¿Cómo vivimos la eucaristía? Tres indicios para el diagnóstico
Catequesis del Papa Francisco
12 de febrero de 2014
- Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la última catequesis he puesto de relieve como la Eucaristía nos
introduce en la comunión real con Jesús y su misterio. Ahora podemos
hacernos algunas preguntas sobre la relación entre la Eucaristía que
celebramos y nuestra vida, como Iglesia y como cristianos a nivel
individual. Nos preguntamos: ¿cómo vivimos la Eucaristía? ¿Cómo vivimos la
Misa, cuando vamos a Misa el domingo? ¿Es sólo un momento de fiesta, una
tradición consolidada, una ocasión para encontrarse o para sentirse bien, o
es algo más?
Hay señales muy concretas para comprender cómo vivimos todo esto. Cómo
vivimos la Eucaristía. Señales que nos dicen si vivimos bien la Eucaristía o
si no la vivimos tan bien. La primera pista es nuestra
manera de ver y considerar a los otros. En la Eucaristía, Cristo siempre
lleva a cabo nuevamente el don de sí mismo que ha realizado en la Cruz. Toda
su vida es un acto de total entrega de sí mismo por amor; por eso Él amaba
estar con sus discípulos y con las personas que tenía ocasión de conocer.
Esto significaba para Él compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba
sus almas y sus vidas. Ahora, cuando participamos en la Santa Misa, nos
encontramos con hombres y mujeres de todas las clases: jóvenes, ancianos,
niños; pobres y acomodados; originarios del lugar y forasteros; acompañados
por sus familiares y solos... Pero la Eucaristía que celebro, ¿me lleva a
sentirlos a todos, realmente, como hermanos y hermanas? ¿Hace crecer en mí
la capacidad de alegrarme con el que se alegra y de llorar con el que llora?
¿Me empuja a ir hacia los pobres, los enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a
reconocer en ellos el rostro de Jesús? Todos vamos a Misa porque amamos a
Jesús y queremos compartir su pasión y su resurrección en la Eucaristía.
Pero, ¿amamos como Jesús quiere que amemos a aquellos hermanos y hermanas
más necesitados? Por ejemplo, en Roma, estos días hemos visto tantos
problemas sociales: la lluvia que ha provocado tantos daños a barrios
enteros; la falta de trabajo, provocada por esta crisis social en todo el
mundo... Me pregunto y cada uno de nosotros preguntémonos: yo que voy a
Misa, ¿cómo vivo esto? ¿Me preocupa ayudar? ¿Me acerco? ¿Rezo por ellos que
tienen este problema? O soy un poco indiferente... O quizá me preocupo de
charlar: '¿Pero has visto cómo estaba vestida aquella o cómo estaba vestido
aquel?' A veces se hace esto, ¿no? Después de Misa, ¿o no? ¡Se hace! ¿Eh? ¡Y
eso no se tiene que hacer! Tenemos que preocuparnos por nuestros hermanos y
hermanas que tienen una necesidad, una enfermedad, un problema... Pensemos,
nos hará bien hoy, pensemos en estos hermanos y hermanas que tienen hoy
problemas aquí en Roma. Problemas por culpa de la lluvia, por esta tragedia
de la lluvia, y problemas sociales de trabajo. Pidamos a Jesús, a este Jesús
que recibimos en la Eucaristía, que nos ayude a ayudarles.
Un segundo indicio, muy importante, es la gracia de
sentirnos perdonados y dispuestos a perdonar. A veces alguno pregunta:
‘¿Para qué se debería ir a la iglesia, dado que el que participa
habitualmente en la Santa Misa es pecador como los demás?’ ¿Cuántas veces
hemos escuchado esto? En realidad, quien celebra la Eucaristía no lo hace
porque se considera o quiere parecer mejor que los demás, sino precisamente
porque se reconoce siempre necesitado de ser acogido y regenerado por la
misericordia de Dios, hecha carne en Jesucristo. Si cada uno de nosotros no
se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se siente pecador, es
mejor que no vaya a Misa, ¿eh? ¿Por qué? Nosotros vamos a Misa, porque somos
pecadores y queremos recibir el perdón de Jesús. Participar de su redención,
de su perdón. Ese ‘Yo confieso’ que decimos al principio no es un pro forma,
¡es un verdadero acto de penitencia! Soy pecador, me confieso. ¡Así empieza
la Misa! No debemos nunca olvidar que la Ultima Cena de Jesús ha tenido
lugar “en la noche en que iba a ser entregado” (1 Cor 11, 23). En ese pan y
en ese vino que ofrecemos y en torno al cual nos reunimos se renueva cada
vez el don del cuerpo y de la sangre de Cristo para la remisión de nuestros
pecados. ¿Eh? Tenemos que ir a Misa humildemente, como pecadores. Y el Señor
nos reconcilia.
Un último indicio precioso nos lo ofrece la relación entre
la celebración eucarística y la vida de nuestras comunidades cristianas. Es
necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos
nosotros; no es una conmemoración nuestra de aquello que Jesús ha dicho e
hecho. No. ¡Es precisamente una acción de Cristo! Es Cristo que actúa ahí,
que está sobre el altar. Y Cristo es el Señor. Es un don de Cristo, el cual
se hace presente y nos reúne en torno a sí, para nutrirnos de su Palabra y
de su vida. Esto significa que la misión y la identidad misma de la Iglesia
surgen de allí, de la Eucaristía, y allí toman siempre forma. Una
celebración puede resultar también impecable desde el punto de vista
exterior. ¡Bellísima! Pero si no nos conduce al encuentro con Jesucristo,
corre el riesgo de no traer ningún alimento a nuestro corazón y a nuestra
vida. A través de la Eucaristía, en cambio, Cristo quiere entrar en nuestra
existencia y permearla de su gracia, para que en cada comunidad cristiana
haya coherencia entre liturgia y vita. El corazón se llena de confianza y de
esperanza pensando en las palabras de Jesús recogidas en el evangelio: “El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en
el último día” (Jn 6, 54). Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de
oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de preocupación
por los necesitados, y por las necesidades de tantos hermanos y hermanas, en
la certeza de que el Señor realizará aquello que nos ha prometido: la vida
eterna. ¡Así sea!
(Papa Francisco, audiencia general, 12 de febrero de 2014)