QUADRAGESIMO ANNO (5 de Mayo 1931), Encíclica de Su Santidad Pío XI
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Esta Carta Encíclica sobre la restauración del ordel social, fue escrita
por el Sumo Pontífice Pío XI a sus hermanos en el Episcopado, al clero, a
las familias religiosas, a los fieles de la Iglesia Católica y a todos los
hombres de buena voluntad, al celebrarse el cuadrigésimo aniversario de la
Encíclica Rerum Novarum. Cuando se publicó la encíclica Quadragesimo anno se
había producido un notable cambio en las circunstancias sociales y
económicas respecto a las que regían cuando se publicó la encíclica Rerum
novarum. Tres eran los principales datos de ese cambio:
a) El mal padecido por la sociedad en 1891 era la lucha de clases, entendida
como "pugnatio classium" y no como mera "disceptatio classium", esto es,
entendida como lucha vital, agonal, no como mera contienda de intereses. En
1931, la lucha de clases no ha desaparecido aún -como desaparecerá de hecho
a fin de la guerra 1939-45-; pero el mal ya no radica en ella, sino que se
centra en la progresiva desintegración de la sociedad, mal mucho más vasto
que el que representaba aquella lucha.
b) El régimen económico de 1891 estaba presidido por un capitalismo liberal
de pequeñas unidades económicas, respecto al cual era pensable que pudiera
funcionar con arreglo al "modelo". El régimen económico de 1931 era el
capitalismo de los grandes monopolios, que representaban ya una forma de
socialización -por supuesto, no estatificación-, al menos en el terreno
social.
c) El socialismo de 1891 era una cosa, y el de 1931 otra distinta. Aquél
era, sin distinción y substancialmente, materialista y antirreligioso; si
existía alguna otra forma de socialismo, apenas si tenía peso sensible ni
era conocida como tal. En 1931, como advierte el propio Pontífice, si bien
la esencia del socialismo sigue siendo materialista y arreligiosa, hay
muchos que se llaman socialistas sólo por precisar un conjunto de medidas
económicas contra las que nada tiene que oponer la Iglesia; o, si son
discutibles, no son materialistas ni exigen una actitud arreligiosa en
medida distinta que el capitalismo.
VENERABLES HERMANOS Y QUERIDOS HIJOS:
Introducción
CUARENTA AÑOS han transcurrido desde la publicación de la magistral
encíclica "Rerum Novarum", de León XIII, y todo el orbe católico se apresta
a conmemorarla con la brillantez que se merece tan excelso documento.
A tan insigne testimonio de su solicitud pastoral Nuestro Predecesor había
preparado el camino con otras Encíclicas, sobre el fundamento de la sociedad
humana, o sea la familia y el venerado Sacramento del matrimonio, sobre el
origen del poder civil y su coordinación con la Iglesia, sobre los
principales deberes de los ciudadanos cristianos, contra los errores
socialistas y la perniciosa doctrina acerca de la libertad humana y otras de
esta clase, que expresaban abundantemente el pensamiento de León XIII. Pero
la encíclica "Rerum Novarum" se distingue particularmente entre las otras,
por haber trazado, cuando era más oportuno y aun necesario, normas
segurísimas a todo el género humano para resolver los arduos problemas de la
sociedad humana, comprendidos bajo el nombre de "cuestión social".
Ocasión
Cuando el siglo XIX llegaba a su término, el nuevo sistema económico y los
nuevos incrementos de la industria en la mayor parte de las naciones
hicieron que la sociedad humana apareciera cada vez más claramente dividida
en dos clases: la una, con ser la menos numerosa gozaba de casi todas las
ventajas que los inventos modernos proporcionan tan abundantemente; mientras
la otra, compuesta de ingente muchedumbre de obreros, reducida a angustiosa
miseria, luchaba en vano por salir de las estrecheces en que vivía.
Era un estado de cosas, al cual con facilidad se avenían quienes, abundando
en riquezas, lo creían producido por leyes económicas necesarias; de ahí que
todo el cuidado para aliviar esas miserias lo encomendaran tan solo a la
caridad, como si la caridad debiera encubrir la violación de la justicia,
que los legisladores humanos no solo toleraban, sino aun a veces
sancionaban. Al contrario, los obreros, afligidos por su angustiosa
situación, la sufrían con grandísima dificultad y se resistían a sobrellevar
por más tiempo tan duro yugo. Algunos de ellos, impulsados por la fuerza de
los malos consejos, deseaban la resolución total, mientras otros, que en su
formación cristiana encontraban obstáculo a tan perversos intentos, eran de
parecer que en esta materia muchas cosas necesitaban reforma profunda y
rápida.
Así también pensaban muchos católicos, sacerdotes y seglares que, impulsados
ya hacía tiempo por su admirable caridad, a buscar remedio a la inmerecida
indigencia de los proletarios, no podían persuadirse en manera alguna que
tan grande y tan inicua diferencia en la distribución de los bienes
temporales pudiera en realidad ajustarse a los consejos del Creador
Sapientísimo.
En tan doloroso desorden de la sociedad buscaban éstos sinceramente un
remedio urgente y una firme defensa contra mayores peligros; pero por la
debilidad de la mente humana, aun en los mejores, sucedió que unas veces
fueron rechazados como peligrosos innovadores, otras encontraron obstáculos
en sus mismas filas de parte de los defensores de pareceres contrarios, y
que, sin encontrar un camino despejado entre tan diversas opiniones, dudaron
hacia dónde se habían de orientar.
En tan grave lucha de pareceres, mientras por una y otra parte ardía la
controversia, y no siempre pacíficamente, los ojos se todos se volvían a la
Cátedra de Pedro, que es depósito sagrado de toda verdad y esparce por el
orbe la palabra de salvación. Hasta los pies del Vicario de Cristo en la
tierra acudían con desacostumbrada frecuencia los entendidos en materias
sociales, los patronos, los mismos obreros y con voz unánime suplicaban que
por fin se les indicara el camino seguro.
Largo tiempo meditó delante del Señor aquel prudente Pontífice este estado
de cosas, llamó a consejo a varones sabios, consideró atentamente y en todos
sus aspectos la importancia del asunto, y por fin, urgido por la "conciencia
de su oficio Apostólico", y para que su silencio no pareciera abandono de su
deber determinó hablar a toda la Iglesia de Cristo y a todo el género humano
con la autoridad del divino magisterio a él confiado.
La palabra tanto tiempo esperada resonó el día 15 de mayo de 1891, y ella
fue la que, sin miedo a la dificultad del asunto, ni debilitada por la
ancianidad, antes bien con nuevo vigor, señaló a la familia humana nuevos
caminos para solucionar la cuestión social.
Puntos capitales
Os es, Venerables Hermanos y amados Hijos, conocida y muy familiar la
admirable doctrina que hizo célebre para siempre la Encíclica "Rerum
Novarum". En ella el venerable Pastor, doliéndose de que tan gran parte de
los hombres "se hallara sumida inicuamente en condición mísera y
calamitosa", había tomado sobre sí el empeño de defender la causa de los
obreros, "que el tiempo había entregado solos e indefensos a la inhumanidad
de los dueños y a la desenfrenada codicia de los competidores". No pidió
auxilio ni al liberalismo ni al socialismo; el primero se había mostrado
completamente impotente para dirigir legítimamente la cuestión social, y el
segundo proponía un remedio que, siendo mucho peor que el mismo mal,
arrojaría a la sociedad humana a mayores peligros.
El Pontífice, en el uso de su pleno derecho y consciente de que se le habían
encomendado de un modo especial la guarda de la religión y la administración
de los intereses estrechamente unidos con ella, puesto que se trataba de una
causa "en la que no podía esperarse éxito probable ninguno sino con la
intervención de la religión y de la Iglesia", fundado en los inmutables
principios derivados de la recta razón y del tesoro de la revelación divina,
con toda confianza y "seguro de su poder", señaló y proclamó "los derechos y
las obligaciones que regulan las relaciones de los ricos y proletarios, de
los que aportan el capital y el trabajo", la parte asimismo que toca a la
Iglesia, a los gobiernos de los Estados y a los mismos interesados.
No en vano resonó la apostólica voz. La oyeron con estupefacción y la
acogieron con el mayor favor no sólo los hijos obedientes de la Iglesia sino
también muchos que estaban lejos de la verdad y de la unidad de la fe, y
casi todos los que en adelante se preocuparon, en sus estudios privados o al
hacer las leyes, de los problemas sociales y económicos.
Pero quienes con mayor alegría recibieron aquella Encíclica fueron los
obreros cristianos, que ya se sentían defendidos y vinculados por la suprema
Autoridad de la tierra, y no menor gozo cupo a todos aquellos varones
generosos que, preocupados hacía tiempo por aliviar la condición de los
obreros, apenas habían encontrado hasta entonces otra cosa que indiferencia
en muchos, y odiosas sospechas, cuando no abierta hostilidad, en no pocos.
Con razón, pues, éstos han ido acumulando tan grandes honores sobre aquella
Carta apostólica, y suelen renovar todos los años su recuerdo con
manifestaciones de gratitud, que varían según los diversos lugares.
No faltaron, sin embargo, quienes en medio de tanta concordia experimentaron
alguna conmoción; de donde provino que algunos, aun católicos, recibiesen
con recelo y algunos hasta con ofensa de doctrina de León XIII, tan noble y
profunda, y para los oídos mundanos totalmente nueva. Los ídolos del
liberalismo, atacados por ella sin temor, se venían a tierra, no se hacía
caso de prejuicios inveterados, era un cambio de cosas que no se esperaba;
de suerte, que los aferrados en demasía a lo antiguo desdeñaron de aprender
esta nueva filosofía social, y los de espíritu apocado temieron subir hasta
aquellas cumbres. Tampoco faltaron quienes admiraron aquella claridad, pero
la juzgaron como un ensueño de perfección, deseable más que realizable.
Objeto de la presente Encíclica
En todas partes se va a celebrar con fervoroso espíritu la solemne
conmemoración del cuadragésimo aniversario de la Encíclica "Rerum Novarum",
principalmente en Roma, en donde se reúnen obreros católicos de todo el
mundo. Creemos oportuno, Venerables Hermanos y amados Hijos, aprovechar la
ocasión para recordar los grandes bienes que de ella brotaron en favor de la
Iglesia Católica y aun de la sociedad humana, para defender la doctrina
social y económica de tan gran Maestro contra algunas dudas y desarrollarla
más en algunos puntos; por fin, para descubrir, tras un diligente examen del
moderno régimen económico y del socialismo, la raíz de la presente
perturbación social, y mostrar al mismo tiempo el único camino de salvadora
restauración, o sea, la reforma cristiana de las costumbres. Todas estas
cosas, que nos proponemos tratar, constituirán los tres puntos, cuyo
desarrollo ocupará toda la presente Encíclica.
I - FRUTOS DE LA ENCÍCLICA "RERUM NOVARUM"
Al dar principio al punto propuesto en primer lugar, nos vienen a la mente
aquellas palabras de San Ambrosio: "No hay deber mayor que el
agradecimiento", y sin podernos contener, damos a Dios Omnipotente las más
rendidas gracias por los inmensos beneficios que la Encíclica de León XIII
ha traído a la Iglesia y a la sociedad humana. Si quisiéramos recordar,
aunque fuera de corrida, estos beneficios, tendríamos que traer a la memoria
casi toda la historia de estos últimos cuarenta años en lo que se refiere a
la vida social. Con todo, pueden fácilmente reducirse a tres puntos
principales, siguiendo las tres clases de intervención, que Nuestro
Predecesor anhelaba para realizar su gran obra restauradora.
1. LA OBRA DE LA IGLESIA
Primeramente, lo que había de esperarse de la Iglesia, lo indicó
egregiamente el mismo León XIII: "La Iglesia, dice, es la que saca del
Evangelio las doctrinas que pueden resolver completamente el conflicto, o
por lo menos, hacerlo más suave, quitándole toda aspereza; ella procura no
sólo iluminar la inteligencia sino también regir la vida y las costumbres de
cada uno conforme a sus preceptos; ella promueve la mejora del estado de los
proletarios con muchas instituciones utilísimas".
a) En el campo doctrinal
Ahora bien, la Iglesia, de ningún modo dejó recónditos en su seno tan
preciosos tesoros, sino que los utilizó copiosamente para el bien común de
la ansiada paz social. La doctrina que en materia social y económica
contenía la Encíclica "Rerum Novarum", el mismo León XIII y sus sucesores la
proclamaron repetidas veces, ya de palabra, ya en sus escritos; y cuando
hizo falta, no cesaron de urgirla y adaptarla convenientemente a las
condiciones de tiempo y de estado de las cosas, guiados constantemente por
su caridad paternal y solicitud pastoral en defensa principalmente de los
pobres y de los débiles. No de otra manera se comportaron los Obispos, que
asidua y sabiamente expusieron la misma doctrina, la ilustraron con sus
comentarios y cuidaron de acomodarla a las diversas circunstancias del
lugar, según la mente y las enseñanzas de la Santa Sede.
Nada tiene, pues, de extraño que muchos varones doctos, eclesiásticos y
seglares, bajo la guía y magisterio de la Iglesia, hayan emprendido con
diligencia el desarrollo de la ciencia social y económica, según las
necesidades de nuestra época; les guiaba principalmente el empeño de que la
doctrina absolutamente inalterada e inalterable de la Iglesia satisficiera
más eficazmente a las nuevas necesidades.
Y así, por el camino que enseñó y la luz que trajo la Encíclica de León
XIII, brotó una verdadera ciencia social católica, y de día en día la
fomentan y enriquecen con su trabajo asiduo esos varones esclarecidos que
llamamos cooperadores de la Iglesia. Los cuales no la dejan escondida en sus
reuniones eruditas sino que la sacan a la plena luz del día; magníficamente
lo demuestran las cátedras instituidas y frecuentadas con gran utilidad, en
las Universidades Católicas, Academias, Seminarios, los congresos sociales o
"semanas" tantas veces celebrados, los círculos de estudios organizados y
llenos de frutos consoladores, tanto escritos, finalmente, sanos y
oportunos, divulgados por todas partes y por todos los medios.
