Evangelium vitae: EL VALOR Y EL CARÁCTER
INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS
Y A TODAS LAS PERSONAS
DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE
EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
INTRODUCCIÓN
1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido
con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como
buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.
En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como
gozosa noticia: « Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el
pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el
Cristo Señor » (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente
esta « gran alegría »; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido
profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el
fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16,
21).
Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10). Se
refiere a aquella vida « nueva » y « eterna », que consiste en la comunión
con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por
obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa « vida » donde
encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del
hombre.
Valor incomparable de la persona humana
2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las
dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de
la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta
la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En
efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte
integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que,
inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el
don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad
(cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya
precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la
mujer. En verdad, esa no es realidad « última », sino « penúltima »; es
realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de
responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de
nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor,1 tiene
un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e
incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se
ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la
verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la
razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en
la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de
la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de
cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el
reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la
misma comunidad política.
Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este
derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio
Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre ».2 En efecto, en este acontecimiento salvífico se
revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto amó al
mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16), sino también el valor
incomparable de cada persona humana.
La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con
renovado asombro este valor 3 y se siente llamada a anunciar a los hombres
de todos los tiempos este « evangelio », fuente de esperanza inquebrantable
y de verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor
de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio
de la vida son un único e indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y
fundamental de la Iglesia.4
Nuevas amenazas a la vida humana
3. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho
carne (cf. Jn 1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por
eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el
corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación
redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el
Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante
multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de
los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las
tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la
violencia y las guerras, se añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones
inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció
con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A
treinta años de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea
conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la
Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de
cada conciencia recta: « Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios
de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo
suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana,
como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los
intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana,
como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios,
las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de
jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los
obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas
libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente
oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes
los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente
contrarios al honor debido al Creador ».5
4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más
bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso
científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad
del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva
situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto
inédito y —podría decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves
preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos
atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad
individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino
incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con
absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras
sanitarias.
En la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de
entender la vida y las relaciones entre los hombres. El hecho de que las
legislaciones de muchos países, alejándose tal vez de los mismos principios
fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no penar o incluso
reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al
mismo tiempo, un síntoma preocupante y causa no marginal de un grave
deterioro moral. Opciones, antes consideradas unánimemente como delictivas y
rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a poco socialmente
respetables. La misma medicina, que por su vocación está ordenada a la
defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de
sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su
rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la
ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso los graves problemas
demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos pueblos del
mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las
comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a
soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las
personas y de las naciones.
El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el
fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a
su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia
misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez
más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor
fundamental mismo de la vida humana.
En comunión con todos los Obispos del mundo
5. El Consistorio extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7
de abril de 1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en
nuestro tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre
los desafíos presentados a toda la familia humana y, en particular, a la
comunidad cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron
ratificar, con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana
y su carácter inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los
atentados que hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a
cada Hermano en el Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad
episcopal, me ofreciera su colaboración para redactar un documento al
respecto.6 Estoy profundamente agradecido a todos los Obispos que
contestaron, enviándome valiosas informaciones, sugerencias y propuestas.
Ellos testimoniaron así su unánime y convencida participación en la misión
doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos días de la celebración del centenario de la
Encíclica Rerum novarum, llamaba la atención de todos sobre esta singular
analogía: « Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus
derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía,
proclamando los derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así
ahora, cuando otra categoría de personas está oprimida en su derecho
fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma
valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa
de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y
oprimidos en sus derechos humanos ».7
Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son,
concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho
fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía
callar ante los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy,
cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas
todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones
incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara
a la organización de un nuevo orden mundial.
La presente Encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los
Países del mundo, quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor
de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una
acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta,
defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este
camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y
felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que
lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien de
cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y
animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y
anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las
conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de
constancia y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos
en nuestro camino.
Al recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la Familia, como
completando idealmente la Carta dirigida por mí « a cada familia decualquier
región de la tierra »,8 miro con confianza renovada a todas las comunidades
domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de
todos por sostener la familia, para que también hoy —aun en medio de
numerosas dificultades y de graves amenazas— ella se mantenga siempre, según
el designio de Dios, como « santuario de la vida ».9
A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo
mi más apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo
nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia
y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la
edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.
CAPITULO I
LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MI DESDE EL SUELO
ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA
« Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4, 8): raíz de la
violencia contra la vida
7. « No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los
vivientes; él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al
hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas
por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los
que le pertenecen » (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).
El Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre
a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb
9, 2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la
muerte que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia
humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el
pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19).
Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel causada por su
hermano Caín: « Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano
Abel y lo mató » (Gn 4, 8).
Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página
emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a
escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia
de los pueblos.
Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y
de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.
« Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo
al Señor una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una
oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El
Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su
oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro.
El Señor dijo a Caín: "?Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu
rostro? ?No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras
bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a
quien tienes que dominar".
Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo,
se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.
El Señor dijo a Caín: "?Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé. ?Soy
yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "?Qué has hecho? Se
oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito
seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la
sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto.
Vagabundo y errante serás en la tierra".
Entonces dijo Caín al Señor: "Mi culpa es demasiado grande para soportarla.
Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia,
convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre
me matará".
El Señor le respondió: "Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo
pagará siete veces". Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo
encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció
en el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn 4, 2-16).
8. Caín se « irritó en gran manera » y su rostro se « abatió » porque el
Señor « miró propicio a Abel y su oblación » (Gn 4, 4). El texto bíblico no
dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín;
sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel,
no interrumpió su diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad
frente al mal: el hombre no está predestinado al mal. Ciertamente, igual que
Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz,
está acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa.
Pero Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: « Como
fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar » (Gn 4, 7).
Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se
lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia
Católica, « la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su
hermano Caín, revela, desde los comienzos de la historia humana, la
presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado
original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes ».10
El hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en cada
homicidio se viola el parentesco « espiritual » que agrupa a los hombres en
una única gran familia 11 donde todos participan del mismo bien fundamental:
la idéntica dignidad personal. Además, no pocas veces se viola también el
parentesco « de carne y sangre », por ejemplo, cuando las amenazas a la vida
se producen en la relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o
cuando, en un contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se
procura la eutanasia.
En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del
maligno, es decir, de aquél que « era homicida desde el principio » (Jn 8,
44), como nos recuerda el apóstol Juan: « Pues este es el mensaje que habéis
oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que,
siendo del maligno, mató a su hermano » (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte
del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el
mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios
en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.
Después del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a
Dios, que le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse
avergonzado y excusarse, elude la pregunta con arrogancia: « No sé. ?Soy yo
acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). « No sé ». Con la mentira Caín
trata de ocultar su delito. Así ha sucedido con frecuencia y sigue
sucediendo cuando las ideologías más diversas sirven para justificar y
encubrir los atentados más atroces contra la persona. « ?Soy yo acaso el
guarda de mi hermano? »: Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza
asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los
demás. Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de
ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas
son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la
sociedad —es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la
indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos,
incluso cuando están en juego valores fundamentales como la supervivencia,
la libertad y la paz.
9. Dios no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue
derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is
26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de «
pecados que claman venganza ante la presencia de Dios » y entre ellos ha
incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario.12 Para los hebreos, como
para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la
vida, mejor aún, « la sangre es la vida » (Dt 12, 23) y la vida,
especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra
la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.
Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos
(cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el
desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del
hombre. La tierra de « jardín de Edén » (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de
serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser « país
de Nod » (Gn 4, 16), lugar de « miseria », de soledad y de lejanía de Dios.
Caín será « vagabundo errante por la tierra » (Gn 4, 14): la inseguridad y
la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.
Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, « puso una señal a
Caín para que nadie que le encontrase le atacara » (Gn 4, 15). Le da, por
tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a
la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a
quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el
homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante.
Es justamente aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia
misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: « Porque se había
cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el
momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la
misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente
al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta
tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los
culpables. (...)
Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró
como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado
de la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso
castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del
pecador y no su muerte ».13
« ?Qué has hecho? » (Gn 4, 10): eclipse del valor de la vida
10. El Señor dice a Caín: « ?Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano
clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). La voz de la sangre derramada por
los hombres no cesa de clamar, de generación en generación, adquiriendo
tonos y acentos diversos y siempre nuevos.
La pregunta del Señor « ?Qué has hecho? », que Caín no puede esquivar, se
dirige también al hombre contemporáneo para que tome conciencia de la
amplitud y gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la
historia de la humanidad; para que busque las múltiples causas que los
generan y alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias
que derivan de estos mismos atentados para la vida de las personas y de los
pueblos.
Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se agravan por la
desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no pocas veces,
podrían remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de
violencia, odio, intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a
agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y genocidios.
?Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres
humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al
hambre, a causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos
y las clases sociales? ?o en la violencia derivada, incluso antes que de las
guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de
tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo? ?o en la siembra de
muerte que se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios
ecológicos, con la criminal difusión de la droga, o con el fomento de
modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser moralmente
inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida? Es
imposible enumerar completamente la vasta gama de amenazas contra la vida
humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro
tiempo!
11. Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género
de atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan
caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad
singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva,
el carácter de « delito » y a asumir paradójicamente el de « derecho »,
hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento
legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención
gratuita de los mismos agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida
humana en situaciones de máxima precariedad, cuando está privada de toda
capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho de que, en gran medida, se
produzcan precisamente dentro y por obra de la familia, que
constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, « santuario de la vida ».
?Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Se deben tomar en
consideración múltiples factores. En el fondo hay una profunda crisis de la
cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de
la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del
hombre, de sus derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas
dificultades existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de una
sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se
quedan con frecuencia solas con sus problemas.
No faltan además situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación,
en las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el límite de lo
soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquellas contra la
mujer, hacen que las opciones por la defensa y promoción de la vida sean
exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.
Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy
sufrir una especie de « eclipse », aun cuando la conciencia no deje de
señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de
que se tienda a disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal
con expresiones de tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de
estar en juego el derecho a la existencia de una persona humana concreta.
12. En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual problemática social
pueden explicar en cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y
atenuar a veces en las personas la responsabilidad objetiva, no es menos
cierto que estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar
como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la
difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se
configura como verdadera « cultura de muerte ». Esta estructura está
activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y
políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la
eficiencia.
Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto
sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que
exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada
como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien,
con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma
presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más
aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o
a quien eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la vida
», que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones
individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a
perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y
los Estados.
13. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen
invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos
farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin
necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma investigación
científica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por
obtener productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo
tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y
responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos,
es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia
católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente
enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo
bien, se revela en realidad falaz.
En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para
evitar después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a
la « mentalidad anticonceptiva » —bien diversa del ejercicio responsable de
la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto
conyugal— son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante
la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura
abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que
rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que
anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males
específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto
sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida
de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad
matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola
directamente el precepto divino « no matarás ».
A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están
íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no
faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo
la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca
pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en
muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad
hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto
egoísta de libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de
la propia personalidad. Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual
se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto en la única
respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la
práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y
lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos,
dispositivos intrauterinos y « vacunas » que, distribuidos con la misma
facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las
primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.
14. También las distintas técnicas de reproducción artificial, que
parecerían puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas
veces con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la
vida. Más allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde el momento
en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto
conyugal,14 estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Este
afecta no tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión,
expuesto al riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se
producen con frecuencia embriones en número superior al necesario para su
implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados « embriones
supernumerarios » son posteriormente suprimidos o utilizados para
investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico,
reducen en realidad la vida humana a simple « material biológico » del que
se puede disponer libremente.
Los diagnósticos prenatales, que no presentan dificultades morales si se
realizan para determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no
nacido, con mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el
aborto. Es el aborto eugenésico, cuya legitimación en la opinión pública
procede de una mentalidad —equivocadamente considerada acorde con las
exigencias de la « terapéutica »— que acoge la vida sólo en determinadas
condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la enfermedad.
Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios
más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves
deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más
desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de
legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio,
retornando así a una época de barbarie que se creía superada para siempre.
15. Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a
los terminales, en un contexto social y cultural que, haciendo más difícil
afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el
problema del sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al
momento considerado como más oportuno.
En una decisión así confluyen con frecuencia elementos diversos,
lamentablemente convergentes en este terrible final. Puede ser decisivo, en
el enfermo, el sentimiento de angustia, exasperación, e incluso
desesperación, provocado por una experiencia de dolor intenso y prolongado.
Esto supone una dura prueba para el equilibrio a veces ya inestable de la
vida familiar y personal, de modo que, por una parte, el enfermo —no
obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y social—,
corre el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad; por otra, en
las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un
sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve
agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún
significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe
eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una
visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.
Además, en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una
especie de actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de
la vida y de la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es
derrotado y aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda
perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de
todo esto en la difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia,
practicada abiertamente o incluso legalizada. Esta, más que por una presunta
piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces por razones
utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado costosos para la
sociedad. Se propone así la eliminación de los recién nacidos malformados,
de los minusválidos graves, de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si
no son autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es lícito
callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de
eutanasia. Estas podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la
disponibilidad de órganos para trasplante, se procede a la extracción de los
órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la
muerte del donante.
16. Otro fenómeno actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y
atentados contra la vida, es el demográfico. Este presenta modalidades
diversas en las diferentes partes del mundo: en los Países ricos y
desarrollados se registra una preocupante reducción o caída de los
nacimientos; los Países pobres, por el contrario, presentan en general una
elevada tasa de aumento de la población, difícilmente soportable en un
contexto de menor desarrollo económico y social, o incluso de grave
subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Países pobres faltan, a nivel
internacional, medidas globales —serias políticas familiares y sociales,
programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución de los
recursos— mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.
La anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre las
causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la
natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos
métodos y atentados contra la vida en las situaciones de « explosión
demográfica ».
El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los
hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran
asesinados todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex
1, 7-22). Del mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra.
Estos consideran también como una pesadilla el crecimiento demográfico
actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una
amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus Países. Por consiguiente,
antes que querer afrontar y resolver estos graves problemas respetando la
dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo
hombre a la vida, prefieren promover e imponer por cualquier medio una
masiva planificación de los nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que
estarían dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de
una política antinatalista.
17. La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante,
si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los que se producen los
atentados contra la vida, sino también su singular proporción numérica,
junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión
pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una
parte del personal sanitario.
Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de
la Juventud: « Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al
contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas
procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los "Caínes"
que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de amenazas programadas de manera
científica y sistemática.
El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida,
una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas
humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el
mayor éxito posible ».15 Más allá de las intenciones, que pueden ser
diversas y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la
solidaridad, estamos en realidad ante una objetiva « conjura contra la vida
», que ve implicadas incluso a Instituciones internacionales, dedicadas a
alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la
esterilización y el aborto. Finalmente, no se puede negar que los medios de
comunicación social son con frecuencia cómplices de esta conjura, creando en
la opinión pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción,
la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso
y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y
del progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida.
« ?Soy acaso yo el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9): una idea perversa de
libertad
18. El panorama descrito debe considerarse atendiendo no sólo a los
fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también a lasmúltiples causas
que lo determinan. La pregunta del Señor: « ?Qué has hecho? » (Gn 4, 10)
parece como una invitación a Caín para ir más allá de la materialidad de su
gesto homicida, y comprender toda su gravedad en las motivaciones que
estaban en su origen y en las consecuencias que se derivan.
Las opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o
incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de
perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas
circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad
subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en
sí mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy el problema va bastante más
allá del obligado reconocimiento de estas situaciones personales. Está
también en el plano cultural, social y político, donde presenta su aspecto
más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a
interpretar estos delitos contra la vida como legítimas expresiones de la
libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos
y propios derechos.
De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo
proceso histórico, que después de descubrir la idea de los « derechos
humanos » —como derechos inherentes a cada persona y previos a toda
Constitución y legislación de los Estados— incurre hoy en una sorprendente
contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los
derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la
vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en
particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el
nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del
hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel
mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad
de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad,
religión, opinión política o clase social.
Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente
en la realidad su trágica negación. Esta es aún más desconcertante y hasta
escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la
afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al
mismo tiempo su motivo de orgullo. ?Cómo poner de acuerdo estas repetidas
afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida
legitimación de los atentados contra la vida humana? ?Cómo conciliar estas
declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano
y del recién concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente
contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a
toda la cultura de los derechos del hombre.
Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de
la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de
ser sociedades de « con-vivientes » a sociedades de excluidos, marginados,
rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial,
?cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de
los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las
altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los
Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo
condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo
al hombre? ?No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos,
adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y
condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen
situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la
vida humana de poblaciones enteras?
19. ?Dónde están las raíces de una contradicción tan sorprendente?
Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral,
comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el
concepto de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se
presenta con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones
de total dependencia de los demás. Pero, ?cómo conciliar esta postura con la
exaltación del hombre como ser « indisponible »? La teoría de los derechos
humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho que el
hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido
al dominio de nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a
identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y
explícita y, en todo caso, experimentable.
Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio en el mundo para
quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto
constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras
personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse
mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por
tanto, la fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones
interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo
contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho,
como comunidad en la que a las « razones de la fuerza » sustituye la «
fuerza de la razón ».
