La lectura de Dios
Aproximación a la lectio divina
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García M. Colombás, m.b.
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Índice
Prólogo
Nota para la segunda edición Siglas usadas en las notas
Cap. I. Preliminares
El diálogo entre Dios y el hombre El problema de la "lectura divina"
Cap. II. Historia
Los Padres Los monjes Decadencia Restauración
Cap. III. El
libro de los buscadores de Dios
Objeto de la "lectura divina"
Dios está en la Biblia
Cristo está en la Biblia
La esencia de la lectio divina
Cap. IV. Dios ha
hablado, Dios me habla Lectura penetrada de fe Lectura personal
Cap. V. Un coloquio
entrañable
Lectura sapiencial Lectura íntima Lectura orante
Cap. VI. Cualidades
paradójicas
Lectura exacta y espiritual Lectura activa y pasiva Lectura privada y
eclesial
Cap. VII. Una tarea ardua
y penosa Lectura aten ta
Lectura asidua
Cap. VIII. Requisitos
y disposiciones
Un ambiente favorable Bibliografía
Pureza de corazón
Desprendimiento y docilidad
Espíritu de oración
Cap. IX. Tres ejemplos
San Ambrosio de Milán
Santo Domingo de Guzmán
El prólogo de la Regla de San Benito
Cap. X. Frutos Una mentalidad bíblica Una
total renovación Una piedad objetiva Una vida de oración Una experiencia
de Dios
Una gran felicidad
Cap. XI. Complementos
Meditatio Collatio Eructatio
Cap. XII. La lectura de
los Padres Objeto secundario de la lectio divina Preferencia por los Padres
Excelencias de los Padres de la Iglesia Los Padres y la Biblia
Dificultades
Los Padres monásticos
Cap. XIII.
La restauración de la lectio divina
El concepto de lectio divina
Qué libros se han de leer
Peligros y enemigos
Un clima propicio
Preparación para la lectio divina
Formación en la lectio divina
Colofón
Prólogo
Al leer la Biblia, los Padres no leían los textos, sino a Cristo vivo, y
Cristo les hablaba. P. EVDOKIMOV.
Lectio divina es una expresión que está de moda. Tanto en los monasterios
como en otros ambientes cristianos se la menciona con frecuencia. Pero ¿se
sabe lo que significa realmente? ¿Se sospecha las riquezas que contiene, las
resonancias espirituales profundas que puede despertar?
El presente opúsculo recoge el texto, apenas retocado, de unas charlas que
di a las monjas benedictinas de Santa María de Carbajal y, en parte, a las
de A Iba de Tormes. Era nuestro propósito -de las monjas y mío- ahondar un
tema propiamente inagotable. Porque lectio divina significa "lectura de
Dios", y a Dios nunca acabamos de leerle. Arte de estudiar el corazón de
Dios, según la hermosa definición de San Gregorio Magno, la lectio
participa, en cierto modo, de la infinitud de su objeto propio. Por eso,
cuanto más se la estudia, más cualidades se descubren en ella, más ricos se
revelan los múltiples aspectos que presenta. Y al dar por concluidos
nuestros coloquios, tuvimos la impresión de que apenas habíamos abordado el
asunto.
La misma sensación experimento ahora, al dar a los tórculos estas páginas,
escritas con toda sencillez y desprovistas de todo aparato erudito. En
efecto, no me ha parecido oportuno recargarlas con discusiones y notas, sino
más bien conservar en lo posible su carácter de exposición oral, llana y
fraterna, que quisieron ser originariamente. Obra de edificación, no de
erudición, tiende a un fin eminentemente práctico: colaborar -modestamente-
a la restauración de la "lectura de Dios" en su sentido más propio. En la
bibliografía me limito a citar los trabajos de que me he servido; entre
ellos están los mejores -de carácter general- que se han publicado sobre la
materia, y a los que acudirán con provecho cuantos lectores deseen una
información más completa y precisa.
Los auditorios a quienes se dirigieron estas charlas justifican, en parte,
que se subraye el aspecto monástico y benedictino -por así decirlo-de la
lectura divina; en parte, explica también esta insistencia el hecho
incuestionable de que los monjes y las monjas se convirtieran muy pronto en
profesionales y especialistas de este método de lectura. Pero es importante
declarar con fuerza desde ahora que la lectio divina no fue inventada por
los monjes ni constituyó jamás un monopolio monacal. Pertenece a todos los
cristianos, y aun me atrevería a decir que a la humanidad entera. Dios
escribió para que todos le leyéramos y no nos cansáramos nunca de leerle.
Con fraterno y muy sincero agradecimiento dedico esta obrita a la madre
María Inmaculada Alonso y a las benedictinas de Santa María de Carbajal y de
Alba de Tormes, que con tanta paciencia e interés escucharon y
discutieron-amigablemente- mis disquisiciones, así como también a la madre
María Rosario Santiago y a las benedictinas de Zamora, por haberla incluido
en su colección Espiritualidad Monástica.
Monasterio de Santa María de Sobrado, 24 de junio de 1979.
La lectio divina, gracias a Dios, sigue interesando a nuestros
contemporáneos.
Particularmente, en los monasterios. Con ocasión del decimoquinto centenario
del nacimiento de san Benito, se hicieron varias encuestas. Un monje
italiano anónimo contestaba al cuestionario: "El monje es 'el hombre de la
escucha', 'abierto a todos los signos de Dios que la actualidad puede
ofrecer', y, como es natural, ante todo a la Palabra de Dios en la lectio
divina. En ella tiene lugar 'el encuentro del monje entero - espíritu,
corazón y voluntad- con Cristo-verdad'"1. Y el abad de Poblet sintetizaba
así las respuestas de las comunidades benedictinas y cistercienses de
España: "La vocación fundamental del monje -oyente de la Palabra de Dios-se
expresa en la lectio. Se pone et acento en el hecho de que no es un estudio,
sino una lectura orante que alimenta y conduce a la oración... Normalmente,
la sagrada Escritura es el libro básico para la lectio divina... Se trata de
una exigencia crítica de nuestra identidad cristiana... Prepara el oficio
divino y permite profundizar la Palabra de Dios y guardarla durante el
trabajo"2.
¡Ojalá este opúsculo pueda seguir ayudando a los cristianos, dentro y fuera
de los monasterios, a descubrir y profundizar "el corazón de Dios en las
palabras de Dios"!
Zamora, monasterio de la Ascensión, 4 de agosto de 1982
Siglas usadas en las notas
CC Colleclanea Cisterciensia. Scourmont.
DIP Dizionario degli istituti di perfezione. Roma.
DS Dictionnaire de spiritualité. París.
PG Patrología Graeca. Ed. Migne.
PL Patrología Latina. Ed. Migne.
RB Regula Benedicti.
SC Sources chrétiennes. París.
SM Studia monástica. Montserrat.
VS La vie spirituelle. París.
1 Célébration du XV centenaire de la naissance de
S. Benoít. Symposium romain, 17 -21 septembre 1980, en CC 43 (1981) 259. El
resumen es de dom Sebastiano Bovo.
2 Ibid., p. 268.
Capítulo I: Preliminares
El diálogo entre Dios y el hombre
"Adán, ¿dónde estás?". La voz del Todopoderoso resonó en el
Paraíso. Dios buscaba al hombre, que había plasmado a su imagen y semejanza.
Quería hablar con él, como todos los días, cuando "se paseaba por el jardín
tomando el fresco" Adán -el hombre- había desobedecido a 3 su Creador y se
había escondido. El pecado del hombre destruyó brutalmente la familiaridad
con Dios en que había sido creado. Esto es lo que quiere decirnos el Génesis
en sus primeras páginas.
El hombre perdió la parrhesía, esa dulce y absoluta libertad de expresión
que le permitía hablar a Dios como un hijo habla a su padre, como un amigo
habla con su amigo. El hombre perdió a Dios, su creador y padre, y Dios
perdió al hombre, su imagen, su hijo, su interlocutor. Y desde entonces Dios
sigue buscando al hombre, y el hombre tiene que buscar a Dios.
"Buscar a Dios" es una ocupación absorbente. Abarca toda la vida y toda la
persona. Es como el amor a Dios: "Escucha, Israel, el Señor nuestro es el
único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas" 4. ¿Acaso no es el amor, el
deseo que tiene su origen en el amor, el móvil de nuestra búsqueda? ¿Tal vez
no son amor y búsqueda de Dios dos conceptos tan próximos uno del otro que
se compenetran?
Hay que buscar a Dios donde está: en los hombres, en los acontecimientos, en
la Eucaristía, en lo íntimo de nuestro propio ser... ¿Dónde no está Dios?
Hay que buscarle, evidentemente, en el cumplimiento de su voluntad:
Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor;
dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de lodo corazón .5
3 Gen3,8-9.
4 Mc 12,29-30.
5 Sal 118,1-2.
Pero la búsqueda personal de Dios y el encuentro personal con Dios se
verifica en el diálogo. El diálogo -lo ha acentuado con gran energía Martín
Buber- es el lugar privilegiado donde convergen los deseos del "verdadero
Dios" y del "verdadero hombre". El "verdadero Dios", el "Dios vivo", que
habla y a quien se puede hablar; el Dios personal que quiere comunicarnos la
plenitud de la existencia personal y se abaja para elevarnos a su mismo
nivel. El "verdadero hombre", "imagen de Dios", aparición de Dios, que hace
visible al Dios invisible y quiere encontrar a su Creador, del que se había
apartado . Así convergen la sed de Dios de encarnarse en 6 el hombre y la
sed de infinito que atormenta el corazón humano, el Deus desiderans y el
Deus desideratus, como decían los autores medievales; el Dios que nos acosa
porque nos desea, y el hombre que busca ansiosamente al Dios que necesita.
Para la tradición cristiana primitiva el diálogo con Dios tiene dos tiempos:
la lectura y la oración. Ya san Cipriano de Cartago aconseja a Donato: "Sé
asiduo tanto a la oración como a la lectura. Ora habla tú con Dios, ora Dios
contigo" . San Jerónimo dice del anacoreta Bonoso: 7
"Ora oye a Dios cuando recorre por la lectura los libros sagrados, ora habla
con Dios cuando hace oración al Señor" . San Ambrosio de Milán escribe: "A
Dios hablamos cuando oramos, a 8 Dios escuchamos cuando leemos sus
palabras". 9
San Agustín, comentando el salmo 85, dice: "Tu oración es una locución con
Dios. Cuando lees, te habla Dios; cuando oras","tú hablas a Dios" . Pero la
formulación más hermosa del10 diálogo entre Dios y el hombre es la de san
Jerónimo cuando escribe a su discípula Eustoquia, la noble virgen romana:
"Sea tu custodia lo secreto de tu aposento y allá dentro recréese contigo tu
Esposo.
Cuando oras, hablas a tu Esposo; cuando lees, él te habla a ti" .11
Los mismos conceptos se hallan repetidos innumerables veces en los autores
antiguos y medievales. Así, por ejemplo, en una carta sobre la vocación
monástica: "Habla a Dios orando, escucha leyendo a Dios que te habla" . Y
Bernardo Ayglier, abad de Montecasino: "Así como 12 hablamos con Dios cuando
oramos, así Dios habla con nosotros cuando leemos la Sagrada Escritura. Por
eso san Benito no sólo nos exhorta a entregarnos a la oración, sino que
quiere que nos ocupemos asiduamente en la lectura" . En nuestros días, el
concilio Vaticano II citaba el texto 13 de san Ambrosio: "Recuerden que a la
lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se
realice el diálogo de Dios con el hombre, pues 'a Dios hablamos, cuando
oramos, a 6 Martín Buber, exegeta y filósofo judío, con un profundo sentido
religioso, aunque al margen de toda perspectiva cristiana, ha sabido evocar
la misteriosa Presencia que se adivina y se siente en la Escritura y en la
creación entera; asi, por ejemplo, en La vie en dialogue, París, 1959.
7 San Cipriano, Ep. 1,15 fací Donatum)
8 San Jerónimo, Ep. 3,4.
9 San Ambrosio, De officiis ministrorum 1,20,88.
10 8. San Agustín, Enarratio in ps. 85,7.
11 San Jerónimo, Ep. 22,25.
12 Ed. J. Leclercq, en Analectamonástica, III
(Studia Anselmiana, 37),Ro ma, 1955, p. 193.
13 Speculum monachorum, ed. H. Walter, Friburgo
de Brisgovia, 1901, p. 198.
A Dios escuchamos cuando leemos sus palabras'" . Y el Congreso de abades
benedictinos de 1967 14 expresaba la misma idea, aunque más profusa y menos
poéticamente que san Jerónimo: "Como todos los bautizados, pero de modo muy
especial, el monje está siempre atento a la palabra de Dios, para recibirla,
guardarla, prestarle obediencia y vivirla, y entrar así en la salvación que
ella ofrece. El monje hace retornar a Dios esta palabra en su oración, tanto
secreta como conventual".15
En realidad, ¿qué hacen los monjes según la Regla de san Benito y la
tradición? Tres cosas: orar, leer y trabajar. Trabajan por varias razones:
porque es voluntad del Creador que el hombre trabaje; para ejercitar el
cuerpo; porque son pobres, voluntariamente pobres, y deben ganarse el
sustento; para conservar un prudente equilibrio entre las ocupaciones de
cada día y evitar la ociosidad y sus consecuencias; para aliviar las
necesidades de los que son más pobres que ellos. Pero, evidentemente, para
trabajar no es preciso ingresar en un monasterio o hacerse ermitaño. Lo
característico -aunque no exclusivo- del monje es la lectura y la oración,
es decir, el mantenimiento del diálogo con Dios, que ni siquiera el trabajo
debe interrumpir. "A la oración sucedía la lectura; a la lectura, la
oración", escribe san Jerónimo refiriéndose a Orígenes y sus discípulos16.
Algo parecido acontecía en los desiertos y cenobios. Uno de los grandes
elogios que se hicieron del primer monje-obispo de Occidente, san Martín de
Tours, es este: "No pasó hora ni momento alguno que no dedicara a la oración
o a la lectura; aunque, incluso mientras leía o hacía otra cosa, nunca
dejaba de orar"17. Un monje de observancia cluniacense afirmaba: "En nuestra
orden, de la lectura se pasa a la oración, de la oración a la lectura".18
14 Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 25.
15 Cuadernos monásticos 11 (1976) 390.
16 San Jerónimo, Ep. 107,9.
17 Sulpicio Severo, Vita Marlini 26,3.
18 Dialogus inter Cluniacensem et Cisterciensem
monachum, ed. Marténe - Durand, Thesaurus novus anecdotorum, V, París, 1717,
p. 15 73.
La lectura se complementaba y prolongaba mediante un ejercicio muy
característico que se llamó en griego melete y en latín meditatio, que
normalmente era asimismo oración, como veremos más adelante; y la lectura y
la oración se convertían a ratos en contemplación de Dios y de las cosas
divinas. Siguiendo las huellas de Hugo de San Víctor, Guigo II , prior de la
Gran Cartuja, construyó con estos elementos una escala de cuatro peldaños,
la famosa Scala claustralium:
1. Lectio.
2. Meditatio.
3. Oratio.
4. Contemplatio
Enseña Guigo II que la lectio, "estudio atento de las Escrituras", busca la
vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la
contemplatio la saborea19. La escala obtuvo gran éxito entre los
espirituales. Muchos autores aluden a ella o la comentan. Otros se quedan
sólo con los tres primeros peldaños. Así, un anónimo de la abadía
cisterciense de Salem escribe: "La lectura es buena; la meditación, mejor;
la oración, óptima. La lectura ilumina la mente, la meditación fortalece el
ánimo, la oración alienta y sacia. Ésta es la cuerda triple que, según
Salomón, se rompe con dificultad. En estas tres cosas consiste la vida del
espíritu. Sin estas tres alas espirituales, nadie llega a ser verdaderamente
espiritual". 20
Hace bien el monje anónimo al no considerar la lectura, la meditación y la
oración como grados sucesivos, sino como tres ramales de una misma cuerda.
En realidad, la escala de Guigo, como tantas otras escalas espirituales, es
una escala ficticia. Sus grados no se suceden uno después del otro; son
elementos que coexisten pacíficamente. Y no sólo coexisten, sino que se
interfieren y presentan características tan semejantes que con frecuencia
,es muy difícil distinguirlos entre sí. La íntima unión que existe entre
lectio, meditatio y oratio se puede comprobar en los autores medievales,
cuyos escritos están esmaltados de textos y reminiscencias de la Biblia. Es
el fruto lógico de cierto concepto de oración entonces predominante. Para
orar no hay que hacer otra cosa que leer, escuchar, rumiar y luego volver a
decir a Dios todo lo que él nos ha dicho antes, después de haber volcado en
estas palabras todo nuestro pensamiento, todo nuestro amor, toda nuestra
vida. De este modo la Palabra de Dios se convierte en el lugar y el medio
del encuentro con él. Lectio, meditatio y oratio más que actos distintos,
son diversas actitudes de un mismo gesto: el del hombre que habla con su
Dios teniendo ante la vista -o al menos en la mente- la Palabra de Dios
escrita.
El problema de la "lectura divina"
La lectio divina, como escribe san Benito a imitación de san
Ambrosio, san Agustín y otros Padres -ya encontramos esta expresión en
Orígenes (theía anágnosis)21-, es "considerada por toda la tradición"-y por
el Congreso de abades benedictinos del año 1967- "como uno de los medios más
adecuados y necesarios para la vida de los monjes" . Constituye una parte
esencial 22 de la conversatio monástica, uno de los instrumentos
tradicionales más característicos para buscar a Dios. Posiblemente debe
considerarse también como el "ejercicio espiritual" más propio del monje. Y
también el que necesita una mayor atención, pues no siempre se le comprende
correctamente, ni se le da, con demasiada frecuencia, toda la importancia
que realmente tiene.
19 Guigo II, gran prior de la Cartuja, Scala
claustralium, sive de modo orandi, VPL 184,476.
20 Ed. J. Leclercq, Études sur saint Bernardet le
texte deses écrits, en Analecta Sacri Ordi- nis Cisteráensis 9 (1953)
181-182.
21 Orígenes, Carta a Gregorio Taumaturgo, 4: SC
148,192.
22 Cuadernos monásticos, 1 i (1976) 390.
Hemos vivido-estamos viviendo todavía- una época de restauración, tanto en
la Iglesia como en nuestros monasterios. Estamos buscando nuestra propia
identidad; deseamos llegar a ser lo que somos, serlo tan plenamente como
podamos. Ahora bien, de las tres ocupaciones que integran la jornada del
monje según san Benito, hemos restaurado dos: el oficio divino y el trabajo;
incluso hemos dado a este último, por lo general, bastante más tiempo que el
debido. ¿Y la lectio divina? Ha sido la cenicienta. Sigue esperando aún, en
gran parte de nuestros monasterios, que se le otorgue el lugar de honor que
le corresponde y que nunca debió perder.
Por fortuna, la "lectio divina", desde hace algunos años, es un tema que nos
ocupa y preocupa. Es objeto de reuniones de estudio, como, por ejemplo, el
simposio celebrado en Mount Saint Bernard en 1975, con la participación de
treinta y nueve monjes y monjas cistercienses23. Numerosos artículos tratan
de ella, con ópticas harto diferentes. Es tema de encuestas realizadas entre
monjes y monjas de diferentes observancias. En las asambleas de superiores
monásticos, empezando por el mencionado Congreso de abades de la
Confederación benedictina, se ha intentado precisar su concepto y fomentar
su práctica. El abad general de los cistercienses de la estrecha
observancia, dom Ambrose Southey, con ocasión de la Navidad de 1978,
consagró a la lectio divina una carta circular, en que, con la simplicidad
característica de su orden, pone el dedo en la llaga y con indiscutible
acierto ofrece una doctrina concisa y segura, y esboza las grandes líneas de
un plan de restauración que merecería aplicarse sin demora24. Pero no son
únicamente los abades y los monjes quienes se ocupan con renovado interés de
la "lectura de Dios". Incluso en los documentos de la 31 Congregación
General de la Compañía de Jesús se leen líneas tan significativas como
éstas: "La lectio divina, práctica que data de los primeros tiempos de la
vida religiosa en la Iglesia, supone que el lector se abandona a Dios, que
le está hablando y le concede un cambio de corazón, bajo la acción de la
espada de dos filos de la Escritura, que lo desafía continuamente a una
conversión. Verdaderamente, podemos esperar de la lectura orante de la
Escritura una renovación de nuestro ministerio de la Palabra y de los
Ejercicios Espirituales". 25
De estos y otros documentos parejos se deducen varias cosas: que vuelve a
darse importancia a la lectio divina; que se intenta restaurarla; que se
reconoce que su práctica implica ciertas dificultades... Muy notable, por
sus afirmaciones categóricas, es lo que dice a este respecto el llamado
"Pacto de paz" de la Federación Benedictina de las Américas (Guatemala,
1970): La lectio divina "es esencial a la vida benedictina"; los monjes de
san Benito "son muy conscientes de las dificultades de la vida moderna para
hallar el tiempo y energía, la determinación y disciplina necesarias para
devolver a la práctica de la lectura sagrada el lugar que le corresponde";
pero "están convencidos de que sólo al restablecerla se hará la experiencia
de una vida benedictina más significativa para ellos mismos y para sus
contemporáneos" 26. Entre los cistercienses se oyen voces parecidas.
23 Véase CC 38 (1976) [19].
24 Versión española en Cistercium 31 (1979) 3-8:
La lectio divina. Carta cir cular del Rvdmo. Abad General.
25 Citado por D. Stanley, Sugerencias para un
enfoque de la lectio divina, en Cuadernos monásticos 11 (1976) 391.
26 Véase Cuadernos monásticos 11 (1976) 444.
Así, J. McMurry comprueba: "La importancia de escudriñar las Escrituras, de
estudiar y meditar las palabras de la Biblia, se está apreciando hoy cada
vez más, en esta era de renacimiento, no sólo en la Iglesia en general, sino
también en el ámbito monástico" 27. Otro cisterciense, después de citar la
frase de Jeremías: "Tu palabra me fascina", define al monje como "el hombre
que se libera de una cantidad de cosas, de obligaciones, de servidumbre,
para enfrentarse con la Palabra de Dios.
A veces dulce, a veces amarga, a veces una espada cortante de dos filos"...
Y también: El monje es "el que en la Iglesia está callado, porque toda su
tarea eclesial consiste en vivir de la Palabra de Dios" 28. En 1973, con
admirable optimismo, el entonces abad primado de la Confederación
benedictina, Rembert Weakland, decía a los superiores benedictinos de todo
el mundo reunidos en congreso: "¿Qué leen los monjes en su lectio divina? La
respuesta es invariable: la Biblia. Entre nosotros se ha acrecentado un
verdadero amor a la Sagrada Escritura"; "la ganancia adquirida por la
frecuentación de la Sagrada Escritura es positiva" 29. Y Jean Leclercq
concluía el artículo Lectio divina, recientemente publicado en el Dizionario
degli Istituti di Perfezione, con estas afirmaciones esperanzadoras: la
"lectura divina" es más fácil de practicar, para la psicología moderna, que
los métodos de oración excogitados a fines de la Edad Media; corresponde
mejor al interés que hoy se tiene por las "fuentes cristianas": la Biblia,
los Padres, la liturgia, que constituyen el patrimonio común de todas las
Iglesias; la Constitución dogmática Dei Verbum, del Vaticano II, está
repleta de ideas y vocablos de la tradición de la lectio divina y puede
afirmarse que toda la parte final de la misma Constitución no es más que una
recomendación de la lectio, a la que recientes reglas religiosas conceden un
lugar preeminente. 30
Todo esto es cierto y abre el corazón a la esperanza. Pero también es verdad
que se notan todavía por lo menos dos cosas negativas: bastante resistencia
a restaurar plenamente una observancia tan capital y no poca confusión
acerca de su verdadera naturaleza.
En efecto, está aún muy arraigada la convicción de que lectio divina
equivale a "lectura espiritual", es decir, una lectura que trata ex profeso
de temas espirituales, no importa el libro en que se haga, y que se
distingue netamente de la oración. Además, no pocos autores modernos dilatan
desmesuradamente el concepto de lectio; así, Agustín Roberts cuando escribe:
"El objeto de la lectio divina es la Palabra de Dios que llega al monje por
diversos caminos individuales y colectivos: a través de la Sagrada
Escritura, por la Iglesia, en la Eucaristía y el resto de la liturgia, por
el abad y los hermanos, como también por los acontecimientos concretos e
históricos". 31
27 J. McMurry, La Escritura y la oración
monástica, en Cuadernos monásticos 11 (1976)353
29 R. Weakland, Discurso de apertura del
Congreso, en Congreso de los abades y priores convenjuales benedictinos
celebrado en Roma en septiembre de 1973, en Cuadernos
monásticos 9 (1974) 491-492.
30 L. Leclercq, Lectio divina, en DIP 5,565.
31 A. Roberts, Hacia Cristo. La profesión
monástica hoy, Buenos Aires, 1978, p. 39.
Tampoco estuvo acertado por demasiado parcial e impreciso, el por tantos
motivos benemérito dom Paul Delatte al describir la lectio como "el conjunto
ordenado de los procedimientos intelectuales mediante los cuales nos
familiarizamos con las cosas de Dios y nos acostumbramos a mirar lo
invisible" . Incluso no faltan hoy quienes piensen que la lectura de
periódicos y la 32 "contemplación" de la televisión son formas modernas de
lectio divina...