Pero no quedan reducidos a estos límites los beneficios que trajo el
documento de León XIII; la doctrina contenida en la Encíclica "Rerum
Novarum" se fue adueñando casi sin sentir, aun de aquellos que apartados de
la unidad católica no reconocen el poder de la Iglesia; así los principios
católicos en materia social fueron poco a poco formando parte del patrimonio
de toda la sociedad humana, y ya vemos con alegría que las eternas verdades
tan altamente proclamadas por Nuestro Predecesor de esclarecida memoria, con
frecuencia se alegan y se defienden no sólo en libros y periódicos
católicos, sino aun en el seno de los parlamentos y ante los tribunales de
justicia.
Más aun: cuando después de cruel guerra los jefes de las naciones más
poderosas trataron de volver a la paz, por la renovación total de las
condiciones sociales, entre las normas establecidas para regir en justicia y
equidad el trabajo de los obreros, sancionaron muchísimas cosas que se
ajustan perfectamente a los principios y avisos de León XIII, hasta el punto
de parecer extraídas de ellos. Ciertamente, la Encíclica "Rerum Novarum"
quedaba consagrada como documento memorable, al cual con justicia pueden
aplicarse las palabras de Isaías: "Enarbolará un estandarte entre las
naciones".
b) En el campo de las aplicaciones
Entre tanto, mientras abierto el camino por las investigaciones científicas,
los mandatos de León XIII penetraban las inteligencias de los hombres,
procedióse a su aplicación práctica. Primeramente, con viva y solícita
benevolencia se dirigieron los cuidados a elevar la clase de aquellos
hombres, que en el inmenso incremento de las industrias modernas aun no
había obtenido un lugar o grado adecuado en el comercio humano, y, por lo
tanto, yacía casi olvidada y despreciada: la clase de los obreros; a ellos
dedicaron inmediatamente sus más celosos afanes, siguiendo el ejemplo de los
Obispos, sacerdotes de ambos cleros, que, aun hallándose ocupados en otros
ministerios pastorales, obtuvieron también en este campo frutos magníficos
en las almas. El constante trabajo emprendido para empapar el ánimo de los
obreros en el espíritu cristiano, ayudó en gran manera a hacerles
conscientes de su verdadera dignidad y a que, propuestos claramente los
derechos y las obligaciones de su clase, progresaran legítima y
prósperamente, y aun pasaran a ser guías de los otros.
No tardaron éstos en obtener más seguramente mayores recursos para la vida;
no sólo se multiplicaron las obras de beneficencia y caridad según los
consejos del Pontífice, sino que, además siguiendo el deseo de la Iglesia y
generalmente bajo la guía de los sacerdotes, nacen por doquier nuevas y cada
día más numerosas asociaciones de auxilios y socorro mutuo para obreros,
artesanos, campesinos y asalariados de todo género.
2. LO QUE HIZO EL PODER CIVIL
Por lo que atañe al poder civil, León XIII sobrepasó audazmente los límites
impuestos por el liberalismo; el Pontífice enseñó sin vacilaciones que no
puede limitarse la autoridad civil a ser mero guardián del derecho y del
recto orden, sino que debe trabajar con todo empeño para que "conforme a la
naturaleza y a la institución del Estado, florezca por medio de las leyes y
de las instituciones la prosperidad, tanto de la comunidad cuando de los
particulares". Ciertamente, no debe faltar a las familias ni a los
individuos una justa libertad de acción, pero con tal que quede a salvo el
bien común y se evite cualquier injusticia. A los gobernantes toca defender
a la comunidad y a todas sus partes; pero al proteger los derechos de los
particulares, deben tener principal cuenta de los débiles y de los
desamparados. "Porque la clase de los ricos se defiende por sus propios
medios y necesita menos de la tutela pública; mas el pueblo indigente, falto
de riquezas que le aseguren, está peculiarmente confiado a la defensa del
Estado. Por esto el Estado debe abrazar con cuidado y providencia peculiares
a los asalariados que forman parte de la clase pobre en general".
Ciertamente, no hemos de negar que algunos de los gobernantes, aún antes de
la Encíclica de León XIII, hayan provisto a las más urgentes necesidades de
los obreros, y reprimido las más atroces injusticias que se cometían con
ellos. Pero resonó la voz apostólica desde la Cátedra de Pedro en el mundo
entero, y, entonces, finalmente, los gobernantes, más conscientes del deber,
se prepararon a promover una más activa política social.
En realidad, la Encíclica "Rerum Novarum", mientras vacilaban los principios
liberales que hacía tiempo impedían toda obra eficaz de gobierno, obligó a
los pueblos mismos a favorecer con más verdad y más intensidad la política
social; animó a algunos excelentes católicos a colaborar útilmente en esta
materia con los gobernantes, siendo frecuentemente ellos los promotores más
ilustres de esa nueva política en los parlamentos; más aun, sacerdotes de la
Iglesia, empapados totalmente en la doctrina de León XIII, fueron quienes en
no pocos casos propusieron al voto de los diputados las mismas leyes
sociales recientemente promulgadas y quienes decididamente exigieron y
promovieron su cumplimiento.
El fruto de este trabajo ininterrumpido e incansable es la formación de una
nueva legislación, desconocida por completo en los tiempos precedentes, que
asegura los derechos sagrados de los obreros, nacidos de su dignidad de
hombres y de cristianos; estas leyes han tomado a su cargo la protección de
los obreros, principalmente de las mujeres y de los niños; su alma, salud,
fuerza, familia, casa, oficina, salarios, accidentes del trabajo; en fin,
todo lo que pertenece a la vida y familia de los asalariados. Si estas
disposiciones no convienen puntualmente, ni en todas partes ni en todas las
cosas, con las amonestaciones de León XIII, no se puede negar que en ellas
se encuentra muchas veces el eco de la Encíclica "Rerum Novarum", a la que
debe atribuirse, en parte bien considerable, que la condición de los obreros
haya mejorado.
3. LA ACCIÓN DE LAS PARTES INTERESADAS
Finalmente, el providentísimo Pontífice enseña que los patronos y los mismos
obreros pueden especialmente ayudar a la solución "por medio de
instituciones ordenadas a socorrer oportunamente a los necesitados y atraer
una clase a la otra". Afirma que entre estas instituciones ocupan el primer
lugar las asociaciones ya de solo obreros, ya de obreros y de patronos, y se
detiene a elogiarlas y recomendarlas, explicando con sabiduría admirable su
naturaleza, razón de ser, oportunidad, derechos, obligaciones y leyes.
Estas enseñanzas vieron la luz en el momento más oportuno; pues, en aquella
época los gobernantes de ciertas naciones, entregados completamente al
liberalismo, favorecían poco las asociaciones de obreros, por no decir que
abiertamente las contradecían; reconocían y acogían con favor y privilegio
asociaciones semejantes para las demás clases; y sólo se negaba con
gravísima injusticia el derecho nativo de asociación a los que se hallaban
más necesitados de ella para defenderse de los atropellos de los poderosos;
y aun en algunos ambientes católicos había quienes miraban con malos ojos
los intentos de los obreros de formar tales asociaciones, como si tuvieran
cierto resabio socialista o revolucionario.
a) Asociaciones obreras
Las normas de León XIII, selladas con toda autoridad, consiguieron romper
esas oposiciones y deshacer esos prejuicios, y merecen, por tanto, el mayor
encomio; pero su mayor importancia está en que impulsaron a los obreros
cristianos para que formasen las asociaciones profesionales y les enseñaron
el modo de hacerlas, y con ello grandemente confirmaron en el camino del
deber a no pocos, que se sentían atraídos con vehemencia por las
asociaciones socialistas, las cuales se hacían pasar como el único refugio y
defensa de los humildes y oprimidos.
Por lo que toca a la creación de esas asociaciones, la Encíclica "Rerum
Novarum" observa muy oportunamente "que deben organizarse y gobernarse las
corporaciones, de suerte que proporcionen a cada uno de sus miembros los
medios más apropiados y expeditos para alcanzar el fin propuesto. Este fin
consiste en que cada uno de los asociados obtenga el mayor aumento posible
de los bienes del cuerpo, del espíritu y de lo fortuna". Sin embargo, es
evidente "que ante todo debe atenderse al objeto principal, que es la
perfección moral y religiosa, porque este fin por encima de los otros debe
regular la economía de esas sociedades". En efecto, "constituida la religión
como fundamento de todas las leyes sociales, no es difícil determinar las
relaciones mutuas que deben establecerse entre los miembros, para alcanzar
la paz y prosperidad de la sociedad".
A fundar estas instituciones se dedicaron con prontitud digna de alabanza el
clero y muchos seglares, deseando únicamente realizar el propósito íntegro
de León XIII. Y así, las citadas asociaciones, bajo el manto protector de la
religión e impregnadas de su espíritu, formaron obreros verdaderamente
cristianos, los cuales hicieron compatible la diligencia en el ejercicio
profesional con los preceptos saludables de la religión, defendieron sus
propios intereses temporales y sus derechos con eficacia y fortaleza,
contribuyendo con su sumisión obligada a la justicia y el deseo sincero de
colaborar con las demás clases de la sociedad, a la restauración cristiana
de toda la vida social.
Los consejos de León XIII, se llevaron a la práctica de diversas maneras,
según las circunstancias de los distintos lugares. En algunas regiones una
misma asociación tomaba a su cargo realizar todos los fines señalados por el
Pontífice; en otras, porque las circunstancias lo aconsejaban o exigían, se
recurrió a una especie de división del trabajo, y se instituyeron distintas
asociaciones, exclusivamente encargadas, unas de la defensa de los derechos
y utilidades legítimas de los asociados en los mercados del trabajo, otras
de la ayuda mutua de los asuntos económicos, otras finalmente del fomento de
los deberes religiosos y morales y demás obligaciones de este orden.
Este segundo método principalmente se empleó donde los católicos no podían
constituir sindicatos católicos por impedirlo las leyes del Estado, o
determinadas prácticas de la vida económica, o esa lamentable discordia de
ánimos y voluntades tan profunda en la sociedad moderna, así como la urgente
necesidad de resistir con la unión de fuerzas y voluntades a las apretadas
falanges de los que maquinan novedades. En estas condiciones los católicos
se ven como obligados a inscribirse en los sindicatos neutros, siempre que
se propongan respetar la justicia y la equidad, y dejen a los socios
católicos plena libertad para mirar por su conciencia y obedecer a los
mandatos de la Iglesia. Pertenece, pues, a los Obispos, si reconocen que
estas asociaciones son impuestas por las circunstancias y no presentan
peligro para la religión, aprobar que los obreros católicos se adhieren a
ellas, teniendo, sin embargo, ante los ojos los principios y precauciones
que Nuestro antecesor de santa memoria, Pío X, recomendaba; entre estas
precauciones la primera y principal es que siempre, junto a esos sindicatos,
deben existir otras agrupaciones que se dediquen a dar a sus miembros una
seria formación religiosa y moral, a fin de que ellos, a su vez infundan en
las organizaciones sindicales, el buen espíritu que debe animar toda su
actividad. Así, es de esperar que esas agrupaciones ejerzan una influencia
benéfica aun fuera del círculo de sus miembros.
Gracias, pues, a la Encíclica de León XIII, las asociaciones obreras están
florecientes en todas partes, y hoy cuentan con una gran multitud de
afiliados, por más que todavía desgraciadamente les superan en número las
agrupaciones socialistas y comunistas; a ellas se debe que, dentro de los
confines de cada nación y aun en congresos más generales se puedan defender
con eficacia los derechos y peticiones legítimas de los obreros cristianos
y, por lo tanto, urgir los principios salvadores de la sociedad cristiana.
b) Asociaciones de otro tipo
Añádase que, cuanto León XIII tan acertadamente explicó y tan decididamente
sostuvo acerca del derecho natural de asociación, fácilmente comenzó a
aplicarse a otras agrupaciones no obreras; por lo cual debe atribuirse a la
misma Encíclica de León XIII en no pequeña parte, el que aun entre los
campesinos y gentes de condición media hayan florecido y aumenten de día en
día estas utilísimas agrupaciones y otras muchas instituciones, que
felizmente unen a las ventajas económicas el cuidado de la educación.
c) Asociaciones de patronos
No se puede afirmar otro tanto de las agrupaciones entre patronos y jefes de
industrias, que Nuestro Predecesor deseaba ardorosamente ver instituidas, y
que, con dolor lo confesamos, son aun escasas; mas eso no debe sólo
atribuirse a la voluntad de los hombres, sino a las dificultades mucho más
graves que se oponen a tales agrupaciones, y que Nos conocemos muy bien y
ponderamos en su justo peso. Pero tenemos esperanza fundada de que en breve
desaparecerán esos impedimentos, y aun ahora con íntimo gozo de Nuestro
corazón saludamos ciertos ensayos no vanos, cuyos abundantes frutos,
prometen para lo futuro una recolección más copiosa.
CONCLUSIÓN: La "Rerum Novarum" es la carta magna de los obreros
Todos estos beneficios, Venerables Hermanos, y amados Hijos, debidos a la
Encíclica de León XIII, y que han sido apenas enumerados, más que descritos,
son tantos y tan grandes, que prueban plenamente que en ese documento
inmortal no se dibuja un ideal social, bellísimo sí, pero quimérico, antes
bien, demuestran que Nuestro Predecesor bebió en el Evangelio, fuente viva y
vital, la doctrina que puede, si no acabar inmediatamente, al menos mitigar
en gran manera, esa lucha mortal e intestina que desgarra la sociedad
humana. Que la buena semilla sembrada tan abundantemente hace cuarenta años
cayó en gran parte en buena tierra, lo atestigua la alegre mies que con el
favor de Dios ha recogido la Iglesia de Cristo y aun todo el género humano
para bien de todos. No es, pues, temerario afirmar que la experiencia de
tantos años demuestra que la Encíclica de León XIII es como la "Carta
Magna", en la que debe fundarse toda actividad cristiana en cosas sociales.
Y los que parecen menospreciar la conmemoración de esta Encíclica
pontificia, blasfeman de lo que ignoran, o no entienden nada de lo que de
algún modo conocen; o si entienden rotundamente han de ser acusados de
injusticia e ingratitud.
