los libros canónicos en la
HISTORIA DEL CANON DE LAS SAGRADAS
ESCRITURAS:
NOCIONES
PRELIMINARES
Etimología y
significado de “canon”
Canonicidad e inspiración
Libros
“protocanónicos” y libros “deuterocanónicos”
El criterio de canonicidad
Importancia
actual de la cuestión
¿Se ha perdido algún
libro inspirado?
1. El tratado de la
inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras nos ha hecho ver que
existen Libros Sagrados, que tienen a Dios por autor, en cuanto que fueron
escritos bajo la moción del Espíritu santo. Dios es el autor principal de
dichos libros, y, en consecuencia, no pueden contener ningún error. En esta
sección se estudia el tratado del canon, que nos da a conocer cuáles y cuántos son
los libros inspirados. El tratado del
canon tiende a probar laexistencia del
catálogo sagrado de los libros inspirados, que nos ha sido transmitido por
el Magisterio de la Iglesia, y, al mismo tiempo, se propone exponer lahistoria de
la formación del canon, es decir, la evolución y peripecias por las que tuvo
que pasar antes de que la Iglesia determinase oficialmente su canon. La
Iglesia tuvo gran cuidado, ya desde el principio, en distinguir los libros
inspirados de los que no lo eran, pues pronto comenzaron a aparecer libros
apócrifos que pretendían pasar como inspirados.
En
este tratado estudiaremos la lenta formación del canon de las Sagradas
Escrituras y las causas que contribuyeron más directamente a su fijación.
2. Etimología
y significado de “canon”. La
palabra canon que
proviene del griego “kanón”, significaba primitivamente una caña
recta que servía para medir,
una regla, un modelo.
El término griego “kanón” es afín a los vocablos “káne”, “kánne”, “kánna” = caña,
que probablemente proceden de las lenguas semíticas, en las que hallamos la
misma raíz. Así tenemos en hebreo “qaneh” = “vara para medir”[1],
en asirio “kanú”, en sumerio-acádico “qin”[2].
Por consiguiente, la voz “kanón” transcrita al latín bajo la forma de canon designaba
en sentido propio una vara recta de madera, una regla que
era empleada por los carpinteros. En sentido metafórico indicaba cierta
medida, ley o norma de
obrar, de hablar y de proceder. Esta es la razón de que los gramáticos
alejandrinos llamasen “kanón” a la colección de obras clásicas que, por su
pureza de lengua, eran dignas de ser consideradas como modelos[3].
También loscánones gramaticales constituían
los modelos de las declinaciones y conjugaciones y las reglas de la
sintaxis. Según Plinio, existía el llamado canon
de Policleto, con cuyo nombre se designaba la estatua del Doríforo,
del escultor Policleto (s. V a.C.), que por su perfección fue considerada
como la regla de las proporciones del cuerpo humano. Epicteto designaba con
el epíteto de “kanón” al hombre que podía servir de modelo a los demás a
causa de su rectitud de vida. También nos hablan los antiguos de los
“jronikói kanónes” de Plutarco, que eran fechas o épocas principales de la
historia que servían de puntos de referencia de los acontecimientos humanos.
La
palabra “kanón” se encuentra cuatro veces en el Nuevo Testamento. Pero
solamente es empleada en los escritos de San Pablo. En tres ocasiones se usa
en sentido pasivo de cosa
medida: se trata del campo de apostolado señalado por Dios al Apóstol de los
Gentiles[4]. En
otro lugar se emplea en el sentido de regla de vida, de acción[5].
Los
autores eclesiásticos antiguos dieron a la voz canon significaciones
muy variadas. A partir de la mitad del siglo II se emplea “kanón” en sentido
moral, para designar la regla
de la fe (“ho kanón tes
písteos”), la regla de la verda (“ho kanón tes alethéias”), la regla de la
tradición (“ho kanón tes paradóseos”) la regla de la vida cristiana o de la
disciplina eclesiástica (“ho kanón tes ekklesías”, “ho ekklesiastikós
kanón”)[6].
