ENCÍCLICA SACERDOTALIS CAELIBATUS DE SU SANTIDAD PABLO VI SOBRE EL CELIBATO SACERDOTAL
A los obispos,
a los hermanos en el sacerdocio,
a los fieles de todo el mundo católico
INTRODUCCIÓN
1. EL CELIBATO SACERDOTAL HOY
Situación actual
1. El celibato sacerdotal, que la Iglesia custodia desde hace siglos como
perla preciosa, conserva todo su valor también en nuestro tiempo,
caracterizado por una profunda transformación de mentalidades y de
estructuras.
Pero en el clima de los nuevos fermentos, se ha manifestado también la
tendencia, más aún, la expresa voluntad de solicitar de la Iglesia que
reexamine esta institución suya característica, cuya observancia, según
algunos, llegaría a ser ahora problemática y casi imposible en nuestro
tiempo y en nuestro mundo.
Una promesa nuestra al Concilio
2. Este estado de cosas, que sacude la conciencia y provoca la perplejidad
en algunos sacerdotes y jóvenes aspirantes al sacerdocio y engendra
confusión en muchos fieles, nos obliga a poner un término a la dilación para
mantener la promesa que hicimos a los venerables padres del concilio, a los
que declaramos nuestro propósito de dar nuevo lustre y vigor al celibato
sacerdotal en las circunstancias actuales [1]. Entretanto, larga y
fervorosamente hemos invocado las necesarias luces y ayudas del espíritu
Paráclito, y hemos examinado, en la presencia de Dios, los pareceres y las
instancias que nos han llegado de todas partes, ante todo de varios pastores
de la Iglesia de Dios.
Amplitud y gravedad de la cuestión
3. La gran cuestión relativa al sagrado celibato del clero en la Iglesia se
ha presentado durante mucho tiempo a nuestro espíritu en toda su amplitud y
en toda su gravedad. Debe todavía hoy subsistir la severa y sublimadora
obligación para los que pretenden acercarse a las sagradas órdenes mayores?
Es hoy posible, es hoy conveniente la observancia de semejante obligación?
No será ya llegado el momento para abolir el vínculo que en la Iglesia une
el sacerdocio con el celibato? No podría ser facultativa esta difícil
observancia? No saldría favorecido el ministerio sacerdotal, facilitada la
aproximación ecuménica? Y si la áurea ley del sagrado celibato debe todavía
subsistir con qué razones ha de probarse hoy que es santa conveniente? Y con
qué medios puede observarse y cómo convertirse de carga en ayuda para la
vida sacerdotal?
La realidad y los problemas
4. Nuestra atención se ha detenido de modo particular en las objeciones que
de varias formas se han formulado o se formulan contra el mantenimiento del
sagrado celibato. Efectivamente, un tema tan importante y tan complejo nos
obliga, en virtud de nuestro servicio apostólico, a considerar lealmente la
realidad y los problemas que implica, pero iluminándolos, como es nuestro
deber y nuestra misión, con la luz de la verdad que es Cristo, con el anhelo
de cumplir en todo la voluntad de aquel que nos ha llamado a este oficio, y
de manifestarnos como efectivamente somos ante la Iglesia, el siervo de los
siervos de Dios.
2. OBJECIONES CONTRA EL CELIBATO SACERDOTAL
El celibato y el Nuevo Testamento
5. Se puede decir que nunca, como hoy, el terna del celibato eclesiástico se
ha investigado con mayor intensidad y bajo todos sus aspectos, en el plano
doctrinal, histórico, sociológico, psicológico y pastoral, y frecuentemente
con intenciones fundamentalmente rectas, aunque a veces la palabras puedan
haberlas traicionado.
Miremos honradamente las principales objeciones contra le ley del celibato
eclesiástico, unido al sacerdocio.
La primera parece que proviene de la fuente más autorizada: el Nuevo
Testamento, en el que se conserva la doctrina de Cristo y de los apóstoles,
no exige e! celibato de los sagrados ministros, sino que más bien o propone
como obediencia libre a una especial vocación o a un especial carisma (cf.
Mt 19, 11-12). Jesús mismo no puso esta condición previa en la elección de
los doce, como tampoco los apóstoles para los que ponían al frente de las
primeras comunidades cristianas (cf. 1 Tim 3, 2-5; Tit 1, 5-6).
Los Padres de la Iglesia
6. La íntima relación que los padres de la iglesia y los escritores
eclesiásticos establecieron a lo largo de os siglos, entre la vocación al
sacerdocio ministerial la sagrada virginidad encuentra su origen en
mentalidades y situaciones históricas muy diversas de las nuestras. Muchas
veces en los textos patrísticos se recomienda al clero, más que el celibato,
la abstinencia con el uso del matrimonio, y las razones que se aducen en
favor de la castidad perfecta de los sagrados ministros parecen a veces
inspiradas en un excesivo pesimismo sobre la condición humana de la carne, o
en una particular concepción de la pureza necesaria para el contacto con las
cosas sagradas. Además los argumentos va no estarían en armonía con todos
los ambientes socioculturales, donde la Iglesia está llamada hoy a actuar,
por medio de sus sacerdotes.
Vocación y celibato
7. Una dificultad que muchos notan consiste en el hecho de que con la
disciplina vigente del celibato se hace coincidir el carisma de la vocación
sacerdotal con el carisma de la perfecta castidad, como estado de vida del
ministro de Dios; y por eso se preguntan si es justo alejar del sacerdocio a
los que tendrían vocación ministerial, sin tener la de la vida célibe.
El celibato y la escasez de clero
8. Mantener el celibato sacerdotal en la Iglesia traería además un daño
gravísimo, allí donde la escasez numérica del clero, dolorosamente
reconocida y lamentada por el mismo concilio [2], provoca situaciones
dramáticas, obstaculizando la plena realización del plan divino de la
salvación y poniendo a veces en peligro la misma posibilidad del primer
anuncio del evangelio. Efectivamente, esta penuria de clero que preocupa,
algunos la atribuyen al peso de la obligación del celibato.
Sombras en el celibato
9. No faltan tampoco quienes están convencidos de que un sacerdocio con el
matrimonio no sólo quitaría la ocasión de infidelidades, desórdenes y
dolorosas defecciones, que hieren y llenan de dolor a toda la Iglesia, sino
que permitiría a los ministros de Cristo dar un testimonio más completo de
vida cristiana, incluso en el campo de la familia, del cual su estado actual
los excluye.
Violencia a la naturaleza
10. Hay también quien insiste en la afirmación según la cual el sacerdote,
en virtud de su celibato, se encuentra en una situación física y psicológica
antinatural, dañosa al equilibrio y a la maduración de su personalidad
humana. Así sucede -dicen- que a menudo el sacerdote se agoste y carezca de
calor humano, de una plena comunión de vida y de destino con el resto de sus
hermanos, y se vea forzado a una soledad que es fuente de amargura y de
desaliento. Todo esto ¿no indica acaso una injusta violencia y un
injustificable desprecio de valores humanos que se derivan de la obra divina
de la creación, y que se integran en la obra de la redención, realizada por
Cristo?
Formación inadecuada
11. Observando además el modo como un candidato al sacerdocio llega a la
aceptación de un compromiso tan gravoso, se alega que en la práctica es el
resultado de una actitud pasiva, causada muchas veces por una formación no
del todo adecuada y respetuosa de la libertad humana, más bien que el
resultado de una decisión auténticamente personal; ya que el grado de
conocimiento y de autodecisión del joven y su madurez psicofísica son
bastante inferiores, y en todo caso desproporcionadas respecto a la entidad,
a las dificultades objetivas y a la duración del compromiso que toma sobre
sí.
3. CONFIRMACIÓN DEL CELIBATO ECLESIÁSTICO.
RECONOZCAMOS EL DON DE DIOS
12. No ignoramos que se pueden proponer también otras objeciones contra el
sagrado celibato. Es este un tema muy complejo que toca en lo vivo la
concepción habitual de la vida y que introduce en ella la luz superior, que
proviene de la divina revelación; una serie interminable de dificultades se
presentará a los que «no... entienden esta palabra» (Mt 19, 11), no conocen
u olvidan el «don de Dios» (cf. Jn 4, 10) y no saben cuál es la lógica
superior de esta nueva concepción de la vida, y cual su admirable eficacia,
su exuberante plenitud.
Testimonio del pasado y del presente
13. Semejante coro de objeciones parece que sofocaría la voz secular y
solemne de los pastores de la Iglesia, de los maestros de espíritu, del
testimonio vivido por una legión sin número de santos y de fieles ministros
de Dios, que han hecho del celibato objeto interior y signo exterior de su
total y gozosa donación al ministerio de Cristo. No, esta voz es también
ahora fuerte y serena; no viene solamente del pasado, sino también del
presente. En nuestro cuidado de observar siempre la realidad, no podemos
cerrar los ojos ante esta magnífica y sorprendente realidad; hay todavía hoy
en la santa Iglesia de Dios, en todas las partes del mundo, innumerables
ministros sagrados —subdiáconos, diáconos, presbíteros, obispos— que viven
de modo intachable el celibato voluntario y consagrado; y junto a ellos no
podemos por menos de contemplar las falanges inmensas de los religiosos, de
las religiosas y aun de jóvenes y de hombres seglares, fieles todos al
compromiso de la perfecta castidad; castidad vivida no por desprecio del don
divino de la vida, sino por amor superior a la vida nueva que brota del
misterio pascual; vivida con valiente austeridad, con gozosa espiritualidad,
con ejemplar integridad y también con relativa facilidad. Este grandioso
fenómeno prueba una, singular realidad del reino de Dios, que vive en el
seno de la sociedad moderna, a la que presta humilde y benéfico servicio de
«luz del mundo» y de «sal de la tierra» (cf. Mt 5, 13-114). No podemos
silenciar nuestra admiración; en todo ello sopla, sin duda ninguna, el
espíritu de Cristo.
