EL MAESTRO EN LA BIBLIA: El Maestro en el Antiguo Testamento
por Mons. Gianfranco Ravasi
I. La parábola anticotestamentaria del enseñar
1. Primado
de la teofanía
Los (tres) lugares de la teofanía
b) Los
sacerdotes-profetas-sabios
I. La Parábola anticotestamentaria del Enseñar
Hablamos de "parábola" porque se trata de describir una especie de recorrido, que comprende dos etapas: 1ª Primacía de la teofanía, o sea el Señor que es Maestro; 2ª El hombre, que a su vez deviene maestro, tras haber escuchado a Dios Maestro.
El punto de partida es siempre la gracia. Al principio está la epifanía de Dios. Al principio está la Palabra divina que rompe el silencio de la nada y de la ignorancia del hombre. «Dijo Dios: "Que exista la luz". Y la luz existió». Al comienzo está esta Palabra, radical y fundamental, sin la cual se tendría el vacío, la nada. Ninguna otra palabra resonaría. Al principio está esta presencia absoluta del único Señor y Maestro que es Dios.
San Pablo (en Rm 10,20) se sorprende ante una bellísima frase di Isaías: «El profeta se atreve a decir: "Yo, el Señor, me hice encontradizo de los que no me buscaban, me presenté a los que no preguntaban por mí"». El hombre se iría por sus veredas, se perdería por el infinito lejano, si en una encrucijada no se le presentara la epifanía de Dios, su Palabra. Al principio, pues, está la Sabiduría de Dios. En el Génesis (1,3) tenemos precisamente esta frase: «Dijo Dios». O en el Nuevo Testamento: «En arjé én ho logos, al principio ya existía la Palabra (por excelencia)», la gran teofanía inicial, sin la cual non hay ninguna enseñanza. Sin la gracia no existe nuestra palabra; sin la Palabra de Dios no hay palabras nuestras.
¿Dónde y cómo se manifiesta Dios? Recordemos tres lugares en los que se ofrece la "lección" de Dios, la primera lección absoluta.
1º. La Palabra o lección de Dios se manifiesta ante todo en la Toráh (nombre derivado de una raíz hebrea, jrh, que significa "enseñar"). Es la enseñanza por excelencia, la "doctrina" por excelencia de Dios. Por ello debemos escuchar la primera lección divina mediante la escucha de la Ley. Todo el Salmo 119 (118 de la Vulgata) es un himno grandioso, monumental, a la Palabra de Dios más que a la Ley (Toráh). Pascal lo recitaba todas las mañanas; antes, por lo menos en el breviario del rito ambrosiano, se rezaba enterito todos los días, durante las horas de la jornada. Es una alabanza continua, una especie de movimiento perpetuo: no sólo presenta una construcción en 22 estrofas, con el consabido juego alfabético, sino que cada versillo lleva al menos una de las ocho palabras con que se define la Palabra de Dios. Y bien, este canto continuo de la Palabra de Dios es la celebración de la primera y fundamental lección que debemos escuchar, una lección de vida (es también ley), no sólo una lección de conocimiento del misterio de Dios.
En el Salmo 25 (versos 4, 5, 8, 9, 10 y 12) se pide continuamente a Dios que, revelándonos su Palabra, nos indique el camino. «Yo soy el camino, la verdad y la vida», dirá Cristo. Con un pequeño particular: en hebreo, el término camino, derek, tiene probablemente una raíz de origen cananeo que significa el vigor sexual, la energía vital. Por eso, decir: «Yo soy el camino y la vida» puede expresarse casi con una palabra sola: «Yo soy el camino». Indicar el camino quiere decir también indicar el camino de la vida. Por otro lado, el camino en todas las culturas es un gran símbolo de la existencia misma. En este sentido la celebración del camino que la Toráh nos ofrece es la celebración, como dice el Salmo 119, de la lámpara que ilumina los pasos de nuestra existencia (v. 105).
Por fin, en el Salmo 143,10 pedimos: «Enséñame (¡es el verbo del maestro, dirigido a Dios!), enséñame a cumplir tu voluntad, pues tú eres mi Dios. Tu aliento benéfico me guíe por tierra llana». Encontramos aquí las dos imágenes, las dos componentes: «Enséñame tu voluntad», no sólo tu misterio, sino un misterio eficaz, que actúa en mí. Y luego me guiarás «por tierra llana», en el sendero de la existencia.
