ZARAGOZA, domingo 15 de noviembre de 2009: Conferencia inaugural del Congreso Mundial Provida del año 2009, que pronunció el 6 de noviembre en Zaragoza la profesora de Teología Dogmática y de Ecumenismo de la Universidad de Navarra Jutta Burggraf, con el título "Defender la vida con eficacia. La personalidad del defensor".
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DEFENDER LA VIDA CON EFICACIA
La personalidad del “defensor”
Una de las preguntas centrales, alrededor de las que giran mis pensamientos desde hace algún tiempo, son las siguientes: ¿Cómo ayudar a quienes parecen despreciar la vida? ¿Cómo orientar a las personas que, frente a situaciones límite, han elegido una salida que supone una tragedia: han optado por el aborto o la eutanasia?
REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
Recuerdo a una escritora alemana, Karin Struck. Fuimos amigas en la última época de su vida. Si ella no hubiera sufrido una muerte prematura (2006), seguramente estaría hoy entre nosotros, en este gran Congreso por la vida.
Durante muchos años, Karin fue una novelista famosa. En sus tiempos de universitaria, militó en el partido comunista; después, propagó el amor libre y la homosexualidad. Decidió vivir sola con sus cuatro hijos, sin marido ni novios.
Un día abortó a su quinto hijo. Aunque no practicaba ninguna religión y vivía ajena a los tradicionales códigos éticos, quedó profundamente asustada del acto que había cometido. Con su sensibilidad de artista, expresó su angustia en un libro titulado “Ich seh mein Kind im Traum” (“Veo a mi hijo en los sueños”, 1992).
A raíz de la publicación de ese libro, su vida cambió radicalmente. Las grandes editoriales le cerraron las puertas, y también las revistas importantes, la radio y la televisión rechazaron sus colaboraciones habituales. Karin quedó completamente marginada, eliminada de la mirada del gran público. Y tomó conciencia, cada vez más profunda, del grado de enfermedad de nuestras sociedades.
Fue una mujer radical y valiente. Cuando se dio cuenta de que estaba financiando –indirectamente– miles de abortos, por el mero hecho de pagar la seguridad social, se dio de baja en ella, junto con sus cuatro hijos. Pero pocas semanas más tarde, tuvo un accidente gravísimo con su hijo pequeño en el coche: tanto ella como el niño quedaron en coma, precisaban de varias intervenciones quirúrgicas y de largos períodos en el hospital. Desde el punto de vista de su situación económica, esto significaba que Karin había caído en la indigencia.
Sin embargo, ella no estaba sola. Los grupos pro vida –de Alemania, Suiza y Austria– y muchas personas singulares que la habían conocido a través de su libro contra el aborto formaron una red de ayuda para Karin. Le socorrieron tanto material, como espiritualmente; le dieron fuerza para replantear su vida desde los cimientos, y ánimo para salir adelante. En una de sus últimas cartas, Karin me contó: “Ahora limpio las casas de otras familias y, en algún momento, espero terminar mis estudios. Ya no soy famosa, ni quiero serlo. Por fin, estoy en paz”.
Me gustaría que mirásemos juntos a estas personas que ayudaron a Karin. Le dieron la ayuda económica, tan necesaria en una situación precaria. Pero le regalaron mucho más: le transmitieron una nueva alegría, una nueva esperanza en su situación dolorosa. Se puede decir que despertaban y defendían su vida de un modo integral.
En lo que sigue, no me refiero, por tanto, a lo que digan los “defensores de la vida” –que somos todos nosotros– a los grupos de presión o a algunos políticos. Tampoco me refiero a los panfletos que escriben, ni a las manifestaciones que organizan. Sólo quiero reflexionar con ustedes sobre nuestro comportamiento diario frente a personas concretas “del otro bando”: personas que han abortado o quieren hacerlo, que han pedido la eutanasia o quieren hacerlo.
Algunos de los “defensores” están organizados en asociaciones, otros no. Ordinariamente, no hace falta pertenecer a un grupo para defender la vida, aunque muchas veces sea oportuno. Sin embargo, no debemos olvidar que la potencia de un grupo depende de la personalidad de cada uno de sus miembros. Por eso, es tan importante empezar por nosotros mismos, si queremos defender la vida con eficacia.
