2. Una Iglesia llena de vitalidad
El primer fruto de Pentecostés es la comunidad cristiana. Los que han acogido la predicación de Pedro, se han convertido a Cristo y han recibido el Espíritu (2,37-41) forman la primera comunidad cristiana. Y San Lucas nos presenta inmediatamente en tres densos resúmenes la vida de esta comunidad (2,42-47; 4,32-35;5,12-16). Una comunidad con enorme vitalidad, hasta el punto de que llama la atención y resulta atrayente para los no cristianos (2,47; 5,13). «Un solo corazón y una sola alma» (4,32) Uno de los aspectos de Pentecostés, tal como lo presenta San Lucas, es su condición de anti-Babel. En efecto, en el libro del Génesis se nos cuenta que toda la humanidad, que hablaba un mismo y único lenguaje, se llenó de confusión y se dispersó debido a la pretensión orgullosa de querer construir toda una civilización al margen de Dios (Gen 11,1-9); su arrogancia sólo consiguió que «cada uno no entendiera el lenguaje de su prójimo». En cambio, en Pentecostés se da el fenómeno opuesto. Se encuentra reunida una multiplicidad de lenguas, razas y pueblos, y, no obstante, cada uno oye a los apóstoles en su propia lengua (2,4-11). El Espíritu ha suscitado una unidad tan profunda que las diferencias étnicas, culturales y lingüísticas que suelen dividir a los pueblos quedan diluidas. Pentecostés es fuente de unidad. Esto mismo lo subraya San Lucas en los sumarios mencionados. En efecto, uno de los rasgos que más destaca en ellos es una sorprendente y atractiva unión entre los discípulos: «todos los creyentes vivían unidos» (2,44); «la multitud de los creyentes tenía un sólo corazón y una sola alma» (4,32); «solían estar todos con un mismo espíritu» (5,12). Es importante notar que no se trata de una unión puramente externa, sino interior y muy profunda, pues se sienten «un sólo corazón y una sola alma». Ahora bien, esto sólo es posible porque han recibido el Espíritu. Siendo el Espíritu el alma de la Iglesia, hace una sola cosa de todos los que forman parte de ella, pues todos tienen el mismo alma. Esto nos lo confirma San Pablo cuando, al hablar de la variedad y multiplicidad de los miembros del Cuerpo de Cristo, afirma: «Todos hemos sido bautizados en un sólo Espíritu para formar un solo Cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres; y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Cor 12,13). Y lo mismo cuando llama a superar las divisiones «poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu» (Ef 4,3), es decir, la unidad que crea el Espíritu, pues los cristianos forman «un solo Cuerpo y un solo Espíritu» (Ef 4,4). Por tanto, un aspecto esencial de la Iglesia es la unidad. Así la confesamos en el Credo: «Creo en la Iglesia una». Esta unidad no es obra humana, basada en afinidades naturales o en tendencias y gustos comunes, sino fruto del Espíritu que realiza el milagro de la unidad en medio de una impresionante variedad. Donde hay división hay falta de Espíritu Santo: no porque Él no se dé, sino porque no es verdadera y plenamente acogido. «Todo en común» (2,44) Esta dimensión de la comunión o «koinonía» (2,42) es sin duda la más resaltada en los sumarios de Hechos. Es sobre todo, como hemos dicho, algo interior y consecuencia de Pentecostés, pues uno de los frutos principales de la acción del Espíritu Santo es la unión de los corazones; donde hay apertura a su acción, se produce siempre la unión y la comunión entre las personas. La unidad entre los creyentes no la producen las normas ni las estructuras –que al principio ni siquiera existían–, sino la acogida del mismo y único Espíritu. Sin embargo, esta unión de los corazones tiene sus expresiones externas. En primer lugar la «unanimidad»: así se puede traducir el adverbio de 2,46 y 5,12 («solían estar todos con un mismo espíritu»). Y también la expresión de 4,32 («un solo corazón y una sola alma») puede significar «pensar y sentir lo mismo». La comunión producida por el Espíritu se manifiesta en sintonía, en unidad de criterios y afectos. Sin proponerse expresamente unos planes o unos objetivos comunes viven de hecho en esa unanimidad. Pero la manifestación más subrayada por San Lucas es la comunión de bienes. Se insiste en que «tenían todo en común» (2,44), que «vendían sus posesiones y sus tierras y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (2,45), que «nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era