Biblia Comentada por Santos y Sabios
Servicios de los MSC Misioneros del Sagrado Corazón
Señor, ¿son pocos los que se salvan?
(Lc 13, 23)
Hay una pregunta que desde siempre se han planteado los creyentes: ¿son muchos o
pocos los que se salvan? En ciertas épocas, este problema se hizo tan agudo que
llevó a algunas personas a una angustia terrible. El Evangelio nos informa que
un día este problema fue planteado a Jesús: «Una persona le preguntó: "Señor,
¿es verdad que son pocos los que se salvan?"». La pregunta, como se ve, se
refiere al número: ¿cuántos se salvan, muchos o pocos? Jesús cambia el centro de
la atención del cuántos al cómo es posible salvarse, es decir, entrando por «la
puerta estrecha».
Es la misma actitud que se constata al afrontar el tema del regreso final de
Cristo. Los discípulos le preguntaron cuándo regresará el Hijo del Hombre y
Jesús responde indicando cómo prepararse para ese regreso (Cf. Mateo 24,3-4).
Esta manera de actuar de Jesús no es extraña ni descortés. Es simplemente la
actuación de quien quiere educar a los discípulos a pasar del nivel de la
curiosidad al de la auténtica sabiduría; de las cuestiones ociosas que apasionan
a la gente a los auténticos problemas de la vida. De aquí podemos comprender la
absurdidad de aquellos, como los Testigos de Jehová, que creen saber incluso el
número exacto de los salvados: 144 mil. Este número, que aparece en el
Apocalipsis, tiene un valor meramente simbólico (el cuadrado de 12, el número de
las tribus de Israel, multiplicado por mil) y se explica en esta expresión: «una
multitud inmensa, que nadie podía contar» (Apocalipsis 7, 4. 9). Después de
todo, si ése es realmente el número de los salvados, entonces podríamos ahorrar
todo esfuerzo, nosotros y ellos. En la puerta del paraíso deberían haber escrito
desde hace tiempo, como en el ingreso de algunos aparcamientos, el cartel
«Completo».
Si, por tanto, a Jesús no le interesa revelarnos el número de los salvados, sino
más bien la manera de salvarse, veamos qué es lo que nos dice en este sentido.
Dos cosas esencialmente: una negativa y una positiva; la primera, lo que no
sirve, después lo que sirve para salvarse. No sirve, o no basta, el hecho de
pertenecer a un determinado pueblo, a una determinada raza, tradición o
institución, aunque fuera el pueblo elegido del que procede el Salvador. Lo que
lleva a la salvación no es la posesión de algún título («Hemos comido y bebido
contigo»), sino una decisión personal, seguida por una conducta de vida
coherente.
Esto queda más claro todavía en el texto de Mateo, que pone en contraste entre
sí dos caminos y dos puertas, una estrecha y la otra amplia (Cf.
Mateo 7, 13-14). ¿Por qué les llama a estos dos
caminos respectivamente el "amplio" y el "estrecho"? ¿Es siempre fácil y
agradable el camino del mal, y duro y cansado el del bien? En esto hay que estar
atentos para no caer en la típica tentación de creer que a los malvados todo les
va magníficamente bien aquí, mientras que por el contrario a los buenos todo les
sale mal.
La senda de los impíos es amplia, sí, pero sólo al inicio. En la medida en que
se adentran en ella, se hace estrecha y amarga. Se hace, en todo caso, sumamente
estrecha al final, pues acaba en un callejón sin salida. La alegría que en ella
se experimenta tiene como característica el disminuir según se experimenta,
hasta crear náuseas y tristeza.
Se puede constatar en cierto tipo de embriaguez, como con la droga, el alcohol o
el sexo. Se necesita una dosis o un estímulo cada vez más fuerte para producir
un placer de la misma intensidad. Hasta que el organismo deja de responder y
entonces tiene lugar es derrumbe, con frecuencia incluso físico.
La senda de los justos, por el contrario, es estrecha al inicio, pero después se
hace amplia, pues en ella encuentran esperanza, alegría y paz del corazón. Lleva
a la vida y no a la muerte.
Raniero
Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.
Comentario a Lucas 13, 22-30.