I. ALGUNAS ACTITUDES CONVENIENTES
Todos somos muy distintos los unos de los otros, y también las circunstancias en las que nos encontramos. Es bueno, además, que las diferentes personas tengamos diferentes maneras de actuar. Sin embargo, podemos destacar algunos rasgos comunes que, de un modo u otro, debería desarrollar cada “defensor”.
1. Fortaleza
Hace falta una buena dosis de valentía y de fortaleza para trabajar a favor de la vida en nuestra era de las dictaduras ocultas o manifiestas. Les voy a contar unos hechos que lo muestran con toda claridad.
Cuando cayó el Muro de Berlín, Alemania Oriental fue, de repente, un Estado libre, en el que regían nuevas leyes. Entonces, se abrieron los archivos de la policía secreta, y se descubrieron –entre miles de otros asuntos vergonzosos– algunos hechos especialmente considerables, que apenas fueron dados a conocer a los ciudadanos. La policía secreta de la Alemania comunista había estado muy pendiente de la destrucción de la moral pública y privada en Alemania Occidental. Empleó métodos muy precisos para frenar la defensa de la dignidad humana, del matrimonio y de la familia. Así, por ejemplo, cada vez que alguien se pronunciaba a favor de la vida –en la televisión, en la radio o en algún periódico–, recibía severas críticas en casi todos los medios. Era llamado “fascista”, intolerante y arrogante; fue despreciado, ridiculizado y –finalmente– callado. Muchas de las críticas llegaron con un nombre falso de Alemania comunista.
Si estamos dispuestos a trabajar a favor de la vida, necesitamos un corazón libre y fuerte. Tenemos que llegar a ser cada vez más independientes de los juicios de los otros. Un auténtico “defensor” acepta serenamente ser tomado por loco. En realidad, es más sano que una persona considerada “normal” en razón de su buena adaptación en nuestra sociedad, porque no renuncia a su capacidad de pensar por cuenta propia, ni a su espontaneidad; sigue, a pesar de los obstáculos, su propia luz interior, y se opone a todo lo que empequeñece al hombre, le masifica o cosifica, le manipula y engaña.
Antes de la despenalización de la eutanasia en los Países Bajos (1-IV-2002), ya era costumbre, en muchos hospitales, “hacer desaparecer” a los enfermos terminales clandestinamente, cuando a alguien le parecía oportuno. En esos tiempos, la madre de Piet, un conocido mío, estaba muriendo de una enfermedad dolorosa. En sus últimos días sufría enormemente y, estando toda la familia reunida en su habitación, el médico jefe entró, miró a la gente, llamó a Piet y le dijo en el pasillo: “Mira, yo daría ahora una inyección a tu madre, para provocarle una buena muerte. Pero sé que tú tienes otras convicciones. Por eso, necesito tu consentimiento; no quiero tener líos”. Piet no dio el permiso, y el médico no pudo aplicar la eutanasia. La madre sufrió una larga agonía. “Fue traumático –me comentó Piet después–. Ves morir a tu madre y no puedes ayudarla. Y, por encima de eso, toda la familia te echa la culpa por sus sufrimientos, y te reprocha la dureza de tu corazón”.
Realmente, hay situaciones sumamente duras. Existe el peligro de tambalearse, y es posible que caigamos, si no tenemos convicciones fuertes, muy personalizadas y arraigadas en una visión completa de la existencia.
2. Humildad
El “defensor de la vida” está dispuesto a oponerse –contra viento y marea– al mal en nuestro mundo. Por esta causa, vale la pena perder el prestigio social y gastar hasta las últimas energías.
Sin embargo, tenemos que reconocer que todos somos débiles y podemos cansarnos. Todos participamos en el mal. Durante la II Guerra Mundial, el escritor trapense Thomas Merton afirmó con contrición, desde América: “Que cada uno reconozca su propia gran culpa, ya que todos somos, de algún modo, culpables de esta guerra... Nosotros somos un árbol del cual Hitler es uno de sus frutos, y todos le alimentamos”.
Según uno de sus biógrafos, Merton sabía muy bien “que el pecado, el mal y la violencia que veía en el mundo, era el mismo pecado, el mismo mal y la misma violencia que había descubierto en su propio corazón… La impureza del mundo era un espejo de la impureza en su propio interior”. En la soledad y en el silencio, Merton tomó conciencia de que en él vivía la humanidad entera, con toda su miseria, pero también con su anhelo de amor: encontró el mundo en su propio territorio.