En el curso de esos mismos años han surgido algunas dudas sobre la recta
interpretación de algunos pasajes de la Encíclica de León XIII y las
consecuencias que debían sacarse de ella; lo cual ha dado lugar a
controversias no siempre pacíficas entre los mismos católicos. Por otra
parte, las nuevas necesidades de nuestra época y el cambio de condición de
las cosas reclaman una aplicación más cuidadosa de la doctrina de León XIII
y aun exigen algunas añadiduras a ella. Aprovechamos, pues, gustosísimos tan
oportuna ocasión, para satisfacer, en cuanto nos es dado, a esas dudas y
atender a las peticiones de nuestro tiempo, conforme a Nuestro Oficio
Apostólico, por el cual somos a todos deudores.
II - FUNDAMENTO DE LA DOCTRINA ECONÓMICA Y SOCIAL DE LA IGLESIA
Antes de ponernos a explicar estas cosas, establecemos como principio, ya
antes espléndidamente probado por León XIII, el derecho y deber que nos
incumbe de juzgar con autoridad suprema estas cuestiones sociales y
económicas.
Es cierto que a la Iglesia no se le encomendó el oficio de encaminar a los
hombres a una felicidad solamente caduca y perecedera, sino a la eterna, más
aún, "la Iglesia juzga que no le es permitido sin razón suficiente mezclarse
en esos negocios temporales". Mas, renunciar al derecho dado por Dios a la
Iglesia, de intervenir con su autoridad, no en las cosas técnicas, para las
que no tiene medios proporcionados ni misión alguna, sino en todo aquello
que toca a la moral, de ningún modo lo puede hacer. En lo que a esto se
refiere, tanto el orden social como el orden económico están sometidos y
sujetos a Nuestro supremo juicio, pues Dios nos confió el depósito de la
verdad y el gravísimo encargo de publicar toda la ley moral e interpretarla,
y aun urgirla oportuna e importunamente.
Es cierto que la economía y la moral, cada cual en su esfera peculiar,
tienen principios propios, pero es un error afirmar que el orden económico y
el orden moral están tan separados y son tan ajenos entre sí, que aquél no
depende para nada de éste. Las leyes llamadas económicas, fundadas en la
naturaleza misma de las cosas y en las aptitudes del cuerpo humano y del
alma, pueden fijarnos los fines que en este orden económico quedan fuera de
la actividad humana y cuáles, por el contrario, pueden conseguirse y con qué
medios; y la misma razón natural deduce manifiestamente de la naturaleza
individual y social del hombre y de las cosas, cuál es el fin impuesto por
Dios al mundo económico.
Pero sólo la ley moral es la que nos obliga a buscar derechamente en el
conjunto de nuestras acciones el fin supremo y último, y en los diferentes
dominios en que se reparte nuestra actividad, los fines particulares que en
la naturaleza, Dios les ha señalado, subordinando armónicamente estos fines
particulares al fin supremo. Si fielmente guardamos la ley moral, los fines
peculiares que se proponen en la vida económica, ya individuales, ya
sociales, entrarán convenientemente dentro del orden universal de los fines
y nosotros, subiendo por ellos como por grados, conseguiremos el fin último
de todas las cosas, que es Dios, bien supremo inexhausto para Sí y para
nosotros.
1. DEL DOMINIO O DERECHO DE PROPIEDAD
Pero viniendo a hablar más en particular, comencemos por el dominio o
derecho de propiedad. Ya conocéis, Venerables Hermanos y amados Hijos, con
qué firmeza definió Nuestro Predecesor el derecho de propiedad contra las
arbitrariedades de los socialistas de su tiempo, demostrando que la
supresión del dominio privado había de redundar no en utilidad sino en daño
extremo de la clase obrera. Pero como no faltan quienes, con la más
injuriosa de las calumnias, afirman que el Sumo Pontífice y aun la misma
Iglesia se pusieron y continúan aún de parte de los ricos en contra de los
proletarios, y como no todos los católicos están de acuerdo sobre el
verdadero y auténtico sentir de León XIII, creemos conveniente rebatir las
calumnias contra su doctrina, que es la católica en esta materia, y
preservarla de falsas interpretaciones.
a) Carácter individual y social
Primeramente, téngase por cosa cierta y averiguada, que ni León XIII ni los
teólogos que enseñaron, guiados por el magisterio de la Iglesia, han negado
jamás, o puesto en duda el doble carácter de la propiedad, llamado
individual y social, según que atienda al interés de los particulares o mire
al bien común; antes bien todos unánimemente afirmaron siempre que el
derecho de propiedad privada fue otorgado por la naturaleza, o sea por el
mismo Creador a los hombres, ya para que cada uno pueda atender a las
necesidades propias y de su familia, ya para que por medio de esta
institución, los bienes que el Creador destinó a todo el género humano,
sirvan en realidad para tal fin; todo lo cual no es posible lograr en modo
alguno sin el mantenimiento de un cierto y determinado orden.
Por lo tanto hay que evitar cuidadosamente el chocar contra un doble
escollo. Así como, negado o atenuado el carácter social y público del
derecho de propiedad, por necesidad se cae en el llamado "individualismo" o
al menos se acerca uno a él, de semejante manera rechazado o disminuido el
carácter privado e individual de ese derecho, se precipita uno hacia el
"colectivismo", o por lo menos se tocan sus postulados. Quien pierda de
vista estas consideraciones se despeñará por la pendiente hasta la sima del
modernismo moral, jurídico y social, denunciado por Nos en la Carta escrita
al comienzo de Nuestro Pontificado. Sépanlo principalmente quienes, amigos
de innovaciones, no temen acusar a la Iglesia con la infame calumnia de que
ha permitido se insinuara en la doctrina de los teólogos un concepto pagano
de la propiedad, al que debe sustituir en absoluto otro que con asombrosa
ignorancia llaman cristiano.
b) Obligaciones inherentes al dominio
Para poner límites determinados a las controversias suscitadas en torno al
dominio y obligaciones a él inherentes, quede establecido, a manera de
principio fundamental, lo mismo que proclamó León XIII, a saber: que el
derecho de propiedad se distingue de su uso. Respetar santamente la división
de los bienes y no invadir el derecho ajeno traspasando los límites del
dominio propio son mandatos de la justicia que se llama conmutativa; no usar
los propietarios de sus propias cosas sino honestamente, no pertenece a esta
justicia, sino a otras virtudes, el cumplimiento de cuyos deberes "no se
puede exigir por vía jurídica". Así que sin razón afirman algunos que el
dominio y su uso honesto tienen unos mismos límites; pero aun está más lejos
de la verdad el decir que por el abuso o el simple no uso de las cosas
perece o se pierde el derecho de propiedad.
De ahí que es obra saludable y digna de todo encomio la de aquellos que sin
herir la armonía de los espíritus y conservando la integridad de la doctrina
tradicional de la Iglesia se esfuerzan por definir la naturaleza íntima de
los deberes que gravan la propiedad y concretar los límites que las
necesidades de la convivencia social trazan al mismo derecho de propiedad y
al uso o ejercicio del dominio. Por el contrario, se engañan y yerran los
que pretenden reducir el carácter individual del dominio hasta el punto de
abolirlo en la práctica.
c) Poderes del Estado
Los hombres deben tener en cuenta no sólo su propia utilidad, sino también
el bien común, que se deduce de la índole misma del dominio, que es, a la
vez individual y social, según hemos dicho. Determinar detalladamente esos
deberes cuando la necesidad lo pide y la ley natural no lo ha hecho, eso
atañe a los que gobiernan el Estado. Por lo tanto, la autoridad pública,
guiada siempre por la ley natural y divina e inspirándose en las verdaderas
necesidades del bien común, puede determinar más cuidadosamente lo que es
lícito a los poseedores en el uso de sus bienes, Ya León XIII había enseñado
muy sabiamente que "Dios dejó a la actividad de los hombres y a las
instituciones de los pueblos la delimitación de la posesión privada". La
historia demuestra que el dominio no es una cosa del todo inmutable, como
tampoco lo son otros elementos sociales, y aun Nos lo dijimos en otra
ocasión con estas palabras: "Qué distintas han sido las formas de propiedad
privada desde la primitiva forma de los pueblos salvajes, de la que aun hoy
día quedan muestras en algunas regiones, hasta la que luego rigió en la
época patriarcal, y más tarde en las diversas formas tiránicas (usamos esta
palabra en su sentido clásico) y así sucesivamente en las formas feudales,
monárquicas, y en todas las demás que se han sucedido hasta los tiempos
modernos". Es evidente, con todo, que el Estado no tiene derecho para
disponer arbitrariamente de esa función. Siempre ha de quedar intacto e
inviolable el derecho natural de poseer privadamente y transmitir los bienes
por medio de la herencia; es derecho que la autoridad pública no puede
abolir, porque "el hombre es anterior al Estado", y también "la sociedad
doméstica tiene sobre la sociedad civil prioridad lógica y real". He aquí
también por qué el sapientísimo Pontífice León XIII declaraba que el Estado
no tiene derecho a agotar la propiedad privada con un exceso de cargas e
impuestos: "El derecho de propiedad individual emana no de las leyes
humanas, sino de la misma naturaleza; la autoridad pública no puede por
tanto abolirla; sólo puede atemperar su uso y conciliarlo con el bien
común". Al conciliar así el derecho de propiedad con las exigencias del bien
general, la autoridad pública no se muestra enemiga de los propietarios,
antes bien les presta un apoyo eficaz; porque de este modo seriamente impide
que la posesión privada de los bienes produzca intolerables perjuicios y se
prepare su propia ruina, habiendo sido otorgada por el Autor providentísimo
de la naturaleza para subsidio de la vida humana. Esa acción no destruye la
propiedad privada, sino la defiende; no debilita el dominio privado, sino lo
fortalece.
d) Obligaciones sobre la renta libre
Por otra parte, tampoco las rentas del patrimonio quedan en absoluto a
merced del libre arbitrio del hombre; es decir, las que no le son necesarias
para la sustentación decorosa y conveniente de la vida. Al contrario, la
Sagrada Escritura y los Santos Padres constantemente declaran con clarísimas
palabras que los ricos están gravísimamente obligados por el precepto de
ejercitar la limosna, la beneficencia y la munificencia.
El que emplea grandes cantidades en obras que proporcionan mayor oportunidad
de trabajo, con tal que se trate de obras verdaderamente útiles, practica de
una manera magnífica y muy acomodada a las necesidades de nuestros tiempos
la virtud de la munificencia, como se colige sacando las consecuencias de
los principios establecidos por el Doctor Angélico.
e) Títulos que justifican la adquisición del dominio
La tradición universal y la doctrina de Nuestro Predecesor León XIII
atestiguan que la ocupación de una cosa sin dueño, y el trabajo, o la
especificación como suele decirse, son títulos originarios de propiedad.
Porque a nadie se hace injuria, aunque neciamente digan algunos lo
contrario, cuando se procede a ocupar lo que está a disposición del público,
o no pertenece a nadie. El trabajo que el hombre ejecuta en nombre propio, y
que produce en los objetos nueva forma o aumenta el valor de los mismos,
basta también para adjudicar estos frutos al que trabaja.
2. CAPITAL Y TRABAJO
Muy distinta es la condición del trabajo cuando se ocupa en cosa ajena
mediante un contrato. A él se aplica principalmente lo que León XIII dijo
ser cosa certísima, a saber: "que la riqueza de los pueblos no la hace sino
el trabajo de los obreros". No vemos acaso con nuestros propios ojos cómo
los inmensos bienes que forman la riqueza de los hombres salen y brotan de
las manos de los obreros, ya directamente, ya por medio de instrumentos o
máquinas que aumentan su eficacia de manera tan admirable? No hay nadie que
desconozca que los pueblos no han labrado su fortuna, ni han subido desde la
pobreza y carencia, a la cumbre de la riqueza, sino por medio del inmenso
trabajo acumulado por todos los ciudadanos, trabajo de los directores y
trabajo de los ejecutores. Pero es más claro todavía que todos esos
esfuerzos hubieran sido vanos e inútiles, más aun, ni se hubieran podido
comenzar, si la bondad del Creador de todas las cosas, Dios, no hubiera
antes otorgado las riquezas y los instrumentos naturales, el poder y las
fuerzas de la naturaleza. Porque ¿qué es el trabajo sino el empleo y
ejercicio de las fuerzas del alma y del cuerpo en los bienes naturales o por
medio de ellos? Ahora bien, la ley natural, o sea, la voluntad de Dios,
promulgada por su medio, exige que en la aplicación de las cosas naturales a
los usos humanos se guarde el orden debido, y éste consiste en que cada cosa
tenga un dueño. De ahí resulta que, fuera de los casos en que el propietario
trabaja con sus propios objetos, el trabajo y el capital deberán unirse en
una empresa común, pues, el uno sin el otro son completamente ineficaces.
Tenía esto presente León XIII cuando escribía: "No puede existir el capital
sin trabajo, ni trabajo sin capital". Por consiguiente, es completamente
falso atribuir sólo al capital o sólo al trabajo lo que ha resultado de la
eficaz colaboración de ambos; y es totalmente injusto que el uno o el otro,
desconociendo la eficacia de la otra parte, se alce con todo el fruto.
a) Pretensiones injustas del capital
Por largo tiempo el capital logró aprovecharse excesivamente. El capital
reclamaba, para sí todo el rendimiento, todos los productos, y al obrero
apenas se le dejaba lo suficiente para reparar y reconstituir sus fuerzas.
