El hombre frívolo de Gilbert Keith Chesterton
Por una de esas
extrañas asociaciones que nadie consigue entender nunca, un gran número de
personas ha llegado a creer que la frivolidad tiene algo que ver con el
placer. Realmente, nadie puede divertirse verdaderamente si no es serio.
Hasta aquellos que por lo común consideramos pertenecientes a la clase
social que podríamos llamar «mariposa», verdaderamente sienten más placer en
los momentos de crisis que en potencia son trágicos. Para poder disfrutar de
la broma más sutil y halada, el hombre debe estar arraigado a cierto sentido
básico del bien de las cosas; y el bien de las cosas significa, por
supuesto, la seriedad de las cosas. Para disfrutar aunque sea de un pas de
quatre en un baile de abono, un hombre debe sentir en ese momento que las
estrellas bailan con la misma melodía.
En las antiguas religiones, la gente creía en verdad que las estrellas
bailaban con la melodía de sus templos; y que bailaron como nadie lo ha
hecho desde entonces. Pero el placer completo, el placer sin vacilaciones,
sin contratiempos, sin arriere pensée, sólo lo disfruta el hombre serio. El
vino, dicen la Escrituras, alegra el corazón del hombre, pero sólo del
hombre que tiene corazón. Y también eso que llamamos buen ánimo es posible
sólo en las personas animosas.
Todos conocemos al hombre verdaderamente frívolo, al hombre frívolo que
actúa en sociedad, y todos los que lo conocemos sabemos que, si tiene una
característica más saliente que otra, es su pesimismo. La idea del hombre a
la moda, alegre, atolondrado, intoxicado con deleite pagano, es una ficción
debida enteramente a la inventiva de la gente religiosa que jamás encontró a
un hombre así. El hombre del placer es una de las fábulas piadosas. Los
puritanos le han dado demasiado crédito al poder que tiene el mundo para
satisfacer el alma; al admitir que el pecador es alegre y atolondrado, han
dejado de lado la parte más sólida de su tesis; realmente, el puritanismo,
por lo común, cae en el error de acusar al hombre frívolo de todos los
vicios que no le corresponden. Dicen, por ejemplo (y es su frase favorita)
que el hombre frívolo es «descuidado». En rigor de verdad, el hombre frívolo
es muy cuidadoso. No solamente dedica horas enteras a la tarea de vestirse,
y a otros asuntos igualmente técnicos, sino que también pasa una gran parte
de su vida criticando y discutiendo asuntos igualmente técnicos. A cualquier
hora del día, podemos sorprenderlo comentando si un hombre lleva la chaqueta
adecuada o si otro hombre no tiene el tipo de vajilla debido; y respecto a
estos asuntos, es mucho más solemne que un papa o un concilio general.
Podemos describir su actitud como más bien triste que solemne, más bien
desesperanzada que severa.
Podemos definir, aproximadamente, la religión como el poder que nos hace
alegrar ante las cosas que importan. Con el mismo criterio, podríamos
definir la frivolidad elegante como el poder que nos hace entristecer ante
las cosas que no importan.
La frivolidad no tiene nada que ver con la felicidad. Actúa en la superficie
de las cosas, y la superficie es casi siempre áspera y desigual. La persona
frívola es aquella incapaz de apreciar en su totalidad el peso y el valor de
nada. En la práctica, no aprecia ni siquiera el peso y el valor de las cosas
que, por lo común, son tenidas como frívolas. No disfruta de un cigarro como
el chicuelo de la calle disfruta de su cigarrillo; no disfruta de su ballet
como el pequeño disfruta de Punch and Judy.
Pero, para hacer justicia con él, debemos admitir que no es el único
frívolo; otras clases de hombres comparten con él el reproche. Así, por
ejemplo, los obispos son generalmente frívolos; los hombres de Estado son
generalmente frívolos; los pacifistas por motivos de conciencia son
generalmente frívolos. Los filósofos y los poetas son, a menudo, frívolos;
los políticos son siempre frívolos. Pues si la frivolidad es esa carencia de
habilidad para comprender la plenitud y el valor de las cosas, debe de tener
muchas formas además de esa que consiste en la mera veleidad y la búsqueda
del placer. Muchísima gente tiene la idea fija de que la irreverencia, por
ejemplo, consiste, fundamentalmente, en hacer bromas. Pero es muy posible
ser irreverente con una dicción carente de la más leve falta de decoro y con
el alma impoluta del más mínimo asomo de humor. La definición espléndida e
inmortal de la verdadera irreverencia la encontramos en aquel mandamiento
mal entendido y desatendido que declara que el Señor no considerará libre de
culpa a quien toma su Nombre en vano. Se supone, vagamente; que esto tiene
algo que ver con las bufonadas y la jocosidad y los juegos de palabras.
Decir algo con un toque de sátira o de crítica individual no es decirlo en
vano. Decir algo fantasiosamente como si fuera algún fragmento de las
escrituras del País de las Hadas no es decirlo en vano. Pero decir algo con
gravedad pomposa y sin sentido; decir algo de modo que sea al mismo tiempo
vago y fanático; decir algo de manera que sea confuso al mismo tiempo que
literal; decir algo de manera que finalmente el oyente más decoroso no sabrá
por qué diablos fue dicho o por qué él lo ha escuchado; esto es, en el
verdadero sentido serio de aquellas antiguas palabras mosaicas, tomarlo en
vano. Los predicadores toman el Nombre en vano muchas más veces que los
seglares. El blasfemo es, de hecho, fundamentalmente natural y prosaico,
pues habla de un modo trivial de cosas que cree que son triviales. Pero el
predicador común y el orador religioso hablan de modo trivial de cosas que
ellos creen que son divinas.
Ésa es la violación de uno de los mandamientos; es el pecado contra el
Nombre. Si quieren, tomen el Nombre desatinadamente, tómenlo en broma,
brutalmente o con enojo, puerilmente, erróneamente; pero no lo tomen en
vano. Usen una santidad para un propósito extraño y justifiquen ese uso;
usen una santidad para algún propósito dudoso o experimental y juéguense por
su éxito; usen una santidad para algún propósito bajo y odioso y sufran las
consecuencias. Pero no usen una santidad sin propósito alguno; no hablen de
Cristo cuando lo mismo podrían hablar del señor Perks; no usen el
patriotismo y el honor y la Comunión de los Santos como relleno de un
discurso vacilante. Éste es el pecado de frivolidad, y es lo que caracteriza
principalmente a la mayoría de la clase religiosa convencional.
Así, volvemos a la conclusión de que la verdadera seriedad es mal recibida
lo mismo entre los religiosos que entre los no religiosos, lo mismo en el
mundo carnal que en el espiritual.
(cortesía ConoZe.com)