Confirmación de la validez del celibato
14. Pensarnos, pues, que la vigente ley del sagrado celibato debe también
hoy, y firmemente, estar unida al ministerio eclesiástico; ella debe
sostener al ministro en su elección exclusiva, perenne y total del único y
sumo amor de Cristo y de la dedicación al culto de Dios y al servicio de la
Iglesia, y debe cualificar su estado de vida, tanto en la comunidad de los
fieles, como en la profana.
La potestad de la Iglesia
15. Ciertamente, el carisma de la vocación sacerdotal, enderezado al culto
divino y al servicio religioso y pastoral del Pueblo de Dios, es distinto
del carisma que induce a la elección del celibato como estado de vida
consagrada (cf. n. 5, 7); mas, la vocación sacerdotal, aunque divina en su
inspiración, no viene a ser definitiva y operante sin la prueba y la
aceptación de quien en la Iglesia tiene la potestad y la responsabilidad del
ministerio para la comunidad eclesial; y por consiguiente, toca a la
autoridad de la Iglesia determinar, según los tiempos y los lugares, cuáles
deben ser en concreto los hombres y cuáles sus requisitos, para que puedan
considerarse idóneos para el servicio religioso y pastoral de la Iglesia
misma.
Propósito de la encíclica
16. Con espíritu de fe, consideramos, por lo mismo favorable la ocasión que
nos ofrece la divina providencia para ilustrar nuevamente y de una manera
más adaptada a los hombres de nuestro tiempo, las razones profundas del
sagrado celibato, ya que, si las dificultades contra la fe «pueden estimular
el espíritu a una más cuidadosa y profunda inteligencia de la misma» [3], no
acontece de otro modo con la disciplina eclesiástica, que dirige la vida de
los creyentes.
Nos mueve el gozo de contemplar en esta ocasión y desde este punto, de vista
la divina riqueza y belleza de la Iglesia de Cristo, no siempre
inmediatamente descifrable a los ojos humanos, porque es obra del amor del
que es cabeza divina de la Iglesia, y porque se manifiesta en aquella
perfección de santidad (cf. Ef 5, 25-27), que asombra al espíritu humano y
encuentra insuficientes las fuerzas del ser humano para dar razón de ella.
I. ASPECTOS DOCTRINALES
1. LOS FUNDAMENTOS DEL CELIBATO SACERDOTAL
El concilio y el celibato
17. Ciertamente, como ha declarado el Sagrado Concilio Ecuménico Vaticano
II, la virginidad «no es exigida por la naturaleza misma del sacerdocio,
como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de
las Iglesias Orientales»[4], pero el mismo sagrado concilio no ha dudado
confirmar solemnemente la antigua, sagrada y providencial ley vigente del
celibato sacerdotal, exponiendo también los motivos que la justifican para
todos los que saben apreciar con espíritu de fe y con íntimo y generoso
fervor los dones divinos.
Argumentos antiguos puestos a nueva luz
18. No es la primera vez que se reflexiona sobre la «múltiple conveniencia»
(1.c) del celibato para los ministros de Dios; y aunque las razones aducidas
han sido diversas, según la diversa mentalidad y las diversas situaciones,
han estado siempre inspiradas en consideraciones específicamente cristianas,
en el fondo de las cuales late la intuición de motivos más profundos. Estos
motivos pueden venir a mejor luz, no sin el influjo del Espíritu Santo,
prometido por Cristo a los suyos para el conocimiento de las cosas venideras
(cf. Jn 16, 13) y para hacer progresar en el pueblo de Dios la inteligencia
del misterio de Cristo y de la Iglesia, sirviéndose también de la
experiencia procurada por una penetración mayor de las cosas espirituales a
través de los siglos [5].
A. DIMENSIÓN CRISTOLÓGICA
La novedad de Cristo
19. El sacerdocio cristiano, que es nuevo, solamente puede ser comprendido a
la luz de la novedad de Cristo, pontífice sumo y eterno sacerdote, que ha
instituido el sacerdocio ministerial, como real participación de su único
sacerdocio [6]. El ministro de Cristo y administrador de los misterios de
Dios (1Cor 4, 1) tiene por consiguiente en él también el modelo directo y el
supremo ideal (cf. 1Cor 11, 1). El Señor Jesús, unigénito de Dios, enviado
por el Padre al mundo, se hizo hombre para que la humanidad, sometida al
pecado y a la muerte, fuese regenerada y, mediante un nuevo nacimiento (Jn
3, 5; Tit 3, 5), entrase en el reino de los cielos. Consagrado totalmente a
la voluntad del Padre (Jn 4, 34; 17, 4), Jesús realizó mediante su misterio
pascual esta nueva creación (2Cor 5, 17; Gál 6, 15), introduciendo en el
tiempo y en el mundo una forma nueva, sublime y divina de vida, que
transforma la misma condición terrena de la humanidad (cf. Gál 3, 28).
Matrimonio y celibato en la novedad de Cristo
20. El matrimonio, que por voluntad de Dios continúa la obra de la primera
creación (Gén 2, 18), asumido en el designio total de la salvación, adquiere
también él nuevo significado y valor. Efectivamente, Jesús le ha restituido
su primitiva dignidad (Mt 19, 38), lo ha honrado (cf. Jn 2, 1-11) y lo ha
elevado a la dignidad de sacramento y de misterioso signo de su unión con la
Iglesia (Ef 5, 32). Así los cónyuges cristianos, en el ejercicio del mutuo
amor, cumpliendo sus específicos deberes y tendiendo a la santidad que les
es propia, marchan juntos hacia la patria celestial. Cristo, mediador de un
testamento mas excelente (Heb 8, 6), ha abierto también un camino nuevo, en
el que la criatura humana, adhiriéndose total y directamente al Señor y
preocupada solamente de él y de sus cosas (1Cor 7, 33-35), manifiesta de
modo más claro y completo la realidad, profundamente innovadora, del Nuevo
Testamento.
Virginidad y sacerdocio en Cristo mediador
21. Cristo, Hijo único del Padre, en virtud de su misma encarnación, ha sido
constituido mediador entre el cielo y la tierra, entre el Padre y el género
humano. En plena armonía con esta misión, Cristo permaneció toda la vida en
el estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de
Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el
sacerdocio en Cristo se refleja en los que tienen la suerte de participar de
la dignidad y de la misión del mediador y sacerdote eterno, y esta
participación será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministro esté más
libre de vínculos de carne y de sangre [7].
El celibato por el reino de los cielos
22. Jesús, que escogió los primeros ministros de la salvación y quiso que
entrasen en la inteligencia de los misterios del reino de los cielos (Mt 13,
11; Mc 4, 11; Lc 8, 10), cooperadores de Dios con título especialísimo,
embajadores suyos (2Cor 5, 20), y les llamó amigos y hermanos (Jn 15, 15;
20, 17), por los cuales se consagró a sí mismo, a fin de que fuesen
consagrados en la verdad (Jn 17, 19), prometió una recompensa superabundante
a todo el que hubiera abandonado casa, familia, mujer e hijos por el reino
de Dios (Lc 18, 29-30). Más aún, recomendó también [8], con palabras
cargadas de misterio y de expectación, una consagración todavía más perfecta
al reino de los cielos por medio de la virginidad, como consecuencia de un
don especial (Mt 19, 11-12). La respuesta a este divino carisma tiene como
motivo el reino de los cielos (Ibíd.. v. 12); e igualmente de este reino,
del evangelio (Mc 20, 29-30) y del nombre de Cristo (Mt 19,29) toman su
motivo las invitaciones de Jesús a las arduas renuncias apostólicas, para
una participación más íntima en su suerte.
Testimonio de Cristo
23. Es, pues, el misterio de la novedad de Cristo, de todo lo que él es y
significa; es la suma de los más altos ideales del evangelio, y del reino;
es una especial manifestación de la gracia que brota del misterio pascual
del redentor, lo que hace deseable y digna la elección de la virginidad, por
parte de los llamados por el Señor Jesús, con la intención no solamente de
participar de su oficio sacerdotal, sino también de compartir con él su
mismo estado de vida.
Plenitud de amor
24. La respuesta a la vocación divina es una respuesta de amor al amor que
Cristo nos ha demostrado de manera sublime (Jn 15, 13; 3, 16); ella se cubre
de misterio en el particular amor por las almas, a las cuales él ha hecho
sentir sus llamadas más comprometedoras (cf. Mc 1, 21). La gracia multiplica
con fuerza divina las exigencias del amor que, cuando es auténtico, es
total, exclusivo, estable y perenne, estímulo irresistible para todos los
heroísmos. Por eso la elección del sagrado celibato ha sido considerada
siempre en la Iglesia «como señal y estímulo de caridad» [9]; señal de un
amor sin reservas, estímulo de una caridad abierta a todos. Quién jamás
puede ver en una vida entregada tan enteramente y por las razones que hemos
expuesto, señales de pobreza espiritual, de egoísmo, mientras que por el
contrario es, y debe ser, un raro y por demás significativo ejemplo de vida,
que tiene como motor y fuerza el amor, en el que el hombre expresa su
exclusiva grandeza? Quién jamás podrá dudar de la plenitud moral y
espiritual de una vida de tal manera consagrada, no ya a un ideal aunque sea
el más sublime, sino a Cristo y a su obra en favor de una humanidad nueva,
en todos los lugares y en todos los tiempos?
Invitación al estudio
25. Esta perspectiva bíblica y teológica, que asocia nuestro sacerdocio
ministerial al de Cristo, y que de la total y exclusiva entrega de Cristo a
su misión salvífica saca el ejemplo y la razón de nuestra asimilación a la
forma de caridad y de sacrificio, propia de Cristo redentor, nos parece tan
fecunda y tan llena de verdades especulativas y prácticas, que os invitamos
a vosotros, venerables hermanos, invitamos a los estudiosos de la doctrina
cristiana y a los maestros de espíritu y a todos los sacerdotes capaces de
las intuiciones sobrenaturales sobre su vocación, a perseverar en el estudio
de estas perspectivas y penetrar en sus íntimas y fecundas realidades, de
suerte que el vínculo entre el sacerdocio y el celibato aparezca cada vez
mejor en su lógica luminosa y heroica, de amor único e ilimitado hacia
Cristo Señor y hacia su Iglesia.
