Lumen fidei - La Luz de la Fe: Presentación por Mons. Gerhard Ludwig Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
En las meditaciones que el Santo Padre ofrece diariamente, con frecuencia se
afirma que "todo es gracia". Esta afirmación, que de frente a la complejidad
y contradicciones de la vida, puede parecer a alguien ingenua o abstracta,
es en cambio una invitación a reconocer que la dimensión ultima de la
realidad es de signo positivo.
Esta verdad es justamente aquello que quiere poner de relieve la carta
encíclica Lumen fidei: la luz que proviene de la fe, de la revelación de
Dios en Jesucristo y en su Espíritu, ilumina la profundidad de la realidad y
nos ayuda a reconocer que ella lleva inscripta en sí misma los signos
indelebles de la bondadosa iniciativa de Dios. Gracias a la luz que viene de
Dios, la fe puede iluminar "todo el trayecto del camino" (n.1), "toda la
existencia del hombre" (n.4). Ella "no nos separa de la realidad, sino nos
permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este
mundo y cómo lo orienta incesantemente hacia sí" (n. 18).
Este es el mensaje central de la carta encíclica, que retoma algunos temas
particularmente queridos por Benedicto XVI. "Estas consideraciones sobre la
fe – escribe el Papa Francisco – en línea con todo lo que el Magisterio de
la Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal, pretenden sumarse a lo
que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la
caridad y la esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera
redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y,
en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto
algunas aportaciones." (n. 7).
El hecho de que el presente texto haya sido escrito, por así decir, con la
mano de dos pontífices, es una circunstancia feliz. Quien lo lea, podrá
inmediatamente notar, más allá de las diferencias de estilo, sensibilidad y
acentos, la sustancial continuidad del mensaje del Papa Francisco con el
magisterio de Benedicto XVI.
En el origen de todo se encuentra Dios. La fe en Dios es justamente
reconocer este hecho, que dilata la razón y el corazón del hombre, amplía
sus horizontes, y lo hace siempre más cercano a los demás, mientras se le
abre las puertas de una existencia vivida finalmente a la altura de su
dignidad. Debemos reconocerlo: todas las veces que no pensamos, obramos y
amamos para que actúe la fe en Dios, no contribuimos a edificar un mundo más
humano. Por el contrario, frecuentemente damos uno contra testimonio de Dios
y desfiguramos el rostro de la Iglesia.
En la fe viva en Dios, dentro de la cual nos introduce su Hijo Unigénito,
Jesucristo, mediante su Espíritu, se encuentra nuestra mayor fuente de
reservas. A partir de aquí, se levanta o cae todo tentativo de reforma, y
esto, no solamente en la Iglesia, porque a este nivel de cosas está en juego
un don que la Iglesia no puede guardarse sólo para sí. La fe y la vida de la
gracia que la Iglesia nos ofrece, es de hecho un tesoro de bien y de verdad
que toca a cada hombres, porque todos están llamados a vivir en amistad con
Dios y a descubrir los horizontes de libertad que se abren a quien se deja
tomar de la mano por Él.
La fe en Dios que nos revela a Jesucristo es la verdadera "roca" sobre la
cual el hombre está llamado edificar su vida y la del mundo. Se trata de un
don que nunca puede ser considerado "como un hecho descontado", sino que
debe ser continuamente "alimentado y robustecido" (n. 6).
Gracias a la fe podemos reconocer que cada día se nos ofrece un "grande
Amor", un amor que " nos transforma, ilumina el camino y hace crecer en
nosotros las alas de la esperanza para poder recorrerlo con alegría" (n. 7).
Gracias a la fe, podemos mirar con realismo el futuro y, llenos de
confianza, cuidar que nadie nos "robe la esperanza", como repite
continuamente el Papa Francisco. Fe, esperanza y amor, "en una admirable
urdimbre", constituyen el dinamismo de la vida del hombre que se abre a los
dones que provienen de Dios (cf. n. 7).