A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de
los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un
concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo
dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si es
cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se
enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana,
no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto,
manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser
la libertad de los « más fuertes » contra los débiles destinados a sucumbir.
Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la
pregunta del Señor « ?Dónde está tu hermano Abel? »: « No sé. ?Soy yo acaso
el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es « guarda de su
hermano », porque Dios confía el hombre al hombre. Y es también en vista de
este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial
dimensión relacional. Es un gran don del Creador, puesta al servicio de la
persona y de su realización mediante el don de sí misma y la acogida del
otro. Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave
individualista, se vacía de su contenido original y se contradice en su
misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí
misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no
reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la
libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se
cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento
de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e
indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el
bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su
interés egoísta y su capricho.
20. Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora
profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de
autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro,
considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se
convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero
sin vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de
los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a
los intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma
de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de
libertad en la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y
a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas
movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es
negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente político o
estatal: el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión
o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una
parte —aunque sea mayoritaria— de la población. Es el resultado nefasto de
un relativismo que predomina incontrovertible: el « derecho » deja de ser
tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de
la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este
modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo
fundamental. El Estado deja de ser la « casa común » donde todos pueden
vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en
Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e
indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una
utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de
algunos.
Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos
cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según
las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo ante
una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es
verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona
humana, es traicionado en sus mismas bases: « ?Cómo es posible hablar
todavía de dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más
débil e inocente? ?En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de
las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser
defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ».16 Cuando se
verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan
a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de
la misma realidad establecida.
Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y
reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un
significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y
contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: « En
verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo » (Jn 8,
34).
« He de esconderme de tu presencia » (Gn 4, 14): eclipse del sentido de Dios
y del hombre
21. En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la «
cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », no basta detenerse en la
idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al
centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido
de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado
por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a
prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien se deja
contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un
terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder
también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la
violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del
respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva
ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora
de Dios.
Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte
de su hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así
al Señor: « Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy
me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en
vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará »
(Gn 4, 13-14). Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado por el
Señor y que su destino inevitable será tener que « esconderse de su
presencia ». Si Caín confiesa que su culpa es « demasiado grande », es
porque sabe que se encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo
delante del Señor el hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su
gravedad. Esta es la experiencia de David, que después de « haber pecado
contra el Señor », reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12),
exclama: « Mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí;
contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí » (Sal 5150,
5-6).
22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del
hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio
Vaticano II: « La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el
olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida ».17 El hombre no puede
ya entenderse como « misteriosamente otro » respecto a las demás criaturas
terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo
que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado
en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «
una cosa », y ya no percibe el carácter trascendente de su « existir como
hombre ». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una
realidad « sagrada » confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su
custodia amorosa, a su « veneración ». La vida llega a ser simplemente « una
cosa », que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente
dominable y manipulable.
Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de
dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia,
asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio «
existir ». Se preocupa sólo del « hacer » y, recurriendo a cualquier forma
de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y
la muerte. Estas, de experiencias originarias que requieren ser « vividas »,
pasan a ser cosas que simplemente se pretenden « poseer » o « rechazar ».
Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el
sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma
naturaleza, que ya no es « mater », quede reducida a « material » disponible
a todas las manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad
técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea
misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de
Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la
angustia por los resultados de esta « libertad sin ley » lleva a algunos a
la postura opuesta de una « ley sin libertad », como sucede, por ejemplo, en
ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la
naturaleza, como en nombre de una « divinización » suya, que una vez más
desconoce su dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo « como si Dios no existiera », el hombre pierde no
sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser.
23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al
materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el
utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta también aquí la perenne validez
de lo que escribió el Apóstol: « Como no tuvieron a bien guardar el
verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para
que hicieran lo que no conviene » (Rm 1, 28). Así, los valores del ser son
sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es la consecución del
propio bienestar material. La llamada « calidad de vida » se interpreta
principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo
desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más
profundas —relacionales, espirituales y religiosas— de la existencia.
En semejante contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia
humana, aunque también factor de posible crecimiento personal, es «
censurado », rechazado como inútil, más aún, combatido como mal que debe
evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la
perspectiva de un bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece
que la vida ha perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación
de reivindicar el derecho a su supresión.
Siempre en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como
realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los
demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está
simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar
según criterios de mero goce y eficiencia.
Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza:
de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la
acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez
más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción
egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma y falsifica el
contenido originario de la sexualidad humana, y los dos significados,
unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto conyugal, son
separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y la
fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se
convierte entonces en el « enemigo » a evitar en la práctica de la
sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o
incluso la propia voluntad, de tener un hijo « a toda costa », y no, en
cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a
la riqueza de vida de la que el hijo es portador.
En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones
interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que
sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el
que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal —el del
respeto, la gratuidad y el servicio— se sustituye por el criterio de la
eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que
« es », sino por lo que « tiene, hace o produce ». Es la supremacía del más
fuerte sobre el más débil.
24. En lo íntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de
Dios y del hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la
vida. Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su
unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios.18 Pero también se
cuestiona, en cierto sentido, la « conciencia moral » de la sociedad. Esta
es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece
comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la «
cultura de la muerte », llegando a crear y consolidar verdaderas y
auténticas « estructuras de pecado » contra la vida. La conciencia moral,
tanto individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte
influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y
mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo
derecho fundamental a la vida.
Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se asemeja a la que
Pablo describe en la Carta a los Romanos. Está formada « de hombres que
aprisionan la verdad en la injusticia » (1, 18): habiendo renegado de Dios y
creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de El, « se
ofuscaron en sus razonamientos » de modo que « su insensato corazón se
entenebreció » (1, 21); « jactándose de sabios se volvieron estúpidos » (1,
22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y « no solamente las
practican, sino que aprueban a los que las cometen » (1, 32). Cuando la
conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22-23), llama « al mal
bien y al bien mal » (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más
inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.
Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio
no logran sofocar la voz del Señor que resuena en la conciencia de cada
hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo
camino de amor, de acogida y de servicio a la vida humana.
« Os habéis acercado a la sangre de la aspersión » (cf. Hb 12, 22.24):
signos de esperanza y llamada al compromiso
25. « Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4,
10). No es sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a
Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre
asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma
absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su
inocencia es figura profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los
Hebreos: « Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la
ciudad del Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión
purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel » (12, 22.24).
Es la sangre de la aspersión. De ella había sido símbolo y signo anticipador
la sangre de los sacrificios de la Antigua Alianza, con los que Dios
manifestaba la voluntad de comunicar su vida a los hombres, purificándolos y
consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv 17, 11). Ahora, todo esto se cumple y
verifica en Cristo: la suya es la sangre de la aspersión que redime,
purifica y salva; es la sangre del mediador de la Nueva Alianza « derramada
por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota
del costado abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34), « habla mejor que
la de Abel »; en efecto, expresa y exige una « justicia » más profunda, pero
sobre todo implora misericordia,19 se hace ante el Padre intercesora por los
hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención perfecta y don de vida
nueva.
La sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del Padre,
manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es
el valor de su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: « Sabéis que habéis
sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con
algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin
tacha y sin mancilla, Cristo » (1 Pe 1, 18-19). Precisamente contemplando la
sangre preciosa de Cristo, signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el
creyente aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo
hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor debe tener
el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor"
(Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si "Dios ha dado a su Hijo", a fin
de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn 3,
16)! ».20
Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por
tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo. Precisamente
porque se derrama como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de
muerte, de separación definitiva de los hermanos, sino instrumento de una
comunión que es riqueza de vida para todos. Quien bebe esta sangre en el
sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6, 56) queda
comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para
llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre (cf.
Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la fuerza para
comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es justamente el motivo más
grande de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de que
según el designio divino la vida vencerá. « No habrá ya muerte », exclama la
voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4).
Y san Pablo nos asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y
anticipo de la victoria definitiva sobre la muerte, cuando « se cumplirá la
palabra que está escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ?Dónde
está, oh muerte, tu victoria? ?Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" » (1 Cor
15, 54-55).
26. En realidad, no faltan signos que anticipan esta victoria en nuestras
sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente marcadas por la «
cultura de la muerte ». Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que
podría inducir a un estéril desánimo, si junto con la denuncia de las
amenazas contra la vida no se presentan los signos positivos que se dan en
la situación actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran a menudo dificultad para
manifestarse y ser reconocidos, tal vez también porque no encuentran una
adecuada atención en los medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas
iniciativas de ayuda y apoyo a las personas más débiles e indefensas han
surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y en la sociedad
civil, a nivel local, nacional e internacional, promovidas por individuos,
grupos, movimientos y organizaciones diversas!
Son todavía muchos los esposos que, con generosa responsabilidad, saben
acoger a los hijos como « el don más excelente del matrimonio ».21 No faltan
familias que, además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños
abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a
ancianos solos.
No pocos centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están
promovidos por personas y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio,
ofrecen un apoyo moral y material a madres en dificultad, tentadas de
recurrir al aborto. También surgen y se difunden grupos de voluntarios
dedicados a dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en
condiciones de particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente
educativo que les ayude a superar comportamientos destructivos y a recuperar
el sentido de la vida.
La medicina, impulsada con gran dedicación por investigadores y
profesionales, persiste en su empeño por encontrar remedios cada vez más
eficaces: resultados que hace un tiempo eran del todo impensables y capaces
de abrir prometedoras perspectivas se obtienen hoy para la vida naciente,
para las personas que sufren y los enfermos en fase aguda o terminal.
Distintos entes y organizaciones se movilizan para llevar, incluso a los
países más afectados por la miseria y las enfermedades endémicas, los
beneficios de la medicina más avanzada. Así, asociaciones nacionales e
internacionales de médicos se mueven oportunamente para socorrer a las
poblaciones probadas por calamidades naturales, epidemias o guerras. Aunque
una verdadera justicia internacional en la distribución de los recursos
médicos está aún lejos de su plena realización, ?cómo no reconocer en los
pasos dados hasta ahora el signo de una creciente solidaridad entre los
pueblos, de una apreciable sensibilidad humana y moral y de un mayor respeto
por la vida?
27. Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a tentativas,
surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en todo el
mundo movimientos e iniciativas de sensibilización social en favor de la
vida. Cuando, conforme a su auténtica inspiración, actúan con determinada
firmeza pero sin recurrir a la violencia, estos movimientos favorecen una
toma de conciencia más difundida y profunda del valor de la vida,
solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su defensa.
?Cómo no recordar, además, todos estos gestos cotidianos de acogida,
sacrificio y cuidado desinteresado que un número incalculable de personas
realiza con amor en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de
ancianos y en otros centros o comunidades, en defensa de la vida? La
Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo de Jesús « buen samaritano » (cf. Lc
10, 29-37) y sostenida por su fuerza, siempre ha estado en la primera línea
de la caridad: tantos de sus hijos e hijas, especialmente religiosas y
religiosos, con formas antiguas y siempre nuevas, han consagrado y continúan
consagrando su vida a Dios ofreciéndola por amor al prójimo más débil y
necesitado. Estos gestos construyen en lo profundo la « civilización del
amor y de la vida », sin la cual la existencia de las personas y de la
sociedad pierde su significado más auténticamente humano. Aunque nadie los
advierta y permanezcan escondidos a la mayoría, la fe asegura que el Padre,
« que ve en lo secreto » (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos, sino que
ya desde ahora los hace fecundos con frutos duraderos para todos.
Entre los signos de esperanza se da también el incremento, en muchos
estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más
contraria a la guerra como instrumento de solución de los conflictos entre
los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero
« no violentos », para frenar la agresión armada. Además, en este mismo
horizonte se da la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a
la pena de muerte, incluso como instrumento de « legítima defensa » social,
al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para
reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha
cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse.
También se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad de
vida y a la ecología, que se registra sobre todo en las sociedades más
desarrolladas, en las que las expectativas de las personas no se centran
tanto en los problemas de la supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de
una mejora global de las condiciones de vida. Particularmente significativo
es el despertar de una reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y
desarrollo cada vez más extendido de la bioética se favorece la reflexión y
el diálogo —entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de
diversas religiones— sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que
afectan a la vida del hombre.
28. Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente
conscientes de que estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y
el mal, la muerte y la vida, la « cultura de la muerte » y la « cultura de
la vida ». Estamos no sólo « ante », sino necesariamente « en medio » de
este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la
responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida.
También para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: « Mira,
yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo
delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que
vivas, tú y tu descendencia » (Dt 30, 15.19). Es una invitación válida
también para nosotros, llamados cada día a tener que decidir entre la «
cultura de la vida » y la « cultura de la muerte ». Pero la llamada del
Deuteronomio es aún más profunda, porque nos apremia a una opción
propiamente religiosa y moral. Se trata de dar a la propia existencia una
orientación fundamental y vivir en fidelidad y coherencia con la Ley del
Señor: « Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu Dios, que sigas sus
caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida,
para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su
voz, viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación
de tus días » (30, 16.19-20).
La opción incondicional en favor de la vida alcanza plenamente su
significado religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es alimentada
por la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar positivamente el conflicto
entre la muerte y la vida, en el que estamos inmersos, como la fe en el Hijo
de Dios que se ha hecho hombre y ha venido entre los hombres « para que
tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10): es la fe en el
Resucitado, que ha vencido la muerte; es la fe en la sangre de Cristo « que
habla mejor que la de Abel » (Hb 12, 24).
Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la
situación actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la gracia y de la
responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al
Evangelio de la vida.
CAPITULO II
HE VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA
MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA VIDA
« La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto » (1 Jn 1, 2): la mirada
dirigida a Cristo, « Palabra de vida »
29. Ante las innumerables y graves amenazas contra la vida en el mundo
contemporáneo, podríamos sentirnos como abrumados por una sensación de
impotencia insuperable: ¡el bien nunca podrá tener la fuerza suficiente para
vencer el mal!
Este es el momento en que el Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está
llamado a profesar, con humildad y valentía, la propia fe en Jesucristo, «
Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En realidad, el Evangelio de la vida no es
una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; ni
sólo un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a causar
cambios significativos en la sociedad; menos aún una promesa ilusoria de un
futuro mejor. El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal,
porque consiste en el anuncio dela persona misma de Jesús, el cual se
presenta al apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas palabras: « Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Es la misma identidad
manifestada a Marta, la hermana de Lázaro: « Yo soy la resurrección y la
vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en
mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde la
eternidad recibe la vida del Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha venido a los
hombres para hacerles partícipes de este don: « Yo he venido para que tengan
vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10).
Así, por la palabra, la acción y la persona misma de Jesús se da al hombre
la posibilidad de « conocer » toda la verdad sobre el valor de la vida
humana. De esa « fuente » recibe, en particular, la capacidad de « obrar »
perfectamente esa verdad (cf. Jn 3, 21), es decir, asumir y realizar en
plenitud la responsabilidad de amar y servir, defender y promover la vida
humana.
En efecto, en Cristo se anuncia definitivamente y se da plenamente aquel
Evangelio de la vida que, anticipado ya en la Revelación del Antiguo
Testamento y, más aún, escrito de algún modo en el corazón mismo de cada
hombre y mujer, resuena en cada conciencia « desde el principio », o sea,
desde la misma creación, de modo que, a pesar de los condicionamientos
negativos del pecado, también puede ser conocido por la razón humana en sus
aspectos esenciales. Como dice el Concilio Vaticano II, Cristo « con su
presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros,
sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu
de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con
testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las
tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna
».22
30. Por tanto, con la mirada fija en el Señor Jesús queremos volver a
escuchar de El « las palabras de Dios » (Jn 3, 34) y meditar de nuevo el
Evangelio de la vida. El sentido más profundo y original de esta meditación
del mensaje revelado sobre la vida humana ha sido expuesto por el apóstol
Juan, al comienzo de su Primera Carta: « Lo que existía desde el principio,
lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos
y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida —pues la Vida se
manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la
Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que
hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros » (1, 1-3).
En Jesús, « Palabra de vida », se anuncia y comunica la vida divina y
eterna. Gracias a este anuncio y a este don, la vida física y espiritual del
hombre, incluida su etapa terrena, encuentra plenitud de valor y
significado: en efecto, la vida divina y eterna es el fin al que está
orientado y llamado el hombre que vive en este mundo. El Evangelio de la
vida abarca así todo lo que la misma experiencia y la razón humana dicen
sobre el valor de la vida, lo acoge, lo eleva y lo lleva a término.
« Mi fortaleza y mi canción es el Señor. El es mi salvación » (Ex 15, 2): la
vida es siempre un bien
31. En realidad, la plenitud evangélica del mensaje sobre la vida fue ya
preparada en el Antiguo Testamento. Es sobre todo en las vicisitudes del
Exodo, fundamento de la experiencia de fe del Antiguo Testamento, donde
Israel descubre el valor de la vida a los ojos de Dios. Cuando parece ya
abocado al exterminio, porque la amenaza de muerte se extiende a todos sus
recién nacidos varones (cf. Ex 1, 15-22), el Señor se le revela como
salvador, capaz de asegurar un futuro a quien está sin esperanza. Nace así
en Israel una clara conciencia: su vida no está a merced de un faraón que
puede usarla con arbitrio despótico; al contrario, es objeto de un tierno y
fuerte amor por parte de Dios.