2º. La epifanía del Maestro-Señor se presenta en sus obras salvíficas, en sus acciones de salvación, como leemos en el Salmo 103 (verso 7): «Enseñó sus caminos a Moisés y sus caminos [hazañas] a los israelitas». Por la ley del paralelismo, aquí se describen no ya "mis caminos", sino "los caminos de Dios". ¿Y cuál es el camino de Dios? Son sus obras, sus hazañas de salvación en la historia. La Biblia es la historia de Dios y la celebración del Dios de la historia, la Biblia es una historia de la salvación.
Algunas consecuencias de esta tesis fundamental. Los hebreos llamaron por mucho tiempo a Moisés con un apelativo: morenu, que significa "nuestro maestro". ¿Y cómo se configura este "nuestro maestro"? «Yo estaré en tu boca», dice el Señor a Moisés, «y te enseñaré lo que tienes que decir» (Ex 4,12; cfr 24,12). ¿Y qué hará después Moisés? Hablará y salvará. O sea que Dios se sirve también de maestros concretos. Para su historia de la salvación pasa a través nuestro, aun siendo frágiles. A Moisés habría que haberle elegido el último como maestro: era balbuciente, incapaz de hablar, sufría una deficiencia constitucional: «Manda a otro (se excusa en Ex 4,13; como sucede en otros relatos de "vocación con objeción").
Una segunda consideración. ¿Qué debemos transmitir o narrar en nuestra catequesis? ¿Qué enseñar? La respuesta se encuentra en el Salmo 78 (el segundo más largo de la Biblia, tras el 119), que podemos titular come hace la Bible de Jérusalem: «Las lecciones de la historia de salvación». Lo que hemos de transmitir y anunciar es no el Dios remoto y abstracto, no «el Dios de los filósofos» (para usar la famosa expresión del Memoriale de Pascal), no el Dios de los sabios, sino el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios salvador.
3º. Después de la epifanía de Dios en la Toráh y en la historia, la epifanía de Dios se manifiesta también en la oscuridad de la prueba, en la tiniebla, en su silencio. A este respecto, dos libros del Antiguo Testamento son particularmente interesantes y significativos: Qoélet y Job. En ellos se logra ver la revelación de Dios dentro del silencio.
Pero no nos dan la manifestación del Dios-Maestro, que en cambio encontramos explícitamente en un versillo del Deuteronomio (8,5): «El Señor, tu Dios, te ha educado como un padre educa a su hijo». Es hermosa esta imagen del maestro-padre (estos dos aspectos coinciden también en los Proverbios: el maestro es asimismo padre, el discípulo es hijo). Este maestro conoce incluso el camino de la dureza, un camino que el discípulo no alcanza a comprender: «Vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55,8).
Hay, pues, una paideia, si queremos usar la expresión griega, una pedagogía divina purificadora. Hay una palabra divina que desconcierta, en el bien y en el mal. En Jeremías (23,29) la Palabra de Dios está representada como un martillo que rompe la roca, una llama ardiente que quema y consume. Frecuentemente, en el Antiguo Testamento, la Palabra de Dios se autopresenta con imágenes "ofensivas". Y esto sucede también en el Nuevo: la carta a los Hebreos (4,12) evoca la Palabra de Dios come espada que hiende la superficie, la piel, y penetra hasta las junturas, los huesos, la médula. Hay, pues, una paideia que se desarrolla en la oscuridad (un tema muy bello y sugestivo). En vez de sentirse embarazados, es necesario dar gracias a Dios de que en el Antiguo Testamento haya un libro come Qoélet —también él Palabra de Dios—, un libro de la crisis, crisis de la Sabiduría: un maestro que no cree ya en lo que enseña, y que tal vez ya no espera nada, pero que de todos modos reflexiona sobre este misterioso hablar-enseñar de Dios a través de su silencio, a través del vacío. Asimismo es significativo que en el Antiguo Testamento encontremos páginas como las del libro de Job, donde el protagonista blasfema. En ese momento, Dios pasa casi a través de la negación de sí mismo. Como decía Bonhoeffer, Dios no nos salva en virtud de su omnipotencia —en cuanto Señor y Maestro o Dueño—; Dios nos salva en virtud de su debilidad, haciéndose hermano del hombre en Cristo, a través de su impotencia, del sufrimiento. Por eso, hablando de la enseñanza del Maestro divino a través del silencio y de la prueba, es necesario recordar que, también en ese momento, Dios sigue siendo el Maestro que sirve; más aún, quizás entonces está más cercano que nunca al hombre.