Las conclusiones del mencionado simposio cisterciense celebrado en Mount
Saint Bernard el año 1975 resultan sumamente significativas. Los
participantes-personas serias y con experiencia de lo que trataban- se
negaron a formular una definición de la "lectura divina". Tampoco quisieron
dar directrices generales y uniformes, pues, como dicen, las aptitudes y las
necesidades personales son muy diversas. Reconocieron que nuestra época
ofrece ciertas ventajas para la práctica de la lectio como son una mejor
formación intelectual y mejores medios, pero también una serie de
inconvenientes: exceso de libros y revistas, desintegración de la
especialización, prisa, tensiones personales y comunitarias, que turban la
paz, tan necesaria para una lectio fructífera... En fin-dice el simposio-,
lo importante no es saber qué hay que leer, sino por qué y cómo hay que leer
.33
Particular atención merecen las observaciones que hace en la carta circular
ya mencionada dom Ambrose Southey: "En la cuarta conferencia al capítulo
general de las abadesas de este año indicaba que la lectio es quizá uno de
los puntos más flojos de la orden en este momento. No obstante, continuaba
explicando que no quería decir que nuestros monjes y monjas no hagan lectura
espiritual, aunque también en esto haya que hacer progresos, sino que la
lectio, como práctica específica monástica, no es bien entendida hoy día". Y
más adelante: "Hoy día un número considerable de monjes y monjas están
interesados en las técnicas orientales, como el Yoga, el Zen, la meditación
trascendental. Estos métodos pueden ser útiles para conseguir cierta calma y
tranquilidad interior... Pero no puedo menos de pensar que, si se entendiese
y practicase mejor la lectio en la orden, veríamos que no tenemos necesidad
de ellos".34
32 P. Deíatte, Commentaire sur la Regle de saint
Benoít, París, 1913, p. 348.
33 Véase CC 38 (1976) [19] -[20].
34 A. Southey, o.c, 18-19.
Capítulo
II: Historia
Que a menudo no se sepa muy bien en qué consiste exactamente la
"lectura divina", se explica porque tanto su nombre como su práctica habían
caído generalmente en desuso desde hacía siglos.
Hoy, gracias a modernas investigaciones, es posible conocer a grandes rasgos
su historia. Veámosla rápidamente .35
Los Padres
La lectio divina hunde sus raíces en la religión judía, en el uso
de la sinagoga, en la "meditación" (haga) o relectura de la Biblia propia de
los rabinos y sus discípulos36. Pero hay que esperar a Orígenes, el famoso
maestro alejandrino, para que la práctica de la "lectura divina" (theía
anágnosis) aparezca con claridad y ya perfectamente perfilada.
Orígenes, que, con toda probabilidad, aprendió este método de sus maestros
judíos, considera la lectio divina como la base necesaria de toda vida
ascética, de todo conocimiento espiritual, de toda contemplación. La
escritura, en efecto, no constituye un instrumento, entre otros, que ayuda a
progresar en la vida del espíritu, ni la lectura de la Biblia, un simple
ejercicio de piedad. Más bien hay que decir que la vida espiritual del
cristiano es la Escritura leída, meditada, comprendida y vivida. La Biblia,
junto con la Encarnación y la Iglesia, es la manifestación sensible de la
presencia del Logos en la historia, es la voz misma de Cristo que se dirige
a sus fieles a través de la Iglesia. De ahí que todo fiel cristiano deba
dedicarse asiduamente a la "lectura divina". La penetración en el misterio
de Cristo por vía de la Escritura se realiza progresivamente, y su
comprensión profunda no tiene lugar sino después de una lectura insistente e
interrumpida por la oración37.
Con razón dice Denis Gorce que los Padres de la edad de oro no harán más que
repetir, cada uno a su manera y en su propio contexto histórico y cultural,
las ideas de Orígenes sobre el papel de primer orden que desempeña la
lectura sagrada en la vida contemplativa38.
Leer la Escritura es, según los Padres, obligación principal de todo
cristiano. Los Padres no se cansaban de recomendar: vacare lectioni, studere
lectioni, insistere lectioni. Puede decirse que la liturgia, obra del pueblo
de Dios, es, en gran parte, una lectio divina comunitaria: alterna la
lectura de la Biblia con su meditación en el canto de los salmos y en la
homilía; pero, para que aproveche de verdad al alma, es necesario que esta
lectura comunitaria sea fecundada por una lectura personal, hecha en
privado, que resulte como una prolongación de la Palabra de Dios hecha en
comunidad.
35 Para esta rápida ojeada sobre la historia de
la lectio divina me sirvo espe cialmente del excelente artículo de J.
Rousse, H. J. Siepen y A. Boiand, Lectio divina et lecture spiri-
tuelle, en DS 9,470-510.
36 Ibid., col. 473.
37 Ibid.
38 D. Gorce, La "lectio divina" des origines du
cénobitisme a saint Benoít et Cassiodore, I, Saint Jeróme et la lecture
sacrée dans le milieti ascétique romain, París, 1925, p. 63.
San Juan Crisóstomo, san Ambrosio de Milán, san Cesáreo de Arles, hacían
hincapié en esto. Lo que se realiza en la iglesia ha de seguir haciéndolo
cada cristiano en su casa, pues sólo así es posible "apropiarse" la Palabra
de Dios39. Para san Gregorio Magno, como para Orígenes, la lectio divina no
es un ejercicio aislado en la vida del cristiano; en cierto sentido, puede
afirmarse que es lo esencial, pues no sería exagerado decir que, para el
gran papa-monje, el cristiano perfecto es aquel que sabe leer la Escritura,
a condición de entender que su lectura compromete la vida entera.40
Los monjes
San Juan Crisóstomo se indignaba cuando le replicaban que leer la Escritura
era cosa de monjes; no -decía-, es propio de todos los que se precien de ser
cristianos. Y, claro es, tenía razón. Sin embargo, la objeción de sus
interlocutores resulta significativa41. La Biblia se estaba convirtiendo en
el libro del monje, y el monje, en el hombre de la Biblia.
39 Véase J.
Rousse, Lectio divina, en DS 9,474 -475.
40 Véase P. Catry, Lire l'Écriture selon saint
Grégoi re le Grand, en CC 34 (1972) 191-193.
41 San Juan Crisóstomo, In Mtth. hom. 2,5: "Yo no
soy monje, sino que tengo mujer e hijos, y he de cuidar de mi casa"
Ya los solitarios y cenobitas más antiguos practicaban la "lectura divina" y
aprendían de memoria largos pasajes de las Escrituras, con frecuencia libros
enteros, para "meditarlos" sin cesar. Pacomio, Orsiesio, Basilio, Evagrio
Póntico, todos los maestros del monacato, recomiendan encarecidamente la
lectio divina42. Casiano, el gran divulgador de la espiritualidad monástica
en Occidente, insiste, siguiendo a Orígenes, en el poder de renovación
espiritual contenido en la lectura directa de la Biblia, no en la de sus
comentaristas43. Los legisladores del cenobitismo, al distinguirla de las
lecturas del oficio divino y otras hechas en comunidad, codifican poco a
poco la práctica de la "lectura divina": precisan su horario y los libros
que deben leerse.
Así, en los siglos V-VI, la lectio está ya institucionalizada en los
monasterios, ocupa un lugar determinado en el horario de las comunidades.
Según todas las reglas de la época, dedicaban los monjes a la lectura, en
los días laborables, un mínimo de dos horas y un máximo de tres. San Cesáreo
dispone que, después de las dos horas ordinarias de lectura, una de las
monjas lea en De Lazaro 3,1: "No es asunto mío el conocer a fondo la
Escritura, sino de los que están separados del mundo y viven en las cumbres
de los montes". La réplica de Juan Crisóstomo es contundente: "Justamente lo
que lo ha echado todo a perder es que pensáis que la lectura de las divinas
Escrituras conviene sólo a los monjes, cuando a vosotros os es más necesaria
que a ellos. A los que se revuelven en medio del mundo, a los que día tras
día reciben heridas, a ésos más que a nadie son necesarias las medicinas.
Así, peor que no leer las Escrituras, es pensar que su lectura es cosa
ociosa. Tal excusa es de satánica malicia". In Mtth. hom. 2,5. 42
42 Para el papel que desempeñaba la Biblia en la
vida y la espiritualidad de los monjes antiguos, puede verse G. M.
Colorabas, El monacato primitivo, II, Ma drid, 1975, p. 75-94, y más
extensamente en La Biblia en la espiritualidad del monacato primitivo, en
Yermo, 1 (1963) 3-20, 149-170, 271-286; 2 (1964) 3-14 y 113- 129.
43 Para Casiano y la lectio divina, pueden verse,
entre otros: J.-Cl. Guy, Écriture sainte et vie spirituelle, II, A, 4, en DS
4,163-164; O. Chadwíck, John Cassian, Cambridge, 1950, p. 151 -153.
Se leía en voz alta por espacio de otra hora mientras las demás trabajan.
Según un documento de tradición agustiniana, el Ordo monasterii, esta
lectura ocupaba el centro de la jornada: de sexta a nona. Según la Regla de
san Benito, sólo se leía durante tres horas seguidas en cuaresma (desde las
7 a las 10 de la mañana, aproximadamente); en verano leían desde la hora
cuarta a la sexta, es decir, cuando el calor apretaba, y los que lo
deseaban, también podían leer durante la siesta (una hora larga); en
invierno, dedicaban los monjes a la lectura la primera hora de la mañana,
desde que salían de laudes hasta las 9, y la reanudaban después de comer,
menos los que tenían necesidad de aprender el salterio de memoria (vacare
psalmis), hasta completas; el domingo era el gran día semanal de la lectio
divina, a la que debían dedicar todo el tiempo libre que dejaban los
oficios, salvo los que tenían asignadas algunas tareas particulares y los
negligentes o desidiosi, que no podían o no querían ocuparse en la lectura o
la meditatio; a los tales se les asignaba algún trabajo para que no
permanecieran ociosos. 44
Para poder dedicarse a la lectio divina era preciso que tanto los monjes
como las monjas supieran leer. Ya en las Reglas de san Pacomio se manda que
todo novicio aprenda a leer, "aunque no quiera" . "Todas aprendan a leer",
ordena la Regula ad virgines, 18, de san Cesáreo de 45 Arles. La misma
disposición se repite tanto en la Regula ad monachos, 23, como en la Regula
ad virgines, 26, de san Aureliano. La Regula Ferioli, 11, dice más
solemnemente: "Todo el que quiera que le llamen 'monje', no tiene derecho a
no saber leer".
Según la Regula Magistri, la lectio se practica de este modo: los monjes "se
reúnen por decenas y escuchan a un lector; cada uno por turno lee en el
único códice. Al mismo tiempo uno de los litterati enseña a leer a los niños
y analfabetos, y los que no saben el salterio se ejercitan en recitarlo" .
San Benito, en cambio, quiere que cada monje tenga su libro y se instale
donde le46 parezca mejor para entregarse a la lectura47. ¿Por qué motivo?
Una razón parece obvia: porque a los antiguos les gustaba leer en voz alta.
No leían, normalmente, sólo con la vista, sino con la boca y con los oídos,
escuchando las palabras que iban pronunciando. Pero esto no excluye que
buscaran la soledad para leer y orar con más recogimiento. El hecho de dar a
cada uno un códice muestra claramente que para san Benito la "lectura
divina" era asunto estrictamente personal; las lecturas comunitarias se
tenían en otros momentos. Eso sí, se designaba a uno o dos ancianos para que
recorrieran el monasterio durante la lectura y observaran si algún monje
acediosus, en vez de entregarse a la lectio, se daba al ocio y a la
charlatanería48. Durante la siesta de verano, los que querían leer debían
hacerlo "para sí" (sibi), de suerte que no molestaran a los demás; lo que
significa que leían en el dormitorio, mientras los demás dormían o
intentaban dormir. 49
44 Véase J. Rousse, Lectio divina, en DS
9,478-481; A. Mundo, Las reglas monásticas latinas del siglo VI y la lectio
divina, en SM 9 (1967) 229-255.
45 Praecepta, 139, ed. A. Boon, Pachomiana
Latina, Lovaina, 1932, p. 50.
46 A. de Vogüé, La Regle du Mattre, I (SC 105),
París, 1964, p. 37.
47 RB 48,1 5.
48 RB 48,17 -18.
49 RB48,5.
Los monjes de la Edad Media permanecieron fieles a la práctica de la lectio,
por lo menos hasta cierto punto, pues, a la vista de algunos textos, se
tiene la impresión de que la "lectura divina" se iba desvirtuando,
desfigurando, transformando e incluso olvidando, por lo menos en ciertos
ambientes. Pese a honrosas y muy notables excepciones personales -san
Anselmo, Ruperto de Deutz, Pedro de Celle y tantos otros- y colectivas-las
primeras generaciones cistercienses, sobre todo-, y a que la llamada
"teología monástica" se nutría de lectio divina, ésta se hallaba abocada a
una lamentable declinación.
50
Decadencia
Es curioso notar cómo desde fines del siglo XII, edad de oro de la
espiritualidad monástica medieval, la expresión se hace cada vez más rara;
ya sólo la usa algún escritor místico. Y no sólo desaparece la expresión
lectio divina. En la época de la devotio moderna, los espirituales
encuentran una forma de oración que la suplanta: la "oración mental",
ejercicio independiente de lo que más adelante se llamará la "lectura
espiritual". En esta época de transición la lectura se convierte en un
"ejercicio espiritual" autónomo y específico, no orientado hacia la oración.
Y luego se va apartando también de la Escritura. Se produce la distinción
neta entre estudio, es decir, lectura intelectual o teológica, y "lectura
espiritual", ejercicio de piedad sin el nervio ni la exigencia de la lectio
divina y, sobre todo, que, a diferencia de ésta, se nutre más bien de
hagiografía popular, manuales de vida cristiana y obras de meditación.
La Escritura recupera, esporádicamente, un lugar preferente sólo en ciertos
autores, como san Juan Eudes, y en ciertos ambientes religiosos. Entre los
monjes, en efecto, sobre todo en algunas reformas benedictinas, siempre
quedó por lo menos alguna huella de lo que había sido la lectio divina en
tiempos pretéritos. 51
50 16. Véase J. Rousse, Lectio divina, en DS
9,481-486.
51 Véase Lectio divina et lecture spirituelle,
II, De la lectio divinaá la lecture spirituelle (H. J. Sieben) y III, La
lecture spirituelle a la période moderne (A. Boland), en DS 9,487-510.
Restauración
Dos libros contribuyeron especialmente a resucitar la expresión lectio
divina ya en pleno siglo XX: el del doctor Denis Gorce, La "lectio divina"
des origines du cénobitisme a saint Benoit et a Cassiodore, París, 1925 (que
trata tan sólo de san Jerónimo, pues la obra no se continuó), y el de dom
Usmer Berliére, L'ascése bénédictine des origines á la fin du XIIe siécle,
Paris-Maredsous, 1927 (que contiene un capítulo sobre la lectio divina).
Pero la fórmula no se difundió verdaderamente hasta la década 1940-1950, con
el desarrollo del movimiento litúrgico dentro y fuera de los ambientes
monásticos. Es muy significativo que una colección de estudios sobre la
Biblia que empezó a publicar la editorial du Cerf en 1946, se titulara
Lectio divina.
Finalmente, el Vaticano II, en su decreto Dei Verbum, 25, ratificó y
promovió aún más, con todo el peso de su autoridad, la restauración de la
"lectura divina": "El Santo Sínodo recomienda insistentemente a todos los
fieles, especialmente a los religiosos, la lectura asidua de la Escritura
para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo52, 'pues desconocer la
Escritura es desconocer a Cristo'53. Acudan de buena gana al texto mismo...
Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración
para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues 'a Dios hablamos
cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras'" . Y en 54 el
decreto Perfectae caritatis, 6, repite el Concilio refiriéndose a los
religiosos: "Tengan, ante todo, diariamente en las manos la Sagrada
Escritura, a fin de adquirir, por la lección y meditación de los sagrados
libros, 'el sublime conocimiento de Jesucristo'" . Como se habrá notado, 55
en el texto anterior hablaba el concilio de lectura asidua de la Escritura;
en el último, de lectura diaria.
Capítulo III: El
libro de los buscadores de Dios
Objeto de la "lectura divina"
Abordemos ya el concepto mismo de lectio divina, su objeto, su
naturaleza, sus características más notables.
Lectio, como "lectura", su traducción literal al castellano, es un nombre
sustantivo ambiguo; puede designar tanto la acción de leer como el escrito
que se lee. Divina es un adjetivo que califica el vocablo lectio, y
significa "divina", "de Dios". La expresión lectio divina quiere decir,
literalmente, "lectura divina", "lectura de Dios". Es decir, significa una
lectura que tiene a Dios por objeto. Se lee a Cervantes, se lee a Marx: en
la lectio divina se lee a Dios. Porque Dios es autor de un libro, o más
exactamente, de una Biblioteca: la colección de escritos de índole diversa
que forman el Antiguo y Nuevo Testamento. San Gregorio Magno llama a la
Escritura scripta Dei (los escritos de Dios), scripta Redemptoris nostri
(los escritos de nuestro Redentor), y la considera como una carta que Dios
nos ha enviado. 56
52 Fil 3,8.
53 San Jerónimo, Com. in Is., pról.
54 San Ambrosio, De officiis ministrorum l,20,f.
55 Fil 3,8.
56 Véase P. Catry, Lire l'Écriture selon saint
Grégoire fe Grana, en CC 34 (1972) 177-179.
La Biblia contiene la Palabra de Dios escrita. Por tanto, la materia propia,
inmediata, de la lectio divina no puede ser otra que la Escritura. Sólo por
tener por objeto la Palabra de Dios contenida en la Biblia puede llamarse
"lectura divina", "lectura de Dios". Un crítico avisado, A. Mundo, observaba
que los monjes antiguos, a diferencia de muchos modernos, daban a la lectio
divina "un sentido estrictísimo", a saber: "la lectura de la palabra de Dios
contenida en los libros de la Sagrada Escritura y por concomitancia los
comentarios a la misma"57. Sólo "por concomitancia", subsidiariamente, en
cuanto ayudaban a comprender mejor la Escritura, se admitían como materia de
la lectio divina los comentarios de los Padres de la Iglesia.
Por ser la Biblia su objeto propio, tomó la lectio divina su forma
específica, ya que no se puede leer a Dios como se lee a un autor
cualquiera. La "lectura de Dios" no puede ser como las demás lecturas. Y
así, a medida que se fueron acumulando experiencias personales de ese
contacto con la Palabra de Dios, a medida que se conocieron las maneras de
comportarse los hombres a vueltas con la Palabra para penetrar en sus
profundidades insondables, para saborearla, para apropiársela y ponerla en
práctica, fueron perfilándose los diversos rasgos característicos que
configuran la "lectura divina".
Dios está en la Biblia
Pelagio y la Regla de los Cuatro Padres no usan la expresión lectio
divina, sino que se sirven de otra fórmula equivalente: vacare Deo,
"dedicarse a Dios". Porque, como comenta A. de Vogüé, "abrir la Biblia es
encontrar a Dios"58. Es una frase feliz. Como lo es también la de G.
Bessiére cuando llama a la Escritura "el libro de los buscadores de Dios" .
Si Dios se encuentra 59 en la Biblia, la "meta de la lectio divina" no puede
ser otra que "la búsqueda de Dios en su Palabra escrita", como declaraban
los abades benedictinos en el Congreso de 1967 60, o, como dice Yeomans con
un juego de palabras, la "reverente, piadosa búsqueda de la Palabra en la
palabra". 61
57 A. Mundo, Las reglas monásticas latinas del
siglo VI y la lectio divina, en SM9 (1967) 245.
58 A. de Vogüé, La Regle de salnt Benoit, VII,
Commentaire doctrinal et spirituel, París, 1977, p. 345.
59 G. Bessiére, Jesús inasible, Salamanca, 1975,
p. 95.
60 Cuadernos monásticos 11 (1976) 390.
61 W. Yeomans, Sí. Bernard of Clairvaux, en
TheMonth N.S. 23 (1960) 273.
Como "abrir la Biblia es encontrar a Dios", se comprende que los buscadores
de Dios se lanzaran sobre la Biblia con verdadera pasión. Así sucedió con
los monjes, considerados como los profesionales de la búsqueda de Dios.
Desde los orígenes hasta fines de la Edad Media, cuando se produjo la gran
decadencia de los monasterios y la lectio fue abandonada y luego desplazada
por la "lectura espiritual", la Biblia gozó entre ellos de un prestigio
incomparable. La lectura y la "meditación" de la Escritura constituyó para
generaciones y generaciones de monjes una ocupación asidua y de las más
esenciales y estimadas. La Biblia era para ellos no sólo la suprema regla de
vida, un espejo donde contemplarse, el libro de edificación por excelencia,
el alimento del alma-un manjar tan nutritivo que, según san Juan Crisóstomo,
a veces basta una sola palabra de la Escritura "como alimento para todo el
camino de la vida"- ; no sólo era "un62 puerto resguardado", "un muro
infranqueable, una torre que no tiembla, gloria que nadie puede robar, arma
que nunca falla, seguridad inmarcesible, placer indeficiente y cuanto bueno
se puede pensar", según asegura san Basilio de Cesárea ; no sólo constituían
"remedios divinos" para las63 heridas del alma, una "armadura" protectora
contra los dardos del enemigo, las "herramientas" propias del oficio de
cristiano, un "tesoro" inagotable que no debe enterrarse, al decir de san
Juan Crisóstomo64; pan de vida, vino que embriaga, fuerza en la prueba, luz
en la noche y fuego que consume el corazón, según san Gregorio Magno65. Era
también, y sobre todo, un lugar privilegiado de encuentro con Dios."En las
Escrituras"-había escrito Orígenes-, "con rostro descubierto contemplamos la
gloria del Señor" 66. La Biblia, asegura el biógrafo de san Odilón de Cluny,
es "el libro de la contemplación de Dios".67
No son piadosas hipérboles. Dios, personalmente, habla, se manifiesta en la
Biblia. La palabra es la forma plenaria de comunicación humana. Podemos
comunicarnos de muchas maneras: una mirada, un signo... Pero sólo la palabra
puede expresar con precisión, con pormenor, por extenso todo lo que se puede
expresar. En el lenguaje se cumple la suprema revelación humana. Ahora bien,
Dios escoge también este modo de comunicación para manifestarse al hombre. Y
en esto consiste formalmente la revelación sobrenatural. En la creación y
gobierno del universo hay una revelación natural: Dios se manifiesta como
objeto cognoscible mediatamente. Por el contrarío, en la revelación
sobrenatural, Dios manifiesta su mente, como una persona comunica sus
pensamientos a otra persona: mediante el lenguaje propiamente dicho. Dios
nos habla inmediatamente en la Escritura, porque la Escritura es la Palabra
de Dios formal en sentido estricto.
La Biblia es "el libro de los buscadores de Dios". "En los libros sagrados,
el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos
para conversar con ellos" 68. "Abrir la Biblia es encontrar a Dios".
62 San Juan Crisóstomo, De statuis, hom. 1: PG
49,18.
63 San Basilio de Cesárea, In ps. 48: PG 55,513.
64 San Juan Crisóstomo, De Lazaro 3,1-2.
65 San Gregorio Magno, Hom. in Ez. l,W,3; Ep.
2,52; Mor. 1,21,29; 2,1,1; 17,29,43; 65,6; Hom. in Ez. 1,10,1; 2,3,18; Super
Cant., prooemium, 5.
66 Orígenes, In Ex. hom. 12,2.
67 Citado por M. Magrassi, La preghiera a Cluny e
a Citeaux, en C. Vagaggini, G. Penco y colaboradores, La preghiera nella
Bibia e nella tradizione patristica e monástica [Roma,
1964], p. 645.
68 Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 21.
Cristo está en la Biblia
Abrir la Biblia -podría decirse igualmente- es encontrar a Cristo.
Los Padres estaban persuadidos de ello. Y el Vaticano Ií enseña que Cristo
"está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada
Escritura, es él quien habla". 69
San Jerónimo tiene una frase famosa: "Ignorado scripturarum, ignorado
Christi est"; desconocer la Biblia es desconocer a Cristo70. Cristo está en
la Biblia. Paul Evdokimov escribe: "Se podría afirmar que para los Padres la
Biblia es Cristo, pues cada una de sus palabras nos conduce hacia el que las
ha pronunciado y nos pone en su presencia... Se consume 'eucarísticamente'
la 'palabra misteriosamente partida' con miras a la comunión con Cristo".
Todos los antiguos señalan la íntima relación existente entre la Biblia y la
Eucaristía: Clemente, Orígenes, san Agustín, san Juan Crisóstomo, san
Jerónimo... "Al leer la Biblia los Padres no leían los textos, sino a Cristo
vivo, y Cristo les hablaba; consumían la palabra como el pan y el vino
eucarísticos, y la palabra se ofrecía con la profundidad de Cristo" .71
Las Escrituras son la carne y la sangre de Cristo. "Yo creo -dice san
Jerónimo- que el Evangelio es el cuerpo de Cristo... Y aunque las palabras
'Quien no comiere mi carne y bebiere mi sangre' pueden entenderse también
del misterio [de la Eucaristía], con todo, las Escrituras, la doctrina
divina, son verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo"72. Y en otro
lugar: "Es nuestro deber conocer las mismas venas y carnes de la Escritura"
. San Gregorio Magno, con73realismo impresionante, decía al pueblo:
"Vosotros que tenéis la costumbre de asistir a los divinos misterios, sabéis
bien que es necesario conservar con sumo cuidado y respeto eí cuerpo de
nuestro Señor que recibís, para no perder de él ninguna partícula, a fin de
que nada de lo que ha sido consagrado caiga en tierra. ¿Pensáis vosotros
acaso que sea un delito menor tra tar con negligencia la palabra de Dios que
es su cuerpo?".74
69 Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium,
7.
70 San Jerónimo, in Is., pról. 1.
71 P. Evdokimov, La mujer y la salvación del
mundo, 2.a ed., Salamanca, '980, p. 13.