común entre ellos» (4,32), que «no había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad» (4,34-35). Es importante notar de dónde brota el tener todo en común: «nadie consideraba suyos a sus bienes». Si todo se comparte es porque se tiene conciencia de no ser dueño absoluto; al ver a los demás como cosa propia, miembros del mismo cuerpo, se considera normal que los bienes de que cada uno dispone no son posesión individualista, sino que han sido recibidos para servicio de todo el cuerpo y de cada uno de sus miembros. La consecuencia es que «no había entre ellos ningún necesitado», pues «se repartía a cada uno según su necesidad». Se cumple así el deseo que Dios había manifestado ya en el A.T.: «no habrá pobres entre vosotros» (Dt 15,4). La comunidad cristiana imita y prolonga la acción providente de Dios que cuando había asumido la guía directa del pueblo en el desierto lo había hecho de manera que «ni los que recogieron mucho tenían de más, ni los que recogieron poco tenían de menos, sino que cada uno había recogido lo que necesitaba para su sustento» (Ex 16,18). Y se cumple el deseo del corazón humano que anhela la igualdad entre todos los hombres... La comunión de bienes aparece así como una novedad atrayente (cf. 2,47; 4,33; 5,13), como un signo poderoso de la presencia de Dios en medio de su pueblo, como fruto maduro de la acción del Espíritu que destruye el mayor muro que existe entre los hombres: el egoísmo. Sin embargo, conviene no olvidar la enseñanza de los Hechos a este respecto: la comunión se realiza de arriba abajo y de dentro afuera. De arriba abajo, porque no es fruto de la iniciativa humana, sino don del Espíritu cuando es acogido sin condiciones; de dentro afuera, porque no se consigue con acuerdos externos, sino como consecuencia de la unión de los corazones transformados por la gracia. Una comunidad de hermanos A la luz de esto entendemos mejor el valor y la fuerza del término «hermanos» con que el libro de los Hechos se refiere frecuentemente a los cristianos (1,15; 6,3; 9,30; 11,1; 12,17). Hijos de Dios por el bautismo, los discípulos forman una verdadera familia con unos vínculos incomparablemente más fuertes y profundos que los de la carne y la sangre. Se cumplen también así las palabras de Jesús: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?... Todo el que cumple la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (Mt 12,46-50). Una de las manifestaciones de esta fraternidad es la acogida y la hospitalidad espontánea y cordial (10,6.48; 15,33; 16,15.33; 18,3.27; 21,4; 27,3; 28,14-15). Se pone a disposición de los hermanos –sobre todo de los que están empeñados en las tareas de evangelización: cf. 1 Cor 9,14– la casa, los alimentos y todo aquello que necesitan. Por otra parte, no se trata de una fraternidad acéfala. La comunidad aparece guiada por los Doce (1,12-26; 6,2-6; 8,14ss; 11,22; 15,22ss), a cuya cabeza está Pedro (1,15-22; 2,14ss; 5,29; 10,1-48; 11,1-18;12,5). Los apóstoles tienen también sus colaboradores (6,1-6; 8,5.12.38.40). A este respecto, es particularmente significativa la manera usada para la toma de decisiones. Cuando se trata de elegir el sustituto de Judas (1,15ss), Pedro expone la situación e indica con la ayuda de la Palabra de Dios los criterios que se han de tener en cuenta para la elección; entonces la comunidad propone dos nombres y, después de orar, lo echan a suertes. Cuando crece el número de los discípulos y los apóstoles no pueden seguir atendiendo las necesidades materiales (6,1ss), los Doce reúnen a la comunidad y les manifiestan la solución que consideran oportuna, invitando a la asamblea a que propongan a siete hermanos que puedan realizar ese servicio; en efecto, la comunidad elige los que le parecen más idóneos, los presentan a los apóstoles y estos, después de orar, les imponen las manos encomendándoles la misión. Del mismo modo, cuando se plantea la cuestión de si los convertidos del paganismo deben cumplir o no la ley de Moisés, Pablo y Bernabé deciden someter el asunto a los apóstoles (15,1ss); después de una no fácil deliberación, se llega a una decisión que entienden que ha sido inspirada por el Espíritu (15,28). Percibimos así un admirable equilibrio y armonía. Bajo la guía del Espíritu, ni la fraternidad se convierte en anarquía destructiva, ni la autoridad degenera en imposición despótica y arbitraria. Todos