Los
Padres latinos emplean también fórmulas idénticas a las de los Padres
griegos: regula fidei, regula
veritatis, como se puede ver ya desde el siglo III en los escritos de
Tertuliano y Novaciano.
En
este mismo sentido, los decretos de los conciliios se llamaron cnánones,
en cuanto que eran las normas, las reglas que la Iglesia establecía para la
más perfecta regulación de su vida. Tal vez se les haya dado este nombre por
contraposición a las leyes (“nómoi”) de los reyes y emperadores, como
también más tarde se llamaron cánones a las leyes eclesiásticas, para
distinguirlas de las leyes civiles.
La
fe, o sea la doctrina revelada, es la regla que ha de servir para juzgarlo
todo; es la norma a la cual han de adaptar su vida los fieles[7].
Y como la Sagrada Escritura fue considerada, ya desde los orígenes de la
Iglesia, como el libro que contenía la Revelación, la regla de fe y de vida,
se llegó de un modo natural a hablar del canon de las Escrituras para
designar esta regla escrita, y se comenzó a dar el nombre de canon a
la colección de los libros inspirados.
La
palabra canon, aplicada a
la Sagrada Escritura, empieza a usarse en el siglo III. El primero que la
emplea tal vez sea Orígenes, el cual afirma que laAsunción de Moisés “in
canone non habetur” (“no está en el canon”)[8].
El Prólogo monarquiano,
que unos atribuyen al siglo III y otros al siglo IV, afirma queel canon empieza
con el Génesis y termina con el Apocalipsis. El primero que con seguridad
aplica el término canon a
la Sagrada Escritura es San Atanasio (hacia el año 350), el cual observa que
el Pastor de
Hermas no forma parte del canon (“kaítoi
me on ek tou kanónos”)[9].
Después de San Atanasio, el término se hace común entre los escritores
griegos y latinos[10].
Del
sustantivo canon se
deriva el adjetivo canónico (“kanonikós”).
El primero que lo usó parece que fue Orígenes[11],
el cual quiería designar con dicho adjetivo los libros que eran los
reguladores de la fe, la regla propiamente dicha de la fe, y constituían una
colección bien determinada por la autoridad de la Iglesia. El término canónico también
aparece con certeza en el canon 59 del concilio de Laodicea (hacia el año
360), en el cual se establece que, en la Iglesia, no se lean “los libros
acanónicos sino tan sólo los canónicos del N. y del A. T.”[12].
A partir de la mitad del siglo IV se hace común el llamar a las Sagradas
Escrituras canónicas (“kanonikai”)[13].
Y puesto que ya en aquel tiempo existían muchos libros apócrifos, que
constituían un grave peligro para la Iglesia y para los fieles porque se
presentaban como inspirados, fue necesario fijar el catálogo de los Libros
Sagrados con el fin de que los fieles pudieran distinguir los libros
inspirados de los que no lo eran. Esto dio lugar a la formación de otras
expresiones derivadas de canon,
como canonizar (“kanonízein”), canonizado(“kanonizómenos”),
que en el lenguaje eclesiástico de aquella época significaba que algún libro
había sido “recibido en el catálogo de los Libros Sagrados”[14].
Y, por contraposición, “apokanonízein” designaba un libro “excluido del
canon”.
Finalmente,
del adjetivo canónico se
formó el término abstracto canonicidad,
que expresa la cualidad de algún libro que por su autoridad y origen es
divino y, en cuanto tal, ha sido introducido por la Iglesia en el canon de
los Libros Sagrados.