72 San Jerónimo, Tract. de ps. 131.
73 Id., Trat. in Marci Evang., 4.
74 San Gregorio Magno, hom. in Ez. 13,3.
La comparación Escritura-Eucaristía es, como se ve, constante en la
tradición cristiana. Ambas contienen el Verbo de Dios. El P. Congar ha
notado que, si el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale
de la boca de Dios, la Biblia es, como la Eucaristía, el pan de vida bajado
del cielo, y que si Dios actúa para unirnos a él en los sacramentos de la
iglesia, actúa también, y no con menor eficacia, en el sacramento de su
Palabra. La celebración eucarística consta de dos partes: Eucaristía y
Palabra de Dios, que forman un sacramento completo. En la Biblia, como en la
Eucaristía, encontramos el verdadero pan de vida eterna, aquel del que deben
alimentarse los que han sido llamados a vivir más allá de este mundo, la
vida misma de Dios. Y el Vaticano II ha subrayado y, en cierto modo,
consagrado esta relación íntima entre Escritura y Eucaristía cuando declara:
"La iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con
el cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia nunca ha cesado
de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la
Palabra de Dios y del cuerpo de Cristo"75. Y también: "Como por la asidua
frecuentación del misterio eucarístico se incrementa la vida de la Iglesia,
así es de esperar un nuevo impulso de la vida espiritual de la acrecida
veneración de la Palabra de Dios que permanece para siempre". 76
La esencia de la "lectio divina"
Dios habló directamente a hombres escogidos, privilegiados. Y a
través de ellos a todo su pueblo, a la humanidad entera. Estos hombres
fueron, en el sentido lato del término, los profetas. Tuvieron los profetas
clara conciencia de que Dios se les comunicaba. De diversos modos, según los
casos. Cuando quería y como quería. Tenían la sensación de que la Palabra de
Dios se apoderaba de ellos, hasta hacerles violencia. En otros casos-el caso
de los sabios de Israel, especialmente-, la Palabra de Dios se manifestaba
por vías aparentemente más próximas a la psicología normal. Profetas y
sabios, en comunicación directa con el Dios vivo, nos transmitieron un
mensaje divino. Dios habló a través de sus intermediarios. A través de
profetas y sabios, Dios fue manifestando su voluntad, revelando el sentido
de las cosas y de la vida, prometiendo y anunciando el porvenir. Dios se fue
revelando a sí mismo. Esta revelación alcanzó su cénit en Jesucristo. "En
múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros
padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su
Hijo, al que nombró heredero de todo, lo mismo que por él había creado los
mundos y las edades"77. Poder que opera, luz que reveía, Jesús en cuanto
Hijo se identifica con la Palabra de Dios, es él mismo la Palabra de Dios.
En la divina Biblioteca encontramos la Palabra de Dios. Los buscadores de
Dios tienen su Libro: la Sagrada Escritura. En la Biblia encuentran a Dios.
Porque la Biblia es el lugar que Dios mismo ha elegido para su encuentre con
el hombre. Dietrich Bonhoffer tiene a este propósito unas lineas preciosas:
"Si fuera yo quien tuviera que determinar dónde hallar a Dios, encontraría
siempre a un Dios que está de acuerdo con mi manera de ser. Pero si es Dios
quien establece el lugar de encuentro, en tal caso no será un lugar para
halagar a la humana naturaleza, un lugar conforme a mi gusto. Este lugar es
la cruz de Cristo, y todo aquel que quiera hallarlo debe acudir al pie de la
cruz, como lo exige el Sermón de la Montaña. Esto no complace en nada a
nuestra naturaleza, sino que le es enteramente contrario. Pero tal es el
mensaje bíblico, no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en el Antiguo.
Y quisiera haceros una confidencia personal: desde que considero la Biblia
como el lugar de encuentro con Dios, 'el lugar que Dios me ofrece para
encontrarlo', todos los días voy de maravilla en maravilla.
75Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 21.
76 Ibid.,12.
77 Heb 1,1 -2.
La leo mañana y tarde, y con frecuencia, a lo largo del día, medito un texto
que he escogido para la semana y procuro sumergirme en él profundamente para
poder entender de verdad lo que en él nos dice. Estoy convencido de que sin
esto no podría vivir verdaderamente y ciertamente ya no podría creer..." .
78
Ésta es, formulada en términos de nuestros días, la "lectura de Dios".
Porque, evidentemente, cualquier lectura de la Biblia no puede calificarse
de lectio divina. Así, recorrer sus páginas superficialmente, por mera
curiosidad, sin interesarse de verdad en ella, no es "lectura divina". No lo
es tampoco escudriñarla con finalidades de estudio. Leer, escuchar, retener,
profundizar, vivir la Palabra de Dios contenida en la Escritura, sumergirse
en ella con fe y amor: en esto consiste, esencialmente, la lectio divina.
Capítulo IV: Dios ha
hablado, Dios me habla
Lectura penetrada de fe
La característica primera y fundamental de la lectio divina es la
fe que la anima. Sin una fe viva, radical, en que Dios ha escrito la Biblia,
en que el autor último, principal y verdadero de la Escritura es el propio
Dios, ¿cómo sería posible "leer a Dios"?
Pero no basta estar persuadido de que Dios ha escrito, de que Dios ha
hablado. Es preciso hacer un acto de fe en que Dios sigue hablando. No se
leen sus palabras como se leen las de un autor de otros tiempos. Dios no
está muerto. Es el "Dios vivo". Su palabra está viva. "La Palabra de Dios es
viva y enérgica", dice la Carta a los Hebreos79. Sin creer firmemente que
"abrir la Biblia es encontrar a Dios", que "en los libros sagrados, el Padre
que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para
conversar con ellos", que "Cristo está presente en su palabra", la verdadera
"lectura de Dios" resulta completamente imposible.
Dios está presente en la Escritura, Cristo está presente en la Escritura.
Por eso escribía Pablo Giustiniani, reformador de los camaldulenses: "El
monje debe acercarse a la Palabra, no para entretenerse, no para estudiar,
sino como si subiera al altar de Dios, con grandes preparativos de alma y
cuerpo, con un profundísimo respeto". 80
78 Véase también, del mismo autor, Vida en
comunidad, Buenos Aires, 1976, p. 79-82.
79 Heb 4,12.
80 Citado por L.-A. Lassus, Quand Dieu parle, en
VS 129(1975) 343.
Lectura personal
Dios ha hablado; Dios habla; Dios me habla. Se dirige a mí,
personalmente, aquí y ahora. Así pensaban los monjes antiguos, profesionales
de la "lectura divina". Estaban convencidos de que cada uno de los vocablos
contenidos en la Escritura es una palabra que Dios dirige a cada uno de los
lectores para su salvación y santificación: siendo la Biblia "ciencia de
salvación", creían sin la menor vacilación que todo tiene en ella un valor
personal, actual, para la vida presente y con vistas a la vida eterna.
Dios dirige a cada uno de sus lectores un mensaje personal y único. Este
mensaje personal está contenido en e! gran mensaje universal, enderezado a
la comunidad de los hombres. San Gregorio lo ha explicado. Dios -viene a
decir- nos lo ha dicho todo. Ha hablado una vez, y es suficiente. No hay que
esperar otra revelación. Dios no responde al corazón de cada uno por
revelaciones privadas porque ha preparado una palabra que puede solucionar
todos los problemas. En la Palabra de su Escritura, en efecto, si sabemos
buscar, encontraremos respuesta a cada una de nuestras necesidades... Para
poner un solo ejemplo: si estamos afligidos por un sufrimiento cualquiera o
por una enfermedad corporal, encontramos alivio al conocer sus causas
ocultas. Como a cada una de nuestras pruebas no se nos responde en
particular, recurrimos a la Sagrada Escritura. Allí encontramos que Pablo,
tentado por la fragilidad de la carne, oye esta respuesta: 'Te basta mi
gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la flaqueza' . Dios ha recogi-81
do en la Escritura Santa todo lo que puede suceder a cada uno y nos ha dado
por modelo los ejemplos de los que nos precedieron"82. Admirable lección
sobre la actualidad de la Palabra de Dios.
Claro que Dios no se ha quedado aprisionado en la Biblia. Dios es un Dios
vivo que habla "ora por la Escritura, ora por una inspiración secreta". Pero
la norma de toda "inspiración secreta" es la Biblia. "Se cae fácilmente en
el error si no se sabe confrontar lo que se ha recogido en la contemplación
secreta con la eminente verdad de la Escritura Santa". Hasta aquí san
Gregorio Magno83.
La "lectura de Dios" intenta individualizar e interiorizar el gran mensaje
dirigido a todos los hombres. Con mucha precisión ha escrito David Stanley:
"Por medio de mi reacción de fe, amor y esperanza, el misterio se convierte
en un acontecimiento para mí. Me sucede a mí" 84.
Dice un documento de la antigüedad cristiana: "Aquel que se nos presenta
como nuevo, que descubrimos que existe desde antiguo y que renace
diariamente en los corazones de los fieles" 85...
81 I Cor 12,9.
82 San Gregorio Magno, Mor. 23,19,34.
83 Id., In Reg. 3,1,9.
84 D. Stanley, Sugerencias para un enfoque de la
lectio divina, en Cuadernos monásticos 11 (1976) 402-403.
85 Ep. ad Diognetum 11,4.
"El objetivo de la lectio divina es en realidad lo que san Ignacio denomina
'un conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre para que
más le ame y le siga' 86. El autor del Deuteronomio ha expresado muy bien el
profundo sentido de Israel de cómo en las Escrituras el acontecimiento del
pasado se convierte en experiencia contemporánea. Aunque compuso su libro
quinientos o seiscientos años después del acontecimiento de la Alianza en el
monte Sinaí, es capaz de representar a Moisés hablando, a través de los
siglos, a sus propios contemporáneos [del autor]: "Escucha, Israel, los
mandatos y decretos que hoy os predico... El Señor; nuestro Dios, hizo
alianza con nosotros en el Horeb. No hizo esta alianza con nuestros padres,
sino con nosotros, con los que estamos vivos hoy, aquí"87. "Es justamente
para crear una experiencia semejante, contemporánea y personal en mí, como
miembro del pueblo de Dios, por lo que fue creada la lectio divina".
Sigue diciendo el P. Stanley: "Por consiguiente (y éste es el segundo paso),
se debe reflexionar con fe sobre el sentido literal ya descubierto, para
escuchar lo que Cristo resucitado me dice a través de su Espíritu cuando leo
un pasaje en un momento dado" . Se trata de escuchar a 88 Cristo para
prestarle la "obediencia de la fe"89. La lectio divina es enfrentarse con
Dios en Cristo. ¿Qué me dice hoy Dios en este pasaje de la Biblia? "Abiertos
nuestros ojos a la luz de Dios, escuchemos atónitos lo que a diario nos
amonesta la voz divina que clama". 90
El caso de san Antonio ilustra esta doctrina. Antonio, como es bien sabido,
era un joven copto, bueno y piadoso. Un día se dirigía a la iglesia y por el
camino iba pensando en la vida que llevaban los primeros cristianos de
Jerusalén, según la describen los Hechos de ¡os Apóstoles. Formaban una
comunidad maravillosa: perseveraban en la doctrina de ios apóstoles, en la
fracción del pan y en la oración; todo lo poseían en común; tenían un solo
corazón y una sola alma... Antonio llegó tarde a la eucaristía; ya se estaba
proclamando el evangelio del joven rico: "Si quieres ser perfecto, ve, vende
cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven
y sigúeme". El pasaje evangélico acaba mal: el joven rico rechazó la
invitación de Jesús, "pues tenía muchas posesiones". Pero Antonio la aceptó.
El Espíritu Santo le hizo comprender que las palabras del Evangelio se
dirigían a él personalmente91. En adelante toda la vida de Antonio no será
ya más que una respuesta a esta voz.
86 San Ignacio de Loyola, Ejercicios
espirituales, 104.
87 Deut 5,1-3.
88 D. Stanley, o.c, p. 402.
89 Rom 1,5.
90 RB, pról, 9.
91 San Atanasio, Vita Antonii, 2.
Otro ejemplo. Alejandro, que con los años fundaría el célebre monasterio de
los Acemetas, cerca de Constantinopla, también se sintió llamado a la vida
monástica mientras leía el Evangelio. Y en el Evangelio siguió inspirándose,
muy concretamente, a lo largo de su vida. "Padre" -solía preguntar al
archimandrita Elías-, "¿es verdad todo lo que está escrito en el Evangelio?
Y si es verdad, ¿por qué no lo cumplimos?". Alejandro optó finalmente por
emprender, con no pocos compañeros, la santa aventura de vivir como los
pájaros del cielo y los lirios del campo, alabando a Dios continuamente92.
Tercer y último ejemplo: Santa Teresa del Niño Jesús. "Soy demasiado
pequeña"-escribe "para subir la ruda escalera de la perfección... He buscado
en los libros santos y he leído estas palabras salidas de la Sabiduría
eterna: 'Si alguno es pequeño, que venga a mí'93. Había descubierto lo que
buscaba... Continué buscando y encontré esta frase: 'Cómo una madre acaricia
a su hijo, así os, consolaré yo, os llevaré sobre mi seno y os meceré sobre
mis rodillas' . Nunca 94 palabras más tiernas, más melodiosas han alegrado
mi alma. El ascensor que debe elevarme hasta el cielo son tus brazos, ¡oh
Jesús! Por tanto, no tengo necesidad de crecer; al contrario, lo que
necesito es seguir siendo pequeña, esforzarme en serlo cada vez más" . Las
palabras de 95 Isaías, como se ve, fueron la inspiración y la base de la
definición perfecta de la "infancia espiritual", tal como santa Teresa la
entiende y Cristo la exige: "Ser niño es reconocer su nada, esperarlo todo
de Dios, como un niño pequeño espera todo de su padre" . Teresa del Niño
Jesús 96 supo individualizar e interiorizar el mensaje de la Escritura.
Descubrió que la voz de Dios se dirigía personalmente a ella. Y así nació su
doctrina de la "infancia espiritual", que ella fue la primera en vivir y que
tanto bien hizo y sigue haciendo en la Iglesia.
Capítulo V: Un coloquio
entrañable
Lectura sapiencial
La "lectura divina" no persigue un fin científico, no se propone
alcanzar una meta puramente -ni acaso principalmente- de tipo intelectual.
La Biblia no es un tratado de teología, un estudio sobre Dios. Es mucho más:
es el gran mensaje que Dios ha dejado. La lectio consiste, por consiguiente,
en escuchar y saborear este mensaje. Es sentarse, como María, a los pies de
Jesús y no dejar perder ni una sola de las palabras salidas de sus labios.
De ordinario, solemos leer, no por leer, sino por haber leído. Es decir,
buscamos en nuestras lecturas un fin práctico, utilitario: ampliar nuestros
conocimientos, sea por la razón que sea. La "lectura divina" es, en este
sentido, una lectura completamente desinteresada, gratuita. De ella podría
decirse lo que del amor dice san Bernardo: "El amor no busca su
justificación fuera de sí mismo. El amor es suficiente en sí mismo, es
agradable en sí mismo y para sí mismo. El amor es su propio mérito y su
propia recompensa; no busca una causa fuera de sí mismo ni otro resultado
que el amor mismo. El fruto del amor es el amor". Y agrega que este carácter
autosuficiente del amor se explica porque tiene a Dios por origen y vuelve a
él como a su fin, porque Dios es el Amor . Lo mismo ocurre con la "lectura
de Dios". Se lee a Dios simplemente para estar 97 con él, para escuchar su
voz. Es leer por leer.
92 Véase V. Grumel, Acémétes, en DS 1,164-172.
93 Prov 9,4.
94 Cfr. Is 66,1243.
95 Sainte. Thérétse de l~n f ani ~ésus et2gg
113S7ainte-Face, Histoired'une ame. Manuscrits
autobiograp iques, arís, P.
96 Id., Derniers entretiens, París, 1971, p. 308.
De ahí que la lectio sea una lectura pausada, ajena a toda prisa. Lo que se
pretende es saborear más que saber; admirar y no especular o cuestionar.
Existe una notable diferencia entre "ciencia" y "sabiduría"; los monjes
antiguos lo pusieron de relieve. Hay una diferencia entre un saber de tipo
académico y universitario, y un saber de tipo monástico; entre un saber
nocional y un saber que Newman llamaba "real"; entre un saber impersonal,
del orden del "haber", y un saber existencial del orden del "ser". La lectio
divina sobrepasa la información meramente humana, el trabajo puramente
científico, teológico o pastoral, como reconocía el Congreso de abades
benedictinos de 1967 98. Hoy día los monjes que mejor han penetrado en la
realidad de la lectio divina y más convencidos están de la conveniencia
urgente de su plena restauración en los mo-nasterios, insisten en ideas como
la siguiente: la "lectura divina" y el estudio son dos realidades distintas,
pero se completan y se sostienen mutuamente; el objetivo de la formación
debería ser procurar que cada monje, según sus posibilidades y necesidades
personales, encuentre el método apropiado para dedicarse a la lectio y
aplicarse al estudio; lectio y el estudio deberían considerarse como dos
caminos complementarios de una misma búsqueda de Dios, en la que se
encuentra comprometida la persona entera, inteligencia y corazón. Los hay
que van mucho más lejos y no dudan en afirmar que la Biblia debería ocupar
en el saber monástico, no sólo el primer lugar, sino todo el lugar, en el
sentido de que cualquier otro estudio debe referírsele de alguna manera como
preparación, ilustración o comentario.
De este modo todo el estudio del monje estará al servicio de su lectio
divina. Hay que advertir asimismo que no todo estudio es apto para facilitar
y alentar esta lectio, sino sólo aquel que se realiza en las mismas
condiciones y en las mismas disposiciones interiores. Lectio y estudio no
deben ser nunca actividades opuestas, reservando el estudio al monopolio de
la inteligencia y la lectio al de la voluntad. El estudio del monje debería
ser en cierta manera "lectura divina", puesto que ya es un encuentro
personal con Dios. Un estudio realizado como lectio divina resulta
profundamente unificante. De ordinario se despliega en oración y alabanza,
como la lectio propiamente dicha. La "lectura de Dios"-no se insistirá nunca
bastante en ello-es una lectura gustosa y gustada, paladeada. Es saborear al
Verbo, saborear a Dios, en el Espíritu Santo, que vivifica la letra y
suscita en el lector un gusto secreto para que se ponga en armonía con lo
leído y responda con su oración y toda su vida a la Palabra del Padre. Es
una experiencia de Dios, pues en ella se verifica una comunicación de vida,
una participación, una comunión.99
97 San Bernardo de Claraval, Sup. Can. 83,4.
98 Cuadernos monásticos 11 (1976) 390. "La lectio
divina no se identifica con el estudio, esto es incontestable", escribe por
su parte el P. Maur Standaert en CC 38(1976)118].
99 Estas ideas y otras parecidas abundan en el
excelente artículo de una monja cisterciense de Clairefontaine, M. P. De
Grox, Pour un savoir monastique, en CC 31 (1969)210-219.
Lectura íntima
La "lectura divina" apunta no tanto a obtener un conocimiento tan
exhaustivo como sea posible de la verdad -tarea propia de la teología
especulativa-, como a llegar a un contacto directo con Dios, a un estar con
Dios, a un escuchar a Dios que habla personalmente, aquí y ahora, a cada uno
de lo's hombres que abre con fe las Escrituras.
En efecto, Dios nos habla. Más aún: Dios nos abre su corazón y nos invita a
penetrar en él, a escudriñarlo, a conocerlo. San Juan Crisóstomo nos
describe a los monjes de Antioquía "clavados en sus libros", completamente
embebidos en el mundo de la Biblia: "Unos toman a Isaías, y con él
conversan; otros hablan con los apóstoles"100 Y en otro pasaje: "El monje
tiene literalmente trato con los profetas, y engalana su alma con la
sabiduría de Pablo, y a cada paso puede saltar de Moisés a Isaías, y de éste
a Juan y a cualquier otro" . Pero el mismo Juan Crisóstomo 101 dice en otro
lugar: "Considere cada uno que por la lengua de los profetas escuchamos a
Dios al habla con nosotros" . Esto es lo importante, lo que interesa de
verdad, lo que se desea sobre 102 toda otra cosa. Según san Gregorio Magno,
la oración de los salmos-uno de los modos de practicar la lectio divina- es
el lugar de encuentro íntimo entre nosotros, que vamos hacia Dios, y Dios,
que viene a nosotros. Porque, "¿hacia dónde se dirigen las palabras de Dios
sino al corazón de los hombres?". Y ¿qué se hace al leer las Escrituras sino
estudiar el corazón de Dios? Gregorio revela certeramente uno de los
aspectos esenciales de la lectio cuando escribe: "Disce cor Dei in verbis
Dei"; expresión que sin duda alguna, refleja una experiencia personal.
He aquí el texto completo. Gregorio había sido apocrisiario en la corte de
Constantinopla. Allí conoció al noble Teodoro. Ambos intimaron. Gregorio se
convirtió en su director espiritual. Luego Gregorio regresa a Roma, y lo
hacen papa. Teodoro, por su parte, llega a ser médico del emperador.
Gregorio le escribe una carta para exhortarlo a leer con asiduidad la
Sagrada Escritura: "Tengo que dirigirte una queja, ilustre hijo Teodoro.
Recibiste gratuitamente de la Santísima Trinidad la inteligencia y los
bienes temporales, la misericordia y el amor; pero estás constantemente
inmerso en los asuntos materiales, obligado a frecuentes viajes y dejas de
leer diariamente las palabras de tu Redentor. ¿No es la Sagrada Escritura
una carta del Dios todopoderoso a su criatura? Si te alejaras por un tiempo
del emperador y recibieras de él una carta no descansarías ni dormirías
hasta después de leer lo que te había escrito un emperador de la tierra. El
emperador del cielo, el Señor de los hombres y de los ángeles, te ha
dirigido una carta en la que se refiere a tu vida, y tú no te ocupas de
leerla con fervor. Aplícate, te lo ruego, a meditar cada día las palabras de
íu Creador. Aprende a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios,
para que tiendas con mayor ardor a las cosas eternas, para que tu mente se
encienda en mayores deseos de los goces celestiales. Porque sólo entonces
alcanzaremos el máximo descanso si ahora, por amor a nuestro Creador, no nos
damos reposo alguno". 103
100 San Juan Crisóstomo, In Matth, hom. 68,4.
101 Id., Comparatio regís et monachi, 2: PG
47,389.
102 Id ., In Gen. 21,1: PG 53,341.
103 San Gregorio Magno, Ep. 4,31.
La Escritura, carta de Dios, nos permite conocer el corazón de Dios. Y este
conocimiento nos hace desear conocerlo más y más, hasta poseerlo en "los
goces celestiales". El corazón del hombre no debe darse "reposo alguno"
hasta poseer el corazón de Dios. El camino de profundización es infinito.
Nunca agotaremos el corazón de Dios.
En una biografía de Cecilia Bruyére, primera abadesa de Santa Cecilia de
Solesmes, se lee que su libro predilecto era la Biblia y que "sabía leerla,
bajo la mirada de Dios, con ojos de esposa"104 Es una frase feliz. La
esposa, al leer las cartas del esposo, descubre en ellas pormenores,
matices, profundidades que ninguna otra persona es capaz de vislumbrar.
"El corazón de Dios", "ojos de esposa": el amor representa evidentemente un
gran papel, un papel de protagonista, en la "lectura de Dios". Se trata de
una lectura no sólo personal, sino también íntima; y en la intimidad el amor
lo es todo. En la novela de Nikos Kasantzaki, Cristo de nuevo crucificado,
aparece un personaje, Yannakos, que se distingue por la sabiduría de sus
sentencias.- "Dinos, Yannakos, ¿el rey Salomón se reencarnó en ti?", le
preguntan. -"Viejo, yo no explico esto con mi inteligencia -responde
Yannakos-, "sino con el corazón; ¡él es el rey Salomón!"105 Y más adelante,
el buen pope Fotis decide: "Tienes razón, Yannakos, el Evangelio no se lee
con la cabeza; nuestro pobre entendimiento comprende bien poca cosa; se lee
con el corazón. Éste sí que lo comprende todo" . 106
Tal es la opinión de un literato. Veamos lo que piensa un científico, el
doctor Alexis Carrel: "Nosotros los hombres de Occidente tenemos a la razón
en mucho más alta estima que a la intuición. Preferimos, en mucho, la
inteligencia antes que el sentimiento... La atrofia de estas actividades
fundamentales [no intelectuales], convierten al hombre moderno en un ser
espiritualmente ciego" . Y en otro lugar: "Los simples perciben a Dios tan
naturalmente como sienten el107 calor del sol o el perfume de una flor. Pero
este Dios tan abordable para aquel que sabe amar, se esconde para aquel que
sólo sabe comprender". 108
El Dios de Jesucristo, el Dios único y verdadero, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, nos habla en la lectio divina de corazón a corazón, en una intimidad
inefable. Las Tres Divinas Personas, como en el icono de Andrei Rublev,
parecen invitarnos a participar en su conversación.
104it do por Cristina de l ruz de Arteaga,.La
lectio di " fundamento de la oración y e ~a vida monástica a ~a uz de los
consejos de San ,%ronimo, en Cuadernos monásticos 11 (1976) 344.
105 N. Kasantzaki, Cristo de nuevo crucificado,
Barcelona, 1976, p. 202.
106 Ibid., p. 204.
107 A. Carrel, La oración. Buenos Aires, 1958, p.
15-16.