Oseas (11,3-4) expresa la ternura paterna aun en la severidad: «Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos... Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño». Efraín se mostró rebelde, pero este padre, aunque el hijo no entiende, tiene siempre vínculos de amor, incluso cuando le castiga, como un padre corrige al hijo. A este respecto hay una preciosa imagen del gran pensador danés Soeren Kierkegaard, en su libro Temor y temblor, dedicado en su mayor parte a Gén 22 (el sacrificio de Isaac). Soeren Kierkegaard usa esta imagen, que por lo demás es real en Oriente: la madre, cuando debe destetar al hijo, se tizna de negro el seno, para que el niño deje de desearlo y empiece a nutrirse por sí solo. En ese momento el niño odia a su madre, porque ésta le quita la fuente del sustento y también del placer (pensemos en lo que dice el psicoanálisis al respecto); y sin embargo, él no sabe que en tal momento la madre, mientras lo separa de sí y parece cruel, nunca lo ha amado tanto, pues lo está ayudando a ser hombre capaz de vivir por sí mismo en el mundo, lo hace criatura libre (¡y cuantas madres no han separado al hijo del seno, si bien no en el sentido material, haciéndole todavía dependiente!). Así pues, aun en el momento de la prueba, no debemos nunca olvidar el misterio del Dios Padre y Madre.
El hombre instruido por Dios se vuelve a su vez maestro, es enviado como maestro. Tres breves consideraciones al respecto.
El magisterio fundamental es el que pasa a través de la comunicación interpersonal, la catequesis familiar, una relación de amor. Tenemos ejemplos muy iluminadores al respecto. En Proverbios, el padre continuamente dice: «Hijo mío...», y al hijo le da su sabiduría. En este caso el maestro, que es padre, no puede sino desear que el discípulo crezca; cosa que en cambio el maestro-amo no quiere, porque es celoso de su supremacía intelectual. El padre piensa: "A él le toca crecer, a mí menguar", como el Bautista (cfr Jn 3,30). Y el capítulo 31 (de Proverbios), con ese extraño final del elogio de la mujer sensata, es probablemente también la conclusión de un itinerario didáctico Tras haber desarrollado su lección, el maestro-padre saluda al hijo que ha encontrado esposa. Ésta es una mujer ideal, perfecta, pero es también la Sabiduría: el joven se ha convertido a su vez en maestro, en sabio. Tal habría de ser nuestra finalidad: desaparecer, enseñando a los otros. Debemos hacer que el otro sea capaz de crecer en la fe y en el conocimiento, y luego retirarnos.
En Éxodo 12, con la descripción del rito pascual, encontramos lo que los hebreos hacen a través de la haggadáh. Ésta es una narración que incluye un diálogo entre el padre y el hijo sobre el significado de los ritos, para llegar al descubrimiento de la acción de liberación de Dios. Vemos aquí cuál es la función del maestro en la familia, en la relación de amor: es la función de enseñar la libertad, dar a conocer un Dios que es liberador, no uno que te echa encima la capa de plomo de sus normas, sino quien te indica el camino gozoso de su voluntad, que es libertad y salvación.
Por último, el Salmo 78 en sus primeros diez versos nos ofrece una sugestiva representación de la catequesis. ¿Qué es la verdadera catequesis eclesial? Es un continuo comunicar, de padre a hijo, de generación en generación, las grandes obras de Dios, la gran línea dinámica de salvación en la que estamos inmersos.
Entre los maestros están también los sacerdotes, los sabios, los profetas. Podríamos ofrecer muchos datos sobre este tipo de enseñanza. Baste citar como ejemplo 1Sam 3. El sacerdote Elí, maestro de Samuel, es el director espiritual por excelencia: no se sustituye al discípulo, sino que le enseña cómo descubrir su vocación, de quién es la voz que le llama de noche.