3. Canonicidad
e inspiración. – Si bien los
términos canónico e inspirado son
equivalentes bajo muchos conceptos, sin embargo, canonicidad einspiración se
distinguen formalmente. De hecho, todos los libros canónicos están
inspirado, y parece que no existe ningún libro inspirado que no haya sido
recibido en el canon de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, un libro es inspirado por
el hecho de tener a Dios por autor, y canónico,
en cuento que fue reconocido por la Iglesia como inspirado. Por
consiguiente, la canonicidad supone,
además del hecho de la inspiración, la declaración oficial de la Iglesia del
carácter inspirado de un libro. Esta declaración de la Iglesia no añade nada
al valor interno del libro, cuyo valor canónico procede precisamente de su
inspiración, pero confiere al libro sagrado una autoridad absoluta desde el
punto de vista de la fe y lo convierte en regla infalible de la fe y de las
costumbres. Pero no por eso se le puede llamar, sin más, canónico sino
después de la declaración de la Iglesia, hecha implícita o explícitamente.
Según esto, los librosdeuterocanónicos (en
el próximo punto tratamos sobre ellos), que eran inspirados y tenían
verdadera virtud reguladora, no fueron reconocidos por todos como canónicos
sino en un segundo tiempo, después que la Iglesia los recibió en el canon[15].
Esta es la doctrina enseñada por el concilio Vaticano I: “La Iglesia tiene los (libros del Antiguo y Nuevo Testamento) por sagrados y canónicos no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia”[16]. Lo mismo afirman León XIII en su encíclica Providentissimus Deus (18 noviembre 1893) y Pío XII en la encíclica Divino afflante Spiritu (30 septiembre 1943).
4. Libros
protocanónicos y deuterocanónicos.
– La distinción de los Libros Sagrados en protocanónicos y deuterocanónicos
trae a la mente el recuerdo de controversias que surgieron en la antigüedad
a propósito de la canonicidad de ciertos libros de la Biblia. Pero con ella
no se intenta establecer una distinción del valor canónico y normativo, ni
desde el punto de vista de la dignidad, entre los proto y deuterocanónicos.
Bajo este aspecto, todos los Libros Sagrados contenidos en la Biblia tienen
el mismo valor y dignidad, pues todos tienen igualmente a Dios por autor. La
distinción es legítima sólo desde el punto de vista histórico,
del tiempo, en cuanto que los libros deuterocanónicos fueron recibidos en el
canon de las Sagradas Escrituras sólo más tarde a causa de ciertas dudas
surgidas a propósito de su origen divino
Los
escritores eclesiásticos griegos suelen designar los libros protocanónicos
con el término “homologoúmenoi”, o sea libros “universalmente aceptados”, y
los deuterocanónicos con las palabras “antilegómenoi”, es decir, libros
“discutidos”, o también con “amfiballómenoi”, a saber, libros “dudosos”[17].
Sin embargo, en el siglo XVI fue Sixto de Siena (+ 1596) el primero que
empleó los términos protocanónicos para
designar los libros que ya desde un principiofueron
recibidos en el canon, pues todos los consideraban como canónicos, y deuterocanónicos,
para significar aquellos libros que, si bien gozaban de la misma dignidad y
autoridad, sólo en tiempo posterior fueron recibidos en el canon de las
Sagradas Escrituras, porque su origen divino fue puesto en tela de juicio
por muchos[18].
Los
libros deuterocanónicos son siete en
el Antiguo Testamento y siete también
en el Nuevo Testamento:
En el Antiguo
Testamento: Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, 1 y 2
Macabeos. Y los siete últimos capítulos de Ester: 10,4-16,24, según la
Vulgata; así como los capítulos de Daniel 3,24-90; 13; 14.
En
el Nuevo Testamento:
Epístola a los Hebreos, epíst. de Santiago, epíst. 2 de San Pedro, epíst.
2-3 de San Juan, epíst. de San Judas y Apocalipsis. También es bastante
frecuente considerar como deuterocanónicos los fragmentos siguientes de los
Evangelios: Mc 16,9-20; Lc 22,43-44; Jn 7,53-8,11. Sin embargo, las dudas
acerca de estos textos han surgido tan sólo en nuestros días entre los
críticos, por el hecho de que dichos pasajes faltan en algunos códices y
versiones antiguas.