La liberación de la esclavitud es el don de una identidad, el reconocimiento
de una dignidad indeleble y el inicio de una historia nueva, en la que van
unidos el descubrimiento de Dios y de sí mismo. La experiencia del Exodo es
original y ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es amenazado
en su existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza renovada para
encontrar en él asistencia eficaz: « Eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he
formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido! » (Is 44, 21).
De este modo, mientras Israel reconoce el valor de su propia existencia como
pueblo, avanza también en la percepción del sentido y valor de la vida en
cuanto tal. Es una reflexión que se desarrolla de modo particular en los
libros sapienciales, partiendo de la experiencia cotidiana de la precariedad
de la vida y de la conciencia de las amenazas que la acechan. Ante las
contradicciones de la existencia, la fe está llamada a ofrecer una
respuesta.
El problema del dolor acosa sobre todo a la fe y la pone a prueba. ?Cómo no
oír el gemido universal del hombre en la meditación del libro de Job? El
inocente aplastado por el sufrimiento se pregunta comprensiblemente: « ?Para
qué dar la luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a
los que ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por
un tesoro? » (3, 20-21). Pero también en la más densa oscuridad la fe
orienta hacia el reconocimiento confiado y adorador del « misterio »: « Sé
que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable » (Jb 42, 2).
Progresivamente la Revelación lleva a descubrir con mayor claridad el germen
de vida inmortal puesto por el Creador en el corazón de los hombres: « El ha
hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en
sus corazones » (Ecl 3, 11). Este germen de totalidad y plenitud espera
manifestarse en el amor, y realizarse, por don gratuito de Dios, en la
participación en su vida eterna.
« El nombre de Jesús ha restablecido a este hombre » (cf. Hch 3, 16): en la
precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el sentido de la
vida
32. La experiencia del pueblo de la Alianza se repite en la de todos los «
pobres » que encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el Dios « amante de la
vida » (cf. Sb 11, 26) había confortado a Israel en medio de los peligros,
así ahora el Hijo de Dios anuncia, a cuantos se sienten amenazados e
impedidos en su existencia, que sus vidas también son un bien al cual el
amor del Padre da sentido y valor.
« Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos
oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva » (Lc 7,
22). Con estas palabras del profeta Isaías (35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta
el significado de su propia misión. Así, quienes sufren a causa de una
existencia de algún modo « disminuida », escuchan de El la buena nueva de
que Dios se interesa por ellos, y tienen la certeza de que también su vida
es un don celosamente custodiado en las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los « pobres » son interpelados particularmente por la predicación y las
obras de Jesús. La multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo
buscan (cf. Mt 4, 23-25), encuentran en su palabra y en sus gestos la
revelación del gran valor que tiene su vida y del fundamento de sus
esperanzas de salvación.
Lo mismo sucede en la misión de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que
anuncia a Jesús como aquél que « pasó haciendo el bien y curando a todos los
oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él » (Hch 10, 38), es
portadora de un mensaje de salvación que resuena con toda su novedad
precisamente en las situaciones de miseria y pobreza de la vida del hombre.
Así hace Pedro en la curación del tullido, al que ponían todos los días
junto a la puerta « Hermosa » del templo de Jerusalén para pedir limosna: «
No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo,
el Nazareno, ponte a andar » (Hch 3, 6). Por la fe en Jesús, « autor de la
vida » (cf. Hch 3, 15), la vida que yace abandonada y suplicante vuelve a
ser consciente de sí misma y de su plena dignidad.
La palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a
quienes padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación
social, sino que conciernen más profundamente al sentido mismo de la vida de
cada hombre en sus dimensiones morales y espirituales. Sólo quien reconoce
que su propia vida está marcada por la enfermedad del pecado, puede
redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la verdad y autenticidad de
su existencia, según sus mismas palabras: « No necesitan médico los que
están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a
justos, sino a pecadores » (Lc 5, 31-32).
En cambio, quien cree que puede asegurar su vida mediante la acumulación de
bienes materiales, como el rico agricultor de la parábola evangélica, en
realidad se engaña. La vida se le está escapando, y muy pronto se verá
privado de ella sin haber logrado percibir su verdadero significado: «
¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste,
?para quién serán? » (Lc 12, 20).
33. En la vida misma de Jesús, desde el principio al fin, se da esta
singular « dialéctica » entre la experiencia de la precariedad de la vida
humana y la afirmación de su valor. En efecto, la precariedad marca la vida
de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos,
que se unieron al « sí » decidido y gozoso de María (cf. Lc 1, 38). Pero
también siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil y
busca al niño « para matarle » (Mt 2, 13), o que permanece indiferente y
distraído ante el cumplimiento del misterio de esta vida que entra en el
mundo: « no tenían sitio en el alojamiento » (Lc 2, 7). Del contraste entre
las amenazas y las inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de
Dios, por otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia desde
la casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación
para toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: «
siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con
su pobreza » (2 Cor 8, 9). La pobreza de la que habla Pablo no es sólo
despojarse de privilegios divinos, sino también compartir las condiciones
más humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp 2, 6-7). Jesús vive esta
pobreza durante toda su vida, hasta el momento culminante de la cruz: « se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo
cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre » (Flp
2, 8-9). Es precisamente en su muerte donde Jesús revela toda la grandeza y
el valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva
para todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este peregrinar en medio de las
contradicciones y en la misma pérdida de la vida, Jesús es guiado por la
certeza de que está en las manos del Padre. Por eso puede decirle en la
cruz: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 46), esto es, mi
vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha
asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda
la humanidad!
« Llamados... a reproducir la imagen de su Hijo » (Rm 8, 28-29): la gloria
de Dios resplandece en el rostro del hombre
34. La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato
de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender.
?Por qué la vida es un bien? La pregunta recorre toda la Biblia, y ya desde
sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y admirable. La vida que
Dios da al hombre es original y diversa de la de las demás criaturas
vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del polvo de la tierra (cf.
Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal 103102, 14; 104103, 29), es manifestación de
Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1,
26-27; Sal 8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su
célebre definición: « el hombre que vive es la gloria de Dios ».23 Al hombre
se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el vínculo
íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la realidad misma de
Dios.
Lo afirma el libro del Génesis en el primer relato de la creación, poniendo
al hombre en el vértice de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al
término de un proceso que va desde el caos informe hasta la criatura más
perfecta. Toda la creación está ordenada al hombre y todo se somete a él: «
Henchid la tierra y sometedla; mandad... en todo animal que serpea sobre la
tierra » (1, 28), ordena Dios al hombre y a la mujer. Un mensaje semejante
aparece también en el otro relato de la creación: « Tomó, pues, el Señor
Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase
» (Gn 2, 15). Así se reafirma la primacía del hombre sobre las cosas, las
cuales están destinadas a él y confiadas a su responsabilidad, mientras que
por ningún motivo el hombre puede ser sometido a sus semejantes y reducido
al rango de cosa.
En el relato bíblico, la distinción entre el hombre y las demás criaturas se
manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como
fruto de una especial decisión por parte de Dios, de una deliberación que
establece un vínculo particular y específico con el Creador: « Hagamos al
ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra » (Gn 1, 26). La vida
que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí
mismo con la criatura.
Israel se peguntará durante mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo
particular y específico del hombre con Dios. También el libro del
Eclesiástico reconoce que Dios al crear a los hombres « los revistió de una
fuerza como la suya, y los hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el autor
sagrado manifiesta no sólo su dominio sobre el mundo, sino también las
facultades espirituales más características del hombre, como la razón, el
discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: « De saber e
inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal » (Si 17, 6). La
capacidad de conocer la verdad y la libertad son prerrogativas del hombre en
cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios verdadero y justo (cf. Dt 32,
4). Sólo el hombre, entre todas las criaturas visibles, tiene « capacidad
para conocer y amar a su Creador ».24 La vida que Dios da al hombre es mucho
más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es
germen de un existencia que supera los mismos límites del tiempo: « Porque
Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma
naturaleza » (Sb 2, 23).
35. El relato yahvista de la creación expresa también la misma convicción.
En efecto, esta antigua narración habla de un soplo divino que es infundido
en el hombre para que tenga vida: « El Señor Dios formó al hombre con polvo
del suelo, sopló en sus narices un aliento de vida, y resultó el hombre un
ser viviente » (Gn 2, 7).
El origen divino de este espíritu de vida explica la perenne insatisfacción
que acompaña al hombre durante su existencia. Creado por Dios, llevando en
sí mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a El.
Al experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya
la verdad expresada por san Agustín: « Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti ».25
Qué elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre
en el Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn
2, 20). Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un ser que es hueso de
sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2, 23), y en quien vive igualmente el
espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo
interpersonal que es vital para la existencia humana. En el otro, hombre o
mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda
persona.
« ?Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de
él te cuides? », se pregunta el Salmista (Sal 8, 5). Ante la inmensidad del
universo es muy poca cosa, pero precisamente este contraste descubre su
grandeza: « Apenas inferior a los ángeles le hiciste (también se podría
traducir: « apenas inferior a Dios »), coronándole de gloria y de esplendor
» (Sal 8, 6). La gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre. En él
encuentra el Creador su descanso, como comenta asombrado y conmovido san
Ambrosio: « Finalizó el sexto día y se concluyó la creación del mundo con la
formación de aquella obra maestra que es el hombre, el cual ejerce su
dominio sobre todos los seres vivientes y es como el culmen del universo y
la belleza suprema de todo ser creado.
Verdaderamente deberíamos mantener un reverente silencio, porque el Señor
descansó de toda obra en el mundo. Descansó al final en lo íntimo del
hombre, descansó en su mente y en su pensamiento; en efecto, había creado al
hombre dotado de razón, capaz de imitarle, émulo de sus virtudes, anhelante
de las gracias celestes. En estas dotes suyas descansa el Dios que dijo:
"?En quién encontraré reposo, si no es en el humilde y contrito, que tiembla
a mi palabra" (cf. Is 66, 1-2). Doy gracias al Señor nuestro Dios por haber
creado una obra tan maravillosa donde encontrar su descanso ».26
36. Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios se oscurece por la
irrupción del pecado en la historia. Con el pecado el hombre se rebela
contra el Creador, acabando por idolatrar a las criaturas: « Cambiaron la
verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez
del Creador » (Rm 1, 25). De este modo, el ser humano no sólo desfigura en
sí mismo la imagen de Dios, sino que está tentado de ofenderla también en
los demás, sustituyendo las relaciones de comunión por actitudes de
desconfianza, indiferencia, enemistad, llegando al odio homicida. Cuando no
se reconoce a Dios como Dios, se traiciona el sentido profundo del hombre y
se perjudica la comunión entre los hombres.
En la vida del hombre la imagen de Dios vuelve a resplandecer y se
manifiesta en toda su plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne
humana: « El es Imagen de Dios invisible » (Col 1, 15), « resplandor de su
gloria e impronta de su sustancia » (Hb 1, 3). El es la imagen perfecta del
Padre.
El proyecto de vida confiado al primer Adán encuentra finalmente su
cumplimiento en Cristo. Mientras la desobediencia de Adán deteriora y
desfigura el designio de Dios sobre la vida del hombre, introduciendo la
muerte en el mundo, la obediencia redentora de Cristo es fuente de gracia
que se derrama sobre los hombres abriendo de par en par a todos las puertas
del reino de la vida (cf. Rm 5, 12-21). Afirma el apóstol Pablo: « Fue hecho
el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida
» (1 Cor 15, 45).
La plenitud de la vida se da a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos la
imagen divina es restaurada, renovada y llevada a perfección. Este es el
designio de Dios sobre los seres humanos: que « reproduzcan la imagen de su
Hijo » (Rm 8, 29). Sólo así, con el esplendor de esta imagen, el hombre
puede ser liberado de la esclavitud de la idolatría, puede reconstruir la
fraternidad rota y reencontrar su propia identidad.
« Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 26): el don de la
vida eterna
37. La vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a los hombres no se reduce a
la mera existencia en el tiempo. La vida, que desde siempre está « en él » y
es « la luz de los hombres » (Jn 1, 4), consiste en ser engendrados por Dios
y participar de la plenitud de su amor: « A todos los que lo recibieron les
dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no
nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació
de Dios » (Jn 1, 12-13).
A veces Jesús llama esta vida, que El ha venido a dar, simplemente así: « la
vida »; y presenta la generación por parte de Dios como condición necesaria
para poder alcanzar el fin para el cual Dios ha creado al hombre: « El que
no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios » (Jn 3, 3). El don de
esta vida es el objetivo específico de la misión de Jesús: él « es el que
baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6, 33), de modo que puede afirmar
con toda verdad: « El que me siga... tendrá la luz de la vida » (Jn 8, 12).
Otras veces Jesús habla de « vida eterna », donde el adjetivo no se refiere
sólo a una perspectiva supratemporal. « Eterna » es la vida que Jesús
promete y da, porque es participación plena de la vida del « Eterno ». Todo
el que cree en Jesús y entra en comunión con El tiene la vida eterna (cf. Jn
3, 15; 6, 40), ya que escucha de El las únicas palabras que revelan e
infunden plenitud de vida en su existencia; son las « palabras de vida
eterna » que Pedro reconoce en su confesión de fe: « Señor, ?a quién vamos a
ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú
eres el Santo de Dios » (Jn 6, 68-69). Jesús mismo explica después en qué
consiste la vida eterna, dirigiéndose al Padre en la gran oración
sacerdotal: « Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo » (Jn 17, 3). Conocer a Dios
y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida
eterna por la participación en la vida divina.
38. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de
los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan
necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos
viene de Dios en Cristo. El creyente hace suyas las palabras del apóstol
Juan: « Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios,
pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal cual es » (1 Jn 3, 1-2).
Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo
está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin,
a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de
esta verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: « el
hombre que vive » es « gloria de Dios », pero « la vida del hombre consiste
en la visión de Dios ».27
De aquí derivan unas consecuencias inmediatas para la vida humana en su
misma condición terrena, en la que ya ha germinado y está creciendo la vida
eterna. Si el hombre ama instintivamente la vida porque es un bien, este
amor encuentra ulterior motivación y fuerza, nueva extensión y profundidad
en las dimensiones divinas de este bien. En esta perspectiva, el amor que
todo ser humano tiene por la vida no se reduce a la simple búsqueda de un
espacio donde pueda realizarse a sí mismo y entrar en relación con los
demás, sino que se desarrolla en la gozosa conciencia de poder hacer de la
propia existencia el « lugar » de la manifestación de Dios, del encuentro y
de la comunión con El. La vida que Jesús nos da no disminuye nuestra
existencia en el tiempo, sino que la asume y conduce a su destino último: «
Yo soy la resurrección y la vida...; todo el que vive y cree en mí, no
morirá jamás » (Jn 11, 25.26).
« A cada uno pediré cuentas de la vida de su hermano » (Gn 9, 5): veneración
y amor por la vida de todos
39. La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta,
participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta
vida: el hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé
después del diluvio: « Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la
reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma
humana » (Gn 9, 5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la
sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora: «
Porque a imagen de Dios hizo El al hombre » (Gn 9, 6).
La vida y la muerte del hombre están, pues, en las manos de Dios, en su
poder: « El, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de
toda carne de hombre », exclama Job (12, 10). « El Señor da muerte y vida,
hace bajar al Seol y retornar » (1 S 2, 6). Sólo El puede decir: « Yo doy la
muerte y doy la vida » (Dt 32, 39).
Sin embargo, Dios no ejerce este poder como voluntad amenazante, sino como
cuidado y solicitud amorosa hacia sus criaturas. Si es cierto que la vida
del hombre está en las manos de Dios, no lo es menos que sus manos son
cariñosas como las de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niño: «
Mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su
madre. ¡Como niño destetado está mi alma en mí! » (Sal 131130, 2; cf. Is 49,
15; 66, 12-13; Os 11, 4). Así Israel ve en las vicisitudes de los pueblos y
en la suerte de los individuos no el fruto de una mera casualidad o de un
destino ciego, sino el resultado de un designio de amor con el que Dios
concentra todas las potencialidades de vida y se opone a las fuerzas de
muerte que nacen del pecado: « No fue Dios quien hizo la muerte, ni se
recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que
subsistiera » (Sb 1, 13-14).
40. De la sacralidad de la vida deriva su carácter inviolable, inscrito
desde el principio en el corazón del hombre, en su conciencia. La pregunta «
?Qué has hecho? » (Gn 4, 10), con la que Dios se dirige a Caín después de
que éste hubiera matado a su hermano Abel, presenta la experiencia de cada
hombre: en lo profundo de su conciencia siempre es llamado a respetar el
carácter inviolable de la vida —la suya y la de los demás—, como realidad
que no le pertenece, porque es propiedad y don de Dios Creador y Padre.
El mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana ocupa el
centro de las « diez palabras » de la alianza del Sinaí (cf. Ex 34, 28).
Prohíbe, ante todo, el homicidio: « No matarás » (Ex 20, 13); « No quites la
vida al inocente y justo » (Ex 23, 7); pero también condena —como se
explicita en la legislación posterior de Israel— cualquier daño causado a
otro (cf. Ex 21, 12-27). Ciertamente, se debe reconocer que en el Antiguo
Testamento esta sensibilidad por el valor de la vida, aunque ya muy marcada,
no alcanza todavía la delicadeza del Sermón de la Montaña, como se puede ver
en algunos aspectos de la legislación entonces vigente, que establecía penas
corporales no leves e incluso la pena de muerte. Pero el mensaje global, que
corresponde al Nuevo Testamento llevar a perfección, es una fuerte llamada a
respetar el carácter inviolable de la vida física y la integridad personal,
y tiene su culmen en el mandamiento positivo que obliga a hacerse cargo del
prójimo como de sí mismo: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lv 19,
18).
