EL MAESTRO EN SAN PABLO: A LA ESCUELA DE CRISTO CRUCIFICADO - 2
por Giovanni Helewa ocd
b) El primado de la gracia y de la fe
II. PABLO APÓSTOL A LA ESCUELA DE CRISTO CRUCIFICADO - 2
3. A la escuela del Crucificado
b) El primado de la gracia y de la fe
«¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue presentada la figura de Jesucristo crucificado?» (Gál 3,1). El desahogo revela cuánto y cómo solía recordar Pablo la cruz de Jesús en su catequesis oral (ver arriba). Se enuncia también un pensamiento importante: es sorprendente que creyentes que han tenido el privilegio de conocer tan bien a Cristo crucificado, hayan escuchado una predicación extraña al verdadero y único evangelio (cfr 1,6-9). ¡Para dejarse seducir por tal insensatez deben haber sufrido un sortilegio!
Estamos en plena crisis "judaizante", y Pablo trata de remediarlo. Profesar la necesidad de la circuncisión con vistas a la salvación y creer que se es justo ante Dios por el hecho de que se practica la ley, significa haberse vuelto solidarios de un régimen incompatible con la verdad del evangelio y la novedad de Cristo.
La crisis se extendía como mancha de aceite en las diversas iglesias y causaba no poca ansiedad a Pablo; no obstante, tuvo sin duda un aspecto benéfico: llevó al Apóstol a dar amplio espacio en Gál y Rom al conocido tema de la justificación mediante la fe en Cristo Jesús, tal como lo encontramos sintetizado en Gál 2,16 y Rom 3,27-30. El tema abarca muchas categorías y se articula en diversos niveles; pero puede captarse su sustancia siguiendo esta doble línea convergente: el evangelio es iniciativa divina de la salvación dirigida universalmente a una humanidad de pecadores, iniciativa de gracia que todos, judíos o paganos, están llamados a acoger con fe. Precisamente a lo largo de estas dos líneas advertimos cuán presente tenía Pablo y cuánto pesaba en su catequesis el pensamiento de la cruz de Jesús y de la muerte del Hijo de Dios.
«¿O es que Dios es solamente Dios de los judíos? ¿No lo es también de los paganos? Sí, también de los paganos» (Rom 3,29). Todos están bajo el señorío del único Dios (10,12). Pero este señorío universal y unificante de Dios, Pablo lo contempla reflejado y operante en el evangelio de la redención, que culmina en la cruz-muerte de Cristo.
Hay que partir de afirmaciones como las siguientes: «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1Cor 15,3); «se entregó a sí mismo por nuestros pecados» (Gál 1,4); «fue entregado por nuestros pecados» (Rom 4,25); «cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (5,6); «se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de todo pecado» (Tit 2,14)... Estamos escuchando una parte esencial del kerigma apostólico (cfr 1Cor 15,11), esa parte que evidencia más directamente a la fe el misterio del amor inmenso (ver arriba).
Pero ¿qué significa ante todo el hecho de que en la cruz se entrega Jesucristo a sí mismo y muere "por nuestros pecados"? Cuando se piensa que en ese momento y de ese modo era el Hijo mismo de Dios el que se ofrecía a sí mismo según la voluntad del Padre que lo envió, se intuye una verdad al par elemental y fundamental: a las palabras "por nuestros pecados" ha de concedérseles una amplitud universal. No puede no haber "muerto por todos" (2Cor 5,14.15), "en rescate por todos"(1Tim 2,5-6), aquel que ha sido enviado al mundo como el único mediador entre Dios y los hombres.
Era, pues, por los pecados de todos por lo que moría Jesús en la cruz, epifanía salvadora del gran amor de Dios. Emerge, por ende, en la mente de Pablo, como específica revelación evangélica, la verdad indiscutible de una pecaminosidad universal. Como «no hay distinción entre el judío y el griego, porque (Dios) es el mismo Señor de todos» (Rom 10,12), así "no hay distinción" a otro nivel: "todos pecaron" (Rom 3,22.23), «todos, tanto los judíos como los paganos, están bajo pecado» (3,9), y como tales son interpelados por el evangelio de la redención. La sombra de la cruz ha borrado toda distinción, y la luz del evangelio declara pecadores a todos y a cada uno.
