sabiduría a todos los reyes, príncipes y a todos los magistrados, para que administren fielmente la justicia a los súbditos que tienen encomendados, y para que amen la paz, respeten a la Iglesia, guarden tus mandamientos y con tu protección triunfen de los enemigos de la santa fe. Defiende a tus fieles del hambre, la peste y la guerra, de las persecuciones y calumnias, y de todos los peligros y adversidades, de toda necesidad corporal y espiritual, de toda angustia y calamidad; y ayuda a aquellos que has permitido sean afligidos y atribulados, para que todos conozcan que existe tu misericordia. No abandones a la perdición a aquellos que se encuentran en peligro y ocasión de pecar, y conserva a los que enriqueciste con el preciosísimo don de tu gracia. No dejes de estar presente junto a los agonizantes, para que purificados por la verdadera contrición y encendidos con tu amor, escapen a las asechanzas del diablo y se libren de la condenación eterna. Acuérdate de tantos miserables pecadores que, caídos en la fosa del pecado mortal, no pueden salir de allí sin tu gracia; préstales tu eficaz ayuda para que resurjan y se arrepientan. Infunde también benignamente la caridad y la dulzura a nuestros enemigos, y líbranos de las insidias de los malvados. Da a aquellos a quienes yo he ofendido o escandalizado el perdón de los pecados y la verdadera enmienda. A todos nuestros amigos, bienhechores y familiares ilústralos con tu gracia y enciéndeles en tu amor, para que solamente a Ti te busquen y amen y en todo tiempo sean perfectas sus obras ante tus ojos. Da a esta congregación, a la cual te has dignado llamarme, bienes espirituales y materiales, y a nosotros y a ellos gobiérnanos y dirígenos para que aquí siempre florezcan, aumenten y perseveren tu culto y la salvación de las almas. Custodia a cuantos me has encomendado y confiado, aquellos por los que debo orar, y principalmente a N. y N.; rígelos y sálvalos según tu beneplácito, para que ninguno de ellos se pierda. Favorece a todos aquellos por quienes deseas que ore y a quienes yo desconozco; protege a todos aquellos siervos tuyos que te aman de verdad, aunque yo ignore su nombre y su número; aumenta la fe, la esperanza y la caridad, y también el fervor, en los justos, tibios e imperfectos, para que lleguen a la cima de la perfección. Mira con ojos benignos a las almas retenidas en el purgatorio, principalmente a aquellas que necesitan más de nuestros sufragios, y dales el descanso eterno. Finalmente acuérdate de mí, el más miserable e indigno de todos; yo necesito más ayuda de tu gracia que los demás, porque soy más débil e impotente. Extingue en mí todos los deseos terrenales y enciende el fuego de tu amor. Por Cristo, tu Hijo, al cual contigo y con el Espíritu Santo se debe la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.
XII. Actos de diversas virtudes que pueden ejercitar antes de la Santa Misa