41. El mandamiento « no matarás », incluido y profundizado en el precepto
positivo del amor al prójimo, es confirmado por el Señor Jesús en toda su
validez. Al joven rico que le pregunta: « Maestro, ?qué he de hacer de bueno
para conseguir vida eterna? », responde: « Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos » (Mt 19, 16.17). Y cita, como primero, el « no
matarás » (v. 18). En el Sermón de la Montaña, Jesús exige de los discípulos
una justicia superior a la de los escribas y fariseos también en el campo
del respeto a la vida: « Habéis oído que se dijo a los antepasados: No
matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo
aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal » (Mt
5, 21-22).
Jesús explicita posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias
positivas del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Estas
estaban ya presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación se
preocupaba de garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de
vida débil y amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el
pobre en general, la vida misma antes del nacimiento (cf. Ex 21, 22; 22,
20-26). Con Jesús estas exigencias positivas adquieren vigor e impulso
nuevos y se manifiestan en toda su amplitud y profundidad: van desde cuidar
la vida del hermano (familiar, perteneciente al mismo pueblo, extranjero que
vive en la tierra de Israel), a hacerse cargo delforastero, hasta amar al
enemigo.
No existe el forastero para quien debe hacerse prójimo del necesitado,
incluso asumiendo la responsabilidad de su vida, como enseña de modo
elocuente e incisivo la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37).
También el enemigo deja de serlo para quien está obligado a amarlo (cf. Mt
5, 38-48; Lc 6, 27-35) y « hacerle el bien » (cf. Lc 6, 27.33.35),
socorriendo las necesidades de su vida con prontitud y sentido de gratuidad
(cf. Lc 6, 34-35). Culmen de este amor es la oración por el enemigo,
mediante la cual sintonizamos con el amor providente de Dios: « Pues yo os
digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que
seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y
buenos, y llover sobre justos e injustos » (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este modo, el mandamiento de Dios para salvaguardar la vida del hombre
tiene su aspecto más profundo en la exigencia de veneración y amor hacia
cada persona y su vida. Esta es la enseñanza que el apóstol Pablo,
haciéndose eco de la palabra de Jesús (cf. Mt 19, 17-18), dirige a los
cristianos de Roma: « En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no
robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta
fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al
prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud » (Rm 13, 9-10).
« Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla » (Gn 1, 28):
responsabilidades del hombre ante la vida
42. Defender y promover, respetar y amar la vida es una tarea que Dios
confía a cada hombre, llamándolo, como imagen palpitante suya, a participar
de la soberanía que El tiene sobre el mundo: « Y Dios los bendijo, y les
dijo Dios: "Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla;
mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que
serpea sobre la tierra" » (Gn 1, 28).
El texto bíblico evidencia la amplitud y profundidad de la soberanía que
Dios da al hombre. Se trata, sobre todo, del dominio sobre la tierra y sobre
cada ser vivo, como recuerda el libro de la Sabiduría: « Dios de los Padres,
Señor de la misericordia... con tu Sabiduría formaste al hombre para que
dominase sobre los seres por ti creados, y administrase el mundo con
santidad y justicia » (9, 1.2-3). También el Salmista exalta el dominio del
hombre como signo de la gloria y del honor recibidos del Creador: « Le
hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus
pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las bestias del campo, y las aves
del cielo, y los peces del mar, que surcan las sendas de las aguas » (Sal 8,
7-9).
El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2,
15), tiene una responsabilidad específica sobre elambiente de vida, o sea,
sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su
vida: respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras.
Es la cuestión ecológica —desde la preservación del « habitat » natural de
las diversas especies animales y formas de vida, hasta la « ecología humana
» propiamente dicha28— que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte
indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de
toda vida. En realidad, « el dominio confiado al hombre por el Creador no es
un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de "usar y abusar", o de
disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el
mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la
prohibición de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn 2, 16-17), muestra
claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no
sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune ».29
43. Una cierta participación del hombre en la soberanía de Dios se
manifiesta también en la responsabilidad específica que le es confiada en
relación con la vida propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza
su vértice en el don de la vidamediante la procreación por parte del hombre
y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda el Concilio Vaticano II: « El
mismo Dios, que dijo « no es bueno que el hombre esté solo » (Gn 2, 18) y
que « hizo desde el principio al hombre, varón y mujer » (Mt 19, 4),
queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra
creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y multiplicaos »
(Gn 1, 28) ».30
Hablando de una « cierta participación especial » del hombre y de la mujer
en la « obra creadora » de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la
generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente
religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman « una sola carne »
(Gn 2, 24) y también a Dios mismo que se hace presente.
Como he escrito en la Carta a las Familias, « cuando de la unión conyugal de
los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular
imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación está
inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los esposos, en cuanto
padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de
un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos
subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está
presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación
"sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella
"imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió en la creación. La
generación es, por consiguiente, la continuación de la creación ».31
Esto lo enseña, con lenguaje inmediato y elocuente, el texto sagrado
refiriendo la exclamación gozosa de la primera mujer, « la madre de todos
los vivientes » (Gn 3, 20). Consciente de la intervención de Dios, Eva dice:
« He adquirido un varón con el favor del Señor » (Gn 4, 1). Por tanto, en la
procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen
y la semejanza de Dios mismo, por la creación del alma inmortal.32 En este
sentido se expresa el comienzo del « libro de la genealogía de Adán »: « El
día en que Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y
hembra, los bendijo, y los llamó "Hombre" en el día de su creación. Tenía
Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su
imagen, a quien puso por nombre Set » (Gn 5, 1-3). Precisamente en esta
función suya como colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva
criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos « a cooperar con el
amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su
propia familia cada día más ».33 En este sentido el obispo Anfiloquio
exaltaba el « matrimonio santo, elegido y elevado por encima de todos los
dones terrenos » como « generador de la humanidad, artífice de imágenes de
Dios ».34
Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra
divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se
abre al futuro una nueva vida.
Sin embargo, más allá de la misión específica de los padres, el deber de
acoger y servir la vida incumbe a todos y ha de manifestarse principalmente
con la vida que se encuentra en condiciones de mayor debilidad. Es el mismo
Cristo quien nos lo recuerda, pidiendo ser amado y servido en los hermanos
probados por cualquier tipo de sufrimiento: hambrientos, sedientos,
forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados... Todo lo que se hace a uno de
ellos se hace a Cristo mismo (cf. Mt 25, 31-46).
« Porque tú mis vísceras has formado » (Sal 139 138, 13): la dignidad del
niño aún no nacido
44. La vida humana se encuentra en una situación muy precaria cuando viene
al mundo y cuando sale del tiempo para llegar a la eternidad. Están muy
presentes en la Palabra de Dios —sobre todo en relación con la existencia
marcada por la enfermedad y la vejez— las exhortaciones al cuidado y al
respeto. Si faltan llamadas directas y explícitas a salvaguardar la vida
humana en sus orígenes, especialmente la vida aún no nacida, como también la
que está cercana a su fin, ello se explica fácilmente por el hecho de que la
sola posibilidad de ofender, agredir o, incluso, negar la vida en estas
condiciones se sale del horizonte religioso y cultural del pueblo de Dios.
En el Antiguo Testamento la esterilidad es temida como una maldición,
mientras que la prole numerosa es considerada como una bendición: « La
herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal
127126, 3; cf. Sal 128127, 3-4). Influye también en esta convicción la
conciencia que tiene Israel de ser el pueblo de la Alianza, llamado a
multiplicarse según la promesa hecha a Abraham: « Mira al cielo, y cuenta
las estrellas, si puedes contarlas... así será tu descendencia » (Gn 5, 15).
Pero es sobre todo palpable la certeza de que la vida transmitida por los
padres tiene su origen en Dios, como atestiguan tantas páginas bíblicas que
con respeto y amor hablan de la concepción, de la formación de la vida en el
seno materno, del nacimiento y del estrecho vínculo que hay entre el momento
inicial de la existencia y la acción del Dios Creador.
« Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que
nacieses, te tenía consagrado » (Jr 1, 5): la existencia de cada individuo,
desde su origen, está en el designio divino. Job, desde lo profundo de su
dolor, se detiene a contemplar la obra de Dios en la formación milagrosa de
su cuerpo en el seno materno, encontrando en ello un motivo de confianza y
manifestando la certeza de la existencia de un proyecto divino sobre su
vida: « Tus manos me formaron, me plasmaron, y luego, en arrebato, me
quieres destruir! Recuerda que me hiciste como se amasa el barro, y que al
polvo has de devolverme. ?No me vertiste como leche y me cuajaste como
queso? De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios.
Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi aliento » (10,
8-12). Acentos de reverente estupor ante la intervención de Dios sobre la
vida en formación resuenan también en los Salmos.35
?Cómo se puede pensar que uno solo de los momentos de este maravilloso
proceso de formación de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa
acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre? Ciertamente no
lo pensó así la madre de los siete hermanos, que profesó su fe en Dios,
principio y garantía de la vida desde su concepción, y al mismo tiempo
fundamento de la esperanza en la nueva vida más allá de la muerte: « Yo no
sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu
y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el
Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el
origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con
misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus
leyes » (2 M 7, 22-23).
45. La revelación del Nuevo Testamento confirma elreconocimiento
indiscutible del valor de la vida desde sus comienzos. La exaltación de la
fecundidad y la espera diligente de la vida resuenan en las palabras con las
que Isabel se alegra por su embarazo: « El Señor... se dignó quitar mi
oprobio entre los hombres » (Lc 1, 25). El valor de la persona desde su
concepción es celebrado más vivamente aún en el encuentro entre la Virgen
María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno.
Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan la llegada de la era
mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza redentora de la
presencia del Hijo de Dios entre los hombres. « Bien pronto —escribe san
Ambrosio— se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la
presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el
primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las
facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del
misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer
oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas
proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres
se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas
empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de
gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la
madre antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó
también colmada la madre ».36
« ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116115, 10): la
vida en la vejez y en el sufrimiento
46. También en lo relativo a los últimos momentos de la existencia, sería
anacrónico esperar de la revelación bíblica una referencia expresa a la
problemática actual del respeto de las personas ancianas y enfermas, y una
condena explícita de los intentos de anticipar violentamente su fin. En
efecto, estamos en un contexto cultural y religioso que no está afectado por
estas tentaciones, sino que, en lo concerniente al anciano, reconoce en su
sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para la familia y la
sociedad.
La vejez está marcada por el prestigio y rodeada de veneración (cf. 2 M 6,
23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso, al
contrario, reza así: « Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde
mi juventud... Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me
abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras » (Sal
7170, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que «
no habrá jamás... viejo que no llene sus días » (Is 65, 20).
Sin embargo, ?cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida?
?Qué actitud tomar ante la muerte? El creyente sabe que su vida está en las
manos de Dios: « Señor, en tus manos está mi vida » (cf. Sal 1615, 5), y que
de El acepta también el morir: « Esta sentencia viene del Señor sobre toda
carne, ?por qué desaprobar el agrado del Altísimo? » (Si 41, 4). El hombre,
que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en
su muerte, debe confiarse totalmente al « agrado del Altísimo », a su
designio de amor.
Incluso en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con
la misma seguridad en el Señor y a renovar su confianza fundamental en El,
que « cura todas las enfermedades » (cf. Sal 103102, 3). Cuando parece que
toda expectativa de curación se cierra ante el hombre —hasta moverlo a
gritar: « Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como el heno
» (Sal 102101, 12)—, también entonces el creyente está animado por la fe
inquebrantable en el poder vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a
la desesperación y a la búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de
esperanza: « ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal
116115, 10); « Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado,
Señor, mi alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa »
(Sal 3029, 3-4).
47. La misión de Jesús, con las numerosas curaciones realizadas, manifiesta
cómo Dios se preocupa también de la vida corporal del hombre. « Médico de la
carne y del espíritu »,37 Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la buena
nueva a los pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is
61, 1). Al enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una
misión en la que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del
Evangelio: « Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad
enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt 10,
7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).
Ciertamente, la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor
absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un
bien superior; como dice Jesús, « quien quiera salvar su vida, la perderá;
pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará » (Mc 8,
35). A este propósito, los testimonios del Nuevo Testamento son diversos.
Jesús no vacila en sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace de su vida
una ofrenda al Padre (cf. Jn 10, 17) y a los suyos (cf. Jn 10, 15). También
la muerte de Juan el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que la
existencia terrena no es un bien absoluto; es más importante la fidelidad a
la palabra del Señor, aunque pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6,
17-29). Y Esteban, mientras era privado de la vida temporal por testimoniar
fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro y
responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7, 59-60),
abriendo el camino a innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde
su comienzo.
Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o
morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en
quien « vivimos, nos movemos y existimos » (Hch 17, 28).
« Todos los que la guardan alcanzarán la vida » (Ba 4, 1): de la Ley del
Sinaí al don del Espíritu
48. La vida lleva escrita en sí misma de un modo indeleble su verdad. El
hombre, acogiendo el don de Dios, debe comprometerse a mantener la vida en
esta verdad, que le es esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse
a sí mismo a la falta de sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de
poder ser también una amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas
las barreras que garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada
situación.
La verdad de la vida es revelada por el mandamiento de Dios. La palabra del
Señor indica concretamente qué dirección debe seguir la vida para poder
respetar su propia verdad y salvaguardar su propia dignidad. No sólo el
específico mandamiento « no matarás » (Ex 20, 13; Dt 5, 17) asegura la
protección de la vida, sino que toda la Ley del Señor está al servicio de
esta protección, porque revela aquella verdad en la que la vida encuentra su
pleno significado.
Por tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con su pueblo esté tan
fuertemente ligada a la perspectiva de la vida, incluso en su dimensión
corpórea. El mandamiento se presenta en ella como camino de vida: « Yo pongo
hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los
mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu
Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas,
vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la
que vas a entrar para tomarla en posesión » (Dt 30, 15-16). Está en juego no
sólo la tierra de Canaán y la existencia del pueblo de Israel, sino el mundo
de hoy y del futuro, así como la existencia de toda la humanidad. En efecto,
es absolutamente imposible que la vida se conserve auténtica y plena
alejándose del bien; y, a su vez, el bien está esencialmente vinculado a los
mandamientos del Señor, es decir, a la « ley de vida » (Si 17, 9).
El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como un peso que carga
sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente el bien, y la
vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.
El conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del
hombre. Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel al « no matarás »
cuando no se observan las otras « palabras de vida » (Hch 7, 38),
relacionadas con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el mandamiento
acaba por convertirse en una simple obligación extrínseca, de la que muy
pronto se querrán ver límites y se buscarán atenuaciones o excepciones. Sólo
si nos abrimos a la plenitud de la verdad sobre Dios, el hombre y la
historia, la palabra « no matarás » volverá a brillar como un bien para el
hombre en todas sus dimensiones y relaciones. En este sentido podemos
comprender la plenitud de la verdad contenida en el pasaje del libro del
Deuteronomio, citado por Jesús en su respuesta a la primera tentación: « No
sólo de pan vive el hombre, sino... de todo lo que sale de la boca del Señor
» (8, 3; cf. Mt 4, 4).
Sólo escuchando la palabra del Señor el hombre puede vivir con dignidad y
justicia; observando la Ley de Dios el hombre puede dar frutos de vida y
felicidad: « todos los que la guardan alcanzarán la vida, mas los que la
abandonan morirán » (Ba 4, 1).
49. La historia de Israel muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a
la ley de la vida, que Dios ha inscrito en el corazón de los hombres y ha
entregado en el Sinaí al pueblo de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos
de vida alternativos al plan de Dios, los Profetas reivindican con fuerza
que sólo el Señor es la fuente auténtica de la vida. Así escribe Jeremías: «
Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas,
para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen » (2,
13). Los Profetas señalan con el dedo acusador a quienes desprecian la vida
y violan los derechos de las personas: « Pisan contra el polvo de la tierra
la cabeza de los débiles » (Am 2, 7); « Han llenado este lugar de sangre de
inocentes » (Jr 19, 4). Entre ellos el profeta Ezequiel censura varias veces
a la ciudad de Jerusalén, llamándola « la ciudad sanguinaria » (22, 2; 24,
6.9), « ciudad que derramas sangre en medio de ti » (22, 3).
Pero los Profetas, mientras denuncian las ofensas contra la vida, se
preocupan sobre todo de suscitar la espera de un nuevo principio de vida,
capaz de fundar una nueva relación con Dios y con los hermanos abriendo
posibilidades inéditas y extraordinarias para comprender y realizar todas
las exigencias propias del Evangelio de la vida. Esto será posible
únicamente gracias al don de Dios, que purifica y renueva: « Os rociaré con
agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas
vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en
vosotros un espíritu nuevo » (Ez 36, 25-26; cf. Jr 31, 31-34). Gracias a
este « corazón nuevo » se puede comprender y llevar a cabo el sentido más
verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse. Este es
el mensaje esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da la figura del
Siervo del Señor: « Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia,
alargará sus días... Por las fatigas de su alma, verá luz » (Is 53, 10.11).