Los
protestantes emplean una nomenclatura un poco distinta de la de los
católicos, al hablar de los libros deuterocanónicos. Entre ellos, los libros
deuterocanónicos del Antiguo Testamento reciben el apelativo de apócrifos,
que nosotros damos a los libros que, teniendo ciertas semejanzas con los
libros inspirados, nunca fueron recibidos en el canon. Y los protestantes
llaman pseudoepigrafa a
los libros que nosotros designamos con el término de apócrifos. Por lo que
se refiere a los deuterocanónicos del Nuevo Testamento, coinciden católicos
y protestantes en su designación.
5. El
criterio de canonicidad. – Del
criterio de canonicidad podemos decir casi lo mismo que del criterio de la
inspiración (tratado en otro lugar). La diferencia estriba tan sólo en el
hecho de que el criterio de la inspiración mira a la Sagrada Escritura en
general; en cambio, el criterio de canonicidad mira a cada libro en
particular. Lo mismo que para conocer el hecho de la inspiración el único
criterio suficiente y eficaz era el testimonio del Magisterio de la Iglesia,
igualmente el único criterio propio de canonicidad es la testificación
de la Iglesia. Porque la Iglesia es la única autoridad legítima que
puede determinar con certeza infalible si tal libro es canónico o no lo es.
Esta es doctrina que enseñan ya los Padres antiguos, como Orígenes[19] y
Tertuliano[20] y
otros. Son bien conocidas las palabras de San Agustín: “Ego vero evangelio
non crederem, nisi me catholicae Ecclesiae commoveret auctoritas... In locum
autem traditoris Christi quis successerit, in Actibus legimus: cui libro
necesse est me credere, si credo evangelio, quoniam utramque Scripturam
similiter mihi catholica commendat auctoritas” (“No creería en el evangelio
si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia católica... Leemos en los
Hechos de los Apóstoles quién sucedió al que entregó a Cristo; y debo creer
en este libro, si creo en el evangelio, porque la autoridad católica es la
que me recomienda una y otra Escritura”) [21].
El
testimonio de la Iglesia se ha ido manifestando a todos los fieles bajo
diversos conductos: por los testimonios explícitos de los escritores
eclesiásticos, por las decisiones sinodales, por la proposición solemne del
Magisterio universal u ordinario de la Iglesia, por la lectura litúrgica y
por todos aquellos medios que la Iglesia suele emplear para proponer a los
fieles la doctrina cristiana.
Y
como la canonicidad de un libro constituye un hecho sobrenatural, que sólo
podemos conocer por revelación divina, a través de la tradición de la
Iglesia, de ahí que sea necesaria la testificación del
Magisterio eclesiástico para saber con certeza si un libro determinado es
canónico e inspirado. La simple lectura litúrgica no parece ser criterio
suficiente, pues sabemos por el testimonio de diversos Padres antiguos que
también se leían en las asambleas litúrgicas otros escritos que nunca
formaron parte del canon de la Sagrada Escritura[22].
Tampoco basta que la doctrina de un libro concuerde con la doctrina de los
apóstoles, para determinar su canonicidad, porque pueden encontrarse muchos
libros que concuerden perfectamente con la doctrina revelada y, sin embargo,
no son inspirados. Ni siquiera parece ser criterio suficiente el origen
apostólico de un libro,
puesto que en el Nuevo Testamento hay libros que no fueron escritos por los
mimos apóstoles, sino por discípulos de éstos.
Los
judíos también poseían el canon de los Libros Sagrados del Antiguo
Testamento. ¿Cuál era entre ellos la autoridad a la cual competía distinguir
los Libros Sagrados de los que no lo eran? Probablemente fue el colegio
sacerdotal, encarnado principalmente en los príncipes de los sacerdotes,
que eran los que ejercían vigilancia sobre las cosas religiosas. Otros
autores piensan que serían los profetas los
que gozaban de autoridad para juzgar si un libro era inspirado. Pero hay que
tener presente que no siempre hubo profetas en Israel. Y precisamente en la
época en que se fijó el canon del Antiguo Testamento, la máxima autoridad
religiosa la ostentaba el sacerdocio, como veremos más adelante en este
trabajo.