Se decía que por una ley económica, completamente incontrastable toda la
acumulación de capital cedía en provecho de los afortunados, y que por la
misma ley los obreros estaban condenados a la pobreza perpetua o reducidos a
un bienestar escasísimo. Es cierto que la práctica no siempre ni en todas
partes se conformaba con este principio de la escuela liberal, vulgarmente
llamada manchesteriana; mas, tampoco se puede negar que las instituciones
económico-sociales se inclinaban constantemente a ese proceder. Así que,
ninguno debe admirarse de que esas falsas opiniones y falaces postulados
fueran atacados duramente, y no sólo por aquellos que con tales teorías se
veían privados de su derecho natural a mejorar de fortuna.
b) Pretensiones injustas del trabajo
A los obreros ya irritados, se acercaron los que se llaman "intelectuales",
oponiendo a aquella pretendida ley un principio moral no menos infundado, a
saber: todo lo que se produce o rinde, separado únicamente cuanto baste para
amortizar y reconstruir el capital, corresponde en pleno derecho a los
obreros. Este error, por lo mismo que se muestra más falaz que el de los
socialistas, según los cuales los medios de producción deben transferirse al
Estado, o socializarse como vulgarmente se dice, es mucho más peligroso y
apto para engañar a los incautos; suave veneno, que bebieron ávidamente
muchos a quienes jamás había podido engañar un franco socialismo.
c) Principio directivo de la justa distribución
Por cierto, para que con estas falsedades no se cerrara el paso a la
justicia y a la paz, unos y otros tuvieron que ser advertidos por las
sapientísimas palabras de Nuestro Predecesor: "La tierra no deja de servir a
la utilidad de todos, por diversa que sea la forma en que esté distribuida
entre los particulares". Y esto mismo Nos hemos enseñado poco antes al decir
que la naturaleza misma estableció la repartición de los bienes entre los
particulares para que rindan utilidad a los hombres de una manera segura y
determinada. Importa tener siempre presente este principio para no apartarse
uno del recto camino de la verdad.
Ahora bien, para obtener enteramente, o al menos con la posible perfección,
el fin señalado por Dios, no sirve cualquier distribución de bienes y
riquezas entre los hombres. Por lo mismo, las riquezas incesantemente
aumentadas por el incremento económico-social deben distribuirse entre las
personas y clases de manera que quede a salvo lo que León XIII llama la
utilidad común de todos, o con otras palabras, de suerte que no padezca el
bien común de toda la sociedad. Esta ley de justicia social prohíbe que una
clase excluya a otra de la participación de los beneficios. Viola esta ley
no sólo la clase de los ricos, que libres de cuidados en la abundancia de su
fortuna, piensan que el justo orden de las cosas está en que todo rinda para
ellos y nada llegue al obrero, sino también la clase de los proletarios que
vehementemente enfurecidos por la violación de la justicia y excesivamente
dispuestos a reclamar por cualquier medio el único derecho que ellos
reconocen, el suyo, todo lo quieren para sí, por ser producto de sus manos;
y por esto, y no por otra causa, impugnan y pretenden abolir dominio,
intereses o productos no adquiridos mediante el trabajo, sin reparar a qué
especie pertenecen o qué oficio desempeñan en la convivencia humana. Y no
debe olvidarse aquí cuán inepta e infundada es la apelación de algunos a las
palabras del Apóstol: "Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma"; el
Apóstol se refiere a los que, pudiendo y debiendo trabajar se abstienen de
ello, amonestando que debemos aprovechar con diligencia el tiempo y las
fuerzas corporales y espirituales sin gravar a los demás, mientras nos
podamos proveer por nosotros mismos. Pero que el trabajo sea el único título
para recibir el alimento o las ganancias, eso no lo enseñó nunca el apóstol.
Dése, pues, a cada cual la parte de bienes que le corresponde; y hágase que
la distribución de los bienes creados vuelva a conformarse con las normas
del bien común o de la justicia social; porque cualquier persona sensata ve
cuán grave daño trae consigo la actual distribución de bienes por el enorme
contraste entre unos pocos riquísimos y los innumerables pobres.
3. LA REDENCIÓN DEL PROLETARIADO
Tal es el fin que Nuestro Predecesor proclamó que debía lograrse: la
redención del proletariado. Debemos afirmarlo con más empeño y repetirlo con
más insistencia puesto que tan saludables mandatos del Pontífice en no pocos
casos se echaron en olvido, ya con un estudiado silencio, ya juzgando que
realizarlos era imposible cuando pueden y deben realizarse. Ni se puede
decir que aquellos preceptos han perdido fuerza y su sabiduría en nuestra
época, por haber disminuido el "pauperismo", que en tiempos de León XIII se
veía con todos sus horrores. Es verdad que la condición de los obreros se ha
elevado a un estado mejor y más equitativo, principalmente en las ciudades
más prósperas y cultas, en las que mal se diría que todos los obreros en
general están afligidos por la miseria y padecen las escaseces de la vida.
Pero es igualmente cierto que desde que las artes mecánicas y las industrias
del hombre se han extendido rápidamente e invadido innumerables regiones,
tanto las tierras que llamamos nuevas, como los reinos del Extremo Oriente
famosos por su antiquísima cultura, el número de los proletarios
necesitados, cuyo gemido sube desde la tierra hasta el cielo, ha crecido
inmensamente. Añádese el ejército ingente de asalariados del campo,
reducidos a las más estrechas condiciones de vida, y desesperanzados de
poder jamás obtener "participación alguna en la propiedad de la tierra"; y
por tanto, sujetos para siempre a la condición de proletarios, si no se
aplican remedios oportunos y eficaces.
Es verdad que la condición de proletario no debe confundirse con el
pauperismo, pero es cierto que la muchedumbre enorme de proletarios por una
parte, y los enormes recursos de unos cuantos ricos, por otra, son
argumentos perentorio de que las riquezas multiplicadas tan abundantemente
en nuestra época, llamada del industrialismo, están mal repartidas e
injustamente aplicadas a las distintas clases.
Acceso del proletariado a la propiedad familiar
Por lo cual, con todo empeño y todo esfuerzo se ha de procurar que al menos
para el futuro, las riquezas adquiridas vayan con más justa medida a las
manos de los ricos, y se distribuyan con bastante profusión entre los
obreros, no ciertamente para hacerlos remisos en el trabajo, porque el
hombre nace para el trabajo como el ave para volar, sino para que aumenten
con el ahorro su patrimonio, y administrando con prudencia el patrimonio
aumentado, puedan más fácil y seguramente sostener las cargas de su familia,
y libres de las inseguridades de la vida, cuyas vicisitudes tanto agitan a
los proletarios, no sólo estén dispuestos a soportar las contingencias de la
vida, sino que puedan confiar también en que, al abandonar este mundo, los
que dejan tras de sí quedan convenientemente asegurados.
Todo esto que Nuestro Predecesor no sólo insinuó sino también proclamó clara
y explícitamente, queremos una y otra vez inculcarlo en esta Nuestra
Encíclica; porque si con vigor y sin dilaciones no se emprende para llevar a
la práctica, es inútil pensar que puedan defenderse eficazmente el orden
público, la paz y tranquilidad de la sociedad humana contra los promotores
de la revolución.
4. JUSTO SALARIO
Mas es imposible llevarlo a efecto si no llegan los obreros a formar su
módico capital con diligencia y ahorro, como ya hemos indicado, siguiendo
las huellas de Nuestro Predecesor. Pero de dónde pueden ahorrar algo para el
futuro quienes no tienen otra cosa que su trabajo para atender al alimento y
demás necesidades de la vida, sino del precio de su trabajo viviendo en la
escasez? Queremos, pues, tratar esta cuestión del salario, que León XIII
calificaba "de gran importancia", declarando y desarrollando su doctrina y
sus preceptos cuando sea preciso.
a) El salario no es injusto de suyo
Pero juzgamos que, atendidas las condiciones modernas de la asociación
humana, sería más oportuno que el contrato del trabajo algún tanto se
suavizara en cuanto fuese posible por medio del contrato de sociedad como ya
se ha comenzado a hacer en diversas formas con provecho no escaso de los
mismos obreros y aun patronos. De esta suerte los obreros y empleados
participan en cierta manera ya en el dominio, ya en la dirección del
trabajo, y ya en las ganancias obtenidas.
León XIII había ya prudentemente declarado que la cuantía justa del salario
debe deducirse de la consideración no de uno, sino de diversos títulos. Son
suyas estas palabras: "para determinar la medida justa del salario, débense
tener presente muchos puntos de vista".
Con este dicho queda del todo refutada la ligereza de quienes creen que se
puede resolver este gravísimo asunto con el fácil expediente de aplicar una
regla única, por cierto bien alejada de la verdad.
Yerran gravemente los que no dudan en propagar el principio de que el
trabajo vale tanto y debe remunerarse, en tanto, cuanto se estima el valor
de los frutos producidos por él, y que por tanto, el obrero tiene derecho a
reclamar todo lo que es producto de su trabajo; lo absurdo de este principio
queda refutado sólo con lo ya dicho acerca del capital y del trabajo.
b) Carácter individual y social del trabajo
Ahora bien, en el dominio así como en el trabajo, principalmente cuando se
trata del trabajo contratado, claro es que debe considerarse además del
aspecto personal e individual, el aspecto social; porque la actividad humana
no puede producir sus frutos si no queda en pie un cuerpo verdaderamente
social y organizado, si el orden jurídico y social no garantizan el trabajo,
si las diferentes profesiones dependientes unas de otras, no se conciertan
entre sí y se completan mutuamente, y lo que es más importante si no se
asocian y unen para un mismo fin la dirección, el capital y el trabajo. El
trabajo, por tanto, no se estimará en lo justo ni se remunerará
equitativamente, si no se atiende a su carácter individual y social.
c) Tres puntos que deben atenderse
De este doble aspecto, intrínseco por naturaleza al trabajo humano, brotan
consecuencias gravísimas, por las cuales deben regirse y determinarse los
salarios.
1º - Sustento del obrero y de la familia
En primer lugar, hay que dar al obrero una remuneración que sea suficiente
para su propia sustentación y la de su familia.
Justo es, por cierto, que el resto de la familia concurra según sus fuerzas
al sostenimiento común de todos, como pasa entre las familias sobre todo de
labradores, y aun también entre los artesanos y comerciantes en pequeño;
pero es un crimen abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer.
En la casa principalmente o en sus alrededores, las madres de familia pueden
dedicarse a sus faenas sin dejar las atenciones del hogar. Pero es gravísimo
abuso, y con todo empeño ha de ser extirpado, que la madre, a causa de la
escasez del salario del padre, se vea obligada a ejercitar un arte
lucrativo, dejando abandonados en la casa sus peculiares cuidados y
quehaceres, y sobre todo la educación de los niños pequeños. Ha de ponerse,
pues, todo esfuerzo en que los padres de familia reciban una remuneración
suficientemente amplia para que puedan atender convenientemente a las
necesidades domésticas ordinarias. Si las circunstancias presentes de la
vida no siempre permiten hacerlo así, pide la justicia social que cuanto
antes se introduzcan tales reformas, que a cualquier obrero adulto se le
asegure ese salario. No será aquí inoportuno dar la merecida alabanza a
cuantos con sapientísimo y utilísimo consejo han experimentado e intentado
diversos medios para acomodar la remuneración del trabajo a las cargas de la
familia, de manera que al aumento de las cargas corresponda el aumento del
salario; y aun si fuere menester, para atender a las necesidades
extraordinarias.
2º - La situación de la empresa
Para determinar la cuantía del salario deben tenerse asimismo presentes las
condiciones de la empresa y del empresario; sería injusto pedir salarios
desmedidos, que la empresa, sin grave ruina propia y consiguientemente de
los obreros no pudiera soportar. Pero no debe reputarse causa legítima para
disminuir a los obreros el salario, la ganancia menor, debida a negligencia,
pereza o descuido en atender al progreso técnico y económico. Mas si las
empresas mismas no tienen entradas suficientes para poder pagar a los
obreros un salario equitativo, porque o se ven oprimidas por cargas injustas
o se ven obligadas a vender sus productos a precios menores de lo justo,
quienes de tal suerte las oprimen, reos son de grave delito, ya que privan
de su justa remuneración a los obreros, que se ven obligados por la
necesidad a aceptar un salario inferior al justo.
Esfuércense todos, obreros y directores, con unión de fuerzas y voluntades,
en superar los obstáculos y las dificultades, y la autoridad pública no debe
negarles su prudente intervención en obra tan salvadora. Mas si el caso
hubiere llegado al extremo, entonces habrá que deliberar si puede continuar
la empresa o si hay que atender a los obreros en alguna otra forma. En este
punto, verdaderamente gravísimo, conviene que exista una unión amigable y
concordia cristiana entre obreros y directores, y que esta sea
verdaderamente eficaz.
3º - La necesidad del bien común
Finalmente, la cuantía del salario debe atemperarse al bien público
económico. Ya hemos expuesto más arriba cuánto ayuda a este bien común que
los obreros y empleados lleguen a reunir poco a poco un modesto capital
mediante el ahorro de alguna parte de su salario, después de cubiertos los
gastos necesarios. Pero tampoco debe desatenderse otro punto quizás de no
menor importancia y en nuestros días muy necesario, a saber: que se ofrezca
oportunidad para trabajar a los que quieren y puedan trabajar. Esto depende
no poco de la fijación de los salarios; la cual, así como ayuda cuando se
encierra dentro de los justos límites, así por el contrario puede ser
obstáculo cuando los sobrepasa. ¿Quién no sabe que los salarios demasiado
reducidos o extraordinariamente elevados han sido la causa de que los
obreros quedaran sin tener trabajo? Este mal, que se ha desarrollado
principalmente en los días de nuestro Pontificado, ha perjudicado a muchos,
ha arrojado a los obreros en la miseria y duras pruebas, ha arruinado la
prosperidad de las naciones y puesto en peligro el orden público, la paz y
la tranquilidad de todo el orbe de la tierra. Contrario es, pues, a la
justicia social, disminuir o aumentar indebidamente los salarios de los
obreros, para obtener mayores ganancias personales, y sin atender al bien
común: la misma justicia demanda que con el común sentir y querer, en cuanto
es posible, los salarios se regulen de manera que los más puedan emplear su
trabajo y obtener los bienes convenientes para el sostenimiento de la vida.