«Todos están bajo pecado»: la afirmación no se refiere tanto al origen como a la consecuencia. Pablo no parte de esta certeza para concluir que Cristo ha muerto por todos. El predicador del evangelio hace un movimiento contrario: es la verdad de Cristo-Hijo muerto por el pecado de todos, verdad ínsita en el evangelio que se le ha revelado y meditada continuamente por él, la que le da la certeza de que todos son pecadores y necesitan la redención divina. No sólo. En el evangelio y en la contemplación del Crucificado Pablo descubre otra verdad: la gravedad del pecado mismo y la miseria de esa humanidad que en el Calvario fue tan amada; una miseria que sólo el poder de Dios, del Dios «que da vida a los muertos», es capaz de remediar (cfr Rom 4,17; Ef 2,5).
¿Cómo explicar diversamente la dignidad divina de la víctima (Rom 5,10) y el trascendente precio de la sangre derramada (Ef 1,7; cfr 1Cor 6,20; 7,23; también He 20,28; Heb 9,12.14; 1Pe 1,18-19; Ap 1,5; 5,9)? «No perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8,32): es impensable que una donación tan costosa buscara un bien que el hombre podía conseguir con sus fuerzas y recibir de Dios como un mérito a que se había hecho acreedor.
Sobre todo a la luz del evangelio de la cruz emerge la evidencia de estas palabras: «¿Quién le ha dado algo a él para pedirle que se lo devuelva?» (Rom 11,35; cfr 4,4-5). En particular, la cruz le enseña a Pablo que no existe ni ha existido nunca el hombre contemplado en la doctrina judaizante, o sea, el hombre que pueda perseguir «una justicia propia derivada de la ley» (cfr Flp 3,9) y basada, por ende, en el sistema de las obras y del mérito. Tal hombre no sería ese pecador que tanto necesita la redención y por el cual ha muerto el Hijo de Dios. La justicia es posible, sin duda; más aún, se ofrece a todos en el evangelio universal de la salvación (cfr Rom 1,16); pero es solamente la que un pecador recibe de Dios como puro don de gracia, precisamente «mediante la redención de Cristo Jesús» (Rom 3,24). «Justificados por su sangre... reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo» (5,9.10): o nos abrimos a esta verdad, o nos excluimos de la gracia de Cristo (Gál 5,2-4).
Es, pues, cuestión de gracia, y de una gracia predispuesta misericordiosamente por Dios en el misterio "del inmenso amor con que nos amó" (Ef 2,4ss), es decir, de ese agápe inmensamente grande que refulge en la muerte de Cristo-Hijo por todos nosotros. Ahora comprendemos el desahogo de Pablo en Gál 3,1: os he instruido en las cosas de la cruz y ¿ahora os atrevéis a desviaros de la norma de la gracia? Comprendemos igualmente la declaración hecha inmediatamente antes: «No rechazo la gracia de Dios; pues si la justicia se obtiene por la ley, entonces Cristo murió inútilmente» (2,21).
Si es verdad que «Cristo murió por nuestros pecados», como recita el kerigma fundamental, entonces debe ser verdad que se sale de la condición de pecado solamente en virtud de esa muerte, a saber, por puro don de gracia. Pretender, por tanto, que la "justicia", el no-ser-pecadores sino gratos a Dios, se obtiene con las obras de la ley, a manera de recompensa, significa vaciar la gracia de Dios de toda consistencia. No sólo, sino que sería como decirle a Dios, con el orgullo de la autosuficiencia humana, la palabra que más hiere su corazón: no tengo necesidad de la redención por la cual tu Cristo ha derramado su sangre; por lo que me atañe, tu Hijo ha muerto inútilmente.