Los
protestantes, al rechazar la Tradición, se vieron obligados a juzgar de la
canonicidad de los Libros Sagrados por criterios propiamente internos.
Para Calvino este criterio sería “el testimonio secreto del Espíritu”[23];
para Lutero, la concordia de
la enseñanza de un libro con la doctrina de la
justificación por la sola fe[24].
Los protestantes ortodoxos posteriores, además de los criterios internos,
admiten también criterios subsidiarios externos, como el carisma profético o
apostólico del autor, el testimonio de la Iglesia antigua, la historia del
canon críticamente estudiada. Para los protestantes liberales, al no admitir
prácticamente la inspiración, tampoco tiene interés la cuestión de la
canonicidad de los libros bíblicos. Los libros que la Iglesia ha conservado
serían únicamente aquellos que se impusieron prácticamente en la lectura
pública como más aptos para la edificación de los fieles. De este hecho se
habría pasado a la afirmación de la inspiración.
La
renovación teológica protestante moderna ha conducido a algunos de sus
principales exponentes a adoptar nuevas posiciones. Una de las que merecen
mayor atención es la de O. Cullmann[25],
el cual se declara “absolutamente conforme con la teología católica en la
afirmación de que la misma Iglesia fue la que constituyó el canon”. Pero él
ve en esta decisión de la Iglesia la manifestación explícita y definitiva de
la conciencia que ella fue adquiriendo de la inspiración de los Libros
Sagrados. Esta decisión eclesiástica iba dirigida a distinguir claramente la
tradición apostólica de las demás que se le pudieran juntar. Entre todos los
escritos cristianos que corrían en la Iglesia primitiva, se fueron
imponiendo aquellos que habían de formar el canon por su autoridad
apostólica intrínseca. El Antiguo Testamento fue aceptado en el canon en
cuanto era el testimonio de la historia de la salvación que había preparado
la encarnación. La Iglesia siguió en esto el sentir de Cristo y de los
apóstoles.
La
posición de O. Cullmann se parece bastante a la de ciertos autores católicos
modernos, como Karl Rahner, Norbert Lohfink, etc.
6. Importancia
actual de la cuestión del canon. –
En la teología actual, de marcada tendencia eclesiológica, ha adquirido gran
importancia el problema del canon de las Sagradas Escrituras. Varios han
sido los que han tratado la cuestión. Varios han sido los que han tratado la
cuestión; pero a nosotros nos interesan de modo especial las ideas de K.
Rahner y N. Lohfink por la relativa novedad que representan. Digo relativa,
porque en parte siguen las ideas ya expuestas por O. Cullmann y algún otro
autor protestante.
a) KARL
RAHNER define la
inspiración de la Sagrada Escritura de la siguiente manera: “Inspiración de
la Escritura es aquella causalidad absolutamente singular mediante la cual
Dios se convierte en autor de la Iglesia, en cuanto que una tal causalidad
tiene por objeto el elemento constitutivo de la Iglesia apostólica, que es
la Escritura”[26].
Los
Libros Sagrados proceden de modo vital de la vida íntima de la Iglesia
naciente. Y en cuanto tales constituyen una manifestación de la vida de la
Iglesia. Cuando la Iglesia apostólica consigna por escrito su fe, su
espíritu, su tradición, su vida íntima, crea la Sagrada Escritura. Y ésta
es, según Rahner, un elemento constitutivo de la Iglesia.
Por
el hecho mismo de que los Libros Sagrados sean un producto de la vida íntima
de la Iglesia primitiva se puede deducir que la Iglesia esté en inmejorables
condiciones para conocer la inspiración de ellos. La Iglesia, por una cierta
connaturalidad, advirtió que dichos escritos estaban en perfecta conformidad
con su naturaleza y que eran al mismo tiempo “apostólicos”, es decir, como
un pedazo de la vida de la Iglesia primitiva. La Iglesia, en cuento custodia
del depósito de la fe, recibió del Espíritu Santo el don de discernir lo que
realmente pertenece a dicho depósito. Y este acto de discernimiento, según
Rahner, pudo ser hecho incluso después de la época apostólica, sin necesidad
de admitir una nueva revelación o una afirmación explícita de los apóstoles.