La carta encíclica Lumen fidei afirma estas verdades, dividiendo las
temáticas en cuatro partes, que podemos considerar como cuatro cuadros de
una única grande "pintura".
En la primera parte, a partir de la fe de Abraham, que presenta al hombre
reconociendo en la voz de Dios "una llamada profunda, inscrita desde siempre
en su corazón " (n. 11), se pasa a la fe del pueblo de Israel. La historia
de la fe de Israel, a su vez, es un continuo pasaje de la "tentación de la
incredulidad" (n. 13) y la adoración de los ídolos, "obras de las manos del
hombre", a la confesión "de los beneficios de Dios y al cumplimiento
progresivo de sus promesas (n. 12). Se llega así a la historia de Jesús,
compendio de la salvación, en quien todas las líneas de la historia de
Israel se unen y concentran.
Con Jesús podemos decir definitivamente que "hemos conocido y creído al amor
que Dios tiene por nosotros" (1 Jn. 4,16), porque Él es "la manifestación
plena de la fiabilidad de Dios" (n.15). Con Él la fe alcanza su plenitud.
Ella implica reconocer que Dios no ha permanecido lejos, en su cielo
inalcanzable, sino que ha querido que se lo pueda encontrar en Jesucristo,
muerto y resucitado, presente en medio de nosotros.
Siguiendo a Jesús, toda la existencia del hombre se transforma gracias a la
fe. El "yo", la personalidad de quien cree, abriéndose al amor originario
que le es ofrecido en la fe (cf. n.21), se dilata y "se convierte en
existencia eclesial" (n. 22). Abriéndonos a la comunión con los hermanos y
las hermanas, la fe no nos reduce a "mera pieza de un grande engranaje" (n.
22), sino que además "cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser" (n.
22). "
El que cree, aceptando el don de la fe, es transformado en una criatura
nueva, recibe un nuevo ser" (n. 19), y la fe se convierten en una auténtica
"luz" que invita a dejarse transformar siempre de nuevo por la llamada de
Dios. "la fe, sin verdad, no salva… se queda en una bella fábula… se reduce
a un sentimiento hermoso" (n .24).
En la segunda parte, la encíclica pone la verdad como una cuestione que se
coloca "en el centro de la fe" (n. 23). La fe es un evento cognoscitivo
relacionado con el conocimiento de la realidad: "sin la verdad, la fe no
salva… permanece una hermosa fábula… o se reduce a un bello sentimiento" (n.
24).
La pregunta por la verdad y el compromiso de buscarla no pueden evitarse,
del mismo modo que, en la búsqueda de la verdad, no puede excluirse a priori
la contribución de las mayores tradiciones religiosas, sobre todo en lo que
se refiere a las grandes verdades de la existencia humana.
En este sentido, ¿qué aporte ofrece la fe en Jesucristo? La fe, abriéndonos
al amor que viene de Dios, transforma nuestro modo de ver las cosas "en
cuanto el mismo amor trae una luz" (n. 26). Aun cuando el hombre moderno no
parece creer que la cuestión del amor tenga relación con la verdad, habiendo
sido relegado al esfera del sentimiento, "amor y verdad no se pueden
separar" (n. 27).
El amor es auténtico cuando nos une a la verdad, mientras la verdad nos
atrae a ella con la fuerza del amor. "Este descubrimiento del amor como
fuente de conocimiento, que pertenece a la experiencia originaria de cada
hombre", nos es testimoniada justamente "por la concepción bíblica de la fe"
(n. 28) y constituye uno de los énfasis más bellos e importantes de esta
Encíclica.