B. DIMENSIÓN ECLESIOLÓGICA
El celibato y el amor de Cristo y del sacerdote por la Iglesia
26. «Apresado por Cristo Jesús» (Fil 3, 12) hasta el abandono total de sí
mismo en él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en
el amor, con que el eterno sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia,
ofreciéndose a sí mismo todo por ella, para hacer de ella una esposa
gloriosa, santa e inmaculada (cf. Ef 5, 26-27).
Efectivamente, la virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta
el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural
fecundidad de esta unión, por la cual los hijos de Dios no son engendrados
ni por la carne, ni por la sangre (Jn 1, 13)[10].
Unidad y armonía en la vida sacerdotal: el ministerio de la palabra
27. El sacerdote, dedicándose al servicio del Señor Jesús y de su cuerpo
místico en completa libertad más facilitada gracias a su total ofrecimiento,
realiza más plenamente la unidad y la armonía de su vida sacerdotal [11].
Crece en él la idoneidad para oír la palabra de Dios y para la oración. De
hecho, la palabra de Dios, custodiada por la Iglesia, suscita en el
sacerdote que diariamente la medita, la vive y la anuncia a los fieles, los
ecos más vibrantes y profundos.
El oficio divino y la oración
28. Así, dedicado total y exclusivamente a las cosas de Dios y de la
Iglesia, como Cristo (cf. Lc 2, 49; 1Cor 7,. 32-33), su ministro, a
imitación del sumo sacerdote, siempre vivo en la presencia de Dios para
interceder en favor nuestro (Heb 9, 24; 7, 25), recibe, del atento y devoto
rezo del oficio divino, con el que él presta su voz a la Iglesia que ora
juntamente con su esposo [12], alegría e impulso incesantes, y experimenta
la necesidad de prolongar su asiduidad en la oración, que es una función
exquisitamente sacerdotal (Hch 6, 2).
El ministerio de la gracia y de la eucaristía
29. Y todo el resto de la vida del sacerdote adquiere mayor plenitud de
significado y de eficacia santificadora. Su especial empeño en la propia
santificación encuentra efectivamente nuevos incentivos en el ministerio de
la gracia y en el ministerio de la eucaristía, en la que se encierra todo el
bien de la Iglesia [13] actuando en persona de Cristo, el sacerdote se une
más íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que
lleva las señales del holocausto.
Vida plenísima y fecunda
30. ¿Qué otras consideraciones más podríamos hacer sobre el aumento de
capacidad, de servicio, de amor, de sacrificio del sacerdote por todo el
pueblo de Dios? Cristo ha dicho de sí: «Si el grano de trigo no cae en la
tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12,
24). Y el apóstol Pablo no dudaba en exponerse a morir cada día, para poseer
en sus fieles una gloria en Cristo Jesús (cf. 1Cor 14, 31). Así el
sacerdote, muriendo cada día totalmente a sí mismo, renunciando al amor
legítimo de una familia propia por amor de Cristo y de su reino, hallar la
gloria de una vida en Cristo plenísima y fecunda, porque como él y en él ama
y se da a todos los hijos de Dios.
El sacerdote célibe en la comunidad de los fieles
31. En medio de la comunidad de los fieles, confiados a sus cuidados, el
sacerdote es Cristo presente; de ahí la suma conveniencia de que en todo
reproduzca su imagen y en particular de que siga su ejemplo, en su vida
íntima lo mismo que en su vida de ministerio. Para sus hijos en Cristo el
sacerdote es signo y prenda de las sublimes y nuevas realidades del reino de
Dios, del que es dispensador, poseyéndolas por su parte en el grado más
perfecto y alimentando la fe y la esperanza de todos los cristianos, que en
cuanto tales están obligados a la observancia de la castidad, según el
propio estado.
Eficacia pastoral del celibato
32. La consagración a Cristo, en virtud de un título nuevo y excelso cual es
el celibato, permite además al sacerdote, como es evidente también en el
campo práctico, la mayor eficiencia y la mejor actitud psicológica y
afectiva para el ejercicio continuo de la caridad perfecta, que le
permitirá, de manera más amplia y concreta, darse todo para utilidad de
todos (2Cor 12, 15) [14] y le garantiza claramente una mayor libertad y
disponibilidad en el ministerio pastoral [15], en su activa y amorosa
presencia en medio del mundo al que Cristo lo ha enviado (Jn 17, 18), a, fin
de que pague enteramente a todos los hijos de Dios la deuda que se les debe
(Rom 1, 14).
C. DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA
El anhelo del pueblo de Dios por el reino celestial
33. El reino de Dios que no es de este mundo (Jn 18, 36), está aquí en la
tierra presente en misterio y llegará a su perfección con la venida gloriosa
del Señor Jesús [16]. De este reino la Iglesia forma aquí abajo como el
germen y el principio; y mientras que va creciendo lenta, pero seguramente,
siente el anhelo de aquel reino perfecto y desea, con todas sus fuerzas,
unirse a su rey en la gloria [17].
En la historia, el Pueblo de Dios, peregrino, está en camino hacia su
verdadera patria (Fil 3, 20) donde se manifestará en toda su plenitud la
filiación divina de los redimidos (1Jn 3, 2) y donde resplandecerá
definitivamente la belleza transfigurada de la Esposa del Cordero divino
[18].
El celibato como signo de los bienes celestiales
34. Nuestro Señor y Maestro ha dicho que «en la resurrección no se tomará
mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,
30). En el mundo de los hombres, ocupados en gran número en los cuidados
terrenales y dominados con gran frecuencia por los deseos de la carne (cf.
1Jn 2, 16), el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino
de los cielos constituye precisamente «un signo particular de los bienes
celestiales» [19], anuncia la presencia sobre la tierra de los últimos
tiempos de la salvación (cf. 1Cor 7, 29-31) con el advenimiento de un mundo
nuevo, y anticipa de alguna manera la consumación del reino, afirmando sus
valores supremos, que un día brillarán en todos los hijos de Dios. Por eso,
es un testimonio de la necesaria tensión del Pueblo de Dios hacia la meta
última de su peregrinación terrenal y un estímulo para todos a alzar la
mirada a las cosas que están allá arriba, en donde Cristo está sentado a la
diestra del Padre y donde nuestra vida está escondida con Cristo en Dios,
hasta que se manifieste en la gloria (Col 3, 1-4).
2. EL CELIBATO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
En la antigüedad
35. El estudio de los documentos históricos sobre el celibato eclesiástico
sería demasiado largo, pero muy instructivo. Baste la siguiente indicación:
en la antigüedad cristiana los padres y los escritores eclesiásticos dan
testimonio de la difusión, tanto en oriente como en occidente, de la
práctica libre del celibato en los sagrados ministros [20], por su gran
conveniencia con su total dedicación al servicio de Dios y de su Iglesia.
La Iglesia de Occidente
36. La Iglesia de Occidente, desde los principios del siglo IV, mediante la
intervención de varios concilios provinciales y de los sumos pontífices,
corroboró, extendió y sancionó esta práctica [21]. Fueron sobre todo los
supremos pastores y maestros de la Iglesia de Dios, custodios e intérpretes
del patrimonio de la fe y de las santas costumbres cristianas, los que
promovieron, defendieron y restauraron el celibato eclesiástico, en las
sucesivas épocas de la historia, aun cuando se manifestaban oposiciones en
el mismo clero y las costumbres de una sociedad en decadencia no favorecían
ciertamente los heroísmos de la virtud. La obligación del celibato fue
además solemnemente sancionada por el sagrado Concilio ecuménico Tridentino
[22] e incluida finalmente en el Código de Derecho Canónico (can. 132,1)
[nuevo can. 277].
El magisterio pontificio más reciente
37. Los sumos pontífices más cercanos a nosotros desplegaron su ardentísimo
celo y su doctrina para iluminar y estimular al clero a esta observancia
[23] y no querernos dejar de rendir un homenaje especial a la piadosísima
memoria de nuestro inmediato predecesor, todavía vivo en el corazón del
mundo, el cual, en el Sínodo romano pronunció, entre la sincera aprobación
de nuestro clero de la urbe, las palabras siguientes: «Nos llega al corazón
el que... alguno pueda fantasear sobre la voluntad o la conveniencia para la
Iglesia católica de renunciar a lo que, durante siglos y siglos, fue y sigue
siendo una de las glorias más nobles y más puras de su sacerdocio. La ley
del celibato eclesiástico, y el cuidado de mantenerla, queda siempre como
una evocación de las batallas de los tiempos heroicos, cuando la Iglesia de
Dios tenía que combatir, y salió victoriosa, por el éxito de su trinomio
glorioso, que es siempre símbolo de victoria: Iglesia de Cristo libre, casta
y católica» [24]
La Iglesia de Oriente
38. Si es diversa la legislación de la Iglesia de Oriente en materia de
disciplina del celibato en el clero, como fue finalmente establecida por el
Concilio Trullano desde el año 692 [25], y como ha sido abiertamente
reconocido por el Concilio Vaticano II [26], esto es debido también a una
diversa situación histórica de aquella parte nobilísima de la Iglesia,
situación a la que el Espíritu Santo ha acomodado su influjo providencial y
sobrenaturalmente.
Aprovechamos esta ocasión para expresar nuestra estima y nuestro respeto a
todo el clero de las Iglesias orientales y para reconocer en él ejemplos de
fidelidad y de celo que lo hacen digno de sincera veneración.
La voz de los Padres orientales
39. Pero nos es también motivo de aliento para perseverar en la observancia
de la disciplina en relación al celibato del clero, la apología que los
padres orientales nos han dejado sobre la virginidad. Resuena en nuestro
corazón, por ejemplo, la voz de san Gregorio Niseno, que nos recuerda que
«la vida virginal es la imagen de la felicidad que nos espera en el mundo
futuro» [27], y no menos nos conforta el encomio del sacerdocio, que
seguimos meditando, de san Juan Crisóstomo, ordenado a ilustrar la necesaria
armonía que debe reinar entre la vida privada del ministro del altar y la
dignidad de la que está revestido, en orden a sus sagradas funciones: «a
quien se acerca al sacerdocio, le conviene ser puro como si estuviera en el
cielo» [28].