Contribuye a lo mismo la justa proporción entre los salarios; con ella se
enlaza estrechamente la razonable proporción entre los precios de venta de
los productos obtenidos por las distintas artes, cuales son: la agricultura,
la industria, y otras semejantes. Si se guardan convenientemente tales
proporciones, las diversas artes se aunarán y combinarán para formar un solo
cuerpo, y a manera de miembros mutuamente se ayudarán y perfeccionarán, ya
que la economía social estará sólidamente constituida y alcanzará sus fines,
sólo cuando a todos y cada uno se provea de todos los bienes que las
riquezas y subsidios naturales, la técnica y la constitución social de la
economía pueden producir. Esos bienes deben ser suficientemente abundantes
para satisfacer las necesidades y comodidades honestas y elevar a los
hombres a aquella condición de vida más feliz que, administrada
prudentemente no sólo no impide la virtud, sino que la favorece en gran
manera.
5. LA RESTAURACIÓN DEL ORDEN SOCIAL
Lo que hemos dicho hasta ahora sobre el reparto equitativo de los bienes y
el justo salario, se refiere principalmente a las personas particulares y
sólo indirectamente toca al orden social, principal objeto de los cuidados y
pensamientos de Nuestro Predecesor León XIII, que tanto hizo por restaurarlo
en conformidad con los principios de la sana filosofía, y por perfeccionarlo
según las normas altísimas de la ley Evangélica.
Pero para consolidar lo que Él felizmente inició y realizar lo que queda por
hacer, y por alcanzar más alegres y copiosas ventajas en provecho de la
sociedad humana, se necesitan sobre todo dos cosas: la reforma de las
instituciones y la enmienda de las costumbres.
Al hablar de la reforma de las instituciones pensamos principalmente en el
Estado; no que deba esperarse de su influjo toda la salvación, sino que por
el vicio que hemos llamado "individualismo" han llegado las cosas a tal
punto que, abatida y casi extinguida aquella exuberante vida social, que en
otros tiempos se desarrolló en las corporaciones o gremios de todas clases,
han quedado casi solos frente a frente los particulares y el Estado, con no
pequeño detrimento para el mismo Estado; pues, deformado el régimen social y
recayendo sobre el Estado todas las cargas que antes sostenían las antiguas
corporaciones, se ve él abrumado y oprimido por una infinidad de negocios y
obligaciones.
Es verdad, y lo prueba la historia palmariamente, que la mudanza de las
condiciones sociales hace que muchas cosas que antes hacían aún las
asociaciones pequeñas, hoy no las pueden ejecutar sino las grandes
colectividades. Y, sin embargo, queda en la filosofía social fijo y
permanente, aquel principio, que ni puede ser suprimido ni alterado: como es
ilícito quitar a los particulares lo que con su propia iniciativa y propia
industria pueden realizar para encomendarlo a una comunidad, así también es
injusto, y al mismo tiempo de grave perjuicio y perturbación del recto orden
social, confiar a una sociedad mayor y más elevada lo que pueden hacer y
procurar comunidades menores e inferiores. Toda acción social debe por su
naturaleza prestar auxilio a los miembros del cuerpo social, nunca
absorberlos y destruirlos. Conviene que la autoridad pública suprema deje a
las asociaciones inferiores tratar por sí mismas los cuidados de menor
importancia, de otro modo le serán de grandísimo impedimento para cumplir
con mayor libertad, firmeza y eficacia lo que a ella sólo corresponde, y que
sólo ella puede realizar, a saber: dirigir, vigilar, urgir, castigar, según
los casos y la necesidad lo exijan. Por tanto tengan bien entendido esto los
que gobiernan: cuanto más vigorosamente reine el orden jerárquico entre las
diversas asociaciones, quedando en pie este principio de la función
supletiva del Estado, tanto más firme será la autoridad y el poder social, y
tanto más próspera y feliz la condición del Estado.
Esta debe ser ante todo la mira, éste el esfuerzo del Estado y de todos los
buenos ciudadanos: que cese la lucha de clases opuestas y se promueva una
cordial cooperación entre las diversas profesiones de los ciudadanos.
La política social tiene, pues, que dedicarse a reconstituir las
profesiones. Hasta ahora, en efecto, el estado de la sociedad humana sigue
aun violento y por tanto inestable y vacilante, como basado en clases de
tendencias diversas, contrarias entre sí, y por lo mismo inclinado a
enemistades y luchas.
Aunque el trabajo, como decía muy bien Nuestro Predecesor, en su Encíclica,
no es vil mercancía, sino que hay que reconocer en él la dignidad humana del
obrero, y por eso no ha de ser comprado ni vendido como cualquier mercancía;
sin embargo, en las actuales circunstancias, la oferta y la demanda en el
así llamado mercado de trabajo separan a los hombres en dos clases, como en
dos ejércitos, y la disputa de ambas transforma tal mercado como en un campo
de batalla, donde uno en frente de otro luchan cruelmente. Como todos ven, a
tan gravísimo mal, que precipita a la sociedad humana hacia la ruina, urge
poner, cuanto antes, un remedio. Pues bien, perfecta curación no se obtendrá
sino cuando quitada de en medio esa lucha, se formen miembros del cuerpo
social bien organizados, es decir, órdenes o profesiones en que se unan los
hombres, no según el cargo que tienen en el mercado del trabajo sino según
las diversas funciones sociales que cada uno ejercita.
Como, siguiendo el impulso natural, los que están juntos en un lugar forman
una ciudad, así los que se ocupan de una misma arte o profesión, sea
económica, sea de otra especie, forman asociaciones o cuerpos, hasta el
punto que muchos consideran esas agrupaciones que gozan de su propio
derecho, si no esenciales a la sociedad, al menos connaturales con ella.
a) Aspiración concorde de las asociaciones
El orden, como egregiamente dice el Doctor Angélico, es la unidad resultante
de la conveniente disposición de muchas cosas; por esto, el verdadero y
genuino orden social requiere que los diversos miembros de la sociedad se
junten en uno con algún vínculo firme. Esta fuerza de cohesión se encuentra,
ya en los mismos bienes que se han de producir u obligaciones que se han de
cumplir, en lo cual de común acuerdo trabajan patronos y obreros de una
misma profesión; ya en aquel bien común, a que todas las profesiones juntas,
según sus fuerzas, amigablemente deben concurrir. Esta unión tanto más
fuerte y eficaz será cuanto con mayor fidelidad cada individuo y cada una de
las agrupaciones tengan empeño en ejercer su profesión y sobresalir en ella.
De todo lo que precede se deduce con facilidad que en dichas corporaciones
indiscutiblemente tienen la primacía los intereses comunes a toda clase; y
ninguno hay tan principal como la cooperación, que intensamente se ha de
procurar, de cada una de las profesiones en favor del bien común de la
sociedad. En cambio, en los negocios relativos al especial cuidado y tutela
de los peculiares intereses de los patronos y de los obreros, si se
presentara el caso, unos y otros podrán deliberar o resolver por separado,
según convenga.
Apenas es necesario recordar que lo que León XIII dejó enseñado sobre la
forma política de gobierno, debe aplicarse, guardada la debida proporción, a
los colegios o corporaciones profesionales, a saber: que es libre a los
hombres escoger la forma de gobierno que quisieran con tal que quede a salvo
la justicia y las necesidades del bien común.
Ahora bien, como los habitantes de un municipio suelen fundar asociaciones
con fines muy diversos en los cuales es completamente libre inscribirse o no
inscribirse, así también los que ejercitan la misma profesión formarán unos
con otros sociedades igualmente libres para alcanzar fines que en alguna
manera están unidos con el ejercicio de la misma profesión. Nuestro
Predecesor describió clara y distintamente estas asociaciones. Nos basta,
pues, inculcar una sola cosa: que el hombre tiene facultad libre no sólo
para fundar asociaciones de orden y derecho privado, sino también "para
escoger libremente el estatuto y las leyes que mejor conduzcan al fin que se
proponen". Debe proclamarse la misma libertad para fundar asociaciones que
excedan los límites de cada profesión. Las asociaciones libres que están
floreciendo y se gozan viendo sus saludables frutos, vayan preparándose el
camino para formar aquellas otras agrupaciones más perfectas de que hemos
hecho mención y promuévanlas con todo denuedo, según el espíritu de la
doctrina social cristiana.
b) Restauración de un principio directivo de la economía
Nos resta atender a otra cosa muy unida con lo anterior. Como la unidad del
cuerpo social no puede basarse en la lucha de clases, tampoco la recta
organización del mundo económico puede entregarse al libre juego de la
concurrencia. De este punto, como de fuente emponzoñada, nacieron todos los
errores de la ciencia económica individualista; la cual, suprimiendo por
olvido o ignorancia, el carácter social y moral del mundo económico, sostuvo
que éste debía ser juzgado y tratado como totalmente independiente de la
autoridad pública, por la razón de que su principio directivo se hallaba en
el mercado o libre concurrencia, y con este principio habría de regirse
mejor que con cualquier entendimiento creado. Pero la libre concurrencia aun
cuando, encerrada dentro de ciertos límites, sea justa y, sin duda, útil, no
puede ser en modo alguno la norma reguladora de la vida económica; y lo
probó demasiado la experiencia cuando se llevó a la práctica la orientación
del viciado espíritu individualista. Es, pues, completamente necesario que
se reduzca y se sujete de nuevo la economía a un verdadero y eficaz
principio directivo. La prepotencia económica que ha sustituido
recientemente a la libre concurrencia, mucho menos puede servir para ese
fin; ya que, inmoderada y violenta por naturaleza, para ser útil a los
hombres necesita de un freno enérgico y una dirección sabia; pues, por sí
misma no puede regularse ni regirse. Así que, de algo superior y más noble
hay que echar mano para regir con severa integridad ese poder económico: de
la justicia y caridad social. Por tanto las instituciones públicas y toda la
vida social de los pueblos han de ser informadas por esa justicia; es muy
necesario que ésta sea verdaderamente eficaz, o sea, que dé vida a todo
orden jurídico y social, y la economía quede como empapada en ella. La
caridad social debe ser como el alma de ese orden; la autoridad pública no
debe desmayar en la tutela y defensa eficaz del mismo, y no le será difícil
lograrlo si arroja de sí las cargas que como decíamos antes, no le competen.
Más aun, convendría que varias naciones unidas en sus estudios y trabajos,
puesto que económicamente dependen en gran manera unas de otras y mutuamente
se necesitan, promovieran con sabios tratados e instituciones una fausta y
feliz cooperación.
Restablecidos así los miembros del organismo social, y restituido el
principio directivo del mundo económico-social, podrían aplicarse en alguna
manera a este cuerpo las palabras del Apóstol acerca del Cuerpo Místico de
Cristo: "Todo el cuerpo trabado y unido recibe por todos los vasos y
conductos de comunicación, y según la medida correspondiente a cada miembro,
el aumento propio del cuerpo para su perfección mediante la caridad".
Recientemente, todos lo saben, se ha iniciado una especial organización
sindical y cooperativa, de la cual, dada la materia de esta Nuestra
Encíclica, parece bien dar aquí brevemente una idea con algunas
consideraciones.
El Estado reconoce jurídicamente el sindicato y no sin carácter de
monopolio, en cuanto que sólo él, así reconocido, puede representar a los
obreros y a los patronos respectivamente, y él sólo puede concluir contratos
de trabajo. La adscripción al sindicato es facultativa, y sólo en este
sentido puede decirse que la organización sindical es libre; puesto que la
cuota sindical y ciertas tasas especiales son obligatorias para todos los
que pertenecen a una categoría determinada sean obreros o patronos, así como
son obligatorios para todos, los contratos de trabajo estipulados por el
sindicato jurídico. Es verdad que autorizadamente se ha declarado que el
sindicato jurídico no excluye la existencia de asociaciones profesionales de
hecho.
Las corporaciones se constituyen por representantes de los sindicatos de
obreros y patronos de la misma arte y profesión, y en cuanto verdaderos y
propios órganos e instituciones del Estado, dirigen y coordinan los
sindicatos en las cosas de interés común.
La huelga está prohibida; si las partes no pueden ponerse de acuerdo,
interviene el juez.
Basta un poco de reflexión para ver las ventajas de esta organización,
aunque la hayamos descrito sumariamente; la colaboración pacífica de las
clases, la represión de las organizaciones y de los intentos socialistas, la
acción moderadora de una magistratura especial. Para no omitir nada en
argumento de tanta importancia, y en armonía con los principios generales
más arriba expuestos y con los que luego añadiremos, debemos asimismo decir
que vemos que hay quien teme que en esa organización el Estado se sustituya
a la libre actividad, en lugar de limitarse a la necesaria y suficiente
asistencia y ayuda, que la nueva organización sindical y corporativa tenga
carácter excesivamente burocrático y político, y que, no obstante las
ventajas generales señaladas, pueda servir a intentos políticos
particulares, más bien que a la facilitación y comienzo de un estado social
mejor.
Creemos que para alcanzar este nobilísimo intento, con verdadero y estable
provecho para todos, es necesaria primera y principalmente la bendición de
Dios y luego la colaboración de todas las buenas voluntades. Creemos,
además, y como consecuencia natural de lo mismo, que ese mismo intento se
alcanzará tanto más seguramente, cuanto mayor sea la cooperación de las
competencias técnicas, profesionales y sociales, y más todavía, de los
principios católicos y de la práctica de los mismos, no de parte de la
Acción Católica (porque no pretende desarrollar actividad estrictamente
sindical o política), sino de parte de aquellos de nuestros hijos que la
Acción Católica educa exquisitamente en los mismos principios y en el mismo
apostolado, bajo la guía y el Magisterio de la Iglesia que, en el terreno
antes señalado, así como donde quiera que se agitan y regulan cuestiones
morales, no puede olvidar o descuidar el mandato de custodia o de magisterio
que se le ha confiado.
Cuanto hemos enseñado sobre la restauración y perfección del orden social es
imposible realizarlo sin la reforma de las costumbres; los documentos
históricos lo prueban claramente. Existió en otros tiempos un orden social,
no ciertamente perfecto y completo en todas sus partes, pero sí conforme de
algún modo a la recta razón si se tienen en cuenta las condiciones y
necesidades de la época. Pereció hace tiempo aquel orden de cosas, y no fue,
por cierto, porque no pudo adaptarse, por su propio desarrollo y evolución a
los cambios y nuevas necesidades que se presentaban, sino más bien, porque
los hombres, o endurecidos en su egoísmo, se negaron a abrir los senos de
aquel orden, como hubiera convenido al número siempre creciente de la
muchedumbre, o seducidos por una apariencia de falsa libertad y por otros
errores y por los enemigos de cualquier clase de autoridad, intentaron
sacudir de sí todo yugo.