En Jesús de Nazaret se cumple la Ley y se da un corazón nuevo mediante su
Espíritu. En efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino que la lleva a su
cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la Ley y los Profetas se resumen en la regla de
oro del amor recíproco (cf. Mt 7, 12). En El la Ley se hace definitivamente
« evangelio », buena noticia de la soberanía de Dios sobre el mundo, que
reconduce toda la existencia a sus raíces y a sus perspectivas originarias.
Es la Ley Nueva, « la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús » (Rm
8, 2), cuya expresión fundamental, a semejanza del Señor que da la vida por
sus amigos (cf. Jn 15, 13), es el don de sí mismo en el amor a los hermanos:
« Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte al vida, porque amamos a
los hermanos » (1 Jn 3, 14). Es ley de libertad, de alegría y de
bienaventuranza.
« Mirarán al que atravesaron » (Jn 19, 37): en el árbol de la Cruz se cumple
el Evangelio de la vida
50. Al final de este capítulo, en el que hemos meditado el mensaje cristiano
sobre la vida, quisiera detenerme con cada uno de vosotros a contemplar a
Aquél que atravesaron y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32).
Mirando « el espectáculo » de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en
este árbol glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo el
Evangelio de la vida.
En las primeras horas de la tarde del viernes santo, « al eclipsarse el sol,
hubo oscuridad sobre toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó por
medio » (Lc 23, 44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una
inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la
vida y la muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha
dramática entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin
embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario,
resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin
de toda la historia y de cada vida humana.
Jesús es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive el momento de su
máxima « impotencia », y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de
sus adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado,
ultrajado (cf. Mc 15, 24-36). Sin embargo, ante todo esto el centurión
romano, viendo « que había expirado de esa manera », exclama: «
Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc 15, 39). Así, en el
momento de su debilidad extrema se revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en
la Cruz se manifiesta su gloria!
Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo
ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus
perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice al malhechor que le pide que se acuerde
de él en su reino: « Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso » (Lc
23, 43). Después de su muerte « se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos
de santos difuntos resucitaron » (Mt 27, 52). La salvación realizada por
Jesús es don de vida y de resurrección. A lo largo de su existencia, Jesús
había dado también la salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf. Hch
10, 38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran
signo de otra salvación, consistente en el perdón de los pecados, es decir,
en liberar al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la vida
misma de Dios.
En la Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva perfección el
prodigio de la serpiente levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3,
14-15; Nm 21, 8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que
atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia encuentra la esperanza
segura de liberación y redención.
51. Existe todavía otro hecho concreto que llama mi atención y me hace
meditar con emoción: « Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está
cumplido". E inclinando la cabeza entregó el espíritu ». (Jn 19, 30). Y el
soldado romano « le atravesó el costado con una lanza y al instante salió
sangre y agua » (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su pleno cumplimiento. La « entrega del espíritu »
presenta la muerte de Jesús semejante a la de cualquier otro ser humano,
pero parece aludir también al « don del Espíritu », con el que nos rescata
de la muerte y nos abre a una vida nueva.
El hombre participa de la misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los
sacramentos de la Iglesia —de los que son símbolo la sangre y el agua
manados del costado de Cristo—, se comunica continuamente a los hijos de
Dios, constituidos así como pueblo de la nueva alianza. De la Cruz, fuente
de vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida ».
La contemplación de la Cruz nos lleva, de este modo, a las raíces más
profundas de cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había
dicho: « He aquí que vengo, Señor, a hacer tu voluntad » (cf. Hb 10, 9), se
hizo en todo obediente al Padre y, « habiendo amado a los suyos que estaban
en el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn 13, 1), se entregó a sí mismo
por ellos.
El, que no había « venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos » (Mc 10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. «
Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos » (Jn 15, 13).
Y El murió por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).
De este modo proclama que la vida encuentra su centro, su sentido y su
plenitud cuando se entrega.
En este punto la meditación se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo
tiempo, nos invita a imitar a Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los hermanos,
realizando de este modo en plenitud de verdad el sentido y el destino de
nuestra existencia.
Lo podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y nos has
comunicado la fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si cada día, contigo
y como Tú, somos obedientes al Padre y cumplimos su voluntad.
Por ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que
sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a « no matar » la vida del
hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.
CAPITULO III
NO MATARAS
LA LEY SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 17):
Evangelio y mandamiento
52. « En esto se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ?qué he de hacer de
bueno para conseguir vida eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús responde: « Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 17). El Maestro
habla de la vida eterna, es decir, de la participación en la vida misma de
Dios. A esta vida se llega por la observancia de los mandamientos del Señor,
incluido también el mandamiento « no matarás ». Precisamente éste es el
primer precepto del Decálogo que Jesús recuerda al joven que pregunta qué
mandamientos debe observar: « Jesús dijo: "No matarás, no cometerás
adulterio, no robarás..." » (Mt 19, 18).
El mandamiento de Dios no está nunca separado de su amor; es siempre un don
para el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto
esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado
como « evangelio », esto es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio de
la vida es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete
al hombre. Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser
aceptado, observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida,
Dios exige al hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo, el
don se hace mandamiento, y el mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de Dios, es querido por su Creador como rey y señor.
« Dios creó al hombre —escribe san Gregorio de Nisa— de modo tal que pudiera
desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen
de Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que, desde el principio,
su naturaleza está marcada por la realeza... También el hombre es rey.
Creado para dominar el mundo, recibió la semejanza con el rey universal, es
la imagen viva que participa con su dignidad en la perfección del modelo
divino ».38 Llamado a ser fecundo y a multiplicarse, a someter la tierra y a
dominar sobre todos los seres inferiores a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es
rey y señor no sólo de las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo 39
y, en cierto sentido, de la vida que le ha sido dada y que puede transmitir
por medio de la generación, realizada en el amor y respeto del designio
divino.
Sin embargo, no se trata de un señorío absoluto, sino ministerial, reflejo
real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo
con sabiduría y amor, participando de la sabiduría y del amor
inconmensurables de Dios. Esto se lleva a cabo mediante la obediencia a su
santa Ley: una obediencia libre y gozosa (cf. Sal 119118), que nace y crece
siendo conscientes de que los preceptos del Señor son un don gratuito
confiado al hombre siempre y sólo para su bien, para la tutela de su
dignidad personal y para la consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre no es dueño
absoluto y árbitro incensurable, sino —y aquí radica su grandeza sin par—
que es « administrador del plan establecido por el Creador ».40
La vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe malgastar, como un
talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf. Mt
25, 14-30; Lc 19, 12-27).
« Pediré cuentas de la vida del hombre al hombre » (cf. Gn 9, 5): la vida
humana es sagrada e inviolable
53. « La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta "la acción
creadora de Dios" y permanece siempre en una especial relación con el
Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta
su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de
matar de modo directo a un ser humano inocente ».41 Con estas palabras la
Instrucción Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios
sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana.
En efecto, la Sagrada Escritura impone al hombre el precepto « no matarás »
como mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt 5, 17). Este precepto —como ya he
indicado— se encuentra en el Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el
Señor establece con el pueblo elegido; pero estaba ya incluido en la alianza
originaria de Dios con la humanidad después del castigo purificador del
diluvio, provocado por la propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn
9, 5-6).
Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y
semejanza (cf. Gn 1, 26-28). Por tanto, la vida humana tiene un carácter
sagrado e inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del
Creador. Precisamente por esto, Dios se hace juez severo de toda violación
del mandamiento « no matarás », que está en la base de la convivencia
social. Dios es el defensor del inocente (cf. Gn 4, 9-15; Is 41, 14; Jr 50,
34; Sal 1918, 15). También de este modo, Dios demuestra que « no se recrea
en la destrucción de los vivientes » (Sb 1, 13). Sólo Satanás puede gozar
con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2, 24).
Satanás, que es « homicida desde el principio », y también « mentiroso y
padre de la mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a los
confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de
vida.
54. Explícitamente, el precepto « no matarás » tiene un fuerte contenido
negativo: indica el límite que nunca puede ser transgredido. Implícitamente,
sin embargo, conduce a una actitud positiva de respeto absoluto por la vida,
ayudando a promoverla y a progresar por el camino del amor que se da, acoge
y sirve.
El pueblo de la Alianza, aun con lentitud y contradicciones, fue madurando
progresivamente en esta dirección, preparándose así al gran anuncio de
Jesús: el amor al prójimo es un mandamiento semejante al del amor a Dios; «
de estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas » (cf. Mt 22,
36-40). « Lo de... no matarás... y todos los demás preceptos —señala san
Pablo— se resumen en esta fórmula: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" »
(Rm 13, 9; cf. Ga 5, 14). El precepto « no matarás », asumido y llevado a
plenitud en la Nueva Ley, es condición irrenunciable para poder « entrar en
la vida » (cf. Mt 19, 16-19). En esta misma perspectiva, son apremiantes
también las palabras del apóstol Juan: « Todo el que aborrece a su hermano
es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en
él » (1 Jn 3, 15).
Desde sus inicios, la Tradición viva de la Iglesia —como atestigua la
Didaché, el más antiguo escrito cristiano no bíblico— repite de forma
categórica el mandamiento « no matarás »: « Dos caminos hay, uno de la vida
y otro de la muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos
caminos... Segundo mandamiento de la doctrina: No matarás... no matarás al
hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido...
Mas el camino de la muerte es éste:... que no se compadecen del pobre, no
sufren por el atribulado, no conocen a su Criador, matadores de sus hijos,
corruptores de la imagen de Dios; los que rechazan al necesitado, oprimen al
atribulado, abogados de los ricos, jueces injustos de los pobres, pecadores
en todo. ¡Ojalá os veáis libres, hijos, de todos estos pecados! ».42
A lo largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado
unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento « no matarás ».
Es sabido que en los primeros siglos el homicidio se consideraba entre los
tres pecados más graves —junto con la apostasía y el adulterio— y se exigía
una penitencia pública particularmente dura y larga antes que al homicida
arrepentido se le concediese el perdón y la readmisión en la comunión
eclesial.
55. No debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que está presente la
imagen de Dios, es un pecado particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de
la vida! Desde siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo
dramáticas situaciones que la vida individual y social presenta, la
reflexión de los creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y
profunda lo que prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios.43 En efecto, hay
situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja los valores
propuestos por la Ley de Dios.
Es el caso, por ejemplo, de la legítima defensa, en que el derecho a
proteger la propia vida y el deber de no dañar la del otro resultan, en
concreto, difícilmente conciliables. Sin duda alguna, el valor intrínseco de
la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base
de un verdadero derecho a la propia defensa. El mismo precepto exigente del
amor al prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús,
supone el amor por uno mismo como uno de los términos de la comparación: «
Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría
renunciar al derecho a defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino
sólo movido por un amor heroico, que profundiza y transforma el amor por uno
mismo, según el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5,
38-48) en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor
Jesús.
Por otra parte, « la legítima defensa puede ser no solamente un derecho,
sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien
común de la familia o de la sociedad ».44 Por desgracia sucede que la
necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su
eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al
mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no
fuese moralmente responsable por falta del uso de razón.45
56. En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte,
respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una
tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su
total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal
que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en
último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En
efecto, la pena que la sociedad impone « tiene como primer efecto el de
compensar el desorden introducido por la falta ».46 La autoridad pública
debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la
imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para
ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad
alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de
las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para
corregirse y enmendarse.47
Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la
medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente,
sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo
en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad
no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización
cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros,
por no decir prácticamente inexistentes.
De todos modos, permanece válido el principio indicado por el nuevo
Catecismo de la Iglesia Católica, según el cual « si los medios incruentos
bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de
él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad
se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a
las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad
de la persona humana ».48
57. Si se pone tan gran atención al respeto de toda vida, incluida la del
reo y la del agresor injusto, el mandamiento « no matarás » tiene un valor
absoluto cuando se refiere a la persona inocente. Tanto más si se trata de
un ser humano débil e indefenso, que sólo en la fuerza absoluta del
mandamiento de Dios encuentra su defensa radical frente al arbitrio y a la
prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente es una
verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida
constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime
por su Magisterio. Esta unanimidad es fruto evidente de aquel « sentido
sobrenatural de la fe » que, suscitado y sostenido por el Espíritu Santo,
preserva de error al pueblo de Dios, cuando « muestra estar totalmente de
acuerdo en cuestiones de fe y de moral ».49
Ante la progresiva pérdida de conciencia en los individuos y en la sociedad
sobre la absoluta y grave ilicitud moral de la eliminación directa de toda
vida humana inocente, especialmente en su inicio y en su término, el
Magisterio de la Iglesia ha intensificado sus intervenciones en defensa del
carácter sagrado e inviolable de la vida humana. Al Magisterio pontificio,
especialmente insistente, se ha unido siempre el episcopal, por medio de
numerosos y amplios documentos doctrinales y pastorales, tanto de
Conferencias Episcopales como de Obispos en particular. Tampoco ha faltado,
fuerte e incisiva en su brevedad, la intervención del Concilio Vaticano
II.50
Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores,
en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la
eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre
gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita
que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón (cf.
Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la
Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y
universal.51
La decisión deliberada de privar a un ser humano inocente de su vida es
siempre mala desde el punto de vista moral y nunca puede ser lícita ni como
fin, ni como medio para un fin bueno. En efecto, es una desobediencia grave
a la ley moral, más aún, a Dios mismo, su autor y garante; y contradice las
virtudes fundamentales de la justicia y de la caridad. « Nada ni nadie puede
autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o
adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir
este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su
responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna
autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo ».52
Cada ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el
derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación
social que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la
justicia, reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona
y no como una cosa de la que se puede disponer. Ante la norma moral que
prohíbe la eliminación directa de un ser humano inocente « no hay
privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser
el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las
exigencias morales somos todos absolutamente iguales ».53
« Mi embrión tus ojos lo veían » (Sal 139138, 16): el delito abominable del
aborto
58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el
aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave
e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio,
como « crímenes nefandos ».54
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando
progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la
mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una
peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de
distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho
fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que
nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su
nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de
autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: «
¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz,
y luz por oscuridad » (Is 5, 20). Precisamente en el caso del aborto se
percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de « interrupción
del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su
gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea
síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede
cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación
deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la
fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se
reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las
circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser
humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se
pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un
agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso
de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de
los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a
la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo,
a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación,
e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre
un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse
del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de
conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes,
como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la
familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de
existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin
embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas,
jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la
madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser
culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al
aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al
dejarla sola ante los problemas del embarazo: 55 de esta forma se hiere
mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y
su vocación de ser « santuario de la vida ». No se pueden olvidar las
presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de familiares y
amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan fuertes que se
siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en
este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes directa
o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los
médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la
competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido
y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido
de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para
practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a
los que han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual
y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado
—y no lo han hecho— políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las
familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades
económicas y educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de
complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones internacionales,
fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y
la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá
de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les
provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima
causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus
constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, «
nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada
individuo, sino también la de toda la civilización ».56 Estamos ante lo que
puede definirse como una « estructura de pecado » contra la vida humana aún
no nacida.
60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la
concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía
considerado una vida humana personal. En realidad, « desde el momento en que
el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni
la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí
mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta
evidencia de siempre... la genética moderna otorga una preciosa
confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el
programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus
características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura
de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para
desarrollarse y poder actuar ».57 Aunque la presencia de un alma espiritual
no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas
conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una indicación
preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este
primer surgir de la vida humana: ?cómo un individuo humano podría no ser
persona humana? ».58
Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista
de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante
una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier
intervención destinada a eliminar un embrión humano.
Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y de las mismas
afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido
expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al
fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, se
ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser
humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: « El ser humano debe
ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y,
por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de
la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente
a la vida ».59
61. Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan del aborto
voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y específicas al
respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno materno, que exigen
lógicamente que se extienda también a este caso el mandamiento divino « no
matarás ».
La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia,
también en el inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde el seno
materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo
plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión
informe y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y
cuya vocación está ya escrita en el « libro de la vida » (cf. Sal 139138, 1.
13-16). Incluso cuando está todavía en el seno materno, —como testimonian
numerosos textos bíblicos 60— el hombre es término personalísimo de la
amorosa y paterna providencia divina.
La Tradición cristiana —como bien señala la Declaración emitida al respecto
por la Congregación para la Doctrina de la Fe 61— es clara y unánime, desde
los orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como desorden
moral particularmente grave. Desde que entró en contacto con el mundo
greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y del
infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su
doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella sociedad, como
bien demuestra la ya citada Didaché.62 Entre los escritores eclesiásticos
del área griega, Atenágoras recuerda que los cristianos consideran como
homicidas a las mujeres que recurren a medicinas abortivas, porque los
niños, aun estando en el seno de la madre, son ya « objeto, por ende, de la
providencia de Dios ».63 Entre los latinos, Tertuliano afirma: « Es un
homicidio anticipado impedir el nacimiento; poco importa que se suprima el
alma ya nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un
hombre aquél que lo será ».64
A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada
constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores.
Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento
preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima
duda sobre la condena moral del aborto.