Significativas indicaciones en la tradición oriental
40. Por lo demás no es inútil observar que también en el oriente solamente
los sacerdotes célibes son ordenados obispos y los sacerdotes mismos no
pueden contraer matrimonio después de la ordenación sacerdotal; lo que deja
entender que también aquellas venerables Iglesias poseen en cierta medida el
principio del sacerdocio celibatario y el de una cierta conveniencia entre
el celibato y el sacerdocio cristiano, del cual los obispos poseen el ápice
y la plenitud [29].
La fidelidad de la Iglesia de Occidente a su propia tradición
41. En todo caso, la Iglesia de Occidente no puede faltar en su fidelidad a
la propia y antigua tradición, y no cabe pensar que durante siglos haya
seguido un camino que, en vez de favorecer la riqueza espiritual de cada una
de las almas y del Pueblo de Dios, la haya en cierto modo comprometido; o
que, con arbitrarias intervenciones jurídicas, haya reprimido la libre
expansión de las más profundas realidades de la naturaleza y de la gracia.
Casos especiales
42. En virtud de la norma fundamental del gobierno de la Iglesia Católica, a
la que arriba hemos aludido (n. 15), de la misma manera que por una parte
queda confirmada la ley que requiere la elección libre y perpetua del
celibato en aquellos que son admitidos a las sagradas órdenes, se podrá por
otra permitir el estudio de las particulares condiciones de los ministros
sagrados casados, pertenecientes a Iglesias o comunidades cristianas todavía
separadas de la comunión católica, quienes, deseando dar su adhesión a la
plenitud de esta comunión y ejercitar en ella su sagrado ministerio, fuesen
admitidos a las funciones sacerdotales; pero en condiciones que no causen
perjuicio a la disciplina vigente sobre el sagrado celibato.
Y que la autoridad de la Iglesia no rehúye el ejercicio de esta potestad lo
demuestra la posibilidad, propuesta por el reciente concilio ecuménico, de
conferir el sacro diaconado incluso a hombres de edad madura, que viven en
el matrimonio [30].
Confirmación
43. Pero todo esto no significa relajación de la ley vigente y no debe
interpretarse como un preludio de su abolición. Y más bien que condescender
con esta hipótesis, que debilita en las almas el vigor y el amor que hace
seguro y feliz el celibato, y oscurece la verdadera doctrina que justifica
su existencia y glorifica su esplendor, promuévase el estudio en defensa del
concepto espiritual y del valor moral de la virginidad y del celibato [31].
Don que Dios dará si se le pide
44. La sagrada virginidad es un don especial, pero la Iglesia entera de
nuestro tiempo, representada solemne y universalmente por sus pastores
responsables, y respetando siempre, como ya hemos dicho, la disciplina de
las Iglesias Orientales, ha manifestado su plena certeza en el Espíritu de
"que el don del celibato, tan congruente con el sacerdocio del Nuevo
Testamento, lo otorgará generosamente el Padre, con tal de que los que por
el sacramento del orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún toda la
Iglesia, lo pidan con humildad e insistencia [32]
La oración del Pueblo de Dios
45. Y hacemos en espíritu un llamamiento a todo el Pueblo de Dios, para que,
cumpliendo con su deber de procurar el incremento de las vocaciones
sacerdotales [33], suplique instantemente al Padre de todos, al esposo
divino de la Iglesia y al Espíritu Santo, que es su alma, para que, por
intercesión de la Bienaventurada Virgen y Madre de Cristo y de la Iglesia,
comunique especialmente en nuestro tiempo este don divino, del cual el Padre
ciertamente no es avaro, y para que las almas se dispongan a él con espíritu
de profunda fe y de generoso amor.
Así, en nuestro mundo, que tiene necesidad de la gloria de Dios (cf. Rom 3,
23), los sacerdotes, configurados cada vez más perfectamente con el
sacerdote único y sumo, sean gloria refulgente de Cristo (2Cor 8, 23) y por
su medio sea magnificada «la gloria de la gracia» de Dios en el mundo de hoy
(cf. Ef 1, 6).
El mundo de hoy y el celibato sacerdotal
46. Sí, venerables y carísimos hermanos en el sacerdocio, a quienes amamos
«en el corazón de Jesucristo» (Fil 1, 8); precisamente el mundo en que hoy
vivimos, atormentado por una crisis de crecimiento y de transformación,
justamente orgulloso de los valores humanos y de las humanas conquistas,
tiene urgente necesidad del testimonio de vidas consagradas a los más altos
y sagrados valores del alma, a fin de que a este tiempo nuestro no le falte
la rara e incomparable luz de las más sublimes conquistas del espíritu.
La escasez numérica de los sacerdotes
47. Nuestro Señor Jesucristo no vaciló en confiar a un puñado de hombres,
que cualquiera hubiera juzgado insuficientes por número y calidad, la misión
formidable de la evangelización del mundo entonces conocido; y a este
«pequeño rebaño» le advirtió que no se desalentase (Lc 12, 32), porque con
Él y por Él, gracias a su constante asistencia (Mt 28, 20), conseguirían la
victoria sobre el mundo (Jn 16, 33). Jesús nos ha enseñado también que el
reino de Dios tiene una fuerza íntima y secreta, que le permite crecer y
llegar a madurar sin que el hombre lo sepa (Mc 4, 26-29). La mies del reino
de los cielos es mucha y los obreros, hoy lo mismo que al principio, son
pocos; ni han llegado jamás a un número tal que el juicio humano lo haya
podido considerar suficiente. Pero el Señor del reino exige que se pida,
para que el dueño de la mies mande los obreros a su campo (Mt 9, 37-38). Los
consejos y la prudencia de los hombres no pueden estar por encima de la
misteriosa sabiduría de aquel que en la historia de la salvación ha
desafiado la sabiduría y el poder de los hombres, con su locura y su
debilidad (1Cor 1, 20-31).
El arrojo de la fe
48. Hacemos un llamamiento al arrojo de la fe para expresar la profunda
convicción de la Iglesia, según la cual una respuesta más comprometedora y
generosa a la gracia, una confianza más explícita y cualificada en su
potencia misteriosa y arrolladora, un testimonio más abierto y completo del
misterio de Cristo, nunca la harán fracasar, a pesar de los cálculos humanos
y de las apariencias exteriores, en su misión de salvar al mundo entero.
Cada uno debe saber que lo puede todo en aquel que es el único que da la
fuerza a las almas (Fil 4, 13) y el incremento a su Iglesia (1Cor 3, 6-7).
La raíz del problema
49. No se puede asentir fácilmente a la idea de que con la abolición del
celibato eclesiástico, crecerían por el mero hecho, y de modo considerable,
las vocaciones sagradas: la experiencia contemporánea de la Iglesia y de las
comunidades eclesiales que permiten el matrimonio a sus ministros, parece
testificar lo contrario. La causa de la disminución de las vocaciones
sacerdotales hay que buscarla en otra parte, principalmente, por ejemplo, en
la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado en los
individuos y en las familias, de la estima de la Iglesia como institución
salvadora mediante, la fe y los sacramentos; por lo cual, el problema hay
que estudiarlo en su verdadera raíz.
3. EL CELIBATO Y LOS VALORES HUMANOS
Renunciar al matrimonio por amor
50. La Iglesia, como más arriba decíamos (cf. n. 10), no ignora que la
elección del sagrado celibato, al comprender una serie de severas renuncias
que tocan al hombre en lo íntimo, lleva también consigo graves dificultades
y problemas, a los que son especialmente sensibles los hombres de hoy.
Efectivamente, podría parecer que el celibato no va de acuerdo con el
solemne reconocimiento de los valores humanos, hecho por parte de la Iglesia
en el reciente concilio; pero una consideración más atenta hace ver que el
sacrificio del amor humano, tal corno es vivido en la familia, realizado por
el sacerdote por amor de Cristo, es en realidad un homenaje rendido a aquel
amor. Todo el mundo reconoce en realidad que la criatura humana ha ofrecido
siempre a Dios lo que es digno del que da y del que recibe
El celibato, don de la gracia
51. Por otra parte, la Iglesia no puede y no debe ignorar que la elección
del celibato, si se la hace con humana y cristiana prudencia y con
responsabilidad, está presidida por la gracia, la cual no destruye la
naturaleza, ni le hace violencia, sino que la eleva y le da capacidad y
vigor sobrenaturales. Dios, que ha creado al hombre y lo ha redimido, sabe
lo que le puede pedir y le da todo lo que es necesario a fin de que pueda
realizar todo lo que su creador y redentor le pide. San Agustín, que había
amplía y dolorosamente experimentado en sí mismo la naturaleza del hombre,
exclamaba: «Da lo que mandes y manda lo que quieras« [34]
Dificultades superables
52. El conocimiento leal de las dificultades reales del celibato es muy
útil, más aún, necesario, para que con plena conciencia se dé cuenta
perfecta de lo que su celibato pide para ser auténtico y benéfico; pero con
la misma lealtad no se debe atribuir a aquellas dificultades un valor y un
peso mayor del que efectivamente tienen en el contexto humano y religioso, o
declararlas de imposible solución.
El celibato no contraría la naturaleza
53. No es justo repetir todavía (cf. n. 10), después de lo que la ciencia ha
demostrado va, que el celibato es contra la naturaleza, por contrariar a
exigencias físicas, psicológicas y afectivas legítimas, cuya realización
sería necesaria para completar y madurar la personalidad humana: el hombre,
creado a imagen y semejanza de Dios (Gén 1, 26-27), no es solamente carne,
ni el instinto sexual lo es en él todo; el hombre es también, y sobre todo,
inteligencia, voluntad, libertad; gracias a estas facultades es y debe
tenerse como superior al universo; ellas le hacen dominador de los propios
apetitos físicos, psicológicos y afectivos.