Pero esto sólo lo podía hacer la Iglesia con absoluta certeza en cuanto que
era dirigida por el Espíritu Santo. De hecho, la Iglesia sólo en el siglo IV
reconoció como inspirados y canónicos todos los libros de la Biblia, lo que
resultaría difícil de explicar en el caso de admitir una revelación
explícita sobre la inspiración de cada libro sagrado transmitida por los
apóstoles.
Por
lo que se refiere al Antiguo Testamento, Rahner admite que la Iglesia
recibió de la sinagoga un cierto canon. Pero la sinagoga no poseía una
autoridad doctrinal infalible para determinar con absoluta certeza el canon.
Además, el canon del Antiguo Testamento no podía considerarse coma
definitivamente cerrado antes del nacimiento de la Iglesia. Esta, en cuento
heredera y continuadora legítima del pueblo elegido, cuya historia
consideraba como su propia prehistoria, podía proseguir y concluir la
formación oficial del canon del Antiguo Testamento. Esto explicaría por qué
la Iglesia pudo aceptar en el canon del Antiguo Testamento los libros
deuterocanónicos y por qué introdujo en el canon diversos libros del Nuevo
Testamento sobre cuya autenticidad y canonicidad habían surgido graves dudas
en los primeros siglos de la Iglesia.
b) NORBERT
LOHFINK, en un artículo publicado en la revista Stimmen
der Zeit[27],
presenta algunas ideas que tienen importancia para comprender mejor la
cuestión del canon. Par él el proceso e canonización de
los libros Sagrados tiene gran importancia. El canon presupone un largo
proceso de formación, pues los diversos libros son tan sólo partes
integrantes de todo el complejo. Una vez juntadas estas partes integrantes
para formar el complejo total de la Biblia, ya no pueden tener existencia
separada e independiente, sino que se condicionan mutuamente. Esto significa
que el sentido final y decisivo de cada libro y de cada una de las
enseñanzas que contienen depende del contexto total en el que han sido
introducidos. Este contexto ese el de la revelación entera, que estuvo en
progreso continuo y llegó a su fin sólo con la promulgación del canon de la
Sagrada Escritura. El Nuevo Testamento es la última etapa de este progreso y
es el que da la clave para la perfecta inteligencia de todo el complejo y de
cada una de sus partes.
La
colección o reunión de todos los Libros Sagrados en el canon, con lo cual
quedó constituido como norma de la Iglesia, confirió a estos libros una
nueva orientación, una finalidad y un intencionalidad nuevas, que fueron
consideradas como definitivas para la comunidad de los files. Cristo y los
apóstoles dieron al Antiguo Testamento el sentido último y definitivo.
La
inspiración de las Escrituras presupone un largo proceso que empezó en el A.
T. Y terminó en el Nuevo. Este largo proceso estuvo siempre ordenado a la
composición de todo el complejo de la Biblia. Dentro de este complejo, los
libros y las doctrinas particulares reciben su sentido definitivo del
contexto de todo el conjunto.
En efecto, la inspiración y la interpretación del a Sagrada Escritura finalizó con el último libro del N. T. Y con la inclusión de todos los libros inspirados en el canon. Desde entonces se puede afirmar que la inerrancia pertenece a la Sagrada Escritura como un todo indivisible y formando una unidad intrínseca.