Estas experiencias nos invitan a mirar hondamente la condición humana, y a hacer menos radicales nuestros juicios sobre situaciones complejas. No hay sólo dos colores, el blanco y el negro: el mundo no está lleno de pecadores, por una parte, y de mártires que mueren cantando, por otra.
Este hecho lo ilustró Juan Pablo II en su visita al campo de concentración, en Auschwitz. Cuando el papa entró en ese lugar de espanto, donde habían muerto muchos de sus amigos y compañeros de la infancia, no dio ningún sermón, ninguna amonestación. Comenzó a rezar la oración del “Yo confieso” pidiendo perdón a Dios por sus propios pecados.
Todos estamos profunda y personalmente involucrados en los acontecimientos de nuestro mundo. Si aceptamos humildemente este hecho y miramos al centro más íntimo de nuestro ser, podemos mejorar, al menos, una pequeña porción de la sociedad, de la que formamos parte. Y entonces podemos ver, con ojos más limpios, que, aparte de todos los errores, hay mucho bueno y bello en los demás.
Se cuenta que el general Robert Lee habló, en alguna reunión, en los términos más elogiosos sobre algún oficial bajo su mando. Otro militar que estaba presente quedó atónito: “General –le dijo– ¿no sabe que el hombre del que habla con tanta admiración es uno de sus peores enemigos, que no pierde ocasión de denigrarle?” “Sí –respondió el general Lee–. Pero me pidieron mi opinión de él, no la opinión que él tiene de mí”.
Sólo cuando luchamos por ser sinceramente humildes, existe la posibilidad de que otra persona nos abra su corazón. A veces conviene hablar primero de nuestras propias faltas, de los propios errores. El sabio chino Laotse dijo hace 25 siglos: “La razón por la cual los ríos y los mares reciben el homenaje de cien torrentes de la montaña es que se mantienen por debajo de ellos. Así son capaces de reinar sobre todos los torrentes de la montaña”. De modo parecido tendría que actuar quien quiere transmitir una verdad: debe colocarse debajo de los hombres. Así, los otros no sienten su peso, y no toman sus palabras como insulto.
Aparte de ello, cada hombre es, realmente, superior a nosotros en varios aspectos. En este sentido, podemos aprender de todos.
3. Saber escuchar
Una de las consecuencias inmediatas de la humildad es la capacidad de acoger y escuchar al otro. A veces, se necesita mucho carácter y dominio de sí mismo para no exasperarse inmediatamente. Sin embargo, el enfado y los reproches son inútiles, porque ponen a la otra persona a la defensiva y, por lo común, hacen que trate de justificarse. Herir al otro con críticas punzantes, no sólo no corrige, sino que agrava la situación. Las heridas pueden crear resentimientos que, a veces, perduran décadas y siguen ardiendo hasta la muerte.
Cuando alguien se equivoca, quizá lo admita para sus adentros. Y si le sabemos llevar, con suavidad y con tacto, quizá lo admita también ante nosotros. Pero no ocurre así cuando tratamos de convencerle a toda costa de que no tiene razón.
El secreto para actuar con tranquilidad consiste en no identificar a la persona con su obra. Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis, y habla de los crímenes cometidos en Francia: “Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás”. Cada persona está por encima de sus peores errores.
Casi todos hablamos demasiado, cuando tratamos de atraer a los demás a nuestro modo de pensar. Primero tiene que hablar la otra persona. Ella sabe más que nosotros acerca de sus problemas, de sus luchas y sus sufrimientos. Es preciso crear un clima en el que puede hablar sin medir sus palabras, puede mostrar sus debilidades sin temor alguno a que se le censure.
Estamos llamados a empeñarnos en el difícil arte de ir al fondo con los demás, de no quedarnos en lo que dicen, sino llegar a lo que quieren decir, de no oír solamente palabras, sino mensajes. Con frecuencia, conviene asumir la función de papelera o de cubo de basura. Tal vez la escasez de estos “oyentes papelera” sea la causa de una soledad angustiosa de tantas personas: están llenas de sentimientos destructivos y de experiencias horribles, que no pueden compartir con nadie.
Si nos vemos en desacuerdo con la persona que habla, podemos estar de interrumpirla. Pero es mejor no hacerlo; así no la ayudamos. Ella no nos prestará atención, mientras tenga todavía una cantidad de ideas y vivencias propias que reclaman expresión. Lo primero no es dar consejos, sino estar al lado del otro.