El hecho de que la fe atañe al conocimiento y esté vinculada a la verdad,
hace que Tomás de Aquino hable de oculata fides, es decir, de la fe como
evento que toca el"ver" (cf. n. 30). La fe se relaciona al acto de escuchar,
pero no en forma exclusiva, porque ella es también un "camino de la mirada"
(n. 30) que busca y reconoce la verdad; un camino en el que "fe y razón se
refuerzan mutuamente" (n.32). Por otra parte ya Agustín de Hipona había
"descubierto que todas las cosas tienen en sí una transparencia" y pueden
"reflejar la bondad de Dios, el Bien" (n. 33). La fe nos ayuda por tanto a
alcanzar en profundidad los fundamentos de la realidad.
En ese sentido, se puede comprender el nivel en el cual la luz de la fe
puede "iluminar los interrogativos de nuestro tiempo en cuanto a la verdad"
(n.34), es decir las grandes preguntas que surgen en el corazón humano
frente a la totalidad de la realidad, sea en relación a su belleza que a sus
aspectos dramáticos. La verdad a que nos introduce la fe está vinculada con
el amor y proviene del amor. No es una verdad que atemoriza, porque no se
impone con la violencia sino que busca convencernos en la profundidad de
nuestro ser: fortiter ac suaviter al mismo tiempo.
Por esto la encíclica no teme afirmar que "la fe ensancha los horizontes de
la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta" (n. 34), tanto a los
estudios de la ciencia como a la investigación del hombre sinceramente
religioso. Es justamente la fe la que nos revela que quien se pone en camino
para buscar la verdad y el bien "se acerca a Dios" y es "sostenido por su
Él" (n. 35) aunque no lo sepa.
No me detengo a resumir la tercera y cuarta parte de la Encíclica, pero
quisiera llamarles la atención, en el breve tiempo que tengo, sobre algunos
puntos que creo particularmente relevantes. Antes que nada acerca del lugar
genético de la fe. Ella es un evento que toca íntimamente la persona, pero
no cierra el "yo" en un aislado y aislante "tú a tú" con Dios. De hecho, la
fe "nace de un encuentro que se produce en la historia" (n. 38) y "se
transmite… por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra
llama (n. 37).
La fe ocurre siempre en el interior de una trama de relaciones que nos
precede y nos excede, en un "nosotros" que nos invita a salir de la soledad
de nuestro "yo" para ponernos en un horizonte, en un ámbito siempre más
grande; en un diálogo y en un camino que no terminan jamás. La misma forma
dialogada que ha dado lugar a nuestro credo documenta este hecho y este
movimiento que nos colocan en el interior del "nosotros" eclesial, del nuevo
sujeto al que pertenecemos a través de la fe.
La Iglesia es el lugar dentro del cual este movimiento de la persona, que
nace a partir de la fe vivida, se radica para ser nuevamente lanzado una y
otra vez, abriéndonos a Dios y a los demás, y convirtiéndose en una nueva
Weltanschauung (Cosmovisión), una peculiar visión del mundo: es de hecho,
según la hermosa cita de Romano Guardini, "la portadora histórica de la
visión integral de Cristo sobre el mundo" (n. 22).
La Iglesia es el lugar donde nace la fe y se convierte en experiencia que se
puede comunicar, es decir testimoniar en modo razonable y por lo tanto
confiable: "lo que se comunica en la Iglesia… es la luz nueva que nace del
encuentro con el Dios vivo" (n. 40).
La Iglesia hace justamente posible este encuentro con el Dios viviente,
permitiendo que la fe sea un testimonio creíble. Vehículo y signo eficaz de
este encuentro "son los sacramentos, celebrados en la liturgia de la
Iglesia" (n.40). Por eso la Encíclica afirma que "la fe tiene una estructura
sacramental" (n. 40).
Desde aquí se comprende bien la naturaleza del movimiento inherente a la fe:
a partir de las cosas visibles y materiales ella nos mueve "al misterio
[invisible] de lo eterno" (n. 40). En este movimiento, el creyente se
sumerge con todo su ser para alcanzar la verdad que reconoce y confiesa (cf.
n. 45). Éste no puede ya "pronunciar con verdad las palabras del Credo sin
ser por eso mismo transformado" (n. 45), porque la fe exige un continuo
cambio del hombre, que le impide cerrarse en una cómoda tranquilidad.