62. El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta
doctrina común. En particular, Pío XI en la Encíclica Casti connubii rechazó
las pretendidas justificaciones del aborto; 65 Pío XII excluyó todo aborto
directo, o sea, todo acto que tienda directamente a destruir la vida humana
aún no nacida, « tanto si tal destrucción se entiende como fin o sólo como
medio para el fin »; 66 Juan XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada,
porque « desde que aflora, ella implica directamente la acción creadora de
Dios ».67 El Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran
severidad el aborto: « se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde
la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos
».68
La disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha
castigado con sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa del
aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido ratificada en
los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917
establecía para el aborto la pena de excomunión.69 También la nueva
legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que « quien
procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae
sententiae »,70 es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que
cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices
sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido: 71 con esta
reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más graves
y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el
camino de la conversión.
En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene como fin hacer
plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y favorecer, por
tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la
Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que
era inmutable.72 Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a
sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones
han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque
dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina—,
declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es
siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser
humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la
Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y
enseñada por el Magisterio ordinario y universal.73
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás
hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la
Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma
razón, y proclamada por la Iglesia.
63. La valoración moral del aborto se debe aplicar también a las recientes
formas de intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando fines
en sí mismos legítimos, comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso
de los experimentos con embriones, en creciente expansión en el campo de la
investigación biomédica y legalmente admitida por algunos Estados. Si « son
lícitas las intervenciones sobre el embrión humano siempre que respeten la
vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos
desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus
condiciones de salud o su supervivencia individual »,74 se debe afirmar, sin
embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto de
experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres
humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a
toda persona.75
La misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los
embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces « producidos » expresamente
para este fin mediante la fecundación in vitro— sea como « material
biológico » para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos
para trasplantar en el tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la
eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras,
constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece la valoración moral de las técnicas de
diagnóstico prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales
anomalías del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas
técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente.
Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos
desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a posibilitar
una terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente aceptación
del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación antes del
nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces que estas técnicas
se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto
selectivo para impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos de
anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable,
porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros
de « normalidad » y de bienestar físico, abriendo así el camino a la
legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos
nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia
cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio
particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y
que la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los
demás. La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y
sufrimiento, acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así
como agradece a todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a
quienes han sido abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez
o enfermedades.
« Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39): el drama de la eutanasia
64. En el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el
misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un
contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia
de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En efecto,
cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da
placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de
la que es preciso librarse a toda costa. La muerte, considerada « absurda »
cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de
posibles experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una «
liberación reivindicada » cuando se considera que la existencia carece ya de
sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un
sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios,
cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir
incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir
sobre la propia vida en plena y total autonomía. Es particularmente el
hombre que vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente
también movido a ello por los continuos progresos de la medicina y por sus
técnicas cada vez más avanzadas. Mediante sistemas y aparatos extremadamente
sofisticados, la ciencia y la práctica médica son hoy capaces no sólo de
resolver casos antes sin solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino
también de sostener y prolongar la vida incluso en situaciones de extrema
debilidad, de reanimar artificialmente a personas que perdieron de modo
repentino sus funciones biológicas elementales, de intervenir para disponer
de órganos para trasplantes.
En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia,
esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo
así fin « dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que
podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta
absurdo e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de
la « cultura de la muerte », que avanza sobre todo en las sociedades del
bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el
creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado
gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y
la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de
eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil
no tiene ya valor alguno.
65. Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo
definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe
entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención
causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se
sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados ».76
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento
terapéutico », o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la
situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que
se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia.
En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se
puede en conciencia « renunciar a unos tratamientos que procurarían
únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin
interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos
similares ».77 Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse
curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas;
es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son
objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a
medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la
eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al
muerte.78
En la medicina moderna van teniendo auge los llamados « cuidados paliativos
», destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la
enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano
adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud
del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el
dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En
efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir
renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y
participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal
comportamiento « heroico » no debe considerarse obligatorio para todos.
Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a
pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, «
si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el
cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ».79 En efecto, en este
caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se
corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz,
recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin
embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin
grave motivo »: 80 acercándose a la muerte, los hombres deben estar en
condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre
todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo
con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores
81 y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la
eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación
deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se
fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida
por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y
universal.82
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del
suicidio o del homicidio.
66. Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que
el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como
decisión gravemente mala.83 Aunque determinados condicionamientos
psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que
contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida,
atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el
punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el
rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de
caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que
se forma parte y para la sociedad en general.84 En su realidad más profunda,
constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre
la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú
tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas
del Hades y de allí subir » (Sb 16, 13; cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el
llamado « suicidio asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces
autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación,
ni siquiera cuando es solicitada. « No es lícito —escribe con sorprendente
actualidad san Agustín— matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no
pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores,
que luchaba con las ligaduras del cuerpo y quería desasirse ».85 La
eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo
de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más
aún, como una preocupante « perversión » de la misma. En efecto, la
verdadera « compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y no
elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la
eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los
familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por
cuantos —como los médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al
enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio
que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que
nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la
injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de
decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la
tentación del Edén: ser como Dios « conocedores del bien y del mal » (Gn 3,
5). Sin embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo
doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce
su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el
hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo,
lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del
más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia
en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento
de toda relación auténtica entre las personas.
67. Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad,
al que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo
Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota
del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la
muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación
y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de
solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir
esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen. Como recuerda
el Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el enigma de la condición humana
alcanza su culmen » para el hombre; y sin embargo « juzga certeramente por
instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la
desaparición definitiva de su persona.
La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola
materia, se rebela contra la muerte ».86
Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y este
germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma
fe, que promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo
Resucitado: es la victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha
liberado al hombre de la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha
dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8, 11). La
certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la resurrección
prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del sufrimiento y de la
muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria para abandonarse
al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor
que abarca cualquier condición humana: « Ninguno de nosotros vive para sí
mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor
vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya
muramos, del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa vivir
la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8),
aceptando encontrarla en la « hora » querida y escogida por El (cf. Jn 13,
1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha
concluido. Vivir para el Señor significa también reconocer que el
sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede siempre
llegar a ser fuente de bien.
Llega a serlo si se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito
de Dios y por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo
crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se
configura más plenamente a El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más
íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad.87
Esta es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también
llamada a revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por
vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo,
en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).
« Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5, 29): ley civil y
ley moral
68. Una de las características propias de los atentados actuales contra la
vida humana —como ya se ha dicho— consiste en la tendencia a exigir su
legitimación jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en
ciertas condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la
tendencia a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de
médicos y agentes sanitarios.
No pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha nacido o está
gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una lógica
proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada con otros
bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa
situación concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación
justa de los bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la
moralidad de su decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia
civil y de la armonía social, debería respetar esta decisión, llegando
incluso a admitir el aborto y la eutanasia.
Otras veces se cree que la ley civil no puede exigir que todos los
ciudadanos vivan de acuerdo con un nivel de moralidad más elevado que el que
ellos mismos aceptan y comparten. Por esto, la ley debería siempre
manifestar la opinión y la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y
reconcerles también, al menos en ciertos casos extremos, el derecho al
aborto y a la eutanasia. Por otra parte, la prohibición y el castigo del
aborto y de la eutanasia en estos casos llevaría inevitablemente —así se
dice— a un aumento de prácticas ilegales, que, sin embargo, no estarían
sujetas al necesario control social y se efectuarían sin la debida seguridad
médica. Se plantea, además, si sostener una ley no aplicable concretamente
no significaría, al final, minar también la autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más radicales llegan a sostener que, en una
sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada persona una plena
autonomía para disponer de su propia vida y de la vida de quien aún no ha
nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir entre las diversas
opciones morales y, menos aún, pretender imponer una opción particular en
detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha
difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una
sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la
mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y
vive como moral. Si además se considera incluso que una verdad común y
objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los
ciudadanos —que en un régimen democrático son considerados como los
verdaderos soberanos— exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la
autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las
normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se
adecuen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De
este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente
entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente opuestas en
apariencia. Por un lado, los individuos reivindican para sí la autonomía
moral más completa de elección y piden que el Estado no asuma ni imponga
ninguna concepción ética, sino que trate de garantizar el espacio más amplio
posible para la libertad de cada uno, con el único límite externo de no
restringir el espacio de autonomía al que los demás ciudadanos también
tienen derecho. Por otro lado, se considera que, en el ejercicio de las
funciones públicas y profesionales, el respeto de la libertad de elección de
los demás obliga a cada uno a prescindir de sus propias convicciones para
ponerse al servicio de cualquier petición de los ciudadanos, que las leyes
reconocen y tutelan, aceptando como único criterio moral para el ejercicio
de las propias funciones lo establecido por las mismas leyes. De este modo,
la responsabilidad de la persona se delega a la ley civil, abdicando de la
propia conciencia moral al menos en el ámbito de la acción pública.
70. La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que
caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien
considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo
él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la
adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales,
consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la
intolerancia.
Sin embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que
muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados
prácticos, que se encubren en esta postura.
Es cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido
crímenes en nombre de la « verdad ». Pero crímenes no menos graves y
radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen cometiendo
también en nombre del « relativismo ético ». Cuando una mayoría
parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida
humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ?acaso no adopta
una decisión « tiránica » respecto al ser humano más débil e indefenso? La
conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la
humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ?Acaso
estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por
tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el consenso popular?
En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un
sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad.
Fundamentalmente, es un « ordenamiento » y, como tal, un instrumento y no un
fin. Su carácter « moral » no es automático, sino que depende de su
conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento
humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que
persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi
universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo «
signo de los tiempos », como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto
de relieve varias veces.88 Pero el valor de la democracia se mantiene o cae
con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son
ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos
inviolables e inalienables, así como considerar el « bien común » como fin y
criterio regulador de la vida política.
En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles «
mayorías » de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva
que, en cuanto « ley natural » inscrita en el corazón del hombre, es punto
de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica
ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en
duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo
ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a
un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y
contrapuestos.89
Alguien podría pensar que semejante función, a falta de algo mejor, es
también válida para los fines de la paz social. Aun reconociendo un cierto
aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una base
moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una paz estable,
tanto más que la paz no fundamentada sobre los valores de la dignidad humana
y de la solidaridad entre todos los hombres, es a menudo ilusoria. En
efecto, en los mismos regímenes participativos la regulación de los
intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que
tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del poder, sino
incluso la formación del consenso. En un situación así, la democracia se
convierte fácilmente en una palabra vacía.
71. Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia,
urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales
esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y
expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que
ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear,
modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover.
En este sentido, es necesario tener en cuenta los elementos fundamentales
del conjunto de las relaciones entre ley civil y ley moral, tal como son
propuestos por la Iglesia, pero que forman parte también del patrimonio de
las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad.
Ciertamente, el cometido de la ley civil es diverso y de ámbito más limitado
que el de la ley moral. Sin embargo, « en ningún ámbito de la vida la ley
civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas que excedan la propia
competencia »,90 que es la de asegurar el bien común de las personas,
mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales, la
promoción de la paz y de la moralidad pública.91 En efecto, la función de la
ley civil consiste en garantizar una ordenada convivencia social en la
verdadera justicia, para que todos « podamos vivir una vida tranquila y
apacible con toda piedad y dignidad » (1 Tm 2, 2). Precisamente por esto, la
ley civil debe asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de
algunos derechos fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona
y que toda ley positiva debe reconocer y garantizar. Entre ellos el primero
y fundamental es el derecho inviolable de cada ser humano inocente a la
vida.
Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que
provocaría, de estar prohibido, un daño más grave,92 sin embargo, nunca
puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos —aunque éstos fueran
la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa infligida a otras
personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el de
la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún
modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque
la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se
pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad.93
A este propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica Pacem in terris: « En
la época moderna se considera realizado el bien común cuando se han salvado
los derechos y los deberes de la persona humana. De ahí que los deberes
fundamentales de los poderes públicos consisten sobre todo en reconocer,
respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en contribuir
por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de los respectivos
deberes. "Tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y
hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el deber esencial de
los poderes públicos". Por esta razón, aquellos magistrados que no
reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no sólo faltan ellos
mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban
».94
72. En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se encuentra también
la doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral,
tal y como se recoge, una vez más, en la citada encíclica de Juan XXIII: «
La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto,
si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con
aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios,
no tendrían fuerza para obligar en conciencia...; más aún, en tal caso, la
autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en abuso ».95 Esta es una clara
enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe: « La ley
humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto,
deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la
razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley
y se convierte más bien en un acto de violencia ».96 Y añade: « Toda ley
puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley
natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural,
entonces no será ley sino corrupción de la ley ».97
La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la
ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho
propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia,
legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e
insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a
todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se
podría objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por
el sujeto interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una
petición de este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un
caso de suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se
puede disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo
se favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se
oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien
común y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez
jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque
lleva a eliminar la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de
existir, es lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la
posibilidad de realizar el bien común. De esto se sigue que, cuando una ley
civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una
verdadera ley civil moralmente vinculante.
73. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana
puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna
obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y
precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia.
Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los
cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente
constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó
firmemente que « hay que obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5,
29).
Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra
la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden
injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al
faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas « no
hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con
vida a los niños » (Ex 1, 17). Pero es necesario señalar el motivo profundo
de su comportamiento: « Las parteras temían a Dios » (ivi). Es precisamente
de la obediencia a Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es
reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor
para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor
de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la
certeza de que « aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos » (Ap
13, 10).
En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el
aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, « ni participar en
una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio
del propio voto ».98
Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto
parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva,
es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como
alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación.
No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que
mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para la
introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por
poderosos organismos internacionales, en otras Naciones —particularmente
aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de tales legislaciones
permisivas— van apareciendo señales de revisión. En el caso expuesto, cuando
no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un
parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y
notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas
a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el
ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este
modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se
realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos.
74. La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los
hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia
de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no
ser forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces las opciones
que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones
profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance
en la carrera. En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas
acciones en sí mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en el
articulado de legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de
vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer
justamente que la disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve
escándalo y favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los
atentados contra la vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada
vez más a una lógica permisiva.
Para iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener en cuenta los
principios generales sobre la cooperación en acciones moralmente malas. Los
cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un
grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas
prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley
de Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar
formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción
realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un
contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra
la vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del
agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el
respeto de la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley
civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza
personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca
substraerse y sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2,
6; 14, 12).
El rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un
deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se
obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente
incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo
sentido y fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien,
quedaría radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho
esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley
civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la
fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida
debería asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios y a los
responsables de las instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de
salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo
de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal,
disciplinar, económico y profesional.
« Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lc 10, 27): « promueve » la vida
75. Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos
morales negativos, es decir, los que declaran moralmente inaceptable la
elección de una determinada acción, tienen un valor absoluto para la
libertad humana: obligan siempre y en toda circunstancia, sin excepción.
Indican que la elección de determinados comportamientos es radicalmente
incompatible con el amor a Dios y la dignidad de la persona, creada a su
imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse por la bondad de
ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable con la
comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de orientar
la propia vida a Dios.99
Ya en este sentido los preceptos morales negativos tienen una importantísima
función positiva: el « no » que exigen incondicionalmente marca el límite
infranqueable más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al mismo
tiempo, indica el mínimo que debe respetar y del que debe partir para
pronunciar innumerables « sí », capaces de abarcar progresivamente el
horizonte completo del bien (cf. Mt 5, 48). Los mandamientos, en particular
los preceptos morales negativos, son el inicio y la primera etapa necesaria
del camino hacia la libertad: « La primera libertad —escribe san Agustín— es
no tener delitos... como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de
fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre
empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a
levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no
es perfecta ».100
76. El mandamiento « no matarás » establece, por tanto, el punto de partida
de un camino de verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la
vida y a desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio.
Obrando así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos
han sido confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro
reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139138, 13-14).
El Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para
que disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con
sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha
confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de
la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida
del otro. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y
dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede
llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da
contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega
del hombre al hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor,
crea entre los hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo
verdadero del misterio de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima
Trinidad.
El mismo Espíritu llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes
y apela a su responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos
y la acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su
medida.
77. En esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento « no matarás ». Por
tanto, para el cristiano implica en definitiva el imperativo de respetar,
amar y promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las
dimensiones del amor de Dios en Jesucristo. « El dio su vida por nosotros.
También nosotros debemos dar la vida por los hermanos » (1 Jn 3, 16).
El mandamiento « no matarás », incluso en sus contenidos más positivos de
respeto, amor y promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En
efecto, resuena en la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de
la alianza original de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por
todos a la luz de la razón y puede ser observado gracias a la acción
misteriosa del Espíritu que, soplando donde quiere (cf. Jn 3, 8), alcanza y
compromete a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de
amor, para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando
es más débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino
también social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto
incondicional de la vida humana como fundamento de una sociedad renovada.
Se nos pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y
trabajar con constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro
tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida,
fruto de la cultura de la verdad y del amor.
CAPITULO IV
A MI ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA
« Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas »
(cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y
salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre « para
anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través
de los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28,
19-20). La Iglesia, nacida de esta acción evangelizadora, siente resonar en
sí misma cada día la exclamación del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el
Evangelio! » (1 Cor 9, 16). En efecto, « evangelizar —como escribía Pablo
VI— constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más
profunda. Ella existe para evangelizar ».101
La evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la
Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor
Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de
la celebración y del servicio de la caridad. Es un acto profundamente
eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio,
cada uno según su propio carisma y ministerio.