Tenemos que escuchar, tranquilamente, hasta el final. La palabra que se queda dentro de una persona puede ser la decisiva. Y justamente esta palabra tiene que salir. Por eso –advierte Guardini–, hemos de ejercitarnos para “ver, escuchar, sentir cómo, detrás de un sentimiento que se muestra, detrás de un pensamiento que se expresa, hay mucho más que permanece oculto; y cuando lo que ha estado oculto es finalmente conocido, puede ser que detrás de ello exista todavía más”.
Los mejores conversadores no son los que hablan bien, sino las personas que se interesan por lo que dicen los demás.
4. Comprensión
Recuerdo a una adolescente desesperada que se había quedado embarazada y sufría fuertes presiones para abortar. Durante varias semanas, había buscado ayuda, pero no sabía a quién dirigirse. Cuando hablé con ella, le pregunté por qué no había dicho nada a su amiga que colaboraba fervorosamente en una asociación pro vida. “Imposible –me respondió–. No puedo hablar con ella sobre estos temas. Sería un escándalo para ella. Nuestra amistad acabaría”. Pero, cuando alguien ha caído en las profundidades del dolor, ¿no es precisamente el amigo, la amiga, quien debe luchar por él y con él? “Sé solidario con los otros, sobre todo cuando sean culpables”, reza un proverbio francés.
En un momento de desaliento, de fracaso o de angustia, es tremendamente importante encontrar a una persona que comprenda, que no riña, que no clasifique fríamente, sino que sea capaz de compartir los sentimientos –tantas veces contradictorios–, que se encuentran en el corazón humano. Hay momentos en los que cada hombre –incluso el más cruel asesino– necesita consuelo y alivio. El criminal americano Crowley, condenado a la silla eléctrica por matar a mucha gente, escribió poco antes de su muerte: “Tengo bajo la ropa un corazón fatigado, un corazón bueno: un corazón que a nadie haría daño”.
¿Sabemos lo que ese hombre ha vivido? ¿Conocemos las manipulaciones y presiones a las que estaba expuesto desde su infancia, su vacío interior, su aburrimiento? ¿Qué ha provocado su desesperación y su odio? Hay una razón oculta por la que cada persona piensa y procede como lo hace. Si descubrimos esa razón, tendremos la llave de sus acciones, y quizá la de su personalidad.
En medio de un mundo lleno de situaciones terribles, estamos llamados a descubrir la posibilidad de una compasión. El gran escritor británico Graham Greene afirma: “Si conociéramos las cosas hasta el fondo, tendríamos compasión hasta con las estrellas”.
No me refiero, por supuesto, al ejercicio de la justicia pública; no se trata de saldar un castigo. Hablo sencillamente de la actitud de una persona concreta frente a otra, que se ha hecho culpable. En la vida diaria, no nos compete condenar a otros, ni juzgar sobre sus intenciones. Cuando estos actos se realizan “en la calle”, a menudo no están exentos de una gran dosis de morbo farisaico. Además, inician un nuevo ciclo de violencia y de opresión. La única liberación verdadera es aquella que toca el corazón y mueve a cambiarlo, con la gracia de Dios.
Un comentario mordaz o cínico no ayuda nada, sino que hunde al otro todavía más en la miseria. En cambio, si éste nota un verdadero interés, una auténtica preocupación por su persona y situación, puede ser que reaccione favorablemente. La comprensión tiene un efecto sanante.
Es preciso comprender que cada uno necesita más amor del que “merece”; cada uno es más vulnerable de lo que parece. Y hasta la persona más violenta puede arrepentirse de sus faltas, puede cambiar y crecer mientras viva. “No hay pecador sin futuro, ni santo sin pasado”, dice la sabiduría popular.
Comprender es tener la firme convicción de que cada persona, independientemente de todo el mal que haya hecho, es un ser humano capaz de hacer el bien. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz. Al comprender, decimos a alguien: “No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor”. Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.
Existen, realmente, estas personas que saben dar cariño y esperanza a los demás. Su presencia engendra una sensación de bienestar. Los otros saben que están en buenas manos, cuando están con ellas; saben que son estimados y queridos, a pesar de todos sus fallos. Pueden dejar sus cargas, descansar y descubrir valores que, quizá, nunca hayan conocido.