108 Ibid., p. 16.
Pero es natural y comprensible que el cristiano encuentre con más frecuencia
en la Escritura la palabra y la persona de Jesús de Nazaret. Santa Teresa
del Niño Jesús intuyó, gracias a su gran amor, esta verdad que no tiene
vuelta de hoja: "Guardar la palabra de Jesús es la única condición de
nuestra felicidad, la prueba de nuestro amor por él. Pero ¿qué es esta
palabra? Creo que la palabra de Jesús es él mismo. Jesús, el Verbo, la
Palabra de Dios. Nos lo dice después: ... 'santifícalos por tu Palabra, tu
Palabra es verdad'... Jesús nos enseña que él es el camino, la verdad y la
vida. Nosotros sabemos, pues, cuál es la palabra que debemos guardar y no
preguntaremos a Jesús como Pilato: '¿Qué es la verdad?' Nosotros poseemos la
verdad, pues guardamos a Jesús en nuestros corazones" . Un teólogo
protestante, H. Zahrnt, después de aducir la definición que da 109 del
cristianismo Schleiermacher -"religión histórica positiva", que tiene como
condición una persona concreta y un libro concreto: Jesucristo y la Biblia-,
añade estas palabras: "La Biblia es la fuente y el canon de la vida de la
Iglesia... Pero bien entendido que no porque Jesucristo esté en la Biblia
tiene él un significado para nosotros, sino al revés, la Biblia tiene un
significado para nosotros porque Jesucristo está en ella".110
Profesamos la fe cristiana. Zahrnt escribe: "La fe cristiana es fe en
Jesucristo, ¿qué otra cosa podría ser?" . Y Paul Evdokimov, después de citar
un texto de Simeón el Nuevo Teólogo 111 -"cuando Jesús se nos
presenta, vemos los misterios ocultos en las Escrituras"-, afirma con todo
derecho: "La herejía proviene de la razón raciocinante sobre una palabra
abstracta y por lo mismo muerta. Por consiguiente, todo el significado de la
Tradición está en el descubrimiento de Cristo, que llena con su presencia
todas las formas de la fe". San Gregorio de Nisa había escrito: "La fe no
sólo introduce la flecha, sino el Arquero con ella" (el Arquero es Cristo).
"Cualquier otro método, estudio o lectura de las Escrituras"-concluye
Evdokimov-, "no tiene otro resultado que sumergirnos en el error"112. Es
Jesús a quien encontramos sobre todo en los libros sagra-dos, y al mismo
tiempo quien nos abre el sentido de las Escrituras, como a los discípulos de
Emaús; y al comunicársenos, hace arder nuestros corazones. La lectio divina
es una lectura íntima.
109 Carta XVIII a su hermana Celina, en Sainte
Hiérese de I'Enfant-Jésus, Histoire d'une ame, Lisíeux, s.f ., p. 339.
110 H. Zahrnt, A vueltas con Dios, Zaragoza
[1972], p. 233.
111 Ibid.
112 P. Evdokimov, Ortodoxia [Barcelona, 1968], p.
42.
113 Así en el texto publicado en Sainte Thérése
de I'Enfant -Jésus, Histoire d'une ame, Lisieux, s.f., p. 169. El texto de
los manuscritos originales es un poco diferente. Véase
Sainte Thérése de l'Enfant-Jésus et de la
Sainte-Face, Histoire d'une Sitie, Manuscrits autobiographiques, París,
1973, p." 257-258.
Volvamos a santa Teresa del Niño Jesús. Sin tener la abundancia de medios de
que se dispone actualmente, la santa carmelita vivió y murió en íntima unión
con la Escritura, en un diálogo continuo con la Palabra de Dios. Las
expresiones y los matices de este diálogo son infinitamente delicados. Así,
por ejemplo: "Vuelvo al santo Evangelio, donde el Señor" -no san Mateo, ni
san Marcos, ni san Lucas, ni san Juan: el Señor- "me explica en qué consiste
su mandamiento nuevo"113. Jesús ayuda a sor Teresa a mantener toda su
existencia en contacto vivo con la Escritura. La carmelita acaba de vencer,
a duras penas, su mal humor; su imperfección la tenía acongojada. "Me estaba
preguntando qué pensaría Jesús de mí, cuando me he acordado de las palabras
que él dirigió un día a la mujer adúltera: '¿Nadie te ha condenado?' Y yo le
he respondido, llorando: 'Nadie, Señor'. ¿Por qué es Jesús tan dulce
conmigo?" . Y en otro lugar: "No tengo 114 más que fijar los ojos en el
santo Evangelio; enseguida aspiro el perfume de la vida de Jesús y sé por
qué camino correr".115
Lectura orante
Enseñan los Padres que la oración debe interrumpir la lectura. Así,
san Jerónimo, san Agustín, Casiano, san Isidoro de Sevilla... Este último da
una razón: "Muchas veces una lectura prolongada fatiga la memoria; por eso
es mejor leer un párrafo, cerrar el libro y repasar dentro del alma la
verdad que se acaba de leer. De esta manera se leerá sin fatiga, y la
doctrina no resbalará por la superficie del espíritu" . Orígenes da otra
razón: Cuando no se halla lo que se 116 busca, cuando no se entiende el
texto que se lee, hay que recurrir a Dios, pedirle que nos lo dé a conocer;
de este modo la lectura se convierte en oración, pues "es absolutamente
necesario orar para comprender las cosas divinas" . Hay que orar, en primer
lugar-dice san Basilio-, 117 porque sólo el Espíritu Santo nos permite
descubrir el sentido de las palabras de la Escritura. 118
Un medieval, Guillermo de Saint-Thierry, asegura que las interrupciones
dedicadas a la oración, que recomienda vivamente, lejos de molestar al alma,
le comunican una lucidez que la ayudan a comprender lo que lee119 San
Benito, por su parte, enumera entre las principales prácticas cuaresmales la
oratio cum típfihua la lectio y la compunctio cordis; este pasaje del
admirable capítulo 49 de la Regla revela mejor que otro cualquiera la mente
del santo; evidentemente, según él, cuando se produzca el affectus
inspirationis divinae gratiae, o sea, la gracia de la oración íntima, de que
nos habla el capítulo 20, el monje interrumpe la lectura para orar, y se
entabla el diálogo entre Dios y el hombre. "Cuando oras, hablas a tu Esposo;
cuando lees, él te habla a ti". 120
En realidad, no sería preciso que los padres y otros maestros espirituales
aconsejaran asociar la oración a la lectura. Cuando la lectio divina se
practica como enseña la tradición, es decir, cuando la "lectura divina" es
verdaderamente "lectura divina" y no mera "lectura espiritual" ni está
dominada por preocupaciones intelectuales o utilitarias; cuando la lectio es
atención a Dios y contacto personal e íntimo con su Palabra, la oración
brota espontánea e irresistiblemente. Es más, la oración forma parte de la
lectio. En efecto, a Dios no se le lee como se lee un autor cualquiera. Se
ha insistido mucho en que leer es ponerse en íntima comunicación con el
autor, y es cierto. Para leer bien, para que un autor nos comunique de
verdad su pensamiento y conteste a nuestras interrogaciones, es preciso-que
consideremos que estamos conversando con él. Claro que esto es una ficción,
porque ni el autor nos conoce ni está presente, y por tanto no puede
responder a nuestras preguntas sino en cuanto las respuestas están ya
escritas en su texto. Con la Biblia es diferente. Dios, que está presente en
ella, es un Dios vivo, un Dios que no sólo habló sino que habla, que me
habla. Por eso, "lectura de Dios" equivale a "conversación con Dios".
114 Carta VIII a la madre Inés de Jesús, en
Sainte Thérése de l'Enfant-Jésus, Histoire d'une ame, Lisieux, s.f., p.
349-350.
115 Sainte. Thérése de l'finfant~ léfts et2coe6la
Sainte-Facc. Histoire d'une ame, Manuscrits
autobiographiques, París, p.
116 San Isidoro de Sevilla, Sententiae 3,15.
117 Orígenes, Carta a Gregorio Taumaturgo, 4.
Cfr. In Ioannem 1,6.
118 San Basilio de Cesárea, De baptismo 1,2,6; In
ps. 14, 2.
119 Guillermo de Saint-Thierry, Ep. ad fratres de
Monte Dei, 123.
120 San Jerónimo, Ep. 22,25.
El cisterciense Amoldo de Bohéries dice del monje novicio: "Cuando lea, que
busque el sabor, no la ciencia. La Sagrada Escritura es el pozo de Jacob, de
donde se extrae el agua que inmediatamente se derrama por la oración. No
será necesario ir al oratorio para empezar a orar, sino en la misma lectura
habrá ocasión para orar y contemplar" . Por eso, en la hagiografía y 121 en
los tratados monásticos medievales, se leen expresiones como éstas: "Quia et
ipsa lectio erat oratio"; "Totus in lectione, totus in oratione"... Otro
cisterciense anónimo del siglo XII escribía: "Legendo oro, orando
contemplor". En la misma línea se sitúa el abad general dom Anibrose
Southey, según el cual la lectio consiste en "rumiar la Palabra de Dios en
la oración" , y un 122 monje de nuestros días que la describe como "una
lectura meditada, sobre todo de la Biblia, y prolongada en oración
contemplativa" . La lectio divina es un diálogo de amor, de corazón a 123
corazón, en la más completa intimidad personal. Lectura y oración son
inseparables. En muchos textos se identifican.
Capítulo VI: Cualidades
paradójicas
Lectura exacta y espiritual
Pedro el Grande, zar de todas las Rusias, dio este decreto: "Los
monjes no sólo lean las Sagradas Escrituras, sino que las entiendan" . De
nada, en efecto, sirve leer la Biblia si no se la 124 entiende. La lectura
de la Palabra de Dios nunca fue considerada por la Iglesia como un rito
mágico.
Unas páginas de la Biblia son claras; otras, oscuras. Considerada
globalmente, la Escritura resulta más bien oscura que clara. No es fácil,
muchas veces, entender perfectamente lo que quiere decir. La transmisión del
texto ha sido a menudo defectuosa; la lengua hebrea, como toda lengua, ha
ido evolucionando a través de los siglos; la forma de expresarse de autores
tan remotos y tan personales como san Pablo dista mucho de la nuestra...
Descubrir el significado preciso de ciertos vocablos, de ciertos pasajes, no
sólo del Antiguo Testamento, sino también del Nuevo, presupone un esfuerzo,
un estudio.
121 Amoldo de Bohéries, Specuium monachorum: PL
184, 1175.
122 A. Suuthey, La lectio divina, en Cistercium
31 (1979) p. 8.
123 I. Aranguren, Realización humana de una vida
en exclusiva para la ora ción, en Surge 30 (1972) 258.
124 Citado por J. Rezác, Lectio divina, I, In
Oriente, en DIP 5,562.
Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede
prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no
significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro
consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los
maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san
Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar
su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse
la "lectura divina". Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto
sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe
ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios
escrita.
Todo esto, sin embargo, no es más que el punto de partida para el creyente
que lee la Escritura con el fin de impregnarse de la "verdad que Dios hizo
consignar en ella para salvación nuestra"125. La "lectura divina" es una
lectura espiritual, no una lectura científica. Busca en la Escritura-y en
los textos de la tradición cristiana que la ilustran y completan- su
significado para la vida espiritual, para la vida propia de cada uno. Está
orientada a la práctica y pretende ilustrar, alimentar, edificar la piedad.
Y si supone o presupone un conocimiento preciso del sentido literal-sólo así
se evitarán fantasías o desviaciones deplorables-, toda la tradición
cristiana invita, anima, estimula al lector creyente a investigar
amorosamente su sentido espiritual. En vez de pararnos en los hechos, en las
imágenes materiales, hay que partir de ellos para elevarse a las ideas y a
las realidades que evocan o simbolizan.
Esto se aplica sobre todo al Antiguo Testamento, que no tiene su
cumplimiento sino en la revelación del Nuevo; así los textos de ambos no
cesan de alternarse, de corresponderse. "Antes de Jesucristo, el Antiguo
Testamento era agua; ahora es vino", enseñaba Orígenes de Alejandría126. A
propósito de san Agustín ha escrito F. van der Meer que el joven maestro de
elocuencia empezó a sentir "cierta reverencia" ante la Biblia en Milán
cuando oyó las explicaciones alegóricas de san Ambrosio. "De pronto,
aquellos mitos carnales y bárbaros se le revelaron llenos de espíritu,
capaces de un sentido más alto. Fue éste un momento decisivo de su vida,...
pues hasta su muerte estuvo persuadido de la realidad de este sentido
espiritual. Se trataba de una creencia bien fundada, más bien que de una
verdad demostrada. Agustín podía apelar al ejemplo del Señor mismo y de los
apóstoles Pedro y Pablo, que alegaron textos del Antiguo Testamento para
confirmación del Nuevo... También podía referirse a una tradición ya
entonces secular de la liturgia, de la catequesis y la teología". 127 Los
maestros de la espiritualidad cristiana, especialmente los Padres, pueden y
deben iniciarnos en esta lectura espiritual de la Biblia. Pero todos los
libros del mundo son incapaces de formarnos en esta sabrosa ciencia si no
ponemos de nuestra parte una generosidad total. Casiano lo subraya con gran
energía.
125 Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 11.
126 Orígenes, In Lev. 4,1.
127 F. van der Meer, San Agustín, pastor de
almas, Barcelona, 1965, p. 566- 7.
Si no nos entregamos con alma y cuerpo a la Palabra de Dios, ésta nunca se
entregará plenamente a nosotros. La Sagrada Escritura tiene una gracia
especial: sus vocablos, además de su sentido literal, poseen una profunda
resonancia espiritual, que el hombre sólo puede descubrir gracias a cierta
connaturalidad. El hombre, cuanto más haya progresado en el trabajo de
purificarse de sus vicios y pecados y en la adquisición de las virtudes
cristianas, tanto más percibirá este sentido hondo y escondido. Sólo el
hombre espiritual puede gustar el sentido espiritual . 128
San Gregorio Magno observa por su parte que si la Biblia resulta en parte
fácil, en parte difícil, esto se debe a que ha sido escrita para todos,
tanto para los fuertes como para los débiles; ejercita a los primeros por
sus oscuridades y se muestra indulgente con los segundos gracias a su
simplicidad. Se pone al alcance de cada lector. "Si buscas en las palabras
de Dios algo elevado, estas palabras santas se elevan contigo y suben
contigo a las alturas". Como el maná en el desierto, la Escritura se adapta
al gusto de cada uno; conviene a todos y, permaneciendo fiel a sí misma,
condesciende con las posibilidades de los que la utilizan. 129
Lectura activa y pasiva
Leer es una actividad. Ortega y Gasset advertía: "No se olvide que
es siempre la lectura una colaboración" . Y Péguy: la verdadera lectura es
"el acto común, la operación común, del que 130 lee y del que es leído" . La
lectio divina es esto en grado sumo: el acto común, la asimilación 131
mutua-la Palabra de Dios está viva-, la aventura de un hombre aprisionado en
la red de la Palabra y el curso imprevisible de la Palabra en la existencia
de un hombre.
No se trata, en la "lectura divina", de salimos de nuestra propia
existencia, ni siquiera por un momento fugaz; la "lectura de Dios" no es una
evasión, por sublime que parezca. Se trata de asimilar la Palabra y, al
mismo tiempo, de integrarnos en la Palabra, dejarnos asimilar por ella. Se
trata de enfrentarnos no sólo con un mensaje de Dios, con una doctrina, sino
con la voz misma de Dios. Se trata de rehacer personalmente, de revivir, la
experiencia del compromiso de Dios con el hombre en una historia que culmina
con la Encarnación de la Palabra y que ha dejado su huella escrita, pero
viva, en la Escritura.
Una de las razones del interés primordial y casi exclusivo que sentían los
monjes antiguos por la Escritura se halla precisamente en la convicción de
que existe un lazo muy estrecho entre la vida monástica y la Palabra de
Dios. Estaban persuadidos particularmente de que hay una profunda unidad
entre las fases sucesivas de la "historia de la salvación": tanto en el
Antiguo Testamento como en el Nuevo y en la vida de la Iglesia a través de
los siglos se trata de la misma "historia de la salvación", cuyo punto
culminante se halla en el misterio pascual, en el que todo cristiano, todo
monje, debe participar, reviviéndolo, renovándolo en sí mismo. Ahora bien,
esto no puede verificarse si cada uno no se apropia los misterios de que
hablan las Escrituras que cuentan tales historias. En cierto modo puede
decirse que el mismo Espíritu de Dios que inspiró a los autores de los
libros sagrados sigue obrando en los que los leen y procuran experimentar la
realidad de la que la Biblia nos habla.
128 Véase Casiano, Inst. 5,35; Conl, 14,10 y 11.
129 San Gregorio Magno, Rom. in Ez. 1,7,9. Cfr.
Mor. 20,1,1; Hom. in Ez. 1,7,16; 2,5,4.
130 J. Ortega y Gasset, El espectador (Selección.
Biblioteca básica Salvat de libros RTV, 4), Madrid, 1969, p. 34.
131 Ch. Péguy, Le porche du mystér e de la
deuxiéme vertu, Parí s, 1929, p. 106,132.
En otras palabras, la "lectura divina" es una lectura activa en cuanto el
que la practica debe intentar de verdad adaptarse a lo que dice la
Escritura. No basta, en efecto, atender a la letra y a la interpretación
espiritual, y así descubrir lo que realmente acaeció en la "historia de la
salvación"; hay que revivir, por así decirlo, las aventuras del pueblo de
Dios en el desierto, el Evangelio, la vida de los apóstoles con nuestro
Señor, la de los primeros cristianos, las experiencias religiosas de los
personajes de quienes habla la Escritura. Tales experiencias son muy
variadas y responden a las necesidades de todos, sea cual fuere su edad, y
en todas las circunstancias y situaciones espirituales. En suma, la
"historia de la salvación" no es un drama que el lector de la Biblia
contempla desde fuera, como simple espectador, sino una acción en la que
participa intensamente, experimentando los estados interiores de los santos
del Antiguo y del Nuevo Testamen-to, reproduciendo sus virtudes, evitando
sus vicios, imitando su penitencia... Esto, evidentemente, requiere una gran
actividad.
La Biblia no suele proponernos teorías, sino hechos, ejemplos concretos y
personales, experiencias. Todo esto debemos apropiárnoslo y hacerlo penetrar
en nuestra propia vida. Sobre todo, evidentemente, cuando se trata del
Evangelio. Leer activamente las palabras y los hechos del Señor equivale a
poner en práctica la exhortación de san Pablo: "Tened en vosotros los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús" . "Sentir con Cristo". Transformarse de
algún modo en132 Cristo. Realizar de verdad lo que significa el nombre de
cristiano. Leer de este modo, con toda el alma, con todo el corazón,
volcando en la lectura nuestra personalidad entera, es lo que pudiéramos
llamar una "lectura integral". Una lectura que penetra en toda nuestra vida
y pone en movimiento todo nuestro ser: imaginación, inteligencia,
afectividad. Una lectura realmente vivida y vivificante.
132 Fil 2,5.
Pero, aunque eminentemente activa, la lectio divina puede llamarse al propio
tiempo lectura pasiva en cuanto consiste asimismo en dejar resonar en
nosotros la voz de Dios que nos habla, en dejar que su Palabra nos
transforme, en abandonarnos a Dios. El P. Besnard tiene una página muy
profunda acerca de "cómo hay que responder" a Dios. Para quien ha superado
una prueba que le ha llevado hasta el borde de la desesperación-dice-,
"poner en práctica la Palabra" ya no significaría "la conformidad voluntaria
de una conducta a una regla, con recurso al esfuerzo moral y a la sutil
vanidad que acompaña al dominio del yo sobre los propios actos"; "poner en
práctica la Palabra querrá decir entonces dejarse transformar por ella...,
dejarse conducir por ella hacia el hombre nuevo, creado por Dios desde antes
de la creación del mundo, pero en vistas a la resurrección de Jesús según la
santidad de la verdad... Querrá decir también dejar a la Palabra la
posibilidad de que nos comunique todas las energías contenidas en el
Evangelio que ella anuncia". Querrá decir "dejarle tiempo a Dios para que
nos diga que sólo él nos crea, nos salva, nos perfecciona, nos ama, y cuando
nos lo haya dicho, darle por fin la oportunidad de realizar lo que dice.
Pues ¡es todo cuanto espera de nosotros!"133.
Lectura privada y eclesial
La "lectura de Dios", como toda oración, constituye la actividad más
personal y privada deí hombre. No existen dos maneras de orar exactamente
idénticas, porque no hay dos personas enteramente iguales. Dios no nos ha
creado en serie, ni tampoco nos salva y santifica en serie. El amor que
profesa a cada uno de los hombres es estrictamente personal, y el amor que
los hombres le profesan tiene exactamente el mismo carácter personal y
privativo.
Dios me habla a mí, personalmente, aquí y ahora, cuando leo con fe y amor su
Escritura. Pero yo, cuando leo, lo mismo que cuando oro -y la lectio divina
es una combinación de lectura y oración-, soy, sigo siendo y acaso hay que
añadir que soy más que nunca, un miembro vivo del Cuerpo vivo de Cristo que
es la Iglesia. Cuando leo, como cuando oro, es la Iglesia misma quien lee,
quien busca y descubre un poco más al que es su Cabeza y su Esposo, a través
de su humilde miembro que soy yo.
De ahí se sigue, sin la menor duda, que todo cristiano debe leer la
Escritura no sólo "con ojos de esposa", como lo hacía Cecilia Bruyére, es
decir, con amor, con ternura, sino con los ojos de la Esposa, con los ojos
de la Iglesia, de la cual es miembro vivo. De ahí que lo que se ha dado en
llamar el "libre examen" no tenga cabida en la "lectura divina". Interpretar
la Escritura a nuestra guisa, -sin tener en cuenta la tradición de la
Iglesia y, sobre todo, en contra de la misma, es una aberración intolerable,
implica una autosuficiencia"que nos llevaría irremisiblemente al error. Es
preciso que la lectio divina de cada uno de los cristianos sea una "lectura
auténtica", esto es, una lectura respaldada y garantizada por la autoridad
de Dios en la Iglesia. La Biblia, en efecto, no puede interpretarse con
seguridad sin intervención de la Iglesia. Pues poseemos la garantía de poder
captar siempre la Palabra de Dios tanto en su expresión auténtica como en su
verdadero sentido sólo por la promesa hecha a la Iglesia de una asistencia
permanente del mismo Espíritu Santo que inspiró la Escritura. Sin embargo,
si esta asistencia del Espíritu a la Iglesia no nos dispensa de recurrir al
texto sagrado que ella permite leer siempre en su verdadero sentido, menos
puede dispensar todavía de recurrir a todos los testimonios de la verdad de
la Palabra de Dios en el cuerpo místico de Cristo, que constituyen la
tradición. Por lo demás, como dice muy bien el P. Louis Bouyer, "más que
imaginar la Escritura y la tradición como dos fuentes de verdad
complementarias aunque independientes, conviene entender que la Escritura
constituye como el núcleo de la tradición, de la que no se la puede separar
para comprenderla, mientras que la misma tradición no puede organizarse más
que en torno a la Escritura". 134
133 A.-M. Besnard. Ttfaut repondré, en VS 129
(1975) 359-360.
134 L. Bouyer, Diccionario de teología,
Barcelona, 1968, s.v. Tradición.
Paul Evdokimov tiene sobre este tema frases de un vigor y de una convicción
impresionantes. A la Biblia, dice, "nunca se la puede separar de la Iglesia
sin correr el riesgo de deformarla". El Señor abrió a los discípulos de
Emaús "el sentido de las Escrituras" 135, revelando así que "la Biblia es el
icono verbal de Cristo". Dios quiso que Cristo tomase "el cuerpo en él que
sus palabras resonasen auténticamente como palabras de Vida. Hay, pues, que
leer la Biblia y escuchar a Dios en Cristo desde dentro de su Cuerpo, en la
Iglesia. Desde el momento en que un fiel toma la Biblia..., se produce el
milagro: un documento histórico aparece como Libro Santo completamente lleno
de presencia. El grado de mi receptividad está en función de mi lugar
ontológico en el Cuerpo, de mi vida en la Iglesia". De hecho, en último
término, "es la Iglesia quien lee la Biblia desde que se abren sus páginas.
Incluso a solas se lee la Biblia comunitaria-mente, litúrgicamente. Dios lo
quiso así. El verdadero sujeto del conocimiento y de la comunión no es el
hombre aislado, desgajado del Cuerpo, sino el hombre en cuanto miembro, el
hombre litúrgico". 136
La lectura de los Santos Padres y, muy particularmente, la participación en
el culto de la Iglesia constituyen una ayuda inapreciable en este punto. De
los monjes antiguos ha escrito Gregorio Penco: la lectio divina encontraba
su pleno desenvolvimiento en la oración litúrgica, de modo que el monje leía
la Biblia con los ojos de la liturgia. Ahora bien, leer la Escritura con los
ojos de la liturgia equivale, sin duda alguna, a leerla con los ojos de la
Iglesia.
Capítulo VII: Una tarea
ardua y penosa
Lectura atenta
La Biblia es "el libro de los buscadores de Dios"; la "lectura
divina", una tarea propia de los buscadores de Dios. Ahora bien, buscar
supone siempre algún esfuerzo. Aunque reposada y apacible, la lectio divina
requiere a menudo una notable, una perseverante aplicación.
Hay que desechar de una vez para siempre la idea de que la lectio consiste o
puede consistir en una especie de "pasatiempo espiritual", una leve
recreación piadosa. Tal manera de pensar revela un completo desconocimiento
de las enseñanzas de la tradición. Para los Padres y legisladores
monásticos, en efecto, era la "lectura divina" una tarea muy seria, muy
grave, muy ardua. Parece significativo que la "lectura divina" ocupe un
lugar parejo al del trabajo físico en las reglas monásticas. Fuera del
tiempo reservado al oficio divino, "han de ocuparse los hermanos a unas
horas en el trabajo manual y a otras en la lectura divina", dice, por
ejemplo, san Benito. 137
135 Lc 24,32.
136 Evdokimov, Ortodoxia [Barcelona, 1968], p.
204. 1. RB48,1.