7. ¿Se ha perdido algún libro inspirado? – Por el testimonio de la misma Sagrada Escritura conocemos algunos escritos provenientes de algún profeta o apóstol que no han llegado hasta nosotros. En el Antiguo Testamento se habla repetidas veces del “libro del Justo” (cf. Jos 10,13; 2 Sam 1,18), del “libro de Samuel, vidente”, de las “crónicas de Natán, profeta, y de las de Gad, vidente” (cf. 1 Crón 29,29), de las “profecías de Ido, vidente” y de “los libros de Semeyas, profeta” (2 Crón 9,29; 12,15). El Nuevo Testamento también habla de una epístola de San Pablo a los Corintios (cf. 1 Cor 5,9)[28] que parece haberse perdido, y de otra a los Laodicenses (cf. Col 4,16)[29]. Si consideramos estos escritos como inspirados, tendríamos que admitir que se han perdido de hecho libros inspirados. Pero para conocer su inspiración habría que poseer el testimonio de la Iglesia, que es el único criterio suficiente para saberlo. El Magisterio de la Iglesia, sin embargo, no ha dicho absolutamente nada sobre la inspiración de dichos libros. Y como el criterio del profeta o del apostolado no es suficiente para conocer la inspiración o la canonicidad de un determinado libro, de ahí que no estemos en grado de afirmar que se han perdido de hechoalgunos libros inspirados.
Algunos
autores católicos niegan firmemente la posibilidad de que se hayan perdido
ciertos libros inspirados. Su razonamiento es el siguiente: la inspiración
bíblica no es un carisma privado,
dado para el bien de un individuo, sino que es un carisma social,
destinado al bien de una sociedad, que es la Iglesia fundada por Cristo. En
consecuencia, la destinación del
escrito inspirado para la Iglesia entraría en los elementos
esenciales de la inspiración
bíblica, como enseña claramente el concilio Vaticano I[30].
Teniendo en cuenta este principio, no parece posible afirmar que se haya
dado un libro inspirado perdidoantes de
llegar a la Iglesia. Ni tampoco se podría decir que la perdida haya
tenido lugar después de
ser recibido por la Iglesia, ya que sería acusar a la Iglesia de infidelidad
a su misión divina de guardiana de las fuentes de la revelación. Sin
embargo, a nuestro parecer, hay que distinguir en esta cuestión entre libro
tan sólo inspirado y libro inspirado y canónico. Por lo que se refiere a
esto último, no parece posible que un libro reconocido y declarado como
inspirado por la Iglesia se haya perdido. En este caso habría que admitir
que la Iglesia no fue la fiel guardiana del depósito revelado. En cambio, se
podría admitir que un libro inspirado se haya perdido antes del
reconocimiento oficial y universal de la Iglesia. Es cierto que la
inspiración, como carisma, ha sido dada al autor humano con vistas al bien
religioso de la comunidad, pero es muy posible que un libro inspirado haya
sido destinado exclusivamente a
una determinada comunidad religiosa de los primero siglos, y una vez
cumplida su finalidad haya desaparecido antes de que llegara el
reconocimiento de la Iglesia universal.
También
se podría admitir que en el decurso de los siglos se hayan podido perder
algunos fragmentos de los libros inspirados. Pero a condición de que estos
fragmentos no sean de importancia sustancial para la revelación. Por otra
parte, la historia del texto demuestra claramente que el texto sagrado ha
llegado hasta nosotros sustancialmente íntegro.
[1] Cf. Ez 40,3.5. Los LXX traducen, en este lugar, qaneh por “kanón”.
[2] Cf. W. Gesenius-F. Buhl, Hebräisches und Arämaisches Handwörterbuch17 (Leipzig 1921).
[3] Cicerón, en una carta dirigida a su amigo Tirón, le dice: “Tu, qui “kanón” esse soles meorum scriptorum” (Epist. Ad famil. l. 16 epíst. 17). Véase también Aristóteles, Ethica ad Nichomacum 3.4.5.
[4] Cf. 2 Cor 10,13.15-16.
[5] Cf. Gál. 6,16.