Otro modelo, muy interesante para el aspecto de la inculturación, sería el maestro que hacia el año 30 a.C. escribió el libro de la Sabiduría. Él se presenta como Salomón, el supremo sabio, y su libro es un intento de reescribir la gran lección de Israel con las categorías filosóficas del mundo griego, en otro horizonte cultural. Pablo es el más alto ejemplo de esta operación de mediación cultural, de inculturación, de retranscribir el mensaje semítico de Cristo en nuevas coordinadas, en modalidades nuevas.
En Nehemías 8, el personaje dominante es Esdras, el sacerdote, que presenta su lección sobre la Palabra de Dios. Es un maestro significativo porque nos revela cómo podemos llegar a ser maestros de la Palabra de Dios. En el episodio cabe adivinar siete "estrellas", o sea una constelación de siete componentes que son la representación de este magisterio de la palabra:
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1. Leer la Palabra de Dios, «por partes separadas», se dice. Sobre el hecho de leer ya cabría dar toda una lección, en nuestros días, cuando la lectura resulta cada vez más difícil y menos practicada. Nuestros jóvenes ven, pero no leen; todo lo más escuchan. Los hebreos no llaman a la Biblia "escritura", como nosotros; la llaman migra’, o sea "la lectura"; es la misma raíz de la palabra quran, el Corán es la "lectura" generosa.
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2. Explicar. Incluye la exégesis. «Sin la penetración en las palabras, en el sentido de las palabras, ¿cómo puedo entender la Palabra?». Esta es una frase de Máximo el Confesor, un místico palestino, nacido en las alturas del Golán, de padre samaritano y madre esclava persa; habiendo vivido en la tierra de Jesús, tuvo un final emblemático también para un maestro: le cortaron la lengua y la mano derecha, los dos elementos de la palabra y de la acción, para castigarle como anunciador de la verdad del evangelio. Máximo el Confesor, tal vez el último de los Padres griegos, decía pues: «Si no conoces las palabras, ¿cómo puedes conocer la Palabra?». ¡Explicar! Rompamos una lanza a favor del estudio serio de la Palabra, contra las tentaciones pentecostal-misticoides, contra ciertas formas carismáticas (decir: "Toma la Palabra tal como suena, lee y practica", puede llevar al fundamentalismo).
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3. Comprender. El "entender" bíblico, como decía acertadamente Maritain, es una «connaissance savoureuse», un conocimiento sabroso. El conocer bíblico, como también el "amar", es precisamente un conocimiento circular, simbólico. Así pues, tres palabras-estrellas en la primera línea: leer, explicar, comprender; en cambio, las otras cuatro estrellas están en la línea existencial.
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4. Escuchar. «Toda la gente seguía con atención la lectura. Aplicaban el oído». En la Biblia el mismo verbo shama’ indica tanto "escuchar" como "obedecer". Por tanto schma’ Israelnon es sólo "¡escucha, Israel!", sino también "¡adhiere!". «Adonái elohénu adonái ehád» (el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno) indica no sólo un conocimiento de tipo intelectivo, sino el descubrimiento de una relación (cfr Dt 6,4ss). De ahí lo que sigue: «Lo amarás con todo el corazón...». Amar viene enseguida de escuchar. Por eso en el Salmo 40 se dice literalmente (verso 7): «Me has cavado oídos», me los has agujereado como se hacía con el esclavo; yo soy tu esclavo, tengo la oreja agujereada, en el sentido de que te he dado completamente mi adhesión.
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5. Los ojos se llenan de lágrimas: los oyentes se echan a llorar, es decir se convierten. La Palabra de Dios te hace llorar tus pecados. Es otro elemento producido por una verdadera lección: la inquietud de las conciencias; la Palabra de Dios atenaza el alma, diversamente, todo queda en una simple información. El ultranonagenario escritor Julien Green afirmaba: «Si yo tuviera que resumir cuanto he escrito, lo expresaría con esta frase: "Mientras uno tiene inquietud, puede estar tranquilo"». Mientras hay desasosiego —la inquietud agustiniana: "inquietum est cor nostrum"—, se puede estar en paz.
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6. Las manos llevan porciones de comida a los pobres. La lección recibida de la Palabra de Dios me constriñe a ir hacia los menesterosos, a ofrecer el pan de la Palabra y también el pan material.