137 RB, 48,1.
La lectio, fundamentalmente, representa el ejercicio del "hombre interior";
un ejercicio que requiere, sin excusa posible, la total atención, la
enérgica aplicación de las potencias del alma: la memoria, el entendimiento,
la afectividad. Implica la lectio una gran firmeza de ánimo para escrutar,
captar y comprender, en el sentido más pleno del vocablo, la Palabra de
Dios. Hay que aplicarse a ello-proséchein escribe insistentemente Orígenes-
con perseverante esfuerzo. 138
Ahora bien, el cansancio, el sueño, la desgana, el tedio, la pereza son
realidades demasiado humanas para que no afecten, al menos de vez en cuando,
al lector de la Escritura. En la colección latina de los Apotegmas de los
Padres se nos dice: "Los profetas escribieron libros, nuestros padres los
pusieron en práctica, sus sucesores los aprendieron de memoria, la presente
generación los transcribe en pergaminos y los deja dormir en las
bibliotecas"139. Este apotegma refleja -exagerando un poco, evidentemente-
una falta de interés colectiva. Mucho más a menudo, sin duda, el individuo
está poco dispuesto a leer, sobre todo con la atención y la total dedicación
propias de la lectio divina. Casiano nos pinta una pequeña escena que debía
repetirse con cierta frecuencia en la prosaica realidad cotidiana del
desierto cuando escribe: "Tal vez deseo dar firmeza a mí corazón forzándome
a leer la Escritura; pero un dolor de cabeza me lo impide, y hacia las nueve
de la mañana me he dormido con la cabeza sobre el libro" . Otras veces, el
140 alma se siente como sumergida en el letal sopor de la akedía, y la
lectura causa aversión y disgusto141 Perseverar en ella, cueste lo que
cueste, supone una voluntad casi heroica. En la sentencia de la Regla de San
Benito: "Lectiones sanctas libenter audire" , el adverbio libenter (con 142
gusto) se refiere a la repugnancia que ciertos espíritus sentían por la
lectura. San Benito reprime severamente tales negligencias.143
A estas dificultades de tipo más bien subjetivo se añaden otras de carácter
objetivo, derivadas de la naturaleza misma de la Escritura. Porque, no nos
engañemos, la lectura de la Biblia es una lectura austera en muchísimas de
sus páginas. Por varias razones. Una de ellas son sus oscuridades, las
dificultades de interpretarla correctamente. Incluso el Evangelio las
presenta. El benedictino Alonso Ruiz de Virués no hace más que resumir la
doctrina de Casiano y de una larga tradición cuando escribe: Cristo "cerró y
escureció con palabras místicas" los misterios del Evangelio, "de tal manera
que, traydos entre las manos, no pueden ser vistos sino de solos aquellos
quibus Ipse tradiderit clavem scienciae, sin la qual quantos silogimos y
formalidades se aprenden en las escuelas aprovecha muy poco".144
138 El verbo proséchein caracteriza, en Orígenes,
la theía anágnosis. Así, por ejemplo, en Hom. in Ex. 12,1-2; In Lev. 5,5;
6,6; 12,4.
139 Verba seniorum: PL 73,933.
140 Casiano, Conl. 10,10.
141 Ibid. 4,2.
142 RB 4, 55.
143 RB 48,17-20.
144 A. Ruiz de Virués, "Carta del intérprete de
estos colioquios a un padre de la Orden de Sant Francisco, guardián de
Alcaláde Henares, sobre ciertas cosas que contra Erasmo dixo", que imprimió
a manera de prólogo al frente de Colloquios familiares compuestos en latín
por el muy excelente varón Desiderio Erasmo Roterdamo..., sin lugar ni año y
sin paginar.
La lectura de la Biblia es austera porque, como dice la propia Escritura,
"la Palabra de Dios es viva y enérgica, y más tajante que navaja de dos
filos, y penetrante hasta la división del alma y del espíritu, de
articulaciones y médulas, y examina los deseos e intenciones del corazón"
.145
Viva como Dios, tiene la actividad que es el poder de Dios actuado: penetra
hasta lo más recóndito, lo más íntimo del ser, donde el espíritu
sobrenatural empalma con nuestro principio vital. Y allí, en el interior del
hombre, posee una capacidad de juzgar y sentenciar, porque obliga al hombre
a tomar posición; ante esa Palabra no es posible el compromiso ni el
disimulo. Porque el juez lo tienes dentro. La lectio divina, como dice A.-M.
Besnard, es "una aventura peligrosa" 146. Con frecuencia puede convertirse
en un combate cuerpo a cuerpo con Dios, pues Dios nos asalta cuando menos lo
esperamos. Encontrarse con Dios es a menudo doloroso.
Pero todo esto pertenece a la naturaleza misma de la "lectura de Dios". En
ella se busca a Dios, y se le busca, evidentemente, para encontrarlo. Unas
veces nos consolará, otras nos juzgará, otras-con frecuencia- nos pedirá
esto o aquello. Precisamente porque "la Palabra de Dios puede exigirme hoy
una cosa que no me exigió todavía ayer" -escribe H. U. von Balthasar "debo
permanecer abierto y atento para escuchar lo que me exige". 147
Lectura asidua
Una última cualidad sobresaliente de la lectio divina debe
señalarse: su carácter de lectura asidua, de relectura constante, que no
conoce término. Al esfuerzo de la atención sostenida, hay que sumar el de la
perseverancia a toda costa. San Serafín de Sarov leía cada semana todo el
Nuevo Testamento. De Nepociano escribe san Jerónimo: "Por la asidua lectura
y la meditación prolongada, había hecho de su pecho una biblioteca de
Cristo" . 148 Los modelos insignes de perseverancia en la lectio son
numerosos, y algunos, cautivadores.
Dimitri Marejkovsky dice del Evangelio: "Libro extraño. Nunca se le ha leído
entero. Gusta leerlo, parece que siempre queda por terminar, que se ha
omitido algo, que algo queda incomprendido. Se le vuelve a leer, y se siente
la misma impresión. Y así una y otra vez. Igual que el cielo por la noche. A
medida que se le contempla, se descubren nuevas estrellas". Lo mismo podría
decirse de los demás libros que componen la divina Biblioteca. A medida que
los vamos leyendo y volviendo a leer, descubrimos "nuevas estrellas", se nos
abre un poco más el maravilloso, el estupendo horizonte del universo de la
Biblia.
Dice la Regula Ferioli: "In manibus monachi fraequens sit lectio"149. Toda
la tradición monástica recomienda lo mismo: el libro debe estar casi de
continuo en las manos del monje. La asiduidad en la "lectura divina" halló
en san Gregorio Magno un abogado incansable.
145 Heb 4,12.
146 A.-M. Besnard, Propos intempestifs sur la
priére, París, 1969, p. 154.
147 H. U. von Balíhasar, Lapriére contemplative.
Brujas, 1959, p. 18.
148 San Jerónimo, Ep. 60,10.
149 Regula Ferioli, 29.
Gregorio había experimentado la hondura de la Biblia, tan insondable como la
de Dios. "Nadie" -observa- "ha profundizado tanto en su conocimiento que no
pueda avanzar todavía más, porque todo progreso humano permanece por debajo
de la altura de la divinidad que ha inspirado la Escritura". Ésta, "por
mucho que se la explique, sigue teniendo secretos", pues "está compuesta de
tal manera que se la ignora aun cuando se la conoce, que se la lee con mayor
agrado si se la estudia cada día, y, pudiendo descubrir siempre algo nuevo
en ella, posee el arte de hechizar". 150
Y en otro lugar escribe que cuanto más se lee la Biblia, más se la quiere;
accesible a los lectores sin cultura, es siempre nueva para el sabio . Al
frecuentar la Escritura, se la va descubriendo 151 progresivamente, y su
descubrimiento no acaba nunca. En realidad, valdría poco si fuera de fácil
acceso. "Cuando la inteligencia encuentra el sentido de ciertos lugares
oscuros se siente tanto más reconfortada cuanto más se ha esforzado en su
búsqueda" . El esfuerzo necesario hace 152 fecunda la lectura. Sus pasajes
oscuros quieren despertar nuestra inteligencia para que estemos atentos a
sus profundidades aun en los pasajes aparentemente simples y claros. 153
La lectio divina no puede descuidarse, no admite vacaciones. A imitación de
Rebeca-dice Orígenes-, es preciso volver todos los días al pozo de las
Escrituras . Si a veces dejamos de 154 ayuden a aprovecharnos mejor de la
Palabra de Dios contenida en la Biblia. Pero enseguida hay que regresar a
las Escrituras, o tal vez mejor, hay que simultanear ambas lecturas.
La Biblia, además, debe leerse por entero. Todos sus libros, aun los que
parecen menos útiles, si no del todo inútiles para la vida espiritual,
contienen la Palabra de Dios. Tal es la razón principal. Pero hay también un
motivo de carácter psicológico: la amplitud y diversidad de los libros
sagrados contienen un elemento de variedad nada despreciable. Somos humanos
y, consiguientemente, limitados e inconstantes. Todo, incluso las cosas más
santas y sublimes, se nos convierte en rutina, hasta llegar a causarnos
fastidio. Nuestro espíritu se acostumbra tanto a todo que puede llegar a
sentirse indiferente ante las páginas del Salterio o del mismo Evangelio. Se
diría que Dios lo ha tenido en cuenta y ha querido ayudarnos ofreciéndonos
una Biblioteca suma-mente rica. En efecto, ¡cuánta variedad en la Escritura,
especialmente en el Antiguo Testamento! ¡Cuántas riquezas para quien sepa
hallarlas, o mejor, para aquel a quien el Espíritu Santo le concede
descubrirlas! Tanto por el número, extensión y carácter diverso de los
escritos que lo integran, como por la profundidad de las ideas que contiene
si se le ilumina con la luz de Cristo, el Antiguo Testamento es realmente
inagotable. De este modo nuestro esfuerzo por perseverar en la "lectura de
Dios" se verá sostenido por la maravillosa variedad de los libros sagrados.
En suma, como escribe J.-M. Delvaux, en la lectio divina no se trata de
dedicarse al estudio de textos, por venerables que sean, sino de conocer y
amar a Dios, pues amamos en la medida que conocemos. "Un corazón que ama no
puede menos de esforzarse por conocer mejor a aquel que ama, por descubrir
cada vez más su verdadero rostro" . Ésta es acaso la razón principal de 155
la asiduidad en la "lectura de Dios".
150 San Gregorio Magno, In Reg., proem. 3.
151 Id., Mor. 20,1,1.
152 Id., Hom. in Ez. 1,6,1.
153 Id., Mor. 18,1.
154 Orígenes, Hom. in Gen. 10,2. " 69.
Capítulo VIII:
Requisitos y disposiciones
Un ambiente favorable
El Congreso de abades benedictinos celebrado en 1967 pensaba que la
lectio divina "exige una formación idónea" y "la creación de un ambiente
favorable" . De la "formación idónea" nos 156 ocuparemos más adelante.
Intentemos aquí determinar cuál debe ser el "ambiente favorable". Por
desgracia, los abades reunidos en congreso no lo hicieron.
Pienso que este clima propicio a la lectio debería estar integrado de
paz-exterior e interior, pero sobre todo interior-, de distensión, de
caridad fraterna -sin caridad no hay verdadera paz-, de silencio, de tiempo
libre... Sobre el silencio, tan necesario para escuchar, observa Dietrich
Bonhóffer: "Nos callamos antes de escuchar, porque nuestros pensamientos ya
están dirigidos hacia el mensaje, como un niño se calla en el momento de
entrar en el cuarto de su padre. Nos callamos después de haber escuchado la
Palabra de Dios, porque ella resuena, vive y quiere habitar en nosotros"157.
Paz, caridad, silencio, tiempo libre: es el ambiente que, supuestamente,
reina en los monasterios; es el otium monástico, en el que tanto hincapié
hicieron los autores medievales; es el vacare Deo, es decir, estar
disponibles para dedicarse a Dios. Sin que esto, evidentemente, implique
ningún desinterés, ninguna ruptura con todos y cada uno de nuestros hermanos
los hombres. Porque cuando yo me dedico a Dios, cuando abro la Biblia y
encuentro a Dios, estoy en comunicación con todos mis hermanos. Es la Esposa
que, a través de uno de sus miembros, busca y encuentra al Esposo...
155 J.-M. Delvaux, Lectio divina, en CC 33 (1971)
105.
156 Cuadernos monásticos, 11 (1976) 390.
157 D. Bonhóffer, Vida en comunidad, Buenos
Aires, 1976, p. 76
Pureza de corazón
Pero, claro es, no basta un ambiente propicio, no basta una
preparación, una formación idónea de tipo intelectual. Casiano, gran maestro
de monjes, no se cansa de repetir que la ciencia humana, el estudio de los
comentaristas de la Biblia, de poco o de nada sirve para alcanzar la
"inteligencia espiritual" de la Escritura, que alimenta al "hombre
interior", es decir, la vida de unión con Dios. Cierto que, según él, hay
que leer asiduamente la Biblia; cierto que hay que esforzarse por aprenderla
de memoria, a fin de repasar luego en silencio los pasajes aprendidos, sobre
todo durante la noche, pues a veces "penetramos en sus sentidos más ocultos"
incluso durante el sueño. Pero lo que se necesita ante todo y sobre todo es
"pureza de corazón". 158
Dice Casiano por boca del abad Nesteros en las famosas Colaciones: "Si
deseáis llegar a la luz de la ciencia espiritual..., inflamaos ante todo en
el deseo de la bienaventuranza de la que se ha dicho: 'Dichosos los limpios
de corazón, porque ésos van a ver a Dios'" . Sólo después de 159 desarraigar
los vicios y adquirir la humildad, será posible "penetrar hasta el corazón
de las palabras celestes y contemplar con la mirada pura del alma los
misterios más profundos y escondidos". Y añade una vez más Casiano: "Esto no
lo da la ciencia humana ni la cultura de los hombres, sino tan sólo la
pureza del alma, ilustrada por la luz del Espíritu Santo" . De este modo,
160 a medida que vamos progresando en la purificación interior y en la
lectura humilde y asidua, nuestro espíritu se va renovando y "nos parecerá
que la Sagrada Escritura empieza a cambiar para nosotros. Se nos comunica
una comprensión más honda y misteriosa, cuya belleza va aumentando en razón
directa de nuestro progreso. Y es que el texto inspirado se acomoda
efectivamente a la capacidad receptiva de la inteligencia humana". Por eso
"a los hombres carnales les parece la Escritura cosa terrena; a los
espirituales, cosa celestial y divina. Y aquellos que la veían antes como
envuelta en espesas tinieblas, son ahora capaces de sondear su profundidad o
sostener su fulgor con la mirada". 161
Los biógrafos de los santos han observado a veces esta correspondencia entre
el progreso en la purificación interior y la mejor comprensión de la Palabra
de Dios contenida en los libros sagrados. Así, por citar un solo ejemplo,
leemos en la vida de san Dositeo que "empezó, gracias a su pureza, a
entender ciertos pasajes de la Escritura". Y es que, según la expresión de
P. Evdokimov, la "encarnación" de la Escritura "presupone la reacción del
medio receptivo, una compenetración", una "pericoresis", según el ejemplo de
las dos naturalezas de Cristo. 162
158 Casiano, Insí. 5,35; Conl. 14,10 y 11.
159 Mt 5,8.
160 Casiano, Conl. 14,9.
161 Ibid. 14,11.
162 P. Evdokimov, Ortodoxia [Barcelona, 1968], p.
Desprendimiento y docilidad
Otras disposiciones fundamentales para acercarnos a Dios que nos
espera en la Escritura son la sencillez, el desprendimiento, la docilidad,
la entrega. El cardenal Eduardo F. Pironio ha escrito: "La Palabra de Dios
es simple. Hay que penetrarla con alma de pobre y corazón contemplativo.
Sólo así nace en nosotros 'el gusto de la Sabiduría' y obra adentro 'la
potencia del Espíritu' que nos hace libres . Así sucedió en María, la Virgen
pobre y contemplativa, que recibió 163 en silencio la Palabra, la realizó en
la obediencia de la fe y la revistió con la sencillez de su 164
carne". Desgraciadamente, "a veces nosotros complicamos el Evangelio y así
ya no entendemos la claridad y la fuerza de sus exigencias. Posiblemente
miremos el Evangelio demasiado desde nosotros mismos". Pero "la Palabra de
Dios trasciende nuestra realidad y hay que entrar en ella desde la
profundidad del espíritu que 'lo penetra todo, hasta lo más íntimo de
Dios'". 165
El desprendimiento debe liberarnos, como dice A. Southey, del "deseo ansioso
de los resultados". Pues no se debe "ir a la búsqueda de sentimientos, de
'experiencias', de ideas bonitas para comunicar a los demás... La lectio es
una labor de larga duración, que lleva a una profundización incesante, pero
normalmente imperceptible, de nuestra intimidad con Dios" 166.
En el simposio cisterciense sobre la lectio divina ya citado se notó con
insistencia que solemos acudir a la Biblia para ver qué podemos sacar de
ella, no para ver lo que ella puede sacar de nosotros... Esto, naturalmente,
es de la mayor importancia. Para que la "lectura de Dios" sea auténtica, es
preciso acercarse a ella con espíritu de entrega, de perfecta disponibilidad
a lo que el Señor va a pedirnos. "La lectio es una verdadera ascesis. No se
queda en un nivel teórico, sino que, como la misma Palabra de Dios, es una
espada de doble filo, que llega a las profundidades más íntimas y requiere
una respuesta personal" . 167
Según san Gregorio Magno-uno de los más eximios maestros de la "lectura de
Dios"-, saber leer la Escritura puede convertirse en una definición del
cristiano en la medida en que esta lectura sea existencial y no sólo un
ejercicio superficial de la inteligencia. "Como están los buenos criados
siempre atentos a los ojos de sus dueños para ejecutar sin demora lo que
ordenan, así también los espíritus de los justos permanecen atentos a la
presencia de Dios todopoderoso fijando los ojos en la Escritura como si se
tratara de su boca. Porque, como en la Escritura Dios expresa su voluntad,
cuanto más la conocen a través de su Palabra, tanto menos se aparta de ella.
No resuena en sus oídos sin dejar huella, sino que se graban en sus
corazones"168, Esta disposición fundamental de escudriñar las Escrituras
para cumplir y poner por obra la voluntad del Señor que en ella se
mani-fiesta, esta actitud generosa del corazón abre a los sencillos y menos
preparados el sentido de los preceptos divinos que ignoran por negligencia
espíritus mejor dotados. "El ojo del amor ilumina las tinieblas de su
rudeza... Llegan así a las cumbres del entendimiento, porque no dejan de
cumplir lo que han comprendido, hasta las cosas más pequeñas" 169.
163 2 Cor 3,17. 20? 9.
164 Le 11 ,27.
165 E. F. Pironio, "Presentación" del libro de P.
Alurralde, Tomando por guía al Evangelio, Florida, 1974, p. 4.
166 A. Southey, La lectio divina, en Cistercium
31 (1979) p. 77.
167 Véase CC 38 (1976), [20].
168 San Gregorio Magno, Mor. 16,35,43.
169 Ibid. 6,10,12.
Uno de los secretos de la santidad de sor Teresa del Niño Jesús -tal vez el
principal- era su plena aceptación de la Palabra de Dios para realizarla y
vivirla. Jamás intentó acomodarla a su camino, sino que acomodó su camino a
la Palabra de Dios, de un modo total y absoluto. Iñaki Aranguren asegura que
conoce a un monje que en la hora nocturna que sigue a las vigilias
monásticas, cuando abre su Biblia, "el libro más personal del monje", de
rodillas, evoca el texto de Isaías 50,4-5: El Señor "cada mañana me espabila
el oído para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído: yo
no me resistí ni me eché atrás". De otro monje nos dice que sobre la portada
de su Biblia tenía escritas estas palabras del Apocalipsis: "Tomé el libro
de mano del ángel y me puse a comerlo, y era en mi boca como miel dulce;
pero cuando lo hube comido sentí amargas mis entrañas". Dicho religioso
suele decir que la lectio divina no es auténtica si la "Palabra de Dios no
te vuelve del revés" . Quien no esté dispuesto a que la Palabra de Dios le
170 vuelva del revés, no abra la Escritura: perdería el tiempo.
San Benito nos da una norma excelente al hablar de la oración: hemos e
acercarnos a Dios "cum omni humilitate et puritatis devotione" , es decir,
con toda humildad y pura devoción, en 171 el sentido propio de la palabra
devotio, que es el de "entrega". Lo mismo vale para la lectio divina, que es
acercarse a Dios y es coloquio con Dios, como la oración. La lectio exige
entrega, entrega sincera-puritatis devotio-, de quien la practica. "Supone
que el lector se abandona a Dios, que le está hablando y le concede un
cambio de corazón", según la bella expresión, ya citada, de los padres de la
Compañía de Jesús reunidos en su 31 Congregación General.
Espíritu de oración
Ya hemos visto que, al decir de Pablo Giustiniani, "el monje debe
acercarse a la Palabra, no para entretenerse, no para estudiar, sino como si
subiera al altar de Dios, con grandes preparativos del alma y cuerpo". Dios
se nos ofrece para que leamos en su corazón, nos llama a su intimidad. Pero
este contacto con Dios no puede efectuarse más que en un clima de fe viva y,
como escribe A. Southey, "requiere que nosotros nos preparemos con una
actitud de deseo humilde, una actitud de oración". 172
Los Padres han hecho hincapié en un principio fundamental: comprender la
Escritura es un don de Dios. San Gregorio Magno, por ejemplo, dice que "las
palabras de Dios no pueden penetrarse sin su sabiduría, y el que no ha
recibido su Espíritu, no puede en modo alguno entender sus palabras" .
Marcos Ermitaño enseña que "el Evangelio está cerrado para los esfuerzos
del173 hombre, abrirlo es don de Cristo". Por eso san Juan Crisóstomo oraba
ante la Biblia: "Señor Jesucristo, abre los ojos de mi corazón..., ilumina
mis ojos con tu luz... Tú solo, la única luz".
Y san Efrén aconsejaba: "Antes de toda lectura, reza y suplica a Dios para
que se te revele". 174 Si la "lectura divina" es un don de la gracia, hay
que suplicar al Señor de la gracia que nos lo conceda. Sólo la oración
humilde, sincera, amorosa, puede lograr que el que nos dio las Escrituras
nos abra su sentido profundo.
170 L Aranguren
(1972) 258. , Realización humana de una vida en exclusiva para la oración en
Surge 30
171 RB20,2.
172 A. Southey, o.c, p. 7.
173 San Gregorio Magno, Mor. 18,39,60.
Capítulo IX: Tres ejemplos
Antes de enumerar y describir sumariamente algunos de los frutos más
sabrosos de la "lectura de Dios", no será inútil recoger tres ejemplos de
cómo la practicaban nuestros antepasados en la fe, pues "los ejemplos
arrastran", exempla trahunt. Dos de tales ejemplos corresponden a dos santos
sorprendidos mientras hacían su lectio-san Ambrosio de Milán y santo Domingo
de Guzmán-; nos ofrece el tercero el prólogo de la Regla de San Benito.
San Ambrosio de Milán
El primer texto, referente a san Ambrosio, se halla en las
Confesiones de san Agustín. Cuando Agustín vivía en Milán, en medio de las
luchas y trabajos de su conversión, se interesó vivamente por el obispo
Ambrosio, que brillaba por su elocuencia y santidad de vida. En los párrafos
que le dedica en su obra, escribe: "Sólo su celibato me parecía trabajoso.
Pero yo no podía sospechar, por no haberlo experimentado nunca..., los
sabrosos deleites que gustaba cuando rumiaba tu pan". Cuando le dejaban
libre, "que era muy poco tiempo, dedicábase o a reparar las fuerzas del
cuerpo con el alimento necesario o las del espíritu con la lectura.
Cuando leía, hacíalo pasando los ojos por encima de las páginas mientras su
corazón penetraba el sentido, sin decir palabra ni mover la lengua. Muchas
veces, estando yo presente-pues a nadie se le prohibía entrar ni había
costumbre de avisarle quién venía-, le vi leer calladamente, y nunca de otro
modo; y estando largo rato sentado en silencio-porque ¿quién se atrevía a
molestar a un hombre tan atento?-, me largaba, conjeturando que aquel poco
tiempo que se le concedía para reparar su espíritu, libre de los negocios
ajenos, no quería se lo ocupasen en otra cosa".175
En el texto precedente se refleja tanto la manera de leer y la asiduidad en
la lectio de san Ambrosio como el concepto de la misma "lectura divina" que
tenía san Agustín. Éste, en efecto, cuando escribió el párrafo citado, ya
había experimentado durante largos años lo que realmente significaba la
lectio divina. Rumiar el pan de Dios, paladear los sabrosos deleites que
reparan las fuerzas del espíritu, penetrar el sentido del texto con el
corazón, son expresiones muy significativas y tan claras que excusan todo
comentario. En cuanto a san Ambrosio, nos enteramos que dedicaba a la lectio
todo el tiempo que le dejaban libre sus muchas ocupaciones y el necesario
cuidado de la vida corporal, y que, contrariamente a la costumbre de su
tiempo, leía en silencio, probablemente porque, como hemos visto, su casa
estaba siempre abierta a todo el mundo y la gente penetraba libremente en la
habitación donde Ambrosio acostumbraba a leer. Ambrosio, según Agustín,
cultivaba diligentemente la "lectura de Dios".