escuchan primero a Dios y luego a los hermanos; más aún, escuchan a Dios a través de los hermanos. En constante crecimiento Uno de los rasgos más llamativos que manifiestan la vitalidad de la Iglesia primitiva es su constante crecimiento. Se percibe inmediatamente un organismo vivo en expansión continua y en robustecimiento creciente. Animada por el Espíritu Santo, que la llena de gozo y consolación, la Iglesia es edificada en sus diversas comunidades y progresa en el temor del Señor (9,31). Este crecimiento no es un dato accesorio. San Lucas le da mucha importancia, puesto que insiste reiteradamente en él. Ya desde el mismo día de Pentecostés son multitudes las que se convierten, abrazan la fe y se hacen bautizar (2,41). Más aún, se destaca que la comunidad crece, por la acción invisible pero eficaz del Señor, «cada día» (2,47). Constantemente hay gente que acoge la Palabra de Dios y cree (4,4). Casi en cada página escuchamos con asombro que «los creyentes cada vez en mayor número se adherían al Señor, una multitud de hombres y mujeres» (5,12). Se nos dice que los discípulos «se multiplican» (6,1.7). Lo mismo ocurre cuando el evangelio sale de la tierra de Israel y penetra de lleno en el ámbito pagano. En Antioquía, como el Señor estaba con ellos, «un crecido número recibió la fe y se convirtió al Señor» (11,21). También se destaca la bondad, la fe y la docilidad de los evangelizadores al Espíritu, que tiene como consecuencia que «una considerable multitud se agregó al Señor» (11,24). Incluso en medio de las dificultades y persecuciones, «la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba» (12,24). Los gentiles se alegran de recibir el Evangelio, glorifican la Palabra del Señor, y ésta «se difundía por toda la región» (13,48-49). Por lo demás, no se trata sólo de crecimiento numérico, sino de afianzamiento y robustecimiento de las comunidades. Además de crecer en número «de día en día», «las Iglesias se afianzaban en la fe» (16,5). «La Palabra del Señor crecía y se robustecía poderosamente» (19,20). «Crecía y se fortalecía» se afirma también de Jesús niño (Lc 2,40). De manera similar a como la Palabra hecha carne crecía y se fortalecía en cuanto hombre, ahora la Palabra transmitida por los evangelizadores crece y se fortalece en el corazón de los que le acogen por la fe; la Iglesia, Cuerpo de Cristo, tiene que continuar creciendo y fortaleciéndose –lo mismo que su Cabeza y bajo su influjo– hasta el fin de los tiempos, hasta llegar «a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13). Ahora bien, este crecimiento sólo será posible en la medida que nuestras comunidades tengan la misma vitalidad y frescor que la Iglesia de los Hechos de los Apóstoles, manifiesten el mismo vigor y susciten el mismo atractivo. El obstáculo para el crecimiento de la Iglesia no reside en las dificultades externas, por muchas y graves que sean, sino en la propia falta de vitalidad. Sólo una Iglesia joven y viva, que refleje y testimonie en su existencia concreta la novedad traída por Cristo y su evangelio, será capaz de evangelizar el mundo de hoy. En cambio, los síntomas de vejez y anquilosamiento sólo consiguen repeler a los no creyentes, pues la sal que se vuelve sosa no sirve más que para tirarla y para que la pisoteen los hombres (Mt 5,13). La falta de crecimiento –o, aún peor, la disminución– de muchas comunidades delata la falta de vitalidad espiritual y evangélica. Llenos de gozo Una de las características de la experiencia cristiana, tal como la presenta el libro de los Hechos, es la alegría. San Pablo presenta la alegría como fruto del Espíritu (Ga 5,22). Y el evangelio de San Lucas aparece envuelto en una atmósfera de alegría (Lc 1,28.46.58; 2,10; 10,17.20.21; 13,17; 15,7.10.32; 19,6.37; 24,41.52): la llegada de Jesús, de su salvación, de su palabra.... llenan de gozo el corazón de quienes lo acogen. También en este aspecto los Hechos de los Apóstoles son prolongación del tercer evangelio: la efusión del Espíritu y la predicación de la Buena Nueva son fuente de gozo, y de gozo pleno y duradero. La alegría aparece así como distintivo de la comunidad cristiana. Ya en el primer resumen se nos dice que la comunidad de Jerusalén surgida de Pentecostés vivía en el gozo: «tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (2,46). Esta alegría se expande al mismo tiempo que se extiende el evangelio; cuando