«Entregado por nuestros delitos» (Rom 4,25) – «murió por todos» (2Cor 5,15) – «todos pecaron» (Rom 3,23; 3,9) – todos «son rehabilitados por su sangre» (Rom 5,9) – «rehabilitados por su generosidad» (Rom 3,24; Tit 3,7) – «rehabilitados por la fe» (Gál 2,16; Rom 3,26.28; 5,1; etc.): una línea homogénea que arranca de la cruz y conduce al decisivo binomio gracia-fe. Al evangelio divino de la gracia uno responde y se abre con el amén de la fe. Es el acto justo y la disposición que agrada a Dios, porque es «darle gloria» reconociendo que Él dice la verdad revelándose en Cristo Jesús (cfr Rom 11,36; 4,20), rendir homenaje al poder y a la riqueza de su amor, confesar con prontitud de corazón que Cristo no ha muerto inútilmente (cfr Gál 2,21).
El discurso paulino sobre la fe divide en muchas direcciones, pero la línea principal se desliza por los carriles charis-pistis. En particular es ésta la línea que el Apóstol pone de manifiesto en la lucha contra la desviación judaizante: si el hombre es justificado por la gracia, entonces la justicia viene de la fe; y esto vale para todos, griegos o judíos, circuncisos o incircuncisos (Rom 3,30). Es cuestión de verdad, y de esas verdades que el discípulo de la cruz no deja de contemplar en el rostro de aquel que «nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros».
c) Una sabiduría y un poder dignos de Dios
La intransigencia con que Pablo combatió las infiltraciones judaizantes reflejaba sobre todo el anhelo con que defendía la verdad-novedad del evangelio que había recibido "por revelación de Jesucristo" (Gál 1,12). Pero otra preocupación condicionaba también su lucha contra los fautores del legalismo judaico y de las observancias mosaicas: la de ver el evangelio obstaculizado en el mundo de los paganos, un mundo separado del mundo judío por estacadas de cultura, de religión y de historia, y que rechazaría seguramente un mensaje agravado por categorías mentales típicas de un pueblo solo y por prácticas tan extrañas como, por ejemplo, la circuncisión. La "obediencia de la fe" (Rom 1,5) requería una conversión a Dios que habría trastornado las existencias y desarraigado de los corazones un paganismo que era un sistema de vida y norma indiscutida de la sociedad (cfr 1Tes 1,9-10). Añadir otra dificultad, justamente como la de un vivir judaizado, habría sido algo parecido a tentar a Dios. Aparte cualquier consideración sustancial, "obligar a los paganos a vivir como los judíos" (Gál 2,14) habría oscurecido el universalismo del mensaje o, en la práctica, frustrado de entrada la predicación apostólica.
"Me dio a conocer a su Hijo para que yo lo anunciara entre los paganos" (Gál 1,16). Una de las certezas de Pablo es justamente ésta: su misión está entre los paganos (Rom 1,1.5; 11,13; 15,16; 16,26; Gál 2,7-8; Col 1,25-27; Ef 3,8; 1Tim 2,7...). Es en el mundo desmesurado de los paganos donde el evangelio debe penetrar y germinar para que se convierta efectivamente en aquella salvación universal que está predispuesta por el Dios único a través del Mediador único (cfr 1Tim 2,4-5); y Pablo está convencido de que es el ministro y colaborador de tal designio divino.