174 Citados por P. Evdokimov, Ortodoxia, p. 203.
175 San Agustín, Confess, 6,3,3.
Santo Domingo de Guzmán
Mucho más pintoresca y completa es la descripción de la lectio
divina de Santo Domingo de Guzmán, que se conserva en un curioso opúsculo
titulado Las nueve maneras de orar de Santo Domingo. La reserva de Ambrosio,
impuesta por el hecho de leer ante cualquiera que se presentara en su casa,
se trueca en espontaneidad y libertad plena cuando se trata del fundador de
la Orden de predicadores.
Escribe el anónimo autor: "Apaciblemente, el hermano Domingo se sentaba y,
después de haber hecho la señal de la cruz, leía en algún libro abierto
delante de él. Su alma experimentaba entonces una dulce emoción, como si
hubiera escuchado al mismo Señor dirigirle la palabra, según está escrito:
'Yo escucharé la palabra que el Señor Dios dirá dentro de mi corazón'. Y,
como si estuviera discutiendo con un compañero, parecía o no poder contener
sus palabras y su pensamiento, o bien escuchar apaciblemente, discutir o
luchar. Se le veía reír y llorar sucesivamente, mirar fijamente y bajar los
ojos; y luego hablar en voz baja consigo mismo y golpearse el pecho. A los
ojos de algún curioso que en secreto lo mirase, el santo padre Domingo
aparecía tal como Moisés cuando, adentrándose en el desierto, llegó a la
montaña de Dios, al Horeb, contempló la zarza ardiente, habló al Señor y se
humilló en su presencia. Esta montaña de Dios, ¿no es acaso como la imagen
profética de la santa costumbre que tenía nuestro padre de ascender
rápidamente de la lectura a la súplica, de la súplica a la oración, de la
oración a la contemplación? Y mientras leía de este modo en la soledad,
veneraba su libro e inclinándose hacia él lo besaba con amor, sobre todo
cuando se trataba del libro de los Evangelios y él había leído las palabras
que Jesús se dignaba pronunciar por su boca".176
Como se habrá observado, casi todas las características que hemos
distinguido en la lectio divina se encuentran en la precedente descripción.
Santo Domingo, según este texto, leía con fe, con atención, con la
inteligencia y el corazón, activamente. Su contacto con Dios le llenaba de
emoción; era personal e íntimo. Domingo, a la vez que leía, oraba. Se
entablaba un verdadero diálogo entre el lector y la Palabra de Dios. Los
monjes, en el siglo XIII, estaban olvidando o acaso ya habían olvidado el
sentido y la práctica de la "lectura divina"; Santo Domingo de Guzmán seguía
siendo fiel a la misma.
El P. Lassus ha comentado maravillosamente este texto . Domingo, dice, se
nos aparece 177 como un discípulo. Se hace niño, tiene la docilidad de un
escolar. Porque cuando Dios habla, el hombre debe hacerse niño, no sólo para
poder penetrar en el Reino, sino también para que el Reino penetre en él.
Domingo es un pobre, un mendigo, en modo alguno avergonzado de su pequeñez
ni de su indigencia. Está sentado, las manos abiertas, los ojos levantados,
pura capacidad de luz, pronto a entregarse, a permanecer confiado ante el
terrible y fascinante misterio de Dios, el misterio de la Palabra de Dios,
que no es palabra humana -aunque se sirva de palabras y expresiones
humanas-, sino inmensidad, infinitud, simplicidad: es. Humilde, pobre, con
la docilidad de un niño pequeño, Domingo simplemente espera que se realice
en él la bienaventuranza que proclamó el mismo Jesús al decir: "Bendito
seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, si has escondido estas cosas a
los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla"178.
Domingo es también un "varón de deseos". No se contenta con lo exterior de
la Palabra de Dios. Busca, pide, llama, ríe y llora sucesivamente. Es
insaciable. Busca y, cuando encuentra, sigue buscando. El amor engendra y
aviva el deseo; el amor, que le hace inclinarse profundamente ante el
Evangelio y besarlo, porque en el Evangelio está Cristo. Domingo habla y
discute con su Dios. Domingo es el interlocutor de Dios. Como Adán en el
Paraíso, con parrhesía.
176 Las nueve maneras de orar de santo Domingo,
en M. -H. Vicaire, Saint Dominique de Caleruega d'aprés les documents du
XIII siécle, París, 1955, p. 269- 270.
177 L.-A. Lassus, Quand Dieu parle, en VS 129
(1975) 345-346.
El prólogo de la Regla de san Benito
El tercer ejemplo difiere de los anteriores. En éstos, dos autores
nos han dicho cómo se dedicaban a la lectio divina san Ambrosio y santo
Domingo. Ahora es un autor quien nos confía, indirectamente, cómo la
practicaba él mismo. O, si se quiere, somos nosotros quienes adivinamos, a
través de su texto, su manera de leer a Dios.
Se trata de un personaje que se atribuye los nombres de padre y maestro; sin
duda, un abad. El "padre entrañable" dirige a su eventual discípulo una
exhortación conmovedora. Sus palabras rebosan ternura y sabiduría. Una
sabiduría bebida en las Escrituras; fruto evidente de una larga práctica de
la "lectura divina". Sólo el contacto diuturno con la Palabra de Dios pudo
producir páginas tan estupendas.
El discurso tiene como tema principal la vocación monástica. Su trama está
hecha de textos, de vocablos, de reminiscencias de la Biblia. Dios habla;
Dios llama; Dios se dirige al hombre directa y personalmente. El padre y
maestro no sólo lo cree con firmeza: lo sabe por experiencia. "Levantémonos
de una vez"-escribe-, "que la Escritura nos espabila, diciendo: 'Ya es hora
de despertarnos del sueño' . Y, abriendo nuestros ojos a la luz de Dios,
escuchemos 179atónitos lo que cada día nos advierte la voz divina que clama:
'Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones' . Y también:
'Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las180 Iglesias' . ¿Y qué
es lo que dice? 'Venid, hijos; escuchadme; os instruiré en el temor del
Se-181ñor' . 'Daos prisa mientras tenéis aún la luz de la vida, antes que os
sorprendan las tinieblas de 182la muerte'" . Los textos bíblicos brotan, se
juntan, se entrelazan con toda naturalidad. Se ve 183 que el autor los ha
meditado largamente, los ha revuelto en su corazón, los ha asimilado
convirtiéndolos en sustancia de su propio ser. Y "de la abundancia del
corazón habla la boca".
178 Mt 11,25.
179 Rom 13,11.
180 Sal 94,8.
181 Ap 2,7.
El Señor-Jesucristo- busca "un obrero entre la multitud a la que lanza su
grito de llamamiento". Es la vocación personal, que el autor descubre
leyendo el salmo 33. Jesucristo le habla de corazón a corazón. Tras la
invitación general: "Venid, hijos: escuchadme; os instruiré en el temor del
Señor" (v. 12), pregunta: "¿Hay alguien que quiera vivir y desee pasar días
prósperos?". (v. 13); a lo que él contesta: "Yo". El diálogo se ha
establecido. Jesucristo, sirviéndose del mismo salmo 33, acepta esta
respuesta a su llamada y sigue diciendo: "Si quieres gozar de una vida
verdadera y perpetua, 'guarda tu lengua del mal; tus labios, de la falsedad;
apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella' (v. 14-15).
Hasta aquí se cita literalmente el salmo. La continuación se inspira en él
(v. 16) y en Isaías 184. El Señor, en efecto, prosigue diciendo: "Cuando
cumpláis todo esto, tendré mis ojos fijos sobre vosotros, mis oídos
atenderán a vuestras súplicas y antes de que me interroguéis os diré yo:
'Aquí estoy'". El padre y maestro, al llegar a este punto culminante, no
puede contener su emoción y prorrumpe en estas palabras: "Hermanos
amadísimos, ¿puede haber algo más dulce para nosotros que esta voz del
Señor, que nos invita? Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos indica el
camino de la vida". 185
El camino de la vida conduce al Reino. Pero, se nos advierte, "hemos de
saber que nunca podremos llegar allá a no ser que vayamos corriendo con las
buenas obras". Nuestro padre y maestro no quiere que nos fiemos sólo de su
palabra; nos remite a Jesucristo, "Preguntemos al Señor", nos dice. Él mismo
lo ha hecho recorriendo, con una lectura personal, el salmo 14. De nuevo
estamos haciendo "lectura divina". El salmo 14 pone en nuestra boca, en la
boca de cada uno de nosotros, la pregunta: "Señor, ¿quién puede hospedarse
en tu tienda y descansar en tu monte santo?." (v. 1). "Escuchemos,
hermanos"-recalca el autor- "lo que el Señor nos responde a esta pregunta".
Jesucristo, en efecto, responde, nos contesta: "Aquel que anda sin pecado y
practica la justicia; el que habla con sinceridad en su corazón y no engaña
con su lengua; el que no le hace mal a su prójimo"... (v. 2-3). Y prosigue
el Señor hablando a su discípulo con frases tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento-no importa, siempre es él quien habla en ambos- sobre tema tan
trascendental. La conclusión es esta: "Hemos preguntado al Señor, hermanos,
quién es el que podrá hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles
son las condiciones para poder morar en ella".186
El prólogo de la Regla de san Benito, como tantas obras de la Antigüedad y
de la Edad Media cristiana, nos revela cómo leían la Biblia nuestros Padres
en la fe.
182 Sal 33,11.
183 Jn 12,35.
184 Is 58,9; 65,24.
185 R Bpról., 12-20.
186 R Bpról., 22,39.
Capítulo X:
Frutos
Ya queda dicho que la lectio es una lectura desinteresada. Se lee
por leer. Se penetra en la lectura como si se entrara en la sala de
audiencia de Dios, de Jesucristo. Lo que interesa es estar con Dios, con
Jesús; escuchar su voz para responderle primero, en la misma lectio, con
palabras y luego, a lo largo de la vida, con obras. Pero todo esto no
significa que el hombre no recoja otros frutos de su diálogo con Dios,
además de la gran merced de haber sido recibido en audiencia.
Muchos y muy sabrosos son los frutos de la lectio divina. Según san Benito,
nos conduce a la perfección; según san Bernardo, nos infunde sabiduría;
según san Ferreolo, engendra el fervor espiritual; según Bernardo Ayglier,
disipa la ceguera de la mente, alumbra el entendimiento, sana la debilidad
del espíritu, sacia el hambre del alma, engendra la compunción de
corazón187. Resumiendo los frutos de la "lectura de Dios" entre los monjes
antiguos, se ha escrito: "La lectio divina era el paraíso del monje, el
lugar de sus deleites espirituales. Ella le consolaba en sus pruebas, le
purificaba de sus pasiones, le mantenía fervoroso en el servicio divino y le
procuraba las lágrimas de la compunción, la voz de su oración y el alimento
de su contemplación" . La 188 lista, sin duda alguna, podría alargarse
fácilmente. Imposible tratar aquí de todos los frutos de la lectio; veamos,
al menos, algunos de los más sobresalientes.
Una mentalidad bíblica
Puede decirse en primer lugar que el contacto personal, asiduo y
profundo con la Palabra de Dios engendra en el lector lo que se ha llamado
una "mentalidad bíblica". Las ideas, las expresiones, las imágenes de la
Escritura se convierten cada vez más en su patrimonio espiritual. Su fe se
nutre de las verdades de la Biblia; su vida moral se ajusta a los preceptos,
directrices y modelos contenidos en la Biblia; sus ideas e imaginaciones,
tantas veces inútiles y aun peligrosas, son sustituidas con gran ventaja por
las ideas y las imágenes de la Biblia, es decir, por las ideas y las
imágenes de Dios, de Jesús, de los amigos de Dios. Uno se acostumbra a
pensar como naturalmente en las realidades de la salvación, se eleva con
facilidad a ellas. Piensa y habla con la Biblia y como la Biblia. A
imitación de Cristo, halla en la Biblia un arsenal de armas con que vencer
la tentación. La Biblia, en una palabra, llega a formar parte integrante de
su personalidad, o por mejor decir, ésta termina por ser transformada por la
lectura de la Biblia. Casiano, entre otros muchos, aconseja: "Una vez
arrojada toda preocupación y todo pensamiento terrestre, aplícate con
asiduidad y sin intermisión a la lectura sagrada, hasta que la incesante
'meditación' impregne tu espíritu y, por así decirlo, la Escritura te
transforme a su semejanza".189
187 Bernardo Ayglie r, Speculum monachorum, ed.
H. Walte r, Friburgo de Brisgovia, 1901, p. 200.
188 G. M. Colombás, El monacato primitivo, II ,
Madrid, 1975, p. 357.
189 Casiano, Conl. 14,10.
Una total renovación
En la "lectura divina", efectivamente, ocurre lo que dice san
Ireneo: Dios nos coge con sus dos manos, la Palabra en el exterior y el
Espíritu en el interior. Y nos cambia radicalmente. Que la lectio representa
en la vida espiritual un papel purificador, es una afirmación constante de
los Padres y los autores monásticos. Que la Biblia nos ayuda eficazmente a
proseguir con esperanza el combate espiritual, lo afirma el propio san
Pablo: "Es un hecho que todas las antiguas Escrituras se escribieron para
enseñanza nuestra, de modo que, entre nuestra constancia y el consuelo que
dan las Escrituras, mantengamos la esperanza" . A este propósito escribía
san Basilio de 190 Cesárea: "Como tienes el consuelo de la Sagrada
Escritura, no tendrás necesidad de mi ni de nadie para apreciar lo justo,
pues te basta con poseer el consejo del Espíritu Santo y su guía para el
bien" . Que la lectio constituye un precioso instrumento de reforma, de
renovación y de 191 progreso espiritual, lo demuestra apodícticamente la
historia, especialmente la historia monástica. En la Regla de San Benito
toda mención de la lectura suele ir acompañada de la idea de edificación. La
lectio, en efecto, edifica, construye el alma, en el sentido fuerte del
verbo latino; porque el hombre es lo que lee. El "hombre nuevo", que
empezamos a ser en el bautismo, llega así a su madurez. El monje fiel a la
práctica de la lectio se convierte en "hombre de Dios", servidor y testigo
de la Palabra; un "hombre de Dios" sensible a su presencia y a las
inspiraciones de su voluntad, "lleno de su Espíritu de sabiduría, solícito a
la santa alabanza, dispuesto a servir a Dios en todas las circunstancias de
la vida de comunidad y ser testigo del Señor por medio de su vida".192
Todos los que, fascinados por la Palabra de Dios, entran en la escuela de
esta Palabra y perseveran en ella, realizan el famoso tema de Orígenes,
desarrollado por san Bernardo y otros autores espirituales: "concebir la
Palabra en el corazón". Dice Orígenes: "No podrías ofrecer a Dios algo de tu
mente o de tu palabra si primero no concibes en tu corazón lo que fue
escrito"193. ¿Qué quiere decir con esto? Que para ser interlocutores válidos
de Dios es necesario que la Escritura esté enraizada en nosotros, que la
Escritura se haya convertido en nuestra propia sustancia, o, lo que es lo
mismo, que Cristo, Palabra de Dios, se haya formado en nosotros. ¿No es ésta
la verdadera meta de la "lectura divina" como de todo el conjunto de
elementos que integran la vida cristiana? ¡Concebir la Palabra de Dios en el
corazón! La Palabra salvadora, acogida en las debidas condiciones, forma a
Cristo en nosotros, nos hace, de verdad, cristianos.
190 Rom 15,4.
191 San Basilio de Cesárea, Ep. 283: PG 32,1019.
192 Congreso de los abades benedictinos de Í967,
en Cuadernos monásticos 11 (1976) 390.
193 Orígenes, Hom. 13 in Ex., 3.
Una piedad objetiva
La lectio divina, además, confiere a la piedad un carácter
objetivo. Lejos de basarla en imaginaciones y sentimentalismos
inconsistentes, la edifica sobre hechos, modelos y misterios reales con que
el cristiano procura identificarse. La centra en Dios, o más exactamente, en
Cristo y en la Santísima Trinidad. Iñaki Aranguren, con estilo incisivo, ha
escrito que sin la lectio divina en el sentido más propio de la expresión
-lectura de la Palabra de Dios contenida en la Escritura "la oración
contemplativa caería en el nihilismo, en el más calenturiento subjetivismo o
en la sensiblería más patológica".194
Una vida de oración
La "lectura divina" favorece y vivifica la vida de oración.
Los monjes antiguos la apreciaban en primer lugar como una disciplina para
concentrar sus pensamientos, impidiendo el vagabundeo del espíritu, por usar
una expresión de Evagrio Póntico195 Además, procura la paz, la serenidad, la
consolación, sin las cuales la vida de oración carece de asiento. La
interpretación de las cosas visibles e invisibles, de la vida y de la
historia humana, "desde el punto de vista de Dios", que procura la lectura
de la Biblia; el conocimiento del designio de Dios sobre la humanidad y
sobre cada uno de los hombres, designio que consiste en el deseo de
comunicarse al hombre, unirse a él, prolongar hasta él la comunión de vida
que constituye el misterio íntimo de Dios, produce en el alma una gran paz.
El lector creyente y asiduo de las Escrituras sabe, con certeza
inquebrantable, que alguien piensa en él, que alguien sale a su encuentro,
que alguien está con él. Su alma se siente fortalecida como con la presencia
de un Amigo. Todo esto, claro es, fomenta una vida de unión consciente,
intensa, con Dios.
Una experiencia de Dios
Más aún: la lectio divina, practicada con fidelidad, produce la
experiencia de Dios.
"Experiencia" es un vocablo utilizado abusivamente en tiempos modernos. En
realidad, no implica nada esotérico. Significa simplemente la "gracia de
oración íntima", el affectus divinae gratiae de que habla san Benito , el
paladear y saborear las realidades divinas, como enseña 196 constantemente
la tradición patrística. Es cierto sentimiento de estar unido a Dios por
medio de Cristo en la oración.
194 I. Aranguren (1972) 258 Realización humana de
una vida en exclusiva para la oración en Surge 30
195 Evagrio Póntico, Prácticos, 6: PG 40, 1224.
196 10. RB 20,4.
La oración, la oración viva y verdadera, que brota al contacto de la Palabra
de Dios, es uno de sus mejores frutos. O, más bien, forma parte de la
lectio. Como también es elemento constitutivo de la misma la meditatio, con
la que hacemos en nuestro espíritu un espacio donde resuene la Palabra de
Dios. L. Alonso Schókel resume la tradición patrística y monástica cuando
escribe: "Que al resonar esa Palabra, el espacio de nuestro espíritu se
ensanche para recibir mayor resonancia. En ese espacio interior está Dios
presente en su palabra. Y entonces nuestro espíritu toma otra palabra de
Dios, para responderle, en forma de himno y oración; y otra vez la deje
resonar internamente, para que esta palabra, ahora nuestra, toque a Dios en
el espacio interior. Así continúa el diálogo, la unión con Dios, que es
gracia y salvación; la unión personal en una palabra, que es verdaderamente
divina y humana. Dios, hablando en nuestra lengua, al modo humano, nos ha
buscado y nos ha encontrado; y, al encontrarnos Dios, nosotros le hemos
encontrado, en el misterio de su Palabra".197
Una gran felicidad
El monasterio, escribe Thomas Merton, es una escuela en que el
monje aprende del mismo Dios a ser feliz. Es cierto. Y también es cierto que
la lectio divina, observancia monástica esencial, contribuye a ello de modo
preeminente, excepcional y único. El salmo primero lo dice claramente:
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la
senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que
su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. 198
No sólo Dios nos dice en la lectio cómo ser felices, sino que la misma
lectio es nuestra felicidad. San Jerónimo, maestro indiscutible en todo lo
referente a la "lectura divina", tiene páginas bellísimas sobre este tema.
Conocía por experiencia las delicias escondidas en las Escrituras para
quienes saben descubrirlas. "Yo te pregunto, hermano carísimo"-escribe a san
Paulino de Ñola-: "Vivir entre estas cosas, meditarlas, no saber nada, no
buscar nada fuera de ellas, ¿no te parece que es tener ya aquí en la tierra
una morada del reino celeste?" . Y a Paula, su fiel 199 discípula en la vida
ascética y la lectura de la Biblia: "¿Qué manjares, qué mieles puede haber
más dulces que conocer la providencia de Dios, penetrar sus secretos,
examinar el pensamiento del Creador y ser enseñados en las palabras de tu
Señor, objeto que son de burla por parte de los sabios de este mundo, pero
que están henchidas de sabiduría espiritual? Allá se tengan otros sus
riquezas, beban en copas engastadas de perlas, brillen con la seda, gocen
del aura popular y, a fuerza de variedad de placeres, no sean capaces de
vencer su opulencia. Nuestras delicias sean meditar en la ley del Señor día
y noche, llamar a la puerta que no se abre, recibir los panes de la
Trinidad, y, pues va delante el Señor, pisar las olas de este siglo".200
197 L. Alonso Schükel, La Palabra inspirada,
Barcelona, 1966, p. 338-339.
198 Sal 1, 1-2.
199 San Jerónimo, Ep. 53,10.
200 Id., Ep. 30,13.
¿Sería erróneo afirmar-paradójicamente- que el más sabroso fruto de la
lectio divina es la propia lectio divina? La lectura que busca origina la
lectura que halla; la lectura laboriosa, afanosa, ascética, engendra la
lectura sosegada, dulce, contemplativa, mística.
Capítulo XI: Complementos
La "lectura divina" tiene varios complementos, más o menos
interesantes. Retengamos tres: la meditatio, la collatio y la eructatio.
Como son términos técnicos, conviene enunciarlos en latín.
Meditatio
El más importante de estos tres elementos es, sin duda alguna, la meditatio;
tan importante que forma parte de la propia lectio y a menudo se identifica
con ella.
Meditatio y meditan (o meditare) no son vocablos fáciles de traducir. Desde
luego no significan "meditación" y "meditar", tal como se entienden hoy, al
cabo de una larga evolución semántica. Poco a poco, en efecto, conforme iba
predominando el elemento racional en materia de oración y contemplación, el
sentido de meditatio fue sufriendo una importante transformación, hasta
convertirse en una reflexión sobre las verdades de la fe. Pero al principio
y durante largos siglos su significado era otro. En realidad, tanto
meditatio como meditan o meditare tienen varias acepciones y matices. En la
antigüedad cristiana y, sobre todo, monástica, el término melete (en griego)
o meditatio (en latín) reviste sobre todo dos sentidos: primero, aprender un
texto de memoria-a veces los Evangelios, normalmente el salterio, etc.- a
base de repetirlo en voz alta; éste era el único medio de "leer" la Biblia
de los analfabetos, pero incluso los que sabían leer aprendían textos de
memoria para seguir rumiándolos cuando no era hora de leer. Segundo, recitar
de memoria, o leyéndolo, un texto determinado. 201
La meditatio o melete no la inventaron los monjes ni los cristianos. Tanto
en el mundo gentil como en el judío, se practicaba de antiguo. Es sabido que
algunas escuelas filosóficas exigían de sus adeptos que aprendieran de
memoria ciertas sentencias y se ejercitaran en repetirlas en voz alta. Los
judíos, por su parte, practicaban -y algunos siguen practicando- la
meditatio de la Biblia.
201 Para la melete o meditatio, véase: E. von
Severus, Das wort Meditan im Sprachge- brauch der Heüigen Schrift, en Geisí
und Leben 26 (1953) 365-375; H. Bacht, "Meditatio" in den áltesten
Mónctisquetlen, ibid. 28 (1955) 360 -373; A. de Vogüé, Les deux fonctions de
la méditation dans les Regles monastiques anciennes, en Revue d'histoire de
la spiritualité 51 (1975) 3-16; F. Rwppert, Meditatio- Ruminatio. Une
méthode traditionnelle de méditation, en CC 39 (1977) 81-93.
André Chouraqui nos proporciona algunas informaciones muy interesantes sobre
el particular. Dice el salmo primero: "Dichoso el hombre que no sigue el
consejo de los impíos..., sino que su
gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche 202. El hombre no se
enamora de la ley, sino de la torah, cuyo primer sentido es todo lo que
emana de Dios, su Palabra creadora y todo lo que la expresa; en primer
lugar, los escritos que la revelan. Este deseo del hombre -es mejor traducir
"deseo" en vez de "gozo"-, se manifiesta en una actitud concreta: haga,
verbo que se traduce normalmente por "meditar". De hecho su primer
significado es "gemir", "gruñir", "musitar", "hablar". Expresa el gruñido
del león, el arrullo de la paloma, el gemido del hombre. Sólo por derivación
del sentido la palabra haga puede traducirse por "expresar", "monologar" o,
más lejanamente, por "meditar", "soñar", "imaginar". Pero ya estamos lejos
de los primeros significados, que son siempre concretos e inmediatos. La
meditación no se hace en abstracto, sino que implica una actitud: abrir la
torah de Yahvé, deseada porque es amada, y musitar el texto día y noche. No
se trata de exageraciones ^orientales, sino de musitar la torahsin cesar, de
verdad; aun mientras se duerme, se come y se viaja. Chouraqui confiesa
haberlo experimentado cuando estaba traduciendo la Biblia al francés. "El
deseo nacido del amor provoca una unión esencial del amante y del amado". Lo
sugiere el texto : la torah de Yahvé se convierte también 203 en "su" torah,
en la torah del hombre. "Hay como una muerte a sí mismo y un renacer a la
luz del amor: el hombre se ha transformado él mismo en torah de Yahvé y no
puede hacer otra cosa que musitarla día y noche. No porque se esfuerce en
hacerlo, sino gratuitamente, porque se ha vuelto tal bajo la moción del
amor". 204
Las técnicas de enseñanza heredadas dé la Biblia "tienden a desposar al
hombre, indisolublemente, con la torah de Yahvé". Se trata de apropiársela,
de engullirla. Esto puede verse en las Yeshivot, escuelas teológicas de
Jerusalén que perpetúan las tradiciones heredadas de la Biblia. Más que a un
aula universitaria, la Yeshivah se parece a "un campo de batalla donde cada
uno, de dieciséis a dieciocho horas diarias, no musita su torah, sino que la
vocea en un alboroto difícilmente concebible cuando no se lo ha oído. Con
este régimen, el estudiante llega a conocer muy rápidamente sus textos de
memoria; para él la torah de Yahvé se ha convertido en su torah, viva hasta
la obsesión en su espíritu constantemente tenso hacia una misma dirección".