Así sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida,
parte integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al
servicio de este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido como
don y de haber sido enviados a proclamarlo a toda la humanidad « hasta los
confines de la tierra » (Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia
humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida y
presentémonos de este modo ante todos.
79. Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado
el Evangelio de la vida y hemos sido transformados y salvados por este mismo
Evangelio. Hemos sido redimidos por el « autor de la vida » (Hch 3, 15) a
precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante
el baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12),
como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15, 5).
Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, « que es Señor y da la
vida », hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a
comportarnos como tal.
Somos enviados: estar al servicio de la vida no es para nosotros una
vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo
adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro
camino nos guía y sostiene la ley del amor: el amor cuya fuente y modelo es
el Hijo de Dios hecho hombre, que « muriendo ha dado la vida al mundo ».102
Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a
todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente « eclesial », que exige
la acción concertada y generosa de todos los miembros y de todas las
estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no
elimina ni disminuye la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige
el mandato del Señor de « hacerse prójimo » de cada hombre: « Vete y haz tú
lo mismo » (Lc 10, 37).
Todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida, de
celebrarlo en la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las
diversas iniciativas y estructuras de apoyo y promoción.
« Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos » (1 Jn 1, 3): anunciar el
Evangelio de la vida
80. « Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca
de la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que también vosotros
estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 1. 3). Jesús es el único
Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar.
Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la vida. En efecto, El es «
la Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En El « la vida se manifestó » (1 Jn 1,
2); más aún, él mismo es « la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre
y que se nos manifestó » (ivi). Esta misma vida, gracias al don del
Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno,
ordenada a la vida en plenitud, a la « vida eterna », adquiere también pleno
sentido.
Iluminados por este Evangelio de la vida, sentimos la necesidad de
proclamarlo y testimoniarlo por la novedad sorprendente que lo caracteriza.
Este Evangelio, al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda
novedad 103 y vencedor de la « vejez » causada por el pecado y que lleva a
la muerte,104 supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime
altura a la que, por gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así la
contempla san Gregorio de Nisa: « El hombre que, entre los seres, no cuenta
nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por el Dios del
universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya excelencia y
grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ?Con qué palabra,
pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia de
esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal,
de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace dios ».105
El agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre
nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: « Lo que hemos visto y
oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con
nosotros » (1 Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al
corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la
sociedad.
81. Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio
de un Dios vivo y cercano, que nos llama a una profunda comunión con El y
nos abre a la esperanza segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo
indivisible que fluye entre la persona, su vida y su corporeidad; es
presentación de la vida humana como vida de relación, don de Dios, fruto y
signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con
cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano el rostro de
Cristo; es manifestación del « don sincero de sí mismo » como tarea y lugar
de realización plena de la propia libertad.
Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de este mismo
Evangelio, que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios,
es sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente
inaceptables el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no sólo
no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso;
la vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte
hallan su plena verdad la sexualidad y la procreación humana; en este amor
incluso el sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el
misterio que los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación;
el respeto de la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre
ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la sociedad debe
respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana, en todo
momento y condición de su vida.
82. Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con
constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del
Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de
predicación, en el diálogo personal y en cada actividad educativa.
A los educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de
poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el
respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad
original del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir,
también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano
ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su existencia;
hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no
creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de
la vida.
En medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina
sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la
exhortación de Pablo a Timoteo: « Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a
destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina » (2 Tm
4, 2).
Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón de cuantos, en
la Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en su misión de
« maestra » de la verdad. Que resuene ante todo para nosotros Obispos: somos
los primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio de
la vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar sobre la
trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y
adoptar las medidas más oportunas para que los fieles sean preservados de
toda doctrina contraria a la misma. Debemos poner una atención especial para
que en las facultades teológicas, en los seminarios y en las diversas
instituciones católicas se difunda, se ilustre y se profundice el
conocimiento de la sana doctrina.106 Que la exhortación de Pablo resuene
para todos los teólogos, para los pastores y para todos los que desarrollan
tareas de enseñanza, catequesis y formación de las conciencias: conscientes
del papel que les pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad de
traicionar la verdad y su misma misión exponiendo ideas personales
contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta fielmente el
Magisterio.
Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la
impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a
la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos estar en el mundo, pero
no ser del mundo (cf. Jn 15, 19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de
Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16,
33).
« Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy » (Sal 139138, 14):
celebrar el Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como « pueblo para la vida », nuestro anuncio debe ser
también una celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más
aún, esta celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y
ritos, debe convertirse en lugar precioso y significativo para transmitir la
belleza y grandeza de este Evangelio.
Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una
mirada contemplativa.107 Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha
creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139138, 14). Es la
mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de
gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la
mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge
como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada
persona su imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde
desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de
la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para
buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el
rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a
la solidaridad.
Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el
ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre,
como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de
Navidad.108 El pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada
contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por
el don inestimable de la vida, por el misterio de la llamada de todo hombre
a participar en Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de comunión
sin fin con Dios Creador y Padre.
84. Celebrar el Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida,
el Dios que da la vida: « Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda
vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo
participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida
divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción
vital proceden de la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de
ella. De esta Vida les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella
vive todo ser viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida.
Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo
posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros,
que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más
maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y
cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está
viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida.
Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica
toda vida ».109
Como el Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual y
comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido
en el seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes
(cf. Sal 139138, 13. 15-16), y exclamamos con incontenible alegría: « Yo te
doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi
alma conocías cabalmente » (Sal 139138, 14). Sí, « esta vida mortal, a pesar
de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal
caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor,
un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria ».110 Más aún, el
hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de los prodigios más
grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una dignidad casi divina (cf.
Sal 8, 6-7). En cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere
reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada
hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la vida recibida como
don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la
oración personal y comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones del
año litúrgico. Se deben recordar aquí particularmente los Sacramentos,
signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en
la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida
divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar
verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y
genuino descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada
valoración, las celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales,
serán cada vez más capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento,
la vida, el sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como
participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.
85. En la celebración del Evangelio de la vida es preciso saber apreciar y
valorar también los gestos y los símbolos, de los que son ricas las diversas
tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y formas de
encuentro con las que, en los diversos Países y culturas, se manifiestan el
gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda existencia
humana, el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o
al moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la esperanza
y el deseo de inmortalidad.
En esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el
Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas
Naciones una Jornada por la Vida, como ya tiene lugar por iniciativa de
algunas Conferencias Episcopales. Es necesario que esta Jornada se prepare y
se celebre con la participación activa de todos los miembros de la Iglesia
local. Su fin fundamental es suscitar en las conciencias, en las familias,
en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del
valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando
particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia,
sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que merecen
ser objeto de atenta consideración, según sugiera la evolución de la
situación histórica.
86. Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), la
celebración del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la
existencia cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno
mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable
del don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho
este don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con
frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y
adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.
En este contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen también los
gestos heroicos.
Estos son la celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque lo
proclaman con la entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación
del grado más elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf.
Jn 15, 13); son la participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús
revela cuánto vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza
plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos clamorosos,
está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de
solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre ellos
merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según
criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e
incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.
A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez
fecundo y elocuente, de « todas las madres valientes, que se dedican sin
reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están
dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio,
para transmitirles lo mejor de sí mismas ».111 Al desarrollar su misión « no
siempre estas madres heroicas encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los
modelos de civilización, a menudo promovidos y propagados por los medios de
comunicación, no favorecen la maternidad.
En nombre del progreso y la modernidad, se presentan como superados ya los
valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han
distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres
cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor
invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su
amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida... Cristo, en
el misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el
poder de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda ».112 « ¿De qué
sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? » (St
2, 14): servir el Evangelio de la vida
87. En virtud de la participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la
promoción de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la
caridad, que se manifiesta en el testimonio personal, en las diversas formas
de voluntariado, en la animación social y en el compromiso político.
Esta es una exigencia particularmente apremiante en el momento actual, en
que la « cultura de la muerte » se contrapone tan fuertemente a la « cultura
de la vida » y con frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante
todo una exigencia que nace de la « fe que actúa por la caridad » (Gal 5,
6), como nos exhorta la Carta de Santiago: « ?De qué sirve, hermanos míos,
que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ?Acaso podrá salvarle la
fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento
diario, y algunos de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos",
pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ?de qué sirve? Así también la
fe, si no tiene obras, está realmente muerta » (2, 14-17).
En el servicio de la caridad, hay una actitud que debe animarnos y
distinguirnos: hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por
Dios a nuestra responsabilidad. Como discípulos de Jesús, estamos llamados a
hacernos prójimos de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo una
preferencia especial por quien es más pobre, está sólo y necesitado.
Precisamente mediante la ayuda al hambriento, al sediento, al forastero, al
desnudo, al enfermo, al encarcelado —como también al niño aún no nacido, al
anciano que sufre o cercano a la muerte— tenemos la posibilidad de servir a
Jesús, como El mismo dijo: « Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos
más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25, 40). Por eso, nos sentimos
interpelados y juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan
Crisóstomo: « ?Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis
que esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con vestidos de seda y
fuera le dejéis perecer de frío y desnudez ».113
El servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se
pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es
sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un bien
indivisible. Por tanto, se trata de « hacerse cargo » de toda la vida y de
la vida de todos. Más aún, se trata de llegar a las raíces mismas de la vida
y del amor.
Partiendo precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha
desarrollado a lo largo de los siglos una extraordinaria historia de
caridad, que ha introducido en la vida eclesial y civil numerosas
estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración de todo
observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana, con
nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de una
acción pastoral y social múltiple. En este sentido, se deben poner en
práctica formas discretas y eficaces de acompañamiento de la vida naciente,
con una especial cercanía a aquellas madres que, incluso sin el apoyo del
padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y educarlo. Una atención
análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la marginación o en el
sufrimiento, especialmente en sus fases finales.
88. Todo esto supone una paciente y valiente obra educativa que apremie a
todos y cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2); exige
una continua promoción de vocaciones al servicio, particularmente entre los
jóvenes; implica la realización de proyectos e iniciativas concretas,
estables e inspiradas en el Evangelio.
Múltiples son los medios para valorar con competencia y serio propósito.
Respecto a los inicios de la vida, los centros de métodos naturales de
regulación de la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda
para la paternidad y maternidad responsables, en la que cada persona,
comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y cada
decisión es animada y guiada por el criterio de la entrega sincera de sí.
También los consultorios matrimoniales y familiares, mediante su acción
específica de consulta y prevención, desarrollada a la luz de una
antropología coherente con la visión cristiana de la persona, de la pareja y
de la sexualidad, constituyen un servicio precioso para profundizar en el
sentido del amor y de la vida y para sostener y acompañar cada familia en su
misión como « santuario de la vida ». Al servicio de la vida naciente están
también los centros de ayuda a la vida y las casas o centros de acogida de
la vida. Gracias a su labor muchas madres solteras y parejas en dificultad
hallan razones y convicciones, y encuentran asistencia y apoyo para superar
las molestias y miedos de acoger una vida naciente o recién dada a luz.
Ante condiciones de dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la
vida, otros medios —como las comunidades de recuperación de drogadictos, las
residencias para menores o enfermos mentales, los centros de atención y
acogida para enfermos de SIDA, y las cooperativas de solidaridad sobre todo
para incapacitados— son expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe
inventar para dar a cada uno razones nuevas de esperanza y posibilidades
concretas de vida.
Cuando la existencia terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra
los medios más oportunos para que los ancianos, especialmente si no son
autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan gozar de una
asistencia verdaderamente humana y recibir cuidados adecuados a sus
exigencias, en particular a su angustia y soledad. En estos casos es
insustituible el papel de las familias; pero pueden encontrar gran ayuda en
las estructuras sociales de asistencia y, si es necesario, recurriendo a los
cuidados paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y
sociales, presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento
públicos como a domicilio.
En particular, se debe revisar la función de los hospitales, de las clínicas
y de las casas de salud: su verdadera identidad no es sólo la de estructuras
en las que se atiende a los enfermos y moribundos, sino ante todo la de
ambientes en los que el sufrimiento, el dolor y la muerte son considerados e
interpretados en su significado humano y específicamente cristiano. De modo
especial esta identidad debe ser clara y eficaz en los institutos regidos
por religiosos o relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89. Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y todas las demás
iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar
según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas generosamente
disponibles y profundamente conscientes de lo fundamental que es el
Evangelio de la vida para el bien del individuo y de la sociedad.
Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el personal sanitario:
médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas,
personal administrativo y voluntarios. Su profesión les exige ser custodios
y servidores de la vida humana. En el contexto cultural y social actual, en
que la ciencia y la medicina corren el riesgo de perder su dimensión ética
original, ellos pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse en
manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta
tentación, su responsabilidad ha crecido hoy enormemente y encuentra su
inspiración más profunda y su apoyo más fuerte precisamente en la intrínseca
e imprescindible dimensión ética de la profesión sanitaria, como ya
reconocía el antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates, según el cual
se exige a cada médico el compromiso de respetar absolutamente la vida
humana y su carácter sagrado.
El respeto absoluto de toda vida humana inocente exige tambiénejercer la
objeción de conciencia ante el aborto procurado y la eutanasia. El « hacer
morir » nunca puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera cuando
la intención fuera sólo la de secundar una petición del paciente: es más
bien la negación de la profesión sanitaria que debe ser un apasionado y
tenaz « sí » a la vida. También la investigación biomédica, campo fascinante
y prometedor de nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar
siempre los experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la
dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los
hombres y se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los
oprimen.
90. Un papel específico están llamadas a desempeñar las personas
comprometidas en el voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al
servicio de la vida, cuando saben conjugar la capacidad profesional con el
amor generoso y gratuito. El Evangelio de la vida las mueve a elevar los
sentimientos de simple filantropía a la altura de la caridad de Cristo; a
reconquistar cada día, entre fatigas y cansancios, la conciencia de la
dignidad de cada hombre; a salir al encuentro de las necesidades de las
personas iniciando —si es preciso— nuevos caminos allí donde más urgentes
son las necesidades y más escasas las atenciones y el apoyo.
El realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de la vida se le
sirva también mediante formas de animación social y de compromiso político,
defendiendo y proponiendo el valor de la vida en nuestras sociedades cada
vez más complejas y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y
las asociaciones tienen una responsabilidad, aunque a título y en modos
diversos, en la animación social y en la elaboración de proyectos
culturales, económicos, políticos y legislativos que, respetando a todos y
según la lógica de la convivencia democrática, contribuyan a edificar una
sociedad en la que se reconozca y tutele la dignidad de cada persona, y se
defienda y promueva la vida de todos.
Esta tarea corresponde en particular a los responsables de la vida pública.
Llamados a servir al hombre y al bien común, tienen el deber de tomar
decisiones valientes en favor de la vida, especialmente en el campo de las
disposiciones legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y
decisiones se adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede atenuarse
el sentido de la responsabilidad personal en la conciencia de los individuos
investidos de autoridad. Pero nadie puede abdicar jamás de esta
responsabilidad, sobre todo cuando se tiene un mandato legislativo o
ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante la propia conciencia y ante
la sociedad entera de decisiones eventualmente contrarias al verdadero bien
común.
Si las leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin
embargo desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la
promoción de una mentalidad y de unas costumbres. Repito una vez más que una
norma que viola el derecho natural a la vida de un inocente es injusta y,
como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo con fuerza mi llamada
a todos los políticos para que no promulguen leyes que, ignorando la
dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias pluralistas, es
difícil realizar una eficaz defensa legal de la vida por la presencia de
fuertes corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida
por la certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de
cada conciencia, anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no
resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las
posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la
afirmación y promoción del valor de la vida.
En esta perspectiva, es necesario poner de relieve que no basta con eliminar
las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados
contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a la
maternidad: la política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas
sociales. Por tanto, es necesario promover iniciativas sociales y
legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la
decisión sobre la paternidad y la maternidad; además, es necesario
replantear las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de servicios
para que se puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y los de la
familia, y sea efectivamente posible la atención a los niños y a los
ancianos.
91. La problemática demográfica constituye hoy un capítulo importante de la
política sobre la vida. Las autoridades públicas tienen ciertamente la
responsabilidad de « intervenir para orientar la demografía de la población
»; 114 pero estas iniciativas deben siempre presuponer y respetar la
responsabilidad primaria e inalienable de los esposos y de las familias, y
no pueden recurrir a métodos no respetuosos de la persona y de sus derechos
fundamentales, comenzando por el derecho a la vida de todo ser humano
inocente. Por tanto, es moralmente inaceptable que, para regular la
natalidad, se favorezca o se imponga el uso de medios como la
anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el problema demográfico son otros: los Gobiernos y
las distintas instituciones internacionales deben mirar ante todo a la
creación de las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y
culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con
plena libertad y con verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en «
aumentar los medios y distribuir con mayor justicia la riqueza para que
todos puedan participar equitativamente de los bienes de la creación. Hay
que buscar soluciones a nivel mundial, instaurando una verdadera economía de
comunión y de participación de bienes, tanto en el orden internacional como
nacional ».115 Este es el único camino que respeta la dignidad de las
personas y de las familias, además de ser el auténtico patrimonio cultural
de los pueblos.