Felipe predica en Samaria y la gente comprueba el poder de la Palabra que sana, «hubo una gran alegría en aquella ciudad» (8,8); no una alegría cualquiera, sino «grande». Del mismo modo el etíope, que había vivido en la esterilidad –caminaba por el desierto, era eunuco–, al recibir el anuncio de la Buena Nueva y las aguas del bautismo, experimenta una nueva vida y una inesperada fecundidad en su existencia de tal manera que «siguió gozoso su camino» (8,26-40). Los gentiles se alegran de ser los destinatarios de la Buena Nueva de la Salvación (13,48). Y cuando la acogen– a pesar de las contradicciones y persecuciones– «quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo» (13,52), es decir, del gozo que produce el Espíritu Santo. De igual modo el carcelero de Filipos y su familia, que recibieron el evangelio y el bautismo en circunstancias tan atípicas, se alegraron «por haber creído en Dios» (16,34). Sin embargo, hay una causa de gozo que resulta sorprendente. Cuando la hostilidad de los judíos se hace más virulenta y encarcelan a los apóstoles, cuando «se consumían de rabia y trataban de matarlos» (5,33), cuando se salvan gracias a la prudente intervención de Gamaliel y «sólo» son azotados, entonces nos refiere San Lucas que «ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre» de Jesús (5,41). Es esta una alegría humanamente inexplicable. Es la alegría en el dolor. Un gozo que sólo puede ser causado por el Espíritu Consolador. Allí donde todo parecía inclinar a la tristeza y al abatimiento, surge un gozo nuevo e incontenible. Es la alegría de la cruz, de la unión al Crucificado y de la fecundidad del dolor. Es la alegría de las bienaventuranzas, que se realizan en los apóstoles. En ellos se han cumplido las palabras de Jesús: «Dichosos vosotros cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Una alegría similar debieron experimentar Pablo y Silas en Filipos cuando, «después de haberles dado muchos azotes» (16,23), los sorprendemos en la cárcel –totalmente heridos y magullados– «en oración cantando himnos a Dios» (16,25). La consecuencia ya la sabemos: la conversión del carcelero y de toda su familia. Aquellos paganos habían quedado cautivados por la alegría sobrehumana e inexplicable de los apóstoles... La fuerza del martirio Los casos referidos son sólo una mínima parte en el conjunto del libro de los Hechos. Prácticamente desde que la Iglesia comienza a caminar y se inicia la predicación evangélica, surge la persecución y la contradicción. La Iglesia vive bajo el signo de la cruz. Pedro y Juan son arrestados por curar a un tullido y predicar al pueblo (4,1-3); en esta ocasión se les prohibe predicar, pero no se atreven a castigarlos. En cambio, cuando los apóstoles vuelven a ser encarcelados, como hemos visto, son azotados (5,40). Pedro volverá a ser puesto en prisión y será milagrosamente liberado (cp. 12). Tras la prisión y lapidación de Esteban (cp. 7), «se desató una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén» (8,1), hasta el punto de que se hace necesaria la dispersión. Quizá Saulo es el que más hostilidad despierta en torno a sí. En Damasco, al poco tiempo de su conversión, «los judíos tomaron la decisión de matarle» (9,23); para salvarle, los hermanos hubieron de descolgarle por la muralla de noche dentro de una espuerta. Más tarde, en Jerusalén son los helenistas quienes de nuevo «intentaban matarle» (9,29); esta vez los hermanos le hicieron embarcar hacia Tarso, su patria natal. En su primer viaje misionero, en Antioquia de Pisidia, al acudir muchos a escuchar la Palabra, los judíos «se llenaron de envidia y contradecían con blasfemias cuanto Pablo decía» (13,45); no contentos con ello, y ante el éxito de los apóstoles, «promovieron una persecución contra Pablo y Bernabé y los echaron de su territorio» (13,50). En Iconio envenenaron los ánimos contra los hermanos (14,2), y tanto judíos como gentiles con sus jefes les ultrajaron y les intentaban apedrear (14,5). Lo que no consiguieron en Iconio sí lo hicieron en Licaonia: apedrearon a Pablo, hasta el punto de darlo por muerto (14,19). Ya en su segundo viaje, en Filipos es azotado y encarcelado (16,22-24) junto con Silas. También en Tesalónica encuentra oposición (17,5-9), y lo mismo en Berea (17,13-14). En Atenas es la indiferencia y el escepticismo (17,329 lo que hace sangrar el corazón del apóstol. También en Corinto