Mayor vinculación a Cristo y a la Iglesia
54. El motivo verdadero y profundo del sagrado celibato es, como ya hemos
dicho, la elección de una relación personal más íntima y completa con el
misterio de Cristo y de la Iglesia, a beneficio de toda la humanidad; en
esta elección no hay duda de que aquellos supremos valores humanos tienen
modo de manifestarse en máximo grado.
El celibato y la elevación del hombre
55. La elección del celibato no implica la ignorancia o desprecio del
instinto sexual y de la afectividad, lo cual traería ciertamente
consecuencias dañosas para el equilibrio físico o psicológico, sino que
exige lúcida comprensión, atento dominio de sí mismo y sabia sublimación de
la propia psiquis a un plano superior. De este modo, el celibato, elevando
integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su perfección.
El celibato y la maduración de la personalidad
56. El deseo natural y legítimo del hombre de amar a una mujer y de formarse
una familia son, ciertamente, superados en el celibato; pero no se prueba
que el matrimonio y la familia sean la única vía para la maduración integral
de la persona humana. En el corazón del sacerdote no se ha apagado el amor.
La caridad, bebida en su más puro manantial (cf. 1Jn 4, 8-16), ejercitada a
imitación de Dios y de Cristo, no menos que cualquier auténtico amor, es
exigente y concreta (cf. 1Jn 3, 16-18), ensancha hasta el infinito el
horizonte del sacerdote, hace más profundo amplio su sentido de
responsabilidad -índice de personalidad madura, educa en él, como expresión
de una más alta y vasta paternidad, una plenitud y delicadeza de
sentimientos [35], que lo enriquecen en medida superabundante.
El celibato y el matrimonio
57. Todo el Pueblo de Dios debe dar testimonio al misterio de Cristo y de su
reino, pero este testimonio no es el mismo para todos. Dejando a sus hijos
seglares casados la función del necesario testimonio de una vida conyugal y
familiar auténtica y plenamente cristiana, la Iglesia confía a sus
sacerdotes el testimonio de una vida totalmente dedicada a las más nuevas y
fascinadoras realidades del reino de Dios.
Si al sacerdote le viene a faltar una experiencia personal y directa de la
vida matrimonial, no le faltará ciertamente, a causa de su misma formación,
de su ministerio y por la gracia de su estado, un conocimiento acaso más
profundo todavía del corazón humano, que le permitirá penetrar aquellos
problemas en su mismo origen y ser así de valiosa ayuda, con el consejo y
con la asistencia, para los cónyuges y para las familias cristianas (cf.
1Cor 2, 15). La presencia, junto al hogar cristiano, del sacerdote que vive
en plenitud su propio celibato, subrayará la dimensión espiritual de todo
amor digno de este nombre, y su personal sacrificio merecerá a los fieles
unidos por el sagrado vínculo del matrimonio las gracias de una auténtica
unión.
La soledad del sacerdote célibe
58. Es cierto; por su celibato el sacerdote es un hombre solo; pero su
soledad no es el vacío, porque está llena de Dios y de la exuberante riqueza
de su reino. Además, para esta soledad, que debe ser plenitud interior y
exterior de caridad, él se ha preparado, se la ha escogido conscientemente,
y no por el orgullo de ser diferente de los demás, no por sustraerse a las
responsabilidades comunes, no por desentenderse de sus hermanos o por
desestima del mundo. Segregado del, mundo, el sacerdote no está separado del
pueblo de Dios, porque ha sido constituido para provecho de los hombres (Heb
5, 1), consagrado enteramente a la caridad (cf. 1Cor 14, 4 s.) y al trabajo
para el cual le ha asumido el Señor [36].
Cristo y la soledad sacerdotal
59. A veces la soledad pesará dolorosamente sobre el sacerdote, pero no por
eso se arrepentirá de haberla escogido generosamente. También Cristo, en las
horas más trágicas de su vida, se quedó solo, abandonado por los mismos que
él había escogido como testigos y compañeros de su vida, y que había amado
hasta el fin (Jn 13, 1); pero declaró: «Yo no estoy solo, porque el Padre
está conmigo» (Jn 16, 32). El que ha escogido ser todo de Cristo hallará
ante todo en la intimidad con él y en su gracia la fuerza de espíritu
necesaria para disipar la melancolía y para vencer los desalientos; no le
faltará la protección de la Virgen, Madre de Jesús, los maternales cuidados
de la Iglesia a cuyo servicio se ha consagrado; no le faltará la solicitud
de su padre en Cristo, el obispo, no le faltará tampoco la fraterna
intimidad de sus hermanos en el sacerdocio y el aliento de todo el pueblo de
Dios. Y si la hostilidad, la desconfianza, la indiferencia de los hombres
hiciesen a veces no poco amarga su soledad, él sabrá que de este modo
comparte, con dramática evidencia, la misma suerte de Cristo, como un
apóstol, que no es más que aquel que lo ha enviado (cf. Jn 13, 16; 15, 18),
como un amigo admitido a los secretos más dolorosos y gloriosos del divino
amigo, que lo ha escogido, para que con una vida aparentemente de muerte,
lleve frutos misteriosos de vida eterna (cf. Jn 15-16, 20).
II ASPECTOS PASTORALES
1.LA FORMACIÓN SACERDOTAL
Una formación adecuada
60. La reflexión sobre la belleza, importancia e íntima conveniencia de la
sagrada virginidad para los ministros de Cristo y de la Iglesia impone
también al que en ésta es maestro y pastor el deber de asegurar y promover
su positiva observancia, a partir del momento en que comienza la preparación
para recibir un don tan precioso.
De hecho, la dificultad y los problemas que hacen a algunos penosa, o
incluso imposible la observancia del celibato, derivan no raras veces de una
formación sacerdotal que, por los profundos cambios de estos últimos
tiempos, ya no resulta del todo adecuada para formar una personalidad digna
de un hombre de Dios (1Tim 6, 11).
La ejecución de las normas del concilio
61. El Sagrado Concilio Ecuménico Vaticano II ha indicado ya a tal propósito
criterios y normas sapientísimas, de acuerdo con el progreso de la
psicología y de la pedagogía y con las nuevas condiciones de los hombres y
de la sociedad contemporánea [37]. Nuestra voluntad es que se den cuanto
antes instrucciones apropiadas, en las cuales el tema sea tratado con la
necesaria amplitud, con la colaboración de personas expertas, para
proporcionar un competente y oportuno auxilio a los que tienen en la Iglesia
el gravísimo oficio de preparar a los futuros sacerdotes.
Respuesta personal a la vocación divina
62. El sacerdocio es un ministerio instituido por Cristo para servicio de su
cuerpo místico que es la Iglesia, a cuya autoridad, por consiguiente, toca
admitir en él a los que ella juzga aptos, es decir, a aquéllos a los que
Dios ha concedido, juntamente con las otras señales de la vocación
eclesiástica, también el carisma del sagrado celibato (cf. n. 15).
En virtud dé este carisma, corroborado por la ley canónica, el hombre está
llamado a responder con libre, decisión y entrega total, subordinando el
propio yo al beneplácito de Dios que lo llama. En concreto, la vocación
divina se manifiesta en individuos determinados, en posesión de una
estructura personal propia, a la que la gracia no suele hacer violencia. Por
tanto, en el candidato al sacerdocio se debe cultivar el sentido de la
receptividad del don divino y de la disponibilidad delante de Dios, dando
esencial importancia a los medios sobrenaturales.
El proceso de la naturaleza y el proceso de la gracia
63. Pero es también necesario que se tenga exactamente cuenta de su estado
biológico para poderlo guiar y orientar hacia el ideal del sacerdocio. Una
formación verdaderamente adecuada debe por tanto coordinar armoniosamente el
plano de la gracia y el plano de la naturaleza en sujetos cuyas condiciones
reales y efectiva capacidad sean conocidas con claridad. Sus reales
condiciones deberán ser comprobadas apenas se delineen las señales de la
sagrada vocación con el cuidado más escrupuloso, sin fiarse de un apresurado
y superficial juicio, sino recurriendo inclusive a la asistencia y ayuda de
un médico o de un psicólogo competente. No se deberá omitir una seria
investigación anamnésica para comprobar la idoneidad del sujeto aun sobre
esta importantísima línea de los factores hereditarios.
Los no aptos
64. Los sujetos que se descubran física y psíquica o moralmente ineptos,
deben ser inmediatamente apartados del camino del sacerdocio: sepan los
educadores que éste es para ellos un gravísimo deber; no se abandonen a
falaces esperanzas ni a peligrosas ilusiones y no permitan en modo alguno
que el candidato las nutra, con resultados dañosos para él y para la
Iglesia. Una vida tan total y delicadamente comprometida interna y
externamente, como es la del sacerdocio célibe, excluye, de hecho, a los
sujetos de insuficiente equilibrio psicofísico y moral, y no se debe
pretender que la gracia supla en esto a la naturaleza.
Desarrollo de la personalidad
65. Una vez comprobada la idoneidad del sujeto, y después de haberlo
recibido para recorrer el itinerario que lo conducirá a la meta del
sacerdocio, se debe procurar el progresivo desarrollo de su personalidad,
con la educación física, intelectual y moral ordenada al control y al
dominio personal de los instintos, de los sentimientos y de las pasiones.
Necesidad de una disciplina
66. Esta educación se comprobará en la firmeza de ánimo con que se acepte
una disciplina personal y comunitaria, cual es la que requiere la vida
sacerdotal. Tal disciplina, cuya falta o insuficiencia es deplorable, porque
expone a graves riesgos, no debe ser soportada sólo como una imposición
desde fuera, sino, por así decirlo, interiorizada, integrada en el conjunto
de la vida espiritual como un componente indispensable.
La iniciativa personal
67. El arte del educador deberá estimular a los jóvenes a la virtud
sumamente evangélica de la sinceridad (cf. Mt 5, 37) y a la espontaneidad,
favoreciendo toda buena iniciativa personal, a fin de que el sujeto mismo
aprenda a conocerse y a valorarse, a asumir conscientemente las propias
responsabilidades, a formarse en aquel dominio de sí que es de suma
importancia en la educación sacerdotal.