205
202 Sal 1, 1-2.
203 Sal 1,2.
204 A. Chouraqui, Entenas, Israel!, en VS 129
(1975) 799-801.
205 Ibid., p. 801.
Estas observaciones de Chouraqui parecen extremadamente iluminadoras para
comprender lo que pretendían, ante todo, los monjes antiguos y medievales al
practicar la meditatio: asimilar mejor lo que leían, asimilarlo por
completo, mediante una especie de masticación y digestión comparables a las
de los rumiantes. En realidad, tanto en los autores antiguos como en los
medievales aparecen con frecuencia los vocablos ruminatio y ruminare como
sinónimos de meditatio y meditare. J. B. Lotz compara la meditatio a un buen
enólogo que conserva y agita sobre la lengua un vino generoso hasta que ha
gustado completamente su sabor, absorbiéndolo enteramente 206. A. Louf
"piensa involuntariamente en la apacible e interminable rumia de las vacas"
a la sombra de un árbol; "la imagen es un poco trivial, pero elocuente:
evoca el reposo, la quietud, una total concentración, una paciente
asimilación"207. F. Ruppert prefiere ruminatio a meditatio, aun reconociendo
que son sinónimos, porque resiste mejor al peligro del intelectualismo; la
ruminatio, según él, consta de dos partes: primera, repetir con frecuencia e
incluso continuamente una palabra o un texto; segunda, saborear y asimilar
interiormente esa palabra. La imagen de la masticación, la digestión y la
asimilación interior conviene mejor al efecto que se pretende: hacer pasar
la Palabra de Dios no a la cabeza, sino al corazón208.
Desde el principio del monacato, la meditatio aparece como un elemento que
podría clasificarse entre los más esenciales. La practicaron san Antonio y
los ermitaños, san Pacomio y sus discípulos209. Los maestros de los monjes
la aconsejaron, la impusieron, sin cansarse de insistir. Un apotegma
atribuido a san Antonio en una colección copla afirma que el monje no debe
ser como el caballo, que come mucho y a todas horas y enseguida pierde lo
que come, sino como el camello, que va rumiando lo que ha comido hasta que
el alimento penetra en "sus huesos y sus carnes" . Casiano enseñaba:
"Debemos procurar aprender de memoria las divinas Escrituras y 210 rumiarlas
incesantemente en nuestra mente. Esta meditación ininterrumpida nos
reportará dos frutos principales. El primero será que, mientras que ]a
atención está ocupada en leer y estudiar, se halla libre de los malos
pensamientos.
El segundo es que, después de haber recorrido varias veces ciertos pasajes,
nos esforzamos por aprenderlos de memoria; y cuando no habíamos podido antes
comprenderlos -por estar nuestro espíritu falto de libertad para ello-,
luego; libres de las distracciones que nos solicitaban, los repasamos en
silencio, sobre todo durante la noche, y los intuimos más claramente. Tanto
que a veces penetramos en sus sentidos más ocultos, y lo que durante la
jornada no habíamos podido entender sino superficialmente, lo captamos de
noche cuando nos hallamos sumergidos en un sueño profundo" . En su Regla a
las vírgenes, san Cesáreo de Arles las exhorta a no 211 abandonar jamás "la
meditatio de la Palabra de Dios y la oración del corazón" : y más adelante
212 insiste: "Sea cual fuere la obra que estáis realizando, cuando no se
hace alguna lectura, rumiad sin cesar alguna cosa de la Sagrada
Escritura213. En su famosa "carta de oro" a los cartujos de Mont-Dieu,
Guillermo de Saint-Thierry les decía: "Es preciso arrancar todos los días un
bocado de la lectura cotidiana y confiarlo al estómago de la memoria; un
pasaje que se digiere mejor y que, devuelto a la boca, será objeto de una
frecuente rumia" 214
Valgan estos testimonios como botones de muestra de una tradición
ininterrumpida en el seno del monacato antiguo y medieval. Fuera del mismo,
incluso entre los protestantes, se practicó cierta meditatio o ruminatio de
la Escritura. El propio Lutero la aconsejaba . Y hemos visto 215
páginas atrás cómo Dietrich Bonhóffer meditaba con frecuencia a lo largo del
día un texto de la Escritura que escogía para la semana y procuraba
"sumergirse en él profundamente para poder entender de verdad lo que en él
se nos dice".
Meditare, ruminare -escribe J. Leclercq-, significa "adherirse íntimamente a
la frase que se recita y pesar todas sus palabras para alcanzar la plenitud
de su sentido"; significa "asimilar el contenido de un texto por medio de
una cierta masticación que le extrae todo su sabor"; significa saborearlo
con el "paladar del corazón"216. Ahora bien, la lectio divina se confundía
frecuentemente con la meditatio, ya que entre los antiguos y medievales no
solía ser silenciosa: al leer pronunciaban -en voz alta, en voz baja o, al
menos, interiormente- lo que leían, y al repetir machaconamente ciertos
textos para retenerlos en la memoria y convertirlos, de algún modo, en su
propia sustancia, practicaban de hecho la meditatio.
206 J. B. Lotz, Einübung iris Meditiereñ am Neuen
Testament, Franfort, 1965,. p. 112.
207 A. Louf, Seigneur, apprends -nous á príer,
Bruselas, 1972, p. 73.
208 F. Ruppert, o.c, en la nota 1 del presente
capítulo.
209 Textos en G. M. Colombás, El monacato
primitivo, II, Madrid, 1975, p. 79-8.
210 Les Sentences des Peres du Désert, troisiéme
recueil, Solesmes, 1976, p. 148-149.
211 Casiano, Conl. 14,10.
212 San Cesáreo de Arles, Reg. ad. virg., 20.
213 Ibid., 22.
Y esta actividad espiritual, como se comprenderá fácilmente, no era tan sólo
meditatio, sino también orado. ¿Cómo paladear y masticar la palabra de Dios
sin responder cordialmente a esta Palabra que ama y salva? Lectio, meditatio
y oratio representan, pues, tres conceptos tan íntimamente relacionados
entre sí, que con frecuencia se convierten en sinónimos. Guigo II, prior de
la Gran Cartuja-lo hemos visto-, añade a esta tríada la contemplación como
cuarto escalón de su Scala claustralium: "La lectio presenta un manjar
sólido, la meditatio lo mastica, ... la oratio lo saborea, ... la
contemplatio es el sabor mismo". 217
214 Guillermo de Saint -Thierry, Ep. ad fratres
de Monte Dei, 122: SC 223,241.
215 "Por la noche debes absolutamente tomar
contigo en la cama un pasaje de las sagradas Escrituras que sepas de
memoria,' para que rumiándolo te duermas tranquilamente co-
mo un animal puro; este trozo será más bien
pequeño que gran de, pero bien meditado y comprendido. Y cuando te levantes
por la mañana, debes hallarlo de nuevo como una herencia del día anterior.
Citado por H. von Mangoidt, Meditation und Kontemplation in christlicher
Tradition, Weilheim, 1966, p. 21.
216 JLeclercq, V ura y vida cristiana. Iniciación
a los autores monásticos medievales. álamanca, 1965, p. 94.
217 Guigo II, gran prior de la Cartuja, Scala
claustralium, sive de modo orandi. VPL 184,476.
Collatio
La lectio divina hecha en privado, encuentra un complemento frecuente, por
lo menos según los textos monásticos antiguos y medievales, en la collatio.
La palabra es expresiva. Viene de confero, en el sentido de "confrontar" y
también de "contribuir".
¿En qué consistía la collatio? En un coloquio de tipo estrictamente
espiritual, en el que se ponían en común las experiencias individuales
obtenidas al contacto de la Palabra de Dios. En dicho coloquio cada
participante era libre de exponer lo que el texto sagrado, leído y saboreado
en la intimidad del diálogo con Dios, le había sugerido: ideas,
sentimientos, propósitos...; lo que redun-daba en edificación y
enriquecimiento de todos. Con frecuencia el fin que pretendían los
partici-pantes en el coloquio no era otro que ayudarse mutuamente a resolver
los problemas que el texto bíblico planteaba: qué significaba tal o cual
vocablo, cómo debía interpretarse determinado pasaje... Y siempre con un
propósito práctico: amoldar mejor la propia vida a la Palabra de Dios.
Cuando aparece el término collatio, uno piensa enseguida en las famosas
Collationes de Casiano. En realidad, los coloquios entre Casiano y su amigo
Germán, por una parte, y algunos de los más afamados Padres del yermo de
aquel entonces, por otra, que las Collationes nos ofrecen, son un puro
artificio literario. Con todo, tienen una base real. Eran muchos, por aquel
entonces, los seglares o monjes noveles que recorrían los eremitorios de
Egipto y de otras regiones en busca de la "palabra que salva", de luz, de
edificación para su propia vida espiritual. Además, las Colaciones de
Casiano nos dan a conocer la estructura, el objeto y el espíritu de las
verdaderas conferencias espirituales de los monjes antiguos, que,
desgraciadamente, se han perdido, o mejor, nunca fueron consignadas por
escrito. En efecto, las que aparecen en la Vita Antonii o en otros
documentos monásticos son, con toda probabilidad, tan facticias como las de
Casiano. Tal vez las huellas más auténticas de tales conferencias se hallen
en unos pocos apotegmas que aluden a ellas y nos dan a conocer algunas de
las cosas que en ellas ocurrían. También se mencionan estas colaciones en
algunos procedentes de la koinonía pacomiana; así en el suplemento sobre san
Orsiesio a una vida de san Pacomio leemos: "Desde los principios,
acostumbraban todos los días por la tarde, después del trabajo y la
refección, sentarse juntos y discutir sobre las Escrituras".218
El interés y provecho de tales conferencias espirituales para los que
tomaban parte en ellas es patente. Compartir las experiencias personales al
contacto con la Escritura, contrastarlas con las de otros monjes, no podía
menos de constituir un estímulo poderosísimo para seguir adelante por el
camino del ascetismo y en la práctica asidua de la "lectura de Dios".
Eructatio
La palabra eructatio, tan desagradable para la sensibilidad moderna, es el
sustantivo del verbo eructare, "eructar". Pertenece, pues, a la terminología
de la comida y la digestión. Eructa el que está harto, ahíto, repleto de
alimento. Probablemente, sugirió el uso de este término el principio
del salmo 44 en versión de la Vulgata: "Eructavit cor meum verbum bonum",
que hoy traducimos mucho más finamente: "Me brota del corazón un poema
bello".O acaso el versículo 7 del salmo 144: "Memoriam abundantiae
suavitatis tuae eructabunt", que hoy suena así en nuestros templos:
"Difunden la memoria de tu inmensa bondad". Hay que notar que no son
infieles estas traducciones al texto original, puesto que eructare significa
también "proferir", "expresar", y se usa sobre todo para hablar del lenguaje
inspirado de los profetas.
218 F. H kin, Sancti Pachomii Vitae Gr ec
Bruselas, 1932: Vita Prima, 125. Un ejemplo
de tales colaciones puede verse ibid.,"
¿Qué querían significar los autores espirituales al utilizar este vocablo,
símbolo bíblico del entusiasmo y del amor? Simplemente, que toda nuestra
conversación, todos nuestros escritos, no deberían ser otra cosa que una
efusión, un rebosar, de la superabundancia e intensidad de los pensamientos
y afectos que la lectio divina, la meditatio, la frecuentación asidua,
personal e íntima de la Palabra de Dios, han ido engendrando y acumulando en
nuestro espíritu.
El abad Hiperiquio decía: "Que el monje desborde de palabras de bondad; que
de su boca broten las palabras del Altísimo"219. Y, según san Juan
Crisóstomo, los solitarios de Siria recogían en la lectura de los libros
sagrados "la miel de sus oraciones y de su conversación"220. Son
pensamientos hermosos y verdaderos. La Palabra de Dios escrita nos
proporciona "las palabras del Altísimo", "la miel"-es decir, lo mejor-que
podemos devolver al mismo Dios, después de apropiárnosla, en la oración, y
compartir con los hermanos en nuestro trato con ellos. Una miel que ñuye
espontáneamente de los labios y del corazón, sin premeditación, sin
esfuerzo, sin darnos siquiera cuenta de ello. Que todo esto no es una pura
imaginación, nos lo prueba una multitud de escritos debido a hombres y
mujeres que, en realidad, no son otra cosa que un desbordamiento, una
comunicación irreprimible, una efusión irrestañable, de lo mejor que había
en su alma; y que todo ello era efecto de la lectio divina, de la meditatio,
nos lo prueban irrebatible-mente las continuas citas, reminiscencias,
imágenes, expresiones y vocablos procedentes de la Escritura que forman la
trama de tales escritos.
En resumen, podría decirse que la lectio divina, en que se gusta la Palabra
de Dios, en que uno se maravilla al contacto y comunión con esta Palabra,
sólo es posible en el espacio interior del corazón, caja de resonancia en
que los ecos dan vida a una meditación, un continuo revolver de la verdad y
la vida que se nos revelan y comunican. Como María conservaba y revolvía en
su corazón todas las palabras pronunciadas a propósito de su Hijo , el
lector fiel de la Escritura no 221
deja de ejercitarse en la meditatio para profundizar la Palabra de Dios,
para apropiársela y convertirla en sustancia de su propio ser. Y luego la
comunica naturalmente a los hermanos, la comparte, como canta la liturgia de
la Iglesia en las fiestas de sus doctores: "La boca del justo expone la
sabiduría, su lengua explica el derecho, porque lleva en el corazón la ley
de su Dios" . Lo que exponen sus labios lo ha meditado largamente, lo ha
vivido en su interior. 222
A propósito de la predicación de san Agustín ha escrito F. van der Meer:
"Apenas toca él los textos, éstos se abren como flores al sol de la mañana.
Y cuando los textos lo tocan a él, se convierten en fuentes de agua que
salta hasta la vida eterna. Entonces, de los más recónditos pasajes de la
Escritura brota de sus labios agua viva" . Ésta es la eructatio de que
hablan los 223
antiguos.
219 Hiperiquio, Exhortación a los monjes, 61: CC
32 (1970) 249.
220 San Juan Crisóstomo, In Mtth. hom. 68,4.
221 Lc 2,19.
222 Sal 36,30-31
Capítulo XII: La lectura
de los Padres
Objeto secundario de la "lectio divina"
Dice la Regla de San Benito en el capítulo 73 y último: "El que tenga prisa
por llegar a una perfección de vida, tiene a su disposición las enseñanzas
de los Santos Padres, que, si se ponen en práctica, llevan al hombre a la
perfección. Porque ¿hay alguna página o palabra inspirada por Dios en el
Antiguo o en el Nuevo Testamento que no sea una norma rectísima para la vida
del hombre? ¿O es que hay algún libro de los Santos Padres católicos que no
nos repitan constantemente que vayamos por el camino recto hacia el Creador?
Ahí están las Colaciones de los Padres, sus Instituciones y Vidas, y también
la Regla de nuestro Padre san Basilio. ¿Qué otra cosa son sino medios para
llegar a la virtud de los monjes, obedientes y de la vida santa?" . 224
San Benito recomienda aquí, evidentemente, tres clases de lecturas: la
Biblia, los Padres católicos y los Padres monásticos. No dice que se lean
las obras de los Padres durante el tiempo destinado a la lectio, pero es
evidente que, en particular, o se leían entonces, o no se leían, pues no
quedaba otro tiempo disponible durante la jornada, ni en los días laborables
ni en los domingos y fiestas. Las obras de los Padres, por consiguiente,
eran objeto de la lectio divina, según san Benito.
Por su parte, los abades benedictinos reunidos en congreso el año 1967,
definían respecto a la "lectio divina": "Su objeto primordial es la Sagrada
Escritura. Con todo, también abarca el estudio de los Padres, de la
Tradición, de los ejemplos y la doctrina de los santos, de la reflexión viva
de la Iglesia a lo largo de los siglos" 225. "Con todo, también"... son
palabras significativas. Parece como si se admitiera la legitimidad de tales
lecturas como lectio divina con cierta indulgencia. Sí, también pueden
servir; pero el objeto propio de la lectio divina, lo único que justifica su
nombre, es la Sagrada Escritura.
Como se habrá observado, los abades benedictinos amplían muy notablemente el
ámbito de la "lectura divina" respecto a la lista de lecturas ofrecidas por
la Regla de San Benito. En realidad, casi podría decirse que admiten como
objeto de la lectio, aunque secundario, toda la inmensa producción literaria
nacida en el seno de la Iglesia a través de los tiempos: los Padres, los
autores espirituales, la hagiografía, los teólogos... Hay que reconocer que
los abades del Congreso de 1967 se mostraron extremadamente abiertos,
acogedores y liberales.
No vamos a ocuparnos aquí, evidentemente, de toda esta inmensa literatura,
sino tan sólo de los Padres. Lo que no significa en modo alguno que
pretendamos contradecir a los abades benedictinos por lo que se refiere al
objeto secundario de la lectio divina. Como decía F. Vandenbroucke, la Regla
de San Benito deja un campo muy amplio a la lectura del monje; éste podrá
extraer su información espiritual de cualquier parte donde descubra "Santos
Padres católicos" y escritos monásticos: nada le obliga a limitarse, por
estas expresiones de la Regla, a la literatura anterior a san Benito 226. Es
de sentido común.
223 F. van der Meer, San Agustín, pastor de
almas, Barcelona, 1965, p.
224 RB 73,2-6.
225 Cuadernos monásticos 11 (1976) 390.
Preferencia por los Padres
Que san Benito se refiera sólo a los Padres católicos y monásticos
parece normal, pues pocas serían las obras cristianas que circulaban
entonces fuera de los escritos patrísticos. Pero es importante observar que,
al lado de los libros inspirados, el oficio romano hoy nos ofrece sobre todo
lecturas tomadas de los Santos Padres. ¿Por qué esta preferencia por los
escritores y pastores de almas que florecieron en los primeros siglos de la
Iglesia? ¿Por pura inercia o rutina? Evidentemente, no.
En la Constitución sobre la divina revelación (n.° 23) leemos un texto
significativo: "La esposa del Verbo encarnado, esto es, la Iglesia, enseñada
por el Espíritu Santo, se esfuerza por llegar a una inteligencia cada día
más profunda de las Sagradas Escrituras a fin de alimentar incesantemente a
sus hijos con las palabras divinas; por eso fomenta también debidamente el
estudio de los Santos Padres, de Oriente y Occidente, y el de las sagradas
liturgias".
Porque quiere entender más profundamente la Palabra de Dios, la Iglesia
estudia los escritos de los Padres. Los Padres-y las diferentes liturgias,
que son esencialmente obra de los Padres-, por lo tanto, están en íntima
relación con la Palabra de Dios. Ésta es, evidentemente, la mente del
concilio, que, en el Decreto sobre el ecumenismo, al tratar de la tradición
litúrgica y espiritual de las Iglesias orientales, insiste en su
recomendación de frecuentar la lectura de los Padres: "Los católicos acudan
con mayor frecuencia a estas riquezas espirituales de los Padres del
Oriente, que levanta a todo el hombre a la contemplación de lo divino" (n.°
15).
Excelencias de los Padres de la Iglesia
Los Padres de la Iglesia son nuestros Padres en la fe, los testigos
fieles del Espíritu Santo. Su importancia en la historia de la
espiritualidad cristiana es excepcional. Si se los juzga individualmente,
sus méritos resultan muy diversos, según el ángulo desde el que se los
considere; si se les compara entre sí, pueden apreciarse grandes
diferencias, en todos los sentidos. Así, un san Juan Crisóstomo no es un san
Gregorio de Nisa, y san Agustín difiere mucho de Casiano. Pero a 226
F. Vanderbroucke, La lectio divina aujourd'hui, en CC 32 (1970) 258 -259.
todos es común la incomparable calidad de haber sido los órganos del
Espíritu Santo en la época privilegiada de la Iglesia que Dios colmó de
dones para que sirviera de luz y norte a los siglos venideros.
Fueron los Padres, después de los apóstoles, los primeros maestros
espirituales de la Iglesia. Ésta es, sin duda, la más esencial de sus
características y podría considerarse como el aglutinante de todas sus
actividades. Se les puede considerar como testigos de la fe cristiana,
apologistas, exegetas, teólogos, polemistas; pero todo esto no son más que
aspectos accidentales de su tarea primordial de salvaguardar, iluminar,
desmenuzar, divulgar entre los cristianos la pura doctrina espiritual. En
sus escritos no existen límites que dividan netamente la espiritualidad de
la teología, el comentario bíblico y la doctrina ascética, la mística y la
moral. Los Padres no separan nada; para ellos todo es vida divina. Y al
tomar la pluma o pronunciar la homilía o el sermón sólo pretenden un fin:
que los fieles de Cristo tengan vida y la tengan en abundancia. Por eso,
puede afirmarse sin hipérbole que toda la literatura patrística es
espiritual, tanto como exegética y pastoral. En todo lo que hicieron y
escribieron, se halla presente la esencia viva, total, del cristianismo,
que, por medio de ellos-eslabones insignes de la tradición-, ha llegado
hasta nosotros explicada, vivida e incontaminada.
Los Padres supieron asimilarse el espíritu de Cristo hasta un punto
realmente maravilloso. Hans Urs von Balthasar ha escrito con razón:
"Modernamente, con grave perjuicio para ambas, la teología y la santidad se
han desarrollado separadamente. Es raro hoy en día que los santos sean
teólogos; por eso los teólogos no los tienen en consideración" 227. Esto no
se da en los Padres. Por el contrario, en ellos la palabra y la vida, la
doctrina y la santidad, están en perfecta consonancia, se interpretan
recíprocamente. Los Padres vivían lo que enseñaban, y enseñaban lo que
vivían. Sus escritos, por consiguiente, nos transmiten al mismo tiempo una
doctrina y una experiencia.
Su fe, extremadamente vigorosa, se manifiesta en su lirismo. Son poetas
-poetas espirituales-, que saben descubrir y cantar la acción de Dios en el
universo visible de la naturaleza y en el universo invisible de las almas.
En vez de enunciar su cristianismo de un modo abstracto e impersonal, poseen
un estilo tan comunicativo, cordial y lírico de amar y exponer las
realidades cristianas que arrebatan al lector. Así, por ejemplo, cuando
tratan de Jesucristo, de la maternidad de María y de la Iglesia, de la
acción de las Tres Divinas Personas en el alma humana.
Es sabido el carácter eminentemente intuitivo de la sensibilidad. Llenos de
amor, de entusiasmo por Cristo y su Iglesia, poseían los Padres una
intuición admirable y arrebatadora. En ellos la vida, en su complejidad y
simplicidad, ostenta una primacía efectiva sobre la fórmula; la comunión del
Espíritu Santo, sobre el desarrollo lógico del pensamiento. Tienen el
sentido de lo divino, una exacta visión teológica del mundo visible e
invisible. Y poseen el secreto de expresar lo que piensan y sienten de un
modo maravillo so; saben comunicar su entusiasmo.
227 P. Evdokimov, Ortodoxia, [Barcelona, 1968],
p. 203.
Los Padres y la Biblia
Los Padres nos conducen como de la mano a la fuente de toda
sabiduría cristiana, la Sagrada Escritura, y nos enseñan a amarla, leerla y
gustarla.
En realidad, la razón más poderosa para incluir los escritos de los Padres
como objeto de la lectio divina al lado de la Biblia es porque, según los
monjes antiguos y medievales, la Biblia no puede separarse de sus
comentarios debidos a los Padres de la Iglesia. No importa el género
literario de que se sirvan los Padres: siempre explican o desarrollan la
Escritura. Más aún: todo lo que los Padres no sólo habían escrito y dicho,
sino también hecho, estaba relacionado, según el pensamiento de los monjes
antiguos, con la Escritura; todo se reducía a una ilustración, teórica o
práctica, de la misma.
Los Padres -y las diversas liturgias, obra de los Padres- nos ayudan de un
modo excelente a interpretar la Escritura, a desentrañar sus misterios, a
descubrir los tesoros de vida que contiene. Nos ayudan a leer la Escritura
"con los ojos de la Esposa". Los Padres, en efecto, son primordialmente los
expositores autorizados de la Escritura. Su obra está en constante e íntima
dependencia respecto a los libros sagrados. No exagera Paul Evdokimov al
decir que "vivían de la Biblia, pensaban y hablaban por la Biblia, con esa
admirable penetración que llega hasta la identificación de su ser con la
misma sustancia bíblica". Su espiritualidad -a diferencia de la de tantos
autores posteriores- se refiere a la Biblia de un modo inmediato, explícito
y constante. Los Padres exploraron casi todo el contenido espiritual de la
Escritura, y esta exploración dio origen a toda la ascética y mística
cristianas. Los Padres divagan a veces, dejándose llevar por fantasías
alegóricas, pero por lo común basan su exégesis espiritual en una
interpretación literal del texto sagrado. Para ellos el Antiguo Testamento
es una profecía de Cristo, una figura de los tiempos escatológicos del Nuevo
Testamento.
Nunca debemos leer la Escritura con ojos de arqueólogos, filólogos o
historiadores, sino con ojos y con corazón de cristianos: tal es la gran
lección que nos dan los Santos Padres.
Dificultades
Como la de la Biblia, la lectura de los Padres no es fácil.