Esto supone que en su conciencia apostólica iban madurando, desde los primeros tiempos, una seguridad y un reto: su misma vocación de "apóstol de las gentes" lo confirmaba en la idea de que el evangelio era algo que se les podía proponer realmente a los paganos y que éstos lo acogerían con obediencia de fe; en cuanto al reto, él era lo suficientemente avisado como para comprender que frente a sí tenía la tarea de administrar una palabra que fuera fiel a la verdad y al mismo tiempo capaz de transmitir la verdad al mundo de los paganos. Siempre podría decirse a sí mismo: "Todo lo puedo en aquel que me da la fuerza" (Flp 4,13; cfr 1Cor 15,10; Col 1,29; Rom 15,18-19). Pero seguía en pie el hecho de que el evangelio estaba marcado por premisas israelitas nada contingentes y que la verdad a transmitir coincidía objetivamente con la vicisitud histórica, judaica y palestina de Jesús de Nazaret. Pablo debe haber intuido pronto cuán necesaria resultaba una predicación que supiera difundir el verdadero evangelio separándolo de una envoltura que lo habría abrumado inútilmente o incluso vuelto inexpresable ante los gentiles.
Digamos que bajo este aspecto exquisitamente misionero Dios eligió en Pablo a un ministro apropiado. Su personalidad por así decir cosmopolita lo preparaba para aquella operación que trasplantaría el evangelio, sin traicionarlo mínimamente, sino por el contrario exaltando su grandeza y riqueza, desde su originario terreno judaico-palestino al todavía inculto del mundo pagano; aquella operación en la que el Apóstol fue realmente el "maestro de los paganos para instruirlos en la fe y en la verdad" (1Tim 2,7).
Ante todo, su identidad judaica (2Cor 11,22; Flp 3,5-6; Rom 9,3; 11,1; Gál 1,14; cfr He 22,3; 26,4-5). Solamente un judío como Pablo, que fue educado en una estupenda escuela rabínica y era un profundo conocedor de la Biblia, que había vivido como un fiel observante de la ley y un celoso defensor de la tradición de sus padres, podía intuir la continuidad de una historia de salvación que había llegado a su plenitud y al mismo tiempo captar la novedad gloriosa del evangelio que se le había revelado. La idea de un pueblo de Dios nuevo y universal, donde ya no hay ni judíos ni griegos, la importancia solamente relativa de la ley, la superación de la circuncisión, la superioridad de la nueva alianza, el primado histórico de Israel a la luz de una gracia divina ofrecida a todo el que cree —un conjunto de verdades que no son extrañas a la verdad global del evangelio y que la catequesis cristiana no puede ignorar—, solamente podía captarlos en profundidad y albergarlos en su conciencia de "apóstol de los gentiles" un judío auténtico y genial como Pablo.
En particular, su identidad judía le permitía a Pablo separar, dentro del gran patrimonio israelítico, los elementos válidos siempre y en todas partes de los que están marcados por una caducidad étnica y temporal y que habrían sido un obstáculo para la predicación evangélica en medio de los gentiles. "Todo lo hago por el evangelio" (1Cor 9,23): la palabra se refiere también a la poda que Pablo creía necesario realizar en el árbol israelita para que de la raíz santa pudieran salir las ramas santas de un pueblo de creyentes uno y universal (Rom 11,16-24).
«Libre, de hecho, como estoy de todos, me hago esclavo de todos para ganarlos a todos. Con los judíos me hago judío... con los que están sin ley, como quien está sin ella, para ganarlos» (1Cor 9,19-21). No sólo no es lícito obligar a los paganos a seguir los ritos judíos (cfr Gál 2,14), sino que el Apóstol comprende cuán necesario es acercarse a aquella humanidad con un comportamiento lo más solidario posible, a nivel social y cultural e incluso psicológico. Es un servir a todos sirviendo al Evangelio, con la humildad y la altivez de quien se identifica con el evangelio que debe predicar (1Cor 9,16-17). Y hay que reconocer que Pablo tenía medios para efectuar esta aproximación misionera. «Yo soy judío, ciudadano de Tarso, una ciudad no desconocida de Cilicia» (He 21,39; cfr 9,11; 22,3). Junto con su identidad judaica, que es la más determinante, éste es otro rasgo de su personalidad nada despreciabe: pertenece a la diáspora griega, es de extracción urbana, puede sentirse a gusto en el mundo helenizado de la cuenca oriental del Mediterráneo. Se insertará muy pronto y con naturalidad en el cristianismo de marca judeo-helenista de las ciudades de Damasco, Tarso y sobre todo de Antioquía de Siria. Por otra parte, este semita posee también una buena cultura griega, aunque no se haya adscrito a ninguna corriente particular de pensamiento; y usa corrientemente, como una segunda lengua materna, el griego de su tiempo, que es el de la koiné distinguida. No es ciertamente un campesino o un pescador de Galilea; y su genio es más que suficiente para que adquiera con la práctica un lenguaje idóneo para transmitir el evangelio, de ciudad en ciudad, al oído de las gentes que encuentra.