Resta, pues, que llamada de nuevo a juicio la organización actual económica
con el socialismo, su más acérrimo acusador y, dictada sobre ambos franca y
justa sentencia, averigüemos a fondo cuál es la raíz de tantos males y
señalemos, como su primero y más necesario remedio, la reforma de
costumbres.
III - RAÍZ DE LA PRESENTE PERTURBACIÓN Y SU SALVADORA RESTAURACIÓN
Grandes cambios han sufrido desde los tiempos de León XIII tanto la
organización económica, como el socialismo.
En primer lugar, es manifiesto que las condiciones económicas han sufrido
profunda mudanza. Ya sabéis, Venerables Hermanos y amados hijos, que Nuestro
Predecesor, de feliz memoria, dirigió sus miradas en su Encíclica,
principalmente al régimen capitalista, o sea, hacia aquella manera de
proceder en el mundo económico por lo cual unos ponen el capital y otros el
trabajo, como el mismo Pontífice definía con una expresión feliz: "No puede
existir capital sin trabajo, ni trabajo sin capital".
1. CAMBIOS EN EL RÉGIMEN CAPITALISTA
León XIII puso todo empeño en ajustar esa organización económica a las
normas de la justicia: de donde se deduce que no puede condenarse por sí
misma. Y en realidad no es por su naturaleza viciosa; pero viola el recto
orden de la justicia, cuando el capital esclaviza a los obreros o a la clase
proletaria con tal fin y tal forma, que los negocios y por tanto, todo el
capital, sirvan a su voluntad y a su utilidad, despreciando la dignidad
humana de los obreros, la índole social de la economía y la misma justicia
social y el bien común.
Es cierto que aun hoy no es éste el único modo vigente de organización
económica: existen otros, dentro de los cuales vive una muchedumbre de
hombres, muy importante por su número y por su valor, por ejemplo, la clase
agricultora; en ella la mayor parte del género humano honesta y honradamente
halla su sustento y su cultura. Tampoco están libres de las estrecheces y
dificultades, que señalaba Nuestro Predecesor en no pocos lugares de su
Encíclica, y a la vez que también Nos en ésta hemos aludido más de una vez.
Pero el régimen económico capitalista se ha extendido muchísimo por todas
partes, después de publicada la Encíclica de León XIII, a medida que se
extendía por todo el mundo el industrialismo. Tanto que aun la economía y la
condición social de los que se hallan fuera de su esfera de acción, están
invadidas y penetradas de él, y sienten y en alguna manera participan de sus
ventajas o inconvenientes y defectos.
Así, pues, cuando miramos a las mudanzas que el orden económico capitalista
ha experimentado desde el tiempo de León XIII, no sólo nos fijamos en el
bien de los que habitan regiones entregadas al capital y a la industria,
sino en el de todos lo hombres.
a) A la libre competencia sucedió la dictadura económica
Primeramente, salta a la vista que en nuestros tiempos no se acumulan
solamente riquezas, sino también se crean enormes poderes, y un prepotencia
económica despótica, en manos de muy pocos. Muchas veces no son éstos ni
dueños siquiera, sino sólo depositarios y administradores que rigen el
capital a su voluntad y arbitrio.
Estos potentados son extraordinariamente poderosos, cuando dueños absolutos
del dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto; diríase que
administran la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal modo
tienen en su mano, por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie
podría respirar contra su voluntad.
Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi originaria de la economía
modernísima, es el fruto que naturalmente produjo la libertad infinita de
los competidores, que sólo dejó supervivientes a los más poderosos, que es a
menudo lo mismo que decir los que luchan más violentamente, los que menos
cuidan de su conciencia.
A su vez esta concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de
conflictos: la lucha primero se encamina a alcanzar ese potentado económico;
luego se inicia una fiera batalla a fin de obtener el predominio sobre el
poder público, y consiguientemente el poder abusar de sus fuerzas e
influencia en los conflictos económicos; finalmente se entabla el combate en
el campo internacional, en el que luchan los Estados pretendiendo usar de su
fuerza y poder político para favorecer las utilidades económicas de sus
respectivos súbditos, o por el contrario haciendo que las fuerzas y el poder
económico sean los que resuelvan las controversias políticas originadas
entre las naciones.
b) Consecuencias funestas
Las últimas consecuencias del espíritu individualista en el campo económico,
vosotros mismos, Venerables Hermanos y amados hijos, las estáis viendo y
deplorando: la libre concurrencia se ha destrozado a sí misma; la
prepotencia económica ha suplantado al mercado libre; al deseo de lucro ha
sucedido la ambición desenfrenada de poder; toda la economía se ha hecho
extremadamente dura, cruel, implacable. Añádense los daños gravísimos que
han nacido de la confusión y mezcla lamentables de las atribuciones de la
autoridad pública y de la economía; y valga como ejemplo uno de los más
graves, la caída del prestigio del Estado; el cual, libre de todo partidismo
y teniendo como único fin el bien común y la justicia, debería estar erigido
en soberano y supremo árbitro de las ambiciones y concupiscencias de los
hombres. Por lo que toca a las naciones en sus relaciones mutuas, se ven dos
corrientes que manan de la misma fuente: por un lado fluye el nacionalismo o
también el imperialismo económico, por el otro el no menos funesto y
detestable internacionalismo del capital, o sea, el imperialismo
internacional, para el cual la patria está donde se está bien.
c) Remedios
Los remedios a males tan profundos quedan indicados en la segunda parte de
esta Encíclica, donde de propósito hemos tratado de ello bajo el aspecto
doctrinal; bastará, pues, recordar la sustancia de Nuestra enseñanza. Puesto
que el régimen económico moderno descansa principalmente sobre el capital y
el trabajo, deben conocerse y ponerse en práctica los preceptos de la recta
razón, o de la filosofía social cristiana, que conciernen a ambos elementos
y a su mutua colaboración. Para evitar ambos escollos, el individualismo y
el socialismo, debe sobre todo tenerse presente el doble carácter,
individual y social del capital o de la propiedad y del trabajo. Las
relaciones que anudan el uno al otro deben ser reguladas por las leyes de
una exactísima justicia conmutativa, apoyada en la caridad cristiana. Es
imprescindible que la libre competencia contenida dentro de límites
razonables y justos, y sobre todo el poder económico estén sometidos
efectivamente a la autoridad pública, en todo aquello que le está
peculiarmente encomendado. Finalmente, las instituciones de los pueblos
deben acomodar la sociedad entera a las exigencias del bien común, es decir,
a las reglas de la justicia; de ahí resultará que la actividad económica,
función importantísima de la vida social se encuadre asimismo dentro de un
orden de vida sana y bien equilibrada.
2. TRANSFORMACIÓN DEL SOCIALISMO
No menos profunda que la del capitalismo es la transformación que desde León
XIII ha sufrido el socialismo, con el cual principalmente tuvo que luchar
Nuestro Antecesor. Entonces podía considerarse todavía sensiblemente único,
con una doctrina definida y bien trabada; pero luego se ha dividido
principalmente en dos partes, las más veces contrarias entre sí y llenas de
odio mutuo, sin que ninguna de las dos reniegue del fundamento propio del
socialismo, contrario a la fe cristiana.
a) La rama más violenta o el comunismo
Una parte del socialismo sufrió un cambio semejante al que indicábamos
respecto a la economía capitalista, y dio en el comunismo; enseña y
pretende, no oculta y disimuladamente, sino clara y abiertamente, y por
todos los medios, aun los más violentos, dos cosas: la lucha de clases
encarnizada y la desaparición completa de la propiedad privada. Para
conseguirlo, nada hay a lo que no se atreva, ni nada que respete, y una vez
conseguido su intento, tan atroz e inhumano se manifiesta, que parece cosa
increíble y monstruosa. Nos lo dicen el estrago y la ruina fatal en que ha
sumido vastísimas regiones de la Europa Oriental y Asia; y que es enemigo
abierto de la Santa Iglesia y del mismo Dios, demasiado, por desgracia, nos
lo han probado los hechos y es de todos bien conocido. Por eso juzgamos
superfluo prevenir a los buenos y fieles hijos de la Iglesia contra el
carácter impío e injusto del comunismo; pero no podemos menos de contemplar
con profundo dolor la incuria de los que parecen despreciar estos inminentes
peligros, y con cierta pasiva desidia permiten que se propaguen por todas
partes doctrinas que destrozarán por la violencia y por la muerte toda la
sociedad. Mayor condenación merece aun la negligencia de quienes descuidan
la supresión o reforma del estado de cosas, que lleva a los pueblos a la
exasperación y prepara el camino a la revolución y ruina de la sociedad.
b) La rama más moderna
1. Conserva el nombre de socialismo
La parte que se ha quedado con el nombre de socialismo es ciertamente más
moderada, ya que no sólo confiesa que debe abstenerse de toda violencia,
sino que aun sin rechazar la lucha de clases y la abolición de la propiedad
privada, las suaviza y modera de alguna manera. Diríase que aterrado por los
principios y consecuencias que se siguen del comunismo, el socialismo se
inclina y en cierto modo avanza hacia las verdades que la tradición
cristiana ha enseñado siempre solemnemente: pues no se puede negar que sus
peticiones se acercan mucho, a veces, a las de quienes desean reformar la
sociedad conforme a los principios cristianos.
2. Se aparta algo de la lucha de clases y de la abolición de la propiedad
La lucha de clases, sin enemistades y odios mutuos, poco a poco se
transforma en una como discusión honesta, fundada en el amor a la justicia;
ciertamente, no es aquella bienaventurada paz social que todos deseamos,
pero puede y debe ser el principio de donde se llegue a la mutua cooperación
de las clases. La misma guerra al dominio privado, restringida más y más, se
atempera de suerte que en definitiva no es la posesión misma de los medios
de producción lo que se ataca, sino el predominio social que contra todo
derecho ha tomado y usurpado la propiedad. Y de hecho, un poder semejante no
pertenece a los que poseen sino a la potestad pública. De este modo se puede
llegar insensiblemente hasta el punto de que estas pretensiones del
socialismo moderado no difieran de los anhelos y peticiones de los que
desean reformar la sociedad humana fundándose en los principios cristianos.
Porque con razón se habla de que cierta categoría de bienes ha de reservarse
al Estado, pues éstos llevan consigo un poder económico tal, que no es
posible permitirlos a los particulares sin daño del Estado.
Estos deseos y demandas justas ya nada contienen contrario a la verdad
cristiana y mucho menos son propios del socialismo. Por tanto, quienes
solamente pretenden eso, no tienen por qué agregarse al socialismo.
c) ¿Hay algún camino intermedio?
Pero no vaya alguno a creer que los partidos o grupos socialistas que no son
comunistas se contenten todos de hecho o de palabra con eso sólo. A lo más
llegan a suavizar en alguna manera la lucha de clases o la abolición de la
propiedad, no a rechazarlas. Ahora bien, esta mitigación y como olvido de
los falsos principios hace surgir, o mejor, a algunos les ha hecho plantear
indebidamente esta cuestión: la conveniencia de suavizar o atemperar los
principios de la verdad cristiana para salir al paso al socialismo y
convenir con él en un camino intermedio. Hay quienes se ilusionan con la
aparente esperanza de que así vendrán a nosotros los socialistas. ¡Vana
esperanza! Los que quieran ser apóstoles entre los socialistas, deben
profesar abierta y sinceramente la verdad cristiana plena e íntegra, sin
connivencia de ninguna clase con el error.
Procuren primeramente, si quieren ser verdaderos anunciadores del Evangelio,
mostrar a los socialistas que sus postulados, en lo que tienen de justos, se
defienden con mayor fuerza desde el campo de los principios de la fe
cristiana, y se promueven más eficazmente por la fuerza de la caridad
cristiana.
Pero, ¿qué decir en el caso en que el socialismo de tal manera modere y
suavice lo tocante a la lucha de clases y a la abolición de la propiedad
privada, que no se le pueda ya reprender nada en estos puntos? ¿Acaso con
ello deja de ser contrario por naturaleza a la religión cristiana? He aquí
una cuestión que deja en duda los ánimos de no pocos. Y son muchos los
católicos que sabiendo perfectamente que nunca pueden abandonarse los
principios católicos ni suprimirse, vuelven sus ojos a esta Santa Sede y
parecen pedir con instancia que resolvamos si ese socialismo está
suficientemente purgado de sus falsas doctrinas, para que sin sacrificar
ningún principio cristiano pueda ser admitido y en cierto modo bautizado.
Para satisfacer, según nuestra paternal solicitud, a estos deseos, decimos:
el socialismo, ya se considere como doctrina, ya como hecho histórico, ya
como acción, si sigue siendo verdaderamente socialismo, aun después de sus
concesiones a la verdad y a la justicia de las que hemos hecho mención, es
incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica; ya que su manera de
concebir la sociedad se opone diametralmente a la verdad cristiana.
1. El socialismo concibe la sociedad y el carácter social del hombre en la
forma más contraria a la verdad cristiana
Según la doctrina cristiana, el hombre, dotado de naturaleza social ha sido
puesto en la tierra para que viviendo en sociedad y bajo una autoridad
ordenada por Dios, cultive y desarrolle plenamente sus facultades para
gloria y alabanza de su Creador; y cumpliendo fielmente los deberes de su
profesión o de su vocación, sea cual fuere, logre la felicidad temporal y
juntamente la eterna. El socialismo, por el contrario, completamente
ignorante y descuidado de tan sublime fin del hombre y de la sociedad,
pretende que la sociedad humana no tiene otro fin que el puro bienestar.
La división ordenada del trabajo es mucho más eficaz para la producción de
los bienes que los esfuerzos aislados de los particulares; de ahí deducen
los socialistas la necesidad de que la actividad económica (en la cual sólo
consideran el fin material) proceda socialmente. Los hombres, dicen ellos,
haciendo honor a esta necesidad real, están obligados a entregarse y
sujetarse totalmente a la sociedad en orden a la producción de los bienes.