II. SER CAPAZ PARA LA AMISTAD
Si deseamos que otro se desprenda, realmente, del error, de la equivocación, de la fealdad o de la maldad, y que se abra a nuevos conocimientos, es preciso entrar en una relación amistosa con él. Se acepta un consejo cuando hay confianza. Se sigue a un amigo y a nadie más.
La amistad proporciona un nuevo brillo a nuestra existencia y hace más amable nuestra vida. Goethe lo expresa de un modo poético: “Nuestro mundo parece muy vacío –afirma–, si lo imaginamos sólo lleno de montañas, ríos y ciudades. Pero sabemos que aquí o allá hay alguien que está en sintonía con nosotros, alguien con quien seguimos viviendo, aunque sea en silencio. Esto, y solamente esto, hace que la tierra sea un jardín habitable”.
Precisamente ante la masificación y el anonimato, tan característicos de nuestra época, necesitamos lugares cálidos, espacios en los que podamos sentirnos como en casa. Donde hay amigos, surge la experiencia de la confianza, la experiencia del hogar. Para muchos contemporáneos, la amistad es su hogar y su patria en medio de una tierra sin patria y sin hogar.
Quien tiene amigos de otros partidos políticos, otras profesiones, religiones y nacionalidades, es una persona dichosa. Se le abre un mar sin orillas. Tratando y queriendo a la gente más variada, se amplía su mente y se ensancha su corazón. Recibe mucho y entrega mucho. Es quien mejor puede orientar a los que parecen estar en una situación sin salida.
Por supuesto, la amistad no se puede forzar. Es un don de lo alto. Pero podemos capacitarnos para recibir este don.
1. Una condición imprescindible
Para aventurarme en la vida del otro, debo estar en paz conmigo mismo. Debo llevarme bien conmigo mismo y llegar a ser, de alguna manera, “mi propio amigo”.
Conozco a una mujer que ha abortado varias veces y –después de un espectacular cambio mental– trabajaba agresivamente a favor de la vida. En una ocasión, ella me confesó: “Francamente, me odio. Y odio a todas las mujeres que abortan. Si una persona ha realizado este crimen, sólo le quedan dos caminos: luchar vehemente en pro o en contra de la vida, para callar la voz de su conciencia”.
Sin embargo, no defendemos la vida, en primer lugar, para solucionar problemas personales, sino para ayudar a los demás. No podremos hacerlo con eficacia, si no transmitimos nada más que nuestro caos interior, ahogando a los otros con nuestros sentimientos amargos y nocivos. Huirán de nosotros para protegerse.
Si no estoy a gusto conmigo mismo, no estoy a gusto en ningún lugar. Si no me he encontrado a mí, no puedo realizar un verdadero encuentro con ninguna otra persona. Si no estoy en armonía conmigo, no puedo sembrar paz a mi alrededor.
Cabe también una tercera posibilidad para los que han experimentado el aborto: pueden defender la vida serenamente, si han llegado a ser “su propio amigo”. Pero, ¿cómo es posible esto? La amistad reclama una actitud de profunda sinceridad. No se puede construir sobre una mentira. Así, para ser “mi amigo”, necesito comportarme con rectitud interior. No debo reprimir las grandes cuestiones que se plantean, con mayor o menor frecuencia, en mi interior. Tengo que ordenar mi propia alma, dirigirla hacia el bien y buscar el sentido completo de mi existencia.
Si una persona se ha reconciliado con Dios y con ella misma, tiene la oportunidad de dar al mundo su propio testimonio con especial convicción. Es una tarea hermosa, una ocasión para desagraviar y, por supuesto, también es un tratamiento para curar las propias heridas cada vez más hondamente.
2. El valor de la amabilidad
Hay dos formas de mostrar nuestra fuerza en una conversación: podemos empujar al otro hacia abajo, o tirarle hacia arriba; podemos actuar de un modo destructivo o de un modo constructivo.
Un lenguaje ofensivo, unas palabras sarcásticas, cierta arrogancia, brusquedad, prepotencia y reproches son ejemplos para una conversación destructiva; producen resistencias y, en ocasiones, rebeliones abiertas.
No hacen falta habilidades para pisar al otro. Cualquiera puede hacerlo. Se hiere, a veces, todavía más con la frialdad que con el enfado. Pero el precio es alto. Si discutimos, nos enfrentamos y contradecimos, creamos distancias. Si nos dejamos llevar por la agitación interior, terminamos ofendiendo. Alguna vez, podremos lograr algún triunfo. Pero será una victoria vacía. Una persona forzada contra su voluntad no cambia de opinión. No sale del círculo vicioso en el que se encuentra y, con frecuencia, tiende a sabotear los esfuerzos de quien la frustra.