Leemos sus Cartas como un patrimonio nuestro y captamos su formulación como una expresión normativa de nuestra fe; pero debemos recordar que en su origen está el trabajo de un apóstol que ha sabido sacar provecho, para el evangelio, de sus dotes de inteligencia y su preparación socio-cultural. Lo que leemos y captamos es en realidad el fruto de una siembra tenaz, donde todo un mundo, el greco-romano de los gentiles, se vio interpelado por el mensaje evangélico como por una palabra que podía escuchar. La empresa nos parece normal; pero fue la empresa de un Pablo de ambiciones inmensas, que trabajó más que todos los demás (1Cor 15,10; cfr 2Cor 11,5.23ss), movido por una convicción que supo concretar de modo victorioso: no son los paganos los que han de confluir en Jerusalén, sino que es misión de Jerusalén hacerse misionera, salir de su ambiente, dirigirse a los paganos e implantar el evangelio en la cultura de las gentes, introducir la levadura de la verdad en la masa del mundo pagano, de suerte que se haga grato a Dios. Pablo fue el primero que practicó lo que hoy llamamos inculturación, y con resultados sorprendentes; lo hizo, además, con la convicción de un elegido-llamado seguro de interpretar así el mandato recibido y de servir de este modo al evangelio que se le había confiado. «Me hice todo para todos...» (1Cor 9,22).
La historia paulina puntualiza la progresión de la empresa. Un primer período, de 11 años al menos, conocido como el período antioqueno (cfr Gál 1,21-24; He 9,30; 11,25-26; cc. 13-14), le permitió a Pablo insertarse en una cristiandad donde ya se predicaba el evangelio a los griegos (He 11,19-26), reacercarse a una cultura que ya conocía, ensayar con la ayuda de Bernabé un método misionero, conquistar un lenguaje adecuado, comprender cuán tenaz y profundamente antievangélica y dañosa era la tendencia de imponer a los gentiles criterios judaizantes (cfr Gál 2,11-14). El período termina en el año 49 con la subida a Jerusalén y la participación en el concilio apostólico, donde se ratifica que la ley judía no obliga a los cristianos convertidos del paganismo (He 15; Gál 2,3-6) y donde la misión misma de Pablo entre las gentes recibe un reconocimiento oficial (Gál 2,7-9).
La vuelta a Antioquía ve a un Pablo seguro de "no haber trabajado inútilmente" (Gál 2,2), listo para liberarse de la tutela de Bernabé, ansioso de ponerse en viaje (He 15,36-40), en posesión de las certezas y de los medios que lo harán grande. Comienza así, apoyado en una creciente madurez apostólica, el período tal vez más fecundo de la obra paulina, el que abarca los años 50-58 y que coincide con el segundo y tercer viaje misioneros (He 15,36-18,22; 18,23-21,17). Hasta entonces Pablo se ha movido en torno a Antioquía, en un círculo bastante reducido del Asia Menor, con una breve escapada a Chipre. Los caminos de la evangelización lo llevan ahora a Occidente, cada vez más lejos del rincón nor-oriental del Mediterráneo. Y aquí sucede un hecho de considerable importancia: en Tróade se le aparece a Pablo en visión un macedonio que le suplica: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (He 16,6-10). Persuadido de que era llamado por Dios, Pablo zarpa de Tróade dejando por primera vez las tierras de Asia, atraviesa el Egeo y desembarca justamente en Macedonia para "anunciarles la palabra de Dios" (16,10ss). No es una etapa como las otras. Ahora se encuentra en Europa y a las puertas de Grecia, la patria de la civilización, en la cual Pablo de Tarso va depositando la semilla del evangelio. En efecto, tras fundar las iglesias de Filipos y de Tesalónica y predicar la palabra en Berea, Pablo es acompañado por los nuevos creyentes hasta Atenas (He 16,11-17,15).