El ejercicio de la autoridad
68. El ejercicio de la autoridad, cuyo principio debe en todo caso
mantenerse firme, se inspirará en una sabia moderación, en sentimientos
pastorales, y se desarrollará como en un coloquio y en un gradual
entrenamiento, que consienta al educador una comprensión cada vez más
profunda de la psicología del joven y dé a toda la obra educativa un
carácter eminentemente positivo y persuasivo.
Una elección consciente
69. La formación integral del candidato al sacerdocio debe mirar a una
serena, convencida y libre elección de los graves compromisos que habrá de
asumir en su propia conciencia ante Dios y la Iglesia.
El ardor y la generosidad son cualidades admirables de la juventud, e
iluminadas y promovidas con constancia, le merecen, con la bendición del
Señor, la admiración y la confianza de la Iglesia y de todos los hombres. A
los jóvenes no se les ha de esconder ninguna de las verdaderas dificultades
personales y sociales que tendrán que afrontar con su elección, a fin de que
su entusiasmo no sea superficial y fatuo; pero a una con las dificultades
será justo poner de relieve, con no menor verdad y claridad, lo sublime de
la elección, la cual, si por una parte provoca en la persona humana un
cierto vacío físico y psíquico, por otra aporta una plenitud interior capaz
de sublimarla desde lo más hondo.
Una ascesis para la maduración de la personalidad
70. Los jóvenes deberán convencerse que no pueden recorrer su difícil camino
sin una ascesis particular, superior a la exigida a todos los otros fieles y
propia de los aspirantes al sacerdocio. Una ascesis severa, pero no
sofocante, que consista en un meditado y asiduo ejercicio de aquellas
virtudes que hacen de un hombre un sacerdote: abnegación de sí mismo en el
más alto grado — condición esencial para entregarse al seguimiento de Cristo
(Mt 16, 24; Jn 12, 25)—; humildad y obediencia como expresión de verdad
interior y de ordenada libertad; prudencia y justicia, fortaleza y
templanza, virtudes sin las que no existir una vida religiosa verdadera y
profunda; sentido de responsabilidad, de fidelidad y de lealtad en asumir
los propios compromisos; armonía entre contemplación y acción;
desprendimiento y espíritu de pobreza, que dan tono y vigor a la libertad
evangélica; castidad como perseverante conquista, armonizada con todas las
otras virtudes naturales y sobrenaturales; contacto sereno y seguro con el
mundo, a cuyo servicio el candidato se consagrará por Cristo y por su reino.
De esta manera, el aspirante al sacerdocio conseguirá, con el auxilio de la
gracia divina, una personalidad equilibrada, fuerte y madura, síntesis de
elementos naturales y adquiridos, armonía de todas sus facultades a la luz
de la fe y de la íntima unión con Cristo, que lo ha escogido para sí para el
ministerio de la salvación del mundo.
Períodos de experimentación
71. Sin embargo, para juzgar con mayor certeza de a idoneidad de un joven al
sacerdocio y para tener sucesivas pruebas de que ha alcanzado su madurez
humana y sobrenatural, teniendo presente que es más difícil comportarse bien
en la cura de las almas a causa de los peligros externos [38] será oportuno
que el compromiso del sagrado celibato se observe durante períodos
determinados de experimento, antes de convertirse en estable y definitivo
con el presbiterado [39].
La elección del celibato como donación
72. Una vez obtenida la certeza moral de que la madurez del candidato ofrece
suficientes garantías, estará él en situación de poder asumir la grave y
suave obligación de la castidad sacerdotal, como donación total de sí al
Señor y a su Iglesia.
De esta manera, la obligación del celibato que la Iglesia vincula
objetivamente a la sagrada ordenación, la hace propia personalmente el mismo
sujeto, bajo el influjo de la gracia divina y con plena conciencia y
libertad, y como es obvio, no sin el consejo prudente y sabio de
experimentados maestros del espíritu, aplicados no ya a imponer, sino a
hacer más consciente la grande y libre opción; y en aquel solemne momento,
que decidirá para siempre de toda su vida, el candidato sentirá no el peso
de una imposición desde fuera, sino la íntima alegría de una elección hecha
por amor de Cristo.
2. LA VIDA SACERDOTAL
Una conquista incesante
73. El sacerdote no debe creer que la ordenación se lo haga todo fácil y que
lo ponga definitivamente a seguro contra toda tentación o peligro. La
castidad no se adquiere de una vez para siempre, sino que es el resultado de
una laboriosa conquista y de una afirmación cotidiana. El mundo de nuestro
tiempo da gran realce al valor positivo del amor en la relación entre los
sexos, pero ha multiplicado también las dificultades y los riesgos en este
campo. Es necesario, por tanto, que el sacerdote, para salvaguardar con todo
cuidado el bien de su castidad y para afirmar el sublime significado de la
misma, considere con lucidez y serenidad su condición de hombre expuesto al
combate espiritual contra las seducciones de la carne en sí mismo y en el
mundo, con el propósito incesantemente renovado de perfeccionar cada vez más
y cada vez mejor su irrevocable oblación, que la compromete a una plena,
leal y verdadera fidelidad.
Los medios sobrenaturales
74. Nueva fuerza y nuevo gozo aportará al sacerdote de Cristo el profundizar
cada día en la meditación y en la oración los motivos de su donación y la
convicción de haber escogido la mejor parte. Implorará con humildad y
perseverancia la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a quien la pide
con corazón sincero, recurriendo al mismo tiempo a los medios naturales y
sobrenaturales de que dispone. No descuidará, sobre todo, aquellas normas
ascéticas que garantiza la experiencia de la Iglesia, que en las
circunstancias actuales no son menos necesarias que en otros tiempos [40].
Intensa vida espiritual
75. Aplíquese el sacerdote en primer lugar a cultivar con todo el amor que
la gracia le inspira su intimidad con Cristo, explorando su inagotable y
santificador misterio; adquiera un sentido cada vez más profundo del
misterio de la Iglesia, fuera del cual su estado de vida correría el riesgo
de aparecerle sin consistencia e incongruente.
La piedad sacerdotal, alimentada en la purísima fuente de la palabra de Dios
y de la santísima eucaristía, vivida en el drama de la sagrada liturgia,
animada de una tierna e iluminada devoción a la Virgen Madre del sumo eterno
sacerdote y reina de los apóstoles [41], lo pondrá en contacto con las
fuentes de una auténtica vida espiritual, única que da solidísimo fundamento
a la observancia de la sagrada virginidad.
El espíritu del ministerio sacerdotal
76. Con la gracia y la paz en el corazón, el sacerdote afrontará con
magnanimidad las múltiples obligaciones de su vida y de su ministerio,
encontrando en ellas, si las ejercita con fe y con celo, nuevas ocasiones de
demostrar su total pertenencia a Cristo y a su Cuerpo místico por la
santificación propia y de los demás. La caridad de Cristo que lo impulsa
(2Cor 5, 14), le ayudará no a cohibir los mejores sentimientos de su ánimo,
sino a volverlos más altos y sublimes en espíritu de consagración, a
imitación de Cristo, el sumo Sacerdote que participó íntimamente en la vida
de los hombres y los amó y sufrió por ellos (Heb 4, 15); a semejanza del
apóstol Pablo, que participaba de las preocupaciones de todos (1Cor 9, 22;
2Cor 11, 29), para irradiar en el mundo la luz y la fuerza del evangelio de
la gracia de Dios (Hch 20, 24).
Defensa de los peligros
77. Justamente celoso de la propia e íntegra donación al Señor, sepa el
sacerdote defenderse de aquellas inclinaciones del sentimiento que ponen en
juego una afectividad no suficientemente iluminada y guiada por el espíritu,
y guárdese bien de buscar justificaciones espirituales y apostólicas a las
que, en realidad, son peligrosas propensiones del corazón.
Ascética viril
78. La vida sacerdotal exige una intensidad espiritual genuina y segura para
vivir del Espíritu y para conformarse al Espíritu (Gál 5, 25); una ascética
interior exterior verdaderamente viril en quien, perteneciendo con especial
título a Cristo, tiene en él y por él crucificada la carne con sus
concupiscencias y apetitos (Gál 5, 24), no dudando por esto de afrontar
duras largas pruebas (cf. 1Cor 9, 26-27). El ministro de Cristo podrá de
este modo manifestar mejor al mundo los frutos del Espíritu, que son:
«caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad» (Gál 5, 22-23).
La fraternidad sacerdotal
79. La castidad sacerdotal se incrementa, protege y defiende también con un
género de vida, con un ambiente y con una actividad propias de un ministro
de Dios; por lo que es necesario fomentar al máximo aquella «íntima
fraternidad sacramental» [42], de la que todos los sacerdotes gozan en
virtud de la sagrada ordenación. Nuestro Señor Jesucristo enseñó la urgencia
del mandamiento nuevo de la caridad y dio un admirable ejemplo de esta
virtud cuando instituía el sacramento de la eucaristía y del sacerdocio
católico (Jn 13, 15 y 34-35), y rogó al Padre celestial para que el amor con
que el Padre lo amó desde siempre estuviese en sus ministros y él en ellos
(Jn 17, 26).
Comunión de espíritu y de vida de los sacerdotes
80. Sea, por consiguiente, perfecta la comunión de espíritu entre los
sacerdotes e intenso el intercambio de oraciones, de serena amistad y de
ayudas de todo género. No se recomendará nunca bastante a los sacerdotes una
cierta vida común entre ellos, toda enderezada al ministerio propiamente
espiritual; la práctica de encuentros frecuentes con fraternal intercambio
de ideas, de planes y de experiencias entre hermanos; el impulso a las
asociaciones que favorecen la santidad sacerdotal.