Requiere un esfuerzo casi constante. Sobre todo, al principio.
Los Padres, en efecto, pertenecen a una época muy distinta de la nuestra,
con gusto y preferencias, problemas y circunstancias en gran parte diversos
de los nuestros. Su sociedad, su ambiente, su lengua y literatura, su
cultura humana y religiosa, quedan ya muy lejos en el pasado. La mayor parte
de sus obras, por no decir todas, incluso las de carácter más doctrinal,
están profundamente marcadas por su tiempo. Casi todos los Padres, al menos
los más importantes, fueron obispos que intervinieron muy activamente en la
vida de la Iglesia, y sus obras tienen un fin práctico e inmediato.
Apologías, catequesis, homilías, sermones, tratados dogmáticos, exegéticos o
espirituales, estos escritos se adaptan a los gustos y necesidades del
momento, a la mentalidad de sus lectores inmediatos. Pese a la habilidad de
los traductores modernos, el mismo estilo de los Padres nos resulta
anacrónico y difícil. Penetrar en este mundo tan diverso requiere no poco
tesón. Pero lo que vale, cuesta. Y la Iglesia nos pide este esfuerzo, que
vale la pena realizar. Si logramos romper esta cascara un poco dura y
penetramos en el meollo de los escritos de los Padres, ya no sabremos
prescindir de ellos; se convertirán para nosotros, según la expresión de
Newman, en "libros familiares". Su contacto nos producirá el gozo de una
herencia incomparable, la alegría del trato familiar con unos amigos que
conocemos íntimamente. Siempre se enriquece nuestra alma en la compañía y
amistad de los Padres. Porque los Padres no están muertos: los amigos de
Dios no mueren nunca.
Finalmente -hay que subrayarlo con fuerza-, la lectura asidua de los Padres
produce una gran satisfacción religiosa, un aumento de verdadera piedad. Nos
comunican una concepción más amplia y completa de la Iglesia, de su
doctrina, de su continuidad, de su vida escondida. Y nos ayudan a vivir con
plenitud la fraternidad cristiana, como hijos de Dios y miembros del cuerpo
místico de Cristo.
Los Padres monásticos
Los Padres católicos, los Padres de la Iglesia universal, nos
enseñan a leer la Biblia "con los ojos de la Esposa". Los Padres monásticos
nos inician en la "exégesis real", esto es, en el arte de aplicar
prácticamente la Escritura a la vida monástica, o mejor, de adaptar la vida
monástica a las exigencias de la Escritura.
Las reglas cenobíticas, las catequesis de los grandes maestros del desierto,
los tratados espirituales, toda la producción literaria debida a monjes no
son ni pretenden ser, en último análisis, más que una exégesis, una
adaptación práctica del Evangelio, de la Palabra de Dios en general, para
uso de los cenobitas o de los ermitaños. Las voluminosas reglas de san
Basilio, por no citar más que un ejemplo destacado, constituyen un intento,
indudablemente muy logrado, de fundamentar la vida monástica y cada una de
sus instituciones y observancias en la Palabra de Dios escrita,
especialmente en el Nuevo Testamento.
Los escritos de los monjes nos muestran prácticamente cómo leían la Biblia,
cómo la interpretaban espiritualmente, qué temas llamaban con más fuerza su
atención y en los que se complacían. Para ellos, como para toda la Iglesia
de los primeros siglos, existe una muy íntima relación entre ambos
Testamentos. No son éstos dos realidades distintas, sino como dos grandes
etapas o dos tiempos de la misma "historia de la salvación". Cristo es el
centro. Todo, absolutamente todo, se refiere a él, converge en él. Todo es
historia de Cristo e historia de su cuerpo místico, la Iglesia, que se
desarrolla desde el principio del Génesis hasta las grandiosas visiones
apocalípticas de los últimos tiempos. El monacato, inserto íntimamente en la
Iglesia, constituye una parte de esta historia. Por eso, no resulta extraño
la predilección que muestran los monjes por el libro del Éxodo y los
Números, como imagen de su propia vida, compuesta de huida del mundo,
desierto, lucha ascética, tentaciones, contemplación sinaítica, ardientes
deseos de penetrar en el Paraíso escatológico, simbolizado por la Tierra
Prometida. Ni tampoco puede sorprendernos su enorme afición a los salmos,
que consideraban como voz de su propia oración, expresión de sus anhelos,
oráculos dirigidos directamente y en particular a cada uno de ellos o a sus
comunidades. Nada más hermoso y significativo, bajo este aspecto, que el
comentario a los salmos que san Jerónimo hacía a sus hermanos monjes en
Belén y que alguno de éstos tomó taquigráficamente.
Más significativo aún era el empeño que ponían los autores monásticos en
hallar en la Escritura modelos del género de vida que practicaban, o, como
dice san Basilio "estatuas animadas de la vida según Dios, propuestas para
que se las imite en sus buenas obras" 228. Así se formó una rica tipología
del monacato, que los escritores se complacen en aducir con frecuencia.
Leyendo sus obras se ve claramente su preocupación por imitar a personajes
bíblicos que consideran como sus predecesores, sus "padres", y de este modo
autorizar su propio género de vida: Adán, Elías, Eliseo, los "hijos de los
profetas", Juan Bautista, Jesús, los apóstoles, la primera comunidad de
Jerusalén...
Se ha escrito, no sin razón, que "no se puede ser monje o monja de
obediencia benedictina sin haber leído a Casiano, la Vida de san Antonio,
las reglas de san Basilio, los Apotegmas y algunos otros textos monásticos
de la antigüedad. Y eso no sólo porque san Benito recomienda su lectura,
sino también, y en primer lugar, porque no hay nada como el contacto
personal con los autores clásicos -esto es, siempre actuales, que nunca
pasan de moda- para adquirir el sentido del discernimiento de los valores en
que se apoya la vida monástica y el sentido de Cristo que nace de una
interpretación real y efectiva de la Escritura, en la que se juntan exégesis
y experiencia.
Capítulo
XIII: La restauración de la lectura divina
Se suele hablar de lo que no se tiene, de lo que se desea tener, de lo que
ya se posee, pero se quiere poseer con más plenitud, con más autenticidad.
"De la abundancia del corazón habla la boca". El hecho que desde hace varios
años se hable y se escriba tanto en torno a la "lectura divina", como vimos
someramente al principio de estas páginas, demuestra que está en el corazón
de los monjes de hoy el deseo de restaurar plenamente una práctica cristiana
y eminentemente monástica que con el tiempo se había descuidado, olvidado o,
en el mejor de los casos, desvirtuado y oscurecido. Hoy sabemos,
indiscutiblemente, que la lectio divina constituye un elemento esencial de
la vida monástica benedictina, y que; si queremos, llegar a ser lo que
somos, recobrar nuestra identidad, es preciso que vuelva a ocupar en nuestra
escala de valores y en el horario de todos los días el lugar de honor que le
corresponde. El ya citado "Pacto de paz" de la Federación Benedictina de las
Américas los declara sin ambages: la lectio divina "es esencial a la vida
benedictina" y "sólo al restablecerla se hará la experiencia de una vida
benedictina más significativa" tanto para los mismos monjes como para "sus
contemporáneos". 229
¿Cómo puede realizarse esta restauración? Sobre ello se ha escrito y se ha
discutido bastante. Abordemos, con ayuda de algunas de estas contribuciones,
un tema tan acuciante y de tanta actualidad.
228 San Basilio de Cesárea, Ep. 2,3.
229 Cuadernos monásticos 11 (1976) 404.
El concepto de "lectio divina"
Pienso, ante todo, que es preciso mantener firmemente el concepto
estricto de "lectura divina" que los modernos estudios de espiritualidad nos
han permitido recuperar. Hoy sabemos en qué consistía para los antiguos y
los medievales, y sería un error de funestas consecuencias querer modificar
este concepto intelectualizándolo, convirtiendo la lectio en estudio, o bien
ampliándolo de tal manera que pierda su verdadera fisonomía.
Hoy sabemos perfectamente que la lectio divina, en el sentido primigenio y
auténtico de la expresión, es una "lectura espiritual", pero en modo alguno
una "lectura espiritual" cualquiera, una simple lectura edificante y
piadosa. Es, esencialmente, una forma específica de leer la Palabra de Dios
contenida en las Escrituras y, sólo por concomitancia y subsidiariamente,
los escritos de los Padres y otros textos de la tradición cristiana. Es,
sobre todo, un contacto diario, personal, íntimo con el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, un contacto con Jesucristo, nuestro Señor y nuestro hermano,
que se realiza en la Sagrada Escritura. Es lo que indica su nombre: "lectura
de Dios". Una lectura hecha con fe -Dios habla, Dios me habla aquí y ahora-
y con la mayor atención; una lectura lenta, meditada, saboreada; una lectura
que busca ante todo el sentido literal y preciso del texto, para luego
buscar y hallar lo que el Espíritu de Dios se digne manifestar al lector;
una lectura tan activa que compromete a la persona entera y, a la vez,
pasiva, es decir, una lectura en la que el lector se deja arrastrar por la
Palabra de Dios, que le habla personalmente a él, que le habla íntimamente,
de corazón a corazón; una lectura hecha en el seno de la Iglesia, cuerpo de
Cristo, "con ojos amorosos de esposa" y "con los ojos de la Esposa"; una
lectura asidua-una relectura-, de todos los días, sin excepción; una lectura
desinteresada-leer por leer y no por haber leído-, una lectura en que
propiamente no se busca otra cosa fuera de la lectura misma. Lectio divina
es "abrir la Biblia y encontrar a Dios", "aprender a conocer el corazón de
Dios", escuchar y responder a Dios en el diálogo sublime que llamamos
oración contemplativa.
La lectio, dice el P. Lassus, es "una ocupación que linda con la cualidad,
la dignidad y la eficacia de un sacramento. El buscador de Dios, el
discípulo del Verbo ya a una cita, a un encuentro. Quiere ponerse en
contacto con aquel que lo busca a él mucho más que lo que es buscado por él.
Y yo me imagino que el escuchar al Verbo suscitará en él una conversación,
una oración, es decir, un discurso de fe, de admiración, de adoración o de
júbilo, de eucaristía o de lágrimas. Un discurso que por otra parte se va a
simplificar más y más hasta convertirse en contemplación, una especie de
encanto, de hechizo" . Es sumamente importante que, 230 como nuestros Padres
en la fe, consideremos la Biblia no como un libro "para leer", sino más bien
como un Tabernáculo, como la Tienda del Encuentro de la que nos habla el
capítulo 33 del Éxodo: "Moisés levantó la tienda de Dios y la plantó fuera,
a distancia del campamento, y la llamó 'Tienda del Encuentro'. El que tenía
que consultar al Señor, salía fuera del campamento y se dirigía a la Tienda
del Encuentro... En cuanto Moisés entraba, la columna de nube bajaba y se
quedaba a al entrada de la tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés...
El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo".
231
230 L.-A. Lassus, Quand Dieu parle, en VS 129
(1975) 343.
231 Ex 33,7-11.
Qué libros se han de leer
La Escritura -hay que mantenerlo con energía- es el objeto propio
de la lectio divina. Sabemos por la historia que al principio sólo se leía
la Biblia y sus comentarios patrísticos, considerados como si formaran parte
de ella, y no cabe duda que ésta fue la causa de que la lectio tomara su
forma específica y su mismo nombre. ¿Qué otro libro puede aspirar a que su
lectura se llame "lectura divina"? Luego se empezaron a leer otros autores
cristianos. Hoy se pregunta dom Ambrose Southey si se debe volver a la sola
lectura de la Escritura. "Mi respuesta personal"-contesta- "es a la vez 'sí'
y 'no'. Para nosotros la Escritura debe tener la primacía como materia de
lectio, pero no hay que excluir otros libros con tal que ayuden de algún
modo, aunque sea indirecto, a comprender la Palabra de Dios. No obstante,
hay que añadir que no todos los libros se prestan al método de lectura
lento, meditativo, que ha sido recomendado más arriba".232
Evidentemente, no sirve para la "lectura divina" cualquier obra, cualquier
autor. Para saber lo que se puede y lo que no se debe leer en la lectio
divina, la Regla de San Benito nos proporciona un criterio precioso: sólo se
deben leer obras de los "Santos Padres católicos" 233. Hoy podemos aplicar
esta expresión a todos los autores que, en cualquier época, han seguido
engendrando la doctrina cristiana, haciéndola crecer a partir de la semilla
contenida en los libros sagrados.
Otro criterio válido es el siguiente: el libro que se lee debe ser apto para
suscitar y mantener la oración, o mejor, debe mover al lector concreto a
orar, pues suele suceder que lo que a uno le deja frío e indiferente, a otro
-las sensibilidades son tan diversas- acaso le tocará el corazón y elevará
su alma a Dios. No olvidemos nunca que la lectio divina es a la vez lectura
y oración. Cuando san Jerónimo escribía a santa Eustoquia: "Cuando oras,
hablas a tu Esposo; cuando lees, él te habla a ti" , no quería significar
que debe terminarse primero la lectura para dedicarse2 34 luego a la
oración. Leer y orar-lo hemos visto- eran para los antiguos dos actividades
espirituales que se compaginaban, que debían compaginarse en la lectio
divina. Y es perfectamente claro que los antiguos y los medievales no
conocieron otro método de oración que la "lectura divina" y que oraban
habitualmente teniendo el texto sagrado ante los ojos o, al menos, en la
memoria.
232 A. Southey, La lectio divina, en Cistertium
31 (1979) 6.
233 RB73,4.
234 San Jerónimo, Ep. 22,25.
Peligros y enemigos
Que la lectio divina, como todo lo bueno, tiene peligros y
enemigos, es evidente. Los antiguos señalaron algunos. Por ejemplo, la
vanidad, que puede hacer completamente estéril nuestro esfuerzo; Casiano
advierte que "el que se aplica a la lectura con el vano intento de adquirir
la gloria humana, no alcanza, sin duda alguna, el don de la verdadera
ciencia. Esclavo de esta pasión, se verá igualmente encadenado por los lazos
de los otros vicios y particularmente de la soberbia" . Evagrio Póntico
señala que el peligro puede proceder del espíritu de fornicación ,235 y 236
y san Benito no permite que se lea el Heptateuco ni el libro de los Reyes en
la lectura que precede al rezo de completas, "porque a las inteligencias
débiles no les será de provecho en aquellas horas el oír esta Escritura;
sino a otras horas"237. El demonio puede servirse incluso de la desmedida
afición a la lectio para perder al monje; hay, en efecto, otras ocupaciones
que atender; Casiano atribuye a san Antonio esta advertencia: "Vale más leer
menos y ganarse la vida con el fruto del propio trabajo, según ordena la
Escritura, que dejar de trabajar a fin de tener más tiempo para leer". 238
Entre los enemigos de la lectio hay que mencionar algunos típicamente
modernos. Dom Ambrose Southey cita de un modo especial cuatro de ellos:
1.° "El querer conseguir resultados inmediatos". Vivimos en la sociedad de
consumo, en la que "todo está organizado para producir lo más posible en el
menor tiempo". Esto engendra una "mentalidad utilitarista", y por eso "nos
es difícil el dedicarnos a algo que no esté orientado a resultados
inmediatos".
2.° "Hay tal proliferación de libros que la gente está inclinada a pasar de
un libro a otro y hay una sutil inclinación por estar al tanto de la última
novedad, de modo que la disposición para leer ha cambiado mucho".
3.° "La insistencia moderna en el proceso intelectual con detrimento del
aspecto intuitivo y afectivo". Se presta "poca atención al sentimiento y a
la afectividad", hasta considerar "el aspecto afectivo como inferior, si no
peligroso". Algunos monjes y monjas llegan hasta ridiculizar la lectio
divina como "sentimentalismo piadoso..., hecho sólo para los pobres,
mientras que el estudio sólido es mirado como alimento de los fuertes".239
4.° "El sistema de exámenes de la educación". Los grados y diplomas
universitarios exigen pasar por muchos y frecuentes exámenes. En la
práctica, se trata de "conseguir mucha información por medio de una lectura
rápida", lo que "tiende a formar unos hábitos difíciles de cambiar después".
240
Dom Ambrose Southey también alude a otros enemigos de la "lectura de Dios",
entre ellos la pasión por los periódicos y la televisión n. A esta lista
podrían añadirse todavía otros inconvenientes o estorbos. Aun sin radio, ni
televisión ni periódicos, todo acontecimiento de mediana importancia es
conocido inmediatamente en todo el mundo, y el monje empieza su lectio
asaltado por preocupaciones, ideas, imágenes que se la dificultan. Otro
enemigo acaso más temible y poderoso es el ritmo trepidante, desenfrenado,
de la vida moderna, al que difícilmente podemos sustraernos: no hay tiempo;
las ocupaciones apremiantes nos absorben, y, si hallamos unos momentos para
la lectio, sentimos demasiado a menudo un real vacío interior.
¿Vamos a descorazonarnos y concluir que tantos y tan poderosos enemigos son
invencibles? En modo alguno. También los antiguos conocieron tentaciones y
enemigos que obstaculizaban su lectio, y no claudicaron. Nada se obtiene si
no se paga su precio.
235 Casiano, Conl. 14,10.
236 Véase, por ejemplo, Evagrio Póntico,
Antirrheticós, Fornicación, 50.
237 RB42,4.
238 Casiano, Conl. 24,12.
239 A. Southey, o.c, p. 4-5.
240 Ibid., p. 5.
Un clima propicio
A los enemigos hay que combatirlos. Cerrando las puertas a los que
vienen de fuera y oponiendo una resistencia tenaz a los de dentro, a los que
llevamos en nosotros mismos, esforzándonos, con la gracia de Dios, por
descubrirlos, desenmascararlos y vencerlos. Si estamos realmente persuadidos
de la verdadera naturaleza de la lectio y del papel importante que debe
desempeñar en la vida tanto de cada uno de los monjes como de la comunidad
entera; si queremos de verdad restablecerla, tendremos que redescubrir así
mismo el valor del otium claustral, es decir, la importancia del "tiempo
libre" para dedicarlo a Dios y a las cosas del espíritu. Se trata de una
necesidad perentoria que se hace sentir vivamente en muchos monasterios. En
algunos, ya se han implantado días de "reposo espiritual" o "días de
desierto", lo que representa un logro interesante. Pero no basta,
evidentemente, reservar para Dios un día de vez en cuando, aunque sea cada
semana. Es preciso reaccionar valientemente contra el nerviosismo, contra el
desaforado afán de producir, contra los hábitos que nos va imponiendo
nuestra sociedad de consumo y que nos obliga a hacer horas
extraordinarias-cada vez más ordinarias- de trabajo manual o intelectual.
Parece indispensable que haya en el horario monástico de todos los días un
lugar holgado para la lectura lenta, desinteresada, penetrada de oración,
dedicada exclusivamente a la búsqueda de Dios, al diálogo con Dios, a
estudiar el corazón de Dios.
La "lectura divina" sólo puede florecer y fructificar en un clima hecho de
recogimiento, de paz, de oración. Hay que restaurar ese clima si se quiere
restaurar la lectio. Porque "nadie puede penetrar el sentido del Evangelio
si no ha descansado como Juan, en íntimo coloquio, sobre el pecho de Jesús",
como dice Orígenes . ¿Y quién puede desmentirle? 241
241 Orígenes, In Io. 1,6.
Preparación para la "lectio divina"
Si se mantiene el concepto auténtico de "lectura divina" se
mantendrá ipso facto la neta distinción entre ella y el estudio. Esto no
implica, claro es, ningún desprecio para el estudio. Una vida espiritual
profunda requiere, por lo general, una buena formación intelectual,
teológica, en quienes son capaces, y tienen oportunidad de adquirirla. Dom
Ambrose Southey, como de ordinario, acierta plenamente cuando escribe: "La
lectio divina se refiere a un tipo de conocimiento especial; el estudio, a
un conocimiento más conceptual. Como es natural, no hay que reaccionar
exageradamente contra la insistencia actual sobre la inteligencia de
Occidente, cayendo en un anti-intelectualismo. No; ambos conocimientos van a
la par. Son complementarios, y no mutuamente exclusivos" . En todo caso, hoy
día todo el mundo está de acuerdo en que se necesita 242 cierta preparación
para la lectio. Algunos, como dom Gaillard, no dudan en afirmar que la
lectio, "en el contexto actual, supone una cultura y formación rigurosa".
Acaso exagere un poco dom Gaillard. Pero es cierto que la lectura de la
Biblia presenta muchas dificultades, y sería una lástima que no nos
aprovecháramos de los abundantes y excelentes instrumentos que nos ofrece la
exégesis moderna para abordarla con fruto. De no poseer una iniciación a la
Biblia suficiente, su lectura podría decepcionar al lector novel. No pocas
de sus páginas casi darían la razón al librepensador inglés que escribió:
"Se trata de una historia de tanta lascivia, sodomía, carnicería al por
mayor y horrible depravación que las más viles de las otras historias,
compendiadas en un libro monstruoso, podrían apenas equiparársele".
Formación en la "lectio divina"
Mucho más importante que la preparación intelectual en vistas a
leer mejor el corazón de Dios, es, sin duda, la formación misma en la
"lectura divina", que se pretende restaurar.
Una restauración de esta envergadura, impuesta de repente, sin una larga
preparación, sin una catequesis previa, equivaldría, en muchas comunidades
de monjes y, sobre todo, de monjas, a una auténtica revolución. Para evitar
traumas, debería realizarse con la más exquisita prudencia y la más
acendrada caridad. Imponer por real decreto la "lectura divina", en toda su
pureza y a rajatabla, sería una imprudencia desastrosa. Hay que respetar
infinitamente- como Dios las respeta- a las personas, a cada una de las
personas. Cada cual tiene su capacidad, su formación, sus costumbres, su
carisma y... sus años. Lo importante es proponerse este ideal, convencerse
de que la "lectura divina" es lo nuestro -lo benedictino, lo cisterciense y
lo de la Iglesia, como se expresa claramente en la constitución Dei Verbum-
y esforzarse individual y comunitariamente, pero sin obligar a nadie, por
practicarla lo mejor posible.
Dom Ambrose Southey propone, para la formación en la "lectura divina", el
siguiente plan:
1.° A nivel de comunidad, establecer en el horario un tiempo suficiente
tanto para la lectio como para el estudio; que este horario, de hecho, se
pueda seguir; que la comunidad tenga una idea exacta de lo que es y requiere
la lectio divina.
2.° A nivel individual, el maestro de novicios explicará la verdadera
naturaleza de la lectio y sus principales dificultades, y buscará con los
novicios el modo y medio de superarla; habituará a los novicios, poco a
poco, a la lectio divina, dedicándole cada día media hora o una hora entera;
probablemente, los novicios necesitarán que les guíen en la elección de
libros, al menos al principio; "de cuando en cuando, sería conveniente una
confrontación sobre la lectio, de modo que puedan ser compartidas las
experiencias sobre la misma... Puede ser también conveniente el organizar,
de un modo u otro, un 'Evangelio compartido'". 243
242 A. Southey, o.c, p. 7.
243 Ibid., p. 8.
Como se ve, dom Ambrose Southey hace hincapié en la formación personal más
que en la comunitaria, en la formación de cada novicio en particular y no
sólo de los novicios como grupo. Es, en efecto, en el noviciado donde el
monje debe aprender teórica y prácticamente en qué consiste la lectio. De
este modo se irá implantando de verdad en cada monasterio un ejercicio que,
como el propio dom Ambrose Southey reconoce, no es fácil, sino que "exige
realmente esfuerzo y sacrificio. Pero, si conseguimos progresar"-añade-,
"dará frutos de gran trascendencia en la calidad de nuestra vida monástica,
y se enriquecerá la dimensión contemplativa de nuestros monasterios".244
Colofón
Las fraternidades de la Virgen de los Pobres, que han conservado o
restaurado no pocos valores fundamentales del monacato, practican la
"lectura divina". Su Regla habla de ella de un modo exacto y práctico. Todos
los días se debe consagrarle una hora entera. En el lenguaje simple y
directo propio de este hermoso documento espiritual, se dice a cada uno de
los hermanos: "No puedes prescindir de este alimento cotidiano, con el que
Dios te fortalecerá el espíritu y lo ayudará a orar mejor. Esta misma
lectura, si la haces bien, será cada vez más un encuentro con Dios, una
oración.
Será, ante todo y sobre todo, lectura de la Biblia; por eso se llama lectio
divina, porque la Escritura es la Palabra de Dios, y cada día Dios te
hablará en ella. Debes recibir su Palabra en tu alma con infinito respeto y
en la pureza de un corazón de niño, que sea enteramente escucha y acogida.
Tratarás de encontrar en ella la Voluntad de Dios sobre ti.
Debes creer en la Presencia de Jesús en esas palabras, a través de las
cuales él te habla al corazón. Para ayudarte a venerarla, una Biblia abierta
estará siempre presente en el oratorio. La Biblia debe ir formando tu alma
poco a poco. Debería llegar a constituir tu única lectura, como lo fue para
tantas generaciones de monjes.
No podrá ser así desde el principio, pues la comprensión del texto sagrado
pide un esfuerzo serio de reflexión y asimilación, y, además, tu corazón no
será bastante puro ni bastante despegado de los goces de tu propia
inteligencia. Pero a medida que el Señor te despegue de ti mismo, irás
prefiriendo cada vez más su sola Palabra".245
Habla aquí, sin duda alguna, un "anciano" experimentado en la "lectura de
Dios"; alguien que conoce su naturaleza y sabe cómo practicarla. Sus
consejos, tan sencillos y auténticos, constituyen el mejor colofón
imaginable para el presente opúsculo.
244 Ibid.
245 Au coeur méme de l'Égtise. Une recherche
monastique, Desclée de Brouwer, 1966, p. 131.