Una cosa es segura: para el autor del Libro de los Hechos, como indudablemente para Pablo mismo, anunciar el evangelio en el centro del helenismo pagano significaba que el apóstol cristiano daba un salto de calidad previsiblemente fecundo en consecuencias simbólicas y prácticas. No es lo mismo interpelar al helenismo en las zonas más bien periféricas de Asia que llevar el evangelio al corazón histórico y cultural de aquel mundo. El relato de He 17,16-34 está redactado con primor y refleja lo que Pablo debió de sentir como un reto que llegaba a la culminación. «Se llenaba de indignación al contemplar la ciudad llena de ídolos... discutía en la sinagoga... y diariamente en la plaza con los que encontraba; algunos filósofos epicúreos y estoicos conversaban con él...». Pero la ciudad está curada de espantos, demasiado habituada a los charlatanes que vienen de Oriente: lo tomaron por un charlatán; y algunos, al oírle "anunciar a Jesús y la resurrección", pensaron que predicaba a dos divinidades extranjeras, justamente a la diosa Anastasis y a su consorte, llamado Jesús (vv. 16-21).
La experiencia ateniense se resolvió en el Areópago, y de un modo que le hace entender al Apóstol de las gentes que aún tiene algo que aprender. En efecto, el discurso que pronuncia es interesante tanto por su contenido como por su resultado (vv. 22ss). Trata de insertar el anuncio del evangelio en el del verdadero Dios y de injertar el anuncio del verdadero Dios en el estrato mismo de una cultura que lo ignora, pero que posee los medios para buscarlo y encontrarlo; medios otorgados al hombre por el mismo Dios, que ha creado todo y a todos y está cerca de cada uno. No está, pues, anunciando a una divinidad extranjera, sino al Dios cuya imagen lleva cada cual, como ha intuido alguno de sus poetas (vv. 22-30). Las ideas no son originales; se inspiran en los esquemas habituales de la propaganda monoteística practicada por el judaísmo helenístico. Si no otra cosa, el discurso nos revela a un Pablo atento a las instancias de una cultura que regenerar, ansioso de llevar a los paganos a interrogarse por su misma religiosidad.
El discurso termina con una invitación a la conversión, en vista de "un día en el que Dios ha de juzgar al universo con justicia por medio de un hombre, a quien ha designado y acreditado ante todos al resucitarlo de entre los muertos" (vv. 31-32). La sustancia pascual del evangelio está sin duda implícita en las palabras, pero la formulación es extrañamente floja y falta de mordiente. Todo el discurso, por lo demás, evidencia un desequilibrio temático que privilegia una genérica propuesta monoteística a costa de la verdad específicamente cristiana. De cualquier modo, el fracaso de Pablo fue casi total: «Al oír hablar de la resurrección de los muertos, unos se burlaban y otros dijeron: "Te oiremos sobre esto otra vez"» (v. 32).
Pablo no era un principiante, pues había llevado ya el evangelio a muchas localidades del helenismo tanto en Asia como en Europa. ¿Qué es lo que no funcionó esta vez, y precisamente en Atenas, donde un éxito habría sido coronamiento y promesa de grandes resultados? ¿Se equivocó de método? ¿No interpeló a las personas idóneas? ¿No estaba aún suficientemente insertado en la sociedad que debía evangelizar? Estas y otras preguntas debían agitarse en su mente cuando abandonaba Atenas, camino de la cercana metrópoli de Corinto.
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