Caridad con los hermanos en peligro
81. Reflexionen los sacerdotes sobre la amonestación del concilio [43], que
los exhorta a la común participación en el sacerdocio para que se sientan
vivamente responsables respecto de los hermanos turbados por dificultades,
que exponen a serio peligro el don divino que hay en ellos. Sientan el ardor
de la caridad para con ellos, pues tienen más necesidad de amor, de
comprensión, de oraciones, de ayudas discretas pero eficaces, y tienen un
título para contar con la caridad sin límites de los que son y deben ser sus
más verdaderos amigos.
Renovar la elección
82. Queríamos finalmente, como complemento y como recuerdo de nuestro
coloquio epistolar con vosotros, venerables hermanos en el episcopado, y con
vosotros, sacerdotes y ministros del altar, sugerir que cada uno de vosotros
haga el propósito de renovar cada año, en el aniversario de su respectiva
ordenación, o también todos juntos espiritualmente en el Jueves Santo, el
día misterioso de la institución del sacerdocio, la entrega total y confiada
a Nuestro Señor Jesucristo, de inflamar nuevamente de este modo en vosotros
la conciencia de vuestra elección a su divino servicio, y de repetir al
mismo tiempo, con humildad y ánimo, la promesa de vuestra indefectible
fidelidad al único amor de él y a vuestra castísima oblación (cf. Rom 12,
1).
3. DOLOROSAS DESERCIONES
La verdadera responsabilidad
83. En este punto, nuestro corazón se vuelve con paterno amor, con gran
estremecimiento y dolor hacia aquellos desgraciados, mas siempre amadísimos
y queridísimos hermanos nuestros en el sacerdocio, que manteniendo impreso
en su alma el sagrado carácter conferido en la ordenación sacerdotal, fueron
o son desgraciadamente infieles a las obligaciones contraídas al tiempo de
su consagración.
Su lamentable estado y las consecuencias privadas y públicas que de él se
derivan mueven a algunos a pensar si no es precisamente el celibato
propiamente responsable en algún modo de tales dramas y de los escándalos
que por ellos sufre el Pueblo de Dios. En realidad, la responsabilidad recae
no sobre el sagrado celibato en sí mismo, sino sobre una valoración a su
tiempo no siempre suficiente y prudente de las cualidades del candidato al
sacerdocio o sobre el modo con que los sagrados ministros viven su total
consagración.
Motivos para las dispensas
84. La iglesia es sensibilísima a la triste suerte de estos sus hijos y
tiene por necesario hacer toda clase de esfuerzos para prevenir o sanar las
llagas que se le infieren con su defección. Siguiendo el ejemplo de nuestros
inmediatos predecesores, también hemos querido y dispuesto que la
investigación de las causas que se refieren a la ordenación sacerdotal se
extienda a otros motivos gravísimos no previstos por la actual legislación
canónica (cf. CIC can. 214) [nuevos cán. 290-291], que pueden dar lugar a
fundadas y reales dudas sobre la plena libertad y responsabilidad del
candidato al sacerdocio y sobre su idoneidad para el estado sacerdotal, con
el fin de liberar de las cargas asumidas a cuantos un diligente proceso
judicial demuestre efectivamente que no son aptos.
Justicia y caridad de la Iglesia
85. Las dispensas que eventualmente se vienen concediendo, en un porcentaje
verdaderamente mínimo en comparación con el gran número de sacerdotes sanos
y dignos, al mismo tiempo que proveen con justicia a la salud espiritual de
los individuos, demuestran también la solicitud de la Iglesia por la tutela
del sagrado celibato y la fidelidad integral de todos sus ministros. Al
hacer esto, la Iglesia procede siempre con la amargura en el corazón,
especialmente en los casos particularmente dolorosos en los que el negarse a
rehusar llevar dignamente el yugo suave de Cristo se debe a crisis de fe, o
a debilidades morales, por lo mismo frecuentemente responsables y
escandalosas.
Llamamiento doloroso
86. Oh si supiesen estos sacerdotes cuánta pena, cuánto deshonor, cuánta
turbación proporcionan a la santa Iglesia de Dios, si reflexionasen sobre la
solemnidad y la belleza de los compromisos que asumieron, y sobre los
peligros en que van a encontrarse en esta vida y en la futura, serían más
cautos y más reflexivos en sus decisiones, más solícitos en la oración y más
lógicos e intrépidos para prevenir las causas de su colapso espiritual y
moral.
Solicitud hacia sacerdotes jóvenes
87. La madre Iglesia dirige particular interés hacía los casos de los
sacerdotes todavía jóvenes que habían emprendido con entusiasmo y celo su
vida de ministerio. ¿No les es quizá fácil hoy, en la tensión del deber
sacerdotal, experimentar un momento de desconfianza, de duda, de pasión, de
locura? Por esto, la Iglesia quiere que, especialmente en estos casos, se
tienten todos los medios persuasivos, con el fin de inducir al hermano
vacilante a la calma, a la confianza, al arrepentimiento, a la recuperación,
y sólo cuando el caso ya no presenta solución alguna posible, se aparta al
desgraciado ministro del ministerio a él confiado.
La concesión de las dispensas
88. Si se muestra irrecuperable para el sacerdocio, pero presenta todavía
alguna disposición seria y buena para vivir cristianamente como seglar, la
Sede Apostólica, estudiadas todas las circunstancias, de acuerdo con el
ordinario o superior religioso, dejando que al dolor venza todavía el amor,
concede a veces la dispensa pedida, no sin acompañarla con la imposición de
obras de piedad y de reparación, a fin de que quede en el hijo desgraciado,
mas siempre querido, un signo saludable del dolor maternal de la Iglesia y
un recuerdo más vivo de la común necesidad de la divina misericordia.
Estímulo y aviso
89. Tal disciplina, severa y misericordiosa al mismo tiempo, inspirada
siempre en justicia y en verdad, en suma prudencia y discreción, contribuirá
sin duda a confirmar a los buenos sacerdotes en el propósito de una vida
pura y santa y servirá de aviso a los aspirantes al sacerdocio, para que con
la prudente guía de sus educadores, avancen hacia el altar con pleno
conocimiento, con supremo desinterés, con arrojo de correspondencia a la
gracia divina y a la voluntad de Cristo y de la Iglesia.
Consuelos
90. No queremos, por fin, dejar de agradecer con gozo profundo al Señor
advirtiendo que no pocos de los que fueron desgraciadamente infieles por
algún tiempo a su compromiso, habiendo recurrido con conmovedora buena
voluntad a todos los medios idóneos, y principalmente a una intensa vida de,
oración, de humildad, de esfuerzos perseverantes sostenidos con la asiduidad
al sacramento de la penitencia, han vuelto a encontrar por gracia del sumo
sacerdote la vía justa y han llegado a ser, para regocijo de todos, sus
ejemplares ministros.
4. LA SOLICITUD DEL OBISPO
El obispo y sus sacerdotes
91. Nuestros queridísimos sacerdotes tienen el derecho y el deber de
encontrar en vosotros, venerables hermanos en el episcopado, una ayuda
insustituible y valiosísima para la observancia más fácil y feliz de los
deberes contraídos. Vosotros los habéis recibido y destinado al sacerdocio,
vosotros habéis impuesto las manos sobre sus cabezas, a vosotros os están
unidos para el honor sacerdotal y en virtud del sacramento del orden, ellos
os hacen presentes a vosotros en la comunidad de sus fieles, a vosotros os
están unidos con ánimo confiado y grande, tomando sobre sí, según su grado,
vuestros oficios y vuestra solicitud [44]. Al elegir el sagrado celibato,
han seguido el ejemplo, vigente desde la antigüedad, de los obispos de
Oriente y Occidente. Lo que constituye entre el obispo y el sacerdote un
motivo nuevo de comunión y un factor propicio para vivirla más íntimamente.
Responsabilidad y caridad pastoral
92. Toda la ternura de Jesús por sus apóstoles se manifestó con toda
evidencia cuando Él los hizo ministros de su cuerpo real y místico (cf. Jn
13-17); y también vosotros, en cuya persona «está presente en medio de los
creyentes Nuestro Señor Jesucristo, pontífice sumo» [45], sabéis que lo
mejor de vuestro corazón y de vuestras atenciones pastorales se lo debéis a
los sacerdotes y a los jóvenes que se preparan para serlo [46]. Por ningún
otro modo podéis vosotros manifestar mejor esta vuestra convicción que por
la consciente responsabilidad, por la sinceridad e invencible caridad con la
que dirigiréis la educación de los alumnos del santuario y ayudaréis con
todos los medios a los sacerdotes a mantenerse fieles a su vocación y a sus
deberes.
El corazón del obispo
93. La soledad humana del sacerdote, origen no último de desaliento y de
tentaciones, sea atendida ante todo con vuestra fraterna y amigable
presencia y acción [47] Antes de ser superiores y jueces, sed para vuestros
sacerdotes maestros, padres, amigos y hermanos buenos y misericordiosos,
prontos a comprender, a compadecer, a ayudar. Animad por todos los modos a
vuestros sacerdotes a una amistad personal y a que se os abran
confiadamente, que no suprima, sino que supere con la caridad pastoral el
deber de obediencia jurídica, a fin de que la misma obediencia sea más
voluntaria, leal y segura. Una devota amistad y una filial confianza con
vosotros permitirá a los sacerdotes abriros sus almas a tiempo, confiaros
sus dificultades en la certeza de poder disponer siempre de vuestro corazón
para confiaros también las eventuales derrotas, sin el servil temor del
castigo, sino en la espera filial de corrección, de perdón y de socorro, que
les animará a emprender con nueva confianza su arduo camino.