Más aún, es tanta la estima que tienen de la posesión del mayor número
posible de bienes con que satisfacer las comodidades de esta vida, que ante
ella deben ceder y aun inmolarse los bienes más elevados del hombre, sin
exceptuar la libertad, en aras de una eficacísima producción de bienes.
Piensan que la abundancia de bienes que ha de recibir cada uno de ese
sistema para emplearlo a su placer en las comodidades y necesidades de la
vida, fácilmente compensa la disminución de la dignidad humana, a la cual se
llega en el procedo socializado de la producción. Una sociedad, cual la ve
el socialismo, por una parte no puede existir ni concebirse sin grande
violencia, y por otra, entroniza una falsa licencia, puesto que en ella no
existe verdadera autoridad social; ésta, en efecto, no puede basarse en las
ventajas materiales y temporales, sino que procede de Dios, Creador y último
fin de todas las cosas.
2. Católico y socialista se contradicen
Si acaso el socialismo, como todos los errores, tiene una parte de verdad
(lo cual nunca han negado los Sumos Pontífices), el concepto de la sociedad
que le es característico y sobre el cual descansa, es inconciliable con el
verdadero cristianismo. Socialismo religioso y socialismo cristiano son
términos contradictorios; nadie puede al mismo tiempo ser buen católico y
socialista verdadero.
d) Socialismo educador
Todo esto, que hemos recordado y confirmado solemnemente con Nuestra
autoridad, se debe aplicar de la misma suerte a una nueva forma de
socialismo hasta ahora poco conocida, que actualmente, sin embargo, se va
propagando por muchas agrupaciones socialistas. Su primera preocupación es
educar los espíritus y las costumbres; ante todo intenta atraer, bajo capa
de amistad, a los niños para arrastrarlos consigo, pero se extiende también
a toda clase de hombres con el intento de formar finalmente al "hombre
socialista" en el cual se apoye la sociedad formada según los principios
socialistas.
Hemos tratado largamente en Nuestra Encíclica "Divini illius Magistri", de
los principios en que se funda y los fines que persigue la pedagogía
cristiana, y es tan evidente y claro cuánto pugna con esas enseñanzas lo que
hace y pretende el socialismo educador, que podemos dispensarnos de
declararlo. Sin embargo, parece que ignoran o ponderan poco los gravísimos
peligros que trae consigo ese socialismo, quienes nada hacen por resistir a
ellos con la energía y celo que la gravedad del asunto reclama. Nuestro
deber pastoral nos obliga a avisar a éstos de la inminencia del gravísimo
mal: acuérdense todos de que el padre de ese socialismo educador es el
liberalismo, y su heredero, el bolchevismo.
e) Católicos pasados al socialismo
Por tanto, Venerables Hermanos, podéis comprender con cuánto dolor vemos
que, sobre todo en algunas regiones, no pocos hijos Nuestros, de quienes no
podemos persuadirnos que hayan abandonado la verdadera fe y perdido su buena
voluntad, dejan el campo de la Iglesia y vuelan a engrosar las filas del
socialismo: unos, que abiertamente se glorían del nombre de socialistas y
profesan su fe socialista; otros, que por indiferencia, o tal vez con
repugnancia, dan su nombre a asociaciones cuya ideología o hechos se
muestran socialistas.
Angustiados por nuestra paternal solicitud, estamos examinando e
investigando los motivos que los han llevado tan lejos, y nos parece oír lo
que muchos de ellos responden en son de excusa: que la Iglesia y los que se
dicen adictos a la Iglesia, favorecen a los ricos, desprecian a los obreros,
no tienen cuidado ninguno de ellos, y que por eso tuvieron que pasarse a las
filas de los socialistas y alistarse en ellas para poder mirar por sí.
Es, en verdad lamentable, Venerables Hermanos, que haya habido y aun ahora
haya quienes, llamándose católicos, apenas se acuerdan de la sublime ley de
la justicia y de la caridad, en virtud de la cual nos está mandado no sólo
dar a cada uno lo que el pertenece, sino también socorrer a nuestros
hermanos necesitados, como a Cristo mismo; esos tales, y esto es más grave,
no temen oprimir a los obreros por espíritu de lucro. Hay, además, quienes
abusan de la misma religión y se cubren con su nombre, en sus exacciones
injustas, para defenderse de las reclamaciones completamente justas de los
obreros. No cesaremos nunca de condenar semejante conducta; esos hombres son
la causa de que la Iglesia, inmerecidamente, haya podido tener la apariencia
y ser acusada de inclinarse de parte de los ricos, sin conmoverse ante las
necesidades y estrecheces de quienes se encontraban como desheredados de su
parte de bienestar en esta vida. La historia entera de la Iglesia claramente
prueba que esa apariencia y esa acusación son inmerecidas e injustas; la
misma Encíclica cuyo aniversario celebramos, es un testimonio elocuente de
la suma injusticia con que tales calumnias y contumelias se han lanzado
contra la Iglesia y su doctrina.
Invitación a que vuelvan
Aunque afligidos por la injuria y oprimidos por el dolor paterno, lejos
estamos de rechazar a los hijos miserablemente engañados, y tan apartados de
la verdad y de la salvación; antes, por el contrario, con la mayor solicitud
que podemos, los invitamos a que vuelvan al seno maternal de la Iglesia.
¡Ojalá quieran dar oídos a Nuestra voz! ¡Ojalá vuelvan a la casa paterna de
donde salieron, y perseveren en ella, en el lugar que les pertenece, a
saber, entre las filas de los que siguiendo con cuidado los avisos
promulgados por León XIII y renovados solemnemente por Nos, procuran
restaurar la sociedad según el espíritu de la Iglesia, afianzando la
justicia social y la caridad social. Persuádanse que en ninguna otra parte
de la tierra podrán hallar más completa felicidad, sino en la casa de Aquél
que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que con su pobreza
llegásemos nosotros a ser ricos, que fue pobre y estuvo entregado al trabajo
desde su juventud, que invita a Sí "a todos los agobiados con trabajos y
cargas para confortarlos" plenamente en el amor de su corazón, y que
finalmente, sin acepción de personas, exigirá más a aquellos a quienes dio
más y "premiará a cada cual conforme a sus obras".
3. LA REFORMA DE LAS COSTUMBRES
Pero si consideramos este asunto más diligente e íntimamente, descubriremos
con claridad que a esta restauración social tan deseada debe preceder la
renovación profunda del espíritu cristiano, del cual se han apartado
desgraciadamente tantos hombres dedicados a la economía; de lo contrario,
todos los esfuerzos serían estériles y el edificio se asentaría no sobre
roca, sino sobre arena movediza.
En realidad, el examen que hemos hecho de la economía moderna, Venerables
Hermanos, y amados Hijos, nos la ha mostrado cargada de gravísimos defectos.
Hemos llamado de nuevo a juicio al comunismo y al socialismo, y hemos
encontrado que todas sus formas, aun las más suaves, están muy lejos de los
preceptos evangélicos.
"Por lo tanto -usamos palabras de Nuestro Predecesor- si se quiere sanara la
sociedad humana, la sanará tan sólo el retorno a la vida y a las
instituciones cristianas". Ya que sólo eso puede traer el remedio eficaz a
la solicitud excesiva por las cosas caducas, que es el origen de todos los
vicios; sólo esto puede hacer que la vista fascinada de los hombres, fija en
las cosas mudables de la tierra, se separe de ellas y se vuelva a los
cielos. Y ¿quién negará que éste es el remedio que más necesita hoy el
género humano?
a) El mayor desorden del presente régimen: la ruina de las almas
Todos casi únicamente se impresionan con las perturbaciones, calamidades y
ruinas temporales. Y ¿qué es todo esto, mirándolo con ojos cristianos, como
es razón, comparado con la ruina de las almas? Sin embargo, se puede decir
sin temeridad que las condiciones de la vida social y económica son tales,
que una gran parte de los hombres encuentra las mayores dificultades para
atender a lo único necesario, a la salvación eterna.
Pastores y defensores de tan innumerables ovejas hemos sido constituidos por
el Príncipe de los Pastores, que las redimió con su sangre, y no podemos
contemplar sin lágrimas en los ojos tan inmensa desgracia; más aun,
conscientes del oficio pastoral e impulsados por la solicitud paterna
meditamos continuamente cómo podremos ayudarlas, recurriendo también al
incansable empeño de quienes por justicia o por caridad se interesan por
ellas. ¿Qué aprovecharía a los hombres hacerse hábiles para ganar aun el
mundo entero por medio de un uso más sabio de las riquezas, si se condenasen
las almas? ¿De qué sirve mostrarles los principios seguros de la economía,
si arrebatados por una sórdida y desenfrenada codicia se entregan con tal
ardor a sus cosas, que "oyendo los mandamientos del Señor hacen todo lo
contrario?".
b) Causas de este mal
Las pasiones desordenadas del alma, triste consecuencia del pecado original,
son la raíz y al mismo tiempo la fuente del alejamiento de la ley cristiana
en las cosas sociales y económicas, y de consiguiente apostasía de la fe
católica de muchos obreros. El pecado original, en efecto, deshizo de tal
modo la concordia admirable que existía entre las facultades humanas, que el
hombre fácilmente arrastrado por las malas codicias se siente vehementemente
incitado a anteponer los bienes caducos de este mundo a los celestiales y
duraderos. De aquí esta sed insaciable de riquezas y bienes temporales que
en todos los tiempos ha empujado a los hombres a infringir las leyes de Dios
y conculcar los derechos del prójimo, pero que en la organización moderna de
la economía prepara lazos más numerosos a la fragilidad humana. La
inestabilidad propia de la vida económica y sobre todo su complejidad,
exigen de los que se han entregado a ella una actividad absorbente y asidua.
En algunos se han embotado los estímulos de la conciencia hasta llegar a la
persuasión de que les es lícito aumentar sus ganancias de cualquier manera y
defender por todos los medios las riquezas acumuladas con tanto esfuerzo y
trabajo contra los repentinos reveses de la fortuna. Las fáciles ganancias
que la anarquía del mercado ofrece a todos, incita a muchos al cambio de las
mercancías con el único anhelo de llegar rápidamente a la fortuna con el
menor esfuerzo; su desenfrenada especulación hace aumentar y disminuir
incesantemente, a la medida de su capricho y avaricia, el precio de las
mercaderías para echar por tierra con sus frecuentes alternativas las
previsiones de los fabricantes prudentes. Las disposiciones jurídicas
destinadas a favorecer la colaboración de los capitales, dividiendo la
responsabilidad y limitando los riesgos, han sido muchas veces la ocasión de
los excesos más reprensibles; vemos en efecto, las responsabilidades
disminuidas hasta el punto de no impresionar sino ligeramente a las almas;
bajo capa de una designación colectiva se cometen las injusticias y fraudes
más condenables: los que gobiernan los grupos económicos, despreciando sus
compromisos, traicionan los derechos de aquellos que les confiaron la
administración de sus ahorros. Finalmente, hay que señalar a estos hombres
astutos que, despreciando las utilidades honestas de su propia profesión, no
temen poner acicates a los caprichos de sus clientes y después de excitados
aprovecharlos para su propio lucro.
Corregir estos gravísimos inconvenientes, y aun prevenirlos, era propio de
una severa disciplina de las costumbres, mantenida firmemente por la
autoridad pública, pero desgraciadamente faltó muchísimas veces. Los
gérmenes del nuevo régimen económico aparecieron por primera vez cuando los
errores racionalistas entraban y arraigaban en los entendimientos, y con
ellos pronto nació una conciencia económica distanciada de la verdadera ley
moral, y que por lo mismo dejaba libre paso a las concupiscencias humanas.
Con esto creció mucho el número de los que ya no cuidaban sino de aumentar
sus riquezas de cualquier manera, buscándose a sí mismos sobre todo y ante
todo, sin que nada les remordiese la conciencia, aun los mayores delitos
contra el prójimo. Los primeros que entraron por este ancho camino, que
lleva a la perdición, fácilmente encontraron muchos imitadores de su
iniquidad, gracias al ejemplo de su aparente éxito, o con la inmoderada
pompa de sus riquezas, o mofándose de la conciencia de los demás como si
fuera víctima de vanos escrúpulos, o pisoteando a sus más timoratos
competidores.
Era natural que, marchando los directores de la economía por camino tan
alejado de la rectitud, el vulgo de los obreros se precipitara a menudo por
el mismo abismo; tanto más que muchos de los patronos utilizaron a los
obreros como meros instrumentos, sin preocuparse nada de sus almas, sin
pensar siquiera en sus intereses superiores. En verdad, el ánimo se
horroriza al ponderar los gravísimos peligros a que están expuestos, en las
fábricas modernas, la moralidad de los obreros (principalmente jóvenes) y el
pudor de las doncellas y demás mujeres; al pensar cuán frecuentemente el
régimen moderno del trabajo, y principalmente las irracionales condiciones
de habitación crean obstáculos a la unión e intimidad de la vida familiar;
al recordar, tantos y tan grandes impedimentos, que se oponen a la
santificación de las fiestas; al considerar cómo se debilita universalmente
el sentido verdaderamente cristiano, que aun a los hombres indoctos y rudos
enseñaba a elevarse a tan altos ideales, suplantados hoy por el único afán
de procurarse por cualquier medio el sustento cotidiano. Así, el trabajo
corporal que estaba destinado por Dios, aun después del pecado original, a
labrar el bienestar material y espiritual del hombre, se convierte a cada
paso en instrumento de la perversión: la materia inerte sale de la fábrica
ennoblecida, mientras los hombres en ella se corrompen y degradan.