Es verdad, la coacción puede evitar, en ocasiones, un mal. Puede evitar, por ejemplo, la muerte de inocentes. Pero no es un medio adecuado para conducir a una persona hacia el bien. Un cambio violento, normalmente, no es profundo ni duradero. No se puede forzar a nadie a ser bueno.
Los chinos dicen: “Quien pisa con suavidad, va lejos”. Lo mismo expresa la famosa fábula del sol y del viento. Ambos discutieron acerca de cuál era más fuerte, y el viento dijo: “¿Ves aquel chico envuelto en una capa? Te apuesto a que le haré quitar la capa más rápido que tú”. Comenzó a soplar, con una fuerza enorme, hasta ser casi un ciclón. Pero cuanto más soplaba, tanto más el chico se envolvía en su capa. Por fin, el viento se calmó y se declaró vencido. Entonces salió el sol y sonrió benignamente sobre el chico. No pasó mucho tiempo hasta que éste, acalorado, se quitó la capa.
Realmente, la suavidad es más poderosa que la furia. Sólo a través del corazón podemos llegar a la razón de otra persona. Si ella nos rechaza, no podemos hacer nada. Pero si nota que la queremos de verdad, que es especial e importante para nosotros, y que deseamos que sea plenamente feliz, entonces se abre la posibilidad de una relación amistosa, en la que –como ya hemos visto– cada uno escucha al otro y cada uno aprende del otro.
La amistad surge y se acrecienta cuando rompemos las imágenes que nos hemos hecho de otra persona. Es una experiencia muy íntima, que necesita tiempo, calma y mucha sensibilidad.
El que ama, da algo de sí mismo, de su propia vida, de lo que está vivo en él. Comparte sus alegrías y sus penas, sus ilusiones y desilusiones, sus experiencias y proyectos, sus reflexiones y, no en último lugar, la verdad que ha encontrado; en una palabra: se da a sí mismo. En este ambiente no es difícil hablar de todo, también de las propias faltas, aunque sean muy graves.
3. Transmitir la verdad
Para elevar al otro hacia una comunicación constructiva, conviene que profundicemos en la relación positiva que ya existe entre nosotros. Es importante ver lo bueno en el otro, porque todos tendemos a comportarnos según las expectativas de los demás. En este sentido, aconseja la sabiduría popular: “Si quieres que los otros sean buenos, trátales como si ya lo fuesen”.
Tendríamos que hablar siempre con un sello personal. Cuando los otros escuchan frases trilladas, hay quien deja de escuchar. No deberíamos olvidar que las palabras –y hasta los mejores ejemplos– se desgastan con el uso excesivo. Dado que los argumentos a favor de la vida se utilizan con frecuencia y en tantos contextos, puede ser que dejen de causar impresión. Necesitamos una fidelidad creativa a principios comunes.
Quien quiere al otro de verdad, no palia ni encubre el mal que éste haya hecho. Intentará transmitir las exigencias éticas con toda claridad, adaptadas a las circunstancias de cada caso. No buscará compromisos falsos, porque sabe que ellos no pueden llevar a nadie a una paz estable. “No es honesto eludir principios éticos elementales –afirman Natalia Horstmann y Enrique Sueiro–. Hay cosas buenas y cosas malas, y su bondad o maldad es independiente de consensos. El tabaco no mata porque lo diga la cajetilla…; ni la violencia machista es aberrante porque la condene el Gobierno. Son realidades dañinas en sí mismas, lo diga quien lo diga o aunque no lo diga nadie”.
El otro tiene derecho a conocer toda la verdad, aun allí donde a primera vista puede resultarle amarga. Por esto, tenemos la obligación grave de hacerle partícipe de la luz que tenemos, probablemente por la generosidad de otros.
Asimismo, para ganar en sinceridad en cualquier relación humana, es conveniente y necesario dar a conocer la propia identidad. El otro quiere saber quién soy yo, tal como yo quiero saber quién es él. Si reprimimos las diferencias y nos acostumbramos a callarlo todo, tal vez podamos gozar durante algún tiempo de una armonía aparente. Pero en el fondo, no nos aceptaríamos mutuamente tal como somos en realidad, y nuestra relación se tornaría cada vez más superficial, más decepcionante, hasta que, antes o después, se rompería.