Autoridad y paternidad
94. Todos vosotros, venerables hermanos, estáis ciertamente convencidos de
que devolver a un ánimo sacerdotal el gozo y el entusiasmo por la propia
vocación, la paz interior y la salvación, es un ministerio urgente y
glorioso que tiene un influjo incalculable en una multitud de almas. Si en
un cierto momento os veis constreñidos a recurrir a vuestra autoridad y a
una justa severidad con los pocos que, después de haber resistido a vuestro
corazón, causan con su conducta escándalo al pueblo de Dios, al tomar las
necesarias medidas procurad poneros delante todo su arrepentimiento. A
imitación de Nuestro Señor Jesucristo, pastor y obispo de nuestras almas
(1Pe 2, 25), no quebréis la caña cascada, ni apaguéis la mecha humeante (Mt
12, 20); sanad como Jesús las llagas (cf. Mt 9, 12), salvad lo que estaba
perdido (cf. Mt 18, 11), id con ansia y amor en busca de la oveja
descarriada para traerla de nuevo al calor del redil (cf. Lc 15, 4 s.) e
intentad como Él, hasta el fin (cf. Lc 22, 48), el reclamo al amigo infiel.
Magisterio y vigilancia
95. Estamos seguros, venerables hermanos, de que no dejaréis de tentar nada
por cultivar asiduamente en vuestro clero, con vuestra doctrina y prudencia,
con vuestro fervor pastoral, el ideal sagrado del celibato; y que no
perderéis jamás de vista a los sacerdotes que han abandonado la casa de
Dios, que es su verdadera casa, sea cual sea el éxito de su dolorosa
aventura, porque ellos siguen siendo por siempre hijos vuestros.
5. LA AYUDA DE LOS FIELES
Responsabilidad de todo el Pueblo de Dios
96. La virtud sacerdotal es un bien de la Iglesia entera; es una riqueza y
gloria no humana, que redunda en edificación y beneficio de todo el pueblo
de Dios. Por eso, queremos dirigir nuestra afectuosa y apremiante
exhortación a todos los fieles, nuestros hijos en Cristo, a fin de que se
sientan responsables también ellos de la virtud de sus hermanos, que han
tomado la misión de servirles en el sacerdocio para su salvación. Pidan y
trabajen por las vocaciones sacerdotales y ayuden a los sacerdotes con
devoción con amor filial, con dócil colaboración, con afectuosa intención de
ofrecerles el aliento de una alegre correspondencia a sus cuidados
pastorales. Animen a estos sus padres en Cristo a superar las dificultades
de todo género que encuentran para cumplir sus deberes con plena fidelidad,
para edificación del mundo. Cultiven con espíritu de fe y de caridad
cristiana un profundo respeto y una delicada reserva respecto al sacerdote,
de modo particular de su condición de hombre enteramente consagrado a Cristo
y a su Iglesia.
Invitación a los seglares
97. Nuestra invitación se dirige en particular a aquellos seglares que
buscan más asidua e intensamente a Dios y tienden a la perfección cristiana
en la vida seglar. Estos podrán con su devota y cordial amistad ser una gran
ayuda a los sagrados ministros. Los laicos, en efecto, integrados en el
orden temporal y al mismo tiempo empeñados en una correspondencia más
generosa y perfecta a la vocación bautismal, están en condiciones, en
algunos casos, de iluminar y confortar al sacerdote, que, en el ministerio
de Cristo de la Iglesia, podría recibir daño en la integridad de su vocación
de ciertas situaciones y de cierto turbio espíritu del mundo. De este modo,
todo el Pueblo de Dios honrará a Nuestro Señor Jesucristo en los que le
representan y de los que Él dijo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe;
y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me ha enviado» (Mt 10, 40),
prometiendo cierta recompensa al que ejercite la caridad de alguna manera
con sus enviados (Ibíd., v. 42).
CONCLUSIÓN
La intercesión de María
98. Venerables hermanos nuestros, pastores del rebaño de Dios que está
debajo de todos los cielos, y amadísimos sacerdotes hermanos e hijos
nuestros: estando para concluir esta carta que os dirigimos con el ánimo
abierto a toda la caridad de Cristo, os invitamos a volver con renovada
confianza y con filial esperanza la mirada y el corazón a la dulcísima Madre
de Jesús y Madre de la Iglesia, para invocar sobre el sacerdocio católico su
maternal y poderosa intercesión. El Pueblo de Dios admira y venera en ella
la figura y el modelo de la Iglesia de Cristo en el orden de la fe, de la
caridad y de la perfecta unión con él. María Virgen y Madre obtenga a la
Iglesia, a la que también saludamos como virgen y madre [48], el que se
gloríe humildemente y siempre de la fidelidad de sus sacerdotes al don
sublime de la sagrada virginidad, y el que vea cómo florece y se aprecia en
una medida siempre mayor en todos los ambientes, a fin de que se multiplique
sobre la tierra el ejército de los que siguen al divino Cordero adondequiera
que él vaya (Ap 14, 4).
Firme esperanza de la Iglesia
99. La Iglesia proclama altamente esta esperanza suya en Cristo; es
consciente de la dramática escasez del número de sacerdotes en comparación
con las necesidades espirituales de la población del mundo; mas está firme
en su esperanza, fundada en los infinitos y misteriosos recursos de la
gracia, que la calidad espiritual de los sagrados ministros engendrará
también la cantidad, porque a Dios todo le es posible (Mc 10, 27; Lc 1, 37).
En esta fe y en esta esperanza sea a todos auspicio de las gracias celestes
y testimonio de nuestra paternal benevolencia, la bendición apostólica que
os impartimos con todo el corazón.
Dado en Roma, en San Pedro, el 24 del mes de junio del año 1967, quinto de
nuestro pontificado.
PAULUS PP. VI
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NOTAS
[1] Carta del 10 octubre 1965 al Emmo. Card. E.
Tisserant, leída en la 146 Congregación general, el 11 de octubre.
[2] Concilio Vaticano II, Decr. Christus Dominus,
n. 35; Apostolicam actuositatem, n. 1; Presbyterorum ordinis, n. 10, 11; Ad
gentes, n. 19, 38.
[3] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes,
n. 62.
[4] Decr. Presbyter. ordinis, n. 1.6.
[5] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Dei
Verbum, n. 8.
[6] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen
gentium, n. 28; Decr. Presbyter. ordinis, n. 2.
[7] Decr. Presbyter. ordinis, n. 16.
[8] Decr. Presbyter. ordinis, n. 16.
[9] Const. Lumen gentium, n. 42.
[10] Cf. Const. dogm. Lumen gentium, n. 42; Decr.
Presbyter. ordinis, n. 16.
[11] Decr. Presbyter. ordinis, n. 14.
[12] Cf. Decr. Presbyter. ordinis, n. 13.
[13] Decr. Presbyter. ordinis, n. 5.
[14] Decr. Optatain totius, n. 10.
[15] Decr. Presbyter. ordinis, n. 16.
[16] Const. past. Gaudiurn et spes, n. 39.
[17] Const. dogm. Lumen gentium, n. 5.
[18] Const. dogm. Lumen gentium, n. 48.
[19] Concilio Vaticano II, Decr. Perfectae
caritatis, n. 12.
[20] Cf. Tertuliano, De exhort. castitatis, 13:
PL 2, 978; San Epifanio, Adv. haer. 2, 48, 9 y 59, 4: PL 41, 869. 1025; San
Efrén, Carmina nisibena, 18, 19, ed. G. Bickell. (Lipsiae 1866), 122;
Eusebio de Cesárea, Demonstr. evang., 1, 9: PG 22, 81; San Cirilo de
Jerusalén, Catech., 12, 25: PG 33, 757; San Ambrosio, De offic. ministr., 1,
50: PL 16, 97 s.; San Austín, De moribus Eccl. cathol., 1, 32: PL 32, 1339;
San Jerónimo, Adv. Vigilant., 2: PL 23, 340-41; Sinesio, Obispo de Tolem.,
Epist., 105: PG 66, 1485.
[21] La primera vez en el Concilio de Elvira en
España (c. a. 300), c. 33; Mansi 2, 11.
[22] Ses. 24, can. 9-10.
[23] San Pío X, Exhort. Haerent animo: ASS 41
(1908) 555-577; Benedicto XV, Carta al Arzob. de Praga F. Kordac, 29 enero
1920: AAS 12 (1920) 57 s.; Alloc. consist. 16 dic. 1920: AAS 12 (1920)
585-588; Pío XI, Enc. Ad catholici sacerdoti: AAS 28 (1936) 24-30; Pío XII,
Exhort. Menti nostrae: AAS 42 (1950) 657-702; Enc. Sacra virginitas: AAS 46
(1954) 161-191; Juan XXIII, Enc. Sacerdotii nostri primordia: AAS 51 (1959)
554-556.
[24] Aloc. II al Sínodo romano, 26 enero 1960:
AAS 52 (1960) 235-236 (texto latino, 226).
[25] Can. 6, 12, 13, 48: Mansi 11, 944-948, 965.
[26] Decr. Presbyter. ordinis, n. 16.
[27] De virginitate, 13: PG 46, 381-382.
[28] De sacerdotio, 1, 3, 4: PG 48, 642.
[29] Const. dogm. Lumen gentium, n. 21, 28, 64.
[30] Const. cit., n. 29.
[31] Const. cit., n. 42.
[32] Decr. Presbyter. ordinis, n. 16.
[33] Decr. Optatam totius, n. 2; Presbyter.
ordinis, n. 11.
[34] Confes., 1, 29, 40: PL 32, 796.
[35] Cf. 1 Tes 2, 11; 1 Cor 4, 15; 2 Cor 6, 13;
Gál 4, 19; 1 Tim 5, 1-2.
[36] Decr. Presbyter. ordinis, n. 3.
[37] Decr. Optatam totius, n. 3-11; cf. Decr.
Perfectae caritatis, 11. 12.
[38] Santo Tomás de Aquino, S. Th 2-2, q. 184, a.
8, c.
[39] Decr. Optatam totius, n. 12.
[40] Decr. Presbyter. ordinis, n. 16, 18.
[41] Decr. Presbyter. ordinis, n. 18.
[42] Decr. Presbyter. ordinis, n. 8.
[43] Decr. cit., ibíd.
[44] Const. dogm. Lumen gentium, n. 28.
[45] Const. dogm. Lumen gentium, u. 21.
[46] Decr. Presbyter. ordinis, n. 7.
[47] Decr. cit., ibíd.
[48] Const. dogm. Lumen gentium, n. 63,
64.