4. REMEDIOS
a) La cristianización de la vida económica
Ningún remedio eficaz se puede poner a tan lamentable estrago de las almas,
y mientras perdure éste será inútil todo afán de regeneración social, si no
vuelven los hombres franca y sinceramente a la doctrina evangélica, es
decir, a los preceptos de Aquel, que sólo tiene palabras de vida eterna,
palabras que, aun pasando el cielo y la tierra, nunca han de pasar. Los
verdaderos conocedores de la ciencia social piden insistentemente una
reforma asentada en normas racionales, que conduzcan la vida económica a un
régimen sano y recto. Pero ese régimen, que también Nos deseamos con
vehemencia y favorecemos intensamente, será incompleto e imperfecto si todas
las formas de la actividad humana no se ponen de acuerdo para imitar y
realizar, en cuanto es posible a los hombres, la admirable unidad del divino
designio. Este régimen perfecto, que con fuerza y energía proclaman la
Iglesia y la misma recta razón humana, exige que todas las cosas vayan
dirigidas a Dios, como primero y supremo término de la actividad de toda
criatura, y que los bienes creados, cualesquiera que sean, se consideren
como meros instrumentos dependientes de Dios, que en tanto deben usarse, en
cuanto conducen al logro de ese supremo fin. Lejos de nosotros tener en
menos las profesiones lucrativas o considerarlas como menos conformes con la
dignidad humana; al contrario, la verdad nos enseña a reconocer en ellas,
con veneración, la voluntad clara del divino Hacedor, que puso al hombre en
la tierra para que la trabajara e hiciera servir a sus múltiples
necesidades. Tampoco está prohibido a los que se dedican a la producción de
bienes aumentar su fortuna justamente; antes es equitativo que al que sirve
a la comunidad y aumenta su riqueza, se aproveche asimismo del crecimiento
del bien común conforme a su condición, con tal que se guarde el respeto
debido a las leyes de Dios, queden ilesos los derechos de los demás, y en el
uso de los bienes se sigan las normas de la fe y de la recta razón. Si
todos, en todas partes y siempre observan esta ley, pronto volverán a los
límites de la equidad y de la justa distribución no sólo la producción y
adquisición de las cosas, sino también el consumo de las riquezas, que hoy
con frecuencia tan desordenado se nos ofrece; al egoísmo, que es la mancha y
el gran pecado de nuestros días, sustituirá en la práctica y en los hechos
la ley suavísima, pero a la vez eficacísima de la moderación cristiana, que
manda al hombre buscar primero el reino de Dios y su justicia, porque sabe
ciertamente por la segura promesa de la liberalidad divina que los bienes
temporales le serán "dados por añadidura en la medida que le hicieren
falta".
b) El oficio y la ley de la caridad
Mas, para asegurar estas reformas, es menester que a la ley de la justicia
se una la ley de la caridad "que es vínculo de perfección". ¡Cómo se engañan
los reformadores incautos, que desprecian soberbiamente la ley de la
caridad, porque sólo se cuidan de hacer observar la justicia conmutativa!
Ciertamente, la caridad no debe considerarse como una sustitución de los
deberes de justicia que injustamente dejan de cumplirse. Pero, aun
suponiendo que cada uno de los hombres obtenga todo aquello a que tiene
derecho, siempre queda para la caridad un campo dilatadísimo. La justicia
sola, aun observada puntualmente, puede, es verdad, hacer desaparecer la
causa de las luchas sociales, pero nunca unir los corazones y enlazar los
ánimos. Ahora bien, todas las instituciones destinadas a consolidar la paz y
promover la colaboración social, por bien concebidas que parezcan, reciben
su principal firmeza del mutuo vínculo espiritual, que une a los miembros
entre sí: cuando falta ese lazo de unión, la experiencia demuestra que las
fórmulas más perfectas no tienen éxito alguno. La verdadera unión de todos
en aras del bien común sólo se alcanza cuando todas las partes de la
sociedad sienten íntimamente que son miembros de una gran familia e hijos
del mismo Padre celestial, más aún, un solo cuerpo en Cristo, "siendo todos
recíprocamente miembros los unos de los otros", por donde "si un miembro
padece, todos los miembros se compadecen". Entonces los ricos y demás
directores cambiarán su indiferencia habitual hacia los hermanos más pobres
en un amor solícito y activo, y recibirán con corazón abierto sus peticiones
justas, y perdonarán de corazón sus posibles culpas y errores. Por su parte,
los obreros depondrán sinceramente ese sentimiento en odio y envidia, de que
tan hábilmente abusan los propagadores de la lucha social, y aceptarán sin
molestia el puesto que les ha señalado la divina Providencia en la sociedad
humana, o mejor dicho, lo estimarán mucho, bien persuadidos de que colaboran
útil y honrosamente al bien común de cada uno según su propio grado y
oficio, y que siguen así de cerca las huellas de Aquel que, siendo Dios,
quiso ser entre los hombres, obrero, y aparecer como hijo de obrero.
c) La restauración cristiana es una ardua empresa
De esta nueva difusión por el mundo del espíritu evangélico, que es
"espíritu de moderación cristiana y caridad universal", confiamos que saldrá
la tan deseada total restauración en Cristo de la sociedad humana y la "Paz
de Cristo en el Reino de Cristo"; a ese fin resolvimos y firmemente
propusimos desde el principio de Nuestro Pontificado consagrar todo Nuestro
cuidado y solicitud pastoral; también vosotros Venerables Hermanos, que por
mandato del Espíritu Santo regís, con Nos la Iglesia de Dios,
incansablemente colaboráis con muy laudable celo a este mismo fin, tan
capital y hoy más necesario que nunca, en todas las partes de la tierra, aun
en las regiones de las sagradas Misiones entre infieles. Merecéis, pues,
toda alabanza, así como todos esos valiosos cooperadores, clérigos y
seglares, que nos alegran al verlos participar con vosotros en los afanes
cotidianos de esta gran obra. Son nuestros amados Hijos inscritos en la
Acción Católica y comparten con Nos de manera especial el cuidado de la
cuestión social, en cuanto compete y toca a la Iglesia por su misma
institución divina. A todos ellos exhortamos una y otra vez en el Señor, a
que no perdonen trabajos, ni se dejen vencer por dificultad alguna, sino que
cada día se hagan más esforzados y valientes. Ciertamente, es muy arduo el
trabajo que les proponemos; conocemos muy bien los muchos obstáculos e
impedimentos que se oponen por ambas partes, en las clases superiores y en
las inferiores de la sociedad, y que hay que vencer. Pero no se desalienten:
de cristianos es afrontar ásperas batallas, de quienes como buenos soldados
de Cristo le siguen más de cerca, soportar los más pesados trabajos.
Confiados únicamente en el auxilio omnipotente de Aquel "que quiere que
todos los hombres se salven", procuremos ayudar con todas nuestras fuerzas a
aquellas pobres almas alejadas de Dios y enseñémoslas a separarse de los
excesivos cuidados temporales y aspirar confiadamente hacia las cosas
eternas. A veces se obtendrá esto más fácilmente de lo que a primera vista
pudiera esperarse. Puesto que, si en el fondo aun del hombre más perdido se
esconden, como brasas debajo de la ceniza, fuerzas espirituales admirables,
testimonios indudables del alma naturalmente cristiana, ¡cuánto más en los
corazones de aquéllos, y son los más, que han ido al error más bien por
ignorancia o por las circunstancias exteriores!
Por lo demás, señales llenas de esperanza de una renovación social son esas
falanges obreras, entre las cuales con increíble gozo de Nuestra alma, vemos
alistarse aun, nutridos grupos de obreros, que reciben obsequiosamente los
consejos de la divina gracia y tratan de ganar para Cristo con increíble
celo a sus compañeros. No menor alabanza merecen los jefes de las
asociaciones obreras que, sin cuidarse de sus propias utilidades y
atendiendo solamente al bien de los asociados, tratan de acomodar
prudentemente con la prosperidad de su profesión, sus justas peticiones y de
promoverlas, y no se acobardan en tan noble empresa por ningún impedimento
ni sospecha. También hacen concebir alegres esperanzas de que han de
dedicarse por completo a la obra de restauración social, esos numerosos
jóvenes que por su talento o sus riquezas tendrán puesto preeminente entre
las clases superiores de la sociedad y estudian las cuestiones sociales con
intenso fervor.
d) El camino que se debe seguir
El camino por donde se debe marchar, Venerables Hermanos, está señalado por
las presentes circunstancias. Como en otras épocas de la historia de la
Iglesia, hemos de enfrentarnos con un mundo que en gran parte ha recaído en
el paganismo. Si han de volver a Cristo esas clases de hombres que le han
negado, es necesario escoger de entre ellos mismos y formar los soldados
auxiliares de la Iglesia, que los conozcan bien y entiendan sus pensamientos
y deseos, y puedan penetrar en sus corazones suavemente con una caridad
fraternal. "Los primeros e inmediatos apóstoles de los obreros han de ser
obreros; los apóstoles del mundo industrial, y comercial, han de ser
industriales y comerciantes".
Buscar con afán estos apóstoles seglares, tanto obreros como patronos,
elegirlos prudentemente, educarlos e instruirlos convenientemente, os toca
principalmente a vosotros, Venerables Hermanos, y a vuestro clero. A los
sacerdotes les aguarda un delicado oficio: que se preparen, pues, con
estudio profundo de la cuestión social, los que forman la esperanza de la
Iglesia. Mas aquellos a quienes especialmente vais a confiar este oficio, es
del todo necesario que revelen ciertas cualidades; que tengan tan exquisito
sentido de la justicia, que se opongan con constancia completamente varonil
a las peticiones exorbitantes y a las injusticias, de donde quiera que
vengan; que se distingan por su discreción y prudencia, alejada de cualquier
exageración; y que sobre todo estén íntimamente penetrados de la caridad de
Cristo, porque es la única que puede reducir con suavidad y fortaleza las
voluntades y corazones de los hombres a las leyes de la justicia y de la
equidad. No dudemos en marchar con todo ardor por este camino, más de una
vez comprobado por el éxito feliz.
A Nuestros muy amados Hijos elegidos para tan grande obra les recomendamos
con todo ahínco en el Señor, que se entreguen totalmente a educar a los
hombres que se les ha confiado, y que en ese oficio verdaderamente
sacerdotal y apostólico usen oportunamente de todos los medios más eficaces
de la educación cristiana: enseñar a los jóvenes, instituir asociaciones
cristianas, fundar círculos de estudio conforme a las enseñanzas de la fe.
En primer lugar estimen mucho y apliquen frecuentemente para bien de sus
alumnos aquel instrumento preciosísimo de renovación privada y social, que
son los Ejercicios Espirituales, como dijimos en nuestra Encíclica "Mens
Nostra". En ella hemos recordado explícitamente y recomendado con
insistencia, además de los Ejercicios para todos los seglares, los Retiros
de especial utilidad para los obreros. En esa escuela del espíritu no sólo
se forman óptimos cristianos, sino también verdaderos apóstoles para todas
las condiciones de vida, inflamados en el fuego del Corazón de Cristo. De
esa escuela saldrán como los Apóstoles del Cenáculo de Jerusalén, fortísimos
en la fe, armados de una constancia invencible en medio de las
persecuciones, abrasados en el celo, sin otro ideal que propagar por
doquiera el Reino de Cristo.
Y ciertamente, hoy más que nunca hacen falta valientes soldados de Cristo,
que con todas sus fuerzas trabajen para preservar la familia humana de la
ruina espantosa en que caería, si por el desprecio de las doctrinas del
Evangelio se dejara triunfar un estado de cosas que pisotea las leyes de la
naturaleza no menos que las de Dios. La Iglesia de Cristo nada teme por sí,
pues está edificada sobre la piedra inconmovible, y bien sabe que las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella; tiene, además, en su mano
la prueba que la experiencia de tantos siglos proporciona: de las
tempestades más violentas ha salido siempre más fuerte y coronada de nuevos
triunfos. Pero su materno corazón no puede menos de conmoverse ante los
males sin cuento, que estas tempestades acarrearían a miles de hombres, y
sobre todo ante los gravísimos daños espirituales que de ahí resultarían y
llevarían a la ruina tantas almas redimidas por la sangre de Cristo.
Nada debe quedar por hacer para apartar a la sociedad de tan graves males;
tienden a eso nuestros trabajos, nuestros esfuerzos, nuestras continuas y
fervientes oraciones a Dios, puesto que, con el auxilio de la gracia divina,
en nuestras manos está la suerte de la familia humana.
No permitamos, Venerables Hermanos y amados Hijos, que los hijos de este
siglo entre sí parezcan más prudentes que nosotros, que por divina bondad
somos hijos de la luz. Los hemos visto escogiendo con suma sagacidad activos
adeptos, y formándolos para esparcir errores de día en día más extensamente
entre todas las clases y en todos los puntos de la tierra. Siempre que
tratan de atacar con más vehemencia a la Iglesia de Cristo, los vemos
acallar sus internas diferencias, formar en la mayor concordia un solo
frente de batalla, y trabajar con todas sus fuerzas unidas para alcanzar el
fin común.
e) Consejos de estrecha unión y cooperación
Pues bien, nadie en verdad ignora el celo incansable de los católicos, que
tantas y tan grandes batallas sostienen por doquier, lo mismo en obras del
bien social y económico, que en materia de escuelas y religión. Pero esta
acción laboriosa y admirable es en no pocas ocasiones menos eficaz porque
las fuerzas se dispersan demasiado. Únanse, pues, todos los hombres de buena
voluntad, cuantos quieren combatir bajo la dirección de los Pastores de la
Iglesia la batalla del bien y de la paz de Cristo; todos bajo la guía y el
magisterio de la Iglesia, según el talento, fuerzas o condición de cada uno,
se esfuercen en contribuir de alguna manera a la cristiana restauración de
la sociedad, que León XIII auguró en su inmortal Encíclica "Rerum Novarum";
no se busquen a sí, ni sus propios intereses, sino los de Jesucristo; no
pretendan imponer sus propios pareceres sino estén dispuestos a deponerlos,
por buenos que parezcan, si el bien común lo exige; para que en todo y sobre
todo Cristo reine, Cristo impere, a quien se debe el honor, la gloria y el
poder para siempre.
Y para que esto suceda felizmente, a todos vosotros, Venerables Hermanos y
amados Hijos, miembros todos de la inmensa familia católica a Nos confiada,
pero con particular afecto de Nuestro corazón a los obreros y demás
trabajadores manuales, que habéis sido más vivamente encomendados a Nos por
la divina Providencia, como también a los patronos y jefes de trabajo
cristianos, os damos con ánimo paternal la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de Mayo de 1931, de Nuestro
Pontificado el año décimo.