[6] Cf. S. Clemente Romano, S. Policrates (según Eusebio), S. Ireneo. Hay autores que suelen dar al término canon el sentido de catálogo, lista, elenco, y se acostumbra a citar como ejemplos el “kanón basiléon”, de Claudio Ptolomeo (hacia el año 150 d.C.), que es un catálogo de los reyes asirios, babilónicos y persas, y los “jronikói kanónes” de Eusebio, que comprenden tablas sincronizadas de los varios pueblos de la antigüedad. Sin embargo, aun cuando estos “kanónes” de Ptolomeo y de Eusebio sean listas, tienen más bien el significado de regla, pues eran fechas, medidas cronológicas, que servían de base a sistemas cronológicos. Si canon tiene ahora en el lenguaje eclesiástico el sentido de lista, catálogo, éste es relativamente reciente y, además, es un significado secundario. El significado formal es el de regla, norma, modelo.
[7] En este sentido dice San Ireneo: “Teniendo por regla a la misma verdad”, “la verdad, que es predicada por la Iglesia” (Adv. Haer. 2,28,1; 1,9,5)
[8] In Iosue hom. 2,1. Pero de esta obra de Orígenes sólo tenemos una traducción latina; por eso no sabemos si empleaba el término “kanón” o bien “endiáthetos”.
[9] Decr. Nic. Syn. 18.
[10] Conc. Laodicense, San Anfiloquio, Orígenes, Rufino, San Jerónimo, San Agustín, etc.
[11] In Cant. Prol.. Solamente poseemos la traducción latina hecha por San Jerónimo.
[12] Cf. Enchiridion Biblicum (EB) 4° edición (Roma 1961), n. 11.
[13] Cf. San Jerónimo, Praef. In libro. Salom.; Prisciliano, Lib. Apol.. 27, etc.
[14] Cf. Orígenes, In Matth. 28.
[15] La declaración de la Iglesia sobre la canonicidad de un libro no es necesario que sea hecha solemne ni explícitamente; basta que la Iglesia en la práctica los haya tenido siempre como inspirados.
[16] EB n. 77.
[17] Cf. Eusebio, Histo. Eccl. 3,25,4; San Cirilo de Jerusalén, Catech. 4,33.
[18] Cf. Bibliotheca Sancta ex praecipuis catholicae Ecclesiae auctoribus collecta (Nápoles 1742) vol. 1, 2s.
[19] In Lc. Hom., 1; Cf. en Eusebio, Histo. Eccl. 6,25,35.
[20] Adv. Marc. 4,5.
[21] Contra Epist. Manichaei 5,6.
[22] Por San Diosinios de Corinto sabemos que la epíst. de San Clemente Romano a los Corintios era leída en las asambleas litúrgicas (cf. en Eusebio, Hist. Eccl. 4,23,11). En las iglesias del Asia se leía la carta de San Policarpo (cf. S. Jerónimo, De viris illustribus, 17).
[23] Cf. J. Calvino, Institutio religionis christianae, l. 1, c. 6-8 (Basilea 1536).
[24] Cf. O. Scheel, Luthers Stellung zur hl. Schrift (Tübinga 1902), p. 42-45; M. Meinertz, Luthers Kritik am Jakobusbreife nachdem Urteile seiner Anhänger: BZ 3 (1905) 273-286.
[25] La Tradition (Paris-Neuchatel 1953) p. 41-52.
[26] Cf. K. Rahner, Über die Schriftinspiration. Questiones disputatae I (Herder, Friburgo de Br. 1958) p. 58.
[27] Über die Irrtumslosigkeit und die Einheit der Schrift, Stimmen der Zeit 174 (1964) 161-181.
[28] Ciertos autores quieren descubrir vestigios de esta carta perdida de San Pablo en 2 Cor 6,14-7,1.
[29] La epístola a los Laodicenses habría que identificarla, según bastantes autores, con la epístola a los Efesios, que originariamente llevaría en el saludo inicial “en Laodikéia”. Estas palabras habrían sido suprimidas –según el P. J. Vosté- por la terrible reprensión que lanza contra la iglesia de Laodicea el autor del Apocalipsis (Apoc 3,14ss).
[30] EB n. 77.