Si creamos un ambiente de confusión, no ayudamos a nadie. Por esto es preciso exponer la verdad tan clara e íntegramente como sea posible. Cuando actuamos de esta manera, no obstaculizamos la amistad sino, muy al contrario, la fomentamos, si guardamos la delicadeza y el respeto. “No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad. El uno sin lo otro se convierte en una mentira destructora”. Estas palabras, inspiradas en la filósofa Edith Stein, me parecen especialmente aptas para la defensa de la vida. Toda verdad mezclada con veneno se vuelve, sin más, falsa.
4. Ayudar a salir de las dificultades
Según Sócrates, no conviene enseñar nada a nadie. El gran maestro conducía a sus contemporáneos sabiamente a verdades que ellos mismos encontraban. Su método refleja un conocimiento hondo del corazón humano. Muchas veces, realmente, estamos más convencidos de las verdades que hemos descubierto por cuenta propia, que de aquellas que otros nos sirven en bandeja de plata.
En la psicología se habla –análogamente– de la “intención robada”: si quiero hacer algo –incluso con mucho afán–, y otra persona me dice que debo hacer justamente esto, puede ser que disminuyan mis ganas. Me siento un mandado, no el protagonista de la obra. A nadie le agrada recibir órdenes sobre cosas que ha decidido hacer.
Así, conviene apelar a los motivos más nobles del otro y ayudarle a que él mismo quiera realizar el bien o arrepentirse del mal. Él mismo puede y debe decidirse a salir del pozo en el que ha caído. En la proximidad de un amigo, esto es posible. Junto al amigo, una persona puede entrar en relación con su auténtico yo; puede percibir lo sincero y lo verdadero en su propio corazón. Puede sentirse como envuelto en el aire de la montaña, gracias al cual puede respirar de forma diferente a como lo hace normalmente; y ese aire le lleva a entrar en contacto con lo más sublime y elevado que hay en él.
Nuestra tarea consiste, sobre todo, en poner al otro en relación con sus sentimientos más íntimos y auténticos, y en incitarle a expresar los silenciosos impulsos de su corazón. Podemos asegurarle nuestra cercanía, echarle una mano y transmitir la creencia firme de que el camino hacia la salvación es viable.
Un buen amigo da ánimo, luz y esperanza, aunque la noche sea oscura. Ayuda al otro a salir de una depresión, después de una gran caída. Le da valor para levantarse, y fuerza para asumir la propia culpa –con todas sus consecuencias–. Y, no en último lugar, le despierta la ilusión de decidirse, nuevamente, por la vida. Un proverbio japonés afirma: “Con un amigo a mi lado no hay ningún camino que sea demasiado largo”.
NOTA FINAL
El amor a la vida se expresa, muchas veces, en la valentía, en la fortaleza y en la justicia. Y se muestra, al mismo tiempo, en la humildad, en la escucha y en la compasión. Siempre defiende la verdad y, en el mejor de los casos, llega a construir una auténtica amistad.
Queremos dar la vida a todos, tanto a los que están en peligro material de perderla, como a los que están en peligro espiritual de robarla. Todos necesitan nuestra solicitud, y no debemos olvidar que aquel que hace el mal se daña aún más que aquel que lo sufre.
Por esto, hemos puesto nuestra mirada en las víctimas quizá todavía más destrozadas que los niños que no nacerán, o los ancianos que mueren antes de tiempo. Queremos dar vida también a los responsables del aborto y de la eutanasia. Queremos ofrecerles nuestra ayuda para salir de su error y revisar sus actitudes. Con ello, tenemos muy claro que “la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad”.
Si un “defensor” se acostumbra a descubrir el núcleo bueno de todos los hombres, y a realizar un encuentro con quien ha actuado mal, entonces aumentará incluso su propia vida. En el trato sincero con los demás crece su vitalidad. Se le ocurren más ideas, relucen más valores. El “defensor” se hace, sobre todo, cada vez más capaz de amar, más apto para orientar. Adquirirá, en medio de un mundo caótico, sabiduría para comprender, paciencia para luchar, y una alegría inexpresable, que es fruto del empeño de conducir a otros desde la oscuridad a la luz. Su estilo de vida se resume en el famoso lema de Antonio Machado: “Pensar alto, sentir hondo, hablar claro”.