Homilía del Papa Francisco: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9,1)
En una multitudinaria misa en Nueva York, Francisco invita a ver en medio
del «smog» la presencia de Dios que sigue caminando en nuestra ciudad
26 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
El papa Francisco ofició este viernes por la tarde la Santa Misa ante miles
de personas en el Madison Square Garden de Nueva York. A continuación
publicamos el texto completo de la homilía del Santo Padre:
Estamos en el Madison Square Garden, lugar emblemático de esta ciudad, sede
de importantes encuentros deportivos, artísticos, musicales, que logra
congregar a personas provenientes de distintas partes, y no solo de esta
ciudad, sino del mundo entero. En este lugar que representa las distintas
facetas de la vida de los ciudadanos que se congregan por intereses comunes,
hemos escuchado: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz»
(Is 9,1). El pueblo que caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de
sus rutinas; el pueblo que caminaba cargando sobre sí sus aciertos y sus
equivocaciones, sus miedos y sus oportunidades, ese pueblo ha visto una gran
luz. El pueblo que caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus
desilusiones y amarguras, ese pueblo ha visto una gran luz.
El Pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a contemplar esta luz.
Luz que quiere iluminar a las naciones. Así, lleno de júbilo, lo expresaba
el anciano Simeón. Luz que quiere llegar a cada rincón de esta ciudad, a
nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Una de las
particularidades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver, de
contemplar en medio de sus «oscuridades» la luz que Cristo viene a traer.
Ese pueblo creyente que sabe mirar, que saber discernir, que sabe contemplar
la presencia viva de Dios en medio de su vida, en medio de su ciudad. Con el
profeta hoy podemos decir: el pueblo que camina, respira, vive entre el
«smog», ha visto una gran luz, ha experimentado un aire de vida.
Vivir en una ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural con
grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son recuerdo
de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de culturas, de
tradiciones e de historias. La variedad de lenguas, de vestidos, de
alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la
pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al
sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontrábamos. A su vez,
las grandes ciudades esconden el rostro de tantos que parecen no tener
ciudadanía o ser ciudadanos de segunda categoría. En las grandes ciudades,
bajo el ruido del tránsito, bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados
tantos rostros por no tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser
parte de la ciudad –los extranjeros, sus hijos (y no solo) que no logran la
escolarización, los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos
solos–, quedando al borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un
anonimato ensordecedor. Y se convierten en parte de un paisaje urbano que
lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos y especialmente en nuestro
corazón.
Saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmente
con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única
historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera
de esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los
demás, de la vida de nuestra ciudad. Una esperanza que nos libra de
«conexiones» vacías, de los análisis abstractos o de las rutinas
sensacionalistas. Una esperanza que no tiene miedo a involucrarse actuando
como fermento en los rincones donde nos toque vivir y actuar. Una esperanza
que nos invita a ver en medio del «smog» la presencia de Dios que sigue
caminando en nuestra ciudad, porque Dios está en la ciudad.
¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo encontrar a Dios que
vive con nosotros en medio del «smog» de nuestras ciudades? ¿Cómo
encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras ciudades
pluriculturales?
El profeta Isaías nos hará de guía en este «aprender a mirar». Habló de la
luz que es Jesús y ahora nos presenta a Jesús como «Consejero maravilloso,
Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (9,5-6). De esta
manera, nos introduce en la vida del Hijo para que también esa sea nuestra
vida.
«Consejero maravilloso». Los Evangelios nos narran cómo muchos van a
preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El primer movimiento que Jesús
genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone siempre a sus
discípulos ir, salir. Los empuja a ir al encuentro de los otros, donde
realmente están y no donde nos gustarían que estuviesen. Vayan, una y otra
vez, vayan sin miedo, vayan sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es
para todo el pueblo.
«Dios fuerte». En Jesús Dios se hizo el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, el
Dios que camina a nuestro lado, que se ha mezclado en nuestras cosas, en
nuestras casas, en nuestras «ollas», como le gustaba decir a santa Teresa de
Jesús.
«Padre para siempre». Nada ni nadie podrá apartarnos de su Amor. Vayan y
anuncien, vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como un Padre
misericordioso que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si su
hijo vuelve a casa, y apenas lo ve venir corre a abrazarlo. Esto es lindo.
Un abrazo que busca asumir, busca purificar y elevar la dignidad de sus
hijos. Padre que, en su abrazo, es «buena noticia a los pobres, alivio de
los afligidos, libertad a los oprimidos, consuelo para los tristes» (Is
61,1).
«Príncipe de la paz». El andar hacia los otros para compartir la buena nueva
que Dios es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera del
anonimato, de una vida sin rostros, una vida vacía y nos introduce en la
escuela del encuentro. Nos libera de la guerra de la competencia, de la
autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace
del reconocimiento del otro, esa paz que surge en el corazón al mirar
especialmente al más necesitado como a un hermano.
Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras ciudades y Dios
y la Iglesia que viven en nuestras ciudades quieren ser fermento en la masa,
quieren mezclarse con todos, acompañando a todos, anunciando las maravillas
de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre,
Príncipe de la paz.
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» y nosotros,
cristianos, somos testigos.