halló dificultades, hasta el punto de tener que ser confortado por el Señor (18,9-10); finalmente acabó ante el tribunal (18,12ss). En el tercer viaje, en Éfeso surge una revuelta «con motivo del Camino» (19,23). De regreso hacia Jerusalén el Espíritu le testifica que le aguardan «prisiones y tribulaciones» (20,23). Y así sucede: apresado en Jerusalén, donde los judíos intentan eliminarlo, permanecerá dos años encarcelado en Cesarea y después en Roma... El martirio es consustancial a la vida de la Iglesia. También aquí resultan proféticas las palabras de Jesús: «Seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra» (1,8). Testimonio quiere decir martirio. Fortalecida por el Espíritu, la Iglesia continuará hasta el fin del mundo dando testimonio de la presencia y de la fuerza de Cristo Resucitado mediante el martirio de sus hijos. Del mismo que Jesús había afirmado que era necesario que el Hijo del Hombre sufriera, fuera reprobado y matado para resucitar (Mc 8,31), Pablo exhorta a sus comunidades sin ambages: «Es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (14,22). Porque lo que pone de relieve el libro de los Hechos es que la persecución no es obstáculo para la misión de la Iglesia. Todo lo contrario: junto a los diversos textos de persecución que hemos ido mencionando, aparece referido una y otra vez que muchos abrazaban la fe, que la Iglesia crecía y se robustecía, que los discípulos quedaban llenos de alegría y de Espíritu Santo... Es lo que más tarde formularía tan acertadamente Tertuliano: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos». Esto lo vemos particularmente ejemplificado en el martirio de Esteban, el primer mártir cristiano. Su muerte es prolongación de la de Jesús: como Jesús es condenado por proclamarse Hijo de Dios (Mt.26,63-66), también Esteban por proclamarle glorificado, sentado a la diestra de Dios (7,56); lo mismo que Jesús, Esteban muere fuera de la ciudad, como un proscrito (7,57); como Jesús se abandona en manos del Padre (Lc 4,46), Esteban se confía en las manos de Jesús, el Señor resucitado (7,59); como Jesús (Lc 23,34), también Esteban muere perdonando (7,60). Y como la muerte de Jesús había sido fecunda (Jn 12,24), también la de Esteban: San Lucas parece sugerir que la conversión de Saulo está de algún modo vinculada al martirio de Esteban; y esta muerte es al menos la ocasión de que el Evangelio se extienda fuera de Jerusalén y Judea (8,4). La embriaguez del Espíritu Todos estos rasgos que percibimos en la Iglesia primitiva (alegría en medio de las dificultades, valentía en la persecución y el martirio, caridad fraterna, comunión de bienes...) constituyen un conjunto sumamente atrayente para unos (2,47; 4,33; 5,13) y motivo de repulsa para otros, como hemos visto. Nadie queda indiferente: como Jesús (Lc 2,34), también la Iglesia es signo de contradicción (14,4). Y es que ese conjunto de rasgos resulta humanamente inexplicable. La comunidad cristiana aparece a los ojos de los no creyentes a la vez fascinante y temible, sorprendente y hasta desconcertante. Por eso ya la misma mañana de Pentecostés la gente se reía de ellos diciendo que estaban borrachos (2,13). Este detalle, que fácilmente pasa desapercibido como algo anecdótico, constituye sin embargo una clave explicativa de la vida de la Iglesia primitiva: los discípulos viven embriagados del Espíritu, del vino nuevo aportado por Jesús con su Pascua. Del mismo modo que el que está ebrio de licor pierde el uso de su razón y queda a merced de sus instintos, el que es lleno del Espíritu y de Él se embriaga ya no actúa conforme a la lógica razonable y a los esquemas preestablecidos, sino que queda a merced del impulso del Espíritu, instinto divino infinitamente superior a toda lógica humana. El ebrio de Espíritu Santo vive y actúa conforme a criterios y valoraciones sobrehumanas, que están muy por encima de los estrechos límites de la razón. Por eso resulta siempre nuevo y creativo, no se repite. Pero para el que vive a ras de tierra, anclado –anquilosado– en la cárcel de las prudencias humanas, todo eso le parece locura (1 Cor 2,14) y tacha de loco al hombre de Dios como hicieron con el propio Jesús (Mc 3,20-21). El «vino nuevo» del Espíritu reclama los «odres nuevos» (Mc 2,22) de una mentalidad nueva, de un estilo nuevo, de unas instituciones nuevas...
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