En segundo lugar, señalo con agrado una cita, presente en la tercera parte
de la Encíclica, extraída de las Homilías de San León Magno: "si la fe no es
una, no es fe" (n. 47). Vivimos de hecho en un "mundo" que, a pesar de sus
conexiones y globalizaciones, está fragmentado y seccionado en muchos
mundos, que si bien se encuentran en comunicación, se hallan con frecuencia
en mutuo conflicto. Por esta razón la unidad de la fe es un bien precioso
que el Santo Padre y sus hermanos obispos están llamados a testimoniar,
alimentar y garantizar como primicias de una unidad que se ofrece al mundo
entero como don.
Se trata de una unidad no monolítica, sino rica y de viva pluriformidad, que
a la sombra del misterio del Dios Uno y Trino, se presenta al mismo tiempo
como origen y misión de la Iglesia. Ésta ha sido definida por el Concilio
Vaticano II como "signo e instrumento" (LG 1) de la unidad que viene de Dios
y está destinada a abrazar a todo el género humano.
Es una unidad que con razón se define católica, porque está fundada sobre la
verdad a la cual quiere servir y hacer valorar. Tiene de hecho el "poder de
asimilar todo lo que encuentra en los diversos ámbitos en que se hace
presente, en las culturas que halla, purificándolo todo a fin de que todo
encuentre su mejor expresión" (n.48). Porque está fundada sobre la verdad,
esta unidad no nos empobrece sino nos enriquece con los dones que nacen de
la generosidad del corazón de Dios y del prójimo.
Esta unidad en la que nos introduce Dios, Padre de todos nosotros, nos ayuda
también a encontrar la raíz de la verdadera fraternidad (cf. n. 53). Sin
verdad y sin Dios, el sueño de una fraternidad universal, generado por la
modernidad, no tiene posibilidad de realizarse y está destinado a reeditar
la triste experiencia de Babel. De hecho la fraternidad, "sin regencia a una
Padre común como fundamento último, no logra subsistir" (n. 54). La historia
de los últimos dos siglos, nos ofrece una triste y amplia documentación de
ello.
Por último, deseo referirme a un pasaje de la cuarta parte de la Encíclica.
Si es verdad que la fe auténtica llena el corazón de alegría y "se ensancha
la vida" (n.53) —afirmación que aúna concretamente al Papa Francisco y
Benedicto XVI— "la luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimiento
del mundo" (n.57) sino que nos abre "a una presencia que le acompaña, con
una historia del bien que se une a toda historia de sufrimiento, para abrir
en ella un resquicio de luz" (n.57). Sólo la luz que viene de Dios, del Dios
encarnado que ha atravesado la muerte y la ha vencido, puede ofrecer una
esperanza que inspire confianza frente al mal, ante cada mal que aflige la
vida del hombre.
En resumen, la encíclica quiere reafirmar de modo nuevo, que la fe en
Jesucristo es un bien para el hombre y "es un bien para todos, un bien
común": "su luz no luce sólo dentro de la Iglesia, ni sirve únicamente para
construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras
sociedades para que avancen hacia el futuro con esperanza" (n.51).
Éstas son las breves muestras de la Encíclica, que querrían inducir a la
lectura de este rico documento e invitar a gustarlo. El presente texto puede
muy bien considerarse un "documento": en él que se nos ofrecen no sólo
palabras, sino que se nos documenta una mirada positiva, a la luz de la fe,
sobre una vida que se deja atraer y envolver totalmente en Dios. Es este,
por lo demás, el testimonio que agradecemos al Papa Francisco y a Benedicto
XVI: dos auténticas luces de fe y de esperanza para el hombre contemporáneo.