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7. La fiesta, la liturgia de las Chozas, tercera fiesta hebrea. La grande y última enseñanza se produce en la liturgia.
Así pues, siete palabras: leer, explicar, comprender; escuchar, llorar, dar, celebrar. Tal es la trayectoria de la enseñanza efectuada en seno a la comunidad eclesial mediante los varios ministerios del anuncio.
La pedagogía bíblica es global, no es sólo un proceso intelectual. Veamos una breve anotación filológica. Lamad, enseñar, es el verbo fundamental del maestro. O mejor, lamad no quiere decir enseñar, sino "aprender". Pero, curiosamente, en la forma intensiva, limmed, resulta "enseñar". La misma raíz no distingue entre aprender y enseñar. Se establece un circuito. El verdadero maestro es uno que también aprende, y el verdadero discípulo al fin es capaz de enseñar. Si el circuito no se cierra, no se da un verdadero magisterio. El maestro no atento al discípulo, queda de suyo condenado a la soledad, a la torre de marfil de su elaboración, sin dejar rastro. Para quien está acostumbrado a hablar frecuentemente en público, es fundamental, incluso como técnica, ver si hay un ambiente de resonancia, si se da la escucha. Diversamente se habla, pero no se dialoga. Enseñar es dialogar, aun cuando el otro calla. Hay que darse cuenta de que se ha entrado en el círculo de la comunicación, gracias también a las preguntas presentadas por el otro. Oscar Wilde decía: «Todos son capaces de dar respuestas; pero el plantear verdaderas preguntas es cosa propia de genios». Y es exacto. Las grandes preguntas, que hacen progresar el conocimiento, las plantean sólo los genios. No por nada, la interrogación la escribimos no con una línea sencilla (como la exclamación), sino con un signo que se ovilla sobre sí mismo, que por tanto lastima, atenaza, hace sangrar.
Otro verbo recurrente en la pedagogía bíblica es jaráh; jaráh-toráh, que indica una enseñanza que es "camino y vida", como vimos.
Un paso más: jasar, de donde deriva el sustantivo musar, significa la "disciplina", o sea el compromiso serio y ascético del conocer. Para ser verdaderamente maestros se necesita la paciencia de estar horas y horas estudiando, fatigándose.
Y, por fin, el verbo jada’ que significa "conocer" e implica todas las dimensiones, la globalidad simbólica de la enseñanza bíblica: el aspecto intelectivo, afectivo (sentimiento), volitivo (querer), efectivo. "Conocer" indica incluso el acto sexual, pues se conoce también con la pasión y la acción, con la comunión de los cuerpos, con la convivencia, con la acción, construyendo juntos un proyecto.
Concluyendo la parábola anticotestamentaria de la enseñanza, hay que señalar una cosa paradójica: finalidad del maestro es hacerse inútil. Lo hemos visto ya, pero ahora hay que decirlo con más fuerza, acudiendo a la dimensión escatológica. En los últimos tiempos ya no existirán maestros, pues habrá un Maestro interior. Hay una frase intensa en el evangelio de Juan (6,45), citando a Isaías 54,13: «Está escrito en los profetas: "Todos serán theodidáktoi, amaestrados por Dios"; todo el que escucha al Padre y aprende se acerca a mí». Ya no hay mediadores. "Es el Padre quien te habla y tú vienes a mí", dice el Señor. El texto de Isaías en hebreo (Juan cita el griego en la traducción de los LXX) dice exactamente: «Todos tus hijos serán discípulos del Señor». ¡Hermosa definición de la comunidad escatológica: todos serán "discípulos" del Señor!
Más relevante aún es el oráculo de Jeremías (31,31-34) sobre la "nueva alianza", el más célebre de todos los oráculos proféticos, que constituye también la cita más larga del Antiguo Testamento en el Nuevo (Heb 8,8-12). ¿Cómo será la grande y perfecta alianza del nuevo Sinaí? ¿Cómo será el momento cuando tengamos una comunidad completamente en comunión con Dios? Responde Jeremías: «Meteré mi Toráh en su pecho, la escribiré en su corazón. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros»: no habrá ya maestro, sacerdote, profeta, sabio que deba decir al otro: "Tienes que conocer al Señor". «Porque todos, grandes y pequeños, me conocerán».
Sigue: Jesús Divino Maestro