El servicio al Evangelio de la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos
presenta cada vez más como un ámbito privilegiado y favorable para una
colaboración activa con los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades
eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio
Vaticano II autorizadamente impulsó.116 Además, se presenta como espacio
providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles de otras
religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la
promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad
de todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer
milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor
de la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias
imprevisibles.
« La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas »
(Sal 127126, 3): la familia « santuario de la vida »
92. Dentro del « pueblo de la vida y para la vida », es decisiva la
responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su propia
naturaleza —la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el
matrimonio— y de su misión de « custodiar, revelar y comunicar el amor ».117
Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en
la transmisión de la vida y en su educación según el designio del Padre son
los padres.118 Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en
la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si
hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.
La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde
el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente « el santuario
de la vida..., el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y
protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está
expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico
crecimiento humano ».119 Por esto, el papel de la familia en la edificación
de la cultura de la vida es determinante e insustituible.
Como iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y
servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente
a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más
conscientes del significado de la procreación, como acontecimiento
privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido
para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva vida los padres
descubren que el hijo, « si es fruto de su recíproca donación de amor, es a
su vez un don para ambos: un don que brota del don ».120
Es principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple
su misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo,
en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones
concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se
realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del
otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio
generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como
un don. La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a
la fe de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida
de Dios. Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar
a los hijos el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán
hacer si saben estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su
alrededor y, principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía,
asistencia y participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito
familiar.
93. Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la oración
cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por
el don de la vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de
dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la
celebración que da significado a cualquier otra forma de oración y de culto
es la que se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una vida
hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la
vida, que se expresa por medio de la solidaridad, experimentada dentro y
alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial en las
pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión particularmente
significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a la
adopción o a la acogida temporal de niños abandonados por sus padres o en
situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más
allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras
familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo.
Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a
distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como único
motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto, con esta
forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para
mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su
ambiente natural.
La solidaridad, entendida como « determinación firme y perseverante de
empeñarse por el bien común »,121 requiere también ser llevada a cabo
mediante formas de participación social y política. En consecuencia, servir
el Evangelio de la vida supone que las familias, participando especialmente
en asociaciones familiares, trabajen para que las leyes e instituciones del
Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción
hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan.
94. Una atención particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en
algunas culturas las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la
familia con un papel activo importante, por el contrario, en otras culturas
el viejo es considerado como un peso inútil y es abandonado a su propia
suerte. En semejante situación puede surgir con mayor facilidad la tentación
de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su
presencia en la familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando
no sea posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de
importancia fundamental para crear un clima de intercambio recíproco y de
comunicación enriquecedora entre las distintas generaciones. Por ello, es
importante que se conserve, o se restablezca donde se ha perdido, una
especie de « pacto » entre las generaciones, de modo que los padres
ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la
acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron: lo exige la
obediencia al mandamiento divino de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20,
12; Lv 19, 3). Pero hay algo más. El anciano no se debe considerar sólo como
objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una
valiosa aportación al Evangelio de la vida.
Gracias al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años,
puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que « el futuro de la humanidad se fragua en la familia »,122
se debe reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y
culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de la familia
al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación de « santuario
de la vida », como célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es
necesario y urgente que la familia misma sea ayudada y apoyada. Las
sociedades y los Estados deben asegurarle todo el apoyo, incluso económico,
que es necesario para que las familias puedan responder de un modo más
humano a sus propios problemas. Por su parte, la Iglesia debe promover
incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada familia a redescubrir
y vivir con alegría y valor su misión en relación con el Evangelio de la
vida.
« Vivid como hijos de la luz » (Ef 5, 8): para realizar un cambio cultural
95. « Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor,
y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas » (Ef 5,
8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática
entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », debe madurar
un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las
auténticas exigencias.
Es urgente una movilización general de las conciencias y uncomún esfuerzo
ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos
juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea
capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del
hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa
por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro
cultural serio y valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural
está relacionada con la situación histórica que estamos atravesando, pero
tiene su raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En
efecto, el Evangelio pretende « transformar desde dentro, renovar la misma
humanidad »; 123 es como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13,
33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas
desde dentro,124 para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre
su vida.
Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las
mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes
participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de
separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la
vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos
inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía,
qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias,
los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis. Con la misma claridad y
decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar para servir a la vida
según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos promover un diálogo
serio y profundo con todos, incluidos los no creyentes, sobre los problemas
fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de elaboración del
pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales y allí donde se
desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.
96. El primer paso fundamental para realizar este cambio cultural consiste
en la formación de la conciencia moral sobre el valor inconmensurable e
inviolable de toda vida humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo
inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se viola
uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad verdadera donde
no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas
realidades guardan además una relación innata y peculiar, que las vincula
indisolublemente: la vocación al amor. Este amor, como don sincero de sí,125
es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la persona.
No menos decisivo en la formación de la conciencia es eldescubrimiento del
vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras
veces, separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar
los derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone las
premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de los
individuos y el totalitarismo del poder público causante de la muerte.126
Es esencial pues que el hombre reconozca la evidencia original de su
condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea.
Sólo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el hombre puede
desarrollar plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en
profundidad la vida y libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta
ante todo que « el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el
hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios ».127 Cuando
se niega a Dios y se vive como si no existiera, o no se toman en cuenta sus
mandamientos, se acaba fácilmente por negar o comprometer también la
dignidad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida.
97. A la formación de la conciencia está vinculada estrechamente la labor
educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce
siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto
creciente por la vida, lo forma en las justas relaciones entre las personas.
En particular, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus
mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera
cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir
la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y
en su íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, «
manifiesta su significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí
misma en el amor ».128 La banalización de la sexualidad es uno de los
factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida
naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se
nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la
auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación que implica
la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la
persona y la capacita para respetar el significado « esponsal » del cuerpo.
La labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para
la procreación responsable. Esta exige, en su verdadero significado, que los
esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes
de su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas
vidas y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la
vida incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los
esposos optan por evitar temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo
nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias
del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas
en sus personas.
Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la
procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la
fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de vista
científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en
armonía con los valores morales. Una consideración honesta de los resultados
alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a
los esposos, y también a los agentes sanitarios y sociales, de la
importancia de una adecuada formación al respecto. La Iglesia está
agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación con frecuencia
ignorada trabajan en la investigación y difusión de estos métodos,
promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales que su uso
supone.
La labor educativa debe tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte.
En realidad forman parte de la experiencia humana, y es vano, además de
equivocado, tratar de ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe
ayudar a cada uno a comprender, en la realidad concreta y difícil, su
misterio profundo. El dolor y el sufrimiento tienen también un sentido y un
valor, cuando se viven en estrecha relación con el amor recibido y
entregado. En este sentido he querido que se celebre cada año la Jornada
Mundial del Enfermo, destacando « el carácter salvífico del ofrecimiento del
sacrificio que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la esencia misma
de la redención ».129 Por otra parte, incluso la muerte es algo más que una
aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se proyecta hacia
la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de
participación en su misterio de muerte y resurrección.
98. En síntesis, podemos decir que el cambio cultural deseado aquí exige a
todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner
como fundamento de las decisiones concretas —a nivel personal, familiar,
social e internacional— la justa escala de valores: la primacía del ser
sobre el tener,130 de la persona sobre las cosas.
131 Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al
interés por el otro y del rechazo a su acogida: los demás no son
contrincantes de quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas con
quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos
enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por una nueva cultura de la vida nadie se debe sentir
excluido: todos tienen un papel importante que desempeñar. La misión de los
profesores y de los educadores es, junto con la de las familias,
particularmente importante. De ellos dependerá mucho que los jóvenes,
formados en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente y difundir
a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer en el respeto
y servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad.
También los intelectuales pueden hacer mucho en la construcción de una nueva
cultura de la vida humana. Una tarea particular corresponde a los
intelectuales católicos, llamados a estar presentes activamente en los
círculos privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y
de la universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica,
en los puntos de creación artística y de la reflexión humanística.
Alimentando su ingenio y su acción en las claras fuentes del Evangelio,
deben entregarse al servicio de una nueva cultura de la vida con
aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse por su valor el
respeto e interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he instituido
la Pontificia Academia para la Vida con el fin de « estudiar, informar y
formar en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y
derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en
las que guardan mayor relación con la moral cristiana y las directrices del
Magisterio de la Iglesia ».132 Una aportación específica deben dar también
las Universidades, particularmente las católicas, y los Centros, Institutos
y Comités de bioética.
Grande y grave es la responsabilidad de los responsables de los medios de
comunicación social, llamados a trabajar para que la transmisión eficaz de
los mensajes contribuya a la cultura de la vida. Deben, por tanto, presentar
ejemplos de vida elevados y nobles, dando espacio a testimonios positivos y
a veces heroicos de amor al hombre; proponiendo con gran respeto los valores
de la sexualidad y del amor, sin enmascarar lo que deshonra y envilece la
dignidad del hombre. En la lectura de la realidad, deben negarse a poner de
relieve lo que pueda insinuar o acrecentar sentimientos o actitudes de
indiferencia, desprecio o rechazo ante la vida. En la escrupulosa fidelidad
a la verdad de los hechos, están llamados a conjugar al mismo tiempo la
libertad de información, el respeto a cada persona y un sentido profundo de
humanidad.
99. En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de
pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde
ser promotoras de un « nuevo feminismo » que, sin caer en la tentación de
seguir modelos « machistas », sepa reconocer y expresar el verdadero
espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana,
trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y
de explotación.
Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II,
dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: « Reconciliad a los
hombres con la vida ».133 Vosotras estáis llamadas a testimoniar el
significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida
del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero
que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal. La experiencia de
la maternidad favorece en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás
personas y, al mismo tiempo, os confiere una misión particular: « La
maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que
madura en el seno de la mujer... Este modo único de contacto con el nuevo
hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no
sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general—, que caracteriza
profundamente toda la personalidad de la mujer ».134 En efecto, la madre
acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece el
espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe y
enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de
la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho
de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la
inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación fundamental que
la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa
insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis
recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber
influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado
de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no
ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue
siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el
desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e
interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y
confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para
ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Os
daréis cuenta de que nada está perdido y podréis pedir perdón también a
vuestro hijo que ahora vive en el Señor. Ayudadas por el consejo y la
cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro
doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos
a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado
eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la
acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis
artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre.
100. En este gran esfuerzo por una nueva cultura de la vida estamos
sostenidos y animados por la confianza de quien sabe que el Evangelio de la
vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4,
26-29). Es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios,
numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la «
cultura de la muerte » y los de que disponen los promotores de una « cultura
de la vida y del amor ». Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la
ayuda de Dios, para quien nada es imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre y
mujer, repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en
sus difíciles tareas en medio de las insidias que las amenazan: 135 es
urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde
cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia
y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con
la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y
amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración
y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra las fuerzas del
mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios
sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la
humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que
viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que
esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza
perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus
corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la
vida y del amor.
« Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1, 4): el
Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres
101. « Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1, 4).
La revelación del Evangelio de la vida se nos da como un bien que hay que
comunicar a todos: para que todos los hombres estén en comunión con nosotros
y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3). No podremos tener alegría plena si no
comunicamos este Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para nosotros
mismos.
El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para
todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa
única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza
extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y
está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay
seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo
a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede
comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta
necesariamente a todos.
Por esto, nuestra acción de « pueblo de la vida y para la vida » debe ser
interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara
que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente
—desde la concepción a su muerte natural— es uno de los pilares sobre los
que se basa toda sociedad civil, « quiere simplemente promover un Estado
humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los
derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil
».136
El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor
de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la
edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común
sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y
desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede
tener bases sólidas una sociedad que —mientras afirma valores como la
dignidad de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente
aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la
vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida
puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la
sociedad, como la democracia y la paz.
En efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la
dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos.
No puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida,
como recordaba Pablo VI: « Todo delito contra la vida es un atentado contra
la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el
contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y
reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera
alegre y operante de la convivencia social ».137
El « pueblo de la vida » se alegra de poder compartir con otros muchos su
tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el « pueblo para la vida » y la
nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero
bien de la ciudad de los hombres.
CONCLUSION
102. Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor
Jesús, « el Niño nacido para nosotros » (cf. Is 9, 5), para contemplar en El
« la Vida » que « se manifestó » (1 Jn 1, 2). En el misterio de este
nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre y comienza el
camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que culminará con la entrega
de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para la
humanidad entera principio de vida nueva.
Quien acogió « la Vida » en nombre de todos y para bien de todos fue María,
la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima
con el Evangelio de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y
su maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a
dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito
de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la
condena de la muerte definitiva y eterna.
Por esto María, « como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los
que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos
viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los
que debían vivir por ella ».138
Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su
propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo
tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más
profunda para comprender la experiencia de María como modelo incomparable de
acogida y cuidado de la vida.
« Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol » (Ap 12,
1): la maternidad de María y de la Iglesia
103. La relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se
manifiesta con claridad en la « gran señal » descrita en el Apocalipsis: «
Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna
bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza » (12, 1). En
esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la
historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el «
germen y el comienzo » del Reino de Dios.139 La Iglesia ve este misterio
realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en
la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total perfección.
La « Mujer vestida del sol » —pone de relieve el Libro del Apocalipsis— «
está encinta » (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar
consigo al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo
al mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede
olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María,
que concibió y dio a luz al que es « Dios de Dios », « Dios verdadero de
Dios verdadero ». María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en
cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la maternidad
inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para la
Iglesia, llamada a ser la « nueva Eva », madre de los creyentes, madre de
los « vivientes » (cf. Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza —también de esto la
Iglesia es consciente— en medio de « los dolores y del tormento de dar a luz
» (Ap 12, 2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que
continúan atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres,
haciendo resistencia a Cristo: « En El estaba la vida y la vida era la luz
de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la
vencieron » (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo
del sufrimiento: « Este está puesto... para ser señal de contradicción —¡y a
ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al
descubierto las intenciones de muchos corazones » (Lc 2, 34-35). En las
palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige a
María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con El
hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. « Junto a la cruz de
Jesús » (Jn 19, 25), María participa de la entrega que el Hijo hace de sí
mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra definitivamente para nosotros. El
« sí » de la Anunciación madura plenamente en la Cruz, cuando llega para
María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a cada hombre que se hace
discípulo, derramando sobre él el amor redentor del Hijo: « Jesús, viendo a
su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer,
ahí tienes a tu hijo" » (Jn 19, 26).
« El Dragón se detuvo delante de la Mujer... para devorar a su Hijo en
cuanto lo diera a luz » (Ap 12, 4): la vida amenazada por las fuerzas del
mal
104. En el Libro del Apocalipsis la « gran señal » de la « Mujer » (12, 1)
es acompañada por « otra señal en el cielo » : se trata de « un gran Dragón
rojo » (12, 3), que simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al
mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que intervienen en la historia y
dificultan la misión de la Iglesia.
También en esto María ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la
hostilidad de las fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de
afectar a los discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida
del Hijo de cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con
José y el Niño a Egipto (cf. Mt 2, 13-15).
María ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre
en el centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las
tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12, 4),
figura de Cristo, al que María engendra en la « plenitud de los tiempos »
(Gal 4, 4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de
las diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de
cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada,
porque —como recuerda el Concilio— « el Hijo de Dios, con su encarnación, se
ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».140 Precisamente en la « carne »
de cada hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con
nosotros, de modo que el rechazo de la vida del hombre, en sus diversas
formas, es realmente rechazo de Cristo. Esta es la verdad fascinante, y al
mismo tiempo exigente, que Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa
presentando incansablemente: « El que reciba a un niño como éste en mi
nombre, a mí me recibe » (Mt 18, 5); « En verdad os digo que cuanto
hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis »
(Mt 25, 40).
« No habrá ya muerte » (Ap 21, 4): esplendor de la resurrección
105. La anunciación del ángel a María se encuentra entre estas confortadoras
palabras: « No temas, María » y « Ninguna cosa es imposible para Dios » (Lc
1, 30.37). En verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por
la certeza de que Dios está a su lado y la acompaña con su providencia
benévola. Esta es también la existencia de la Iglesia, que encuentra « un
lugar » (Ap 12, 6) en el desierto, lugar de la prueba, pero también de la
manifestación del amor de Dios hacia su pueblo (cf. Os 2, 16).
María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en su lucha contra la
muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han
sido ya derrotadas en El: « Lucharon vida y muerte en singular batalla, y,
muerto el que es la Vida, triunfante se levanta ».141
El Cordero inmolado vive con las señales de la pasión en el esplendor de la
resurrección. Sólo El domina todos los acontecimientos de la historia:
desata sus « sellos » (cf. Ap 5, 1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del
tiempo, el poder de la vida sobre la muerte. En la « nueva Jerusalén », es
decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres, «
no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo
viejo ha pasado » (Ap 21, 4).
Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida,
caminamos confiados hacia « un cielo nuevo y una tierra nueva » (Ap 21, 1),
dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros « señal de esperanza
cierta y de consuelo ».142
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la
Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.